CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO
II A
LOS ANCIANOS 1999 Contenido Un siglo complejo hacia un futuro
de esperanza Los ancianos en la Sagrada
Escritura Depositarios de la memoria
colectiva " Honra a tu padre y a tu
madre " "Me enseñarás el sendero de
la vida, me saciarás de gozo en tu presencia" (Sal 15 [16], 11) ¡A mis hermanos y hermanas
ancianos! " Aunque uno viva
setenta años, y el más robusto hasta
ochenta, la mayor parte son fatiga
inútil porque pasan aprisa y vuelan
" (Sal 90 [89], 10) 1. Setenta eran muchos años en el tiempo en que el
Salmista escribía estas palabras, y eran pocos los que los superaban; hoy,
gracias a los progresos de la medicina y a la mejora de las condiciones
sociales y económicas, en muchas regiones del mundo la vida se ha alargado
notablemente. Sin embargo, sigue siendo verdad que los años pasan aprisa; el
don de la vida, a pesar de la fatiga y el dolor, es demasiado bello y precioso
para que nos cansemos de él. He sentido el deseo, siendo yo también anciano, de ponerme en diálogo
con vosotros. Lo hago, ante todo, dando gracias a Dios por los dones y las
oportunidades que hasta hoy me ha concedido en abundancia. Al recordar las
etapas de mi existencia, que se entremezcla con la historia de gran parte de
este siglo, me vienen a la memoria los rostros de innumerables personas,
algunas de ellas particularmente queridas: son recuerdos de hechos ordinarios y
extraordinarios, de momentos alegres y de episodios marcados por el
sufrimiento. Pero, por encima de todo, experimento la mano providente y
misericordiosa de Dios Padre, el cual " cuida del mejor modo todo lo que
existe " (1) y que " si le pedimos algo según su voluntad, nos
escucha " (1 Jn 5, 14). A Él me dirijo con el Salmista: " Dios mío,
me has instruido desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, ahora,
en la vejez y las canas, no me abandones, Dios mío, hasta que describa tu brazo
a la nueva generación, tus proezas y tus victorias excelsas " (Sal 71[70],
17-18). Mi pensamiento se dirige con afecto a todos vosotros, queridos ancianos
de cualquier lengua o cultura. Os escribo esta carta en el año que la
Organización de las Naciones Unidas, con buen criterio, ha querido dedicar a
los ancianos para llamar la atención de toda la sociedad sobre la situación de
quien, por el peso de la edad, debe afrontar frecuentemente muchos y difíciles
problemas. El Pontificio Consejo para los Laicos ha ofrecido ya valiosas pautas de
reflexión sobre este tema.(2) Con la presente carta deseo solamente expresaros
mi cercanía espiritual, con el estado de ánimo de quien, año tras año, siente
crecer dentro de sí una comprensión cada vez más profunda de esta fase de la
vida y, en consecuencia, se da cuenta de la necesidad de un contacto más
inmediato con sus coetáneos, para tratar de las cosas que son experiencia
común, poniéndolo todo bajo la mirada de Dios, el cual nos envuelve con su amor
y nos sostiene y conduce con su providencia. 2. Queridos hermanos y hermanas: a nuestra edad
resulta espontáneo recorrer de nuevo el pasado para intentar hacer una especie
de balance. Esta mirada retrospectiva permite una valoración más serena y
objetiva de las personas que hemos encontrado y de las situaciones vividas a lo
largo del camino. El paso del tiempo difumina los rasgos de los acontecimientos
y suaviza sus aspectos dolorosos. Por desgracia, en la existencia de cada uno
hay sobradas cruces y tribulaciones. A veces se trata de problemas y
sufrimientos que ponen a dura prueba la resistencia psicofísica y hasta
conmocionan quizás la fe misma. No obstante, la experiencia enseña que, con la
gracia del Señor, los mismos sinsabores cotidianos contribuyen con frecuencia a
la madurez de las personas, templando su carácter. La reflexión que predomina, por encima de los episodios particulares,
es la que se refiere al tiempo, el cual transcurre inexorable. " El tiempo
se escapa irremediablemente ", sentenciaba ya el antiguo poeta latino.(3)
El hombre está sumido en el tiempo: en él nace, vive y muere. Con el nacimiento
se fija una fecha, la primera de su vida, y con su muerte otra, la última. Es
el alfa y la omega, el comienzo y el final de su existencia terrena, como
subraya la tradición cristiana al esculpir estas letras del alfabeto griego en
las lápidas sepulcrales. No obstante, aunque la existencia de cada uno de nosotros es limitada y
frágil, nos consuela el pensamiento de que, por el alma espiritual,
sobrevivimos incluso a la muerte. Además, la fe nos abre a una " esperanza
que no defrauda " (cf. Rm 5, 5), indicándonos la perspectiva de la
resurrección final. Por eso la Iglesia usa en la Vigilia pascual estas mismas
letras con referencia a Cristo vivo, ayer, hoy y siempre: Él es "
principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad ".(4) La
existencia humana, aunque está sujeta al tiempo, es introducida por Cristo en
el horizonte de la inmortalidad. Él " se ha hecho hombre entre los
hombres, para unir el principio con el fin, esto es, el hombre con Dios
".(5) Un siglo complejo hacia un
futuro de esperanza
3. Al dirigirme a los ancianos, sé que hablo a
personas y de personas que han realizado un largo recorrido (cf. Sb 4, 13).
Hablo a los de mi edad; me resulta fácil, por tanto, buscar una analogía en mi
experiencia personal. Nuestra vida, queridos hermanos y hermanas, ha sido
inscrita por la Providencia en este siglo XX, que ha recibido una compleja
herencia del pasado y ha sido testigo de numerosos y extraordinarios
acontecimientos. Como tantas otras épocas de la historia, nuestro siglo ha conocido
luces y sombras. No todo han sido penumbras. Hay muchos aspectos positivos que
han sido el contrapeso de otros negativos o han surgido de éstos últimos, como
una beneficiosa reacción de la conciencia colectiva. No obstante, es cierto -y
sería tan injusto como peligroso olvidarlo- que se han producido daños
inauditos, que han incidido en la vida de millones y millones de personas.
Bastaría pensar en los conflictos surgidos en diversos continentes, debidos a
contenciosos territoriales entre Estados o al odio entre diversas etnias.
Tampoco se han de considerar menos graves las condiciones de pobreza extrema de
amplios sectores sociales en el Sur del mundo, el vergonzoso fenómeno de la
discriminación racial y la sistemática violación de los derechos humanos en
muchos países. Y, en fin, ¿qué decir de los grandes conflictos mundiales? Sólo en la primera parte del siglo hubo dos, de una magnitud hasta
entonces desconocida por las muertes y la destrucción ocasionadas. La primera
guerra mundial segó la vida de millones de soldados y civiles, truncando la existencia
de muchos seres humanos casi en la adolescencia o incluso en su niñez. Y, ¿qué
decir de la segunda guerra mundial? Estalló tras pocos años de una relativa paz
en el mundo, especialmente en Europa, y fue más trágica que la anterior, con
tremendas consecuencias para las naciones y los continentes. Fue guerra total,
una inaudita explosión de odio que se abalanzó brutalmente también sobre la
inerme población civil y destruyó generaciones enteras. Fue incalculable el
tributo pagado en los diversos frentes al delirio bélico y terroríficos los
estragos llevados a cabo en los campos de exterminio, auténticos Gólgotas de la
época contemporánea. Durante muchos años, en la segunda mitad del siglo, se ha vivido la
pesadilla de la guerra fría, esto es, la confrontación entre los dos grandes
bloques ideológicos contrapuestos, el Este y el Oeste, con una desenfrenada
carrera de armamentos y la amenaza constante de una guerra atómica capaz de
destruir la humanidad entera.(6) Gracias a Dios, esta página oscura se ha
terminado con la caída en Europa de los regímenes totalitarios opresivos, como
fruto de una lucha pacífica, que ha empuñado las armas de la verdad y la
justicia.(7) Se ha comenzado así un arduo pero provechoso proceso de diálogo y
reconciliación orientado a instaurar una convivencia más serena y solidaria
entre los pueblos. No obstante, demasiadas Naciones están todavía muy lejos de
experimentar los beneficios de la paz y la libertad. En los últimos meses, el
violento conflicto surgido en la región de los Balcanes, que ya en los años
precedentes había sido teatro de una terrible guerra de carácter étnico, ha
suscitado gran conmoción; se ha derramado más sangre, se han intensificado las
destrucciones y se han alimentado nuevos odios. Ahora, cuando finalmente el
fragor de las armas se ha apaciguado, se comienza a pensar en la reconstrucción
en la perspectiva del nuevo milenio. Pero, mientras tanto, siguen propagándose
también en otros continentes numerosos focos de guerra, a veces con masacres y
violencias olvidadas demasiado pronto por las crónicas. 4. Aunque estos recuerdos y estas dolorosas
situaciones actuales nos entristecen, no podemos olvidar que nuestro siglo ha
visto surgir múltiples aspectos positivos, los cuales son, al mismo tiempo,
motivos de esperanza para el tercer milenio. Así, se ha acrecentado -aunque
entre tantas contradicciones, especialmente en lo que se refiere al respeto de
la vida de cada ser humano- la conciencia de los derechos humanos universales,
proclamados en declaraciones solemnes que comprometen a los pueblos. Asimismo, se ha desarrollado el sentido del derecho de los pueblos al
autogobierno, en el marco de relaciones nacionales e internacionales inspirados
en la valoración de las identidades culturales y, al mismo tiempo, al respeto
de las minorías. La caída de los sistemas totalitarios, como los del Este
europeo, ha hecho percibir mejor y más universalmente el valor de la democracia
y del libre mercado, aunque planteando el gran desafío de compaginar la
libertad y la justicia social. También se ha de considerar un gran don de Dios el que las religiones
estén intentando, cada vez con mayor determinación, un diálogo que les permita
ser un factor fundamental de paz y de unidad para el mundo. Tampoco se ha de olvidar que aumenta en la conciencia común el debido
reconocimiento a la dignidad de la mujer. Indudablemente, queda aún mucho
camino por andar, pero se ha trazado el rumbo a seguir. También es motivo de
esperanza el auge de las comunicaciones que, favorecidas por la tecnología
actual, permiten superar los límites tradicionales y hacernos sentir ciudadanos
del mundo. Otro campo importante en el que se ha madurado es la nueva sensibilidad
ecológica, la cual merece ser alentada. También son factores de esperanza los
grandes progresos de la medicina y de las ciencias aplicadas al bienestar del
hombre. Así pues, hay tantos motivos por los que debemos dar gracias a Dios. A
pesar de todo, este final de siglo presenta grandes posibilidades de paz y de
progreso. De las mismas pruebas por las que ha pasado nuestra generación surge
una luz capaz de iluminar los años de nuestra vejez. Se confirma así un
principio muy entrañable para la tradición cristiana: " Las tribulaciones
no sólo no destruyen la esperanza, sino que son su fundamento ".(8) Por tanto, mientras el siglo y el milenio están llegando a su ocaso y
se vislumbra ya el alba de una nueva época para la humanidad, es importante que
nos detengamos a meditar sobre la realidad del tiempo que pasa con rapidez, no
para resignarnos a un destino inexorable, sino para valorar plenamente los años
que nos quedan por vivir. El otoño de la vida
5. ¿Qué es la vejez? A veces se habla de ella como del
otoño de la vida -como ya decía Cicerón (9) -, por analogía con las estaciones
del año y la sucesión de los ciclos de la naturaleza. Basta observar a lo largo
del año los cambios de paisaje en la montaña y en la llanura, en los prados,
los valles y los bosques, en los árboles y las plantas. Hay una gran semejanza
entre los biorritmos del hombre y los ciclos de la naturaleza, de la cual él
mismo forma parte. Al mismo tiempo, sin embargo, el hombre se distingue de cualquier otra
realidad que lo rodea porque es persona. Plasmado a imagen y semejanza de Dios,
es un sujeto consciente y responsable. Aún así, también en su dimensión
espiritual el hombre experimenta la sucesión de fases diversas, igualmente
fugaces. A San Efrén el Sirio le gustaba comparar la vida con los dedos de una
mano, bien para demostrar que los dedos no son más largos de un palmo, bien
para indicar que cada etapa de la vida, al igual que cada dedo, tiene una
característica peculiar, y " los dedos representan los cinco peldaños
sobre los que el hombre avanza ".(10) Por tanto, así como la infancia y la juventud son el periodo en el cual
el ser humano está en formación, vive proyectado hacia el futuro y, tomando
conciencia de sus capacidades, hilvana proyectos para la edad adulta, también
la vejez tiene sus ventajas porque -como observa San Jerónimo-, atenuando el
ímpetu de las pasiones, " acrecienta la sabiduría, da consejos más maduros
".(11) En cierto sentido, es la época privilegiada de aquella sabiduría
que generalmente es fruto de la experiencia, porque " el tiempo es un gran
maestro ".(12) Es bien conocida la oración del Salmista: " Enséñanos
a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato " (Sal 90
[89], 12). Los ancianos en la Sagrada
Escritura
6. " Juventud y pelo negro, vanidad ",
observa el Eclesiastés (11, 10). La Biblia no se recata en llamar la atención
sobre la caducidad de la vida y del tiempo, que pasa inexorablemente, a veces
con un realismo descarnado: " ¡Vanidad de vanidades! [...] ¡vanidad de
vanidades, todo vanidad! " (Qo 1, 2). ¿Quién no conoce esta severa
advertencia del antiguo Sabio? Nosotros los ancianos, especialmente nosotros,
enseñados por la experiencia, lo entendemos muy bien. No obstante este realismo desencantado, la Escritura conserva una
visión muy positiva del valor de la vida. El hombre sigue siendo un ser creado
" a imagen de Dios " (cf. Gn 1, 26) y cada edad tiene su belleza y
sus tareas. Más aún, la palabra de Dios muestra una gran consideración por la
edad avanzada, hasta el punto de que la longevidad es interpretada como un
signo de la benevolencia divina (cf. Gn 11, 10-32). Con Abraham, del cual se
subraya el privilegio de la ancianidad, dicha benevolencia se convierte en
promesa: " De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu
nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a
quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra "
(Gn 12, 2-3). Junto a él está Sara, la mujer que vio envejecer su propio cuerpo
pero que experimentó, en la limitación de la carne ya marchita, el poder de
Dios, que suple la insuficiencia humana. Moisés es ya anciano cuando Dios le
confía la misión de hacer salir de Egipto al pueblo elegido. Las grandes obras
realizadas en favor de Israel por mandato del Señor no las lleva a cabo en su
juventud, sino ya entrado en años. Entre otros ejemplos de ancianos, quisiera
citar la figura de Tobías, el cual, con humildad y valentía, se compromete a
observar la ley de Dios, a ayudar a los necesitados y a soportar con paciencia
la ceguera hasta que experimenta la intervención finalmente sanadora del ángel
de Dios (cf. Tb 3, 16-17); también la de Eleazar, cuyo martirio es un
testimonio de singular generosidad y fortaleza (cf. 2 Mac 6, 18-31). 7. El Nuevo Testamento, inundado de la luz de Cristo,
nos ofrece asimismo figuras elocuentes de ancianos. El Evangelio de Lucas
comienza presentando una pareja de esposos " de avanzada edad " (1,
7), Isabel y Zacarías, los padres de Juan Bautista. A ellos se dirige la
misericordia del Señor (cf. Lc 1, 5-25. 39-79); a Zacarías, ya anciano, se le
anuncia el nacimiento de un hijo. Lo subraya él mismo: " yo soy viejo y mi
mujer avanzada en edad " (Lc 1, 18). Durante la visita de María, su
anciana prima Isabel, llena del Espíritu Santo, exclama: " Bendita tú
entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno " (Lc 1, 42). Al nacer
Juan Bautista, Zacarías proclama el himno del Benedictus. He aquí una admirable
pareja de ancianos, animada por un profundo espíritu de oración. En el templo de Jerusalén, María y José, que habían llevado a Jesús
para ofrecerlo al Señor o, mejor dicho, para rescatarlo como primogénito según
la Ley, se encuentran con el anciano Simeón, que durante tanto tiempo había
esperado la venida del Mesías. Tomando al niño en sus brazos, Simeón bendijo a
Dios y entonó el Nunc dimitis: " Ahora, Señor, puedes, según tu palabra,
dejar que tu siervo se vaya en paz... " (Lc 2, 29). Junto a él encontramos a Ana, una viuda de ochenta y cuatro años que
frecuentaba asiduamente el Templo y que tuvo en aquella ocasión el gozo de ver
a Jesús. Observa el Evangelista que se puso a alabar a Dios " y hablaba
del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén " (Lc 2, 38).
Anciano es Nicodemo, notable miembro del Sanedrín, que visita a Jesús
por la noche para que no lo vean. El divino Maestro le revelará que el Hijo de
Dios es Él, venido para salvar al mundo (cf. Jn 3, 1-21). Volvemos a encontrar
a Nicodemo en el momento de la sepultura de Cristo, cuando, llevando una mezcla
de mirra y áloe, supera el miedo y se manifiesta como discípulo del Crucificado
(cf. Jn 19, 38-40). ¡Qué testimonios tan confortadores! Nos recuerdan cómo el
Señor, en cualquier edad, pide a cada uno que aporte sus propios talentos. ¡El
servicio al Evangelio no es una cuestión de edad! Y, ¿qué podemos decir del anciano Pedro, llamado a dar testimonio de su
fe con el martirio? Un día, Jesús le había dicho: "cuando eras joven, tú
mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás
tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras " (Jn 21,
18). Como Sucesor de Pedro, estas palabras me afectan muy directamente y me
hacen sentir profundamente la necesidad de tender las manos hacia las de
Cristo, obedeciendo su mandato: " Sígueme " (Jn 21, 19). 8. El Salmo 92 [91], como sintetizando los
maravillosos testimonios de ancianos que encontramos en la Biblia, proclama:
" El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano;
[...] En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso para proclamar
que el Señor es justo " (13, 15-16). El apóstol Pablo, haciéndose eco del
Salmista, escribe en la carta a Tito: " que los ancianos sean sobrios,
dignos, sensatos, sanos en la fe, en la caridad, en la paciencia, en el
sufrimiento; que las ancianas asimismo sean en su porte cual conviene a los
santos [...]; para que enseñen a las jóvenes a ser amantes de sus maridos y de
sus hijos " (2, 2-5). Así pues, a la luz de la enseñanza y según la terminología propia de la
Biblia, la vejez se presenta como un " tiempo favorable " para la
culminación de la existencia humana y forma parte del proyecto divino sobre
cada hombre, como ese momento de la vida en el que todo confluye, permitiéndole
de este modo comprender mejor el sentido de la vida y alcanzar la "
sabiduría del corazón ". " La ancianidad venerable -advierte el libro
de la Sabiduría- no es la de los muchos días ni se mide por el número de años;
la verdadera canicie para el hombre es la prudencia, y la edad provecta, una
vida inmaculada " (4, 8-9). Es la etapa definitiva de la madurez humana y,
a la vez, expresión de la bendición divina. Depositarios de la memoria
colectiva
9. En el pasado se tenía un gran respeto por los
ancianos. A este propósito, el poeta latino Ovidio escribía: " En un
tiempo, había una gran reverencia por la cabeza canosa ".(13) Siglos
antes, el poeta griego Focílides amonestaba: " Respeta el cabello blanco:
ten con el anciano sabio la misma consideración que tienes con tu padre
".(14) Si nos detenemos a analizar la situación actual, constatamos cómo, en
algunos pueblos, la ancianidad es tenida en gran estima y aprecio; en otros,
sin embargo, lo es mucho menos a causa de una mentalidad que pone en primer
término la utilidad inmediata y la productividad del hombre. A causa de esta
actitud, la llamada tercera o cuarta edad es frecuentemente infravalorada, y
los ancianos mismos se sienten inducidos a preguntarse si su existencia es
todavía útil. Se llega incluso a proponer con creciente insistencia la eutanasia como
solución para las situaciones difíciles. Por desgracia, el concepto de
eutanasia ha ido perdiendo en estos años para muchas personas aquellas
connotaciones de horror que suscita naturalmente en quienes son sensibles al
respeto de la vida. Ciertamente, puede suceder que, en casos de enfermedad
grave, con dolores insoportables, las personas aquejadas sean tentadas por la
desesperación, y que sus seres queridos, o los encargados de su cuidado, se
sientan impulsados, movidos por una compasión malentendida, a considerar como
razonable la solución de una " muerte dulce ". A este propósito, es
preciso recordar que la ley moral consiente la renuncia al llamado
"ensañamiento terapéutico ", exigiendo sólo aquellas curas que son
parte de una normal asistencia médica. Pero eso es muy diverso de la eutanasia,
entendida como provocación directa de la muerte. Más allá de las intenciones y
de las circunstancias, la eutanasia sigue siendo un acto intrínsecamente malo,
una violación de la ley divina, una ofensa a la dignidad de la persona
humana.(15) 10. Es urgente recuperar una adecuada perspectiva desde
la cual se ha de considerar la vida en su conjunto. Esta perspectiva es la
eternidad, de la cual la vida es una preparación, significativa en cada una de
sus fases. También la ancianidad tiene una misión que cumplir en el proceso de
progresiva madurez del ser humano en camino hacia la eternidad. De esta madurez
se beneficia el mismo grupo social del cual forma parte el anciano. Los ancianos ayudan a ver los acontecimientos terrenos con más
sabiduría, porque las vicisitudes de la vida los han hecho expertos y maduros.
Ellos son depositarios de la memoria colectiva y, por eso, intérpretes
privilegiados del conjunto de ideales y valores comunes que rigen y guían la
convivencia social. Excluirlos es como rechazar el pasado, en el cual hunde sus
raíces el presente, en nombre de una modernidad sin memoria. Los ancianos,
gracias a su madura experiencia, están en condiciones de ofrecer a los jóvenes
consejos y enseñanzas preciosas. Desde esta perspectiva, los aspectos de la fragilidad humana,
relacionados de un modo más visible con la ancianidad, son una llamada a la
mutua dependencia y a la necesaria solidaridad que une a las generaciones entre
sí, porque toda persona está necesitada de la otra y se enriquece con los dones
y carismas de todos. A este respecto son elocuentes las consideraciones de un poeta que
aprecio, el cual escribe: " No es eterno sólo el futuro, ¡no sólo!... Sí,
también el pasado es la era de la eternidad: lo que ya ha sucedido, no volverá
hoy como antes... Volverá, sin embargo, como Idea, no volverá como él mismo
"(16). " Honra a tu padre y a tu
madre "
11. ¿Por qué, entonces, no seguir tributando al anciano
aquel respeto tan valorado en las sanas tradiciones de muchas culturas en todos
los continentes? Para los pueblos del ámbito influenciado por la Biblia, la
referencia ha sido, a través de los siglos, el mandamiento del Decálogo: "
Honra a tu padre y a tu madre ", un deber, por lo demás, reconocido
universalmente. De su plena y coherente aplicación no ha surgido solamente el
amor de los hijos a los padres, sino que también se ha puesto de manifiesto el
fuerte vínculo que existe entre las generaciones. Donde el precepto es
reconocido y cumplido fielmente, los ancianos saben que no corren peligro de
ser considerados un peso inútil y embarazoso. El mandamiento enseña, además, a respetar a los que nos han precedido y
todo el bien que han hecho: " tu padre y tu madre " indican el
pasado, el vínculo entre una generación y otra, la condición que hace posible
la existencia misma de un pueblo. Según la doble redacción propuesta por la
Biblia (cf. Ex 20, 2-17; Dt 5, 6-21), este mandato divino ocupa el primer
puesto en la segunda Tabla, la que concierne a los deberes del ser humano hacia
sí mismo y hacia la sociedad. Es el único al que se añade una promesa: "
Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra
que el Señor, tu Dios, te va a dar " (Ex 20, 12; cf. Dt 5, 16). 12. " Ponte en pie ante las canas y honra el
rostro del anciano " (Lv 19, 32). Honrar a los ancianos supone un triple
deber hacia ellos: acogerlos, asistirlos y valorar sus cualidades. En muchos
ambientes eso sucede casi espontáneamente, como por costumbre inveterada. En
otros, especialmente en las Naciones desarrolladas, parece obligado un cambio
de tendencia para que los que avanzan en años puedan envejecer con dignidad,
sin temor a quedar reducidos a personas que ya no cuenta nada. Es preciso
convencerse de que es propio de una civilización plenamente humana respetar y
amar a los ancianos, porque ellos se sienten, a pesar del debilitamiento de las
fuerzas, parte viva de la sociedad. Ya observaba Cicerón que " el peso de
la edad es más leve para el que se siente respetado y amado por los jóvenes
".(17) El espíritu humano, por lo demás, aún participando del envejecimiento
del cuerpo, en un cierto sentido permanece siempre joven si vive orientado
hacia lo eterno; esta perenne juventud se experimenta mejor cuando, al
testimonio interior de la buena conciencia, se une el afecto atento y
agradecido de las personas queridas. El hombre, entonces, como escribe San
Gregorio Nacianceno, " no envejecerá en el espíritu: aceptará la
disolución del cuerpo como el momento establecido para la necesaria libertad.
Dulcemente transmigrará hacia el más allá donde nadie es inmaduro o viejo, sino
que todos son perfectos en la edad espiritual ".(18) Todos conocemos ejemplos elocuentes de ancianos con una sorprendente
juventud y vigor de espíritu. Para quien los trata de cerca, son estímulo con
sus palabras y consuelo con el ejemplo. Es de desear que la sociedad valore
plenamente a los ancianos, que en algunas regiones del mundo -pienso en
particular en África- son considerados justamente como "bibliotecas
vivientes " de sabiduría, custodios de un inestimable patrimonio de
testimonios humanos y espirituales. Aunque es verdad que a nivel físico tienen
generalmente necesidad de ayuda, también es verdad que, en su avanzada edad,
pueden ofrecer apoyo a los jóvenes que en su recorrido se asoman al horizonte
de la existencia para probar los distintos caminos. Mientras hablo de los ancianos, no puedo dejar de dirigirme también a
los jóvenes para invitarlos a estar a su lado. Os exhorto, queridos jóvenes, a
hacerlo con amor y generosidad. Los ancianos pueden daros mucho más de cuanto
podáis imaginar. En este sentido, el Libro del Eclesiástico dice: " No
desprecies lo que cuentan los viejos, que ellos también han aprendido de sus
padres " (8, 9); " Acude a la reunión de los ancianos; ¿que hay un
sabio?, júntate a él " (6, 34); porque " ¡qué bien parece la
sabiduría en los viejos! " (25, 5). 13. La comunidad cristiana puede recibir mucho de la
serena presencia de quienes son de edad avanzada. Pienso, sobre todo, en la
evangelización: su eficacia no depende principalmente de la eficiencia
operativa. ¡En cuantas familias los nietos reciben de los abuelos la primera
educación en la fe! Pero la aportación beneficiosa de los ancianos puede
extenderse a otros muchos campos. El Espíritu actúa como y donde quiere,
sirviéndose no pocas veces de medios humanos que cuentan poco a los ojos del
mundo. ¡Cuántos encuentran comprensión y consuelo en las personas ancianas,
solas o enfermas, pero capaces de infundir ánimo mediante el consejo afectuoso,
la oración silenciosa, el testimonio del sufrimiento acogido con paciente
abandono! Precisamente cuando las energías disminuyen y se reducen las
capacidades operativas, estos hermanos y hermanas nuestros son más valiosos en
el designio misterioso de la Providencia. También desde esta perspectiva, por tanto, además de la evidente
exigencia psicológica del anciano mismo, el lugar más natural para vivir la
condición de ancianidad es el ambiente en el que él se siente " en casa
", entre parientes, conocidos y amigos, y donde puede realizar todavía
algún servicio. A medida que se prolonga la media de vida y crece del número de
los ancianos, será cada vez más urgente promover esta cultura de una ancianidad
acogida y valorada, no relegada al margen. El ideal sigue siendo la permanencia
del anciano en la familia, con la garantía de eficaces ayudas sociales para las
crecientes necesidades que conllevan la edad o la enfermedad. Sin embargo, hay
situaciones en las que las mismas circunstancias aconsejan o imponen el ingreso
en " residencias de ancianos ", para que el anciano pueda gozar de la
compañía de otras personas y recibir una asistencia específica. Dichas
instituciones son, por tanto, loables y la experiencia dice que pueden dar un
precioso servicio, en la medida en que se inspiran en criterios no sólo de
eficacia organizativa, sino también de una atención afectuosa. Todo es más
fácil, en este sentido, si se establece una relación con cada uno de los
ancianos residentes por parte de familiares, amigos y comunidades parroquiales,
que los ayude a sentirse personas amadas y todavía útiles para la sociedad.
Sobre este particular, ¿cómo no recordar con admiración y gratitud a las
Congregaciones religiosas y los grupos de voluntariado, que se dedican con
especial cuidado precisamente a la asistencia de los ancianos, sobre todo de
aquellos más pobres, abandonados o en dificultad? Mis queridos ancianos, que os encontráis en precarias condiciones por
la salud u otras circunstancias, me siento afectuosamente cercano a vosotros.
Cuando Dios permite nuestro sufrimiento por la enfermedad, la soledad u otras
razones relacionadas con la edad avanzada, nos da siempre la gracia y la fuerza
para que nos unamos con más amor al sacrifico del Hijo y participemos con más
intensidad en su proyecto salvífico. Dejémonos persuadir: ¡Él es Padre, un
Padre rico de amor y misericordia! Pienso de modo especial en vosotros, viudos
y viudas, que os habéis quedado solos en el último tramo de la vida; en
vosotros, religiosos y religiosas ancianos, que por muchos años habéis servido
fielmente a la causa del Reino de los cielos; en vosotros, queridos hermanos en
el Sacerdocio y en el Episcopado, que por alcanzar los límites de edad habéis
dejado la responsabilidad directa del ministerio pastoral. La Iglesia aún os
necesita. Ella aprecia los servicios que podéis seguir prestando en múltiples
campos de apostolado, cuenta con vuestra oración constante, espera vuestros
consejos fruto de la experiencia, y se enriquece del testimonio evangélico que
dais día tras día. "Me
enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia" (Sal 15 [16], 11)
14. Es natural que, con el paso de los años, llegue a
sernos familiar el pensamiento del " ocaso de la vida ". Nos lo
recuerda, al menos, el simple hecho de que la lista de nuestros parientes,
amigos y conocidos se va reduciendo: nos damos cuenta de ello en varias
circunstancias, por ejemplo, cuando nos juntamos en reuniones de familia,
encuentros con nuestros compañeros de la infancia, del colegio, de la
universidad, del servicio militar, con nuestros compañeros del seminario... El
límite entre la vida y la muerte recorre nuestras comunidades y se acerca a
cada uno de nosotros inexorablemente. Si la vida es una peregrinación hacia la
patria celestial, la ancianidad es el tiempo en el que más naturalmente se mira
hacia umbral de la eternidad. Sin embargo, también a nosotros, ancianos, nos cuesta resignarnos ante
la perspectiva de este paso. En efecto, éste presenta, en la condición humana
marcada por el pecado, una dimensión de oscuridad que necesariamente nos
entristece y nos da miedo. En realidad, ¿cómo podría ser de otro modo? El
hombre está hecho para la vida, mientras que la muerte -como la Escritura nos
explica desde las primeras páginas (cf. Gn 2-3)- no estaba en el proyecto
original de Dios, sino que ha entrado sutilmente a consecuencia del pecado,
fruto de la " envidia del diablo " (Sb 2, 24). Se comprende entonces
por qué, ante esta tenebrosa realidad, el hombre reacciona y se rebela. Es
significativo, en este sentido, que Jesús mismo, " probado en todo igual
que nosotros, excepto en el pecado " (Hb 4, 15), haya tenido miedo ante la
muerte: " Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa " (Mt
26, 39). Y ¿cómo olvidar sus lágrimas ante la tumba del amigo Lázaro, a pesar
de que se disponía a resucitarlo (cf. Jn 11, 35)? Aún cuando la muerte sea racionalmente comprensible bajo el aspecto
biológico, no es posible vivirla como algo que nos resulta " natural
". Contrasta con el instinto más profundo del hombre. A este propósito ha
dicho el Concilio: " Ante la muerte, el enigma de la condición humana
alcanza su culmen. El hombre no sólo es atormentado por el dolor y la
progresiva disolución del cuerpo, sino también, y aún más, por el temor de la
extinción perpetua ".(19) Ciertamente, el dolor no tendría consuelo si la muerte fuera la
destrucción total, el final de todo. Por eso, la muerte obliga al hombre a
plantearse las preguntas radicales sobre el sentido mismo de la vida: ¿qué hay
más allá del muro de sombra de la muerte? ¿Es ésta el fin definitivo de la vida
o existe algo que la supera? 15. No faltan, en la cultura de la humanidad, desde los
tiempos más antiguos hasta nuestros días, respuestas reductivas, que limitan la
vida a la que vivimos en esta tierra. Incluso en el Antiguo Testamento, algunas
observaciones del Libro del Eclesiastés hacen pensar en la ancianidad como en
un edificio en demolición y en la muerte como en su total y definitiva
destrucción (cf. 12, 1-7). Pero, precisamente a la luz de estas respuestas
pesimistas, adquiere mayor relieve la perspectiva llena de esperanza que se
deriva del conjunto de la Revelación y especialmente del Evangelio: Dios "
no es un Dios de muertos, sino de vivos " (Lc 20, 38). Como afirma el
apóstol Pablo, el Dios que da vida a los muertos (cf. Rm 4, 17) dará la vida
también a nuestros cuerpos mortales (cf. ibíd., 8, 11). Y Jesús dice de sí
mismo: " Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque
muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás " (Jn 11,
25-26). Cristo, habiendo cruzado los confines de la muerte, ha revelado la vida
que hay más allá de este límite, en aquel " territorio " inexplorado
por el hombre que es la eternidad. Él es el primer Testigo de la vida inmortal;
en Él la esperanza humana se revela plena de inmortalidad. " Aunque nos
entristece la certeza de la muerte, nos consuela la promesa de la futura
inmortalidad ".(20) A estas palabras, que la Liturgia ofrece a los
creyentes como consuelo en la hora de la despedida de una persona querida,
sigue un anuncio de esperanza: " Porque la vida de los que en ti creemos,
Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo ".(21) En Cristo, la muerte,
realidad dramática y desconcertante, es rescatada y transformada, hasta
presentarse como una " hermana " que nos conduce a los brazos del
Padre.(22) 16. La fe ilumina así el misterio de la muerte e
infunde serenidad en la vejez, no considerada y vivida ya como espera pasiva de
un acontecimiento destructivo, sino como acercamiento prometedor a la meta de
la plena madurez. Son años para vivir con un sentido de confiado abandono en
las manos de Dios, Padre providente y misericordioso; un periodo que se ha de
utilizar de modo creativo con vistas a profundizar en la vida espiritual,
mediante la intensificación de la oración y el compromiso de una dedicación a
los hermanos en la caridad. Por eso son loables todas aquellas iniciativas sociales que permiten a
los ancianos, ya el seguir cultivándose física, intelectualmente o en la vida
de relación, ya el ser útiles, poniendo a disposición de los otros el propio
tiempo, las propias capacidades y la propia experiencia. De este modo, se
conserva y aumenta el gusto de la vida, don fundamental de Dios. Por otra
parte, este gusto por la vida no contrarresta el deseo de eternidad, que madura
en cuantos tienen una experiencia espiritual profunda, como bien nos enseña la
vida de los Santos. El Evangelio nos recuerda, a este propósito, las palabras del anciano
Simeón, que se declara preparado para morir una vez que ha podido estrechar
entre sus brazos al Mesías esperado: " Ahora, Señor, puedes, según tu
palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu
salvación " (Lc 2, 29-30). El apóstol Pablo se debatía, apremiado por
ambas partes, entre el deseo de seguir viviendo para anunciar el Evangelio y el
anhelo de " partir y estar con Cristo " (Flp 1, 23). San Ignacio de
Antioquía nos dice que, mientras iba gozoso a sufrir el martirio, oía en su
interior la voz del Espíritu Santo, como " agua " viva que le brotaba
de dentro y le susurraba la invitación: " Ven al Padre ".(23) Los
ejemplos podrían continuar aún. En modo alguno ensombrecen el valor de la vida
terrena, que es bella a pesar de las limitaciones y los sufrimientos, y ha de
ser vivida hasta el final. Pero nos recuerdan que no es el valor último, de tal
manera que, desde una perspectiva cristiana, el ocaso de la existencia terrena
tiene los rasgos característicos de un " paso ", de un puente tendido
desde la vida a la vida, entre la frágil e insegura alegría de esta tierra y la
alegría plena que el Señor reserva a sus siervos fieles: " ¡Entra en el
gozo de tu Señor! " (Mt 25, 21). Un augurio de vida
17. Con este espíritu, mientras os deseo, queridos
hermanos y hermanas ancianos, que viváis serenamente los años que el Señor haya
dispuesto para cada uno, me resulta espontáneo compartir hasta el fondo con
vosotros los sentimientos que me animan en este tramo de mi vida, después de
más de veinte años de ministerio en la sede de Pedro, y a la espera del tercer
milenio ya a las puertas. A pesar de las limitaciones que me han sobrevenido
con la edad, conservo el gusto de la vida. Doy gracias al Señor por ello. Es
hermoso poderse gastar hasta el final por la causa del Reino de Dios. Al mismo tiempo, encuentro una gran paz al pensar en el momento en el
que el Señor me llame: ¡de vida a vida! Por eso, a menudo me viene a los
labios, sin asomo de tristeza alguna, una oración que el sacerdote recita
después de la celebración eucarística: In hora mortis meae voca me, et iube me
venire ad te; en la hora de mi muerte llámame, y mándame ir a ti. Es la oración
de la esperanza cristiana, que nada quita a la alegría de la hora presente,
sino que pone el futuro en manos de la divina bondad. 18. " Iube me venire ad te!: éste es el anhelo más
profundo del corazón humano, incluso para el que no es consciente de ello. Concédenos, Señor de la vida, la gracia de tomar conciencia lúcida de
ello y de saborear como un don, rico de ulteriores promesas, todos los momentos
de nuestra vida. Haz que acojamos con amor tu voluntad, poniéndonos cada día en tus
manos misericordiosas. Cuando venga el momento del " paso " definitivo, concédenos
afrontarlo con ánimo sereno, sin pesadumbre por lo que dejemos. Porque al
encontrarte a Ti, después de haberte buscado tanto, nos encontraremos con todo
valor auténtico experimentado aquí en la tierra, junto a quienes nos han
precedido en el signo de la fe y de la esperanza. Y tú, María, Madre de la humanidad peregrina, ruega por nosotros "
ahora y en la hora de nuestra muerte ". Manténnos siempre muy unidos a
Jesús, tu Hijo amado y hermano nuestro, Señor de la vida y de la gloria. ¡Amén! Vaticano, 1 de octubre de
1999. Juan Pablo II
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