1994
-- Año de la familia Carta a las familias del Papa Juan Pablo II Amadísimas familias: 1. La celebración del Año de la familia [1994] me ofrece la
grata oportunidad de llamar a la puerta de vuestros hogares, deseoso de
saludaros con gran afecto y de acercarme a vosotros. Y lo hago mediante esta
carta, citando unas palabras de la encíclica Redemptor hominis, que publiqué al
comienzo de mi ministerio petrino: El "hombre es el camino de la
Iglesia"1. Con estas palabras deseaba referirme sobre todo a las múltiples
sendas por las que el hombre camina y, al mismo tiempo, quería subrayar cuán
vivo y profundo es el deseo de la Iglesia de acompañarle en recorrer los
caminos de su existencia terrena. La Iglesia toma parte en los gozos y
esperanzas, tristezas y angustias2 del camino cotidiano de los
hombres, profundamente persuadida de que ha sido Cristo mismo quien la conduce
por estos senderos: es él quien ha confiado el hombre a la Iglesia; lo ha
confiado como "camino" de su misión y de su ministerio. La familia - camino de la Iglesia
2. Entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más
importante. Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como
irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano.
En efecto, él viene al mundo en el seno de una familia, por lo cual puede
decirse que debe a ella el hecho mismo de existir como hombre. Cuando falta la
familia, se crea en la persona que viene al mundo una carencia preocupante y
dolorosa que pesará posteriormente durante toda la vida. La Iglesia, con
afectuosa solicitud, está junto a quienes viven semejantes situaciones, porque
conoce bien el papel fundamental que la familia está llamada a desempeñar.
Sabe, además, que normalmente el hombre sale de la familia para realizar, a su
vez, la propia vocación de vida en un nuevo núcleo familiar. Incluso cuando
decide permanecer solo, la familia continúa siendo, por así decirlo, su
horizonte existencial como comunidad fundamental sobre la que se apoya toda la
gama de sus relaciones sociales, desde las más inmediatas y cercanas hasta las
más lejanas. ¿No hablamos acaso de "familia humana" al referirnos al
conjunto de los hombres que viven en el mundo? La familia tiene su origen en el mismo amor con que el Creador
abraza al mundo creado, como está expresado "al principio", en el
libro del Génesis (1, 1). Jesús ofrece una prueba suprema de ello en el
evangelio: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único" (Jn 3,
16). El Hijo unigénito, consustancial al Padre,"Dios de Dios, Luz de
Luz", entró en la historia de los hombres a través de una familia:
"El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con
todo hombre. Trabajó con manos de hombre, ...amó con corazón de hombre. Nacido
de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a
nosotros excepto en el pecado"3. Por tanto, si Cristo
"manifiesta plenamente el hombre al propio hombre"4, lo
hace empezando por la familia en la que eligió nacer y crecer. Se sabe que el
Redentor pasó granparte de su vida oculta en Nazaret: "sujeto" (Lc 2,
51) como "Hijo del hombre" a María, su Madre, y a José, el
carpintero. Esta "obediencia" filial, ¿no es ya la primera expresión
de aquella obediencia suya al Padre "hasta la muerte" (Flp 2, 8),
mediante la cual redimió al mundo? El misterio divino de la encarnación del Verbo está, pues, en
estrecha relación con la familia humana. No sólo con una, la de Nazaret, sino,
de alguna manera, con cada familia, análogamente a cuanto el concilio Vaticano
II afirma del Hijo de Dios, que en la Encarnación "se ha unido, en cierto
modo, con todo hombre"5. Siguiendo a Cristo, "que
vino" al mundo "para servir" (Mt 20, 28), la Iglesia considera
el servicio a la familia una de sus tareas esenciales. En este sentido, tanto
el hombre como la familia constituyen "el camino de la Iglesia". El Año de la familia 3. Precisamente por estos motivos la Iglesia acoge con gozo la
iniciativa, promovida por la Organización de las Naciones Unidas,de proclamar
el 1994 Año internacional de la familia. Tal iniciativa pone de manifiesto que
la cuestión familiar es fundamental para los Estados miembros de la ONU. Si la
Iglesia toma parte en esta iniciativa es porque ha sido enviada por Cristo a
"todas las gentes" (Mt 28, 19). Por otra parte, no es la primera vez
que la Iglesia hace suya una iniciativa internacional de la ONU. Baste
recordar, por ejemplo, el Año internacional de la juventud, en 1985. También de
este modo, la Iglesia se hace presente en el mundo haciendo realidad la intención
tan querida al Papa Juan XXIII, inspiradora de la constitución conciliar
Gaudium et spes. En la fiesta de la Sagrada Familia de 1993 se inauguró en toda
la comunidad eclesial el "Año de la familia", como una de las etapas
significativas en el itinerario de preparación para el gran jubileo del año
2000, que señalará el fin del segundo y el inicio del tercer milenio del
nacimiento de Jesucristo. Este Año debe orientar nuestros pensamientos y
nuestros corazones hacia Nazaret, donde el 26 de diciembre pasado ha sido
inaugurado con una solemne celebración eucarística, presidida por el legado
pontificio. A lo largo de este año será importante descubrir lostestimonios
del amor y solicitud de la Iglesia por la familia: amor y solicitud expresados
ya desde los inicios del cristianismo, cuando la familia era considerada
significativamente como "iglesia doméstica". En nuestros días
recordamos frecuentemente la expresión "iglesia doméstica", que el
Concilio ha hecho suya6 y cuyo contenido deseamos que permanezca
siempre vivo y actual. Este deseo no disminuye al ser conscientes de las nuevas
condiciones de vida de las familias en el mundo de hoy. Precisamente por esto
es mucho más significativo el título que el Concilio eligió, en la constitución
pastoral Gaudium et spes, para indicar los cometidos de la Iglesia en la
situación actual: "Fomentar la dignidad del matrimonio y de la
familia"7. Después del Concilio, otro punto importante de
referencia es la exhortación apostólica Familiaris consortio, de 1981. En este
documento se afronta una vasta y compleja experiencia sobre la familia, la
cual, entre pueblos y países diversos, es siempre y en todas partes "el
camino de la Iglesia". En cierto sentido, aún lo es más allí donde la
familia atraviesa crisis internas, o está sometida a influencias culturales,
sociales y económicas perjudiciales, que debilitan su solidez interior, si es
que no obstaculizan su misma formación. Oración 4. Con la presente carta me dirijo no a la familia "en
abstracto", sino a cada familia de cualquier región de la tierra,
dondequiera que se halle geográficamente y sea cual sea la diversidad y
complejidad de su cultura y de su historia. El amor con que "tanto amó
Dios al mundo" (Jn 3, 16), el amor con que Cristo "amó hasta el
extremo" a todos y cada uno (Jn 13, 1), hace posible dirigir este mensaje
a cada familia, "célula" vital de la grande y universal
"familia" humana. El Padre, creador del universo, y el Verbo
encarnado, redentor de la humanidad, son la fuente de esta apertura universal a
los hombres como hermanos y hermanas, e impulsan a abrazar a todos con la oración
que comienza con las hermosas palabras: "Padre nuestro". La oración hace que el Hijo de Dios habite en medio de nosotros:
"Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de
ellos" (Mt 18, 20). Esta carta a las familias quiere ser ante todo una súplica
a Cristo para que permanezca en cada familia humana; una invitación, a través
de la pequeña familia de padres e hijos, para que él esté presente en la gran
familia de las naciones, a fin de que todos, junto con él, podamos decir de
verdad: "¡Padre nuestro!". Es necesario que la oración sea el
elemento predominante del Año de la familia en la Iglesia: oración de la
familia, por la familia y con la familia. Es significativo que, precisamente en la oración y mediante la
oración, el hombre descubra de manera sencilla y profunda su propia
subjetividad típica: en la oración el "yo" humano percibe más fácilmente
la profundidad de su ser como persona. Esto es válido también para la familia,
que no es solamente la "célula" fundamental de la sociedad, sino que
tiene también su propia subjetividad, la cual encuentra precisamente su primera
y fundamental confirmación y se consolida cuando sus miembros invocan juntos:
"Padre nuestro". La oración refuerza la solidez y la cohesión espiritual
de la familia, ayudando a que ella participe de la "fuerza" de Dios.
En la solemne "bendición nupcial", durante el rito del matrimonio, el
celebrante implora al Señor: "Infunde sobre ellos (los novios) la gracia
del Espíritu Santo, a fin de que, en virtud de tu amor derramado en sus
corazones, permanezcan fieles a la alianza conyugal"8. Es de
esta "efusión del Espíritu Santo" de donde brota el vigor interior de
las familias, así como la fuerza capaz de unirlas en el amor y en la verdad. Amor y solicitud por todas las familias
5. ¡Ojalá que el Año de la familia llegue a ser una oración
colectiva e incesante de cada "iglesia doméstica" y de todo el pueblo
de Dios! Que esta oración llegue también a las familias en dificultad o en
peligro, las desesperanzadas o divididas, y las que se encuentran en
situaciones que la Familiaris consortio califica como "irregulares"9.
¡Que todas puedan sentirse abrazadas por el amor y la solicitud de los hermanos
y hermanas! Que la oración, en el Año de la familia, constituya ante todo un
testimonio alentador por parte de las familias que, en la comunión doméstica,
realizan su vocación de vida humana y cristiana. ¡Son tantas en cada nación, diócesis
y parroquia! Se puede pensar razonablemente que esas familias constituyen
"la norma", aun teniendo en cuenta las no pocas "situaciones
irregulares". Y la experiencia demuestra cuán importante es el papel de
una familia coherente con las normas morales, para que el hombre, que nace y se
forma en ella, emprenda sin incertidumbres el camino del bien, inscrito siempre
en su corazón. En nuestros días, ciertos programas sostenidos por medios muy
potentes parecen orientarse por desgracia a la disgregación de las familias. A
veces parece incluso que, con todos los medios, se intenta presentar como
"regulares" y atractivas —con apariencias exteriores seductoras—
situaciones que en realidad son "irregulares". En efecto, tales situaciones contradicen la "verdad y el
amor" que deben inspirar la recíproca relación entre hombre y mujer y, por
tanto, son causa de tensiones y divisiones en las familias, con graves
consecuencias, especialmente sobre los hijos. Se oscurece la conciencia moral,
se deforma lo que es verdadero, bueno y bello, y la libertad es suplantada por
una verdadera y propia esclavitud. Ante todo esto, ¡qué actuales y alentadoras
resultan las palabras del apóstol Pablo sobre la libertad con que Cristo nos ha
liberado, y sobre la esclavitud causada por el pecado (cf. Ga 5, 1)! Vemos, por tanto, cuán oportuno e incluso necesario es para la
Iglesia un Año de la familia; qué indispensable es el testimonio de todas las
familias que viven cada día su vocación; cuán urgente es una gran oración de
las familias, que aumente y abarque el mundo entero, y en la cual se exprese
una acción de gracias por el amor en la verdad, por la "efusión de la
gracia del Espíritu Santo"10, por la presencia de Cristo entre
padres e hijos: Cristo, redentor y esposo, que "nos amó hasta el
extremo" (cf. Jn 13, 1). Estamos plenamente persuadidos de que este amor
es más grande que todo (cf. 1 Co 13, 13); y creemos que es capaz de superar
victoriosamente todo lo que no sea amor. ¡Que se eleve incesantemente durante este año la oración de la
Iglesia, la oración de las familias, "iglesias domésticas"! Y que sea
acogida por Dios y escuchada por los hombres, para que no caigan en la duda, y
los que vacilan a causa de la fragilidad humana no cedan ante la atracción
tentadora de los bienes sólo aparentes, como son los que se proponen en toda
tentación. En Caná de Galilea, donde Jesús fue invitado a un banquete de
bodas, su Madre se dirige a los sirvientes diciéndoles: "Haced lo que él
os diga" (Jn 2, 5). También a nosotros, que celebramos el Año de la
familia, dirige María esas mismas palabras. Y lo que Cristo nos dice, en este
particular momento histórico, constituye una fuerte llamada a una gran oración
con las familias y por las familias. Con esta plegaria la Virgen Madre nos
invita a unirnos a los sentimientos de su Hijo, que ama a cada familia. Él
manifestó este amor al comienzo de su misión de Redentor, precisamente con su
presencia santificadora en Caná de Galilea, presencia que permanece todavía. Oremos por las familias de todo el mundo. Oremos, por medio de
Cristo, con Cristo y en Cristo, al Padre, "de quien toma nombre toda
familia en el cielo y en la tierra" (cf. Ef 3, 15). I LA CIVILIZACIÓN DEL AMOR "Varón y mujer los creó"
6. El cosmos, inmenso y diversificado, el mundo de todos los
seres vivientes, está inscrito en la paternidad de Dios como su fuente (cf. Ef
3, 14-16). Está inscrito, naturalmente, según el criterio de la analogía,
gracias al cual nos es posible distinguir, ya desde el comienzo del libro del Génesis,
la realidad de la paternidad y maternidad y, por consiguiente, también la
realidad de la familia humana. Su clave interpretativa está en el principio de
la "imagen" y "semejanza" de Dios, que el texto bíblico pone
muy de relieve (Gn 1, 26). Dios crea en virtud de su palabra: ¡"Hágase"!
(cf. Gn 1, 3). Es significativo que esta palabra de Dios, en el caso de la
creación del hombre, sea completada con estas otras: "Hagamos al hombre a
nuestra imagen y semejanza" (Gn 1, 26). Antes de crear al hombre, parece
como si el Creador entrara dentro de sí mismo para buscar el modelo y la
inspiración en el misterio de su Ser, que ya aquí se manifiesta de alguna
manera como el "Nosotros" divino. De este misterio surge, por medio
de la creación, el ser humano: "Creó Dios al hombre a imagen suya: a
imagen de Dios le creó; varón y mujer los creó" (Gn 1, 27). Bendiciéndolos, dice Dios a los nuevos seres: "Sed fecundos
y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla" (Gn 1, 28). El libro del Génesis
usa expresiones ya utilizadas en el contexto de la creación de los otros seres
vivientes: "Multiplicaos"; pero su sentido analógico es claro. ¿No es
precisamente ésta, la analogía de la generación y de la paternidad y
maternidad, la que resalta a la luz de todo el contexto? Ninguno de los seres
vivientes, excepto el hombre, ha sido creado "a imagen y semejanza de
Dios". La paternidad y maternidad humanas, aun siendo biológicamente
parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí mismas, de manera
esencial y exclusiva, una "semejanza" con Dios, sobre la que se funda
la familia, entendida como comunidad de vida humana, como comunidad de personas
unidas en el amor (communio personarum). A la luz del Nuevo Testamento es posible descubrir que el modelo
originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el misterio
trinitario de su vida. El "Nosotros" divino constituye el modelo
eterno del "nosotros" humano; ante todo, de aquel
"nosotros" que está formado por el hombre y la mujer, creados a
imagen y semejanza divina. Las palabras del libro del Génesis contienen aquella
verdad sobre el hombre que concuerda con la experiencia misma de la humanidad.
El hombre es creado desde "el principio" como varón y mujer: la vida
de la colectividad humana —tanto de las pequeñas comunidades como de la
sociedad entera— lleva la señal de esta dualidad originaria. De ella derivan la
"masculinidad" y la "femineidad" de cada individuo, y de
ella cada comunidad asume su propia riqueza característica en el complemento
recíproco de las personas. A esto parece referirse el fragmento del libro del Génesis:
"Varón y mujer los creó" (Gn 1, 27). Ésta es también la primera
afirmación de que el hombre y la mujer tienen la misma dignidad: ambos son
igualmente personas. Esta constitución suya, de la que deriva su dignidad específica,
muestra desde "el principio" las características del bien común de la
humanidad en todas sus dimensiones y ámbitos de vida. El hombre y la mujer
aportan su propia contribución, gracias a la cual se encuentran, en la raíz
misma de la convivencia humana, el carácter de comunión y de complementariedad.
La alianza conyugal 7. La familia ha sido considerada siempre como la expresión
primera y fundamental de la naturaleza social del hombre. En su núcleo esencial
esta visión no ha cambiado ni siquiera en nuestros días. Sin embargo,
actualmente se prefiere poner de relieve todo lo que en la familia —que es la más
pequeña y primordial comunidad humana— representa la aportación personal del
hombre y de la mujer. En efecto, la familia es una comunidad de personas, para
las cuales el propio modo de existir y vivir juntos es la comunión: communio
personarum. También aquí, salvando la absoluta trascendencia del Creador
respecto de la criatura, emerge la referencia ejemplar al "Nosotros"
divino. Sólo las personas son capaces de existir "en comunión". La
familia arranca de la comunión conyugal que el concilio Vaticano II califica
como "alianza", por la cual el hombre y la mujer "se entregan y
aceptan mutuamente"11. El libro del Génesis nos presenta esta verdad cuando, refiriéndose
a la constitución de la familia mediante el matrimonio, afirma que "dejará
el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola
carne" (Gn 2, 24). En el evangelio, Cristo, polemizando con los fariseos,
cita esas mismas palabras y añade: "De manera que ya no son dos, sino una
sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre" (Mt 19,
6). Él revela de nuevo el contenido normativo de una realidad que existe desde
"el principio" (Mt 19, 8) y que conserva siempre en sí misma dicho
contenido. Si el Maestro lo confirma "ahora", en el umbral de la
nueva alianza, lo hace para que sea claro e inequívoco el carácter indisoluble
del matrimonio, como fundamento del bien común de la familia. Cuando, junto con el Apóstol, doblamos las rodillas ante el
Padre, de quien toma nombre toda paternidad y maternidad (cf. Ef 3, 14-15),
somos conscientes de que ser padres es el evento mediante el cual la familia,
ya constituida por la alianza del matrimonio, se realiza "en sentido pleno
y específico"12. La maternidad implica necesariamente la
paternidad y, recíprocamente, la paternidad implica necesariamente la
maternidad: es el fruto de la dualidad, concedida por el Creador al ser humano
desde "el principio". Me he referido a dos conceptos afines entre sí, pero no idénticos:
"comunión" y "comunidad". La "comunión" se
refiere a la relación personal entre el "yo" y el "tú". La
"comunidad", en cambio, supera este esquema apuntando hacia una
"sociedad", un "nosotros". La familia, comunidad de
personas, es, por consiguiente, la primera "sociedad" humana. Surge
cuando se realiza la alianza del matrimonio, que abre a los esposos a una
perenne comunión de amor y de vida, y se completa plenamente y de manera específica
al engendrar los hijos: la "comunión" de los cónyuges da origen a la
"comunidad" familiar. Dicha comunidad está conformada profundamente
por lo que constituye la esencia propia de la "comunión". ¿Puede
existir, a nivel humano, una "comunión" comparable a la que se
establece entre la madre y el hijo, que ella lleva antes en su seno y después
lo da a luz? En la familia así constituida se manifiesta una nueva unidad, en
la cual se realiza plenamente la relación "de comunión" de los
padres. La experiencia enseña que esta realización representa también un
cometido y un reto. El cometido implica a los padres en la realización de su
alianza originaria. Los hijos engendrados por ellos deberían consolidar —éste
es el reto— esta alianza, enriqueciendo y profundizando la comunión conyugal
del padre y de la madre. Cuando esto no se da, hay que preguntarse si el egoísmo,
que debido a la inclinación humana hacia el mal se esconde también en el amor
del hombre y de la mujer, no es más fuerte que este amor. Es necesario que los
esposos sean conscientes de ello y que, ya desde el principio, orienten sus
corazones y pensamientos hacia aquel Dios y Padre "de quien toma nombre
toda paternidad", para que su paternidad y maternidad encuentren en
aquella fuente la fuerza para renovarse continuamente en el amor. Paternidad y maternidad son en sí mismas una particular
confirmación del amor, cuya extensión y profundidad originaria nos descubren.
Sin embargo, esto no sucede automáticamente. Es más bien un cometido confiado a
ambos: al marido y a la mujer. En su vida la paternidad y la maternidad
constituyen una "novedad" y una riqueza sublime, a la que no pueden
acercarse si no es "de rodillas". La experiencia enseña que el amor humano, orientado por su
naturaleza hacia la paternidad y la maternidad, se ve afectado a veces por una
crisis profunda y por tanto se encuentra amenazado seriamente. En tales casos,
habrá que pensar en recurrir a los servicios ofrecidos por los consultorios
matrimoniales y familiares, mediante los cuales es posible encontrar ayuda,
entre otros, de psicólogos y psicoterapeutas específicamente preparados. Sin
embargo, no se puede olvidar que son siempre válidas las palabras del Apóstol:
"Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el
cielo y en la tierra" (Ef 3, 14-15). El matrimonio, el matrimonio
sacramento, es una alianza de personas en el amor. Y el amor puede ser
profundizado y custodiado solamente por el amor, aquel amor que es
"derramado" en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha
sido dado" (Rm 5, 5). La oración del Año de la Familia, ¿no debería
concentrarse en el punto crucial y decisivo del paso del amor conyugal a la
generación y, por tanto, a la paternidad y maternidad? ¿No es precisamente entonces cuando resulta indispensable la
"efusión de la gracia del Espíritu Santo", implorada en la celebración
litúrgica del sacramento del matrimonio? El Apóstol, doblando sus rodillas ante el Padre, lo invoca para
que "conceda... ser fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre
interior" (Ef 3, 16). Esta "fuerza del hombre interior" es
necesaria en la vida familiar, especialmente en sus momentos críticos, es
decir, cuando el amor —manifestado en el rito litúrgico del consentimiento
matrimonial con las palabras: "Prometo serte fiel... todos los días de mi
vida"— está llamado a superar una difícil prueba. Unidad de los dos 8. Solamente las "personas" son capaces de pronunciar
estas palabras; sólo ellas pueden vivir "en comunión", basándose en
su recíproca elección, que es o debería ser plenamente consciente y libre. El
libro del Génesis, al decir que el hombre abandonará al padre y a la madre para
unirse a su mujer (cf. Gn 2, 24), pone de relieve la elección consciente y
libre, que es el origen del matrimonio, convirtiendo en marido a un hijo y en
mujer a una hija. ¿Cómo puede entenderse adecuadamente esta elección recíproca
si no se considera la plena verdad de la persona, o sea, su ser racional y
libre? El concilio Vaticano II habla de la semejanza con Dios usando términos
muy significativos. Se refiere no solamente a la imagen y semejanza divina que
todo ser humano posee ya de por sí, sino también y sobre todo a una
"cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los
hijos de Dios en la verdad y el amor"13. Esta formulación, particularmente rica de contenido, confirma
ante todo lo que determina la identidad íntima de cada hombre y de cada mujer.
Esta identidad consiste en la capacidad de vivir en la verdad y en el amor; más
aún, consiste en la necesidad de verdad y de amor como dimensión constitutiva
de la vida de la persona. Tal necesidad de verdad y de amor abre al hombre
tanto a Dios como a las criaturas. Lo abre a las demás personas, a la vida
"en comunión", particularmente al matrimonio y a la familia. En las
palabras del Concilio, la "comunión" de las personas deriva, en
cierto modo, del misterio del "Nosotros" trinitario y, por tanto, la
"comunión conyugal" se refiere también a este misterio. La familia,
que se inicia con el amor del hombre y la mujer, surge radicalmente del
misterio de Dios. Esto corresponde a la esencia más íntima del hombre y de la
mujer, y a su natural y auténtica dignidad de personas. El hombre y la mujer en el matrimonio se unen entre sí tan
estrechamente que vienen a ser —según el libro del Génesis— "una sola
carne" (Gn 2, 24). Los dos sujetos humanos, aunque somáticamente
diferentes por constitución física como varón y mujer, participan de modo
similar de la capacidad de vivir "en la verdad y el amor". Esta
capacidad, característica del ser humano en cuanto persona, tiene a la vez una
dimensión espiritual y corpórea. Es también a través del cuerpo como el hombre
y la mujer están predispuestos a formar una "comunión de personas" en
el matrimonio. Cuando, en virtud de la alianza conyugal, se unen de modo que
llegan a ser "una sola carne" (Gn 2, 24), su unión debe realizarse
"en la verdad y el amor", poniendo así de relieve la madurez propia
de las personas creadas a imagen y semejanza de Dios. La familia que nace de esta unión basa su solidez interior en la
alianza entre los esposos, que Cristo elevó a sacramento. La familia recibe su
propia naturaleza comunitaria —más aún, sus características de "comunión"—
de aquella comunión fundamental de los esposos que se prolonga en los hijos.
"¿Estáis dispuestos a recibir de Dios responsable y amorosamente los
hijos, y a educarlos...?", les pregunta el celebrante durante el rito del
matrimonio14. La respuesta de los novios corresponde a la íntima
verdad del amor que los une. Sin embargo, su unidad, en vez de encerrarlos en sí mismos, los
abre a una nueva vida, a una nueva persona. Como padres, serán capaces de dar
la vida a un ser semejante a ellos, no solamente "hueso de sus huesos y
carne de su carne" (cf. Gn 2, 23), sino imagen y semejanza de Dios, esto
es, persona. Al preguntar: "¿Estáis dispuestos?", la Iglesia
recuerda a los novios que se hallan ante la potencia creadora de Dios. Están
llamados a ser padres, o sea, a cooperar con el Creador dando la vida. Cooperar
con Dios llamando a la vida a nuevos seres humanos significa contribuir a la
trasmisión de aquella imagen y semejanza divina de la que es portador todo
"nacido de mujer". Genealogía de la persona 9. Mediante la comunión de personas, que se realiza en el
matrimonio, el hombre y la mujer dan origen a la familia. Con ella se relaciona
la genealogía de cada hombre: la genealogía de la persona. La paternidad y la
maternidad humanas están basadas en la biología y, al mismo tiempo, la superan.
El Apóstol, "doblando las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre
toda paternidad 1 en los cielos y en la tierra", pone ante nuestra
consideración, en cierto modo, el mundo entero de los seres vivientes, tanto
los espirituales del cielo como los corpóreos de la tierra. Cada generación
halla su modelo originario en la Paternidad de Dios. Sin embargo, en el caso
del hombre, esta dimensión "cósmica" de semejanza con Dios no basta
para definir adecuadamente la relación de paternidad y maternidad. Cuando de la
unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo al mundo una
particular imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología de la generación
está inscrita la genealogía de la persona. Al afirmar que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores
de Dios Creador en la concepción y generación de un nuevo ser humano15,
no nos referimos sólo al aspecto biológico; queremos subrayar más bien que en
la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso
de como lo está en cualquier otra generación "sobre la tierra". En efecto,
solamente de Dios puede provenir aquella "imagen y semejanza", propia
del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por
consiguiente, la continuación de la creación16. Así, pues, tanto en la concepción como en el nacimiento de un nuevo
ser, los padres se hallan ante un "gran misterio" (Ef 5, 32). También
el nuevo ser humano, igual que sus padres, es llamado a la existencia como
persona y a la vida "en la verdad y en el amor". Esta llamada se
refiere no sólo a lo temporal, sino también a lo eterno. Tal es la dimensión de
la genealogía de la persona, que Cristo nos ha revelado definitivamente,
derramando la luz del Evangelio sobre el vivir y el morir humanos y, por tanto,
sobre el significado de la familia humana. Como afirma el Concilio, el hombre "es la única criatura en
la tierra a la que Dios ha amado por sí misma"17. El origen del
hombre no se debe sólo a las leyes de la biología, sino directamente a la
voluntad creadora de Dios: voluntad que llega hasta la genealogía de los hijos
e hijas de las familias humanas. Dios "ha amado" al hombre desde el
principio y lo sigue "amando" en cada concepción y nacimiento humano.
Dios "ama" al hombre como un ser semejante a él, como persona. Este
hombre, todo hombre, es creado por Dios "por sí mismo". Esto es válido
para todos, incluso para quienes nacen con enfermedades o limitaciones. En la
constitución personal de cada uno está inscrita la voluntad de Dios, que ama al
hombre, el cual tiene como fin, en cierto sentido, a sí mismo. Dios entrega al
hombre a sí mismo, confiándolo simultáneamente a la familia y a la sociedad,
como cometido propio. Los padres, ante un nuevo ser humano, tienen o deberían
tener plena conciencia de que Dios "ama" a este hombre "por sí
mismo". Esta expresión sintética es muy profunda. Desde el momento de la
concepción y, más tarde, del nacimiento, el nuevo ser está destinado a expresar
plenamente su humanidad, a "encontrarse plenamente" como persona18.
Esto afecta absolutamente a todos, incluso a los enfermos crónicos y los minusválidos.
"Ser hombre" es su vocación fundamental; "ser hombre" según
el don recibido; según el "talento" que es la propia humanidad y,
después, según los demás "talentos". En este sentido Dios ama a cada
hombre "por sí mismo". Sin embargo, en el designio de Dios la vocación
de la persona humana va más allá de los límites del tiempo. Es una respuesta a
la voluntad del Padre, revelada en el Verbo encarnado: Dios quiere que el
hombre participe de su misma vida divina. Por eso dice Cristo: "Yo he
venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10). El destino último del hombre, ¿no está en contraste con la
afirmación de que Dios ama al hombre "por sí mismo"? Si es creado
para la vida divina, ¿existe verdaderamente el hombre "para sí
mismo"? Ésta es una pregunta clave, de gran interés, tanto para el inicio
como para el final de la existencia terrena: es importante para todo el curso
de la vida. Podría parecer que, destinando al hombre a la vida divina, Dios lo
apartara definitivamente de su existir "por sí mismo"19. ¿Qué
relación hay entre la vida de la persona y su participación en la vida
trinitaria? Responde san Agustín: "Nuestro corazón está inquieto hasta que
descanse en ti"20. Este "corazón inquieto" indica que
no hay contradicción entre una y otra finalidad, sino más bien una relación,
una coordinación y unidad profunda. Por su misma genealogía, la persona, creada
a imagen y semejanza de Dios, participando precisamente en su Vida, existe
"por sí misma" y se realiza. El contenido de esta realización es la
plenitud de vida en Dios, de la que habla Cristo (cf. Jn 6, 37-40), quien nos
ha redimido previamente para introducirnos en ella (cf. Mc 10, 45). Los esposos desean los hijos para sí, y en ellos ven la coronación
de su amor recíproco. Los desean para la familia, como don más excelente21.
En el amor conyugal, así como en el amor paterno y materno, se inscribe la
verdad sobre el hombre, expresada de manera sintética y precisa por el Concilio
al afirmar que Dios "ama al hombre por sí mismo". Con el amor de Dios
ha de armonizarse el de los padres. En ese sentido, éstos deben amar a la nueva
criatura humana como la ama el Creador. El querer humano está siempre e
inevitablemente sometido a la ley del tiempo y de la caducidad. En cambio, el
amor divino es eterno. "Antes de haberte formado yo en el seno materno, te
conocía —escribe el profeta Jeremías—, y antes que nacieses, te tenía
consagrado" (1, 5). La genealogía de la persona está, pues, unida ante
todo con la eternidad de Dios, y en segundo término con la paternidad y
maternidad humana que se realiza en el tiempo. Desde el momento mismo de la
concepción el hombre está ya ordenado a la eternidad en Dios. El bien común del matrimonio y de la familia
10. El consentimiento matrimonial define y hace estable el bien
que es común al matrimonio y a la familia. "Te quiero a ti, ... como
esposa —como esposo— y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y
en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida"22.
El matrimonio es una singular comunión de personas. En virtud de esta comunión,
la familia está llamada a ser comunidad de personas. Es un compromiso que los
novios asumen "ante Dios y su Iglesia", como les recuerda el
celebrante en el momento de expresarse mutuamente el consentimiento23.
De este compromiso son testigos quienes participan en el rito; en ellos están
representadas, en cierto modo, la Iglesia y la sociedad, ámbitos vitales de la
nueva familia. Las palabras del consentimiento matrimonial definen lo que
constituye el bien común de la pareja y de la familia. Ante todo, el bien común
de los esposos, que es el amor, la fidelidad, la honra, la duración de su unión
hasta la muerte: "todos los días de mi vida". El bien de ambos, que
lo es de cada uno, deberá ser también el bien de los hijos. El bien común, por
su naturaleza, a la vez que une a las personas, asegura el verdadero bien de
cada una. Si la Iglesia, como por otra parte el Estado, recibe el
consentimiento de los esposos, expresado con las palabras anteriormente
citadas, lo hace porque está "escrito en sus corazones" (cf. Rm 2,
15). Los esposos se dan mutuamente el consentimiento matrimonial, prometiendo,
es decir, confirmando ante Dios, la verdad de su consentimiento. En cuanto
bautizados, ellos son, en la Iglesia, los ministros del sacramento del
matrimonio. San Pablo enseña que este recíproco compromiso es un "gran
misterio" (Ef 5, 32). Las palabras del consentimiento expresan, pues, lo que
constituye el bien común de los esposos e indican lo que debe ser el bien común
de la futura familia. Para ponerlo de manifiesto la Iglesia les pregunta si están
dispuestos a recibir y educar cristianamente a los hijos que Dios les conceda.
La pregunta se refiere al bien común del futuro núcleo familiar, teniendo
presente la genealogía de las personas, que está inscrita en la constitución
misma del matrimonio y de la familia. La pregunta sobre los hijos y su educación
está vinculada estrictamente con el consentimiento matrimonial, con la promesa
de amor, de respeto conyugal, de fidelidad hasta la muerte. La acogida y
educación de los hijos —dos de los objetivos principales de la familia— están
condicionadas por el cumplimiento de ese compromiso. La paternidad y la
maternidad representan un cometido de naturaleza no simplemente física, sino
también espiritual; en efecto, por ellas pasa la genealogía de la persona, que
tiene su inicio eterno en Dios y que debe conducir a él. El Año de la familia, año de especial oración de las familias,
debería concientizar a cada familia sobre esto de un modo nuevo y profundo. ¡Qué
riqueza de aspectos bíblicos podría constituir el substrato de esa oración! Es
necesario que a las palabras de la sagrada Escritura se añada siempre el
recuerdo personal de los esposos-padres, y el de los hijos y nietos. Mediante
la genealogía de las personas, la comunión conyugal se hace comunión de
generaciones. La unión sacramental de los dos, sellada con la alianza realizada
ante Dios, perdura y se consolida con la sucesión de las generaciones. Esta unión
debe convertirse en unidad de oración. Pero para que esto pueda transparentarse
de manera significativa en el Año de la familia, es necesario que la oración se
convierta en una costumbre radicada en la vida cotidiana de cada familia. La
oración es acción de gracias, alabanza a Dios, petición de perdón, súplica e
invocación. En cada una de estas formas, la oración de la familia tiene mucho
que decir a Dios. También tiene mucho que decir a los hombres, empezando por la
recíproca comunión de personas unidas por lazos familiares. "¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?" (Sal
8, 5), se pregunta el salmista. La oración es la situación en la cual, de la
manera más sencilla, se manifiesta el recuerdo creador y paternal de Dios: no sólo
y no tanto el recuerdo de Dios por parte del hombre, sino más bien el recuerdo
del hombre por parte de Dios. Por esto, la oración de la comunidad familiar
puede convertirse en ocasión de recuerdo común y recíproco; en efecto, la
familia es comunidad de generaciones. En la oración todos deben estar
presentes: los que viven y quienes ya han muerto, como también los que aún
tienen que venir al mundo. Es preciso que en la familia se ore por cada uno,
según la medida del bien que para él constituye la familia y del bien que él
constituye para la familia. La oración confirma más sólidamente ese bien,
precisamente como bien común familiar. Más aún, la oración es el inicio también
de este bien, de modo siempre renovado. En la oración, la familia se encuentra
como el primer "nosotros" en el que cada uno es "yo" y
"tú"; cada uno es para el otro marido o mujer, padre o madre, hijo o
hija, hermano o hermana, abuelo o nieto. ¿Son así las familias a las que me dirijo con esta carta?
Ciertamente no pocas son así, pero en la época actual se ve la tendencia a
restringir el núcleo familiar al ámbito de dos generaciones. Esto sucede a
menudo por la escasez de viviendas disponibles, sobre todo en las grandes
ciudades. Pero muchas veces esto se debe también a la convicción de que varias
generaciones juntas son un obstáculo para la intimidad y hacen demasiado difícil
la vida. Pero, ¿no es precisamente éste el punto más débil? Hay poca vida
verdaderamente humana en las familias de nuestros días. Faltan las personas con
las que crear y compartir el bien común; y sin embargo el bien, por su
naturaleza, exige ser creado y compartido con otros: "el bien tiende a
difundirse" ("bonum est diffusivum sui")24. El bien,
cuanto más común es, tanto más propio es: mío —tuyo— nuestro. Ésta es la lógica
intrínseca del vivir en el bien, en la verdad y en la caridad. Si el hombre
sabe aceptar esta lógica y seguirla, su existencia llega a ser verdaderamente
una "entrega sincera". La entrega sincera de sí mismo 11. El Concilio, al afirmar que el hombre es la única criatura
sobre la tierra amada por Dios por sí misma, dice a continuación que él "
no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí
mismo ".25 Esto podría parecer una contradicción, pero no lo es
absolutamente. Es, más bien, la gran y maravillosa paradoja de la existencia
humana: una existencia llamada a servir la verdad en el amor. El amor hace que
el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí mismo. Amar significa
dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar libre y
recíprocamente. La entrega de la persona exige, por su naturaleza, que sea
duradera e irrevocable. La indisolubilidad del matrimonio deriva primariamente
de la esencia de esa entrega: entrega de la persona a la persona. En este entregarse
recíproco se manifiesta el carácter esponsal del amor. En el consentimiento
matrimonial los novios se llaman con el propio nombre: " Yo, ... te quiero
a ti, ... como esposa (como esposo) y me entrego a ti, y prometo serte fiel...
todos los días de mi vida ". Semejante entrega obliga mucho más intensa y
profundamente que todo lo que puede ser " comprado " a cualquier
precio. Doblando las rodillas ante el Padre, del cual proviene toda paternidad
y maternidad, los futuros padres se hacen conscientes de haber sido "
redimidos ". En efecto, han sido comprados a un precio elevado, al precio
de la entrega más sincera posible, la sangre de Cristo, en la que participan
por medio del sacramento. Coronamiento litúrgico del rito matrimonial es la
Eucaristía —sacrificio del " cuerpo entregado " y de la " sangre
derramada "—, que en el consentimiento de los esposos encuentra, de alguna
manera, su expresión. Cuando el hombre y la mujer, en el matrimonio, se entregan y se
reciben recíprocamente en la unidad de " una sola carne ", la lógica
de la entrega sincera entra en sus vidas. Sin aquélla, el matrimonio sería vacío,
mientras que la comunión de las personas, edificada sobre esa lógica, se
convierte en comunión de los padres. Cuando transmiten la vida al hijo, un
nuevo " tú " humano se inserta en la órbita del " nosotros
" de los esposos, una persona que ellos llamarán con un nombre nuevo:
" nuestro hijo...; nuestra hija... ". " He adquirido un varón
con el favor del Señor " (Gén 4, 1), dice Eva, la primera mujer de la
historia. Un ser humano, esperado durante nueve meses y " manifestado
" después a los padres, hermanos y hermanas. El proceso de la concepción y
del desarrollo en el seno materno, el parto, el nacimiento, sirven para crear
como un espacio adecuado para que la nueva criatura pueda manifestarse como
" don ". Así es, efectivamente, desde el principio. ¿Podría, quizás,
calificarse de manera diversa este ser frágil e indefenso, dependiente en todo
de sus padres y encomendado completamente a ellos? El recién nacido se entrega
a los padres por el hecho mismo de nacer. Su vida es ya un don, el primer don
del Creador a la criatura. En el recién nacido se realiza el bien común de la familia. Como
el bien común de los esposos encuentra su cumplimiento en el amor esponsal,
dispuesto a dar y acoger la nueva vida, así el bien común de la familia se
realiza mediante el mismo amor esponsal concretado en el recién nacido. En la
genealogía de la persona está inscrita la genealogía de la familia, lo cual
quedará para memoria mediante las anotaciones en el registro de Bautismos,
aunque éstas no son más que la consecuencia social del hecho " de que ha
nacido un hombre en el mundo " (Jn 16, 21). Ahora bien, ¿es también verdad que el nuevo ser humano es un don
para los padres? ¿Un don para la sociedad? Aparentemente nada parece indicarlo.
El nacimiento de un ser humano parece a veces un simple dato estadístico,
registrado como tantos otros en los balances demográficos. Ciertamente, el
nacimiento de un hijo significa para los padres ulteriores esfuerzos, nuevas
cargas económicas, otros condicionamientos prácticos. Estos motivos pueden
llevarlos a la tentación de no desear otro hijo.26 En algunos
ambientes sociales y culturales la tentación resulta más fuerte. El hijo, ¿no
es, pues, un don? ¿Viene sólo para recibir y no para dar? He aquí algunas
cuestiones inquietantes, de las que el hombre actual no se libra fácilmente. El
hijo viene a ocupar un espacio, mientras parece que en el mundo cada vez haya
menos. Pero, ¿es realmente verdad que el hijo no aporta nada a la familia y a
la sociedad? ¿No es quizás una " partícula " de aquel bien común sin
el cual las comunidades humanas se disgregan y corren el riesgo de desaparecer?
¿Cómo negarlo? El niño hace de sí mismo un don a los hermanos, hermanas,
padres, a toda la familia. Su vida se convierte en don para los mismos donantes
de la vida, los cuales no dejarán de sentir la presencia del hijo, su
participación en la vida de ellos, su aportación a su bien común y al de la
comunidad familiar. Verdad, ésta, que es obvia en su simplicidad y profundidad,
no obstante la complejidad, y también la eventual patología, de la estructura
psicológica de ciertas personas. El bien común de toda la sociedad está en el
hombre que, como se ha recordado, es " el camino de la Iglesia ".27
Ante todo, él es la " gloria de Dios ": " Gloria Dei, vivens
homo ", según la conocida expresión de san Ireneo,28 que podría
traducirse así: " La gloria de Dios es que el hombre viva ". Estamos
aquí, puede decirse, ante la definición más profunda del hombre: la gloria de
Dios es el bien común de todo lo que existe; el bien común del género humano. ¡Sí, el hombre es un bien común!: bien común de la familia y de
la humanidad, de cada grupo y de las múltiples estructuras sociales. Pero hay
que hacer una significativa distinción de grado y de modalidad: el hombre es
bien común, por ejemplo, de la Nación a la que pertenece o del Estado del cual
es ciudadano; pero lo es de una manera mucho más concreta, única e irrepetible
para su familia; lo es no sólo como individuo que forma parte de la multitud
humana, sino como " este hombre ". Dios Creador lo llama a la
existencia " por sí mismo "; y con su venida al mundo el hombre
comienza, en la familia, su " gran aventura ", la aventura de la
vida. " Este hombre ", en cualquier caso, tiene derecho a la propia
afirmación debido a su dignidad humana. Esta es precisamente la que establece
el lugar de la persona entre los hombres y, ante todo, en la familia. En efecto,
la familia es —más que cualquier otra realidad social— el ambiente en que el
hombre puede vivir " por sí mismo " a través de la entrega sincera de
sí. Por esto, la familia es una institución social que no se puede ni se debe
sustituir: es " el santuario de la vida ".29 El hecho de que está naciendo un hombre —" ha nacido un
hombre en el mundo " (Jn 16, 21)—, constituye un signo pascual. Jesús
mismo, como refiere el evangelista Juan, habla de ello a los discípulos antes
de su pasión y muerte, parangonando la tristeza por su marcha con el
sufrimiento de una mujer parturienta: " La mujer, cuando va a dar a luz,
está triste 1, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño,
ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo
" (Jn 16, 21). La " hora " de la muerte de Cristo (cf. Jn 13, 1)
se parangona aquí con la " hora " de la mujer en los dolores de
parto; el nacimiento de un nuevo hombre se corresponde plenamente con la
victoria de la vida sobre la muerte realizada por la resurrección del Señor.
Esta comparación se presta a diversas reflexiones. Igual que la resurrección de
Cristo es la manifestación de la Vida más allá del umbral de la muerte, así
también el nacimiento de un niño es manifestación de la vida, destinada
siempre, por medio de Cristo, a la " plenitud de la vida " que está
en Dios mismo: " Yo he venido para que tengan vida y la tengan en
abundancia " (Jn 10, 10). Aquí se manifiesta en su valor más profundo el
verdadero significado de la expresión de san Ireneo: " Gloria Dei, vivens
homo ". Esta es la verdad evangélica de la entrega de sí mismo, sin la
cual el hombre no puede " encontrarse plenamente ", que permite
valorar cuán profundamente esta " entrega sincera " esté fundamentada
en la entrega de Dios Creador y Redentor, en la " gracia del Espíritu
Santo ", cuya " efusión " sobre los esposos invoca el celebrante
en el rito del matrimonio. Sin esta " efusión " sería verdaderamente
difícil comprender todo esto y cumplirlo como vocación del hombre. Y sin
embargo, ¡tanta gente lo intuye! Tantos hombres y mujeres hacen propia esta
verdad llegando a entrever que sólo en ella encuentran " la Verdad y la
Vida " (Jn 14, 6). Sin esta verdad, la vida de los esposos no llega a
alcanzar un sentido plenamente humano. He aquí por qué la Iglesia nunca se cansa de enseñar y de
testimoniar esta verdad. Aun manifestando comprensión materna por las no pocas
y complejas situaciones de crisis en que se hallan las familias, así como por
la fragilidad moral de cada ser humano, la Iglesia está convencida de que debe
permanecer absolutamente fiel a la verdad sobre el amor humano; de otro modo,
se traicionaría a sí misma. En efecto, abandonar esta verdad salvífica sería
como cerrar " los ojos del corazón " (cf. Ef 1, 18), que, en cambio,
deben permanecer siempre abiertos a la luz con que el Evangelio ilumina las
vicisitudes humanas (cf. 2 Tim 1, 10). La conciencia de la entrega sincera de sí,
mediante la cual el hombre " se encuentra plenamente a sí mismo ", ha
de ser renovada sólidamente y garantizada constantemente, ante muchas formas de
oposición que la Iglesia encuentra por parte de los partidarios de una falsa
civilización del progreso.30 La familia expresa siempre un nueva
dimensión del bien para los hombres, y por esto suscita una nueva
responsabilidad. Se trata de la responsabilidad por aquel singular bien común
en el cual se encuentra el bien del hombre: el bien de cada miembro de la
comunidad familiar; es un bien ciertamente " difícil " (" bonum arduum
"), pero atractivo. Paternidad y maternidad responsables
12. Ha llegado el momento de aludir, en el entramado de la
presente Carta a las Familias, a dos cuestiones relacionadas entre sí. Una, la
más genérica, se refiere a la civilización del amor; la otra, más específica,
se refiere a la paternidad y maternidad responsables. Hemos dicho ya que el matrimonio entraña una singular
responsabilidad para el bien común: primero el de los esposos, después el de la
familia. Este bien común está representado por el hombre, por el valor de la
persona y por todo lo que representa la medida de su dignidad. El hombre lleva
consigo esta dimensión en cada sistema social, económico y político. Sin
embargo, en el ámbito del matrimonio y de la familia esa responsabilidad se
hace, por muchas razones, más " exigente " aún. No sin motivo la
Constitución pastoral Gaudium et spes habla de " promover la dignidad del
matrimonio y de la familia ". El Concilio ve en esta " promoción
" una tarea tanto de la Iglesia como del Estado; sin embargo, en toda
cultura, es ante todo un deber de las personas que, unidas en matrimonio,
forman una determinada familia. La " paternidad y maternidad responsables
" expresan un compromiso concreto para cumplir este deber, que en el mundo
actual presenta nuevas características. En particular, la paternidad y maternidad se refieren
directamente al momento en que el hombre y la mujer, uniéndose " en una
sola carne ", pueden convertirse en padres. Este momento tiene un valor
muy significativo, tanto por su relación interpersonal como por su servicio a
la vida. Ambos pueden convertirse en procreadores —padre y madre— comunicando
la vida a un nuevo ser humano. Las dos dimensiones de la unión conyugal, la
unitiva y la procreativa, no pueden separarse artificialmente sin alterar la
verdad íntima del mismo acto conyugal.31 Esta es la enseñanza constante de la Iglesia, y los "
signos de los tiempos ", de los que hoy somos testigos, ofrecen nuevos
motivos para confirmarlo con particular énfasis. San Pablo, tan atento a las
necesidades pastorales de su tiempo, exigía con claridad y firmeza " insistir
a tiempo y a destiempo " (cf. 2 Tim 4, 2), sin temor alguno por el hecho
de que " no se soportara la sana doctrina " (cf. 2 Tim 4, 3). Sus
palabras son bien conocidas a quienes, comprendiendo profundamente las
vicisitudes de nuestro tiempo, esperan que la Iglesia no sólo no abandone
" la sana doctrina ", sino que la anuncie con renovado vigor,
buscando en los actuales " signos de los tiempos " las razones para
su ulterior y providencial profundización. Muchas de estas razones se encuentran ya en las mismas ciencias
que, del antiguo tronco de la antropología, se han desarrollado en varias
especializaciones, como la biología, psicología, sociología y sus
ramificaciones ulteriores. Todas giran, en cierto modo, en torno a la medicina,
que es, a la vez, ciencia y arte (ars medica), al servicio de la vida y de la
salud de la persona. Pero las razones insinuadas aquí emergen sobre todo de la
experiencia humana que es múltiple y que, en cierto sentido, precede y sigue a
la ciencia misma. Los esposos aprenden por propia experiencia lo que significan la
paternidad y maternidad responsables; lo aprenden también gracias a la
experiencia de otras parejas que viven en condiciones análogas y se han hecho
así más abiertas a los datos de las ciencias. Podría decirse que los "
estudiosos " aprenden casi de los " esposos ", para poder luego,
a su vez, instruirlos de manera más competente sobre el significado de la
procreación responsable y sobre los modos de practicarla. Este tema ha sido tratado ampliamente en los Documentos
conciliares, en la Encíclica Humanae vitae, en las " Proposiciones "
del Sínodo de los Obispos de 1980, en la Exhortación apostólica Familiaris
consortio, y en intervenciones análogas, hasta la Instrucción Donum vitae de la
Congregación para la Doctrina de la Fe. La Iglesia enseña la verdad moral sobre
la paternidad y maternidad responsables, defendiéndola de las visiones y
tendencias erróneas difundidas actualmente. ¿Por qué hace esto la Iglesia? ¿Acaso
porque no se da cuenta de las problemáticas evocadas por quienes en este ámbito
sugieren concesiones y tratan de convencerla también con presiones indebidas,
si no es incluso con amenazas? En efecto, se reprocha frecuentemente al
Magisterio de la Iglesia que está ya superado y cerrado a las instancias del
espíritu de los tiempos modernos; que desarrolla una acción nociva para la
humanidad, más aún, para la Iglesia misma. Por mantenerse obstinadamente en sus
propias posiciones —se dice—, la Iglesia acabará por perder popularidad y los
creyentes se alejarán cada vez más de ella. Pero, ¿cómo se puede sostener que la Iglesia, y de modo especial
el Episcopado en comunión con el Papa, sea insensible a problemas tan graves y
actuales? Pablo VI veía precisamente en éstos cuestiones tan vitales que lo
impulsaron a publicar la Encíclica Humanae vitae. El fundamento en que se basa
la doctrina de la Iglesia sobre la paternidad y maternidad responsables es
mucho más amplio y sólido. El Concilio lo indica ante todo en sus enseñanzas
sobre el hombre cuando afirma que él " es la única criatura en la tierra a
la que Dios ha amado por sí misma " y que " no puede encontrarse
plenamente a sí mismo sino es en la entrega sincera de sí mismo ".32
Y esto porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y redimido por el
Hijo unigénito del Padre, hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación. El Concilio Vaticano II, particularmente atento al problema del
hombre y de su vocación, afirma que la unión conyugal —significada en la expresión
bíblica " una sola carne "— sólo puede ser comprendida y explicada
plenamente recurriendo a los valores de la " persona " y de la "
entrega ". Cada hombre y cada mujer se realizan en plenitud mediante la
entrega sincera de sí mismo; y, para los esposos, el momento de la unión
conyugal constituye una experiencia particularísima de ello. Es entonces cuando
el hombre y la mujer, en la " verdad " de su masculinidad y
femineidad, se convierten en entrega recíproca. Toda la vida del matrimonio es
entrega, pero esto se hace singularmente evidente cuando los esposos, ofreciéndose
recíprocamente en el amor, realizan aquel encuentro que hace de los dos "
una sola carne " (Gén 2, 24). Ellos viven entonces un momento de especial responsabilidad,
incluso por la potencialidad procreativa vinculada con el acto conyugal. En
aquel momento, los esposos pueden convertirse en padre y madre, iniciando el
proceso de una nueva existencia humana que después se desarrollará en el seno
de la mujer. Aunque es la mujer la primera que se da cuenta de que es madre, el
hombre con el cual se ha unido en " una sola carne " toma a su vez
conciencia, mediante el testimonio de ella, de haberse convertido en padre.
Ambos son responsables de la potencial, y después efectiva, paternidad y
maternidad. El hombre debe reconocer y aceptar el resultado de una decisión que
también ha sido suya. No puede ampararse en expresiones como: " no sé
", " no quería ", " lo has querido tú ". La unión
conyugal conlleva en cualquier caso la responsabilidad del hombre y de la
mujer, responsabilidad potencial que llega a ser efectiva cuando las
circunstancias lo imponen. Esto vale sobre todo para el hombre que, aun siendo
también artífice del inicio del proceso generativo, queda distanciado biológicamente
del mismo, ya que de hecho se desarrolla en la mujer. ¿Cómo podría el hombre no
hacerse cargo de ello? Es necesario que ambos, el hombre y la mujer, asuman
juntos, ante sí mismos y ante los demás, la responsabilidad de la nueva vida
suscitada por ellos. Esta es una conclusión compartida por las ciencias humanas
mismas. Sin embargo, conviene profundizarla, analizando el significado del acto
conyugal a la luz de los mencionados valores de la " persona " y de
la " entrega ". Esto lo hace la Iglesia con su constante enseñanza,
particularmente con la del Concilio Vaticano II. En el momento del acto conyugal, el hombre y la mujer están
llamados a ratificar de manera responsable la recíproca entrega que han hecho
de sí mismos con la alianza matrimonial. Ahora bien, la lógica de la entrega
total del uno al otro implica la potencial apertura a la procreación: el
matrimonio está llamado así a realizarse todavía más plenamente como familia.
Ciertamente, la entrega recíproca del hombre y de la mujer no tiene como fin solamente
el nacimiento de los hijos, sino que es, en sí misma, mutua comunión de amor y
de vida. Pero siempre debe garantizarse la íntima verdad de tal entrega. "
Íntima " no es sinónimo de " subjetiva ". Significa más bien que
es esencialmente coherente con la verdad objetiva de aquéllos que se entregan.
La persona jamás ha de ser considerada un medio para alcanzar un fin; jamás,
sobre todo, un medio de " placer ". La persona es y debe ser sólo el
fin de todo acto. Solamente entonces la acción corresponde a la verdadera
dignidad de la persona. Al concluir nuestras reflexiones sobre este tema tan importante
y delicado, deseo alentaros particularmente a vosotros, queridos esposos, y a
todos aquéllos que os ayudan a comprender y a poner en práctica la enseñanza de
la Iglesia sobre el matrimonio, sobre la maternidad y paternidad responsables.
Pienso concretamente en los Pastores, en tantos estudiosos, teólogos, filósofos,
escritores y periodistas, que no se plegan al conformismo cultural dominante,
dispuestos valientemente a ir contra corriente. Mi aliento se dirige, además, a
un grupo cada vez más numeroso de expertos, médicos y educadores —verdaderos apóstoles
laicos—, para quienes promover la dignidad del matrimonio y la familia resulta
un cometido importante de su vida. En nombre de la Iglesia expreso a todos mi
gratitud. ¿Qué podrían hacer sin ellos los Sacerdotes, los Obispos e incluso el
mismo Sucesor de Pedro? De esto me he ido convenciendo cada vez más desde mis
primeros años de sacerdocio, cuando sentado en el confesionario empecé a
compartir las preocupaciones, los temores y las esperanzas de tantos esposos.
He encontrado casos difíciles de rebelión y rechazo, pero al mismo tiempo
tantas personas muy responsables y generosas. Mientras escribo esta Carta tengo
presentes a todos estos esposos y les abrazo con mi afecto y mi oración. Dos civilizaciones 13. Amadísimas familias, la cuestión de la paternidad y de la
maternidad responsables se inscribe en toda la temática de la "civilización
del amor", de la que deseo hablaros ahora. De lo expuesto hasta aquí se
deduce claramente que la familia constituye la base de lo que Pablo VI calificó
como "civilización del amor"33, expresión asumida después
por la enseñanza de la Iglesia y considerada ya normal. Hoy es difícil pensar
en una intervención de la Iglesia, o bien sobre la Iglesia, que no se refiera a
la civilización del amor. La expresión se relaciona con la tradición de la
"iglesia doméstica" en los orígenes del cristianismo, pero tiene una
preciosa referencia incluso para la época actual. Etimológicamente, el término
"civilización" deriva efectivamente de "civis",
"ciudadano", y subraya la dimensión política de la existencia de cada
individuo. Sin embargo, el significado más profundo de la expresión
"civilización" no es solamente político sino más bien "humanístico".
La civilización pertenece a la historia del hombre, porque corresponde a sus
exigencias espirituales y morales: éste, creado a imagen y semejanza de Dios,
ha recibido el mundo de manos del Creador con el compromiso de plasmarlo a su
propia imagen y semejanza. Precisamente del cumplimiento de este cometido
deriva la civilización, que, en definitiva, no es otra cosa que la
"humanización del mundo". Civilización tiene, pues, en cierto modo, el mismo significado
que "cultura". Por esto se podría decir también: "cultura del
amor", aunque es preferible mantener la expresión que se ha hecho ya
familiar. La civilización del amor, con el significado actual del término, se
inspira en las palabras de la constitución conciliar Gaudium et spes:
"Cristo... manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre
la grandeza de su vocación"34. Por esto se puede afirmar que la
civilización del amor se basa en la revelación de Dios, que "es
amor", como dice Juan (1 Jn 4, 8. 16), y que está expresada de modo
admirable por Pablo con el himno a la caridad, en la primera carta a los Corintios
(cf. 13, 1-13). Esta civilización está íntimamente relacionada con el amor que
"ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha
sido dado" (Rm 5, 5), y que crece gracias al cuidado constante del que
habla, de manera tan sugestiva, la alegoría evangélica de la vid y los
sarmientos: "Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo
sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia,
para que dé más fruto" (Jn 15, 1-2). A la luz de estos y de otros textos del Nuevo Testamento es
posible comprender lo que se entiende por "civilización del amor", y
por qué la familia está unida orgánicamente a esta civilización. Si el primer
"camino de la Iglesia" es la familia, conviene añadir que lo es también
la civilización del amor, pues la Iglesia camina por el mundo y llama a seguir
este camino a las familias y a las otras instituciones sociales, nacionales e
internacionales, precisamente en función de las familias y por medio de ellas.
En efecto, la familia depende por muchos motivos de la civilización del amor,
en la cual encuentra las razones de su ser como tal. Y al mismo tiempo, la
familia es el centro y el corazón de la civilización del amor. Sin embargo, no hay verdadero amor sin la conciencia de que Dios
"es Amor", y de que el hombre es la única criatura en la tierra que
Dios ha llamado "por sí misma" a la existencia. El hombre, creado a
imagen y semejanza de Dios, sólo puede "encontrar su plenitud"
mediante la entrega sincera de sí mismo. Sin este concepto del hombre, de la
persona y de la "comunión de personas" en la familia, no puede haber
civilización del amor; recíprocamente, sin ella es imposible este concepto de
persona y de comunión de personas. La familia constituye la "célula"
fundamental de la sociedad. Pero hay necesidad de Cristo —"vid" de la
que reciben savia los "sarmientos"— para que esta célula no esté
expuesta a la amenaza de una especie de desarraigo cultural, que puede venir
tanto de dentro como de fuera. En efecto, si por un lado existe la
"civilización del amor", por otro está la posibilidad de una
"anticivilización" destructora, como demuestran hoy tantas tendencias
y situaciones de hecho. ¿Quién puede negar que la nuestra es una época de gran crisis,
que se manifiesta ante todo como profunda "crisis de la verdad"?
Crisis de la verdad significa, en primer lugar, crisis de conceptos. Los términos
"amor", "libertad", "entrega sincera" e incluso
"persona", "derechos de la persona", ¿significan realmente
lo que por su naturaleza contienen? He aquí por qué resulta tan significativa e
importante para la Iglesia y para el mundo —ante todo en Occidente la encíclica
sobre el "esplendor de la verdad" (Veritatis splendor). Solamente si
la verdad sobre la libertad y la comunión de las personas en el matrimonio y en
la familia recupera su esplendor, empezará verdaderamente la edificación de la
civilización del amor y será entonces posible hablar con eficacia —como hace el
Concilio— de "promover la dignidad del matrimonio y de la familia"35.
¿Por qué es tan importante el "esplendor de la
verdad"? Ante todo, lo es por contraste: el desarrollo de la civilización
contemporánea está vinculado a un progreso científico-tecnológico que se
verifica de manera muchas veces unilateral, presentando como consecuencia
características puramente positivistas. Como se sabe, el positivismo produce
como frutos el agnosticismo a nivel teórico y el utilitarismo a nivel práctico
y ético. En nuestros tiempos la historia, en cierto sentido, se repite. El
utilitarismo es una civilización basada en producir y disfrutar; una civilización
de las "cosas" y no de las "personas"; una civilización en
la que las personas se usan como si fueran cosas. En el contexto de la
civilización del placer, la mujer puede llegar a ser un objeto para el hombre,
los hijos un obstáculo para los padres, la familia una institución que
dificulta la libertad de sus miembros. Para convencerse de ello, basta examinar
ciertos programas de educación sexual, introducidos en las escuelas, a menudo
contra el parecer y las protestas de muchos padres; o bien las corrientes
abortistas, que en vano tratan de esconderse detrás del llamado "derecho
de elección" ("pro choice") por parte de ambos esposos, y
particularmente por parte de la mujer. Éstos son sólo dos ejemplos de los
muchos que podrían recordarse. Es evidente que en semejante situación cultural, la familia no
puede dejar de sentirse amenazada, porque está acechada en sus mismos
fundamentos. Lo que es contrario a la civilización del amor es contrario a toda
la verdad sobre el hombre y es una amenaza para él: no le permite encontrarse a
sí mismo ni sentirse seguro como esposo, como padre, como hijo. El llamado
"sexo seguro", propagado por la "civilización técnica", es
en realidad, bajo el aspecto de las exigencias globales de la persona,
radicalmente no-seguro, e incluso gravemente peligroso. En efecto, la persona
se encuentra ahí en peligro, y, a su vez, está en peligro la familia. ¿Cuál es
el peligro? Es la pérdida de la verdad sobre la familia, a la que se añade el
riesgo de la pérdida de la libertad y, por consiguiente, la pérdida del amor
mismo. "Conoceréis la verdad —dice Jesús— y la verdad os hará libres"
(Jn 8, 32). La verdad, sólo la verdad, os preparará para un amor del que se
puede decir que es "hermoso". La familia contemporánea, como la de siempre, va buscando el
"amor hermoso". Un amor no "hermoso", o sea, reducido sólo
a satisfacción de la concupiscencia (cf. 1 Jn 2, 16) o a un recíproco
"uso" del hombre y de la mujer, hace a las personas esclavas de sus
debilidades. ¿No favorecen esta esclavitud ciertos "programas
culturales" modernos? Son programas que "juegan" con las
debilidades del hombre, haciéndolo así más débil e indefenso. La civilización del amor evoca la alegría: alegría, entre otras
cosas, porque un hombre viene al mundo (cf. Jn 16, 21) y, consiguientemente,
porque los esposos llegan a ser padres. Civilización del amor significa
"alegrarse con la verdad" (cf. 1 Co 13, 6); pero una civilización
inspirada en una mentalidad consumista y antinatalista no es ni puede ser nunca
una civilización del amor. Si la familia es tan importante para la civilización
del amor, lo es por la particular cercanía e intensidad de los vínculos que se
instauran en ella entre las personas y las generaciones. Sin embargo, es
vulnerable y puede sufrir fácilmente los peligros que debilitan o incluso
destruyen su unidad y estabilidad. Debido a tales peligros, las familias dejan
de dar testimonio de la civilización del amor e incluso pueden ser su negación,
una especie de antitestimonio. Una familia disgregada puede, a su vez, generar
una forma concreta de "anticivilización", destruyendo el amor en los
diversos ámbitos en los que se expresa, con inevitables repercusiones en el
conjunto de la vida social. El amor es exigente 14. El amor, al que el apóstol Pablo dedicó un himno en la
primera carta a los Corintios —amor "paciente",
"servicial", y que "todo lo soporta" (1 Co 13, 4. 7)—, es
ciertamente exigente. Su belleza está precisamente en el hecho de ser exigente,
porque de este modo constituye el verdadero bien del hombre y lo irradia también
a los demás. En efecto, el bien —dice santo Tomás— es por su naturaleza
"difusivo"36. El amor es verdadero cuando crea el bien de
las personas y de las comunidades, lo crea y lo da a los demás. Sólo quien, en
nombre del amor, sabe ser exigente consigo mismo, puede exigir amor de los demás;
porque el amor es exigente. Lo es en cada situación humana; lo es aún más para
quien se abre al Evangelio. ¿No es esto lo que Jesús proclama en "su"
mandamiento? Es necesario que los hombres de hoy descubran este amor exigente,
porque en él está el fundamento verdaderamente sólido de la familia; un
fundamento que es capaz de "soportar todo". Según el Apóstol, el amor
no es capaz de "soportar todo" si es "envidioso", si
"es jactancioso", si "se engríe", si no "es
decoroso" (cf. 1 Co 13, 4-5). El verdadero amor, enseña san Pablo, es
distinto: "Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta" (1 Co 13,
7). Precisamente este amor "soportará todo". Actúa en él la poderosa
fuerza de Dios mismo, que "es amor" (1 Jn 4, 8. 16). Actúa en él la
poderosa fuerza de Cristo, redentor del hombre y salvador del mundo. Al meditar el capítulo 13 de la primera carta de Pablo a los
Corintios, nos situamos en el camino que nos ayuda a comprender, de modo más inmediato
e incisivo, la plena verdad sobre la civilización del amor. Ningún otro texto bíblico
expresa esa verdad de una manera más simple y profunda que el himno a la
caridad. Los peligros que incumben sobre el amor constituyen también una
amenaza a la civilización del amor, porque favorecen lo que es capaz de
contrastarlo eficazmente. Piénsese ante todo en el egoísmo, no sólo a nivel
individual, sino también de la pareja o, en un ámbito aún más vasto, en el egoísmo
social, por ejemplo, de clase o de nación (nacionalismo). El egoísmo, en
cualquiera de sus formas, se opone directa y radicalmente a la civilización del
amor. ¿Acaso se quiere decir que ha de definirse el amor simplemente como
"antiegoísmo"? Sería una definición demasiado pobre y, en definitiva,
sólo negativa, aunque es verdad que para realizar el amor y la civilización del
amor deben superarse varias formas de egoísmo. Es más justo hablar de
"altruismo", que es la antítesis del egoísmo. Pero aún más rico y
completo es el concepto de amor, ilustrado por san Pablo. El himno a la caridad
de la primera carta a los Corintios es como la carta magna de la civilización
del amor. En él no se trata tanto de manifestaciones individuales (sea del egoísmo,
sea del altruismo), cuanto de la aceptación radical del concepto de hombre como
persona que "se encuentra plenamente" mediante la entrega sincera de
sí mismo. Una entrega es, obviamente, "para los demás": ésta es la
dimensión más importante de la civilización del amor. Entramos así en el núcleo mismo de la verdad evangélica sobre la
libertad. La persona se realiza mediante el ejercicio de la libertad en la
verdad. La libertad no puede ser entendida como facultad de hacer cualquier
cosa. Libertad significa entrega de uno mismo, es más, disciplina interior de
la entrega. En el concepto de entrega no está inscrita solamente la libre
iniciativa del sujeto, sino también la dimensión del deber. Todo esto se
realiza en la "comunión de las personas". Nos situamos así en el
corazón mismo de cada familia. Nos encontramos también sobre las huellas de la antítesis entre
individualismo y personalismo. El amor, la civilización del amor, se relaciona
con el personalismo. ¿Por qué precisamente con el personalismo? ¿Por qué el
individualismo amenaza la civilización del amor? La clave de la respuesta está
en la expresión conciliar: "una entrega sincera". El individualismo
supone un uso de la libertad por el cual el sujeto hace lo que quiere,
"estableciendo" él mismo "la verdad" de lo que le gusta o
le resulta útil. No admite que otro "quiera" o exija algo de él en
nombre de una verdad objetiva. No quiere "dar" a otro basándose en la
verdad; no quiere convertirse en una "entrega sincera". El
individualismo es, por tanto, egocéntrico y egoísta. La antítesis con el
personalismo nace no solamente en el terreno de la teoría, sino aún más en el
del "ethos". El "ethos" del personalismo es altruista:
mueve a la persona a entregarse a los demás y a encontrar gozo en ello. Es el
gozo del que habla Cristo (cf. Jn 15, 11; 16, 20. 22). Conviene, pues, que la sociedad humana, y en ella las familias,
que a menudo viven en un contexto de lucha entre la civilización del amor y sus
antítesis, busquen su fundamento estable en una justa visión del hombre y de lo
que determina la plena "realización" de su humanidad. Ciertamente
contrario a la civilización del amor es el llamado "amor libre",
tanto o más peligroso porque es presentado frecuentemente como fruto de un
sentimiento "verdadero", mientras de hecho destruye el amor. ¡Cuántas
familias se han disgregado precisamente por el "amor libre"! En
cualquier caso, seguir el "verdadero" impulso afectivo, en nombre de
un amor "libre" de condicionamientos, en realidad significa hacer al
hombre esclavo de aquellos instintos humanos, que santo Tomás llama
"pasiones del alma"37. El "amor libre" explota
las debilidades humanas dándoles un cierto "marco" de nobleza con la
ayuda de la seducción y con el apoyo de la opinión pública. Se trata así de
"tranquilizar" las conciencias, creando una "coartada
moral". Sin embargo, no se toman en consideración todas sus consecuencias,
especialmente cuando, además del cónyuge, sufren los hijos, privados del padre
o de la madre y condenados a ser de hecho huérfanos de padres vivos. Como es sabido, en la base del utilitarismo ético está la búsqueda
constante del "máximo" de felicidad: una "felicidad
utilitarista", entendida sólo como placer, como satisfacción inmediata del
individuo, por encima o en contra de las exigencias objetivas del verdadero
bien. El proyecto del utilitarismo, basado en una libertad orientada
con sentido individualista, o sea, una libertad sin responsabilidad, constituye
la antítesis del amor, incluso como expresión de la civilización humana
considerada en su conjunto. Cuando este concepto de libertad encuentra eco en
la sociedad, aliándose fácilmente con las más diversas formas de debilidad
humana, se manifiesta muy pronto como una sistemática y permanente amenaza para
la familia. A este respecto, se podrían citar muchas consecuencias nefastas,
documentables a nivel estadístico, aunque no pocas de ellas quedan escondidas
en los corazones de los hombres y de las mujeres, como heridas dolorosas y
sangrantes. El amor de los esposos y de los padres tiene la capacidad de
curar semejantes heridas, si las mencionadas insidias no le privan de su fuerza
de regeneración, tan benéfica y saludable para la comunidad humana. Esta
capacidad depende de la gracia divina del perdón y de la reconciliación, que
asegura la energía espiritual para empezar siempre de nuevo. Precisamente por
esto, los miembros de la familia necesitan encontrar a Cristo en la Iglesia a
través del admirable sacramento de la penitencia y de la reconciliación. En este contexto se puede ver cuán importante es la oración con
las familias y por las familias, en particular, las que se ven amenazadas por
la división. Es necesario rezar para que los esposos amen su vocación, incluso
cuando el camino resulta difícil o encuentra tramos angostos y escarpados,
aparentemente insuperables; hay que rezar para que incluso entonces sean fieles
a su alianza con Dios. "La familia es el camino de la Iglesia". En esta carta
deseo profesar y anunciar a la vez este camino que, a través de la vida conyugal
y familiar, lleva al reino de los cielos (cf. Mt 7, 14). Es importante que la
"comunión de las personas" en la familia sea preparación para la
"comunión de los santos". Por esto la Iglesia confiesa y anuncia el
amor que "todo lo soporta", viendo en él, con san Pablo, la virtud
"mayor" (cf. 1 Co 13, 7. 13). El Apóstol no pone límites a nadie.
Amar es vocación de todos, también de los esposos y de las familias. En efecto,
en la Iglesia todos están llamados igualmente a la perfección de la santidad
(cf. Mt 5, 48)38. Cuarto mandamiento: "Honra a tu padre y a tu madre"
15. El cuarto mandamiento del Decálogo se refiere a la familia,
a su cohesión interna; y, podría decirse, a su solidaridad. En su formulación no se habla explícitamente de la familia;
pero, de hecho, se trata precisamente de ella. Para expresar la comunión entre
generaciones, el divino Legislador no encontró palabra más apropiada que ésta:
"Honra..." (Ex 20, 12). Estamos ante otro modo de expresar lo que es
la familia. Dicha formulación no la exalta "artificialmente", sino
que ilumina su subjetividad y los derechos que derivan de ello. La familia es
una comunidad de relaciones interpersonales particularmente intensas: entre
esposos, entre padres e hijos, entre generaciones. Es una comunidad que ha de
ser especialmente garantizada. Y Dios no encuentra garantía mejor que ésta:
"Honra". "Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus
días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar" (Ex 20, 12). Este
mandamiento sigue a los tres preceptos fundamentales que atañen a la relación
del hombre y del pueblo de Israel con Dios: "Shemá, Israel",
"Escucha, Israel. El Señor nuestro Dios es el único Señor" (Dt 6, 4).
"No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20, 3). Éste es el
primer y mayor mandamiento del amor a Dios "por encima de todo": él
tiene que ser amado "con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu
fuerza" (Dt 6, 5; cf. Mt 22, 37). Es significativo que el cuarto
mandamiento se inserte precisamente en este contexto. "Honra a tu padre y
a tu madre", para que ellos sean para ti, en cierto modo, los
representantes de Dios, quienes te han dado la vida y te han introducido en la
existencia humana: en una estirpe, nación y cultura. Después de Dios son ellos
tus primeros bienhechores. Si Dios es el único bueno, más aún, el Bien mismo,
los padres participan singularmente de esta bondad suprema. Por tanto: ¡honra a
tus padres! Hay aquí una cierta analogía con el culto debido a Dios. El cuarto mandamiento está estrechamente vinculado con
elmandamiento del amor. Es profunda la relación entre "honra" y
"amor". La honra está relacionada esencialmente con la virtud de la
justicia, pero ésta, a su vez, no puede desarrollarse plenamente sin referirse
al amor a Dios y al prójimo. Y¿quién es más prójimo que los propios familiares,
que los padres y que los hijos? ¿Es unilateral el sistema interpersonal indicado en el cuarto
mandamiento? ¿Obliga éste a honrar sólo a los padres? Literalmente, sí; pero,
indirectamente, podemos hablar también de la "honra" que los padres
deben a los hijos. "Honra" quiere decir: reconoce, o sea, déjate
guiar por el reconocimiento convencido de la persona, de la del padre y de la
madre ante todo, y también de la de todos los demás miembros de la familia. La
honra es una actitud esencialmente desinteresada. Podría decirse que es
"una entrega sincera de la persona a la persona" y, en este sentido,
la honra coincide con el amor. Si el cuarto mandamiento exige honrar al padre y
a la madre, lo hace por el bien de la familia; pero, precisamente por esto,
presenta unas exigencias a los mismos padres. ¡Padres —parece recordarles el
precepto divino—, actuad de modo que vuestro comportamiento merezca la honra (y
el amor) por parte de vuestros hijos! ¡No dejéis caer en un "vacío
moral" la exigencia divina de honra para vosotros! En definitiva, se trata
pues de una honra recíproca. El mandamiento "honra a tu padre y a tu
madre" dice indirectamente a los padres: Honrad a vuestros hijos e hijas.
Lo merecen porque existen, porque son lo que son: esto es válido desde el
primer momento de su concepción. Así, este mandamiento, expresando el vínculo íntimo
de la familia, manifiesta el fundamento de su cohesión interior. El mandamiento prosigue: "para que se prolonguen tus días
sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar" (Ex 20, 12). Este
"para que" podría dar la impresión de un cálculo
"utilitarista": honrar con miras a la futura longevidad. Entre tanto,
decimos que esto no disminuye el significado esencial del imperativo
"honra", vinculado por su naturaleza con una actitud desinteresada.
Honrar nunca significa: "prevé las ventajas". Sin embargo, no es fácil
reconocer que de la actitud de honra recíproca, existente entre los miembros de
la comunidad familiar, deriva también una ventaja de naturaleza diversa. La
"honra" es ciertamente útil, como "útil" es todo verdadero
bien. La familia realiza, ante todo, el bien del "estar
juntos", bien por excelencia del matrimonio (de ahí su indisolubilidad) y
de la comunidad familiar. Se lo podría definir, además, como bien de los
sujetos. En efecto, la persona es un sujeto y lo es también la familia, al
estar constituida por personas que, unidas por un profundo vínculo de comunión,
forman un único sujeto comunitario. Asimismo, la familia es sujeto más que
otras instituciones sociales: lo es más que la nación, que el Estado, más que
la sociedad y que las organizaciones internacionales. Estas sociedades,
especialmente las naciones, gozan de subjetividad propia en la medida en que la
reciben de las personas y de sus familias. ¿Son, éstas, observaciones sólo
"teóricas", formuladas con el fin de "exaltar" la familia
ante la opinión pública? No, se trata más bien de otro modo de expresar lo que
es la familia. Y esto se deduce también del cuarto mandamiento. Es una verdad que merece ser destacada y profundizada. En
efecto, subraya la importancia de este mandamiento incluso para el sistema
moderno de los derechos del hombre. Los ordenamientos institucionales usan el
lenguaje jurídico. En cambio, Dios dice: "honra". Todos los
"derechos del hombre" son, en definitiva, frágiles e ineficaces, si
en su base falta el imperativo: "honra"; en otras palabras, si falta
el reconocimiento del hombre por el simple hecho de que es hombre,
"este" hombre. Por sí solos, los derechos no bastan. Por tanto, no es exagerado afirmar que la vida de las naciones,
de los Estados y de las organizaciones internacionales "pasa" a través
de la familia y "se fundamenta" en el cuarto mandamiento del Decálogo.
La época en que vivimos, no obstante las múltiples Declaraciones de tipo jurídico
que han sido elaboradas, está amenazada en gran medida por la "alienación",
como fruto de premisas "iluministas" según las cuales el hombre es
"más" hombre si es "solamente" hombre. No es difícil
descubrir cómo la alienación de todo lo que de diversas formas pertenece a la
plena riqueza del hombre insidia nuestra época. Y esto repercute en la familia.
En efecto, la afirmación de la persona está relacionada en gran medida con la
familia y, por consiguiente, con el cuarto mandamiento. En el designio de Dios
la familia es, bajo muchos aspectos, la primera escuela del ser humano. ¡Sé
hombre! —es el imperativo que en ella se transmite—, hombre como hijo de la
patria, como ciudadano del Estado y, se dice hoy, como ciudadano del mundo.
Quien ha dado el cuarto mandamiento a la humanidad es un Dios "benévolo"
con el hombre, (filanthropos, decían los griegos). El Creador del universo es
el Dios del amor y de la vida. Él quiere que el hombre tenga la vida y la tenga
en abundancia, como proclama Cristo (cf. Jn 10, 10): que tenga la vida ante
todo gracias a la familia. Parece claro, pues, que la "civilización del amor" está
estrechamente relacionada con la familia. Para muchos la civilización del amor
constituye todavía una pura utopía. En efecto, se cree que el amor no puede ser
exigido por nadie ni puede imponerse: sería una elección libre que los hombres
pueden aceptar o rechazar. Hay parte de verdad en todo esto. Sin embargo, está el hecho de
que Jesucristo nos dejó el mandamiento del amor, así como Dios había ordenado
en el monte Sinaí: "Honra a tu padre y a tu madre". Pues el amor no
es una utopía: ha sido dado al hombre como un cometido que cumplir con la ayuda
de la gracia divina. Ha sido encomendado al hombre y a la mujer, en el
sacramento del matrimonio, como principio fontal de su "deber", y es
para ellos el fundamento de su compromiso recíproco: primero el conyugal, y
luego el paterno y materno. En la celebración del sacramento, los esposos se
entregan y se reciben recíprocamente, declarando su disponibilidad a acoger y
educar la prole. Aquí están las bases de la civilización humana, la cual no
puede definirse más que como "civilización del amor". La familia es expresión y fuente de este amor; a través de ella
pasa la corriente principal de la civilización del amor, que encuentra en la
familia sus "bases sociales". Los Padres de la Iglesia, en la tradición cristiana, han hablado
de la familia como "iglesia doméstica", como "pequeña
iglesia". Se referían así a la civilización del amor como un posible
sistema de vida y de convivencia humana. "Estar juntos" como familia,
ser los unos para los otros, crear un ámbito comunitario para la afirmación de
cada hombre como tal, de "este" hombre concreto. A veces puede
tratarse de personas con limitaciones físicas o psíquicas, de las cuales prefiere
liberarse la sociedad llamada "progresista". Incluso la familia puede
llegar a comportarse como dicha sociedad. De hecho lo hace cuando se libra fácilmente
de quien es anciano o está afectado por malformaciones o sufre enfermedades. Se
actúa así porque falta la fe en aquel Dios por el cual "todos viven"
(Lc 20, 38) y están llamados a la plenitud de la vida. Sí, la civilización del amor es posible, no es una utopía. Pero
es posible sólo gracias a una referencia constante y viva a "Dios y Padre
de nuestro Señor Jesucristo, de quien proviene toda paternidad 1 en el
mundo" (cf. Ef 3, 14-15); de quien proviene cada familia humana. La educación 16. ¿En qué consiste la educación? Para responder a esta
pregunta hay que recordar dos verdades fundamentales. La primera es que el
hombre está llamado a vivir en la verdad y en el amor. La segunda es que cada
hombre se realiza mediante la entrega sincera de sí mismo. Esto es válido tanto
para quien educa como para quien es educado. La educación es, pues, un proceso
singular en el que la recíproca comunión de las personas está llena de grandes
significados. El educador es una persona que "engendra" en sentido
espiritual. Bajo esta perspectiva, la educación puede ser considerada un
verdadero apostolado. Es una comunicación vital, que no sólo establece una
relación profunda entre educador y educando, sino que hace participar a ambos
en la verdad y en el amor, meta final a la que está llamado todo hombre por
parte de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. La paternidad y la maternidad suponen la coexistencia y la
interacción de sujetos autónomos. Esto es bien evidente en la madre cuando
concibe un nuevo ser humano. Los primeros meses de su presencia en el seno
materno crean un vínculo particular, que ya tiene un valor educativo. La madre,
ya durante el embarazo, forma no sólo el organismo del hijo, sino
indirectamente toda su humanidad. Aunque se trate de un proceso que va de la
madre hacia el hijo, no debe olvidarse la influencia específica que el que está
para nacer ejerce sobre la madre. En esta influencia recíproca, que se
manifestará exteriormente después de nacer el niño, no participa directamente
el padre. Sin embargo, él debe colaborar responsablemente ofreciendo sus
cuidados y su apoyo durante el embarazo e incluso, si es posible, en el momento
del parto. Para la "civilización del amor" es esencial que el
hombre sienta la maternidad de la mujer, su esposa, como un don. En efecto,
ello influye enormemente en todo el proceso educativo. Mucho depende de su
disponibilidad a tomar parte de manera adecuada en esta primera fase de donación
de la humanidad, y a dejarse implicar, como marido y padre, en la maternidad de
su mujer. La educación es, pues, ante todo una "dádiva" de
humanidad por parte de ambos padres: ellos transmiten juntos su humanidad
madura al recién nacido, el cual, a su vez, les da la novedad y el frescor de
la humanidad que trae consigo al mundo. Esto se verifica incluso en el caso de
niños marcados por limitaciones psíquicas o físicas. Es más, en tal caso su
situación puede desarrollar una fuerza educativa muy particular. Con razón, pues, la Iglesia pregunta durante el rito del
matrimonio: "¿Estáis dispuestos a recibir de Dios responsable y
amorosamente los hijos, y a educarlos según la ley de Cristo y de su
Iglesia?"39. El amor conyugal se manifiesta en la educación,
como verdadero amor de padres. La "comunión de personas", que al
comienzo de la familia se expresa como amor conyugal, se completa y se
perfecciona extendiéndose a los hijos con la educación. La potencial riqueza,
constituida por cada hombre que nace y crece en la familia, es asumida
responsablemente de modo que no degenere ni se pierda, sino que se realice en
una humanidad cada vez más madura. Esto es también un dinamismo de
reciprocidad, en el cual los padres-educadores son, a su vez, educados en
cierto modo. Maestros de humanidad de sus propios hijos, la aprenden de ellos.
Aquí emerge evidentemente la estructura orgánica de la familia y se manifiesta
el significado fundamental del cuarto mandamiento. El "nosotros" de los padres, marido y mujer, se
desarrolla, por medio de la generación y de la educación, en el
"nosotros" de la familia, que deriva de las generaciones precedentes
y se abre a una gradual expansión. A este respecto, desempeñan un papel
singular, por un lado, los padres de los padres y, por otro, los hijos de los
hijos. Si al dar la vida los padres colaboran en la obra creadora de
Dios, mediante la educación participan de su pedagogía paterna y materna a la
vez. La paternidad divina, según san Pablo, es el modelo originario de toda
paternidad y maternidad en el cosmos (cf. Ef 3, 14-15), especialmente de la
maternidad y paternidad humanas. Sobre la pedagogía divina nos ha enseñado
plenamente el Verbo eterno del Padre, que al encarnarse ha revelado al hombre
la dimensión verdadera e integral de su humanidad: la filiación divina. Y así
ha revelado también cuál es el verdadero significado de la educación del
hombre. Por medio de Cristo toda educación, en familia y fuera de ella, se
inserta en la dimensión salvífica de la pedagogía divina, que está dirigida a
los hombres y a las familias, y que culmina en el misterio pascual de la muerte
y resurrección del Señor. De este "centro" de nuestra redención arranca
todo proceso de educación cristiana, que al mismo tiempo es siempre educación
para la plena humanidad. Los padres son los primeros y principales educadores de sus
propios hijos, y en este campo tienen incluso una competencia fundamental: son
educadores por ser padres. Comparten su misión educativa con otras personas e
instituciones, como la Iglesia y el Estado. Sin embargo, esto debe hacerse
siempre aplicando correctamente el principio de subsidiariedad. Esto implica la
legitimidad e incluso el deber de una ayuda a los padres, pero encuentra su límite
intrínseco e insuperable en su derecho prevalente y en sus posibilidades
efectivas. El principio de subsidiariedad, por tanto, se pone al servicio del
amor de los padres, favoreciendo el bien del núcleo familiar. En efecto, los
padres no son capaces de satisfacer por sí solos las exigencias de todo el
proceso educativo, especialmente lo que atañe a la instrucción y al amplio
sector de la socialización. La subsidiariedad completa así el amor paterno y
materno, ratificando su carácter fundamental, porque cualquier otro colaborador
en el proceso educativo debe actuar en nombre de los padres, con su
consentimiento y, en cierto modo, incluso por encargo suyo. El proceso educativo lleva a la fase de la autoeducación, que se
alcanza cuando, gracias a un adecuado nivel de madurez psicofísica, el hombre
empieza a "educarse él solo". Con el paso de los años, la autoeducación
supera las metas alcanzadas previamente en el proceso educativo, en el cual,
sin embargo, sigue teniendo sus raíces. El adolescente encuentra nuevas
personas y nuevos ambientes, concretamente los maestros y compañeros de
escuela, que ejercen en su vida una influencia que puede resultar educativa o
antieducativa. En esta etapa se aleja, en cierto modo, de la educación recibida
en familia, asumiendo a veces una actitud crítica con los padres. Pero, a pesar
de todo, el proceso de autoeducación está marcado por la influencia educativa
ejercida por la familia y por la escuela sobre el niño y sobre el muchacho. El
joven, transformándose y encaminándose también en la propia dirección, sigue
quedando íntimamente vinculado a sus raíces existenciales. Sobre esta perspectiva se perfila, de manera nueva, el
significado del cuarto mandamiento: "Honra a tu padre y a tu madre"
(Ex 20, 12), el cual está relacionado orgánicamente con todo el proceso
educativo. La paternidad y maternidad, elemento primero y fundamental en el
proceso de dar la humanidad, abren ante los padres y los hijos perspectivas
nuevas y más profundas. Engendrar según la carne significa preparar la ulterior
"generación", gradual y compleja, mediante todo el proceso educativo.
El mandamiento del Decálogo exige al hijo que honre a su padre y a su madre;
pero, como ya se ha dicho, el mismo mandamiento impone a los padres un deber en
cierto modo "simétrico". Ellos también deben "honrar" a sus
propios hijos, sean pequeños o grandes, y esta actitud es indispensable durante
todo el proceso educativo, incluido el escolar. El "principio de
honrar", es decir, el reconocimiento y el respeto del hombre como hombre,
es la condición fundamental de todo proceso educativo auténtico. En el ámbito de la educación la Iglesia tiene un papel específico
que desempeñar. A la luz de la tradición y del magisterio conciliar, se puede
afirmar que no se trata sólo deconfiar a la Iglesia la educación
religioso-moral de la persona, sino de promover todo el proceso educativo de la
persona "junto con" la Iglesia. La familia está llamada a desempeñar
su deber educativo en la Iglesia, participando así en la vida y en la misión
eclesial. La Iglesia desea educar sobre todo por medio de la familia,
habilitada para ello por el sacramento, con la correlativa "gracia de
estado" y el específico "carisma" de la comunidad familiar. Uno de los campos en los que la familia es insustituible es
ciertamente el de la educación religiosa, gracias a la cual la familia crece
como "iglesia doméstica". La educación religiosa y la catequesis de
los hijos sitúan a la familia en el ámbito de la Iglesia como un verdadero
sujeto de evangelización y de apostolado. Se trata de un derecho relacionado íntimamente
con el principio de la libertad religiosa. Las familias, y más concretamente
los padres, tienen la libre facultad de escoger para sus hijos un determinado
modelo de educación religiosa y moral, de acuerdo con las propias convicciones.
Pero incluso cuando confían estos cometidos a instituciones eclesiásticas o a
escuelas dirigidas por personal religioso, es necesario que su presencia
educativa siga siendo constante y activa. No hay que descuidar, en el contexto de la educación, la cuestión
esencial del discernimiento de la vocación y, en éste, la preparación para la
vida matrimonial, en particular. Son notables los esfuerzos e iniciativas
emprendidas por la Iglesia de cara a la preparación para el matrimonio, por
ejemplo, los cursillos prematrimoniales. Todo esto es válido y necesario; pero
no hay que olvidar que la preparación para la futura vida de pareja es cometido
sobre todo de la familia. Ciertamente, sólo las familias espiritualmente
maduras pueden afrontar de manera adecuada esta tarea. Por esto se subraya la
exigencia de una particular solidaridad entre las familias, que puede
expresarse mediante diversas formas organizativas, como las asociaciones de
familias para las familias. La institución familiar sale reforzada de esta
solidaridad, que acerca entre sí no sólo a los individuos, sino también a las
comunidades, comprometiéndolas a rezar juntas y a buscar con la ayuda de todos
las respuestas a las preguntas esenciales que plantea la vida. ¿No es ésta una
forma maravillosa de apostolado de las familias entre sí? Es importante que las
familias traten de construir entre ellas lazos de solidaridad. Esto, sobre
todo, les permite prestarse mutuamente un servicio educativo común: los padres
son educados por medio de otros padres, los hijos por medio de otros hijos. Se
crea así una peculiar tradición educativa, que encuentra su fuerza en el carácter
de "iglesia doméstica", que es propio de la familia. Es el evangelio del amor la fuente inagotable de todo lo que
nutre a la familia como "comunión de personas". En el amor encuentra
ayuda y significado definitivo todo el proceso educativo, como fruto maduro de
la recíproca entrega de los padres. A través de los esfuerzos, sufrimientos y
desilusiones, que acompañan la educación de la persona, el amor no deja de
estar sometido a un continuo examen. Para superar esta prueba se necesita una
fuerza espiritual que se encuentra sólo en Aquel que "amó hasta el
extremo" (Jn 13, 1). De este modo, la educación se sitúa plenamente en el
horizonte de la "civilización del amor"; depende de ella y, en gran
medida, contribuye a construirla. La Iglesia ora de forma incesante y confiada durante el Año de
la familia por la educación del hombre, para que las familias perseveren en su
deber educativo con valentía, confianza y esperanza, a pesar de las
dificultades a veces tan graves que parecen insuperables. La Iglesia reza para
que venzan las fuerzas de la "civilización del amor", que brotan de
la fuente del amor de Dios; fuerzas que la Iglesia emplea sin cesar para el
bien de toda la familia humana. La familia y la sociedad 17. La familia es una comunidad de personas, la célula social más
pequeña y, como tal, es una institución fundamental para la vida de toda
sociedad. La familia como institución, ¿qué espera de la sociedad? Ante
todo que sea reconocida en su identidad y aceptada en su naturaleza de sujeto
social. Ésta va unida a la identidad propia del matrimonio y de la familia. El
matrimonio, que es la base de la institución familiar, está formado por la
alianza "por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio
de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y
a la generación y educación de la prole"40. Sólo una unión así
puede ser reconocida y confirmada como "matrimonio" en la sociedad.
En cambio, no lo pueden ser las otras uniones interpersonales que no responden
a las condiciones recordadas antes, a pesar de que hoy día se difunden,
precisamente sobre este punto, corrientes bastante peligrosas para el futuro de
la familia y de la misma sociedad. ¡Ninguna sociedad humana puede correr el riesgo del permisivismo
en cuestiones de fondo relacionadas con la esencia del matrimonio y de la
familia! Semejante permisivismo moral llega a perjudicar las auténticas exigencias
de paz y de comunión entre los hombres. Así se comprende por qué la Iglesia
defiende con energía la identidad de la familia y exhorta a las instituciones
competentes, especialmente a los responsables de la política, así como a las
organizaciones internacionales, a no caer en la tentación de una aparente y
falsa modernidad. La familia, como comunidad de amor y de vida, es una realidad
social sólidamente arraigada y, a su manera, una sociedad soberana, aunque
condicionada en varios aspectos. La afirmación de la soberanía de la institución-familia
y la constatación de sus múltiples condicionamientos inducen a hablar de los
derechos de la familia. A este respecto, la Santa Sede publicó en el año 1983
la Carta de los derechos de la familia, que conserva aún hoy toda su
actualidad. Los derechos de la familia están íntimamente relacionados con
los derechos del hombre. En efecto, si la familia es comunión de personas, su
autorrealización depende en medida significativa de la justa aplicación de los
derechos de las personas que la componen. Algunos de estos derechos atañen
directamente a la familia, como el derecho de los padres a la procreación
responsable y a la educación de la prole; en cambio, otros derechos atañen al núcleo
familiar sólo indirectamente. Entre éstos, tienen singular importancia el
derecho a la propiedad, especialmente la llamada propiedad familiar, y el
derecho al trabajo. Sin embargo, los derechos de la familia no son simplemente la
suma matemática de los derechos de la persona, siendo la familia algo más que
la suma de sus miembros considerados singularmente. La familia es comunidad de
padres e hijos; a veces, comunidad de diversas generaciones. Por esto, su
subjetividad, que se construye sobre la base del designio de Dios, fundamenta y
exige derechos propios y específicos. La Carta de los derechos de la familia,
partiendo de los mencionados principios morales, consolida la existencia de la
institución familiar en el orden social y jurídico de la "gran"
sociedad: la nación, el Estado y las comunidades internacionales. Cada una de
estas "grandes" sociedades debe tener en cuenta, al menos
indirectamente, la existencia de la familia; por esto, la definición de los
cometidos y deberes de la "gran" sociedad para con la familia es una
cuestión extremamente importante y esencial. En primer lugar está el vínculo casi orgánico que se instaura
entre familia y nación. Naturalmente, no en todos los casos se puede hablar de
nación en sentido propio. Pues existen grupos étnicos que, aun no pudiendo
considerarse verdaderas naciones, sin embargo realizan en cierto modo la función
de "gran" sociedad. Tanto en una como en otra hipótesis, el vínculo
de la familia con el grupo étnico o con la nación se basa ante todo en la
participación en la cultura. Los padres engendran a los hijos, en cierto
sentido, también para la Nación, para que sean miembros suyos y participen de
su patrimonio histórico y cultural. Desde el principio, la identidad de la
familia se va delineando en cierto modo sobre la base de la identidad de la
nación a la que pertenece. La familia, al participar del patrimonio cultural de la nación,
contribuye a la soberanía específica que deriva de la propia cultura y lengua.
Hablé de este tema en la Asamblea de la UNESCO en París, en 1980, y a ello me
he referido luego varias veces por su innegable importancia. Por medio de la
cultura y de la lengua, no sólo la nación, sino toda familia, encuentra su
soberanía espiritual. De otro modo sería difícil explicar muchos
acontecimientos de la historia de los pueblos, especialmente europeos;
acontecimientos antiguos y modernos, alentadores y dolorosos, de victorias y
derrotas, que muestran cómo la familia está orgánicamente vinculada a la nación,
y la nación a la familia. Ante el Estado, este vínculo de la familia es en parte semejante
y en parte distinto. En efecto, el Estado se distingue de la nación por su
estructura menos "familiar", al estar organizado según un sistema político
y de forma más "burocrática". No obstante, el sistema estatal tiene
también, en cierto modo, su "alma", en la medida en que responde a su
naturaleza de "comunidad política" jurídicamente ordenada al bien común41.
Este "alma" establece una relación estrecha entre la familia y el
Estado, precisamente en virtud del principio de subsidiariedad. En efecto, la
familia es una realidad social que no dispone de todos los medios necesarios
para realizar sus propios fines, incluso en el campo de la instrucción y de la
educación. El Estado está llamado entonces a intervenir en virtud del
mencionado principio: allí donde la familia es autosuficiente, hay que dejarla
actuar autónomamente; una excesiva intervención del Estado resultaría
perjudicial, además de irrespetuosa, y constituiría una violación patente de los
derechos de la familia; sólo allí donde la familia no es autosuficiente, el
Estado tiene la facultad y el deber de intervenir. Además del ámbito de la educación y de la instrucción a todos
los niveles, la ayuda estatal —que de todas formas no debe excluir las
iniciativas privadas— se realiza, por ejemplo, en las instituciones que se
preocupan de salvaguardar la vida y la salud de los ciudadanos, y, de modo
particular, con las medidas de previsión en el mundo del trabajo. El desempleo
constituye, en nuestra época, una de las amenazas más serias para la vida
familiar y preocupa con razón a toda la sociedad. Supone un reto para la política
de cada Estado y un objeto de reflexión para la doctrina social de la Iglesia.
Por lo cual, es indispensable y urgente poner remedio a ello con soluciones
valientes que miren, más allá de las fronteras nacionales, a tantas familias a
las cuales la falta de trabajo lleva a una situación de dramática miseria42.
Hablando del trabajo con relación a la familia, es oportuno
subrayar la importancia y el peso de la actividad laboral de las mujeres dentro
del núcleo familiar43. Esta actividad debe ser reconocida y
valorizada al máximo. La "fatiga" de la mujer —que, después de haber
dado a luz un hijo, lo alimenta, lo cuida y se ocupa de su educación,
especialmente en los primeros años— es tan grande que no hay que temer la
confrontación con ningún trabajo profesional. Esto hay que afirmarlo
claramente, como se reivindica cualquier otro derecho relativo al trabajo. La
maternidad, con todos los esfuerzos que comporta, debe obtener también un
reconocimiento económico igual al menos que el de los demás trabajos afrontados
para mantener la familia en una fase tan delicada de su existencia. Conviene hacer realmente todos los esfuerzos posibles para que
la familia sea reconocida como sociedad primordial y, en cierto modo,
"soberana". Su "soberanía" es indispensable para el bien de
la sociedad. Una nación verdaderamente soberana y espiritualmente fuerte está
formada siempre por familias fuertes, conscientes de su vocación y de su misión
en la historia. La familia está en el centro de todos estos problemas y
cometidos: relegarla a un papel subalterno y secundario, excluyéndola del lugar
que le compete en la sociedad, significa causar un grave daño al auténtico
crecimiento de todo el cuerpo social. II EL ESPOSO ESTÁ CON VOSOTROS En Caná de Galilea 18. Jesús, hablando un día con los discípulos de Juan, alude a
una invitación para una boda y a la presencia del esposo entre los invitados:
"El esposo está con ellos" (cf. Mt 9, 15). Indicaba así el
cumplimiento, en su persona, de la imagen de Dios-esposo, ya utilizada en el
Antiguo Testamento, para revelar plenamente el misterio de Dios como misterio
de amor. Presentándose como "esposo", Jesús revela, pues, la
esencia de Dios y confirma su amor inmenso por el hombre. Pero la elección de
esta imagen ilumina indirectamente también la profunda verdad del amor
esponsal. En efecto, usándola para hablar de Dios, Jesús muestra cómo la
paternidad y el amor de Dios se reflejan en el amor de un hombre y de una mujer
que se unen en matrimonio. Por esto, al comienzo de su misión, Jesús se
encuentra en Caná de Galilea para participar en un banquete de bodas, junto con
María y los primeros discípulos (cf. Jn 2, 1-11). Con ello trata de demostrar
que la verdad de la familia está inscrita en la Revelación de Dios y en la
historia de la salvación. En el Antiguo Testamento, y especialmente en los
profetas, se encuentran palabras muy hermosas sobre el amor de Dios: un amor
solícito como el de una madre hacia su hijo, tierno como el del esposo por la
esposa, pero al mismo tiempo igual y especialmente celoso; ante todo, no es un
amor que castiga, sino que perdona; un amor que se inclina ante el hombre como
hace el padre con el hijo pródigo, que lo levanta y lo hace partícipe de la
vida divina. Un amor que sorprende: novedad desconocida hasta entonces en el
mundo pagano. En Caná de Galilea Jesús es como el heraldo de la verdad divina
sobre el matrimonio; verdad sobre la que se puede apoyar la familia humana, basándose
firmemente en ella contra todas las pruebas de la vida. Jesús anuncia esta
verdad con su presencia en las bodas de Caná y realizando su primera "señal":
el agua convertida en vino. Él anuncia también la verdad sobre el matrimonio hablando con
los fariseos y explicando cómo el amor que viene de Dios, amor tierno y
esponsal, es fuente de exigencias profundas y radicales. Menos exigente había
sido Moisés, que permitió conceder acta de divorcio. Cuando, en la fuerte
controversia, los fariseos se refieren a Moisés, Jesús responde categóricamente:
"Al principio no fue así" (Mt 19, 8). Y recuerda que Aquel que creó
al hombre, lo creó varón y mujer, y estableció: "Dejará el hombre a su
padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola
carne" (Gn 2, 24). Con lógica coherencia concluye Jesús: "De manera
que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios ha unido que no
lo separe el hombre" (Mt 19, 6). A la objeción de los fariseos, que
defienden la ley mosaica, responde Jesús: "Moisés, teniendo en cuenta la
dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al
principio no fue así" (Mt 19, 8). Jesús se refiere "al principio", encontrando en los orígenes
mismos de la creación el designio de Dios, sobre el que se fundamenta la
familia y, a través de ella, toda la historia de la humanidad. La realidad
natural del matrimonio se convierte, por voluntad de Cristo, en verdadero
sacramento de la nueva alianza, marcado por el sello de la sangre redentora de
Cristo. ¡Esposos y familias, acordaos del precio con el que habéis sido
"comprados"! (cf. 1 Co 6, 20). Sin embargo, esta maravillosa verdad es humanamente difícil de
ser aceptada y vivida. ¡Cómo asombrarse de la concesión de Moisés ante las
peticiones de sus compatriotas, si también los mismos Apóstoles, al escuchar
las palabras del Maestro, le replican: "Si tal es la condición del hombre
respecto de su mujer, no trae cuenta casarse" (Mt 19, 10)! No obstante,
por el bien del hombre y de la mujer, de la familia y de toda la sociedad, Jesús
ratifica la exigencia puesta por Dios desde el principio; pero al mismo tiempo,
aprovecha la ocasión para afirmar el valor de la opción de no casarse por el
reino de Dios. Esta opción permite "engendrar", aunque de manera
diversa. En esta opción se basan la vida consagrada, las órdenes y
congregaciones religiosas en Oriente y Occidente, así como la disciplina del
celibato sacerdotal, según la tradición de la Iglesia latina. No es, pues,
verdad que "no trae cuenta casarse", sino que el amor por el reino de
los Cielos puede llevar a no casarse (cf. Mt 19, 12). Sin embargo, casarse se considera la vocación ordinaria del
hombre, la cual es asumida por la mayor parte del pueblo de Dios. En la familia
es donde se forman las piedras vivas del edificio espiritual, del que habla el
apóstol Pedro (cf. 1 P 2, 5). Los cuerpos de los esposos son morada del Espíritu
Santo (cf. 1 Co 6, 19). Puesto que la transmisión de la vida divina supone la
transmisión de la vida humana, del matrimonio nacen no sólo los hijos de los
hombres, sino también, en virtud del bautismo, los hijos adoptivos de Dios, que
viven de la vida nueva recibida de Cristo por medio de su Espíritu. De este modo, queridos hermanos y hermanas, esposos y padres, el
Esposo está con vosotros. Sabéis que él es el buen Pastor y que conocéis su
voz. Sabéis a dónde os lleva, cómo lucha para procuraros los pastos en los que
podréis encontrar la vida y encontrarla en abundancia; sabéis cómo afronta los
lobos rapaces, dispuesto siempre a arrancar de sus fauces a las ovejas: cada
marido y cada mujer, cada hijo y cada hija, cada miembro de vuestras familias.
Sabéis que Cristo, como buen pastor, está dispuesto a dar su vida por la grey
(cf. Jn 10, 11). Él os conduce por sendas que no son escarpadas e insidiosas
como las de muchas ideologías contemporáneas; él recuerda al mundo de hoy toda
la verdad, como cuando se dirigía a los fariseos o la anunciaba a los Apóstoles,
los cuales la predicaron después al mundo, proclamándola a los hombres de su
tiempo: judíos y griegos. Los discípulos eran muy conscientes de que Cristo había
renovado todo; de que el hombre había llegado a ser una "nueva
criatura": "ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre
ni mujer, ya que todos vosotros sois "uno" en Cristo Jesús" (Ga
3, 28), revestidos de la dignidad de hijos adoptivos de Dios. El día de
Pentecostés, este hombre recibió el Espíritu Paráclito, el Espíritu de verdad.
Así empezó el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, anticipación de un cielo nuevo
y de una tierra nueva (cf. Ap 21, 1). Los Apóstoles, antes temerosos incluso respecto al matrimonio y
la familia, se hicieron valientes. Comprendieron que el matrimonio y la familia
constituyen una verdadera vocación que proviene de Dios mismo, un apostolado:
el apostolado de los laicos. Éstos ayudan a la transformación de la tierra y a
la renovación del mundo, de la creación y de toda la humanidad. Queridas familias: vosotras debéis ser también valientes y estar
dispuestas siempre a dar testimonio de la esperanza que tenéis (cf. 1 P 3, 15),
porque ha sido depositada en vuestro corazón por el buen Pastor mediante el
Evangelio. Debéis estar dispuestas a seguir a Cristo hacia los pastos que dan
la vida y que él mismo ha preparado con el misterio pascual de su muerte y
resurrección. ¡No tengáis miedo de los riesgos! ¡La fuerza divina es mucho más
potente que vuestras dificultades! Inmensamente más grande que el mal, que actúa
en el mundo, es la eficacia del sacramento de la reconciliación, llamado
acertadamente por los Padres de la Iglesia "segundo bautismo". Mucho
más impacto que la corrupción presente en el mundo tiene la energía divina del
sacramento de la confirmación, que hace madurar el bautismo. Incomparablemente
más grande es, sobre todo, la fuerza de la Eucaristía. La Eucaristía es un sacramento verdaderamente admirable. En él
se ha quedado Cristo mismo como alimento y bebida, como fuente de poder salvífico
para nosotros. Nos lo ha dejado para que tuviéramos vida y la tuviéramos en
abundancia (cf. Jn 10, 10): la vida que tiene él y que nos ha transmitido con
el don del Espíritu, resucitando al tercer día después de la muerte. Es
efectivamente para nosotros la vida que procede de él. ¡Es también para
vosotros, queridos esposos, padres y familias! ¿No instituyó él la Eucaristía
en un contexto familiar, durante la última cena? Cuando os reunís para comer y
estáis unidos entre vosotros, Cristo está cerca. Y todavía más, él es el
Emmanuel, Dios con nosotros, cuando os acercáis a la mesa eucarística. Puede
suceder que, como en Emaús, se le reconozca solamente en la "fracción del
pan" (cf. Lc 24, 35). A veces también él está durante mucho tiempo ante la
puerta y llama, esperando que la puerta se abra para poder entrar y cenar con
nosotros (cf. Ap 3, 20). Su última cena y sus palabras pronunciadas entonces
conservan toda la fuerza y la sabiduría del sacrificio de la cruz. No existe otra
fuerza ni otra sabiduría por medio de las cuales podamos salvarnos y podamos
contribuir a salvar a los demás. No hay otra fuerza ni otra sabiduría mediante
las cuales vosotros, padres, podáis educar a vuestros hijos y también a
vosotros mismos. La fuerza educativa de la Eucaristía se ha consolidado a través
de las generaciones y de los siglos. El buen Pastor está con nosotros en todas partes. Igual que
estaba en Caná de Galilea, como Esposo entre los esposos que se entregaban recíprocamente
para toda la vida, el buen Pastor está hoy con vosotros como motivo de
esperanza, fuerza de los corazones, fuente de entusiasmo siempre nuevo y signo
de la victoria de la "civilización del amor". Jesús, el buen Pastor,
nos repite: No tengáis miedo. Yo estoy con vosotros. "Estoy con vosotros
todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). ¿De dónde viene tanta
fuerza? ?De dónde procede la certeza de que tú, Hijo de Dios, estás con
nosotros, aunque te hayan matado y hayas muerto como todo ser humano¿ ¿De dónde
viene esta certeza? Dice el evangelista: "Los amó hasta el extremo"
(Jn 13, 1). Por esto, tú nos amas, tú que eres el primero y el último, el que
vive; tú que estuviste muerto, pero ahora estás vivo para siempre (cf. Ap 1,
17-18). El gran misterio 19. San Pablo sintetiza el tema de la vida familiar con la
expresión: "gran misterio" (cf. Ef 5, 32). Lo que escribe en la carta
a los Efesios sobre el "gran misterio", aunque está basado en el
libro del Génesis y en toda la tradición del Antiguo Testamento, presenta, sin
embargo, un planteamiento nuevo, que se desarrollará posteriormente en el
magisterio de la Iglesia. La Iglesia profesa que el matrimonio, como sacramento de la
alianza de los esposos, es un "gran misterio", ya que en él se manifiesta
el amor esponsal de Cristo por su Iglesia. Dice san Pablo: "Maridos, amad
a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por
ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de
la palabra" (Ef 5, 25-26). El Apóstol se refiere aquí al bautismo, del
cual trata ampliamente en la carta a los Romanos, presentándolo como
participación en la muerte de Cristo para compartir su vida (cf. Rm 6, 3-4). En
este sacramento el creyente nace como hombre nuevo, pues el bautismo tiene el
poder de transmitir una vida nueva, la vida misma de Dios. El misterio de
Dios-hombre se compendia, en cierto modo, en el acontecimiento bautismal:
"Jesucristo nuestro Señor, Hijo de Dios —dirá más tarde san Ireneo, y con él
varios Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente— se hizo hijo del hombre
para que el hombre pudiera llegar a ser hijo de Dios"44. El Esposo es, pues, el mismo Dios que se hizo hombre. En la
antigua alianza, el Señor se presenta como el esposo de Israel, pueblo elegido:
un esposo tierno y exigente, celoso y fiel. Todas las traiciones, deserciones e
idolatrías de Israel, descritas de modo dramático y sugestivo por los profetas,
no logran apagar el amor con que el Dios-esposo "ama hasta el
extremo" (cf. Jn 13, 1). Cristo, en la nueva alianza, consolida y lleva a cabo la comunión
esponsal entre Dios y su pueblo. Cristo mismo nos asegura que el Esposo está
con nosotros (cf. Mt 9, 15). Está con todos nosotros y está con la Iglesia. La
Iglesia se convierte en esposa: esposa de Cristo. Esta esposa, de la que habla
la carta a los Efesios, se hace presente en cada bautizado y es como una
persona que se ofrece a la mirada de su esposo: "Amó a la Iglesia y se
entregó a sí mismo por ella, para... presentársela resplandeciente a sí mismo;
sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e
inmaculada" (Ef 5, 25-27). El amor, con que el esposo "amó hasta el
extremo" a la Iglesia, hace que ella se renueve siempre y sea santa en sus
santos, aunque no deja de ser una Iglesia de pecadores. Incluso los pecadores,
"los publicanos y las prostitutas", están llamados a la santidad,
como afirma Cristo mismo en el evangelio (cf. Mt 21, 31). Todos están llamados
a ser Iglesia gloriosa, santa e inmaculada. "Sed santos —dice el Señor—
pues yo soy santo" (Lv 11, 44; cf. 1 P 1, 16). Ésta es la más alta dimensión del "gran misterio", el
significado interior del don sacramental en la Iglesia, el significado más
profundo del bautismo y de la Eucaristía. Son los frutos del amor con que el
Esposo ha amado hasta el extremo; amor que se difunde constantemente,
concediendo a los hombres una creciente participación en la vida divina. San Pablo, después de decir: "Maridos, amad a vuestras mujeres"
(Ef 5, 25), con mayor fuerza aún añade a continuación: "Así deben amar los
maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama
a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la
alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos
miembros de su Cuerpo" (Ef 5, 28-30). Y exhorta a los esposos: "Sed
sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo" (Ef 5, 21). Éste es ciertamente un nuevo modo de presentar la verdad eterna
sobre el matrimonio y la familia a la luz de la nueva alianza. Cristo la reveló
en el evangelio, con su presencia en Caná de Galilea, con el sacrificio de la
cruz y los sacramentos de su Iglesia. Así, los esposos tienen en Cristo un
punto de referencia para su amor esponsal. Al hablar de Cristo esposo de la
Iglesia, san Pablo se refiere de modo análogo al amor esponsal y alude al libro
del Génesis: "Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá
a su mujer, y se harán una sola carne" (Gn 2, 24). Éste es el "gran
misterio" del amor eterno ya presente antes en la creación, revelado en
Cristo y confiado a la Iglesia. "Gran misterio es éste —repite el Apóstol—,
lo digo respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5, 32). No se puede, pues,
comprender a la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, como signo de la alianza
del hombre con Dios en Cristo, como sacramento universal de salvación, sin
hacer referencia al "gran misterio", unido a la creación del hombre
varón y mujer, y a su vocación para el amor conyugal, a la paternidad y a la
maternidad. No existe el "gran misterio", que es la Iglesia y la
humanidad en Cristo, sin el "gran misterio" expresado en el ser
"una sola carne" (cf. Gn 2, 24; Ef 5, 31-32), es decir, en la
realidad del matrimonio y de la familia. La familia misma es el gran misterio de Dios. Como "iglesia
doméstica", es la esposa de Cristo. La Iglesia universal, y dentro de ella
cada Iglesia particular, se manifiesta más inmediatamente como esposa de Cristo
en la "iglesia doméstica" y en el amor que se vive en ella: amor
conyugal, amor paterno y materno, amor fraterno, amor de una comunidad de
personas y de generaciones. ¿Acaso se puede imaginar el amor humano sin el
esposo y sin el amor con que él amó primero hasta el extremo? Sólo si
participan en este amor y en este "gran misterio" los esposos pueden
amar "hasta el extremo": o se hacen partícipes del mismo, o bien no
conocen verdaderamente lo que es el amor y la radicalidad de sus exigencias.
Esto constituye indudablemente un grave peligro para ellos. La enseñanza de la carta a los Efesios asombra por su
profundidad y su fuerza ética. Mostrando el matrimonio, e indirectamente la
familia, como el "gran misterio" referido a Cristo y a la Iglesia, el
apóstol Pablo puede repetir una vez más lo que había dicho previamente a los
maridos: "¡Que cada uno ame a su mujer como a sí mismo!" Y añade
después: "¡Y la mujer, que respete al marido!" (Ef 5, 33). Respetuosa
porque ama y sabe que es amada. En virtud de este amor los esposos se
convierten en don recíproco. El amor incluye el reconocimiento de la dignidad
personal del otro y de su irrepetible unicidad; en efecto, cada uno de ellos,
como ser humano, ha sido elegido por sí mismo45, por parte de Dios,
entre todas las criaturas de la tierra; sin embargo, cada uno, mediante un acto
consciente y responsable, hace libremente una entrega de sí mismo al otro y a
los hijos recibidos del Señor. San Pablo prosigue su exhortación refiriéndose
significativamente al cuarto mandamiento: "Hijos, obedeced a vuestros
padres en el Señor; porque esto es justo. "Honra a tu padre y a tu
madre", tal es el primer mandamiento que lleva consigo una promesa:
"Para que seas feliz y se prolongue tu vida sobre la tierra". Padres,
no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción
y la corrección según el Señor" (Ef 6, 1-4). El Apóstol ve, pues, en el
cuarto mandamiento el compromiso implícito del respeto recíproco entre marido y
mujer, entre padres e hijos, reconociendo así en ello el principio de la cohesión
familiar. La admirable síntesis paulina a propósito del "gran
misterio" se presenta como el resumen, la suma, en cierto sentido, de la
enseñanza sobre Dios y sobre el hombre, llevada a cabo por Cristo. Por
desgracia el pensamiento occidental, con el desarrollo del racionalismo
moderno, se ha ido alejando de esta enseñanza. El filósofo que formuló el
principio "Cogito, ergo sum": "Pienso, luego existo", ha
marcado también la moderna concepción del hombre con el carácter dualista que
la distingue. Es propio del racionalismo contraponer de modo radical en el
hombre el espíritu al cuerpo y el cuerpo al espíritu. En cambio, el hombre es
persona en la unidad de cuerpo y espíritu46. El cuerpo nunca puede
reducirse a pura materia: es un cuerpo "espiritualizado", así como el
espíritu está tan profundamente unido al cuerpo que se puede definir como un
espíritu "corporeizado". La fuente más rica para el conocimiento del
cuerpo es el Verbo hecho carne. Cristo revela el hombre al hombre 47.
Esta afirmación del concilio Vaticano II es, en cierto sentido, la respuesta,
esperada desde hacía mucho tiempo, que la Iglesia ha dado al racionalismo
moderno. Esta respuesta tiene una importancia fundamental para comprender
la familia, especialmente en la perspectiva de la civilización actual, que,
como se ha dicho, parece haber renunciado en tantos casos a ser una
"civilización del amor". En la era moderna se ha progresado mucho en
el conocimiento del mundo material y también de la psicología humana, pero
respecto a su dimensión más íntima, la dimensión metafísica, el hombre de hoy
es en gran parte un ser desconocido para sí mismo; por ello, podemos decir
también que la familia es una realidad desconocida. Esto sucede cuando se aleja
de aquel "gran misterio" del que habla el Apóstol. La separación entre espíritu y cuerpo en el hombre ha tenido
como consecuencia que se consolide la tendencia a tratar el cuerpo humano no
según las categorías de su específica semejanza con Dios, sino según las de su
semejanza con los demás cuerpos del mundo creado, utilizados por el hombre como
instrumentos de su actividad para la producción de bienes de consumo. Pero
todos pueden comprender inmediatamente cómo la aplicación de tales criterios al
hombre conlleva enormes peligros. Cuando el cuerpo humano, considerado
independientemente del espíritu y del pensamiento, es utilizado como un
material al igual que el de los animales —esto sucede, por ejemplo, en las
manipulaciones de embriones y fetos—, se camina inevitablemente hacia una
terrible derrota ética. En semejante perspectiva antropológica, la familia humana vive
la experiencia de un nuevo maniqueísmo, en el cual el cuerpo y el espíritu son
contrapuestos radicalmente entre sí: ni el cuerpo vive del espíritu, ni el espíritu
vivifica el cuerpo. Así el hombre deja de vivir como persona y sujeto. No
obstante las intenciones y declaraciones contrarias, se convierte
exclusivamente en objeto. De este modo, por ejemplo, dicha civilización
neomaniquea lleva a considerar la sexualidad humana más como terreno de
manipulación y explotación, que como la realidad de aquel asombro originario
que, en la mañana de la creación, movió a Adán a exclamar ante Eva: "Es
hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn 2, 23). Es el asombro que
reflejan las palabras del Cantar de los cantares: "Me robaste el corazón,
hermana mía, novia, me robaste el corazón con una mirada tuya" (Ct 4, 9). ¡Qué
lejos están, ciertas concepciones modernas de comprender profundamente la
masculinidad y la femineidad presentadas por la Revelación divina! Ésta nos
lleva a descubrir en la sexualidad humana una riqueza de la persona, que
encuentra su verdadera valoración en la familia y expresa también su vocación
profunda en la virginidad y en el celibato por el reino de Dios. El racionalismo moderno no soporta el misterio. No acepta el
misterio del hombre, varón y mujer, ni quiere reconocer que la verdad plena
sobre el hombre ha sido revelada en Jesucristo. Concretamente, no tolera el
"gran misterio", anunciado en la carta a los Efesios, y lo combate de
modo radical. Si, en un contexto de vago deísmo, descubre la posibilidad y
hasta la necesidad de un Ser supremo divino, rechaza firmemente la noción de un
Dios que se hace hombre para salvar al hombre. Para el racionalismo es
impensable que Dios sea el Redentor, y menos que sea "el Esposo",
fuente originaria y única del amor esponsal humano. El racionalismo interpreta
la creación y el significado de la existencia humana de manera radicalmente
diversa; pero si el hombre pierde la perspectiva de un Dios que lo ama y,
mediante Cristo, lo llama a vivir en él y con él; si a la familia no se le da
la posibilidad de participar en el "gran misterio", ¿qué queda sino
la sola dimensión temporal de la vida? Queda la vida temporal como terreno de
lucha por la existencia, de búsqueda afanosa de la ganancia, la económica ante
todo. El "gran misterio", el sacramento del amor y de la
vida, que tiene su inicio en la creación y en la redención, y del cual
esgarante Cristo-esposo, ha perdido en la mentalidad moderna sus raíces más
profundas. Está amenazado en nosotros y a nuestro alrededor. Que el Año de la
familia, celebrado en la Iglesia, se convierta para los esposos en una ocasión
propicia para descubrirlo y afirmarlo con fuerza, valentía y entusiasmo. La Madre del amor hermoso 20. La historia del "amor hermoso" comienza en la
Anunciación, con aquellas admirables palabras que el ángel dirigió a María,
llamada a ser la Madre del Hijo de Dios. De este modo, Aquel que es "Dios
de Dios y Luz de Luz" se convierte en Hijo del hombre; María es su Madre,
sin dejar de ser la Virgen que "no conoce varón" (cf. Lc 1, 34). Como
Madre-Virgen, María se convierte enMadre del amor hermoso. Esta verdad está ya
revelada en las palabras del arcángel Gabriel, pero su pleno significado será
confirmado y profundizado a medida que María siga al Hijo en la peregrinación
de la fe 48. La "Madre del amor hermoso" fue acogida por aquel que,
según la tradición de Israel, ya era su esposo terrenal, José, de la estirpe de
David. Él habría tenido derecho a considerar a la novia como su mujer y madre
de sus hijos. Sin embargo, Dios interviene en esta alianza esponsal con su
iniciativa: "José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer
porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo" (Mt 1, 20). José es
consciente, ve con sus propios ojos que en María se ha concebido una nueva vida
que no proviene de él y por tanto, como hombre justo, observante de la ley
antigua, que en su caso imponía la obligación de divorcio, quiere disolver de
manera caritativa su matrimonio (cf. Mt 1, 19). El ángel del Señor le hace
saber que esto no estaría de acuerdo con su vocación, más aún, que sería
contrario al amor esponsal que lo une a María. Este amor esponsal recíproco,
para que sea plenamente el "amor hermoso", exige que José acoja a María
y a su Hijo bajo el techo de su casa, en Nazaret. José obedece el mensaje
divino y actúa según lo que le ha sido mandado (cf. Mt 1, 24). También gracias
a José el misterio de la Encarnación y, junto con él, el misterio de la Sagrada
Familia, se inscribe profundamente en el amor esponsal del hombre y de la mujer
e indirectamente en la genealogía de cada familia humana. Lo que Pablo llamará
el "gran misterio" encuentra en la Sagrada Familia su expresión más
alta. La familia se sitúa así verdaderamente en el centro de la nueva alianza. Se puede decir también que la historia del "amor
hermoso" comenzó, en cierto modo, con la primera pareja humana, Adán y
Eva. La tentación en la que cayeron y el consiguiente pecado original no los
privó completamente de la capacidad del "amor hermoso". Esto se
comprende leyendo, por ejemplo, en el libro de Tobías, que los esposos Tobías y
Sara, al explicar el significado de su unión, se refieren a los primeros padres
Adán y Eva (cf. Tb 8, 6). En la nueva alianza, lo atestigua también san Pablo
hablando de Cristo como nuevo Adán (cf. 1 Co 15, 45): Cristo no viene a
condenar al primer Adán y a la primera Eva, sino a redimirlos; viene a renovar
lo que es don de Dios en el hombre, cuanto hay en él de eternamente bueno y
bello, y que constituye el substrato del amor hermoso. La historia del
"amor hermoso" es, en cierto sentido, la historia de la salvación del
hombre. El "amor hermoso" comienza siempre con la
automanifestación de la persona. En la creación Eva se manifiesta a Adán; a lo
largo de la historia las esposas se manifiestan a sus esposos, las nuevas
parejas humanas se dicen recíprocamente: "Caminaremos juntos en la
vida". Así comienza la familia como unión de los dos y, en virtud del
sacramento, como nueva comunidad en Cristo. El amor, para que sea realmente
hermoso, debe ser don de Dios, derramado por el Espíritu Santo en los corazones
humanos y alimentado continuamente en ellos (cf. Rm 5, 5). Bien consciente de
esto, la Iglesia pide en el sacramento del matrimonio al Espíritu Santo que
visite los corazones humanos. Para que el "amor hermoso" sea
verdaderamente así, es decir, don de la persona a la persona, debe provenir de
Aquél que es Don y fuente de todo don. Así sucede en el evangelio respecto a María y José, los cuales,
en el umbral de la nueva alianza, viven la experiencia del "amor
hermoso" descrito en el Cantar de los cantares. José piensa y dice de María:
"Hermana mía, novia" (Ct 4, 9). María, Madre de Dios, concibe por
obra del Espíritu Santo, del cual proviene el "amor hermoso", que el
evangelio sitúa delicadamente en el contexto del "gran misterio". Cuando hablamos del "amor hermoso", hablamos, por
tanto, de labelleza: belleza del amor y belleza del ser humano que, gracias al
Espíritu Santo, es capaz de este amor. Hablamos de la belleza del hombre y de
la mujer: de su belleza como hermanos y hermanas, como novios, como esposos. El
evangelio ilumina no sólo el misterio del "amor hermoso", sino también
el no menos profundo de la belleza, que procede de Dios como el amor. El hombre
y la mujer, personas llamadas a ser un don recíproco, provienen de Dios. Del
don originario del Espíritu Santo, "que da la vida", brota el don
mutuo de ser marido o mujer, así como el don de ser hermano o hermana. Todo esto se verifica en el misterio de la Encarnación, que ha
llegado a ser, en la historia de los hombres, fuente de una belleza nueva que
ha inspirado innumerables obras maestras de arte. Después de la severa
prohibición de representar al Dios invisible con imágenes (cf. Dt 4, 15-20), la
época cristiana, por el contrario, ha ofrecido la representación artística de
Dios hecho hombre, de su madre María y de José, de los santos de la antigua y
la nueva alianza, y, en general, de toda la creación redimida por Cristo,
inaugurando de este modo una nueva relación con el mundo de la cultura y del
arte. Se podría decir que el nuevo canon del arte, atento a la dimensión
profunda del hombre y de su futuro, arranca del misterio de la encarnación de
Cristo, inspirándose en los misterios de su vida: el nacimiento en Belén, la
vida oculta en Nazaret, la misión pública, el Calvario, la resurrección y su
ascensión a los cielos. La Iglesia es consciente de que su presencia en el
mundo contemporáneo y, en particular, su aportación y apoyo a la valoración de
la dignidad del matrimonio y de la familia, están unidos profundamente al
desarrollo de la cultura; de ello se preocupa con razón. Precisamente por esto la Iglesia sigue con solícita atención las
orientaciones de los medios de comunicación social, cuya misión es formar, además
de informar, al gran público49. Conociendo bien la amplia y profunda
incidencia de tales medios, la Iglesia no se cansa de poner en guardia a los
operadores de la comunicación de los peligros de manipulación de la verdad. En
efecto, ¿qué verdad puede haber en las películas, en los espectáculos, en los
programas radiotelevisivos en los que dominan la pornografía y la violencia? ¿Es
éste un buen servicio a la verdad sobre el hombre? Son interrogantes que no
pueden eludir los operadores de esos instrumentos y los diversos responsables
de la elaboración y comercialización de sus productos. Gracias a esta reflexión crítica, nuestra civilización, aun
teniendo tantos aspectos positivos a nivel material y cultural, debería darse
cuenta de que, desde diversos puntos de vista, es una civilización enferma, que
produce profundas alteraciones en el hombre. ¿Por qué sucede esto? La razón está
en el hecho de que nuestra sociedad se ha alejado de la plena verdad sobre el
hombre, de la verdad sobre lo que el hombre y la mujer son como personas. Por
consiguiente, no sabe comprender adecuadamente lo que son verdaderamente la
entrega de las personas en el matrimonio, el amor responsable al servicio de la
paternidad y la maternidad, la auténtica grandeza de la generación y la educación.
Entonces, ¿es exagerado afirmar que los medios de comunicación social, si no
están orientados según sanos principios éticos, no sirven a la verdad en su
dimensión esencial? Éste es, pues, el drama: los instrumentos modernos de comunicación
social están sujetos a la tentación de manipular el mensaje, falseando la
verdad sobre el hombre. El ser humano no es el que presenta la publicidad y los
medios modernos de comunicación social. Es mucho más, como unidad psicofísica,
como unidad de alma y cuerpo, como persona. Es mucho más por su vocación al
amor, que lo introduce como varón y mujer en la dimensión del "gran
misterio". María entró la primera en esta dimensión, e introdujo también a
su esposo José. Ellos se convirtieron así en los primeros modelos de aquel amor
hermoso que la Iglesia no cesa de implorar para la juventud, para los esposos y
las familias. ¡Y cuántos de ellos se unen con fervor a esta oración¡ ¿Cómo no
pensar en la multitud de peregrinos, ancianos y jóvenes, que acuden a los
santuarios marianos y fijan la mirada en el rostro de la Madre de Dios, en el
rostro de la Sagrada Familia, en los cuales se refleja toda la belleza del amor
dado por Dios al hombre? En el Sermón de la montaña, refiriéndose al sexto mandamiento,
Cristo proclama: "Habéis oído que sedijo: No cometerás adulterio. Pues yo
os digo: Todo el que mira a una mujer, deseándola, ya cometió adulterio con
ella en su corazón" (Mt 5, 27-28). Con relación al Decálogo, que tiende a
defender la tradicional solidez del matrimonio y de la familia, estas palabras
muestran un gran progreso. Jesús va al origen del pecado de adulterio, el cual
está en la intimidad del hombre y se manifiesta en un modo de mirar y pensar
que está dominado por la concupiscencia. Mediante ésta el hombre tiende a
apoderarse de otro ser humano, que no es suyo, sino que pertenece a Dios. A la
vez que se dirige a sus contemporáneos, Cristo habla a los hombres de todos los
tiempos y de todas las generaciones; en particular, habla a nuestra generación,
que vive bajo el signo de una civilización consumista y hedonista. ¿Por qué Cristo, en el Sermón de la montaña, habla de manera tan
fuerte y exigente? La respuesta es muy clara: Cristo quiere garantizar la
santidad del matrimonio y de la familia, quiere defender la plena verdad sobre
la persona humana y su dignidad. Es solamente a la luz de esta verdad como la familia puede
llegar a ser verdaderamente la gran "revelación", el primer
descubrimiento del otro: el descubrimiento recíproco de los esposos y, después,
de cada hijo o hija que nace de ellos. Lo que los esposos se prometen recíprocamente,
es decir, ser "siempre fieles en las alegrías y en las penas, y amarse y
respetarse todos los días de la vida", sólo es posible en la dimensión del
"amor hermoso". El hombre de hoy no puede aprender esto de los
contenidos de la moderna cultura de masas. El "amor hermoso" se
aprende sobre todo rezando. En efecto, la oración comporta siempre, para usar
una expresión de san Pablo, una especie de escondimiento con Cristo en Dios:
"vuestra vida está oculta con Cristo en Dios" (Col 3, 3). Sólo en
semejante escondimiento actúa el Espíritu Santo, fuente del "amor
hermoso". Él derrama ese amor no sólo en el corazón de María y de José,
sino también en el corazón de los esposos, dispuestos a escuchar la palabra de
Dios y a custodiarla (cf. Lc 8, 15). El futuro de cada núcleo familiar depende
de este "amor hermoso": amor recíproco de los esposos, de los padres
y de los hijos, amor de todas las generaciones. El amor es la verdadera fuente
de unidad y fuerza de la familia. El nacimiento y el peligro 21. La breve narración de la infancia de Jesús nos refiere casi
simultáneamente, de manera muy significativa, el nacimiento y el peligro que
hubo de afrontar enseguida. Lucas relata las palabras proféticas pronunciadas
por el anciano Simeón cuando el Niño fue presentado al Señor en el templo,
cuarenta días después de su nacimiento. Simeón habla de "luz" y de
"signo de contradicción"; después predice a María: "A ti misma
una espada te atravesará el alma" (cf. Lc 2, 32-35). Sin embargo, Mateo se
refiere a las asechanzas tramadas contra Jesús por Herodes: informado por los
Magos, que habían ido de Oriente para ver al nuevo rey que debía nacer (cf. Mt
2, 2), se siente amenazado en su poder y, después de marchar ellos, ordena
matar a todos los niños menores de dos años de Belén y alrededores. Jesús
escapa de las manos de Herodes gracias a una particular intervención divina y a
la solicitud paterna de José, que lo lleva junto con su Madre a Egipto, donde
se quedarán hasta la muerte de Herodes. Después regresan a Nazaret, su ciudad
natal, donde la Sagrada Familia inicia el largo período de una existencia
escondida, que se desarrolla en el cumplimiento fiel y generoso de los deberes
cotidianos (cf. Mt 2, 1-23; Lc 2, 39-52). Reviste una elocuencia profética el hecho de que Jesús, desde su
nacimiento, se encontrara ante amenazas y peligros. Ya desde niño es
"signo de contradicción". Elocuencia profética presenta, además, el
drama de los niños inocentes de Belén, matados por orden de Herodes y, según la
antigua liturgia de la Iglesia, partícipes del nacimiento y de la pasión
redentora de Cristo"50. Mediante su "pasión",
completan "lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su
Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). En los evangelios de la infancia, el anuncio de la vida, que se
hace de modo admirable con el nacimiento del Redentor, se contrapone
fuertemente a la amenaza a la vida, una vida que abarca enteramente el misterio
de la Encarnación y de la realidad divino-humana de Cristo. El Verbo se hizo
carne (cf. Jn 1, 14), Dios se hizo hombre. A este sublime misterio se referían
frecuentemente los Padres de la Iglesia: "Dios se hizo hombre, para que el
hombre, en él y por medio de él, llegara a ser Dios"51. Esta
verdad de la fe es a la vez la verdad sobre el ser humano. Muestra la gravedad
de todo atentado contra la vida del niño en el seno de la madre. Aquí,
precisamente aquí, nos encontramos en las antípodas del "amor
hermoso". Pensando exclusivamente en la satisfacción, se puede llegar
incluso a matar el amor, matando su fruto. Para la cultura de la satisfacción
el "fruto bendito de tu seno" (Lc 1, 42) llega a ser, en cierto modo,
un "fruto maldito". ¿Cómo no recordar, a este respecto, las desviaciones que el
llamado estado de derecho ha sufrido en numerosos países? Unívoca y categórica
es la ley de Dios respecto a la vida humana. Dios manda: "No matarás"
(Ex 20, 13). Por tanto, ningún legislador humano puede afirmar: te es lícito
matar, tienes derecho a matar, deberías matar. Desgraciadamente, esto ha
sucedido en la historia de nuestro siglo, cuando han llegado al poder, de manera
incluso democrática, fuerzas políticas que han emanado leyes contrarias al
derecho de todo hombre a la vida, en nombre de presuntas y aberrantes razones
eugenésicas, étnicas o parecidas. Un fenómeno no menos grave, incluso porque
consigue vasta conformidad o consentimiento de opinión pública, es el de las
legislaciones que no respetan el derecho a la vida desde su concepción. ¿Cómo
se podrían aceptar moralmente unas leyes que permiten matar al ser humano aún
no nacido, pero que ya vive en el seno materno? El derecho a la vida se
convierte, de esta manera, en decisión exclusiva de los adultos, que se
aprovechan de los mismos parlamentos para realizar los propios proyectos y
buscar sus propios intereses. Nos encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo
la de cada individuo, sino también la de toda la civilización. La afirmación de
que esta civilización se ha convertido, bajo algunos aspectos, en
"civilización de la muerte" recibe una preocupante confirmación. ¿No
es quizás un acontecimiento profético el hecho de que el nacimiento de Cristo
haya estado acompañado del peligro por su existencia? Sí, también la vida de
Aquel que al mismo tiempo es Hijo del hombre e Hijo de Dios estuvo amenazada,
estuvo en peligro desde el principio, y sólo de milagro evitó la muerte. Sin embargo, en los últimos decenios se notan algunos síntomas
confortadores de un despertar de las conciencias, que afecta tanto al mundo del
pensamiento como a la misma opinión pública. Crece, especialmente entre los jóvenes,
una nueva conciencia de respeto a la vida desde su concepción; se difunden los
movimientos Pro vida. Es un signo de esperanza para el futuro de la familia y
de toda la humanidad. "... me habéis recibido"
22. ¡Esposos y familias de todo el mundo: el Esposo está con
vosotros! El Papa desea deciros esto, ante todo, en el año que las Naciones
Unidas y la Iglesia dedican a la familia. "Tanto amó Dios al mundo que dio
a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga
vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3, 16-17); "lo nacido de
la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu... Tenéis que nacer de
lo alto" (Jn 3, 6-7). Debéis nacer "de agua y de Espíritu" (Jn
3, 5). Precisamente vosotros, queridos padres y madres, sois los primeros
testigos y ministros de este nuevo nacimiento del Espíritu Santo. Vosotros, que
engendráis a vuestros hijos para la patria terrena, no olvidéis que al mismo
tiempo los engendráis para Dios. Dios desea su nacimiento del Espíritu Santo;
los quiere como hijos adoptivos en el Hijo unigénito que les da "poder de
hacerse hijos de Dios" (Jn 1, 12). La obra de la salvación perdura en el
mundo y se realiza mediante la Iglesia. Todo esto es obra del Hijo de Dios, el
Esposo divino, que nos ha transmitido el reino del Padre y nos recuerda a
nosotros, sus discípulos: "El reino de Dios ya está entre vosotros"
(Lc 17, 21). Nuestra fe nos enseña que Jesucristo, que "está sentado a
la derecha del Padre", vendrá para juzgar a vivos y muertos. Por otra
parte, el evangelista Juan afirma que él fue enviado al mundo no "para
juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3, 17). Por
tanto, ¿en qué consiste el juicio? Cristo mismo da la respuesta: El juicio
"está en que vino la luz al mundo... El que obra la verdad, va a la luz,
para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios" (Jn 3,
19. 21). Esto también lo ha recordado recientemente la encíclica Veritatis
splendor 52. ¿Cristo es, pues, juez? Tus propios actos te juzgarán a
la luz de la verdad que tú conoces. Lo que juzgará a los padres y madres, a los
hijos e hijas, serán sus obras. Cada uno de nosotros será juzgado sobre los
mandamientos; también sobre los que hemos recordado en esta carta: cuarto,
quinto, sexto y noveno. Sin embargo, cada uno será juzgado ante todo sobre el
amor, que es el sentido y la síntesis de los mandamientos. "A la tarde te examinarán
en el amor", escribió san Juan de la Cruz53. Cristo, redentor y
esposo de la humanidad, "para esto ha nacido y para esto ha venido al
mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha
su voz" (cf. Jn 18, 37). Él será el juez, pero del modo que él mismo ha
indicado hablando del juicio final (cf. Mt 25, 31-46). El suyo será un juicio
sobre el amor, un juicio que confirmará definitivamente la verdad de que el
Esposo estaba con nosotros, sin que nosotros, quizás, lo supiéramos. El juez es el Esposo de la Iglesia y de la humanidad. Por esto
juzga diciendo: "Venid, benditos de mi Padre... Porque tuve hambre, y me
disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me
acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis" (Mt 25, 34-36). Naturalmente
esta relación podría alargarse y en ella podrían aparecer una infinidad de
problemas, que afectan también a la vida conyugal y familiar. Podríamos
encontrarnos también expresiones como éstas: "Fui niño todavía no nacido y
me acogisteis, permitiéndome nacer; fui niño abandonado y fuisteis para mí una
familia; fui niño huérfano y me habéis adoptado y educado como a un hijo
vuestro". Y también: "Ayudasteis a las madres que dudaban, o que
estaban sometidas a fuertes presiones, para que aceptaran a su hijo no nacido y
le hicieran nacer; ayudasteis a familias numerosas, familias en dificultad para
mantener y educar a los hijos que Dios les había dado". Y podríamos
continuar con una relación larga y diferenciada, que comprende todo tipo de
verdadero bien moral y humano, en el cual se manifiesta el amor. Ésta es la
gran mies que el Redentor del mundo, a quien el Padre ha confiado el juicio,
vendrá a cosechar: es la mies de gracias y obras buenas, madurada bajo el soplo
del Esposo en el Espíritu Santo, que nunca cesa de actuar en el mundo y en la
Iglesia. Demos gracias por esto al Dador de todo bien. Sabemos, sin embargo, que en la sentencia final, referida por el
evangelista Mateo, hay otra relación, grave y aterradora: "Apartaos de mí...
Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de
beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me
vestisteis" (Mt 25, 41-43). Y en esta relación se pueden encontrar también
otros comportamientos, en los que Jesús se presenta también como el hombre
rechazado. Así, él se identifica con la mujer o el marido abandonado, con el niño
concebido y rechazado: "¡No me habéis recibido!" Este juicio pasa
también a través de la historia de nuestras familias y de la historia de las
naciones y de la humanidad. El "no me habéis recibido" de Cristo
implica también a instituciones sociales, gobiernos y organizaciones
internacionales. Pascal escribió que "Jesús estará en agonía hasta el fin
del mundo"54. La agonía de Getsemaní y la agonía del Gólgota
son el culmen de la manifestación del amor. En una y otra se manifiesta el
Esposo que está con nosotros, que ama siempre de nuevo, que "ama hasta el
extremo" (cf. Jn 13, 1). El amor que hay en él y que de él va más allá de
los confines de las historias personales o familiares, sobrepasa los confines
de la historia de la humanidad. Al final de estas reflexiones, queridos hermanos y hermanas,
pensando en lo que, durante este Año de la familia, se proclamará desde
diversas tribunas, quisiera renovar con vosotros la confesión hecha por Pedro a
Cristo: "Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Digamos
juntos: ¡Tus palabras, Señor, no pasarán! (cf. Mc 13, 31). ¿Qué puede desearos
el Papa al final de esta larga meditación sobre el Año de la familia? Desea que
todos os veáis reflejados en estas palabras, que "son espíritu y son
vida" (Jn 6, 63). Fortalecidos en el hombre interior
23. Doblo mis rodillas ante el Padre del cual toma nombre toda
paternidad y maternidad "para que os conceda... que seáis fortalecidos por
la acción de su Espíritu en el hombre interior" (Ef 3, 16). Recuerdo
gustoso estas palabras del Apóstol, a las que me he referido en la primera
parte de la presente carta. Son, en cierto modo, palabras-clave. La familia, la
paternidad y la maternidad caminan juntas, al mismo paso. A su vez, la familia
es el primer ambiente humano en el cual se forma el "hombre interior"
del que habla el Apóstol. La consolidación de su fuerza es don del Padre y del
Hijo en el Espíritu Santo. El Año de la familia pone ante nosotros y ante la Iglesia un
cometido enorme, no distinto del que concierne a la familia cada año y cada día,
pero que en el contexto de este año adquiere particular significado e
importancia. Hemos iniciado el Año de la familia en Nazaret, en la solemnidad
de la Sagrada Familia; a lo largo de este año deseamos peregrinar a ese lugar
de gracia, que es el santuario de la Sagrada Familia en la historia de la
humanidad. Deseamos hacer esta peregrinación recuperando la conciencia del
patrimonio de verdad sobre la familia, que desde el principio constituye un
tesoro de la Iglesia. Es el tesoro que se acumula a partir de la rica tradición
de la antigua alianza, se completa en la nueva y encuentra su expresión plena y
emblemática en el misterio de la Sagrada Familia, en la cual el Esposo divino
obra la redención de todas las familias. Desde allí Jesús proclama el
"evangelio de la familia". A este tesoro de verdad acuden todas las
generaciones de los discípulos de Cristo, comenzando por los Apóstoles, de cuya
enseñanza nos hemos aprovechado abundantemente en esta carta. En nuestra época este tesoro es explorado a fondo en los
documentos del concilio Vaticano II55; interesantes análisis se han
hecho también en los numerosos discursos que Pío XII dedica a los esposos56;
en la encíclica Humanae vitae de Pablo VI; en las intervenciones durante el Sínodo
de los obispos dedicado a la familia (1980), y en la exhortación apostólica
Familiaris consortio. A estas intervenciones del Magisterio ya me he referido
al principio. Si las menciono ahora es para destacar lo extenso y rico que es
el tesoro de la verdad cristiana sobre la familia. Sin embargo, no bastan
solamente lostestimonios escritos. Mucho más importantes son los testimonios
vivos. Pablo VI observaba que, "el hombre contemporáneo escucha de más
buena gana a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros es
porque son testigos"57. Es sobre todo a los testigos a quienes,
en la Iglesia, se confía el tesoro de la familia: a los padres y madres, hijos
e hijas, que a través de la familia han encontrado el camino de su vocación
humana y cristiana, la dimensión del "hombre interior" (Ef 3, 16), de
la que habla el Apóstol, y han alcanzado así la santidad. La Sagrada Familia es
el comienzo de muchas otras familias santas. El Concilio ha recordado que la
santidad es la vocación universal de los bautizados58. En nuestra época,
como en el pasado, no faltan testigos del "evangelio de la familia",
aunque no sean conocidos o no hayan sido proclamados santos por la Iglesia. El
Año de la familia constituye la ocasión oportuna para tomar mayor conciencia de
su existencia y su gran número. A través de la familia discurre la historia del hombre, la
historia de la salvación de la humanidad. He tratado de mostrar en estas páginas
cómo la familia se encuentra en el centro de la gran lucha entre el bien y el
mal, entre la vida y la muerte, entre el amor y cuanto se opone al amor. A la
familia está confiado el cometido de luchar ante todo para liberar las fuerzas
del bien, cuya fuente se encuentra en Cristo, redentor del hombre. Es preciso
que dichas fuerzas sean tomadas como propias por cada núcleo familiar, para
que, como se dijo con ocasión del milenio del cristianismo en Polonia, la
familia sea "fuerte de Dios"59. He aquí la razón por la
cual la presente carta ha querido inspirarse en las exhortaciones apostólicas
que encontramos en los escritos de Pablo (cf. 1 Co 7, 1-40; Ef 5, 21-6, 9; Col
3, 25) y en las cartas de Pedro y de Juan (cf. 1 P 3, 1-7; Jn 2, 12-17). ¡Qué
parecidas son, aunque en un contexto histórico y cultural distinto, las
situaciones de los cristianos y de las familias de entonces y de ahora! Os hago, pues, una invitación: una invitación dirigida
especialmente a vosotros, queridos esposos y esposas, padres y madres, hijos e
hijas. Es una invitación a todas las Iglesias particulares, para que permanezcan
unidas en la enseñanza de la verdad apostólica; a los hermanos en el
episcopado, a los presbíteros, a los institutos religiosos y personas
consagradas, a los movimientos y asociaciones de fieles laicos; a los hermanos
y hermanas, a los que nos une la fe común en Jesucristo, aunque no vivamos aún
la plena comunión querida por el Salvador 60; a todos aquellos que,
participando en la fe de Abraham, pertenecen como nosotros a la gran comunidad
de los creyentes en un único Dios61; a aquellos que son herederos de
otras tradiciones espirituales y religiosas; a todos los hombres y mujeres de
buena voluntad. ¡Que Cristo, que es el mismo "ayer, hoy y siempre"
(cf. Hb 13, 8), esté con nosotros mientras doblamos las rodillas ante el Padre,
de quien procede toda paternidad y maternidad y toda familia humana (cf. Ef 3,
14-15) y, con las mismas palabras de la oración al Padre, que él mismo nos enseñó,
ofrezca una vez más el testimonio del amor con que nos "amó hasta el
extremo" (Jn 13, 1)! Hablo con la fuerza de su verdad al hombre de nuestro tiempo,
para que comprenda qué grandes bienes son el matrimonio, la familia y la vida;
y qué gran peligro constituye el no respetar estas realidades y una menor
consideración de los valores supremos en los que se fundamentan la familia y la
dignidad del ser humano. Que el Señor Jesús nos recuerde estas cosas con la fuerza y la
sabiduría de la cruz (cf. 1 Co 1, 17-24), para que la humanidad no ceda a la
tentación del "padre de la mentira" (Jn 8, 44), que la empuja
constantemente por caminos anchos y espaciosos, aparentemente fáciles y
agradables, pero llenos realmente de asechanzas y peligros. Que se nos conceda
seguir siempre a Aquel que es "el camino, la verdad y la vida" (Jn
14, 6). Que sean éstos, queridísimos hermanos y hermanas, el compromiso
de las familias cristianas y el afán misionero de la Iglesia durante este año,
rico de singulares gracias divinas. Que la Sagrada Familia, icono y modelo de
toda familia humana, nos ayude a cada uno a caminar con el espíritu de Nazaret;
que ayude a cada núcleo familiar a profundizar su misión en la sociedad y en la
Iglesia mediante la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la fraterna
comunión de vida. ¡Que María, Madre del amor hermoso, y José, custodio del
Redentor, nos acompañen a todos con su incesante protección! Con estos sentimientos bendigo a cada familia en el nombre
de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 2 de febrero, fiesta de la
Presentación del Señor, del año 1994, décimo sexto de mi Pontificado. Notas: 1. Cf. Cart. Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de
1979), 14; AAS 71 (1979), 284-285. 2. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 1. 3-5. Ib., 22. 6. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
7. Gaudium et spes, parte II, cap. 1. 8. Rituale Romanum, Ordo celebrandi
matrimonium, n. 74, editio typica altera, 1991, p. 26. 9. Cf. Exhort. apost. Familiaris
consortio (22 de noviembre de 1981), nn. 79-84: AAS 74 (1982), 180-186. 10. Cf.
nota 8. 11. Gaudium et spes, 48. 12. Exhort. Apost. Familiaris consortio (22 de
noviembre de 1981), 69: AAS 74 (1982), 165. 13. Gaudium et spes, 24. 14. Ritual del
matrimonio, Escrutinio, n. 93 (ed. 1970). 15. Familiaris consortio, 28. 16. Cf. Pío XII, Cart. Enc. Humani generis
(12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 574. 17. Gaudium et spes, 24. 18-19. Ib.
20. Confesiones, I, 1: CCL 27, 1. 21. Gaudium et spes, 50. 22. Ritual del
matrimonio, Consentimiento, n. 94 (ed. 1970). 23. Ib. 24. S. Tomás de Aquino,
Summa Theologiae, I, q. 5, a. 4, ad 2. 25. Gaudium et spes, 24. 26. Cf. Cart.
Enc. Sollicitudo rei socialis (30 de
diciembre de 1987), 25: AAS 80 1988, 543-544. 27. Redemptor hominis, 14; cf.
Cart. Enc. Centesimus annus (1 de mayo de 1991), 53: AAS 83 (1991), 859. 28. Adversus haereses, IV, 20, 7: PG7, 1057; Sch
100/2, 648-649. 29. Centesimus annus, 39. 30. Sollicitudo rei socialis, 25. 31. Cf. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae
(25 de julio de 1968), 12: AAS 60 (1968), 488-489; Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 2366. 32. Gaudium et spes, 24. 33. Cf. Homilía en el rito de clausura del Año
Santo (25 de diciembre de 1975); AAS 68 (1976), 145. 34. Gaudium et spes, 22. 35. Cf. Ib. 47.
36. Summa Theologiae, I, q. 5, a. 4, ad 2. 37. Ib., I-II, q. 22. 38. Lumen
gentium, 11, 40, 41. 39. Ritual del matrimonio, Escrutinio, n. 93 (ed. 1970). 40.
Código de derecho canónico, can. 1055, &1; Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 1601. 41. Gaudium et spes, 74. 42. Centesimus annus, 57. 43. Cf. Cart. Enc.
Laborem exercens (14 de septiembre de 1981), 19: AAS 73 (1981), 625-629. 44.
Cf. Adversus Haereses, III, 10, 2: PG7, 873; Sch 211, 116-119; S. Atanasio, De
incarnatione Verbi, 54: PG 25, 191-192; S. Agustín, Sermo 185, 3: PL 38, 999;
Sermo 194, 3, 3: PL 38, 1016. 45. Gaudium et spes, 24. 46. "Uno
en cuerpo y alma" ("Corpore et anima unus"), como puntualiza con
una feliz expresión el Concilio: ib., 14. 47. Cf. Ib., 22. 48. Cf. Lumen gentium, 56-59. 49. Cf. Pont.
Cons. para las Comunicaciones Sociales, Inst. Past. Aetatis novae, (22 de
febrero de 1992), 7. 50. En la liturgia de la fiesta de los Santos Inocentes,
que se remonta al siglo V, la Iglesia --con palabras del poeta Prudencio
(+405)-- los recuerda como "flor de los mártires que, en el mismo amanecer
de su vida, el perseguidor de Cristo arrancó, como arranca la tormenta las
rosas apenas florecidas". 51. S. Atanasio, De incarnatione Verbi, 54: PG
25, 191-192. 52. Cf. Veritatis splendor, 84. 53. Dichos de luz y amor, 59. 54. B. Pascal, Pensées, Le mystée de Jesús, 553 (ed. Br.).
55. Cf. en particular, Gaudium et spes, 47-52. 56. Especial atención merece el
Discurso a las participantes en el Congreso de la Unión Católica Italiana de
Comadronas (29 de octubre de 1951), en Discursos y Radiomensajes, XIII,
333-353. 57. Discurso de los miembros del "Consilium de Laicis" (2 de
octubre de 1974); AAS 66 (1974), p. 568. 58. Lumen
gentium, 40. 59. Cf. Card. Stefan Wyszynski, Rodzina Bogiem silna, Homilía
pronunciada en Jasna Gora (26 de agosto de 1961). 60. Lumen gentium, 15. 61.
Cf. Ib., 16. Publicado por Human Life International - Vida Humana
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