Texto completo del Discurso del papa Francisco con los obispos en el seminario San Carlos Borromeo
A los obispos que participan al Encuentro Mundial de las Familias les
exhortó a una alianza con las familias, a no estigmatizar a los jóvenes e
invitarlos a tomar estado
Roma, 27 de septiembre de 2015 (ZENIT.org)
El santo padre Francisco este domingo por la mañana tras haber anunciado su
encuentro con personas que en su infancia fueron abusadas por sacerdotes o
personas de Iglesia, y de haber asegurado que los responsables deberán
rendir cuenta, entró en el tema que quería tratar con los obispos que han
participado en el Encuentro Mundial de las Familias. Lo hizo este domingo en
el seminario de San Carlos Borromeo en Filadelfia. A continuación las
palabras textuales del Santo Padre.
“Hermanos Obispos: Me alegro de tener la oportunidad de compartir con
ustedes este momento de reflexión pastoral en el contexto gozoso y festivo
del Encuentro Mundial de las Familias.
Hablo en castellano porque me dijeron que todos ustedes hablan castellano.
En efecto, la familia no es para la Iglesia principalmente una fuente de
preocupación, sino la confirmación de la bendición de Dios a la obra maestra
de la creación. Cada día, en todos los ángulos del planeta, la Iglesia tiene
razones para alegrarse con el Señor por el don de ese pueblo numeroso de
familias que, incluso en las pruebas más duras, mantiene las promesas y
conserva la fe.
Pienso que el primer impulso pastoral que este difícil período de transición
nos pide es avanzar con decisión en la línea de este reconocimiento. El
aprecio y la gratitud han de prevalecer sobre el lamento, a pesar de todos
los obstáculos que tenemos que enfrentar. La familia es el lugar fundamental
de la alianza de la Iglesia con la creación de Dios. Sin la familia, tampoco
la Iglesia existiría: no podría ser lo que debe ser, es decir, signo e
instrumento de la unidad del género humano (cf. Lumen gentium, 1).
Naturalmente, nuestro modo de comprender, modelado por la integración entre
la forma eclesial de la fe y la experiencia conyugal de la gracia, bendecida
por el matrimonio, no nos debe llevar a olvidar la transformación del
contexto histórico, que incide en la cultural social –y lamentablemente
también jurídica– de los vínculos familiares, y que nos involucra a todos,
seamos creyentes o no creyentes. El cristiano no es un 'ser inmune' a los
cambios de su tiempo y en este mundo concreto, con sus múltiples
problemáticas y posibilidades, es donde debe vivir, creer y anunciar.
Hasta hace poco, vivíamos en un contexto social donde la afinidad entre la
institución civil y el sacramento cristiano era fuerte y compartida,
coincidían sustancialmente y se sostenían mutuamente. Ya no es así. Si
tuviera que describir la situación actual tomaría dos imágenes propias de
nuestras sociedades. Por un lado, los conocidos almacenes, pequeños negocios
de nuestros barrios y, por otro, los grandes supermercados o shopping.
Algún tiempo atrás uno podía encontrar en un mismo comercio o almacén todas
las cosas necesarias para la vida personal y familiar –es cierto que
pobremente expuesto, con pocos productos y, por lo tanto, con escasa
posibilidad de elección–. Había un vínculo personal entre el dueño del
negocio y los vecinos compradores. Se vendía fiado, es decir, había
confianza, conocimiento, vecindad. Uno se fiaba del otro. Se animaba a
confiar. En muchos lugares se lo conocía como «el almacén del barrio».
En estas últimas décadas se ha desarrollado y ampliado otro tipo de
negocios: los shopping center. Grandes superficies con un gran número de
opciones y oportunidades. El mundo parece que se ha convertido en un gran
shopping, donde la cultura ha adquirido una dinámica competitiva. Ya no se
vende fiado, ya no se puede fiar de los demás. No hay un vínculo personal,
una relación de vecindad. La cultura actual parece estimular a las personas
a entrar en la dinámica de no ligarse a nada ni a nadie. No fiar ni fiarse.
Porque lo más importante de hoy parece que es ir detrás de la última
tendencia o actividad. Inclusive a nivel religioso. Lo importante hoy lo
determina el consumo. Consumir relaciones, consumir amistades, consumir
religiones, consumir, consumir... No importa el costo ni las consecuencias.
Un consumo que no genera vínculos, un consumo que va más allá de las
relaciones humanas. Los vínculos son un mero 'trámite' en la satisfacción de
'mis necesidades'. Lo importante deja de ser el prójimo, con su rostro, con
su historia, con sus afectos.
Esta conducta genera una cultura que descarta todo aquello que ya «no sirve»
o «no satisface» los gustos del consumidor. Hemos hecho de nuestra sociedad
una vidriera pluricultural amplísima, ligada solamente a los gustos de
algunos 'consumidores' y, por otra parte, son muchos –¡tantos!– los otros,
los que solo «comen las migajas que caen de la mesa de sus amos» (Mt 15,27).
Esto genera una herida grande. Me animo a decir que una de las principales
pobrezas o raíces de tantas situaciones contemporáneas está en la soledad
radical a la que se ven sometidas tantas personas. Corriendo detrás de un
like, corriendo detrás de aumentar el número de followers en cualquiera de
las redes sociales, así van –vamos– los seres humanos en la propuesta que
ofrece esta sociedad contemporánea. Una soledad con miedo al compromiso en
una búsqueda desenfrenada por sentirse reconocido.
¿Debemos condenar a nuestros jóvenes por haber crecido en esta sociedad?
¿Debemos anatematizarlos por vivir en este mundo? ¿Deben ellos escuchar de
sus pastores frases como: 'Todo pasado fue mejor', 'El mundo es un desastre
¿y si esto sigue así, no sabemos a dónde vamos a parar?'. 'Esto me suena a
un tango argentino. No, no creo que este sea el camino.
Nosotros, pastores tras las huellas del Pastor, estamos invitados a buscar,
acompañar, levantar, curar las heridas de nuestro tiempo. Mirar la realidad
con los ojos de aquel que se sabe interpelado al movimiento, a la conversión
pastoral. El mundo hoy nos pide y reclama esta conversión. 'Es vital que hoy
la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en
todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del
Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie» (Evangelii
gaudium, 23).
El Evangelio no es un producto para consumir, no entra en esta cultura del
consumismo.
Nos equivocaríamos si pensáramos que esta «cultura» del mundo actual sólo
tiene aversión al matrimonio y a la familia, en términos de puro y simple
egoísmo. ¿Acaso todos los jóvenes de nuestra época se han vuelto
irremediablemente tímidos, débiles, inconsistentes? No caigamos en la
trampa. Muchos jóvenes, en medio de esta cultura disuasiva, han
interiorizado una especie de miedo inconsciente, y tienen miedo, es un miedo
inconsciente y no siguen los impulsos más hermosos, más altos y también más
necesarios. Hay muchos que retrasan el matrimonio en espera de unas
condiciones de bienestar ideales. Mientras tanto la vida se consume sin
sabor. Porque la sabiduría del verdadero sabor de la vida llega con el
tiempo, fruto de una generosa inversión de pasión, de inteligencia y de
entusiasmo.
En el Congreso (de Estados Unidos ndr) hace pocos días atrás decía que
estamos viviendo una cultura que empuja y convence a los jóvenes a no fundar
una familia. Unos por falta de medios materiales y otros porque tienen
tantos medios que están muy bien así. Y esta es la tentación: no fundar una
familia.
Como pastores, los obispos estamos llamados a aunar fuerzas y relanzar el
entusiasmo para que se formen familias que, de acuerdo con su vocación,
correspondan más plenamente a la bendición de Dios. Tenemos que emplear
nuestras energías, no tanto en explicar una y otra vez los defectos de la
época actual y los méritos del cristianismo, sino en invitar con franqueza a
los jóvenes a que sean audaces y elijan el matrimonio y la familia.
En Buenos Aires cuantas mujeres se lamentaban:
-- 'Tengo mi hijo de 30, 32, 34 años que no se casa no se que hacer'.
-- 'Señora no el planche más las camisas'.
Hay entusiasmar a los jóvenes que corran este riesgo, porque éste es un
riesgo de fecundidad y de vida.
También aquí se necesita una santa parresía, de los obispos:
-- '¿Por qué no te casas?'
-- 'Sí, tengo una novia, pero no sabemos, sí, no, estamos ahorrando para la
fiesta'.
La santa parresía de acompañarlos y hacerlos madurar hacia el empeño del
matrimonio.
?Un cristianismo que 'se hace' poco en la realidad y 'se explica'
infinitamente en la formación está peligrosamente desproporcionado; diría
que está en un verdadero y propio círculo vicioso. El pastor ha de mostrar
que el 'Evangelio de la familia' es verdaderamente una 'buena noticia' para
un mundo en que la preocupación por uno mismo reina por encima de todo. No
se trata de fantasía romántica: la tenacidad para formar una familia y
sacarla adelante transforma el mundo y la historia. Son las familias que
transforman el mundo y la historia.
El pastor anuncia serena y apasionadamente la palabra de Dios, anima a los
creyentes a aspirar a lo más alto. Hará que sus hermanos y hermanas sean
capaces de escuchar y practicar las promesas de Dios, que amplían también la
experiencia de la maternidad y de la paternidad en el horizonte de una nueva
'familiaridad' con Dios (cf. Mc 3,31-35).
El pastor vela el sueño, la vida, el crecimiento de sus ovejas. Este «velar»
no nace del discursear, sino del pastorear. Solo es capaz de velar quien
sabe estar 'en medio de', quien no le tiene miedo a las preguntas, al
contacto, al acompañamiento. El pastor vela en primer lugar con la oración,
sosteniendo la fe de su pueblo, transmitiendo confianza en el Señor, en su
presencia.
El pastor siempre está en vela ayudando a levantar la mirada cuando aparece
el desgano, la frustración y las caídas. Sería bueno preguntarnos si en
nuestro ministerio pastoral sabemos 'perder' el tiempo con las familias.
¿Sabemos estar con ellas, compartir sus dificultades y sus alegrías?
Naturalmente, el rasgo fundamental del estilo de vida del Obispo es en
primer lugar vivir el espíritu de esta gozosa familiaridad con Dios, y en
segundo lugar difundir la emocionante fecundidad evangélica, rezar y
anunciar el Evangelio (cf. Hch 6,4).
Siempre me ha llamado la atención y golpeó cuando al inicio, en el primer
tiempo de la Iglesia los helenistas fueron a lamentarse porque las viudas y
los huérfanos no estaban bien atendidos, los apóstoles no daban abasto,
entonces los descuidaban, y se reunieron e inventaron a los diáconos. El
Espíritu Santo les inspiró a constituir los diáconos. Y cuando Pedro
explica: vamos a elegir 7 hombres para que se ocupen de este problema. Y a
nosotros nos toca dos cosas, la oración y la predicación. Cuál es la primera
tarea del obispo es rezar, rezar; y el segundo trabajo, predicar. Nos ayuda
esta definición dogmática... y si mi equivoco cardenal, usted... Porque
define el rol del obispos, que está constituido para pastorear, pero antes
de todo pasa por la oración y el anuncio. Y después todo el resto, si queda
tiempo.
Nosotros mismos, por tanto, aceptando con humildad el aprendizaje cristiano
de las virtudes domésticas del Pueblo de Dios, nos asemejaremos cada vez más
a los padres y a las madres –como hace Pablo (cf. 1 Ts 2,7-11)–, procurando
no acabar como personas que simplemente han aprendido a vivir sin familia.
Alejarnos a la familia nos lleva a ser personas que aprenden a vivir sin una
familia. Nuestro ideal no no es la carencia de afectos. El buen pastor
renuncia a unos afectos familiares propios para dedicar todas sus fuerzas, y
la gracia de su llamada especial, a la bendición evangélica de los afectos
del hombre y la mujer, que encarnan el designio de Dios, empezando por
aquellos que están perdidos, abandonados, heridos, devastados, desalentados
y privados de su dignidad.
Esta entrega total al agape de Dios no es una vocación ajena a la ternura y
al amor. Basta con mirar a Jesús para entenderlo (cf. Mt 19,12). La misión
del buen pastor al estilo de Dios –solo Dios lo puede autorizar, no su
presunción– imita en todo y para todo el estilo afectivo del Hijo con el
Padre, reflejado en la ternura de su entrega: a favor, y por amor, de los
hombres y mujeres de la familia humana.
En la óptica de la fe, este es un argumento muy válido. Nuestro ministerio
necesita desarrollar la alianza de la Iglesia y la familia. Lo subrayo,
desarrollar la alianza de la Iglesia con la familia. De lo contrario, se
marchita, y la familia humana, por nuestra culpa, se alejará
irremediablemente de la alegre noticia evangélica dada por Dios, e irá al
supermercado de moda a comprar los productos que en ese momento les gusta
más.
Si somos capaces de este rigor de los afectos de Dios, cultivando infinita
paciencia y sin resentimiento en los surcos a menudo desviados en que
debemos sembrar, realmente tenemos que sembrar muchas veces en estos surcos
desviados, también una mujer samaritana con cinco 'no maridos' será capaz de
dar testimonio. Y frente a un joven rico, que siente tristemente que se lo
ha de pensar todavía con calma, un publicano maduro se apresurará a bajar
del árbol y se desvivirá por los pobres en los que hasta ese momento no
había pensado nunca.
Hermanos, que Dios nos conceda el don de esta nueva projimidad entre la
familia y la Iglesia. Lo necesita la familia, lo necesita la Iglesia, y lo
necesitamos los pastores.
La familia es nuestra aliada, nuestra ventana al mundo, la familia es la
evidencia de una bendición irrevocable de Dios destinada a todos los hijos
de esta historia difícil y hermosa de la creación, que Dios nos ha pedido
que sirvamos".