Papa Francisco y los inmigrantes: Encuentro por la libertad religiosa
El Santo Padre se ha reunido con la comunidad hispana y otros inmigrantes en
el Independence Mall de Filadelfia
Ciudad del Vaticano, 26 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Publicamos a continuación el discurso del papa Francisco en el Encuentro por
la libertad religiosa con la comunidad hispana y con otros inmigrantes, en
el Independence National Historical Park.
Queridos amigos, buenas tardes.
Uno de los momentos más destacados de mi visita es la presencia aquí, en el
Independence Mall, el lugar de nacimiento de los Estados Unidos de América.
Aquí fueron proclamadas por primera vez las libertades que definen este
País. La Declaración de Independencia proclamó que todos los hombres y
mujeres fueron creados iguales; que están dotados por su Creador de ciertos
derechos inalienables, y que los gobiernos existen para proteger y defender
esos derechos. Esas palabras siguen resonando e inspirándonos hoy, como lo
han hecho con personas de todo el mundo, para luchar por la libertad de
vivir de acuerdo con su dignidad.
La historia también muestra que estas y otras verdades deben ser
constantemente reafirmadas, nuevamente asimiladas y defendidas. La historia
de esta Nación es también la historia de un esfuerzo constante, que dura
hasta nuestros días, para encarnar esos elevados principios en la vida
social y política. Recordemos las grandes luchas que llevaron a la abolición
de la esclavitud, la extensión del derecho de voto, el crecimiento del
movimiento obrero y el esfuerzo gradual para eliminar todo tipo de racismo y
de prejuicios contra la llegada posterior de nuevos americanos. Esto
demuestra que, cuando un país está determinado a permanecer fiel a esos
principios fundacionales, basados en el respeto a la dignidad humana, se
fortalece y renueva. Cuando un país guarda la memoria de sus raíces, sigue
creciendo, se renueva y sigue asumiendo en su seno nuevos pueblos y nueva
gente que viene a él. Nos ayuda mucho recordar nuestro pasado. Un pueblo que
tiene memoria no repite los errores del pasado; en cambio, afronta con
confianza los retos del presente y del futuro. La memoria salva el alma de
un pueblo de aquello o de aquellos que quieren dominarlo o quieren
utilizarlo para sus propios intereses. Cuando los individuos y las
comunidades ven garantizado el ejercicio efectivo de sus derechos, no sólo
son libres para realizar sus propias capacidades, sino que también con estas
capacidades, con su trabajo, contribuyen al bienestar y al enriquecimiento
de la sociedad.
En este lugar, que es un símbolo del modelo de los Estados Unidos, me
gustaría reflexionar con ustedes sobre el derecho a la libertad religiosa.
Es un derecho fundamental que da forma a nuestro modo de interactuar social
y personalmente con nuestros vecinos, que tienen creencias religiosas
distintas a la nuestra. El ideal del dialogo interreligiosos donde todos los
hombres y mujeres de diferentes tradiciones religiosas pueden dialogar sin
pelearse. Eso lo da la libertad religiosa.
La libertad religiosa, sin duda, comporta el derecho a adorar a Dios,
individualmente y en comunidad, de acuerdo con nuestra conciencia. Pero, por
otro lado, la libertad religiosa, por su naturaleza, trasciende los lugares
de culto y la esfera privada de los individuos y las familias. Porque el
hecho religioso, la dimensión religiosa, no es un subcultura, es parte de la
cultura de cualquier pueblo y de cualquier nación.
Nuestras distintas tradiciones religiosas sirven a la sociedad sobre todo
por el mensaje que proclaman. Ellas llaman a los individuos y a las
comunidades a adorar a Dios, fuente de la vida, de la libertad y de la
felicidad. Nos recuerdan la dimensión trascendente de la existencia humana y
de nuestra libertad irreductible frente a la pretensión de cualquier poder
absoluto. Necesitamos acercarnos a la historia, nos hace bien acercanos a la
historia, especialmente a la historia del siglo pasado, para ver las
atrocidades perpetradas por los sistemas que pretendían construir algún tipo
de «paraíso terrenal», dominando pueblos, sometiéndolos a principios
aparentemente indiscutibles y negándoles cualquier tipo de derechos.
Nuestras ricas tradiciones religiosas buscan ofrecer sentido y dirección,
«tienen una fuerza motivadora que abre siempre nuevos horizontes, estimula
el pensamiento, amplía la mente y la sensibilidad» (Evangelii gaudium, 256).
Llaman a la conversión, a la reconciliación, a la preocupación por el futuro
de la sociedad, a la abnegación en el servicio al bien común y a la
compasión por los necesitados. En el corazón de su misión espiritual está la
proclamación de la verdad y la dignidad de la persona humana y de todos los
derechos humanos.
Nuestras tradiciones religiosas nos recuerdan que, como seres humanos,
estamos llamados a reconocer a Otro, que revela nuestra identidad relacional
frente a todos los intentos por imponer «una uniformidad a la que el egoísmo
de los poderosos, el conformismo de los débiles o la ideología de la utopía
quiere imponernos» (M. de Certeau).
En un mundo en el que diversas formas de tiranía moderna tratan de suprimir
la libertad religiosa, o de reducirla a una subcultura sin derecho a voz y
voto en la plaza pública, o de utilizar la religión como pretexto para el
odio y la brutalidad, es necesario que los fieles de las diversas religiones
unan sus voces para clamar por la paz, la tolerancia y el respeto a la
dignidad y a los derechos de los demás.
Nosotros vivimos en un mundo sujeto a la «globalización del paradigma
tecnocrático» (Laudato si', 106), que conscientemente apunta a la
uniformidad unidimensional y busca eliminar todas las diferencias y
tradiciones en una búsqueda superficial de la unidad. Las religiones tienen,
pues, el derecho y el deber de dejar claro que es posible construir una
sociedad en la que «un sano pluralismo que, de verdad respete a los
diferentes y los valore como tales» (Evangelii gaudium, 255), es un aliado
valioso «en el empeño por la defensa de la dignidad humana... y un camino de
paz para nuestro mundo tan herido por las guerras» (ibíd., 257).
Los cuáqueros que fundaron Filadelfia estaban inspirados por un profundo
sentido evangélico de la dignidad de cada individuo y por el ideal de una
comunidad unida por el amor fraterno. Esta convicción los llevó a fundar una
colonia que fuera un refugio para la libertad religiosa y la tolerancia. El
sentido de preocupación fraterna por la dignidad de todos, especialmente de
los más débiles y vulnerables, se convirtió en una parte esencial del
espíritu norteamericano. San Juan Pablo II, durante su visita a los Estados
Unidos en 1987, rindió un conmovedor homenaje al respecto, recordando a
todos los americanos que «la prueba definitiva de su grandeza es la manera
en que tratan a todos los seres humanos, pero sobre todo a los más débiles e
indefensos» (Ceremonia de despedida, 19 septiembre 1987).
Aprovecho esta oportunidad para agradecer a todos los que, se cual fuera su
religión, han tratado de servir al Dios de la paz construyendo ciudades de
amor fraterno, cuidando del prójimo necesitado, defendiendo la dignidad del
don divino, del don de la vida en todas sus etapas, defendiendo la causa de
los pobres y los inmigrantes. Con demasiada frecuencia los más necesitados,
en todas partes, no son escuchados. Ustedes son su voz, y muchos de ustedes,
hombres y mujeres religiosos, han hecho que su grito se escuche. Con este
testimonio, que frecuentemente encuentra una fuerte resistencia, recuerdan a
la democracia norteamericana los ideales que la fundaron, y que la sociedad
se debilita siempre que –y allí donde– cualquier injusticia prevalece.
Hace un momento hablé de la tendencia a una globalización. La globalización
no es mala, al contrario, la tendencia a globalizarnos es buena, nos une. Lo
que puede ser malo es el modo de hacerlo. Si una globalización pretende
igualar a todos como si fuera una esfera, esa globalización destruye la
riqueza y la particularidad de cada persona y de cada pueblo. Si una
globalización busca unir a todos pero respetando a cada persona, a su
persona, a su riqueza, a su peculiaridad, respetando a cada pueblo, a su
riqueza, a cada persona, esa globalización es buena y nos hace crecer a
todos y lleva a la paz.
Me gusta usar un poco la geometría aquí. Si la globalización es una esfera
donde cada punto es igual, equidistante del centro, anula, no es buena. Si
la globalización une como un poliedro donde están todos unidos pero cada uno
conserva su propia identidad, es buena y hace crecer a un pueblo, y da
dignidad a todos los hombres y le otorga derecho.
Entre nosotros hoy hay miembros de la gran población hispana de América, así
como representantes de inmigrantes recién llegados a los Estados Unidos.
Gracias por abrir la puerta. Los saludo con mucho afecto. Muchos de ustedes
han emigrado a este País con un gran costo personal, pero con la esperanza
de construir una nueva vida. No se desanimen por los retos y dificultades
que tengan que afrontar. Les pido que no olviden que, al igual que los que
llegaron aquí antes, ustedes traen muchos dones a esta nación. Por favor, no
se avergüencen nunca de sus tradiciones. No olviden las lecciones que
aprendieron de sus mayores, y que pueden enriquecer la vida de esta tierra
americana. Repito, no se avergüencen de aquello que es parte esencial de
ustedes. También están llamados a ser ciudadanos responsables, están
llamados a ser ciudadanos responsables, y a contribuir, como lo hicieron con
tanta fortaleza los que vinieron antes, a contribuir provechosamente a la
vida de las comunidades en que viven. Pienso, en particular, en la vibrante
fe que muchos de ustedes poseen, en el profundo sentido de la vida familiar
y los demás valores que han heredado. Al contribuir con sus dones, no solo
encontrarán su lugar aquí, sino que ayudarán a renovar la sociedad desde
dentro. No perder la memoria de lo que pasó aquí hace más de dos siglos. No
perder la memoria de aquella Declaración que proclamó que todos los hombres
y mujeres fueron creados iguales y que están dotados por su Creador de
ciertos derechos inalienables y que los Gobiernos existen para proteger y
defender esos derechos.
Queridos amigos, les doy las gracias por su calurosa bienvenida y por
acompañarme hoy aquí. Conservemos la libertad, cuidemos la libertad, la
libertad de conciencia, la libertad religiosa, la libertad de cada familia,
de cada pueblo, que es la que da lugar a los derechos. Que este País, y cada
uno de ustedes, dé gracias continuamente por las muchas bendiciones y
libertades que disfrutan. Que puedan defender estos derechos, especialmente
la libertad religiosa, que Dios les ha dado. Que Él los bendiga a todos. Y
por favor les pido que recen un poquito por mí.