MYSTICI CORPORIS
CHRISTI
SOBRE EL CUERPO MISTICO DE
CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII promulgada el 29 de junio
de 1943
La Doctrina sobre el Cuerpo Místico de Cristo, que es la
Iglesia[1], recibida
primeramente de labios del mismo Redentor, por la que
aparece en su propia luz el
gran beneficio (nunca suficientemente alabado) de
nuestra estrechísima unión con tan
excelsa Cabeza, es, en verdad, de tal
índole que, por su excelencia y dignidad, invita a
su contemplación a todos y
cada uno de los hombres movidos por el Espíritu divino, e
ilustrando sus
mentes los mueve en sumo grado a la ejecución de aquellas obras
saludables
que están en armonía con sus mandamientos. Hemos, pues, creído Nuestro
deber
hablaros de esta materia en la presente Carta encíclica, desenvolviendo
y
exponiendo principalmente aquellos puntos que atañen a la Iglesia
militante. A hacerlo
así Nos mueve no solamente la sublimidad de esta
doctrina, sino también las presentes
circunstancias en que la humanidad se
encuentra.
Nos proponemos, en efecto, hablar de las riquezas
encerradas en el seno de la Iglesia,
que Cristo ganó con su propia sangre[2]
y cuyos miembros se glorían de tener una
Cabeza ceñida de corona de espinas.
Lo cual ciertamente es claro testimonio de que
todo lo más glorioso y eximio
no nace sino de los dolores, y que, por lo tanto, hemos
de alegrarnos cuando
participamos de la pasión de Cristo, a fin de que nos gocemos
también con
júbilo cuando se descubra su gloria[3].
2. Ante todo, debe
advertirse que, así como el Redentor del género humano fue
vejado, calumniado
y atormentado por aquellos mismos cuya salvación había tomado
a su cargo, así
la sociedad por El fundada se parece también en esto a su Divino
Fundador.
Porque, aun cuando no negamos, antes bien lo confesamos con ánimo
agradecido
a Dios, que, incluso en esta nuestra turbulenta época, no pocos,
aunque
separados de la grey de Cristo, miran a la Iglesia como a único puerto
de salvación;
sin embargo, no ignoramos que la Iglesia de Dios no sólo es
despreciada, y soberbia y
hostilmente rechazada, por aquellos que,
menospreciando la luz de la sabiduría
cristiana, vuelven misérrimamente a las
doctrinas, costumbres e instituciones de la
antigüedad pagana, sino que
muchas veces es ignorada, despreciada y aun mirada con
cierto tedio y enojo,
hasta por muchísimos cristianos, atraídos por la falsa apariencia
de los
errores, o halagados por los alicientes y corrupte las del siglo. Hay,
pues,
motivo, Venerables Hermanos, para que Nos, por la obligación misma de
Nuestra
conciencia y asintiendo a los deseos de muchos, celebremos,
poniéndolas ante los ojos
de todos, la hermosura, alabanza y gloria de la
Madre Iglesia, a quien después de Dios
debemos todo.
Y abrigamos
la esperanza de que estas Nuestras enseñanzas y exhortaciones han de
producir
frutos muy abundantes para los fieles en los momentos actuales, pues
sabemos
cómo tantas calamidades y dolores de esta borrascosa edad que
acerbamente
atormentan a una multitud casi innumerable de hombres, si se reciben
como de
la mano de Dios con ánimo resignado y tranquilo, levantan con cierto
natural
impulso sus almas de lo terreno y deleznable a lo celestial y
eternamente duradero y
excitan en ellas una misteriosa sed de las cosas
espirituales y un intenso anhelo que,
con el estímulo del Espíritu divino,
las mueve y en cierto modo las impulsa a buscar
con más ansia el Reino de
Dios. Porque, a la verdad, cuanto más los hombres se
apartan de las vanidades
de este siglo y del desordenado amor de las cosas presentes,
tanto más aptos
se hacen ciertamente para penetrar en la luz de los misterios
sobrenaturales.
En verdad, hoy se echa de ver, quizá más claramente que nunca, la
futilidad y
la vanidad de lo terrenal, cuando se destruyen reinos y naciones, cuando
se
hunden en los vastos espacios del océano inmensos tesoros y riquezas de
toda clase,
cuando ciudades, pueblos y las fértiles tierras quedan arrasados
bajo enormes ruinas y
manchados con sangre de hermanos.
3.
Confiamos, además, que cuanto a continuación hemos de exponer acerca
del
Cuerpo místico de Jesucristo no sea desagradable ni inútil aun a aquellos
que están
fuera del seno de la Iglesia Católica. Y ello no sólo porque cada
día parece crecer su
benevolencia para con la Iglesia, sino también porque,
viendo como ven al presente
levantarse una nación contra otra nación y un
reino contra otro reino y crecer sin
medida las discordias, las envidias y
las semillas de enemistad; si vuelven sus ojos a la
Iglesia, si contemplan su
unidad recibida del Cielo -en virtud de la cual todos los
hombres de
cualquier estirpe que sean se unen con lazo fraternal a Cristo-, sin duda
se
verán obligados a admirar una sociedad donde reina caridad semejante, y
con la
inspiración y ayuda de la gracia divina se verán atraídos a participar
de la misma
unidad y caridad.
Hay también una razón peculiar, y
por cierto gratísima, por la que vino a Nuestra
mente la idea de esta
doctrina, y en grado sumo la receta. Durante el pasado año,
XXV aniversario
de Nuestra Consagración Episcopal, hemos visto con gran consuelo
algo
especial, que ha hecho resplandecer de un modo claro y significativo la imagen
del
Cuerpo místico de Cristo en todas las partes de la tierra. Hemos
observado, en efecto,
cómo, a pesar de que la larga y homicida guerra
deshacía miserablemente la fraterna
comunidad de las naciones, Nuestros hijos
en Cristo, todos y en todas partes, con una
sola voluntad y caridad
levantaban sus ánimos hacia el Padre común que, recogiendo
en sí las
preocupaciones y ansiedades de todos, guía en tan calamitosos tiempos la
nave
de la Iglesia. En lo cual ciertamente echamos de ver un testimonio no sólo de
la
admirable unidad del pueblo cristiano, sino también de cómo mientras Nos
abrazamos
con paternal corazón a todos los pueblos de cualquier estirpe,
desde todas partes los
católicos, aun de naciones que luchan entre sí, alzan
los ojos al Vicario de Jesucristo,
como a Padre amantísimo de todos, que con
absoluta imparcialidad para con los
bandos contrarios y con juicio
insobornable, remontándose por encima de las agitadas
borrascas de las
perturbaciones humanas, recomienda la verdad, la justicia y la
caridad, y las
defiende con todas sus fuerzas.
Ni ha sido menor el consuelo que
Nos ha producido el saber que espontánea y
gustosamente se había reunido la
cantidad necesaria para poder levantar en Roma un
templo dedicado a Nuestro
santísimo Antecesor y Patrono Eugenio I. Así, pues, como
con la erección de
este templo, debida a la voluntad y ofertas de todos los fieles, se ha
de
perpetuar la memoria de este faustísimo acontecimiento, así deseamos que
se
patentice el testimonio de Nuestra gratitud por medio de esta Carta
encíclica, en la
cual se trata de aquellas piedras vivas que, edificadas
sobre la piedra viva angular, que
es Cristo, se unen para formar el templo
santo, mucho más excelso que todo otro
templo hecho a mano, es decir, para
morada de Dios por virtud del Espíritu[4].
4. Nuestra pastoral
solicitud, sin embargo, es la que Nos mueve principalmente a tratar
ahora con
mayor extensión de esta excelsa doctrina. Muchas cosas, en verdad, se
han
publicado sobre este asunto; y no ignoramos que son muchos los que hoy se
dedican
con mayor interés a estos estudios, con los que también se deleita y
alimenta la piedad
de los cristianos. Y este efecto parece que se ha de
atribuir principalmente a que la
restauración de los estudios litúrgicos, la
costumbre introducida de recibir con mayor
frecuencia el manjar Eucarístico,
y por fin el culto más intenso al Sacratísimo Corazón
de Jesús, de que hoy
gozamos, han encaminado muchas almas a la contemplación más
profunda de las
inescrutables riquezas de Cristo que se guardan en la Iglesia. Añádase
a esto
que los documentos publicados en estos últimos tiempos acerca de la
Acción
Católica, por lo mismo que han estrechado más y más los lazos de los
cristianos entre
sí y con la jerarquía eclesiástica, y en primer lugar con el
Romano Pontífice, han
contribuido sin duda no poco a colocar esta materia en
su propia luz. Mas, aunque con
justo motivo podemos alegrarnos de las cosas
arriba señaladas, no por eso hemos de
ocultar que no sólo esparcen graves
errores en esta materia los que están fuera de la
Iglesia, sino que entre los
mismos fieles de Cristo se introducen furtivamente ideas o
menos precisas o
totalmente falsas, que apartan a las almas del verdadero camino de
la
verdad.
5. Porque, mientras por una parte perdura el falso
racionalismo, que juzga
absolutamente absurdo cuanto trasciende y sobrepuja a
las fuerzas del entendimiento
humano, y mientras se le asocia otro error
afín, el llamado naturalismo vulgar, que ni
ve ni quiere ver en la Iglesia
nada más que vínculos meramente jurídicos y sociales; por
otra parte, se
insinúa fraudulentamente un falso misticismo, que, al esforzarse por
suprimir
los límites inmutables que separan a las criaturas de su Creador, adultera
las
Sagradas Escrituras.
Ahora bien: estos errores, falso y
opuestos entre sí, hacen que algunos, movidos por
cierto vano temor,
consideren esta profunda doctrina como algo peligroso y por esto
se retraigan
de ella como del fruto del Paraíso, hermoso, pero prohibido. Pero, a
la
verdad, no rectamente: pues no pueden ser dañosos a los hombres los
misterios
revelados por Dios, ni deben, como tesoro escondido en el campo,
permanecer
infructuosos; antes bien, han sido dados por Dios, para que
contribuyan al
aprovechamiento espiritual de quienes piadosamente los
contemplan. Porque, como
enseña el Concilio Vaticano, la razón ilustrada por
la fe, cuando diligente, pía y
sobriamente busca, alcanza con la ayuda de
Dios alguna inteligencia,
ciertamente fructuosísima, de los misterios, ya por
la analogía de aquellas cosas
que conoce naturalmente, ya también por el
enlace de los misterios entre sí con
el último fin del hombre; por más que la
misma razón, como lo advierte el mismo
santo Concilio, nunca llega a ser
capaz de penetrarlos a la manera de aquellas
verdades, que constituyen su
propio objeto[5].
Pesadas maduramente delante de Dios todas estas
cosas; a fin de que resplandezca
con nueva gloria la soberana hermosura de la
Iglesia; para que se de a conocer con
mayor luz la nobleza eximia y
sobrenatural de los fieles, que en el Cuerpo de Cristo se
unen con su Cabeza;
y, por último, para cerrar por completo la entrada a los múltiples
errores en
esta materia, Nos hemos juzgado ser propio de Nuestro cargo pastoral
proponer
por medio de esta Carta encíclica a toda la grey cristiana la doctrina
del
Cuerpo místico de Jesucristo y de la unión de los fieles en el mismo
Cuerpo con el
Divino Redentor; y al mismo tiempo sacar de esta suavísima
doctrina algunas
enseñanzas, con las cuales el conocimiento más profundo de
este misterio produzca
siempre más abundantes frutos de perfección y
santidad.
I. LA IGLESIA ES EL CUERPO MISTICO DE CRISTO
II.
UNION DE LOS FIELES CON CRISTO
III. EXHORTACION PASTORAL
LA
SANTISIMA VIRGEN MARIA
I. LA IGLESIA ES EL CUERPO MISTICO
DE
CRISTO
6. Al meditar esta doctrina, Nos vienen, desde luego,
a la mente las palabras del
Apóstol: Donde abundó el delito, allí sobreabundó
la gracia[6]. Consta, en efecto,
que el padre del género humano fue colocado
por Dios en tan excelsa condición, que
habría de comunicar a sus
descendientes, junto con la vida terrena, la vida sobrenatural
de la gracia.
Pero, después de la miserable caída de Adán, todo el género humano,
viciado
con la mancha original, perdió la participación de la naturaleza divina[7]
y
quedamos todos convertidos en hijos de ira[8]. Mas el misericordiosísimo
Dios de tal
modo.. amó al mundo, que le dio su Hijo Unigénito[9], y el Verbo
del Padre
Eterno con aquel mismo único divino amor asumió de la descendencia
de Adán la
naturaleza humana, pero inocente y exenta de toda mancha, para que
del nuevo y
celestial Adán se derivase la gracia del Espíritu Santo a todos
los hijos del primer
padre; los cuales, habiendo sido por el pecado del
primer hombre privados de la
adoptiva filiación divina, hechos ya por el
Verbo Encarnado hermanos, según la carne,
del Hijo Unigénito de Dios,
recibieran el poder de llegar a ser hijos de Dios[10]. Y por
esto Cristo
Jesús, pendiente de la cruz, no sólo resarció a la justicia violada del
Eterno
Padre, sino que nos mereció, además, como a consanguíneos suyos, una
abundancia
inefable de gracias. Y bien pudiera, en verdad, haberla repartido
directamente por sí
mismo al género humano, pero quiso hacerlo por medio de
una Iglesia visible en que
se reunieran los hombres, para que todos
cooperasen, con El y por medio de aquélla,
a comunicarse mutuamente los
divinos frutos de la Redención. Porque así como el
Verbo de Dios, para
redimir a los hombres con sus dolores y tormentos, quiso valerse
de nuestra
naturaleza, de modo parecido en el decurso de los siglos se vale de
su
Iglesia para perpetuar la obra comenzada[11].
Ahora bien:
para definir y describir esta verdadera Iglesia de Cristo -que es la
Iglesia
santa, católica, apostólica, Romana[12]- nada hay más noble, nada más
excelente,
nada más divino que aquella frase con que se la llama el Cuerpo
místico de Cristo;
expresión que brota y aun germina de todo lo que en las
Sagradas Escrituras y en los
escritos de los Santos Padres frecuentemente se
enseña. LA IGLESIA ES UN "CUERPO"
7. Que la Iglesia es un cuerpo lo dice
muchas veces el sagrado texto. Cristo -dice el
Apóstol- es la cabeza del
cuerpo de la Iglesia[13]. Ahora bien; si la Iglesia es un
cuerpo,
necesariamente ha de ser uno e indiviso, según aquello de San Pablo:
Muchos
formamos en Cristo un solo cuerpo[14]. Y no solamente debe ser uno e
indiviso,
sino también algo concreto y claramente visible, como en su
encíclica Satis
cognitum afirma Nuestro predecesor León XIII, de f. m.: Por
lo mismo que es
cuerpo, la Iglesia se ve con los ojos[15]. Por lo cual se
apartan de la verdad divina
aquellos que se forjan la Iglesia de tal manera,
que no pueda ni tocarse ni verse, siendo
solamente un ser neumático, como
dicen, en el que muchas comunidades de
cristianos, aunque separadas
mutuamente en la fe, se junten, sin embargo, por un
lazo
invisible.
Mas el cuerpo necesita también multitud de
miembros, que de tal manera estén
trabados entre sí, que mutuamente se
auxilien. Y así como en este nuestro organismo
mortal, cuando un miembro
sufre, todos los otros sufren también con él, y los sanos
prestan socorro a
los enfermos, así también en la Iglesia los diversos miembros no
viven
únicamente para sí mismos, sino que ayudan también a los demás, y se
ayudan
unos a otros, ya para mutuo alivio, ya también para edificación cada
vez mayor de
todo el cuerpo.
"ORGÁNICO" Y "JERÁRQUICO"
8.
Además de eso, así como en la naturaleza no basta cualquier aglomeración
de
miembros para constituir el cuerpo, sino que necesariamente ha de estar
dotado de los
que llaman órganos, esto es, de miembros que no ejercen la
misma función, pero están
dispuestos en un orden conveniente; así la Iglesia
ha de llamarse Cuerpo,
principalmente por razón de estar formada por una
recta y bien proporcionada
armonía y trabazón de sus partes, y provista de
diversos miembros que
convenientemente se corresponden los unos a los otros.
Ni es otra la manera como el
Apóstol describe a la Iglesia cuando dice: Así
como... en un solo cuerpo tenemos
muchos miembros, mas no todos los miembros
tienen una misma función, así
nosotros, aunque seamos muchos, formamos en
Cristo un solo cuerpo, siendo
todos recíprocamente miembros los unos de los
otros[16].
Mas en manera alguna se ha de pensar que esta estructura
ordenada u orgánica del
Cuerpo de la Iglesia, se limita o reduce solamente a
los grados de la jerarquía; o que,
como dice la sentencia contraria, consta
solamente de los carismáticos, los cuales,
dotados de dones prodigiosos,
nunca han de faltar en la Iglesia. Se ha de tener, eso sí,
por cosa
absolutamente cierta, que los que en este Cuerpo poseen la sagrada
potestad,
son los miembros primarios y principales, puesto que por medio de
ellos,
según el mandato mismo del Divino Redentor, se perpetúan los oficios
de Cristo,
doctor, rey y sacerdote. Sin embargo, con toda razón los Padres de
la Iglesia, cuando
encomian los ministerios, los grados, las profesiones, los
estados, los órdenes, los
oficios de este Cuerpo, no tienen sólo ante los
ojos a los que han sido iniciados en las
sagradas órdenes; sino también a
todos los que, habiendo abrazado los consejos
evangélicos, llevan una vida de
trabajo entre los hombres, o escondida en el silencio, o
bien se esfuerzan
por unir ambas cosas según su profesión; y no menos a los que, aun
viviendo
en el siglo, se dedican con actividad a las obras de misericordia en favor
de
las almas, o de los cuerpos, así como también a aquellos que viven unidos
en casto
matrimonio. Más aún, se ha de advertir que, sobre todo en las
presentes
circunstancias, los padres y madres de familia y los padrinos y
madrinas de bautismo,
y, especialmente, los seglares que prestan su
cooperación a la jerarquía eclesiástica
para dilatar el reino del Divino
Redentor tienen en la sociedad cristiana un puesto
honorífico, aunque muchas
veces humilde, y que también ellos con el favor y ayuda de
Dios pueden subir
a la cumbre de la santidad, que nunca ha de faltar en la Iglesia,
según las
promesas de Jesucristo.
DOTADO DE MEDIOS VITALES
9. Y así
como el cuerpo humano se ve dotado de sus propios recursos con los
que
atiende a la vida, a la salud y al desarrollo de sí y de sus miembros,
del mismo modo el
Salvador del género humano, por su infinita bondad, proveyó
maravillosamente a su
Cuerpo místico, enriqueciéndole con los sacramentos,
por los que los miembros,
como gradualmente y sin interrupción, fueran
sustentados desde la cuna hasta el último
suspiro, y asimismo se atendiera
abundantísimamente a las necesidades sociales de
todo el Cuerpo. En efecto,
por medio de las aguas purificadoras del Bautismo, los que
nacen a esta vida
mortal no solamente renacen de la muerte del pecado y quedan
constituidos en
miembros de la Iglesia, sino que, además, sellados con un
carácter
espiritual, se tornan capaces y aptos para recibir todos los otros
sacramentos. Por otra
parte, con el crisma de la Confirmación se da a los
creyentes nueva fortaleza, para que
valientemente amparen y defiendan a la
Madre Iglesia y la fe que de ella recibieron. A
su vez, con el Sacramento de
la Penitencia se ofrece a los miembros de la Iglesia
caídos en pecado una
medicina saludable, no solamente para mirar por la salud de sí
mismos, sino
aun también para apartar de otros miembros del Cuerpo místico el
peligro de
contagio, e incluso para proporcionarles un estímulo y ejemplo de virtud.
Y
no es esto sólo: ya que, por la sagrada Eucaristía, los fieles se nutren y
robustecen con
un mismo manjar y se unen entre sí y con la Cabeza de todo el
Cuerpo por medio de
un inefable y divino vínculo. Y, por último, por lo que
hace a los enfermos en trance de
muerte, viene en su ayuda la piadosa Madre
Iglesia, la cual por medio de la Sagrada
Unción de los enfermos, si, por
disposición divina, no siempre les concede la salud de
este cuerpo mortal, da
a lo menos a las almas enfermas la medicina celestial, para
trasladar al
Cielo nuevos ciudadanos -nuevos protectores para aquélla-, que gocen de
la
bondad divina por todos los siglos.
De un modo especial proveyó,
además, Cristo a las necesidades sociales de la Iglesia
por medio de dos
sacramentos instituidos por El. Pues por el Matrimonio, en el que
los
cónyuges son mutuamente ministros de la gracia, se atiende al ordenado y
exterior
aumento de la comunidad cristiana, y, lo que es más, también a la
recta y religiosa
educación de la prole, sin la cual correría gravísimo
riesgo el Cuerpo místico. Y con el
Orden sagrado se dedican y consagran a
Dios los que han de inmolar la Víctima
Eucarística, los que han de nutrir al
pueblo fiel con el Pan de los Angeles y con el
manjar de la doctrina, los que
han de dirigirle con los preceptos y consejos divinos, los
que, finalmente,
han de confirmarle con los demás dones celestiales.
Respecto a lo
cual procede advertir que, así como Dios al principio del tiempo dotó
al
hombre de riquísimos medios corporales para que sujetara a su dominio
todas las
cosas creadas, y para que multiplicándose llenara la tierra, así
también en el comienzo
de la era cristiana proveyó a su Iglesia de todos los
recursos necesarios, para que,
superados casi innumerables peligros, no sólo
llenara todo el orbe, sino también el
reino de los
cielos.
FORMADO POR DETERMINADOS MIEMBROS
10. Pero entre los
miembros de la Iglesia sólo se han de contar de hecho los que
recibieron las
aguas regeneradoras del Bautismo, y, profesando la verdadera fe, no se
hayan
separado, miserablemente, ellos mismos, de la contextura del Cuerpo, ni
hayan
sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimas
culpas. Porque
todos nosotros -dice el Apóstol- somos bautizados en un mismo
Espíritu para
formar un solo Cuerpo, ya seamos judíos, ya gentiles, ya
esclavos, ya libres[17].
Así que, como en la verdadera congregación de los
fieles existe un solo Cuerpo, un
solo Espíritu, un solo Señor y un solo
Bautismo, así no puede haber sino una sola
fe[18]; y, por lo tanto, quien
rehusare oír a la Iglesia, según el mandato del Señor, ha
de ser tenido por
gentil y publicano[19]. Por lo cual, los que están separados entre sí
por la
fe o por la autoridad, no pueden vivir en este único Cuerpo, ni tampoco, por
lo
tanto, de este su único Espíritu.
AÚN PECADORES
Ni
puede pensarse que el Cuerpo de la Iglesia, por el hecho de honrarse con
el
nombre de Cristo, aun en el tiempo de esta peregrinación terrenal, conste
únicamente
de miembros eminentes en santidad, o se forme solamente por la
agrupación de los
que han sido predestinados a la felicidad eterna. Porque la
infinita misericordia de
nuestro Redentor no niega ahora un lugar en su
Cuerpo místico a quienes en otro
tiempo no negó la participación en el
convite[20]. Puesto que no todos los pecados,
aunque graves, separan por su
misma naturaleza al hombre del Cuerpo de la Iglesia,
como lo hacen el cisma,
la herejía o la apostasía. Ni la vida se aleja completamente de
aquellos que,
aun cuando hayan perdido la caridad y la gracia divina pecando, y, por
lo
tanto, se hayan hecho incapaces de mérito sobrenatural, retienen, sin embargo,
la fe
y esperanza cristianas, e iluminados por una luz celestial son movidos
por las internas
inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo a concebir en sí
un saludable temor, y
excitados por Dios a orar y a arrepentirse de su
caída.
Aborrezcan todos, pues, el pecado, con el cual quedan
mancillados los miembros del
Redentor; pero, quien miserablemente hubiere
pecado, y no se hubiere hecho indigno
por la contumacia de la comunión de los
fieles, sea recibido con sumo amor, y con una
activa caridad véase en él un
miembro enfermo de Jesucristo. Pues vale más, como
advierte el Obispo de
Hipona, que se sanen permaneciendo en el cuerpo de la
Iglesia, que no que
sean cortados de él como miembros incurables[21]. Porque
no es desesperada la
curación de lo que aun está unido al cuerpo, mientras que
lo que hubiere sido
amputado no puede ser ni curado ni sanado[22].
LA IGLESIA ES EL
"CUERPO DE CRISTO"
11. Hasta aquí hemos visto, Venerables Hermanos, que de tal manera está
constituida
la Iglesia, que puede compararse a un cuerpo; resta que
expongamos ahora clara y
cuidadosamente por qué hay que llamarla no un cuerpo
cualquiera, sino el Cuerpo de
Jesucristo. Lo cual se deduce del hecho de que
Nuestro Señor es el Fundador, la
Cabeza, el Sustentador y el Salvador de este
Cuerpo místico.
CRISTO, "FUNDADOR" DEL CUERPO
Al querer
exponer brevemente cómo Cristo fundó su cuerpo social, Nos viene ante
todo a
la mente esta frase de Nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria:
La
Iglesia, que, ya concebida, nació del mismo costado del segundo Adán,
como
dormido en la Cruz, apareció a la luz del mundo de una manera espléndida
por
vez primera el día faustísimo de Pentecostés[23]. Porque el Divino
Redentor
comenzó la edificación del místico templo de la Iglesia cuando con
su predicación
expuso sus enseñanzas; la consumó cuando pendió de la Cruz
glorificado; y,
finalmente, la manifestó y promulgó cuando de manera visible
envió el Espíritu
Paráclito sobre sus discípulos.
a) al predicar
el Evangelio
En efecto, mientras cumplía su misión de predicar, elegía a
los Apóstoles, enviándolos,
así como El había sido enviado por el Padre[24],
a saber, como maestros, jefes y
santificadores en la comunidad de los
creyentes; les nombraba el Príncipe de ellos y
Vicario suyo [de Cristo] en la
tierra[25], y les manifestaba todas las cosas que había
oído al Padre[26];
establecía, además, el Bautismo[27], con el cual los futuros
creyentes se
habían de unir al Cuerpo de la Iglesia; y, finalmente, al llegar el ocaso
de
su vida, celebrando la última cena, instituía la Eucaristía, admirable
sacrificio y
admirable sacramento.
b) al sufrir sobre la
Cruz
12. Los testimonios incesantes de los Santos Padres, al atestiguar
que en el patíbulo de
la Cruz consumó su obra, enseñan que la Iglesia nació
-en la Cruz- del costado del
Salvador, como una nueva Eva, madre de todos los
vivientes[28]. Dice el gran
Ambrosio, tratando del costado abierto de Cristo:
Y ahora se edifica, ahora se
forma, ahora... se figura, y ahora se crea...,
ahora se levanta la casa espiritual
para constituir el sacerdocio santo[29].
Quien devotamente quisiere investigar tan
venerable doctrina, podrá sin
dificultad encontrar las razones en que se funda.
Y, en primer
lugar, con la muerte del Redentor, a la Ley Antigua abolida sucedió el
Nuevo
Testamento; entonces en la sangre de Jesucristo, y para todo el mundo,
fue
sancionada la Ley de Cristo con sus misterios, leyes, instituciones y
ritos sagrados.
Porque, mientras nuestro Divino Salvador predicaba en un
reducido territorio -pues no
había sido enviado sino a las ovejas que habían
perecido de la casa de Israel[30]-
tenían valor, contemporáneamente, la Ley y
el Evangelio[31]; pero en el patíbulo de su
muerte Jesús abolió la Ley con
sus decretos[32], clavó en la Cruz la escritura del
Antiguo Testamento[33], y
constituyó el Nuevo en su sangre, derramada por todo el
género humano[34].
Pues, como dice San León Magno, hablando de la Cruz del
Señor, de tal manera
en aquel momento se realizó un paso tan evidente de la Ley
al Evangelio, de
la Sinagoga a la Iglesia, de lo muchos sacrificios a una sola
hostia, que, al
exhalar su espíritu el Señor, se rasgó inmediatamente de arriba
abajo aquel
velo místico que cubría a las miradas el secreto sagrado
del
templo[35].
En la Cruz, pues, murió la Ley Vieja, que en
breve había de ser enterrada y resultaría
mortífera[36], para dar paso al
Nuevo Testamento, del cual Cristo había elegido como
idóneos ministros a los
Apóstoles[37]; y desde la Cruz nuestro Salvador, aunque
constituido, ya desde
el seno de la Virgen, Cabeza de toda la familia humana, ejerce
plenísimamente
sobre la Iglesia sus funciones de Cabeza, porque precisamente en
virtud de la
Cruz -según la sentencia del Angélico y común Doctor-, mereció el
poder y
dominio sobre las gentes[38]; por la misma aumentó en nosotros aquel
inmenso
tesoro de gracias que, desde su reino glorioso en el cielo, otorga
sin
interrupción alguna a sus miembros mortales; por la sangre derramada
desde la Cruz
hizo que, apartado el obstáculo de la ira divina, todos los
dones celestiales, y, en
particular, las gracias espirituales del Nuevo y
Eterno Testamento, pudiesen brotar de
las fuentes del Salvador para la salud
de los hombres, y principalmente de los fieles;
finalmente, en el madero de
la Cruz adquirió para sí a su Iglesia, esto es, a todos los
miembros de su
Cuerpo místico, pues no se incorporarían a este Cuerpo místico por el
agua
del Bautismo si antes no hubieran pasado al plenísimo dominio de Cristo por
la
virtud salvadora de la Cruz.
13. Y con su muerte nuestro
Salvador fue hecho, en el pleno e íntegro sentido de la
palabra, Cabeza de la
Iglesia, de la misma manera, por su sangre la Iglesia ha sido
enriquecida con
aquella abundantísima comunicación del Espíritu, por la cual, desde
que el
Hijo del Hombre fue elevado y glorificado en su patíbulo de dolor,
es
divinamente ilustrada. Porque entonces, como advierte San Agustín[39],
rasgado el
velo del templo, sucedió que el rocío de los carismas del
Paráclito -que hasta entonces
solamente había descendido sobre el vellón de
Gedeón, es decir, sobre el pueblo de
Israel-, regó abundantemente, secado y
desechado ya el vellón, toda la tierra, es decir,
la Iglesia Católica, que no
había de conocer confines algunos de estirpe o de territorio.
Y así como en
el primer momento de la Encarnación, el Hijo del Padre Eterno adornó
con la
plenitud del Espíritu Santo la naturaleza humana que había unido a
sí
substancialmente, para que fuese apto instrumento de la divinidad en la
obra cruenta
de la Redención, así en la hora de su preciosa muerte quiso
enriquecer a su Iglesia con
los abundantes dones del Paráclito, para que
fuese un medio apto e indefectible del
Verbo Encarnado en la distribución de
los frutos de la Redención. Puesto que la
llamada misión jurídica de la
Iglesia y la potestad de enseñar, gobernar y administrar
los sacramentos
deben el vigor y fuerza sobrenatural, que para la edificación del
Cuerpo de
Cristo poseen, al hecho de que Jesucristo pendiente de la Cruz abrió a
la
Iglesia la fuente de sus dones divinos, con los cuales pudiera enseñar a
los hombres
una doctrina infalible y los pudiese gobernar por medio de
Pastores ilustrados por
virtud divina y rociarlos con la lluvia de las
gracias celestiales.
Si consideramos atentamente todos estos
misterios de la Cruz, no nos parecerán
oscuras aquellas palabras del Apóstol,
con las que enseña a los Efesios que Cristo,
con su sangre, hizo una sola
cosa a judíos y gentiles, destruyendo en su carne... la
pared intermedia que
dividía a ambos pueblos; y también que abolió la Ley Vieja
para formar en sí
mismo de dos un solo hombre nuevo -esto es, la Iglesia-, y para
reconciliar a
ambos con Dios en un solo Cuerpo por medio de la Cruz[40].
c) al
promulgar la Iglesia
14. Y a esta Iglesia, fundada con su sangre, la
fortaleció el día de Pentecostés con
una fuerza especial bajada del cielo.
Puesto que, constituido solemnemente en su
excelso cargo aquel a quien ya
antes había designado por Vicario suyo, subió al Cielo,
y, sentado a la
diestra del Padre, quiso manifestar y promulgar a su Esposa mediante
la
venida visible del Espíritu Santo con el sonido de un viento vehemente y
con lenguas
de fuego[41]. Porque así como El mismo, al comenzar el ministerio
de su predicación,
fue manifestado por su Eterno Padre por medio del Espíritu
Santo que descendió en
forma de paloma y se posó sobre El[42], de la misma
manera, cuando los Apóstoles
habían de comenzar el sagrado ministerio de la
predicación, Cristo nuestro Señor
envió del cielo a su Espíritu, el cual, al
tocarlos con lenguas de fuego, como con dedo
divino indicase a la Iglesia su
misión sublime.
CRISTO, "CABEZA DEL CUERPO"
15. En segundo
lugar, se prueba que este Cuerpo místico, que es la Iglesia, lleva el
nombre
de Cristo, por el hecho de que El ha de ser considerado como su Cabeza.
El
-dice San Pablo- es la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia[43]. El es la
cabeza,
partiendo de la cual todo el Cuerpo, dispuesto con debido orden,
crece y se aumenta,
para su propia edificación[44].
Bien
conocéis, Venerables Hermanos, con cuán convincentes argumentos han
tratado
de este asunto los Maestros de la Teología Escolástica, y
principalmente el Angélico y
común Doctor; y sabéis perfectamente que los
argumentos por él aducidos responden
fielmente a las razones alegadas por los
Santos Padres, los cuales, por lo demás, no
hicieron otra cosa que referir y
con sus comentarios explicar la doctrina de la
Sagrada
Escritura.
a) por razón de excelenciaNos place, sin
embargo, para común utilidad, tratar aquí sucintamente de esta materia.
Y en
primer lugar, es evidente que el Hijo de Dios y de la Bienaventurada
Virgen
María se debe llamar, por la singularísima razón de su excelencia,
Cabeza de la Iglesia.
Porque la Cabeza está colocada en lo más alto. Y ¿quién
está colocado en más alto
lugar que Cristo Dios, el cual, como Verbo del
Eterno Padre, debe ser considerado
como primogénito de toda criatura?45.
¿Quién se halla en más elevada cumbre que
Cristo hombre, que, nacido de una
Madre inmune de toda mancha, es Hijo verdadero
y natural de Dios, y por su
admirable y gloriosa resurrección, con la que se levantó
triunfador de la
muerte, es primogénito de entre los muertos?46. ¿Quién, finalmente,
está
colocado en cima más sublime que Aquel que como único... mediador de Dios
y
de los hombres[47] junta de una manera tan admirable la tierra con el
cielo; que,
elevado en la Cruz como en un solio de misericordia, atrajo todas
las cosas a sí
mismo[48]; y que, elegido -de entre infinitos millares- Hijo
del Hombre, es más amado
por Dios que todos los demás hombres, que todos los
ángeles y que todas las cosas
creadas?[49].
b) por razón de
gobierno
16. Pues bien: si Cristo ocupa un lugar tan sublime, con toda
razón es el único que rige
y gobierna la Iglesia; y también por este título
se asemeja a la cabeza. Ya que, para
usar las palabras de San Ambrosio, así
como la cabeza es la ciudadela regia del
cuerpo[50], y desde ella, por estar
adornada de mayores dotes, son dirigidos
naturalmente todos los miembros a
los que está sobrepuesta para mirar por ellos[51],
así el Divino Redentor
rige el timón de toda la sociedad cristiana y gobierna sus
destinos. Y,
puesto que regir la sociedad humana no es otra cosa que conducirla al fin
que
le fue señalado con medios aptos y rectamente[52], es fácil ver cómo
nuestro
Salvador, imagen y modelo de buenos Pastores[53], ejercita todas
estas cosas de
manera admirable.
Porque El, mientras moraba en
la tierra, nos instruyó, por medio de leyes, consejos y
avisos, con palabras
que jamás pasarán, y serán para los hombres de todos los
tiempos espíritu y
vida[54]. Y, además, concedió a los Apóstoles y a sus sucesores la
triple
potestad de enseñar, regir y llevar a los hombres hacia la santidad; potestad
que,
determinada con especiales preceptos, derechos y deberes, fue
establecida por El
como ley fundamental de toda la
Iglesia.
arcano y extraordinario
17. Pero también
directamente dirige y gobierna por sí mismo el Divino Salvador la
sociedad
por El fundada. Porque El reina en las mentes y en las almas de los hombres
y
doblega y arrastra hacia su beneplácito aun las voluntades más rebeldes. El
corazón
del rey está en manos del Señor; lo inclinará adonde quisiere[55]. Y
con este
gobierno interior, no solamente tiene cuidado de cada uno en
particular, como pastor
y obispo de nuestras almas[56]; sino que, además,
mira por toda la Iglesia, ya
iluminando y fortaleciendo a sus jerarcas para
cumplir fiel y fructuosamente los
respectivos cargos, ya también suscitando
del seno de la Iglesia, especialmente en las
más graves circunstancias,
hombres y mujeres eminentes en santidad, que sirvan de
ejemplo a los demás
fieles para el provecho de su Cuerpo místico. Añádase a esto que
Cristo desde
el Cielo mira siempre con particular afecto a su Esposa
inmaculada,
desterrada en este mundo; y cuando la ve en peligro, ya por sí
mismo, ya por sus
ángeles[57], ya por Aquella que invocamos como Auxilio de
los Cristianos, y por
otros celestiales abogados, la libra de las oleadas de
la tempestad, y, tranquilizado y
apaciguado el mar, la consuela con aquella
paz que supera a todo sentido[58].
visible y
ordinario
Ni se ha de creer que su gobierno se ejerce solamente de
un modo invisible[59] y
extraordinario, siendo así que también de una manera
patente y ordinaria gobierna el
Divino Redentor, por su Vicario en la tierra,
a su Cuerpo místico. Porque ya sabéis,
Venerables Hermanos, que Cristo
Nuestro Señor, después de haber gobernado por sí
mismo durante su mortal
peregrinación a su pequeña grey[60], cuando estaba para
dejar este mundo y
volver a su Padre, encomendó el régimen visible de la sociedad
por El fundada
al Príncipe de los Apóstoles. Ya que, sapientísimo como era, de
ninguna
manera podía dejar sin una cabeza visible el cuerpo social de la Iglesia
que
había fundado. Ni para debilitar esta afirmación puede alegarse que, a
causa del
Primado de jurisdicción establecido en la Iglesia, este Cuerpo
místico tiene dos
cabezas. Porque Pedro, en fuerza del primado, no es sino el
Vicario de Cristo, por
cuanto no existe más que una Cabeza primaria de este
Cuerpo, es decir, Cristo; el
cual, sin dejar de regir secretamente por sí
mismo a la Iglesia -que, después de su
gloriosa Ascensión a los cielos, se
funda no sólo en El, sino también en Pedro, como
en fundamento visible-, la
gobierna, además, visiblemente por aquel que en la tierra
representa su
persona. Que Cristo y su Vicario constituyen una sola Cabeza, lo
enseñó
solemnemente Nuestro predecesor Bonifacio VIII, de i. m., por las
Letras Apostólicas
Unam sanctam[61]; y nunca desistieron de inculcar lo mismo
sus Sucesores.
Hállanse, pues, en un peligroso error quienes
piensan que pueden abrazar a Cristo,
Cabeza de la Iglesia, sin adherirse
fielmente a su Vicario en la tierra. Porque, al
quitar esta Cabeza visible, y
romper los vínculos sensibles de la unidad, oscurecen y
deforman el Cuerpo
místico del Redentor, de tal manera, que los que andan en busca
del puerto de
salvación no pueden verlo ni encontrarlo.
18. Y lo que en este
lugar Nos hemos dicho de la Iglesia universal, debe afirmarse
también de las
particulares comunidades cristianas tanto orientales como latinas, de las
que
se compone la única Iglesia Católica: por cuanto ellas son gobernadas
por
Jesucristo con la palabra y la potestad del Obispo de cada una. Por lo
cual los
Obispos no solamente han de ser considerados como los principales
miembros de la
Iglesia universal, como quienes están ligados por un vínculo
especialísimo con la
Cabeza divina de todo el Cuerpo -y por ello con razón
son llamados partes
principales de los miembros del Señor[62]-, sino que, por
lo que a su propia
diócesis se refiere, apacientan y rigen como verdaderos
Pastores, en nombre de
Cristo, la grey que a cada uno ha sido confiada[63];
pero, haciendo esto, no son
completamente independientes, sino que están
puestos bajo la autoridad del Romano
Pontífice, aunque gozan de jurisdicción
ordinaria, que el mismo Sumo Pontífice
directamente les ha comunicado. Por lo
cual han de ser venerados por los fieles como
sucesores de los Apóstoles por
institución divina[64], y más que a los gobernantes de
este mundo, aun los
más elevados, conviene a los Obispos, adornados como están
con el crisma del
Espíritu Santo, aquel dicho: No toquéis a mis ungidos[65].
Por lo
cual Nos sentimos grandísima pena cuando llega a Nuestros oídos que no
pocos
de Nuestros Hermanos en el Episcopado, sólo porque son verdaderos modelos
del
rebaño[66], y por defender fiel y enérgicamente, según su deber, el
sagrado
depósito de la fe[67] que les fue encomendado; sólo por mantener
celosamente las
leyes santísimas, esculpidas en los ánimos de los hombres, y
por defender, siguiendo el
ejemplo del supremo Pastor, la grey a ellos
confiada, de los lobos rapaces, no sólo
tienen que sufrir las persecuciones y
vejaciones dirigidas contra ellos mismos, sino
también -lo que para ellos
suele ser más cruel y doloroso- las levantadas contra las
ovejas puestas bajo
sus cuidados, contra sus colaboradores en el apostolado, y aun
contra las
vírgenes consagradas a Dios. Nos, considerando tales injurias como
inferidas
a Nos mismo, repetimos las sublimes palabras de Nuestro Predecesor, de i.
m.,
San Gregorio Magno: Nuestro honor es el honor de la Iglesia
universal;
Nuestro honor es la firme fortaleza de Nuestros hermanos; y
entonces Nos
sentimos honrados de veras, cuando a cada uno de ellos no se le
niega el honor
que le es debido[68].
c) por la mutua
necesidad
19. Mas no por esto se vaya a pensar que la Cabeza, Cristo, al
estar colocada en tan
elevado lugar, no necesita de la ayuda del Cuerpo.
Porque también de este místico
Cuerpo cabe decir lo que San Pablo afirma del
organismo humano: No puede decir...
la cabeza a los pies: no necesito de
vosotros[69]. Es cosa evidente que los fieles
necesitan del auxilio del
Divino Redentor, puesto que El mismo dijo: Sin mí nada
podéis hacer[70]; y,
según el dicho del Apóstol, todo el crecimiento de este Cuerpo
en orden a su
desarrollo proviene de la Cabeza, que es Cristo[71]. Pero a la par
debe
afirmarse, aunque parezca completamente extraño, que Cristo también
necesita de sus
miembros. En primer lugar, porque la persona de Cristo es
representada por el Sumo
Pontífice, el cual, para no sucumbir bajo la carga
de su oficio pastoral, tiene que llamar
a participar de sus cuidados a otros
muchos, y diariamente tiene que ser apoyado por
las oraciones de toda la
Iglesia. Además, nuestro Salvador, como no gobierna la
Iglesia de un modo
visible, quiere ser ayudado por los miembros de su Cuerpo místico
en el
desarrollo de su misión redentora. Lo cual no proviene de necesidad
o
insuficiencia por parte suya, sino más bien porque El mismo así lo dispuso
para mayor
honra de su Esposa inmaculada. Porque, mientras moría en la Cruz,
concedió a su
Iglesia el inmenso tesoro de la redención, sin que ella pusiese
nada de su parte; en
cambio, cuando se trata de la distribución de este
tesoro, no sólo comunica a su
Esposa sin mancilla la obra de la
santificación, sino que quiere que en alguna manera
provenga de ella.
Misterio verdaderamente tremendo y que jamás se meditará
bastante, el que la
salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias
mortificaciones de
los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, dirigidas a este
objeto, y de
la cooperación que Pastores y fieles -singularmente los padres y madres
de
familia- han de ofrecer a nuestro Divino Salvador.
A las razones
expuestas para probar que Cristo Nuestro Señor es Cabeza de su
Cuerpo social,
hemos de añadir ahora otras tres, íntimamente ligadas entre sí.
d)
por la semejanza
20. Comencemos por la mutua conformidad que existe entre
la Cabeza y el Cuerpo,
puesto que son de la misma naturaleza. Para lo cual es
de notar que nuestra naturaleza,
aunque inferior a la angélica, por la bondad
de Dios supera a la de los ángeles: Porque
Cristo, como dice Santo Tomás, es
la cabeza de los ángeles. Porque Cristo es
superior a los ángeles, aun en
cuanto a la humanidad... Además, en cuanto
hombre, ilumina a los ángeles e
influye en ellos. Pero, si se trata ya de
naturalezas, Cristo no es cabeza de
los ángeles, porque no asumió la naturaleza
angélica, sino -según dice el
Apóstol- la del linaje de Abraham[72]. Y no
solamente asumió Cristo nuestra
naturaleza, sino que, además, en un cuerpo frágil,
pasible y mortal se ha
hecho consanguíneo nuestro. Pues si el Verbo se anonadó a sí
mismo tomando la
forma de esclavo[73], lo hizo para hacer participantes de la
naturaleza
divina a sus hermanos según la carne[74], tanto en este destierro terreno
por
medio de la gracia santificante, cuanto en la patria celestial por la
eterna
bienaventuranza. Por esto el Hijo Unigénito del Eterno Padre quiso
hacerse hombre,
para que nosotros fuéramos conformes a la imagen del Hijo de
Dios[75] y nos
renovásemos según la imagen de Aquel que nos creó[76]. Por lo
cual, todos los que
se glorían de llevar el nombre de cristianos, no sólo han
de contemplar a nuestro
Divino Salvador como un excelso y perfectísimo modelo
de todas las virtudes, sino
que, además, por el solícito cuidado de evitar
los pecados y por el más esmerado
empeño en ejercitar la virtud, han de
reproducir de tal manera en sus costumbres la
doctrina y la vida de
Jesucristo, que cuando apareciere el Señor sean hechos
semejantes a El en la
gloria, viéndole tal como es[77].
Y así como quiere Jesucristo que
todos los miembros sean semejantes a El, así
también quiere que lo sea todo
el Cuerpo de la Iglesia. Lo cual, en realidad, se
consigue cuando ella,
siguiendo las huellas de su Fundador, enseña, gobierna e inmola
el divino
Sacrificio. Ella, además, cuando abraza los consejos evangélicos,
reproduce
en sí misma la pobreza, la obediencia y la virginidad del Redentor.
Ella, por las
múltiples y variadas instituciones que son como adornos con que
se embellece,
muestra en alguna manera a Cristo, ya contemplando en el monte,
ya predicando a los
pueblos, ya sanando a los enfermos y convirtiendo a los
pecadores, ya, finalmente,
haciendo bien a todos. No es, pues, de maravillar
que la Iglesia, mientras se halla en
esta tierra, padezca persecuciones,
molestias y trabajos, a ejemplo de Cristo.
e) por la
plenitud
21. Es también Cristo Cabeza de la Iglesia, porque, al
sobresalir El por la plenitud y
perfección de los dones celestiales, su
Cuerpo místico recibe algo de aquella su
plenitud. Porque -como notan muchos
Santos Padres- así como la cabeza de nuestro
cuerpo mortal está dotada de
todos los sentidos, mientras que las demás partes de
nuestro organismo
solamente poseen el sentido del tacto, así de la misma manera todas
las
virtudes, todos los dones, todos los carismas que adornan a la sociedad
cristiana
resplandecen perfectísimamente en su Cabeza, Cristo. Plugo [al
Padre] que habitara
en El toda plenitud[78]. Brillan en El los dones
sobrenaturales que acompañan a la
unión hipostática: puesto que en El habita
el Espíritu Santo con tal plenitud de gracia,
que no puede imaginarse otra
mayor. A El ha sido dada potestad sobre toda
carne[79]; en El están
abundantísimamente todos los tesoros de la sabiduría y de la
ciencia[80]. Y
posee de tal modo la ciencia de la visión beatífica, que tanto en
amplitud
como en claridad supera a la que gozan todos los bienaventurados del
Cielo.
Y, finalmente, está tan lleno de gracia y santidad, que de su plenitud
inexhausta todos
participamos[81].
f) por el influjo
22.
Estas palabras del discípulo predilecto de Jesús, Nos mueven a exponer la
última
razón por la cual se muestra de una manera especial que Cristo Nuestro
Señor es la
Cabeza de su Cuerpo místico. Porque así como los nervios se
difunden desde la
cabeza a todos nuestros miembros, dándoles la facultad de
sentir y de moverse, así
nuestro Salvador derrama en su Iglesia su poder y
eficacia, para que con ella los fieles
conozcan más claramente y más
ávidamente deseen las cosas divinas. De El se deriva
al Cuerpo de la Iglesia
toda la luz con que los creyentes son iluminados por Dios, y
toda la gracia
con que se hacen santos, como El es santo.
Cristo ilumina a toda su
Iglesia; lo cual se prueba con casi innumerables textos de la
Sagrada
Escritura y de los Santos Padres. A Dios nadie jamás le vio; el
Hijo
Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien nos lo ha dado a
conocer[82].
Viniendo de Dios como maestro[83], para dar testimonio de la
verdad[84], de tal
manera ilustró a la primitiva Iglesia de los Apóstoles,
que el Príncipe de ellos exclamó:
¿Señor, a quién iremos? Tú tienes palabras
de vida eterna[85]; de tal manera
asistió a los Evangelistas desde el cielo,
que escribieron, como miembros de Cristo, lo
que conocieron como dictándoles
la Cabeza[86]. Y aun hoy día es para nosotros, que
moramos en este destierro,
autor de nuestra fe, como será un día su consumador en la
patria
celestial[87]. El infunde en los fieles la luz de la fe: El enriquece con los
dones
sobrenaturales de ciencia, inteligencia y sabiduría a los Pastores y a
los Doctores, y
principalmente a su Vicario en la tierra, para que conserven
fielmente el tesoro de la fe,
lo defiendan con valentía, lo expliquen y
corroboren piadosa y diligentemente; El, por
fin, aunque invisible, preside e
ilumina a los Concilios de la Iglesia[88].
23. Cristo es autor y
causa de santidad. Porque no puede obrarse ningún acto
saludable que no
proceda de El como de fuente sobrenatural. Sin mí, nada podéis
hacer[89].
Cuando por los pecados cometidos nos movemos a dolor y penitencia,
cuando con
temor filial y con esperanza nos convertimos a Dios, siempre
procedemos
movidos por El. La gracia y la gloria proceden de su inexhausta
plenitud. Todos los
miembros de su Cuerpo místico y, sobre todo, los más
importantes reciben del
Salvador dones constantes de consejo, fortaleza,
temor y piedad, a fin de que todo el
cuerpo aumente cada día más en
integridad y en santidad de vida. Y cuando los
Sacramentos de la Iglesia se
administran con rito externo, El es quien produce el
efecto interior en las
almas[90]. Y, asimismo, El es quien, alimentando a los redimidos
con su
propia carne y sangre, apacigua los desordenados y turbulentos
movimientos
del alma; El es el que aumenta las gracias y prepara la gloria a
las almas y a los
cuerpos. Y estos tesoros de su divina bondad los distribuye
a los miembros de su
Cuerpo místico, no sólo por el hecho de que los implora
como hostia eucarística en la
tierra y glorificada en el Cielo, mostrando sus
llagas y elevando oraciones al Eterno
Padre, sino también porque escoge,
determina y distribuye para cada uno las gracias
peculiares, según la medida
de la donación de Cristo[91]. De donde se sigue que,
recibiendo fuerza del
Divino Redentor, como de manantial primario, todo el cuerpo
trabajo y
concertado entre sí recibe por todos los vasos y conductos de
comunicación,
según la medida correspondiente a cada miembro, el aumento
propio del cuerpo,
para su perfección, mediante la caridad[92].
CRISTO, "SUSTENTADOR"
DEL CUERPO
23. Lo que acabamos de exponer, Venerables Hermanos,
explanando breve y
concisamente la manera cómo quiere Cristo Nuestro Señor
que de su divina plenitud
afluyan sus abundantes dones a toda la Iglesia,
para que ésta se le asemeje cuanto es
posible, sirve no poco para explicar la
tercera razón que demuestra cómo el Cuerpo
social de la Iglesia se honra con
el nombre de Cristo: la cual consiste en el hecho de
que nuestro Redentor
mismo sustenta con divino poder la sociedad por El fundada.
Como sutil
y agudamente advierte Belarmino[93], tal denominación Cuerpo de Cristo
no
solamente proviene de que Cristo debe ser considerado Cabeza de su
Cuerpo
místico, sino también de que de tal modo sustenta a su Iglesia, y en
cierta manera vive
en ella, que ésta subsiste casi como un segundo Cristo. Y
así lo afirma el Doctor de
las Gentes escribiendo a los Corintios, cuando sin
más aditamento llama Cristo a la
Iglesia[94], imitando en ello al Divino
Maestro que a él mismo, cuando perseguía a la
Iglesia, le habló de esta
manera: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?[95]. Más
aún, si creemos al
Niseno, el Apóstol con frecuencia llama Cristo a la Iglesia[96]; y
no
ignoráis, Venerables Hermanos, aquella frase de San Agustín: Cristo
predica a
Cristo[97].
a) por su misión jurídica
Sin
embargo, tan excelso nombre no se ha de entender como si aquel vínculo
inefable,
por el que el Hijo de Dios asumió una concreta naturaleza humana,
se hubiera de
extender a la Iglesia universal; sino que significa cómo
nuestro Salvador de tal manera
comunica a su Iglesia los bienes que le son
propios, que la Iglesia, en todos los
órdenes de su vida, tanto visible como
invisible, reproduce en sí lo más perfectamente
posible la imagen de Cristo.
Porque por la misión jurídica, con la que el Divino
Redentor envió a los
Apóstoles al mundo, como El mismo había sido enviado por el
Padre[98], El es
quien por la Iglesia bautiza, enseña, gobierna, desata, liga,
ofrece,
sacrifica.
b) por su Espíritu
25. Y por aquel don
más elevado, interior y verdaderamente sublime, de que arriba
hablamos,
describiendo cómo influye la Cabeza en los miembros, Cristo Nuestro
Señor
hace que la Iglesia viva de su misma vida divina, da vida a todo el Cuerpo
con
su virtud infinita, y alimenta y sustenta a cada uno de los miembros,
según el lugar que
en el Cuerpo ocupan, como la vid, si a ella están unidos,
nutre sus sarmientos y hace
que fructifiquen[99].
Y si
consideramos atentamente este principio de vida y de virtud dado por Cristo,
en
cuanto constituye la fuente misma de todo don y de toda gracia creada,
entenderemos
fácilmente que no es otro sino el Espíritu Santo, que procede
del Padre y del Hijo, y
que de una manera peculiar se llama Espíritu de
Cristo o Espíritu del Hijo[100]. Por
obra de este Espíritu de gracia y de
verdad el Hijo de Dios adornó su alma en el seno
inmaculado de la Virgen;
este Espíritu tiene sus delicias en habitar en el alma
bienaventurada del
Redentor como en su amadísimo templo; este Espíritu nos lo
mereció Cristo con
su sangre derramada en la Cruz; este Espíritu, finalmente, alentado
sobre sus
Apóstoles, lo concedió a la Iglesia para la remisión de los pecados[101];
y,
mientras sólo Cristo recibió este Espíritu sin medida[102], a los miembros
de su
Cuerpo místico se les da, de la plenitud de Cristo, sólo en la medida
de la donación
del mismo Cristo[103]. Y después que Cristo fue glorificado en
la Cruz, su Espíritu se
comunica a la Iglesia con una efusión abundantísima,
a fin de que Ella y cada uno de
sus miembros se asemejen cada día más a
nuestro Divino Salvador. El Espíritu de
Cristo es el que nos hizo hijos
adoptivos de Dios[104], para que algún día todos
nosotros, contemplando a
cara descubierta como en un espejo la gloria del
Señor, nos transformemos en
la misma imagen de gloria en gloria[105].
c) porque es el alma del
Cuerpo místico
26. A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible,
ha de atribuirse también el
que todas las partes estén íntimamente unidas,
tanto entre sí, como con su excelsa
Cabeza, estando como está todo en la
Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno
de los miembros: en los cuales
está presente, asistiéndoles de muchas maneras y según
sus diversos cargos y
oficios, según el mayor o menor grado de perfección espiritual
de que gozan.
El, con su celestial hálito de vida, ha de ser considerado como el
principio
de toda acción vital y saludable en todas las partes del Cuerpo místico.
El,
aunque se halle presente por sí mismo en todos los miembros y en ellos
obre con su
divino influjo, se sirve del ministerio de los superiores para
actuar en los inferiores. El,
finalmente, mientras engendra cada día nuevos
miembros a la Iglesia con la acción de
su gracia, rehusa habitar con la
gracia santificante en los miembros totalmente
separados del Cuerpo.
Presencia y operación del Espíritu de Cristo, que significó
breve y
concisamente Nuestro sapientísimo Predecesor León XIII, de i. m., en
su
encíclica Divinum illud, con estas palabras: Baste saber que mientras
Cristo es la
Cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su
alma[106].
Pero si consideramos esta virtud y fuerza vital, con la
que toda la comunidad cristiana
es sustentada por su Fundador, no ya en sí
misma, sino en los efectos creados que de
ella nacen, veremos que consiste en
los dones celestiales que nuestro Redentor
concede a la Iglesia juntamente
con su Espíritu y produce a una con este mismo dador
de la luz sobrenatural y
autor de la santidad. Así que la Iglesia, lo mismo que todos sus
santos
miembros, pueden hacer suya esta sublime frase del Apóstol: Y yo vivo, o
más
bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en
mí[107].
CRISTO, "SALVADOR" DEL CUERPO
27. Nuestra
exposición en torno a la Cabeza mística[108] quedaría incompleta, si
no
tratáramos, siquiera brevemente, de aquel texto del Apóstol: Cristo es la
Cabeza de
la Iglesia: El es el Salvador de su Cuerpo[109]. Porque con estas
palabras se indica
su última razón por la que el Cuerpo de la Iglesia se
honra con el nombre de Cristo, a
saber: que Cristo es el Salvador divino de
este Cuerpo. El, con toda justicia, fue
llamado por los samaritanos Salvador
del mundo[110]; más aún, sin ninguna
vacilación debe ser llamado Salvador de
todos, aunque con San Pablo hay que
añadir: mayormente de los fieles[111]. Es
decir, que con preferencia sobre los demás
adquirió con su sangre aquellos
sus miembros que constituyen la Iglesia[112]. Pero,
habiendo expuesto ya
estas cosas cuando anteriormente hemos tratado del nacimiento
de la Iglesia
en la Cruz, de Cristo dador de la luz y causa de la santidad y de él
mismo
como sustentador de su Cuerpo místico, no hay por qué las explanemos
más
largamente, sino más bien meditémoslas con ánimo humilde y atento, dando
gracias
incesantes a Dios. Y lo que nuestro Salvador incoó un día, cuando
estaba pendiente
de la Cruz, no deja de hacerlo constantemente y sin
interrupción en la patria
bienaventurada: Nuestra Cabeza -dice San Agustín-
intercede por nosotros: a unos
miembros los recibe, a otros los azota, a unos
los limpia, a otros los consuela, a
otros los crea, a otros los llama, a
otros los vuelve a llamar, a otros los corrige, a
otros los reintegra[113]. Y
a Cristo debemos prestar ayuda en esta obra salvadora
todos nosotros, pues de
uno mismo y por uno mismo recibimos la salvación y
la
damos[114].
LA IGLESIA, CUERPO "MÍSTICO" DE CRISTO
28.
Pasemos ya, Venerables Hermanos, a explicar y poner en su luz cómo ha de
ser
llamado místico el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Este
calificativo, empleado ya
por muchos escritores de la Edad Antigua, se ve
confirmado por no pocos
documentos de Sumos Pontífices. Y no hay sólo un
motivo para usar aquel término,
pues por una parte él hace que el cuerpo
social de la Iglesia, cuya Cabeza y rector es
Cristo, se pueda distinguir de
su Cuerpo físico, que, nacido de la Virgen Madre de
Dios, está sentado ahora
a la diestra del Padre y se oculta bajo los velos eucarísticos;
y por otra
parte, hace que se le pueda distinguir -cosa importante, dados los
errores
modernos- de todo cuerpo natural, físico o moral.
Porque
mientras en un cuerpo natural el principio de unidad traba las partes,
de
suerte que éstas se ven privadas de la subsistencia propia, en el Cuerpo
místico, por
lo contrario, la fuerza que opera la recíproca unión, aunque
íntima, junta entre sí los
miembros de tal modo que cada uno disfruta
plenamente de su propia personalidad.
Añádase a esto que, si consideramos las
mutuas relaciones entre el todo y los
diversos miembros, en todo cuerpo
físico vivo todos los miembros tienen como fin
supremo solamente el provecho
de todo el conjunto, mientras que todo organismo
social de hombres, si se
atiende a su fin último, está ordenado en definitiva al bien de
todos y cada
uno de los miembros, dada su cualidad de personas. Así que -volviendo
a
nuestro asunto- como el Hijo del Eterno Padre bajó del Cielo para la
salvación
perdurable de todos nosotros, del mismo modo fundó y enriqueció con
el Espíritu
divino al Cuerpo de la Iglesia para procurar y obtener la
felicidad de las almas
inmortales, conforme a aquello del Apóstol: Todo es
vuestro y vosotros sois de
Cristo; y Cristo es de Dios[115]. Porque la
Iglesia, fundada para el bien de los fieles,
tiene como destino la gloria de
Dios y del que El envió, Jesucristo.
29. Y si comparamos el Cuerpo
místico con el moral, entonces observaremos que la
diferencia existente entre
ambos no es pequeña, sino de suma importancia y
trascendencia. Porque en el
cuerpo que llamamos moral el principio de unidad no es
sino el fin común y la
cooperación común de todos a un mismo fin por medio de la
autoridad social;
mientras que en el Cuerpo místico, de que tratamos, a esta
cooperación se
añade otro principio interno que, existiendo de hecho y actuando en
toda la
contextura y en cada una de sus partes, es de tal excelencia que por sí
mismo
sobrepuja inmensamente a todos los vínculos de unidad que sirven para
la trabazón del
cuerpo físico o moral. Es éste, como dijimos arriba, un
principio no de orden natural,
sino sobrenatural, más aún, absolutamente
infinito e increado en sí mismo, a saber, el
Espíritu divino, quien, como
dice el Angélico, siendo uno y el mismo
numéricamente, llena y une a toda la
Iglesia[116].
El justo sentido de esta palabra nos recuerda, según
eso, cómo la Iglesia, que ha de
ser tenida por una sociedad perfecta en su
género, no se compone sólo de elementos
y constitutivos sociales y jurídicos.
Es ella muy superior a todas las demás sociedades
humanas[117], a las cuales
supera como la gracia sobrepasa a la naturaleza y como lo
inmortal aventaja a
todas las cosas perecederas[118]. Y no es que se haya de
menospreciar ni
tener en poco a estas otras comunidades, y, sobre todo, a la sociedad
civil;
sin embargo, no está toda la Iglesia en el orden de estas cosas, como no
está
todo el hombre en la contextura material de nuestro cuerpo mortal[119].
Pues, aunque
las relaciones jurídicas, en las que también estriba y se
establece la Iglesia, proceden
de la constitución divina dada por Cristo y
contribuyen al logro del fin supremo, con
todo, lo que eleva a la sociedad
cristiana a un grado que está por encima de todos los
órdenes de la
naturaleza es el Espíritu de nuestro Redentor, que, como manantial de
todas
las gracias, dones y carismas, llena constante e íntimamente a la Iglesia y obra
en
ella. Porque, así como el organismo de nuestro cuerpo mortal, aun siendo
obra
maravillosa del Creador, dista muchísimo de la excelsa dignidad de
nuestra alma, así la
estructura de la sociedad cristiana, aunque está
pregonando la sabiduría de su divino
Arquitecto, es, sin embargo, una cosa de
orden inferior si se la compara ya con los
dones espirituales que la
engalanan y vivifican, ya con su manantial divino.
LA IGLESIA
JURÍDICA Y LA IGLESIA DE CARIDAD
30. De cuanto venimos escribiendo y
explicando, Venerables Hermanos, se deduce
absolutamente el grave error de
los que a su arbitrio se forjan una Iglesia latente e
invisible, así como el
de los que la tienen por una institución humana dotada de una
cierta norma de
disciplina y de ritos externos, pero sin la comunicación de una
vida
sobrenatural[120]. Por lo contrario, a la manera que Cristo, Cabeza y
dechado de la
Iglesia, no es comprendido íntegramente, si en El se considera
sólo la naturaleza
humana visible... o sola la divina e invisible
naturaleza... sino que es uno solo con
ambas y en ambas naturalezas...; así
también acontece en su Cuerpo
místico[121], toda vez que el Verbo de Dios
asumió una naturaleza humana pasible
para que el hombre, una vez fundada una
sociedad visible y consagrada con sangre
divina, fuera llevado por un
gobierno visible a las cosas invisibles[122].
Por lo cual
lamentamos y reprobamos asimismo el funesto error de los que sueñan con
una
Iglesia ideal, a manera de sociedad alimentada y formada por la caridad, a la
que
-no sin desdén- oponen otra que llaman jurídica. Pero se engañan al
introducir
semejante distinción; pues no entienden que el Divino Redentor por
este mismo motivo
quiso que la comunidad por El fundada fuera una sociedad
perfecta en su género y
dotada de todos los elementos jurídicos y sociales:
para perpetuar en este mundo la
obra divina de la redención[123]. Y para
lograr este mismo fin, procuró que estuviera
enriquecida con celestiales
dones y gracias por el Espíritu Paráclito. El Eterno Padre la
quiso,
ciertamente, como reino del Hijo de su amor[124]; pero un verdadero reino,
en
el que todos sus fieles le rindiesen pleno homenaje de su entendimiento
y
voluntad[125], y con ánimo humilde y obediente se asemejasen a Aquel que
por
nosotros se hizo obediente hasta la muerte[126]. No puede haber, por
consiguiente,
ninguna verdadera oposición o pugna entre la misión invisible
del Espíritu Santo y el
oficio jurídico que los Pastores y Doctores han
recibido de Cristo; pues estas dos
realidades -como en nosotros el cuerpo y
el alma- se completan y perfeccionan
mutuamente y proceden del mismo Salvador
nuestro, quien no sólo dijo al infundir el
soplo divino: Recibid el Espíritu
Santo[127], sino también imperó con expresión
clara: Como me envió el Padre,
así os envío yo[128]; y asimismo: El que a
vosotros oye, a Mí me oye[129]. Y
si en la Iglesia se descubre algo que arguye la debilidad de nuestra
condición
humana, ello no debe atribuirse a su constitución jurídica, sino
más bien a la deplorable
inclinación de los individuos al mal; inclinación,
que su Divino Fundador permite aun en
los más altos miembros del Cuerpo
místico, para que se pruebe la virtud de las ovejas
y de los Pastores y para
que en todos aumenten los méritos de la fe cristiana. Porque
Cristo, como
dijimos arriba, no quiso excluir a los pecadores de la sociedad por
El
formada; si, por lo tanto, algunos miembros están aquejados de
enfermedades
espirituales, no por ello hay razón para disminuir nuestro amor
a la Iglesia, sino más
bien para aumentar nuestra compasión hacia sus
miembros.
Y, ciertamente, esta piadosa Madre brilla sin mancha
alguna en los sacramentos, con
los que engendra y alimenta a sus hijos; en la
fe, que en todo tiempo conserva
incontaminada; en las santísimas leyes, con
que a todos manda y en los consejos
evangélicos, con que amonesta; y,
finalmente, en los celestiales dones y carismas con
los que, inagotable en su
fecundidad[130], da a luz incontables ejércitos de mártires,
vírgenes y
confesores. Y no se le puede imputar a ella si algunos de sus miembros
yacen
postrados, enfermos o heridos, en cuyo nombre pide ella a Dios todos los
días:
Perdónanos nuestras deudas, y a cuyo cuidado espiritual se aplica sin
descanso con
ánimo maternal y esforzado.
De modo que, cuando
llamamos místico al Cuerpo de Jesucristo, el mismo significado
de la palabra
nos amonesta gravemente, amonestación que en cierta manera resuena
en
aquellas palabras de San León: Conoce, oh cristiano, tu dignidad, y, una
vez
hecho participante de la naturaleza divina, no quieras volver a la
antigua vileza
con tu conducta degenerada. Acuérdate de qué Cabeza y de qué
Cuerpo eres
miembro[131].
II. UNION DE LOS FIELES CON
CRISTO
31. Plácenos ahora, Venerables Hermanos, tratar muy de
propósito de nuestra unión
con Cristo en el Cuerpo de la Iglesia, que si
-como con toda razón afirma San
Agustín[132]- es cosa grande, misteriosa y
divina, por eso mismo sucede con
frecuencia que algunos la entienden y
explican desacertadamente. Y, ante todo, es
evidente que se trata de una
misión estrechísima. Y así es como, en la Sagrada
Escritura, se la coteja con
el vínculo del santo matrimonio y se la compara con la
unidad vital de los
sarmientos y la vida y la del organismo de nuestro cuerpo[133]; y
en los
mismos libros inspirados se la presenta tan íntima que antiquísimos
documentos,
constantemente transmitidos por los Santos Padres y fundados en
aquello del Apóstol:
El mismo [Cristo] es la cabeza de la Iglesia[134],
enseñan que el Redentor divino
constituye con su Cuerpo social una sola
persona mística, o, como dice San Agustín,
el Cristo íntegro[135]. Más aún,
nuestro mismo Salvador, en su oración sacerdotal,
no dudó en comparar esta
unión con aquella admirable unidad por la que el Hijo está
en el Padre y el
Padre en el Hijo[136].
VÍNCULOS JURÍDICOS Y SOCIALES
Nuestra
trabazón en Cristo y con Cristo consiste, en primer lugar, en que, siendo
la
muchedumbre cristiana por voluntad de su Fundador un Cuerpo social y
perfecto, ha
de haber una unión de todos sus miembros por lo mismo que todos
tienden a un
mismo fin. Y cuanto más noble es el fin que persigue esta unión
y más divina la fuente
de que brota, tanto más excelente será sin duda su
unidad. Ahora bien; el fin es
altísimo: la continua santificación de los
miembros del mismo Cuerpo para gloria de
Dios y del Cordero que fue
sacrificado[137]. Y la fuente es divinísima, a saber: no
sólo el beneplácito
del Eterno Padre y la solícita voluntad de nuestro Salvador, sino
también el
interno soplo e impulso del Espíritu Santo en nuestras mentes y en
nuestras
almas. Porque si ni siquiera un mínimo acto que lleve a la salvación
puede ser realizado
sino en virtud del Espíritu Santo, ¿cómo podrán tender
innumerables muchedumbres
de todas las naciones y pueblos de común acuerdo a
la mayor gloria de Dios trino y
uno, sino por virtud de Aquel que procede del
Padre y del Hijo por un solo y eterno
hálito de amor?
Por otra
parte, debiendo ser este Cuerpo social de Cristo, como dijimos arriba,
visible
por voluntad de su Fundador, es menester que semejante unión de todos
los miembros
se manifieste también exteriormente, ya en la profesión de una
misma fe, ya en la
comunicación de unos mismos sacramentos, así en la
participación de un mismo
sacrificio como, finalmente, en la activa
observancia de unas mismas leyes. Y, además,
es absolutamente necesario que
esté visible a los ojos de todos la Cabeza suprema
que guíe eficazmente, para
obtener el fin que se pretende, la mutua cooperación de
todos: Nos referimos
al Vicario de Jesucristo en la tierra. Porque así como el Divino
Redentor
envió el Espíritu Paráclito de verdad para que, haciendo sus
veces[138],
asumiera el gobierno invisible de la Iglesia, así también encargó
a Pedro y a sus
Sucesores que, haciendo sus veces en la tierra, desempeñaran
también el régimen
visible de la sociedad cristiana.
VIRTUDES
TEOLOGALES
32. A estos vínculos jurídicos, que ya por sí solos bastan
para superar a todos los
otros vínculos de cualquiera sociedad humana por
elevada que sea, es necesario
añadir otro motivo de unidad por razón de
aquellas tres virtudes que tan estrechamente
nos juntan uno a otro y con
Dios, a saber: la fe, la esperanza y la caridad cristiana.
Pues,
como enseña el Apóstol, uno es el Señor, una la fe[139], es decir, la fe con
la
que nos adherimos a un solo Dios y al que él envió, Jesucristo[140]. Y
cuán
íntimamente nos une esta fe con Dios, nos lo enseñan las palabras del
discípulo
predilecto de Jesús: Quienquiera que confesare que Jesús es el Hijo
de Dios, Dios
está en él y él en Dios[141]. Y no es menos lo que esta fe
cristiana nos une
mutuamente y con la divina Cabeza. Porque cuantos somos
creyentes, teniendo... el
mismo espíritu de fe[142], nos alumbramos con la
misma luz de Cristo, nos
alimentamos con el mismo manjar de Cristo y somos
gobernados por la misma
autoridad y magisterio de Cristo. Y si en todos
florece el mismo espíritu de fe, vivimos
todos también la misma vida en la fe
del Hijo de Dios, que nos amó y se entregó
por nosotros[143]; y Cristo,
Cabeza nuestra, acogido por nosotros y morando en
nuestros corazones por la
fe viva[144], así como es el autor de nuestra fe, así también
será su
consumador[145].
Si por la fe nos adherimos a Dios en esta tierra
como a fuente de verdad, por la virtud
de la esperanza cristiana lo deseamos
como a manantial de felicidad, aguardando la
bienaventurada esperanza y la
venida gloriosa del gran Dios[146]. Y por aquel
anhelo común del Reino
celestial, que nos hace renunciar aquí a una ciudadanía
permanente para
buscar la futura[147] y aspirar a la gloria celestial, no dudó el
Apóstol de
las Gentes en decir: Un Cuerpo y un Espíritu, como habéis sido
llamados a una
misma esperanza de vuestra vocación[148]; más aún, Cristo reside
en nosotros
como esperanza de gloria[149].
33. Pero si los lazos de la fe y
esperanza que nos unen a nuestro Divino Redentor en
su Cuerpo místico son de
gran firmeza e importancia, no son de menor valor y eficacia
los vínculo de
la caridad. Porque si, aun en las cosas naturales, el amor, que engendra
la
verdadera amistad, es de lo más excelente, ¿qué diremos de aquel amor
celestial
que el mismo Dios infunde en nuestras almas? Dios es caridad: y
quien permanece
en la caridad, permanece en Dios y Dios en él[150]. En
virtud, por decirlo así, de
una ley establecida por Dios, esta caridad hace
que al amarle nosotros le hagamos
descender amoroso, conforme a aquello: Si
alguno me ama..., mi Padre le amará, y
vendremos a él y pondremos en él
nuestra morada[151]. La caridad, por
consiguiente, es la virtud que -más
estrechamente que toda otra virtud- nos une con
Cristo, en cuyo celestial
amor abrasados tantos hijos de la Iglesia se alegraron al sufrir
injurias por
El y soportarlo y superarlo todo, aun lo más arduo, hasta el último aliento
y
hasta derramar su sangre. Por lo cual nuestro Divino Salvador nos
exhorta
encarecidamente con estas palabras: Permaneced en mi amor. Y como
quiera que la
caridad es una cosa estéril y completamente vana si no se
manifiesta y actúa en las
buenas obras, por eso añadió en seguida: Si
observáis mis preceptos, permaneceréis
en mi amor, como yo mismo he observado
los preceptos de mi Padre y
permanezco en su amor[152].
Pero es
menester que a este amor a Dios y a Cristo corresponda la caridad para con
el
prójimo. Porque ¿cómo podremos asegurar que amamos a nuestro Divino
Redentor,
si odiamos a los que él redimió con su preciosa sangre para hacerlos
miembros
de su Cuerpo místico? Por eso el Apóstol predilecto de Cristo nos
amonesta
así: Si alguno dijere que ama a Dios mientras odia a su hermano,
es
mentiroso. Porque quien no ama a su hermano, a quien tiene ante los
ojos,
¿cómo puede amar a Dios, a quien no ve? Y este mandato hemos recibido
de
Dios: que quien ame a Dios, ame también a su hermano[153]. Más aún: se
debe
afirmar que estaremos tanto más unidos con Dios y con Cristo, cuanto más
seamos
miembros uno de otro[154] y más solícitos recíprocamente[155]; como,
por otra
parte, tanto más unidos y estrechados estaremos por la caridad
cuanto más encendido
sea el amor que nos junte a Dios y a nuestra divina
Cabeza.
34. Ya antes del principio del mundo el Unigénito Hijo de
Dios nos abrazó con su
eterno e infinito conocimiento y con su amor perpetuo.
Y, para manifestarnos
éste de un modo visible y admirable, unió a sí nuestra
naturaleza con unión hipostática,
en virtud de la cual -advierte San Máximo
de Turín con candorosa sencillez-: en
Cristo nos ama nuestra
carne[156].
Mas aquel amorosísimo conocimiento, que desde el primer
momento de su
Encarnación tuvo de nosotros el Redentor divino, está por
encima de todo el alcance
escrutador de la mente humana, porque, en virtud de
aquella visión beatífica de que
disfrutó, apenas recibido en el seno de la
madre divina, tiene siempre y continuamente
presentes a todos los miembros
del Cuerpo místico y los abraza con su amor salvífico.
¡Oh admirable
dignación de la piedad divina para con nosotros! ¡Oh inapreciable
orden de la
caridad infinita! En el pesebre, en la Cruz, en la gloria eterna del
Padre,
Cristo ve ante sus ojos y tiene a sí unidos a todos los miembros de la
Iglesia con
mucha más claridad y mucho más amor que una madre conoce y ama al
hijo que lleva
en su regazo, que cualquiera se conoce y ama a sí
mismo.
Por lo dicho se ve fácilmente, Venerables Hermanos, por qué
escribe tantas veces San
Pablo que Cristo está en nosotros y nosotros en
Cristo. Ello ciertamente se confirma
con una razón más profunda. Porque, como
expusimos antes con suficiente amplitud,
Cristo está en nosotros por su
Espíritu, el cual nos comunica, y por el que de tal suerte
obra en nosotros,
que todas las cosas divinas, llevadas a cabo por el Espíritu Santo en
las
almas, se han de decir también realizadas por Cristo[157]. Si alguien no tiene
el
Espíritu de Cristo -dice el Apóstol-, no es de El; pero si Cristo está en
vosotros...,
el espíritu vive en virtud de la
justificación[158].
Esta misma comunicación del Espíritu de Cristo hace
que, al derivarse a todos los
miembros de la Iglesia todos los dones,
virtudes y carismas que con la máxima
excelencia, abundancia y eficacia
encierra la Cabeza, y al perfeccionarse en ellos día
por día según el sitio
que ocupan en el Cuerpo místico de Jesucristo, la Iglesia viene a
ser como la
plenitud y el complemento del Redentor; y Cristo viene en cierto modo
a
completarse del todo en la Iglesia[159]. Con las cuales palabras hemos
tocado la
misma razón por la cual, según la ya indicada doctrina de San
Agustín, la Cabeza
mística, que es Cristo, y la Iglesia, que en esta tierra
hace sus veces, como un segundo
Cristo, constituyen un solo hombre nuevo, en
el que se juntan cielo y tierra para
perpetuar la obra salvífica de la Cruz;
este hombre nuevo es Cristo, Cabeza y Cuerpo,
el Cristo
íntegro.
35. No ignoramos, ciertamente, que para la inteligencia y
explicación de esta recóndita
doctrina -que se refiere a nuestra unión con el
Divino Redentor y de modo especial a
la inhabitación del Espíritu Santo en
nuestras almas- se interponen muchos velos, en
los que la misma doctrina
queda como envuelta por cierta oscuridad, supuesta la
debilidad de nuestra
mente. Pero sabemos que de la recta y asidua investigación de
esta cuestión,
así como del contraste de las diversas opiniones y de la coincidencia
de
pareceres, cuando el amor de la verdad y el rendimiento debido a la
Iglesia guían el
estudio, brotan y se desprenden preciosos rayos con los que
se logra un adelanto real
también en estas disciplinas sagradas. No
censuramos, por lo tanto, a los que usan
diversos métodos para penetrar e
ilustrar en lo posible tan profundo misterio de
nuestra admirable unión con
Cristo. Pero todos tengan por norma general e inconcusa,
si no quieren
apartarse de la genuina doctrina y del verdadero magisterio de la Iglesia,
la
siguiente: han de rechazar, tratándose de esta unión mística, toda forma que
haga a
los fieles traspasar de cualquier modo el orden de las cosas creadas e
invadir
erróneamente lo divino, sin que ni un solo atributo, propio del
sempiterno Dios, pueda
atribuírsele como propio. Y, además, sostengan
firmemente y con toda certeza que en
estas cosas todo es común a la Santísima
Trinidad, puesto que todo se refiere a Dios
como a suprema cosa
eficiente.
También es necesario que adviertan que aquí se trata de
un misterio oculto, el cual,
mientras estemos en este destierro terrenal, de
ningún modo se podrá penetrar con
plena claridad ni expresarse con lengua
humana. Se dice que las divinas Personas
habitan en cuanto que, estando
presentes de una manera inescrutable en las almas
creadas dotadas de
entendimiento, entran en relación con ellas por el conocimiento y
el
amor[160], aunque completamente íntimo y singular, absolutamente
sobrenatural.
Para aproximarnos un tanto a comprender esto hemos de usar el
método que el
Concilio Vaticano[161] recomienda mucho en estas materias: esto
es, que si se
procura obtener luz para conocer un tanto los arcanos de Dios,
se consigue
comparando los mismos entre sí y con el fin último al que están
enderezados.
Oportunamente, según eso, al hablar Nuestro sapientísimo
Antecesor León XIII, de f.
m., de esta nuestra unión con Cristo y del divino
Paráclito que en nosotros habita,
tiende sus ojos a aquella visión beatífica
por la que esta misma trabazón mística
obtendrá algún día en los cielos su
cumplimiento y perfección, y dice: Esta admirable
unión, que propiamente se
llama inhabitación, y que sólo en la condición o
estado [viadores, en la
tierra], mas no en la esencia, se diferencia de aquella con
que Dios abraza a
los del cielo, beatificándolos[162]. Con la cual visión será
posible, de una
manera absolutamente inefable, contemplar al Padre, al Hijo y al
Espíritu
Santo con los ojos de la mente, elevados por luz superior; asistir de cerca
por
toda la eternidad a las procesiones de las personas divinas y ser feliz
con un gozo muy
semejante al que hace feliz a la santísima e indivisa
Trinidad.
Lo que llevamos expuesto de esta estrechísima unión del
Cuerpo místico de Jesucristo
con su Cabeza, Nos parecería incompleto si no
añadiéramos aquí algo cuando menos
acerca de la Santísima Eucaristía, que
lleva esta unión como a su cumbre en esta vida
mortal.
36.
Cristo nuestro Señor quiso que esta admirable y nunca bastante alabada unión,
por
la que nos juntamos entre nosotros y con nuestra divina Cabeza, se
manifestara a los
fieles de un modo singular por medio del Sacrificio
Eucarístico. Porque en él los
ministros sagrados hacen las veces no sólo de
nuestro Salvador, sino también del
Cuerpo místico y de cada uno de los
fieles; y en él también los mismos fieles reunidos
en comunes deseos y
oraciones, ofrecen al Eterno Padre por las manos del sacerdote
el Cordero sin
mancilla hecho presente en el altar a la sola voz del mismo sacerdote,
como
hostia agradabilísima de alabanza y propiciación por las necesidades de toda
la
Iglesia. Y así como el Divino Redentor, al morir en la Cruz, se ofreció, a
sí mismo, al
Eterno Padre como Cabeza de todo el género humano, así también
en esta oblación
pura[163] no solamente se ofrece al Padre Celestial como
Cabeza de la Iglesia, sino
que ofrece en sí mismo a sus miembros místicos, ya
que a todos ellos, aun a los más
débiles y enfermos, los incluye
amorosísimamente en su Corazón.
El sacramento de la Eucaristía,
además de ser una imagen viva y admirabilísima de la
unidad de la Iglesia
-puesto que el pan que se consagra se compone de muchos granos
que se juntan,
para formar una sola cosa[164]- nos da al mismo autor de la
gracia
sobrenatural, para que tomemos de él aquel Espíritu de caridad que nos
haga vivir no
ya nuestra vida, sino la de Cristo y amar al mismo Redentor en
todos los miembros de
su Cuerpo social.
Si, pues, en las
tristísimas circunstancias que hoy nos acongojan son muy numerosos
los que
tienen tal devoción a Cristo Nuestro Señor, oculto bajo los velos
eucarísticos,
que ni la tribulación, ni la angustia, ni el hambre, ni la
desnudez, ni el peligro, ni la
persecución, ni la espada los pueden separar
de su caridad[165], ciertamente en este
caso la sagrada Comunión, que no sin
designio de la divina Providencia ha vuelto a
recibirse en estos últimos
tiempos con mayor frecuencia, ya desde la niñez, llegará a
ser fuente de la
fortaleza que no rara vez suscita y forja verdaderos héroes
cristianos.
III. EXHORTACION PASTORAL
37. Esto es,
Venerables Hermanos, lo que piadosa y rectamente entendido y
diligentemente
mantenido por los fieles, les podrá librar más fácilmente de aquellos
errores
que provienen de haber emprendido algunos arbitrariamente el estudio de
esta
difícil cuestión no sin gran riesgo de la fe católica y perturbación de
los ánimos.
Porque no faltan quienes -no advirtiendo bastante que
el apóstol Pablo habló de esta
materia sólo metafóricamente, y no
distinguiendo suficientemente, como conviene, los
significados propios y
peculiares de cuerpo físico, moral y místico-, fingen una unidad
falsa y
equivocada, juntando y reuniendo en una misma persona física al
Divino
Redentor con los miembros de la Iglesia y, mientras atribuyen a los
hombres
propiedades divinas, hacen a Cristo nuestro Señor sujeto a los
errores y a las
debilidades humanas. Esta doctrina falaz, en pugna completa
con la fe católica y con
los preceptos de los Santos Padres, es también
abiertamente contraria a la mente y al
pensamiento del Apóstol, quien aun
uniendo entre sí con admirable trabazón a Cristo y
su Cuerpo místico, los
opone uno a otro como el Esposo a la Esposa[166].
38. Ni menos
alejado de la verdad está el peligroso error de los que pretenden
deducir de
nuestra unión mística con Cristo una especie de quietismo disparatado,
que
atribuye únicamente a la acción del Espíritu divino toda la vida espiritual
del
cristiano y su progreso en la virtud, excluyendo -por lo tanto- y
despreciando la
cooperación y ayuda que nosotros debemos prestarle. Nadie, en
verdad, podrá negar
que el Santo Espíritu de Jesucristo es el único manantial
del que proviene a la Iglesia y
sus miembros toda virtud sobrenatural.
Porque, como dice el Salmista, la gracia y la
gloria la dará el Señor[167].
Sin embargo, el que los hombres perseveren constantes
en sus santas obras, el
que aprovechen con fervor en gracia y en virtud, el que no sólo
tiendan con
esfuerzo a la cima de la perfección cristiana sino que estimulen también
en
lo posible a los otros a conseguirla, todo esto el Espíritu celestial no
lo quiere obrar sin
que los mismos hombres pongan su parte con diligencia
activa y cotidiana. Porque los
beneficios divinos -dice San Ambrosio- no se
otorgan a los que duermen, sino a
los que velan[168]. Que si en nuestro
cuerpo mortal los miembros adquiere fuerza y
vigor con el ejercicio
constante, con mayor razón sucederá eso en el Cuerpo social de
Jesucristo, en
el que cada uno de los miembros goza de propia libertad, conciencia
e
iniciativa. Por eso quien dijo: Y yo vivo, o más bien yo no soy el que
vivo: sino que
Cristo vive en mí[169], no dudó en afirmar: la gracia suya [es
decir, de Dios] no
estuvo baldía en mí, sino que trabajé más que todos
aquéllos; pero no yo, sino la
gracia de Dios conmigo[170]. Es, pues, del todo
evidente que con estas engañosas
doctrinas el misterio de que tratamos, lejos
de ser de provecho espiritual para los
fieles, se convierte miserablemente en
su rutina. 39. Esto mismo sucede con las falsas opiniones de los que aseguran
que no hay que
hacer tanto caso de la confesión frecuente de los pecados
veniales, cuando tenemos
aquella más aventajada confesión general que la
Esposa de Cristo hace cada día, con
sus hijos unidos a ella en el Señor, por
medio de los sacerdotes, cuando están para
ascender al altar de Dios. Cierto
que, como bien sabéis, Venerables Hermanos, estos
pecados veniales se pueden
expiar de muchas y muy loables maneras; mas para
progresar cada día con mayor
fervor en el camino de la virtud, queremos recomendar
con mucho
encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por
la
Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo: con él se aumenta el
justo
conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se hace frente a la
tibieza e
indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la
voluntad, se lleva a cabo
la saludable dirección de las conciencias y aumenta
la gracia en virtud del Sacramento
mismo. Adviertan, pues, los que disminuyen
y rebajan el aprecio de la confesión
frecuente entre los seminaristas, que
acometen empresa extraña al Espíritu de Cristo y
funestísima para el Cuerpo
místico de nuestro Salvador.
40. Hay, además, algunos que niegan a
nuestras oraciones toda eficacia propiamente
impetratoria o que se esfuerzan
por insinuar entre las gentes que las oraciones dirigidas
a Dios en privado
son de poca monta, mientras las que valen de hecho son más bien
las públicas,
hechas en nombre de la Iglesia, pues brotan del Cuerpo místico de
Jesucristo.
Todo eso es, ciertamente, erróneo: porque el Divino Redentor
tiene
estrechamente unidas a sí no sólo a su Iglesia, como a Esposa que es
amadísima, sino
en ella también a las almas de cada uno de los fieles, con
quienes ansía conversar muy
íntimamente, sobre todo después que se acercaren
a la Mesa Eucarística. Y aunque la
oración común y pública, como procedente
de la misma Madre Iglesia, aventaja a
todas las otras por razón de la
dignidad de la Esposa de Cristo, sin embargo, todas las
plegarias, aun las
dichas muy en privado, lejos de carecer de dignidad y virtud,
contribuyen
muchísimo a la utilidad del mismo Cuerpo místico en general, ya que en
él
todo lo bueno y justo que obra cada uno de los miembros redunda, por la
Comunión
de los Santos, en bien de todos. Y nada impide a cada uno de los
hombres, por el
hecho de ser miembros de este Cuerpo, el que pidan para sí
mismos gracias
especiales, aun de orden terrenal, mas guardando la sumisión a
la voluntad divina, pues
son personas libres y sujetas a sus propias
necesidadees individuales[171]. Y cuán
grande aprecio hayan de tener todos de
la meditación de las cosas celestiales se
demuestra no sólo por las
enseñanzas de la Iglesia, sino también por el uso y ejemplo
de todos los
santos.
Ni faltan, finalmente, quienes dicen que no hemos de
dirigir nuestras oraciones a la
persona misma de Jesucristo, sino más bien a
Dios o al Eterno Padre por medio de
Cristo, puesto que se ha de tener a
nuestro Salvador, en cuanto Cabeza de su Cuerpo
místico, tan sólo en razón de
"mediador entre Dios y los hombres"[172]. Sin embargo,
esto no sólo se opone
a la mente de la Iglesia y a la costumbre de los cristianos, sino
que
contraría aún a la verdad. Porque, hablando con propiedad y exactitud, Cristo
es
a la vez, según su doble naturaleza, Cabeza de toda la Iglesia[173].
Además, El mismo
aseguró solemnemente: Si algo me pidiereis en mi nombre, lo
haré[174]. Y aunque
principalmente en el Sacrificio Eucarístico -en el cual
Cristo es a un tiempo sacerdote y
hostia y desempeña de una manera peculiar
el oficio de conciliador- las oraciones se
dirigen con frecuencia al Eterno
Padre por medio de su Unigénito, sin embargo, no es
raro que aun en este
mismo sacrificio se eleven también preces al mismo Divino
Redentor; ya que
todos los cristianos deben conocer y entender claramente que el
hombre Cristo
Jesús es el mismo Hijo de Dios, y el mismo Dios. Aún más: mientras la
Iglesia
militante adora y ruega al Cordero sin mancha y a la sagrada Hostia, en
cierta
manera parece responder a la voz de la Iglesia triunfante que
perpetuamente canta: Al
que está sentado en el trono y al Cordero: bendición
y honor y gloria e imperio
por los siglos de los
siglos[175].
41. Después que, como Maestro de la Iglesia Universal,
hemos iluminado las mentes
con la luz de la verdad, explicando cuidadosamente
este misterio que comprende la
arcana unión de todos nosotros con Cristo,
juzgamos, Venerables Hermanos, propio
de Nuestro oficio pastoral estimular
también los ánimos a amar íntimamente este
místico Cuerpo con aquella
encendida caridad que se manifiesta no sólo en el
pensamiento y en las
palabras, sino también en las mismas obras.
Porque si los que
profesaban la Antigua Ley cantaron de su Ciudad terrenal: Si me
olvidare de
ti, Jerusalén, sea entregada al olvido mi diestra: mi lengua péguese a
mis
fauces, si no me acordare de ti, si no me propusiere a Jerusalén como
el
principio de mi alegría[176], con cuánta mayor gloria y más efusivo gozo
no nos
hemos de regocijar nosotros porque habitamos una Ciudad construida en
el monte
santo con vivas y escogidas piedras, siendo Cristo Jesús la primera
piedra
angular[177].
Puesto que nada más glorioso, nada más
noble, nada, a la verdad, más honroso se
puede pensar que formar parte de la
Iglesia santa, católica, apostólica y Romana,
por medio de la cual somos
hechos miembros de un solo y tan venerado Cuerpo,
somos dirigidos por una
sola y excelsa Cabeza, somos penetrados de un solo y divino
Espíritu; somos,
por último, alimentados en este terrenal destierro con una misma
doctrina y
un mismo angélico Pan, hasta que, por fin, gocemos en los cielos de una
misma
felicidad eterna.
42. Mas, para que no seamos engañados pro el
ángel de las tinieblas que se transfigura
en ángel de luz[178], sea ésta la
suprema ley de nuestro amor: que amemos a la
Esposa de Cristo cual Cristo
mismo la quiso, al conquistarla con su sangre. Conviene,
pues, que tengamos
gran afecto no sólo a los Sacramentos con los que la Iglesia,
piadosa Madre,
nos alimenta; no sólo a las solemnidades con las que nos solaza y
alegra, y a
los sagrados cantos y a los ritos litúrgicos que elevan nuestras mentes a
las
cosas celestiales, sino también a los sacramentales y a los diversos
ejercicios de
piedad, mediante los cuales la misma Iglesia suavemente atiende
a que las almas de los
fieles, con gran consuelo, se sientan suavemente
llenas del Espíritu de Cristo. Ni sólo
tenemos el deber de corresponder, como
conviene a hijos, a aquella su maternal
piedad para con nosotros, sino
también el de reverenciar su autoridad recibida de
Cristo y que cautiva
nuestros entendimientos en obsequio del mismo Cristo[179]; y
por esta razón
se nos ordena sujetarnos a sus leyes y a sus preceptos morales, a veces
un
tanto duros para nuestra naturaleza, caída de su primera inocencia; y
que
reprimamos con la mortificación voluntaria nuestro cuerpo rebelde; más
aún, se nos
aconseja abstenernos también, de vez en cuando, de las cosas
agradables aunque sean
lícitas. No basta amar este Cuerpo místico por el
esplendor de su divina Cabeza y de
sus celestiales dotes, sino que debemos
amarlo también con amor eficaz, según se
manifiesta en nuestra carne mortal,
es decir, constituido por elementos humanos y
débiles, aun cuando éstos a
veces no respondan debidamente al lugar que ocupan en
aquel venerable
Cuerpo.
43. Mas, para que este amor sólido e íntegro more en nuestras
almas y aumente de día
en día, es necesario que nos acostumbremos a ver en la
Iglesia al mismo Cristo.
Porque Cristo es quien vive en su Iglesia, quien por
medio de ella enseña, gobierna y
confiere la santidad; Cristo es también
quien de varios modos se manifiesta en sus
diversos miembros sociales.
Cuando, según eso, los fieles todos se esfuercen
realmente por vivir con este
espíritu de fe viva, entonces ciertamente no sólo honrarán
y rendirán el
debido acatamiento a los miembros más elevados de este Cuerpo místico
y,
sobre todo, a los que, por mandato de la divina Cabeza, habrán de dar un
día
cuenta de nuestras almas[180], sino que también tendrán su preocupación
por quienes
nuestro Salvador mostró amor singularísimo: es decir, por los
débiles, por los heridos,
por los enfermos, que necesitan la medicina natural
o sobrenatural; por los niños, cuya
inocencia corre hoy tantos peligros y
cuyas tiernas almas se modelan como la cera; por
los pobres, finalmente, a
quienes debemos socorrer reconociendo en ellos con suma
piedad la misma
persona de Jesucristo.
Porque, como justamente advierte el Apóstol:
Mucho más necesarios son aquellos
miembros del cuerpo que parecen más
débiles; y a los que juzgamos miembros
más viles del cuerpo, a éstos ceñimos
con mayor adorno[181]. Expresión
gravísima, que, por razón de Nuestro
altísimo oficio, juzgamos deber repetir ahora,
cuando con íntima aflicción
vemos cómo a veces se priva de la vida a los
contrahechos, a los dementes, a
los afectados por enfermedades hereditarias, por
considerarlos como una carga
molesta para la sociedad; y cómo algunos alaban esta
manera de proceder como
una nueva invención del progreso humano, sumamente
provechoso a la utilidad
común. Pero ¿qué hombre sensato no ve que esto se opone
gravísimamente no
sólo a la ley natural y divina[182], grabada en la conciencia de
todos, sino
también a los más nobles sentimientos humanos? La sangre de estos
hombres,
tanto más amados del Redentor cuanto más dignos de compasión, clama a
Dios
desde la tierra[183].
IMITEMOS EL AMOR DE CRISTO
44. Mas,
para que poco a poco no se vaya enfriando la sincera caridad con que
debemos
mirar a nuestro Salvador en la Iglesia y en los miembros de ella, es
muy
conveniente contemplar al mismo Jesús como ejemplar supremo del amor a la
Iglesia.
a) con largueza del amor
Y, en primer lugar,
imitemos la amplitud de este amor. Una es, a la verdad, la Esposa
de Cristo,
la Iglesia; sin embargo, el amor del Divino Esposo es tan vasto que
no
excluye a nadie, sino que abraza en su Esposa a todo el género humano. Y
así nuestro
Salvador derramó su sangre para reconciliar con Dios en la Cruz a
todos los hombres
de distintas naciones y pueblos, mandando que formasen un
solo Cuerpo. Por lo tanto,
el verdadero amor a la Iglesia exige no sólo que
en el mismo Cuerpo seamos
recíprocamente miembros solícitos los unos de los
otros[184], que se alegran si un
miembro es glorificado y se compadecen si
otro sufre[185], sino que aun en los demás
hombres, que todavía no están
unidos con nosotros en el Cuerpo de la Iglesia,
reconozcamos hermanos de
Cristo según la carne, llamados juntamente con nosotros a
la misma salvación
eterna. Es verdad, por desgracia, que principalmente en nuestros
días no
faltan quienes en su soberbia ensalzan la aversión, el odio, la envidia,
como
algo con que se eleva y enaltece la dignidad y el valor humano. Pero
nosotros,
mientras contemplamos con dolor los funestos frutos de esta
doctrina, sigamos a
nuestro pacífico Rey, que nos enseñó a amar no sólo a los
que no provienen de la
misma nación ni de la misma raza[186], sino aun a los
mismos enemigos[187].
Nosotros, penetrados los ánimos por la suavísima frase
del Apóstol de las Gentes,
cantemos con él mismo cuál sea la longitud, la
anchura, la altura y la profundidad de la
caridad de Cristo[188], que,
ciertamente, ni la diversidad de pueblos y costumbres
puede romper, ni el
espacio del inmenso océano disminuir ni las guerras, emprendidas
por causa
justa o injusta, destruir.
En esta gravísima hora, Venerables
Hermanos, en la que tantos dolores desgarran los
cuerpos y tantas aflicciones
las almas, conviene que todos se estimulen a esta celestial
caridad para que,
aunadas las fuerzas de todos los buenos -y mencionamos
principalmente a los
que en toda clase de asociaciones se ocupan en socorrer a los
demás-, se
venga en auxilio de tan ingentes necesidades de alma y cuerpo con
admirable
emulación de piedad y misericordia: así llegarán a resplandecer en
todas
partes la solícita generosidad y la inagotable fecundidad del Cuerpo
místico de
Jesucristo.
b) con asidua laboriosidad
45. Y
puesto que a la amplitud de la caridad con que Cristo amó a su
Iglesia
corresponde en El una constante eficacia de esa misma caridad,
también nosotros
debemos amar el Cuerpo místico de Cristo con asidua y
fervorosa voluntad.
Ciertamente no puede señalarse un momento en el cual
nuestro Redentor, desde su
Encarnación, cuando puso el primer fundamento de
su Iglesia, hasta el término de su
vida mortal, no haya trabajado hasta el
cansancio, a pesar de ser Hijo de Dios, ya con
los fúlgidos ejemplos de su
santidad, ya predicando, conversando, reuniendo y
estableciendo para formar o
confirmar su Iglesia. Deseamos, pues, que todos cuantos
reconocen a la
Iglesia como a Madre, ponderen atentamente que no sólo los ministros
sagrados
y los que se han consagrado a Dios en la vida religiosa, sino también
los
demás miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, tienen obligación, cada
uno según
sus fuerzas, de colaborar intensa y diligentemente en la
edificación e incremento del
mismo Cuerpo. Y deseamos que de una manera
especial adviertan esto -aunque por
lo demás lo hacen ya loablemente- los
que, militando en las filas de la Acción Católica,
cooperan en el ministerio
apostólico con los Obispos y los sacerdotes, como también
los que en
asociaciones piadosas prestan como auxiliares su ayuda al mismo fin. Y no
hay
quien no vea que el celo iluminado de todos éstos es ciertamente, en las
presentes
condiciones, de suma importancia y de máxima
trascendencia.
Y no podemos pasar aquí en silencio a los padres y
madres de familia, a quienes
nuestro Salvador confió los miembros más
delicados de su Cuerpo místico;
insistentemente, pues, les conjuramos, por
amor a Cristo y a la Iglesia, a que miren con
diligentísimo cuidado por la
prole que se les ha encomendado, y se esfuercen por
preservarla de todo
género de insidias con las cuales hoy tan fácilmente se la
seduce.
c) sin descuidar las oraciones
46. De una manera muy
particular mostró nuestro Redentor su ardentísimo amor para
con la Iglesia en
las piadosas súplicas que por ella dirigía al Padre celestial. Puesto
que
-bástenos recordar sólo esto- todos conocen, Venerables Hermanos, que El,
cuando
estaba ya para subir al patíbulo de la cruz, oró fervorosamente por
Pedro[189], por
los demás Apóstoles[190], y, finalmente, por todos cuantos,
mediante la predicación
de la palabra divina, habían de creer en
El[191].
Imitando, pues, este ejemplo de Cristo, roguemos cada día
al Señor de la mies para
que envíe operarios a su mies[192], y elevemos todos
cada día a los cielos la común
plegaria y encomendemos a todos los miembros
del Cuerpo místico de Jesucristo. Y
ante todo, a los Obispos, a quienes se
les ha confiado especialmente el cuidado de sus
respectivas diócesis; luego a
los sacerdotes y a los religiosos y religiosas, quienes,
llamados a la
herencia de Dios, ya en la propia patria, ya en lejanas regiones de
infieles,
defienden, acrecientan y propagan el Reino del Divino Redentor. Esta
común
plegaria no olvide, pues, a ningún miembro de este venerable Cuerpo,
pero recuerde
principalmente a quienes están agobiados por los dolores y las
angustias de esta vida
terrenal, o a los que, ya fallecidos, se purifican en
el fuego del purgatorio. Tampoco
olvide a quienes se instruyen en la doctrina
cristiana para que cuanto antes puedan ser
purificados con las aguas del
Bautismo.
Y ardientemente deseamos que, con encendida caridad,
estas comunes plegarias
comprendan también a aquellos que o todavía no han
sido iluminados con la verdad
del Evangelio ni han entrado en el seguro
aprisco de la Iglesia, o, por una lamentable
escisión de fe y de unidad,
están separados de Nos, que, aunque inmerecidamente,
representamos en este
mundo la persona de Jesucristo. Por esta causa repitamos una y
otra vez
aquella oración de nuestro Salvador al Padre celestial: Que todos sean
una
misma cosa: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, así también ellos
sean una
misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que tú me has
enviado[193].
ni aún por los que todavía no son miembros
suyos
También a aquellos que no pertenecen al organismo visible de
la Iglesia Católica,
ya desde el comienzo de Nuestro Pontificado, como bien
sabéis, Venerables
Hermanos, Nos los hemos confiado a la celestial tutela y
providencia, afirmando
solemnemente, a ejemplo del Buen Pastor, que nada Nos
preocupa más sino que
tengan vida y la tengan con mayor abundancia[194]. Esta
Nuestra solemne afirmación
deseamos repetirla por medio de esta Carta
Encíclica, en la cual hemos cantado las
alabanzas del grande y glorioso
Cuerpo de Cristo[195], implorando oraciones de
toda la Iglesia para invitar,
de lo más íntimo del corazón, a todos y a cada uno de ellos
a que,
rindiéndose libre y espontáneamente a los internos impulsos de la gracia
divina,
se esfuercen por salir de ese estado, en el que no pueden estar
seguros de su propia
salvación eterna[196]; pues, aunque por cierto
inconsciente deseo y aspiración están
ordenados al Cuerpo místico del
Redentor, carecen, sin embargo, de tantos y tan
grandes dones y socorros
celestiales, como sólo en la Iglesia Católica es posible
gozar. Entren, pues,
en la unidad católica, y, unidos todos con Nos en el único
organismo del
Cuerpo de Jesucristo, se acerquen con Nos a la única cabeza en
comunión de un
amor gloriosísimo[197]. Sin interrumpir jamás las plegarias al Espíritu
de
amor y de verdad, Nos les esperamos con los brazos elevados y abiertos, no
como
a quienes vienen a casa ajena, sino como a hijos que llegan a su propia
casa paterna.
47. Pero si deseamos que la incesante plegaria común
de todo este Cuerpo místico se
eleve hasta Dios, para que todos los
descarriados entren cuanto antes en el único redil
de Jesucristo, declaramos
con todo que es absolutamente necesario que esto se haga
libre y
espontáneamente, porque nadie cree sino queriendo[198]. Por esta razón,
si
algunos, sin fe, son de hecho obligados a entrar en el edificio de la
Iglesia, a acercarse
al altar, a recibir los Sacramentos, no hay duda de que
los tales no por ello se
convierten en verdaderos fieles de Cristo[199];
porque la fe, sin la cual es imposible
agradar a Dios[200], debe ser un
libérrimo homenaje del entendimiento y de la
voluntad[201]. Si alguna vez,
pues, aconteciere que contra la constante doctrina de
esta Sede
Apostólica[202], alguien es llevado contra su voluntad a abrazar la
fe
católica, Nos, conscientes de Nuestro oficio, no podemos menos de
reprobarlo. Pero,
puesto que los hombres gozan de una voluntad libre y pueden
también, impulsados por
las perturbaciones del alma y por las depravadas
pasiones, abusar de su libertad, por
eso es necesario que sean eficazmente
atraídos por el Padre de las luces a la verdad,
mediante el Espíritu de su
amado Hijo. Y si muchos, por desgracia, viven aún alejados
de la verdad
católica y no se someten gustosos al impulso de la gracia divina, se debe
a
que ni ellos[203] ni los fieles dirigen a Dios oraciones fervorosas por esta
intención.
Nos, por consiguiente, a todos exhortamos una y otra vez a que,
inflamados en amor a
la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Divino Redentor,
eleven continuamente estas
plegarias.
48. Y principalmente en
las presentes circunstancias parece ser, más que oportuno,
necesario, que se
ruegue con fervor por los reyes y príncipes y por todos aquellos
que,
gobernando a los pueblos, pueden con su tutela externa ayudar a la Iglesia;
para
que, restablecido el recto orden de las cosas, la paz, que es obra de la
justicia[204],
emerja para el atormentado género humano de entre las
aterradoras olas de esta
tempestad, mediante el soplo vivificante de la
caridad divina y para que nuestra santa
Madre la Iglesia pueda llevar una
vida quieta y tranquila, en toda piedad y
castidad[205]. Insistentemente se
ha de suplicar a Dios que todos cuantos están al
frente de los pueblos amen
la sabiduría[206], de tal suerte que jamás caiga sobre ellos
aquella
gravísima sentencia del Espíritu Santo: El Altísimo examinará vuestras obras y
escudriñará los pensamientos porque,
siendo ministros de su reino, no habéis
juzgado rectamente ni observado la ley de
la justicia, ni habéis procedido
según la voluntad de Dios. De manera espantosa
y repentina se os presentará,
porque se hará un riguroso juicio de aquellos que
ejercen potestad sobre
otros. Porque con los pequeños se usará misericordia,
mas los poderosos
sufrirán grandes tormentos. Porque Dios no exceptuará
persona alguna ni
respetará la grandeza de nadie; ya que El ha hecho al pequeño
y al grande y
cuida por igual de todos; si bien a los más grandes amenaza un
tormento
mayor. A vosotros, por lo tanto, Reyes, se dirigen estas mis palabras,
para
que aprendáis la sabiduría y no perezcáis[207].
d) cumpliendo lo
que falta en la pasión de Cristo
49. Cristo nuestro Señor mostró su amor
a la Esposa sin mancilla, no sólo con su
intenso trabajo y su constante
oración, sino también con sus dolores y angustias, que
sufrió libre y
amorosamente, por amor de ella: Habiendo amado a los suyos..., los
amó hasta
el fin[208]. Más aún, no conquistó la Iglesia sino con su
sangre[209].
Decididos, pues, sigamos estas huellas sangrientas de nuestro
Rey, como lo exige
nuestra salvación, que hemos de poner a buen seguro:
Porque si hemos sido
injertados con El por medio de la representación de su
muerte, igualmente lo
hemos de ser representando su resurrección[210], y, si
morimos con él, también
con él viviremos[211]. Esto lo exige, también, la
caridad genuina y eficaz de la Iglesia
y de las almas por ella engendradas
para Cristo: pues, aunque nuestro Salvador, por
medio de crueles sufrimientos
y de una acerba muerte, mereció para su Iglesia un
tesoro infinito de
gracias, sin embargo, estas gracias, por disposición de la
Divina
Providencia, no se nos conceden todas de una vez; y la mayor o menor
abundancia de
las mismas depende también no poco de nuestras buenas obras,
con las que se atrae
sobre las almas de los hombres esta verdadera lluvia
divina de celestiales dones,
gratuitamente dados por Dios. Y esta misma
lluvia de celestiales gracias será
ciertamente superabundante, si no
solamente elevamos a Dios ardientes plegarias,
sobre todo participando con
devoción, si es posible diariamente, del Sacrificio
Eucarístico; si no
solamente nos esforzamos en aliviar con obras de caridad los
sufrimientos de
tantos menesterosos; mas si también preferimos a las cosas caducas de
este
siglo los bienes imperecederos y si domamos con mortificaciones voluntarias
este
cuerpo mortal, negándole las cosas ilícitas e imponiéndole las ásperas y
arduas; si, en
fin, aceptamos con ánimo resignado, como de la mano de Dios,
los trabajos y dolores
de esta vida presente. Porque así, según el Apóstol,
cumpliremos en nuestra carne lo
que resta que padecer a Cristo, en pro de su
Cuerpo místico que es la Iglesia[212].
50. Al escribir esto, se
presenta desgraciadamente ante Nuestros ojos una ingente
multitud de
infelices desventurados que Nos hace llorar amargamente: Nos referimos a
los
enfermos, a los pobres, a los mutilados, a las viudas y huérfanos y a muchos
otros
que por sus propias calamidades o las de los suyos no raras veces
desfallecen hasta
morir. A todos aquellos, pues, que por cualquier causa
yacen en la tristeza y en la
congoja, con ánimo paterno les exhortamos a que,
confiados, levanten sus ojos al
Cielo y ofrezcan sus aflicciones a Aquel que
un día les ha de recompensar con
abundante galardón. Recuerden todos que su
dolor no es inútil, sino que para ellos
mismos y para la Iglesia ha de ser de
gran provecho, si animados con esta intención lo
toleran pacientemente. A la
más perfecta realización de este designio contribuye en
gran manera la
cotidiana oblación de sí mismos a Dios, que suelen hacer los miembros
de la
piadosa asociación llamada Apostolado de la Oración; asociación que,
como
gratísima a Dios, deseamos de corazón recomendar aquí con el mayor
encarecimiento.
Y si en todo tiempo hemos de unir nuestros dolores a los
sufrimientos del Divino
Redentor, para procurar la salvación de las almas, en
nuestros días
especialísimamente, Venerables Hermanos, tomen todos como un
deber el hacerlo así,
cuando la espantosa conflagración bélica incendia casi
todo el orbe y es causa de
tantas muertes, tantas miserias, tantas
calamidades: igualmente hoy día de un modo
particular sea obligación de todos
el apartarse de los vicios, de los halagos del siglo y
de los desenfrenados
placeres del cuerpo, y aun de aquella futilidad y vanidad de las
cosas
terrenas que en nada ayudan a la formación cristiana del alma ni a
la
consecución del Cielo. Más bien hemos de inculcar en nuestra mente
aquellas
gravísimas palabras de Nuestro inmortal Predecesor San León Magno,
quien afirma
que por el bautismo hemos sido hechos carne del
Crucificado[213]; y aquella
hermosísima súplica de San Ambrosio: Llévame, oh
Cristo, en la Cruz, que es salud
para los que yerran; sólo en ella está el
descanso de los fatigados; sólo en ella
viven cuantos
mueren[214].
Antes de terminar, no podemos menos de exhortar una y
otra vez a todos a que amen
a la santa Madre Iglesia con caridad solícita y
eficaz. Ofrezcamos cada día al Eterno
Padre nuestras oraciones, nuestros
trabajos, nuestra congojas, por su incolumidad y
por su más próspero y vasto
desarrollo, si en realidad deseamos ardientemente la
salvación de todo el
género humano redimido con la sangre divina. Y mientras el cielo
se
entenebrece con centelleantes nubarrones y grandes peligros se ciernen sobre
toda
la Humanidad y sobre la misma Iglesia, confiemos nuestras personas y
todas nuestras
cosas al Padre de la Misericordia, suplicándole: Vuelve tu
mirada, Señor, te lo
rogamos, sobre esta tu familia, por la cual nuestro
Señor Jesucristo no dudó en
entregarse en manos de los malhechores y padecer
el tormento de la Cruz[215].
LA SANTISIMA VIRGEN MARIA
51.
La Virgen Madre de Dios, cuya alma santísima fue, más que todas las
demás
creadas por Dios, llena del Espíritu divino de Jesucristo, haga
eficaces, Venerables
Hermanos, estos Nuestros deseos, que también son los
vuestros, y nos alcance a
todos un sincero amor a la Iglesia; ella que dio su
consentimiento en representación
de toda la naturaleza humana a la
realización de un matrimonio espiritual entre el
Hijo de Dios y la naturaleza
humana[216]. Ella fue la que dio a luz, con admirable
parto, a Jesucristo
Nuestro Señor, adornado ya en su seno virginal con la dignidad de
Cabeza de
la Iglesia, pues que era la fuente de toda vida sobrenatural; ella, la que
al
recién nacido presentó como Profeta, Rey y Sacerdote a aquellos que de
entre los
judíos y de entre los gentiles habían llegado los primeros a
adorarlo. Y además, su
Unigénito, accediendo en Caná de Galilea a sus
maternales ruegos, obró un
admirable milagro, por el que creyeron en El sus
discípulos[217]. Ella, la que, libre
de toda mancha personal y original,
unida siempre estrechísimamente con su Hijo, lo
ofreció como nueva Eva al
Eterno Padre en el Gólgota, juntamente con el holocausto
de sus derechos
maternos y de su materno amor, por todos los hijos de Adán
manchados con su
deplorable pecado; de tal suerte que la que era Madre corporal de
nuestra
Cabeza, fuera, por un nuevo título de dolor y de gloria, Madre espiritual
de
todos sus miembros. Ella, la que por medio de sus eficacísimas súplicas
consiguió que
el Espíritu del Divino Redentor, otorgado ya en la Cruz, se
comunicara en prodigiosos
dones a la Iglesia recién nacida, el día de
Pentecostés. Ella, en fin, soportando con
ánimo esforzado y confiado sus
inmensos dolores, como verdadera Reina de los
mártires, más que todos los
fieles, cumplió lo que resta que padecer a Cristo en sus
miembros... en pro
de su Cuerpo[de él]..., que es la Iglesia[218], y prodigó al
Cuerpo místico
de Cristo nacido del Corazón abierto de Nuestro Salvador[219] el
mismo
materno cuidado y la misma intensa caridad con que calentó y amamantó en
la
cuna al tierno Niño Jesús.
Ella, pues, Madre santísima de
todos los miembros de Cristo[220], a cuyo Corazón
Inmaculado hemos consagrado
confiadamente todos los hombres, la que ahora brilla
en el Cielo por la
gloria de su cuerpo y de su alma, y reina juntamente con su Hijo,
obtenga de
El con su apremiante intercesión que de la excelsa Cabeza desciendan
sin
interrupción -sobre todos los miembros del Cuerpo místico- copiosos
raudales de
gracias; y con su eficacísimo patrocinio, como en tiempos
pasados, proteja también
ahora a la Iglesia, y que, por fin, para ésta y para
todo el género humano, alcance
tiempos más tranquilos.
Nos,
confiados en esta sobrenatural esperanza, como auspicio de celestiales gracias
y
como testimonio de Nuestra especial benevolencia, a cada uno de
vosotros,
Venerables Hermanos, y a la grey que está a cada uno confiada,
damos de todo
corazón la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, en la
fiesta de los Santos Apóstoles
Pedro y Pablo, del año 1943, quinto de Nuestro
Pontificado.