Homilía del Papa en la misa de clausura del Encuentro Mundial de las Familias
El Santo Padre invita a que 'nuestros hijos encuentren en nosotros hombres y
mujeres capaces de unirse a los demás para hacer germinar todo lo bueno que
el Padre sembró'
27 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
Publicamos a continuación la homilía del Santo Padre en la misa de clausura
del Encuentro Mundial de las Familias en Filadelfia.
Hoy la Palabra de Dios nos sorprende con un lenguaje alegórico fuerte que
nos hace pensar. Un lenguaje alegórico que nos desafía pero también estimula
nuestro entusiasmo.
En la primera lectura, Josué dice a Moisés que dos miembros del pueblo están
profetizando, proclamando la Palabra de Dios sin un mandato. En el
Evangelio, Juan dice a Jesús que los discípulos le han impedido a un hombre
sacar espíritus inmundos en su nombre. Y aquí viene la sorpresa: Moisés y
Jesús reprenden a estos colaboradores por ser tan estrechos de mente. ¡Ojalá
fueran todos profetas de la Palabra de Dios! ¡Ojalá que cada uno pudiera
obrar milagros en el nombre del Señor.
Jesús encuentra, en cambio, hostilidad en la gente que no había aceptado
cuanto dijo e hizo. Para ellos, la apertura de Jesús a la fe honesta y
sincera de muchas personas que no formaban parte del pueblo elegido de Dios,
les parecía intolerable. Los discípulos, por su parte, actuaron de buena fe,
pero la tentación de ser escandalizados por la libertad de Dios que hace
llover sobre «justos e injustos» (Mt 5,45), saltándose la burocracia, el
oficialismo y los círculos íntimos, amenaza la autenticidad de la fe y, por
tanto, tiene que ser vigorosamente rechazada.
Cuando nos damos cuenta de esto, podemos entender por qué las palabras de
Jesús sobre el escándalo son tan duras. Para Jesús, el escándalo intolerable
es todo lo que destruye y corrompe nuestra confianza en este modo de actuar
del Espíritu.
Nuestro Padre no se deja ganar en generosidad y siembra. Siembra su
presencia en nuestro mundo, ya que «el amor no consiste en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero» (1Jn 4,10). Amor que
nos da una certeza honda: somos buscados por Él, somos esperados por Él. Esa
confianza es la que lleva al discípulo a estimular, acompañar y hacer crecer
todas las buenas iniciativas que existen a su alrededor. Dios quiere que
todos sus hijos participen de la fiesta del Evangelio. No impidan todo lo
bueno, dice Jesús, por el contrario, ayúdenlo a crecer. Poner en duda la
obra del Espíritu, dar la impresión que la misma no tiene nada que ver con
aquellos que «no son parte de nuestro grupo», que no son «como nosotros», es
una tentación peligrosa. No bloquea solamente la conversión a la fe, sino
constituye una perversión de la fe.
La fe abre la «ventana» a la presencia actuante del Espíritu y nos muestra
que, como la felicidad, la santidad está siempre ligada a los pequeños
gestos. «El que les dé a beber un vaso de agua en mi nombre –dice Jesús– no
se quedará sin recompensa» (Mc 9,41). Son gestos mínimos que uno aprende en
el hogar; gestos de familia que se pierden en el anonimato de la
cotidianidad pero que hacen diferente cada jornada. Son gestos de madre, de
abuela, de padre, de abuelo, de hijo, de hermanos. Son gestos de ternura, de
cariño, de compasión. Son gestos del plato caliente de quien espera a cenar,
del desayuno temprano del que sabe acompañar a madrugar. Son gestos de
hogar. Es la bendición antes de dormir y el abrazo al regresar de una larga
jornada de trabajo. El amor se manifiesta en pequeñas cosas, en la atención
mínima a lo cotidiano que hace que la vida tenga siempre sabor a hogar. La
fe crece con la práctica y es plasmada por el amor. Por eso, nuestras
familias, nuestros hogares, son verdaderas Iglesias domésticas. Es el lugar
propio donde la fe se hace vida y la vida crece en la fe.
Jesús nos invita a no impedir esos pequeños gestos milagrosos, por el
contrario, quiere que los provoquemos, que los hagamos crecer, que
acompañemos la vida como se nos presenta, ayudando a despertar todos los
pequeños gestos de amor, signos de su presencia viva y actuante en nuestro
mundo.
Esta actitud a la que somos invitados nos lleva a preguntarnos hoy aquí, en
el final de esta fiesta: ¿Cómo estamos trabajando para vivir esta lógica en
nuestros hogares, en nuestras sociedades? ¿Qué tipo de mundo queremos
dejarle a nuestros hijos? (cf. Laudato si’, 160). Pregunta que no podemos
responder sólo nosotros. Es el Espíritu el que nos invita y desafía a
responderla con la gran familia humana. Nuestra casa común no tolera más
divisiones estériles. El desafío urgente de proteger nuestra casa incluye la
preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un
desarrollo sostenible e integral, porque sabemos que las cosas pueden
cambiar (cf. ibid., 13). Que nuestros hijos encuentren en nosotros
referentes de comunión, no de división. Que nuestros hijos encuentren en
nosotros hombres y mujeres capaces de unirse a los demás para hacer germinar
todo lo bueno que el Padre sembró.
De manera directa, pero con afecto, Jesús dice: «Si ustedes, pues, que son
malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo
dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,13) Cuánta sabiduría
hay en estas palabras. Es verdad que en cuanto a bondad y pureza de corazón
nosotros, seres humanos, no tenemos mucho de qué vanagloriarnos. Pero Jesús
sabe que, en lo que se refiere a los niños, somos capaces de una generosidad
infinita. Por eso nos alienta: si tenemos fe, el Padre nos dará su Espíritu.
Nosotros los cristianos, discípulos del Señor, pedimos a las familias del
mundo que nos ayuden. Somos muchos los que participamos en esta celebración
y esto es ya en sí mismo algo profético, una especie de milagro en el mundo
de hoy que está cansado de inventar nuevas divisiones, nuevos quebrantos,
nuestros desastres. Ojalá todos fuéramos profetas. Ojalá cada uno de
nosotros se abriera a los milagros del amor para el bien de su propia
familia todas las familias del mundo, y estoy hablando de milagro de amor y
poder así superar el escándalo de un amor mezquino y desconfiado, encerrado
en sí mismo e impaciente con los demás.
Les dejo como pregunta para que cada uno responsa, porque dije la palabra
impaciente. En mi casa ¿se grita? ¿o se habla con amor y ternura? Es una
buena manera de medir nuestro amor.
Qué bonito sería si en todas partes, y también más allá de nuestras
fronteras, pudiéramos alentar y valorar esta profecía y este milagro.
Renovemos nuestra fe en la palabra del Señor que invita a nuestras familias
a esa apertura; que invita a todos a participar de la profecía de la alianza
entre un hombre y una mujer, que genera vida y revela a Dios que nos ayude a
participar de la profecía de la paz, de la ternura y del cariño familiar.
Que nos ayude a participar del gesto profético de cuidar con ternura, con
paciencia y con amor a nuestros niños y a nuestros abuelos.
Todo el que quiera traer a este mundo una familia, que enseñe a los niños a
alegrarse por cada acción que tenga como propósito vencer al mal –una
familia que muestra que el Espíritu está vivo y actuante– encontrará
gratitud y estima, no importando el pueblo, la región o la religión a la que
pertenezca.
Que Dios nos conceda a todos ser profetas del gozo del Evangelio, del
Evangelio de la familia, del amor de la familia. Ser profetas como
discípulos del Señor y nos conceda la gracia de ser dignos de esta pureza de
corazón que no se escandaliza del Evangelio. Que así sea.