EXHORTACI�N APOST�LICA
POSTSINODAL
ECCLESIA IN AMERICA
DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS PRESB�TEROS Y DI�CONOS
A LOS CONSAGRADOS Y CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO VIVO,
CAMINO PARA LA CONVERSI�N,
LA COMUNI�N Y LA SOLIDARIDAD
EN AM�RICA
INTRODUCCI�N
1. La Iglesia en Am�rica, llena de gozo por la fe recibida y dando gracias
a Cristo por este inmenso don, ha celebrado hace poco el quinto centenario
del comienzo de la predicaci�n del Evangelio en sus tierras. Esta
conmemoraci�n ayud� a los cat�licos americanos a ser m�s conscientes del
deseo de Cristo de encontrarse con los habitantes del llamado Nuevo Mundo
para incorporarlos a su Iglesia y hacerse presente de este modo en la
historia del Continente. La evangelizaci�n de Am�rica no es s�lo un don
del Se�or, sino tambi�n fuente de nuevas responsabilidades. Gracias a la
acci�n de los evangelizadores a lo largo y ancho de todo el Continente han
nacido de la Iglesia y del Esp�ritu innumerables hijos.(1) En sus
corazones, tanto en el pasado como en el presente, contin�an resonando las
palabras del Ap�stol: � Predicar el Evangelio no es para m� ning�n motivo
de gloria; es m�s bien un deber que me incumbe. Y �ay de m� si no
predicara el Evangelio! � (1 Co 9, 16). Este deber se funda en el
mandato del Se�or resucitado a los Ap�stoles antes de su Ascensi�n al
cielo: � Proclamad la Buena Nueva a toda la creaci�n � (Mc 16, 15).
Este mandato se dirige a la Iglesia entera, y la Iglesia en Am�rica, en
este preciso momento de su historia, est� llamada a acogerlo y responder
con amorosa generosidad a su misi�n fundamental evangelizadora. Lo
subrayaba en Bogot� mi predecesor Pablo VI, el primer Papa que visit�
Am�rica: � Corresponder� a nosotros, en cuanto representantes tuyos,
[Se�or Jes�s] y administradores de tus divinos misterios (cf. 1 Co
4, 1; 1 P 4, 10), difundir los tesoros de tu palabra, de tu gracia,
de tus ejemplos entre los hombres �.(2) El deber de la evangelizaci�n es
una urgencia de caridad para el disc�pulo de Cristo: � El amor de Cristo
nos apremia � (2 Co 5, 14), afirma el ap�stol Pablo, recordando lo
que el Hijo de Dios hizo por nosotros con su sacrificio redentor: � Uno
muri� por todos [...], para que ya no vivan para s� los que viven, sino
para aquel que muri� y resucit� por ellos � (2 Co 5, 14-15).
La conmemoraci�n de ciertas fechas especialmente evocadoras del amor de
Cristo por nosotros suscita en el �nimo, junto con el agradecimiento, la
necesidad de � anunciar las maravillas de Dios �, es decir, la necesidad
de evangelizar. As�, el recuerdo de la reciente celebraci�n de los
quinientos a�os de la llegada del mensaje evang�lico a Am�rica, esto es,
del momento en que Cristo llam� a Am�rica a la fe, y el cercano Jubileo
con que la Iglesia celebrar� los 2000 a�os de la Encarnaci�n del Hijo de
Dios, son ocasiones privilegiadas en las que, de manera espont�nea, brota
del coraz�n con m�s fuerza nuestra gratitud hacia el Se�or. Consciente de
la grandeza de estos dones recibidos, la Iglesia peregrina en Am�rica
desea hacer part�cipe de las riquezas de la fe y de la comuni�n en Cristo
a toda la sociedad y a cada uno de los hombres y mujeres que habitan en el
suelo americano.
La idea de celebrar esta Asamblea sinodal
2. Precisamente el mismo d�a en que se cumpl�an los quinientos a�os del
comienzo de la evangelizaci�n de Am�rica, el 12 de octubre de 1992, con el
deseo de abrir nuevos horizontes y dar renovado impulso a la
evangelizaci�n, en la alocuci�n con la que inaugur� los trabajos de la IV
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo, hice
la propuesta de un encuentro sinodal � en orden a incrementar la
cooperaci�n entre las diversas Iglesias particulares � para afrontar
juntas, dentro del marco de la nueva evangelizaci�n y como expresi�n de
comuni�n episcopal, � los problemas relativos a la justicia y la
solidaridad entre todas las Naciones de Am�rica �.(3) La acogida positiva
que los Episcopados de Am�rica dieron a esta propuesta, me permiti�
anunciar en la Carta apost�lica Tertio millennio adveniente el
prop�sito de convocar una asamblea sinodal � sobre la problem�tica de la
nueva evangelizaci�n en las dos partes del mismo Continente, tan diversas
entre s� por su origen y su historia, y sobre la cuesti�n de la justicia y
de las relaciones econ�micas internacionales, considerando la enorme
desigualdad entre el Norte y el Sur �.(4) Entonces se iniciaron los
trabajos preparatorios propiamente dichos, hasta llegar a la Asamblea
Especial del S�nodo de los Obispos para Am�rica, celebrada en el Vaticano
del 16 de noviembre al 12 de diciembre de 1997.
El tema de la Asamblea
3. En coherencia con la idea inicial, y o�das las sugerencias del Consejo
presinodal, viva expresi�n del sentir de muchos Pastores del pueblo de
Dios en el Continente americano, enunci� el tema de la Asamblea Especial
del S�nodo para Am�rica en los siguientes t�rminos: � Encuentro con
Jesucristo vivo, camino para la conversi�n, la comuni�n y la solidaridad
en Am�rica �. El tema as� formulado expresa claramente la centralidad de
la persona de Jesucristo resucitado, presente en la vida de la Iglesia,
que invita a la conversi�n, a la comuni�n y a la solidaridad. El punto de
partida de este programa evangelizador es ciertamente el encuentro con el
Se�or. El Esp�ritu Santo, don de Cristo en el misterio pascual, nos gu�a
hacia las metas pastorales que la Iglesia en Am�rica ha de alcanzar en el
tercer milenio cristiano.
La celebraci�n de la Asamblea como experiencia de encuentro
4. La experiencia vivida durante la Asamblea tuvo, sin duda, el car�cter
de un encuentro con el Se�or. Recuerdo gustoso, de modo especial, las dos
concelebraciones solemnes que presid� en la Bas�lica de San Pedro para la
inauguraci�n y para la clausura de los trabajos de la Asamblea. El
encuentro con el Se�or resucitado, verdadera, real y substancialmente
presente en la Eucarist�a, constituy� el clima espiritual que permiti� que
todos los Obispos de la Asamblea sinodal se reconocieran, no s�lo como
hermanos en el Se�or, sino tambi�n como miembros del Colegio episcopal,
deseosos de seguir, presididos por el Sucesor de Pedro, las huellas del
Buen Pastor, sirviendo a la Iglesia que peregrina en todas las regiones
del Continente. Fue evidente para todos la alegr�a de cuantos participaron
en la Asamblea, al descubrir en ella una ocasi�n excepcional de encuentro
con el Se�or, con el Vicario de Cristo, con tantos Obispos, sacerdotes,
consagrados y laicos venidos de todas las partes del Continente.
Sin duda, ciertos factores previos contribuyeron, de modo mediato pero
eficaz, a asegurar este clima de encuentro fraterno en la Asamblea
sinodal. En primer lugar, deben se�alarse las experiencias de comuni�n
vividas anteriormente en las Asambleas Generales del Episcopado
Latinoamericano en R�o de Janeiro (1955), Medell�n (1968), Puebla (1979) y
Santo Domingo (1992). En ellas los Pastores de la Iglesia en Am�rica
Latina reflexionaron juntos como hermanos sobre las cuestiones pastorales
m�s apremiantes en esa regi�n del Continente. A estas Asambleas deben
a�adirse las reuniones peri�dicas interamericanas de Obispos, en las
cuales los participantes tienen la posibilidad de abrirse al horizonte de
todo el Continente, dialogando sobre los problemas y desaf�os comunes que
afectan a la Iglesia en los pa�ses americanos.
Contribuir a la unidad del Continente
5. En la primera propuesta que hice en Santo Domingo, sobre la posibilidad
de celebrar una Asamblea Especial del S�nodo, se�al� que � la Iglesia, ya
a las puertas del tercer milenio cristiano y en unos tiempos en que han
ca�do muchas barreras y fronteras ideol�gicas, siente como un deber
ineludible unir espiritualmente a�n m�s a todos los pueblos que forman
este gran Continente y, a la vez, desde la misi�n religiosa que le es
propia, impulsar un esp�ritu solidario entre todos ellos �.(5) Los
elementos comunes a todos los pueblos de Am�rica, entre los que sobresale
una misma identidad cristiana as� como tambi�n una aut�ntica b�squeda del
fortalecimiento de los lazos de solidaridad y comuni�n entre las diversas
expresiones del rico patrimonio cultural del Continente, son el motivo
decisivo por el que quise que la Asamblea Especial del S�nodo de los
Obispos dedicara sus reflexiones a Am�rica como una realidad �nica. La
opci�n de usar la palabra en singular quer�a expresar no s�lo la unidad ya
existente bajo ciertos aspectos, sino tambi�n aquel v�nculo m�s estrecho
al que aspiran los pueblos del Continente y que la Iglesia desea
favorecer, dentro del campo de su propia misi�n dirigida a promover la
comuni�n de todos en el Se�or.
En el contexto de la nueva evangelizaci�n
6. En la perspectiva del Gran Jubileo del a�o 2000 he querido que tuviera
lugar una Asamblea Especial del S�nodo de los Obispos para cada uno de los
cinco Continentes: tras las dedicadas a �frica (1994), Am�rica (1997),
Asia (1998) y, muy recientemente, Ocean�a (1998), en este a�o de 1999 con
la ayuda del Se�or se celebrar� una nueva Asamblea Especial para Europa.
De este modo, durante el a�o jubilar, ser� posible una Asamblea General
Ordinaria que sintetice y saque las conclusiones de los ricos materiales
que las diversas Asambleas continentales han ido aportando. Esto ser�
posible por el hecho de que en todos estos S�nodos ha habido
preocupaciones semejantes y centros comunes de inter�s. En este sentido,
refiri�ndome a esta serie de Asambleas sinodales, he se�alado c�mo en
todas � el tema de fondo es el de la evangelizaci�n, mejor todav�a, el de
la nueva evangelizaci�n, cuyas bases fueron fijadas por la Exhortaci�n
Apost�lica Evangelii nuntiandi de Pablo VI �.(6) Por ello, tanto en
mi primera indicaci�n sobre la celebraci�n de esta Asamblea Especial del
S�nodo como m�s tarde en su anuncio expl�cito, una vez que todos los
Episcopados de Am�rica hicieron suya la idea, indiqu� que sus
deliberaciones habr�an de discurrir � dentro del marco de la nueva
evangelizaci�n �,(7) afrontando los problemas sobresalientes de la
misma.(8)
Esta preocupaci�n era m�s obvia ya que yo mismo hab�a formulado el primer
programa de una nueva evangelizaci�n en suelo americano. En efecto, cuando
la Iglesia en toda Am�rica se preparaba para recordar los quinientos a�os
del comienzo de la primera evangelizaci�n del Continente, hablando al
Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) en Puerto Pr�ncipe (Hait�)
afirm�: � La conmemoraci�n del medio milenio de evangelizaci�n tendr� su
significaci�n plena si es un compromiso vuestro como Obispos, junto con
vuestro presbiterio y fieles; compromiso, no de reevangelizaci�n, pero s�
de una evangelizaci�n nueva. Nueva en su ardor, en sus m�todos, en su
expresi�n �.(9) M�s tarde invit� a toda la Iglesia a llevar a cabo esta
exhortaci�n, aunque el programa evangelizador, al extenderse a la gran
diversidad que presenta hoy el mundo entero, debe diversificarse seg�n dos
situaciones claramente diferentes: la de los pa�ses muy afectados por el
secularismo y la de aquellos otros donde � todav�a se conservan muy vivas
las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana �.(10) Se
trata, sin duda, de dos situaciones presentes, en grado diverso, en
diferentes pa�ses o, quiz�s mejor, en diversos ambientes concretos dentro
de los pa�ses del Continente americano.
Con la presencia y la ayuda del Se�or
7. El mandato de evangelizar, que el Se�or resucitado dej� a su Iglesia,
va acompa�ado por la seguridad, basada en su promesa, de que �l sigue
viviendo y actuando entre nosotros: � He aqu� que yo estoy con vosotros
todos los d�as hasta el fin del mundo � (Mt 28, 20). Esta presencia
misteriosa de Cristo en su Iglesia es la garant�a de su �xito en la
realizaci�n de la misi�n que le ha sido confiada. Al mismo tiempo, esa
presencia hace tambi�n posible nuestro encuentro con �l, como Hijo enviado
por el Padre, como Se�or de la Vida que nos comunica su Esp�ritu. Un
encuentro renovado con Jesucristo har� conscientes a todos los miembros de
la Iglesia en Am�rica de que est�n llamados a continuar la misi�n del
Redentor en esas tierras.
El encuentro personal con el Se�or, si es aut�ntico, llevar� tambi�n
consigo la renovaci�n eclesial: las Iglesias particulares del Continente,
como Iglesias hermanas y cercanas entre s�, acrecentar�n los v�nculos de
cooperaci�n y solidaridad para prolongar y hacer m�s viva la obra
salvadora de Cristo en la historia de Am�rica. En una actitud de apertura
a la unidad, fruto de una verdadera comuni�n con el Se�or resucitado, las
Iglesias particulares, y en ellas cada uno de sus miembros, descubrir�n, a
trav�s de la propia experiencia espiritual que el � encuentro con
Jesucristo vivo � es � camino para la conversi�n, la comuni�n y la
solidaridad �. Y, en la medida en que estas metas vayan siendo alcanzadas,
ser� posible una dedicaci�n cada vez mayor a la nueva evangelizaci�n de
Am�rica.
CAP�TULO I
EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO VIVO
� Hemos encontrado al Mes�as � (Jn 1, 41)
Los encuentros con el Se�or en el Nuevo Testamento
8. Los Evangelios relatan numerosos encuentros de Jes�s con hombres y
mujeres de su tiempo. Una caracter�stica com�n a todos estos episodios es
la fuerza transformadora que tienen y manifiestan los encuentros con
Jes�s, ya que � abren un aut�ntico proceso de conversi�n, comuni�n y
solidaridad �.(11) Entre los m�s significativos est� el de la mujer
samaritana (cf. Jn 4, 5-42). Jes�s la llama para saciar su sed, que
no era s�lo material, pues, en realidad, � el que ped�a beber, ten�a sed
de la fe de la misma mujer �.(12) Al decirle, � dame de beber � (Jn
4, 7), y al hablarle del agua viva, el Se�or suscita en la samaritana una
pregunta, casi una oraci�n, cuyo alcance real supera lo que ella pod�a
comprender en aquel momento: � Se�or, dame de esa agua, para que no tenga
m�s sed � (Jn 4, 15). La samaritana, aunque � todav�a no entend�a
�,(13) en realidad estaba pidiendo el agua viva de que le hablaba su
divino interlocutor. Al revelarle Jes�s su mesianidad (cf. Jn 4,
26), la samaritana se siente impulsada a anunciar a sus conciudadanos que
ha descubierto el Mes�as (cf. Jn 4, 28-30). As� mismo, cuando Jes�s
encuentra a Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10) el fruto m�s preciado es su
conversi�n: �ste, consciente de las injusticias que ha cometido, decide
devolver con creces �� el cu�druple �� a quienes hab�a defraudado. Adem�s,
asume una actitud de desprendimiento de las cosas materiales y de caridad
hacia los necesitados, que lo lleva a dar a los pobres la mitad de sus
bienes.
Una menci�n especial merecen los encuentros con Cristo resucitado narrados
en el Nuevo Testamento. Gracias a su encuentro con el Resucitado, Mar�a
Magdalena supera el desaliento y la tristeza causados por la muerte del
Maestro (cf. Jn 20, 11-18). En su nueva dimensi�n pascual, Jes�s la
env�a a anunciar a los disc�pulos que �l ha resucitado (cf. Jn 20,
17). Por este hecho se ha llamado a Mar�a Magdalena � la ap�stol de los
ap�stoles �.(14) Por su parte, los disc�pulos de Ema�s, despu�s de
encontrar y reconocer al Se�or resucitado, vuelven a Jerusal�n para contar
a los ap�stoles y a los dem�s disc�pulos lo que les hab�a sucedido (cf.
Lc 24, 13-35). Jes�s, �empezando por Mois�s y continuando por todos
los profetas, les explic� lo que hab�a sobre �l en todas las Escrituras� (Lc
24, 27). Los dos disc�pulos reconocer�an m�s tarde que su coraz�n ard�a
mientras el Se�or les hablaba en el camino explic�ndoles las Escrituras
(cf. Lc 24, 32). No hay duda de que san Lucas al narrar este
episodio, especialmente el momento decisivo en que los dos disc�pulos
reconocen a Jes�s, hace una alusi�n expl�cita a los relatos de la
instituci�n de la Eucarist�a, es decir, al modo como Jes�s actu� en la
�ltima Cena (cf. Lc 24, 30). El evangelista, para relatar lo que
los disc�pulos de Ema�s cuentan a los Once, utiliza una expresi�n que en
la Iglesia naciente ten�a un significado eucar�stico preciso: � Le hab�an
conocido en la fracci�n del pan � (Lc 24, 35).
Entre los encuentros con el Se�or resucitado, uno de los que han tenido un
influjo decisivo en la historia del cristianismo es, sin duda, la
conversi�n de Saulo, el futuro Pablo y ap�stol de los gentiles, en el
camino de Damasco. All� tuvo lugar el cambio radical de su existencia, de
perseguidor a ap�stol (cf. Hch 9, 3-30; 22, 6-11; 26, 12-18). El
mismo Pablo habla de esta extraordinaria experiencia como de una
revelaci�n del Hijo de Dios � para que le anunciase entre los gentiles � (Ga
1, 16).
La invitaci�n del Se�or respeta siempre la libertad de los que llama. Hay
casos en que el hombre, al encontrarse con Jes�s, se cierra al cambio de
vida al que �l lo invita. Fueron numerosos los casos de contempor�neos de
Jes�s que lo vieron y oyeron, y, sin embargo, no se abrieron a su palabra.
El Evangelio de san Juan se�ala el pecado como la causa que impide al ser
humano abrirse a la luz que es Cristo: � Vino la luz al mundo y los
hombres amaron m�s las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas �
(Jn 3, 19). Los textos evang�licos ense�an que el apego a las
riquezas es un obst�culo para acoger el llamado a un seguimiento generoso
y pleno de Jes�s. T�pico es, a este respecto, el caso del joven rico (cf.
Mt 19, 16-22; Mc 10, 17-22; Lc 18, 18-23).
Encuentros personales y encuentros comunitarios
9. Algunos encuentros con Jes�s, narrados en los Evangelios, son
claramente personales como, por ejemplo, las llamadas vocacionales (cf.
Mt 4, 19; 9, 9; Mc 10, 21; Lc 9, 59). En ellos Jes�s
trata con intimidad a sus interlocutores: � Rabb� �que quiere decir
�Maestro�� �d�nde vives? � [...] � Venid y lo ver�is � (Jn 1,
38-39). Otras veces, en cambio, los encuentros tienen un car�cter
comunitario. As� son, en concreto, los encuentros con los Ap�stoles, que
tienen una importancia fundamental para la constituci�n de la Iglesia. En
efecto, los Ap�stoles, elegidos por Jes�s de entre un grupo m�s amplio de
disc�pulos (cf. Mc 3, 13-19; Lc 6, 12-16), son objeto de una
formaci�n especial y de una comunicaci�n m�s �ntima. A la multitud Jes�s
le habla en par�bolas que s�lo explica a los Doce: � Es que a vosotros se
os ha dado a conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos
no � (Mt 13, 11). Los Ap�stoles est�n llamados a ser los
anunciadores de la Buena Nueva y a desarrollar una misi�n especial para
edificar la Iglesia con la gracia de los Sacramentos. Para este fin,
reciben la potestad necesaria: les da el poder de perdonar los pecados
apelando a la plenitud de ese mismo poder en el cielo y en la tierra que
el Padre le ha dado (cf. Mt 28, 18). Ellos ser�n los primeros en
recibir el don del Esp�ritu Santo (cf. Hch 2, 1-4), don que
recibir�n m�s tarde quienes se incorporen a la Iglesia por los sacramentos
de la iniciaci�n cristiana (cf. Hch 2, 38).
El encuentro con Cristo en el tiempo de la Iglesia
10. La Iglesia es el lugar donde los hombres, encontrando a Jes�s, pueden
descubrir el amor del Padre: en efecto, el que ha visto a Jes�s ha visto
al Padre (cf. Jn 14, 9). Jes�s, despu�s de su ascensi�n al cielo, act�a
mediante la acci�n poderosa del Par�clito (cf. Jn 16, 7), que
transforma a los creyentes d�ndoles la nueva vida. De este modo ellos
llegan a ser capaces de amar con el mismo amor de Dios, � que ha sido
derramado en nuestros corazones por el Esp�ritu Santo que se nos ha dado �
(Rm 5, 5). La gracia divina prepara, adem�s, a los cristianos a ser
agentes de la transformaci�n del mundo, instaurando en �l una nueva
civilizaci�n, que mi predecesor Pablo VI llam� justamente � civilizaci�n
del amor �.(15)
En efecto, � el Verbo de Dios, asumiendo en todo la naturaleza humana
menos en el pecado (cf. Hb 4, 11), manifiesta el plan del Padre, de
revelar a la persona humana el modo de llegar a la plenitud de su propia
vocaci�n [...] As�, Jes�s no s�lo reconcilia al hombre con Dios, sino que
lo reconcilia tambi�n consigo mismo, revel�ndole su propia naturaleza
�.(16) Con estas palabras los Padres sinodales, en la l�nea del Concilio
Vaticano II, han reafirmado que Jes�s es el camino a seguir para llegar a
la plena realizaci�n personal, que culmina en el encuentro definitivo y
eterno con Dios. � Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al
Padre sino por m� � (Jn 14, 6). Dios nos � predestin� a reproducir
la imagen de su Hijo, para que fuera �l el primog�nito entre muchos
hermanos � (Rm 8, 29). Jesucristo es, pues, la respuesta definitiva
a la pregunta sobre el sentido de la vida y a los interrogantes
fundamentales que asedian tambi�n hoy a tantos hombres y mujeres del
continente americano.
Por medio de Mar�a encontramos a Jes�s
11. Cuando naci� Jes�s, los magos de Oriente acudieron a Bel�n y � vieron
al Ni�o con Mar�a su Madre � (Mt 2, 11). Al inicio de la vida
p�blica, en las bodas de Can�, cuando el Hijo de Dios realiz� el primero
de sus signos, suscitando la fe de los disc�pulos (Jn 2, 11), es
Mar�a la que interviene y orienta a los servidores hacia su Hijo con estas
palabras: � Haced lo que �l os diga � (Jn 2, 5). A este respecto,
he escrito en otra ocasi�n: � La Madre de Cristo se presenta ante los
hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas
exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder
salv�fico del Mes�as �.(17) Por eso, Mar�a es un camino seguro para
encontrar a Cristo. La piedad hacia la Madre del Se�or, cuando es
aut�ntica, anima siempre a orientar la propia vida seg�n el esp�ritu y los
valores del Evangelio.
�C�mo no poner de relieve el papel que la Virgen tiene respecto a la
Iglesia peregrina en Am�rica, en camino al encuentro con el Se�or? En
efecto, la Sant�sima Virgen, � de manera especial, est� ligada al
nacimiento de la Iglesia en la historia de [...] los pueblos de Am�rica,
que por Mar�a llegaron al encuentro con el Se�or �.(18)
En todas las partes del Continente la presencia de la Madre de Dios ha
sido muy intensa desde los d�as de la primera evangelizaci�n, gracias a la
labor de los misioneros. En su predicaci�n, � el Evangelio ha sido
anunciado presentando a la Virgen Mar�a como su realizaci�n m�s alta.
Desde los or�genes �en su advocaci�n de Guadalupe� Mar�a constituy� el
gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercan�a del Padre
y de Cristo, con quienes ella nos invita a entrar en comuni�n �.(19)
La aparici�n de Mar�a al indio Juan Diego en la colina del Tepeyac, el a�o
1531, tuvo una repercusi�n decisiva para la evangelizaci�n.(20) Este
influjo va m�s all� de los confines de la naci�n mexicana, alcanzando todo
el Continente. Y Am�rica, que hist�ricamente ha sido y es crisol de
pueblos, ha reconocido � en el rostro mestizo de la Virgen del Tepeyac,
[...] en Santa Mar�a de Guadalupe, [...] un gran ejemplo de evangelizaci�n
perfectamente inculturada �.(21) Por eso, no s�lo en el Centro y en el
Sur, sino tambi�n en el Norte del Continente, la Virgen de Guadalupe es
venerada como Reina de toda Am�rica.(22)
A lo largo del tiempo ha ido creciendo cada vez m�s en los Pastores y
fieles la conciencia del papel desarrollado por la Virgen en la
evangelizaci�n del Continente. En la oraci�n compuesta para la Asamblea
Especial del S�nodo de los Obispos para Am�rica, Mar�a Sant�sima de
Guadalupe es invocada como � Patrona de toda Am�rica y Estrella de la
primera y de la nueva evangelizaci�n �. En este sentido, acojo gozoso la
propuesta de los Padres sinodales de que el d�a 12 de diciembre se celebre
en todo el Continente la fiesta de Nuestra Se�ora de Guadalupe, Madre y
Evangelizadora de Am�rica.(23) Abrigo en mi coraz�n la firme esperanza de
que ella, a cuya intercesi�n se debe el fortalecimiento de la fe de los
primeros disc�pulos (cf. Jn 2, 11), gu�e con su intercesi�n
maternal a la Iglesia en este Continente, alcanz�ndole la efusi�n del
Esp�ritu Santo como en la Iglesia naciente (cf. Hch 1, 14), para
que la nueva evangelizaci�n produzca un espl�ndido florecimiento de vida
cristiana.
Lugares de encuentro con Cristo
12. Contando con el auxilio de Mar�a, la Iglesia en Am�rica desea conducir
a los hombres y mujeres de este Continente al encuentro con Cristo, punto
de partida para una aut�ntica conversi�n y para una renovada comuni�n y
solidaridad. Este encuentro contribuir� eficazmente a consolidar la fe de
muchos cat�licos, haciendo que madure en fe convencida, viva y operante.
Para que la b�squeda de Cristo presente en su Iglesia no se reduzca a algo
meramente abstracto, es necesario mostrar los lugares y momentos concretos
en los que, dentro de la Iglesia, es posible encontrarlo. La reflexi�n de
los Padres sinodales a este respecto ha sido rica en sugerencias y
observaciones.
Ellos han se�alado, en primer lugar, � la Sagrada Escritura le�da a la luz
de la Tradici�n, de los Padres y del Magisterio, profundizada en la
meditaci�n y la oraci�n �.(24) Se ha recomendado fomentar el conocimiento
de los Evangelios, en los que se proclama, con palabras f�cilmente
accesibles a todos, el modo como Jes�s vivi� entre los hombres. La lectura
de estos textos sagrados, cuando se escucha con la misma atenci�n con que
las multitudes escuchaban a Jes�s en la ladera del monte de las
Bienaventuranzas o en la orilla del lago de Tiber�ades mientras predicaba
desde la barca, produce verdaderos frutos de conversi�n del coraz�n.
Un segundo lugar para el encuentro con Jes�s es la sagrada Liturgia.(25)
Al Concilio Vaticano II debemos una riqu�sima exposici�n de las m�ltiples
presencias de Cristo en la Liturgia, cuya importancia debe llevar a hacer
de ello objeto de una constante predicaci�n: Cristo est� presente en el
celebrante que renueva en el altar el mismo y �nico sacrificio de la Cruz;
est� presente en los Sacramentos en los que act�a su fuerza eficaz. Cuando
se proclama su palabra, es �l mismo quien nos habla. Est� presente adem�s
en la comunidad, en virtud de su promesa: � Donde est�n dos o tres
reunidos en mi nombre, all� estoy yo en medio de ellos � (Mt 18,
20). Est� presente � sobre todo bajo las especies eucar�sticas �.(26) Mi
predecesor Pablo VI crey� necesario explicar la singularidad de la
presencia real de Cristo en la Eucarist�a, que � se llama �real� no por
exclusi�n, como si las otras presencias no fueran �reales�, sino por
antonomasia, porque es substancial �.(27) Bajo las especies de pan y vino,
� Cristo todo entero est� presente en su �realidad f�sica� a�n
corporalmente �.(28)
La Escritura y la Eucarist�a, como lugares de encuentro con Cristo, est�n
sugeridas en el relato de la aparici�n del Resucitado a los dos disc�pulos
de Ema�s. Adem�s, el texto del Evangelio sobre el juicio final (cf. Mt
25, 31-46), en el que se afirma que seremos juzgados sobre el amor a los
necesitados, en quienes misteriosamente est� presente el Se�or Jes�s,
indica que no se debe descuidar un tercer lugar de encuentro con Cristo: �
Las personas, especialmente los pobres, con los que Cristo se identifica
�.(29) Como recordaba el Papa Pablo VI, al clausurar el Concilio Vaticano
II, � en el rostro de cada hombre, especialmente si se ha hecho
transparente por sus l�grimas y por sus dolores, podemos y debemos
reconocer el rostro de Cristo (cf. Mt 25, 40), el Hijo del hombre
�.(30)
CAPITULO II
EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO
EN EL HOY DE AMERICA
� A quien se le dio mucho, se le reclamar� mucho � (Lc 12, 48)
Situaci�n de los hombres y mujeres de Am�rica
y su encuentro con el Se�or
13. En los Evangelios se narran encuentros con Cristo de personas en
situaciones muy diferentes. A veces se trata de situaciones de pecado, que
dejan entrever la necesidad de la conversi�n y del perd�n del Se�or. En
otras circunstancias se dan actitudes positivas de b�squeda de la verdad,
de aut�ntica confianza en Jes�s, que llevan a establecer una relaci�n de
amistad con �l, y que estimulan el deseo de imitarlo. No pueden olvidarse
tampoco los dones con los que el Se�or prepara a algunos para un encuentro
posterior. As� Dios, haciendo a Mar�a � llena de gracia � (Lc 1,
28) desde el primer momento, la prepar� para que en ella tuviera lugar el
m�s importante encuentro divino con la naturaleza humana: el misterio
inefable de la Encarnaci�n.
Como los pecados y las virtudes sociales no existen en abstracto, sino que
son el resultado de actos personales,(31) es necesario tener presente que
Am�rica es hoy una realidad compleja, fruto de las tendencias y modos de
proceder de los hombres y mujeres que lo habitan. En esta situaci�n real y
concreta es donde ellos han de encontrarse con Jes�s.
Identidad cristiana de Am�rica
14. El mayor don que Am�rica ha recibido del Se�or es la fe, que ha ido
forjando su identidad cristiana. Hace ya m�s de quinientos a�os que el
nombre de Cristo comenz� a ser anunciado en el Continente. Fruto de la
evangelizaci�n, que ha acompa�ado los movimientos migratorios desde
Europa, es la fisonom�a religiosa americana, impregnada de los valores
morales que, si bien no siempre se han vivido coherentemente y en
ocasiones se han puesto en discusi�n, pueden considerarse en cierto modo
patrimonio de todos los habitantes de Am�rica, incluso de quienes no se
identifican con ellos. Es claro que la identidad cristiana de Am�rica no
puede considerarse como sin�nimo de identidad cat�lica. La presencia de
otras confesiones cristianas en grado mayor o menor en diferentes partes
de Am�rica, hace especialmente urgente el compromiso ecum�nico, para
buscar la unidad entre todos los creyentes en Cristo.(32)
Frutos de santidad
15. La expresi�n y los mejores frutos de la identidad cristiana de Am�rica
son sus santos. En ellos, el encuentro con Cristo vivo � es tan profundo y
comprometido [...] que se convierte en fuego que lo consume todo, e
impulsa a construir su Reino, a hacer que �l y la nueva alianza sean el
sentido y el alma de [...] la vida personal y comunitaria �.(33) Am�rica
ha visto florecer los frutos de la santidad desde los comienzos de su
evangelizaci�n. Este es el caso de santa Rosa de Lima (1586-1617), � la
primera flor de santidad en el Nuevo Mundo �, proclamada patrona principal
de Am�rica en 1670 por el Papa Clemente X.(34) Despu�s de ella, el
santoral americano se ha ido incrementando hasta alcanzar su amplitud
actual.(35) Las beatificaciones y canonizaciones, con las que no pocos
hijos e hijas del Continente han sido elevados al honor de los altares,
ofrecen modelos heroicos de vida cristiana en la diversidad de estados de
vida y de ambientes sociales. La Iglesia, al beatificarlos o canonizarlos,
ve en ellos a poderosos intercesores unidos a Jesucristo, sumo y eterno
Sacerdote, mediador entre Dios y los hombres. Los Beatos y Santos de
Am�rica acompa�an con solicitud fraterna a los hombres y mujeres de su
tierra que, entre gozos y sufrimientos, caminan hacia el encuentro
definitivo con el Se�or.(36) Para fomentar cada vez m�s su imitaci�n y
para que los fieles recurran de una manera m�s frecuente y fructuosa a su
intercesi�n, considero muy oportuna la propuesta de los Padres sinodales
de preparar � una colecci�n de breves biograf�as de los Santos y Beatos
americanos. Esto puede iluminar y estimular en Am�rica la respuesta a la
vocaci�n universal a la santidad �.(37)
Entre sus Santos, � la historia de la evangelizaci�n de Am�rica reconoce
numerosos m�rtires, varones y mujeres, tanto Obispos, como presb�teros,
religiosos y laicos, que con su sangre regaron [...] [estas] naciones.
Ellos, como nube de testigos (cf. Hb 12, 1), nos estimulan para que
asumamos hoy, sin temor y ardorosamente, la nueva evangelizaci�n �.(38) Es
necesario que sus ejemplos de entrega sin l�mites a la causa del Evangelio
sean no s�lo preservados del olvido, sino m�s conocidos y difundidos entre
los fieles del Continente. Al respecto, escrib�a en la Tertio millennio
adveniente: � Las Iglesias locales hagan todo lo posible por no perder
el recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello la
documentaci�n necesaria �.(39)
La piedad popular
16. Una caracter�stica peculiar de Am�rica es la existencia de una piedad
popular profundamente enraizada en sus diversas naciones. Est� presente en
todos los niveles y sectores sociales, revistiendo una especial
importancia como lugar de encuentro con Cristo para todos aquellos que con
esp�ritu de pobreza y humildad de coraz�n buscan sinceramente a Dios (cf.
Mt 11, 25). Las expresiones de esta piedad son numerosas: � Las
peregrinaciones a los santuarios de Cristo, de la Sant�sima Virgen y de
los santos, la oraci�n por las almas del purgatorio, el uso de
sacramentales (agua, aceite, cirios...). �stas y tantas otras expresiones
de la piedad popular ofrecen oportunidad para que los fieles encuentren a
Cristo viviente �.(40) Los Padres sinodales han subrayado la urgencia de
descubrir, en las manifestaciones de la religiosidad popular, los
verdaderos valores espirituales, para enriquecerlos con los elementos de
la genuina doctrina cat�lica, a fin de que esta religiosidad lleve a un
compromiso sincero de conversi�n y a una experiencia concreta de
caridad.(41) La piedad popular, si est� orientada convenientemente,
contribuye tambi�n a acrecentar en los fieles la conciencia de pertenecer
a la Iglesia, alimentando su fervor y ofreciendo as� una respuesta v�lida
a los actuales desaf�os de la secularizaci�n.(42)
Ya que en Am�rica la piedad popular es expresi�n de la inculturaci�n de la
fe cat�lica y muchas de sus manifestaciones han asumido formas religiosas
aut�ctonas, es oportuno destacar la posibilidad de sacar de ellas, con
clarividente prudencia, indicaciones v�lidas para una mayor inculturaci�n
del Evangelio.(43) Ello es especialmente importante entre las poblaciones
ind�genas, para que � las semillas del Verbo � presentes en sus culturas
lleguen a su plenitud en Cristo.(44) Lo mismo debe decirse de los
americanos de origen africano. La Iglesia � reconoce que tiene la
obligaci�n de acercarse a estos americanos a partir de su cultura,
considerando seriamente las riquezas espirituales y humanas de esta
cultura que marca su modo de celebrar el culto, su sentido de alegr�a y de
solidaridad, su lengua y sus tradiciones �.(45)
Presencia cat�lico-oriental en Am�rica
17. La inmigraci�n a Am�rica es casi una constante de su historia desde
los comienzos de la evangelizaci�n hasta nuestros d�as. Dentro de este
complejo fen�meno debe se�alarse que, en los �ltimos tiempos, diversas
regiones de Am�rica han acogido a numerosos miembros de las Iglesias
cat�licas orientales que, por diversas causas, han abandonado sus
territorios de origen. Un primer movimiento migratorio proced�a, sobre
todo, de Ucrania occidental; posteriormente se ha extendido a las naciones
del Medio Oriente. De este modo, ha sido necesaria pastoralmente la
creaci�n de una jerarqu�a cat�lica oriental para estos fieles inmigrantes
y para sus descendientes. Las normas emanadas por el Concilio Vaticano II,
que los Padres sinodales han recordado, reconocen que las Iglesias
orientales � tienen derecho y obligaci�n de regirse seg�n sus respectivas
disciplinas peculiares �, ya que tienen la misi�n de dar testimonio de una
antiqu�sima tradici�n doctrinal, lit�rgica y mon�stica. Por otra parte,
dichas Iglesias deben conservar sus propias disciplinas, ya que �stas �
son m�s adaptadas a las costumbres de sus fieles y resultan m�s adecuadas
para procurar el bien de las almas �.(46) Si la Comunidad eclesial
universal necesita la sinergia entre las Iglesias particulares de
Oriente y de Occidente para poder respirar con sus dos pulmones, en la
esperanza de lograr hacerlo plenamente a trav�s de la perfecta comuni�n
entre la Iglesia cat�lica y las orientales separadas,(47) hay que
alegrarse por la reciente implantaci�n de Iglesias orientales junto a las
latinas, establecidas all� desde el principio, porque de este modo puede
manifestarse mejor la catolicidad de la Iglesia del Se�or.(48)
La Iglesia en el campo de la educaci�n y de la acci�n social
18. Entre los factores que favorecen la influencia de la Iglesia en la
formaci�n cristiana de los americanos, debe se�alarse su amplia presencia
en el campo de la educaci�n y, de modo especial, en el mundo
universitario. Las numerosas Universidades cat�licas diseminadas por el
Continente son un rasgo caracter�stico de la vida eclesial en Am�rica. As�
mismo, en la ense�anza primaria y secundaria el alto n�mero de escuelas
cat�licas ofrece la posibilidad de una acci�n evangelizadora de alcance
muy amplio, siempre que vaya acompa�ada por una decidida voluntad de
impartir una educaci�n verdaderamente cristiana.(49)
Otro campo importante en el que la Iglesia est� presente en toda Am�rica
es el de la asistencia caritativa y social. Las m�ltiples iniciativas para
la atenci�n de los ancianos, los enfermos y de cuantos est�n necesitados
de auxilio en asilos, hospitales, dispensarios, comedores gratuitos y
otros centros sociales, son testimonio palpable del amor preferencial por
los pobres que la Iglesia en Am�rica lleva adelante movida por el amor a
su Se�or y consciente de que � Jes�s se ha identificado con ellos (cf.
Mt 25, 31-46) �.(50) En esta tarea, que no conoce fronteras, la
Iglesia ha sabido crear una conciencia de solidaridad concreta entre las
diversas comunidades del Continente y del mundo entero, manifestando as�
la fraternidad que debe caracterizar a los cristianos de todo tiempo y
lugar.
El servicio a los pobres, para que sea evang�lico y evangelizador, ha de
ser fiel reflejo de la actitud de Jes�s, que vino � para anunciar a los
pobres la Buena Nueva � (Lc 4, 18). Realizado con este esp�ritu,
llega a ser manifestaci�n del amor infinito de Dios por todos los hombres
y un modo elocuente de transmitir la esperanza de salvaci�n que Cristo ha
tra�do al mundo, y que resplandece de manera particular cuando es
comunicada a los abandonados y desechados de la sociedad.
Esta constante dedicaci�n a los pobres y desheredados se refleja en el
Magisterio social de la Iglesia, que no se cansa de invitar a la comunidad
cristiana a comprometerse en la superaci�n de toda forma de explotaci�n y
opresi�n. En efecto, se trata no s�lo de aliviar las necesidades m�s
graves y urgentes mediante acciones individuales y espor�dicas, sino de
poner de relieve las ra�ces del mal, proponiendo intervenciones que den a
las estructuras sociales, pol�ticas y econ�micas una configuraci�n m�s
justa y solidaria.
Creciente respeto de los derechos humanos
19. En el �mbito civil, pero con implicaciones morales inmediatas, debe
se�alarse entre los aspectos positivos de la Am�rica actual la creciente
implantaci�n en todo el Continente de sistemas pol�ticos democr�ticos y la
progresiva reducci�n de reg�menes dictatoriales. La Iglesia ve con agrado
esta evoluci�n, en la medida en que esto favorezca cada vez m�s un
evidente respeto de los derechos de cada uno, incluidos los del procesado
y del reo, respecto a los cuales no es leg�timo el recurso a m�todos de
detenci�n y de interrogatorio �pienso concretamente en la tortura� lesivos
de la dignidad humana. En efecto, � el Estado de Derecho es la condici�n
necesaria para establecer una verdadera democracia �.(51)
Por otra parte, la existencia de un Estado de Derecho implica en los
ciudadanos y, m�s a�n, en la clase dirigente el convencimiento de que la
libertad no puede estar desvinculada de la verdad.(52) En efecto, � los
graves problemas que amenazan la dignidad de la persona humana, la
familia, el matrimonio, la educaci�n, la econom�a y las condiciones de
trabajo, la calidad de la vida y la vida misma, proponen la cuesti�n del
Derecho �.(53) Los Padres sinodales han subrayado con raz�n que � los
derechos fundamentales de la persona humana est�n inscritos en su misma
naturaleza, son queridos por Dios y, por tanto, exigen su observancia y
aceptaci�n universal. Ninguna autoridad humana puede transgredirlos
apelando a la mayor�a o a los consensos pol�ticos, con el pretexto de que
as� se respetan el pluralismo y la democracia. Por ello, la Iglesia debe
comprometerse en formar y acompa�ar a los laicos que est�n presentes en
los �rganos legislativos, en el gobierno y en la administraci�n de la
justicia, para que las leyes expresen siempre los principios y los valores
morales que sean conformes con una sana antropolog�a y que tengan presente
el bien com�n �.(54)
El fen�meno de la globalizaci�n
20. Una caracter�stica del mundo actual es la tendencia a la
globalizaci�n, fen�meno que, aun no siendo exclusivamente americano, es
m�s perceptible y tiene mayores repercusiones en Am�rica. Se trata de un
proceso que se impone debido a la mayor comunicaci�n entre las diversas
partes del mundo, llevando pr�cticamente a la superaci�n de las
distancias, con efectos evidentes en campos muy diversos.
Desde el punto de vista �tico, puede tener una valoraci�n positiva o
negativa. En realidad, hay una globalizaci�n econ�mica que trae consigo
ciertas consecuencias positivas, como el fomento de la eficiencia y el
incremento de la producci�n, y que, con el desarrollo de las relaciones
entre los diversos pa�ses en lo econ�mico, puede fortalecer el proceso de
unidad de los pueblos y realizar mejor el servicio a la familia humana.
Sin embargo, si la globalizaci�n se rige por las meras leyes del mercado
aplicadas seg�n las conveniencias de los poderosos, lleva a consecuencias
negativas. Tales son, por ejemplo, la atribuci�n de un valor absoluto a la
econom�a, el desempleo, la disminuci�n y el deterioro de ciertos servicios
p�blicos, la destrucci�n del ambiente y de la naturaleza, el aumento de
las diferencias entre ricos y pobres, y la competencia injusta que coloca
a las naciones pobres en una situaci�n de inferioridad cada vez m�s
acentuada.(55) La Iglesia, aunque reconoce los valores positivos que la
globalizaci�n comporta, mira con inquietud los aspectos negativos
derivados de ella.
�Y qu� decir de la globalizaci�n cultural producida por la fuerza de los
medios de comunicaci�n social? �stos imponen nuevas escalas de valores por
doquier, a menudo arbitrarios y en el fondo materialistas, frente a los
cuales es muy dif�cil mantener viva la adhesi�n a los valores del
Evangelio.
La urbanizaci�n creciente
21. El fen�meno de la urbanizaci�n contin�a creciendo tambi�n en Am�rica.
Desde hace algunos lustros el Continente est� viviendo un �xodo constante
del campo a la ciudad. Se trata de un fen�meno complejo, ya descrito por
mi predecesor Pablo VI.(56) Las causas de este fen�meno son varias, pero
entre ellas sobresale principalmente la pobreza y el subdesarrollo de las
zonas rurales, donde con frecuencia faltan los servicios, las
comunicaciones, las estructuras educativas y sanitarias. La ciudad,
adem�s, con las caracter�sticas de diversi�n y bienestar con que no pocas
veces la presentan los medios de comunicaci�n social, ejerce un atractivo
especial para las gentes sencillas del campo.
La frecuente falta de planificaci�n en este proceso acarrea muchos males.
Como han se�alado los Padres sinodales, � en ciertos casos, algunas partes
de las ciudades son como islas en las que se acumula la violencia, la
delincuencia juvenil y la atm�sfera de desesperaci�n �.(57) El fen�meno de
la urbanizaci�n presenta asimismo grandes desaf�os a la acci�n pastoral de
la Iglesia, que ha de hacer frente al desarraigo cultural, la p�rdida de
costumbres familiares y al alejamiento de las propias tradiciones
religiosas, que no pocas veces lleva al naufragio de la fe, privada de
aquellas manifestaciones que contribu�an a sostenerla.
Evangelizar la cultura urbana es, pues, un reto apremiante para la
Iglesia, que as� como supo evangelizar la cultura rural durante siglos,
est� hoy llamada a llevar a cabo una evangelizaci�n urbana met�dica y
capilar mediante la catequesis, la liturgia y las propias estructuras
pastorales.(58)
El peso de la deuda externa
22. Los Padres sinodales han manifestado su preocupaci�n por la deuda
externa que afecta a muchas naciones americanas, expresando de este modo
su solidaridad con las mismas. Ellos llaman justamente la atenci�n de la
opini�n p�blica sobre la complejidad del tema, reconociendo � que la deuda
es frecuentemente fruto de la corrupci�n y de la mala administraci�n
�.(59) En el esp�ritu de la reflexi�n sinodal, este reconocimiento no
pretende concentrar en un s�lo polo las responsabilidades de un fen�meno
que es sumamente complejo en su origen y en sus soluciones.(60)
En efecto, entre las m�ltiples causas que han llevado a una deuda externa
abrumadora deben se�alarse no s�lo los elevados intereses, fruto de
pol�ticas financieras especulativas, sino tambi�n la irresponsabilidad de
algunos gobernantes que, al contraer la deuda, no reflexionaron
suficientemente sobre las posibilidades reales de pago, con el agravante
de que sumas ingentes obtenidas mediante pr�stamos internacionales se han
destinado a veces al enriquecimiento de personas concretas, en vez de ser
dedicadas a sostener los cambios necesarios para el desarrollo del pa�s.
Por otra parte, ser�a injusto que las consecuencias de estas decisiones
irresponsables pesaran sobre quienes no las tomaron. La gravedad de la
situaci�n es a�n m�s comprensible, si se tiene en cuenta que � ya el mero
pago de los intereses es un peso sobre la econom�a de las naciones pobres,
que quita a las autoridades la disponibilidad del dinero necesario para el
desarrollo social, la educaci�n, la sanidad y la instituci�n de un
dep�sito para crear trabajo �.(61)
La corrupci�n
23. La corrupci�n, frecuentemente presente entre las causas de la
agobiante deuda externa, es un problema grave que debe ser considerado
atentamente. La corrupci�n � sin guardar l�mites, afecta a las personas, a
las estructuras p�blicas y privadas de poder y a las clases dirigentes �.
Se trata de una situaci�n que � favorece la impunidad y el enriquecimiento
il�cito, la falta de confianza con respecto a las instituciones pol�ticas,
sobre todo en la administraci�n de la justicia y en la inversi�n p�blica,
no siempre clara, igual y eficaz para todos �.(62)
A este prop�sito, deseo recordar cuanto escrib� en el Mensaje para la
Jornada mundial de la Paz de 1998, que la lacra de la corrupci�n ha de
ser denunciada y combatida con valent�a por quienes detentan la autoridad
y con la � colaboraci�n generosa de todos los ciudadanos, sostenidos por
una fuerte conciencia moral �.(63) Los adecuados organismos de control y
la transparencia de las transacciones econ�micas y financieras previenen
ulteriormente y evitan en muchos casos que se extienda la corrupci�n,
cuyas consecuencias nefastas recaen principalmente sobre los m�s pobres y
desvalidos. Son adem�s los pobres los primeros en sufrir los retrasos, la
ineficiencia, la ausencia de una defensa adecuada y las carencias
estructurales, cuando la administraci�n de la justicia es corrupta.
Comercio y consumo de drogas
24. El comercio y el consumo de drogas son una seria amenaza para las
estructuras sociales de las naciones en Am�rica. Esto � contribuye a los
cr�menes y a la violencia, a la destrucci�n de la vida familiar, a la
destrucci�n f�sica y emocional de muchos individuos y comunidades, sobre
todo entre los j�venes. Corroe la dimensi�n �tica del trabajo y contribuye
a aumentar el n�mero de personas en las c�rceles, en una palabra, a la
degradaci�n de la persona en cuanto creada a imagen de Dios �.(64) Este
nefasto comercio lleva tambi�n � a destruir gobiernos, corroyendo la
seguridad econ�mica y la estabilidad de las naciones �.(65) Estamos ante
uno de los desaf�os m�s apremiantes a los que deben enfrentarse muchas
naciones del mundo. En efecto, es un desaf�o que hipoteca gran parte de
los logros obtenidos en los �ltimos tiempos para el progreso de la
humanidad. Para algunas naciones de Am�rica, la producci�n, el tr�fico y
el consumo de drogas son factores que comprometen su prestigio
internacional, porque limitan su credibilidad y dificultan la deseada
colaboraci�n con otros pa�ses, tan necesaria en nuestros d�as para el
desarrollo arm�nico de cada pueblo.
Preocupaci�n por la ecolog�a
25. � Y vio Dios que estaba bien � (Gn 1, 25). Estas palabras que
leemos en el primer cap�tulo del Libro del G�nesis, muestran el sentido de
la obra realizada por �l. El Creador conf�a al hombre, coronaci�n de toda
la obra de la creaci�n, el cuidado de la tierra (cf. Gn 2, 15). De
aqu� surgen obligaciones muy concretas para cada persona relativas a la
ecolog�a. Su cumplimiento supone la apertura a una perspectiva espiritual
y �tica, que supere las actitudes y � los estilos de vida conducidos por
el ego�smo que llevan al agotamiento de los recursos naturales �.(66)
Incluso en este sector, hoy tan actual, es muy importante la intervenci�n
de los creyentes. Es necesaria la colaboraci�n de todos los hombres de
buena voluntad con las instancias legislativas y de gobierno para
conseguir una protecci�n eficaz del medio ambiente, considerado como don
de Dios. �Cu�ntos abusos y da�os ecol�gicos se dan tambi�n en muchas
regiones americanas! Baste pensar en la emisi�n incontrolada de gases
nocivos o en el dram�tico fen�meno de los incendios forestales, provocados
a veces intencionadamente por personas movidas por intereses ego�stas.
Estas devastaciones pueden conducir a una verdadera desertizaci�n de no
pocas zonas de Am�rica, con las inevitables secuelas de hambre y miseria.
El problema se plantea, con especial intensidad, en la selva amaz�nica,
inmenso territorio que abarca varias naciones: del Brasil a la Guayana, a
Surinam, Venezuela, Colombia, Ecuador, Per� y Bolivia.(67) Es uno de los
espacios naturales m�s apreciados en el mundo por su diversidad biol�gica,
siendo vital para el equilibrio ambiental de todo el planeta.
CAP�TULO III
CAMINO DE CONVERSI�N
� Arrepent�os, pues, y convert�os � (Hch 3, 19)
Urgencia del llamado a la conversi�n
26. � El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios est� cerca; convert�os y
creed en la Buena Nueva � (Mc 1, 15). Estas palabras de Jes�s, con
las que comenz� su ministerio en Galilea, deben seguir resonando en los
o�dos de los Obispos, presb�teros, di�conos, personas consagradas y fieles
laicos de toda Am�rica. Tanto la reciente celebraci�n del V Centenario del
comienzo de la evangelizaci�n de Am�rica, como la conmemoraci�n de los
2000 a�os del Nacimiento de Jes�s, el gran Jubileo que nos disponemos a
celebrar, son una llamada a profundizar en la propia vocaci�n cristiana.
La grandeza del acontecimiento de la Encarnaci�n y la gratitud por el don
del primer anuncio del Evangelio en Am�rica invitan a responder con
prontitud a Cristo con una conversi�n personal m�s decidida y, al mismo
tiempo, estimulan a una fidelidad evang�lica cada vez m�s generosa. La
exhortaci�n de Cristo a convertirse resuena tambi�n en la del Ap�stol: �
Es ya hora de levantaros del sue�o, que la salvaci�n est� m�s cerca de
nosotros que cuando abrazamos la fe � (Rm 13, 11). El encuentro con
Jes�s vivo, mueve a la conversi�n.
Para hablar de conversi�n, el Nuevo Testamento utiliza la palabra
metanoia, que quiere decir cambio de mentalidad. No se trata s�lo de
un modo distinto de pensar a nivel intelectual, sino de la revisi�n del
propio modo de actuar a la luz de los criterios evang�licos. A este
respecto, san Pablo habla de � la fe que act�a por la caridad � (Ga
5, 6). Por ello, la aut�ntica conversi�n debe prepararse y cultivarse con
la lectura orante de la Sagrada Escritura y la recepci�n de los
sacramentos de la Reconciliaci�n y la Eucarist�a. La conversi�n conduce a
la comuni�n fraterna, porque ayuda a comprender que Cristo es la cabeza de
la Iglesia, su Cuerpo m�stico; mueve a la solidaridad, porque nos hace
conscientes de que lo que hacemos a los dem�s, especialmente a los m�s
necesitados, se lo hacemos a Cristo. La conversi�n favorece, por tanto,
una vida nueva, en la que no haya separaci�n entre la fe y las obras en la
respuesta cotidiana a la universal llamada a la santidad. Superar la
divisi�n entre fe y vida es indispensable para que se pueda hablar
seriamente de conversi�n. En efecto, cuando existe esta divisi�n, el
cristianismo es s�lo nominal. Para ser verdadero disc�pulo del Se�or, el
creyente ha de ser testigo de la propia fe, pues � el testigo no da s�lo
testimonio con las palabras, sino con su vida �.(68) Hemos de tener
presentes las palabras de Jes�s: � No todo el que me diga: �Se�or, Se�or�,
entrar� en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi
Padre celestial � (Mt 7, 21). La apertura a la voluntad del Padre
supone una disponibilidad total, que no excluye ni siquiera la entrega de
la propia vida: � El m�ximo testimonio es el martirio �.(69)
Dimensi�n social de la conversi�n
27. La conversi�n no es completa si falta la conciencia de las exigencias
de la vida cristiana y no se pone esfuerzo en llevarlas a cabo. A este
respecto, los Padres sinodales han se�alado que, por desgracia, � existen
grandes carencias de orden personal y comunitario con respecto a una
conversi�n m�s profunda y con respecto a las relaciones entre los
ambientes, las instituciones y los grupos en la Iglesia �.(70) � Quien no
ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve � (1
Jn 4, 20).
La caridad fraterna implica una preocupaci�n por todas las necesidades del
pr�jimo. � Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano
padecer necesidad y le cierra su coraz�n, �c�mo puede permanecer en �l el
amor de Dios? � (1 Jn 3, 17). Por ello, convertirse al Evangelio
para el Pueblo cristiano que vive en Am�rica, significa revisar � todos
los ambientes y dimensiones de su vida, especialmente todo lo que
pertenece al orden social y a la obtenci�n del bien com�n �.(71) De modo
particular convendr� � atender a la creciente conciencia social de la
dignidad de cada persona y, por ello, hay que fomentar en la comunidad la
solicitud por la obligaci�n de participar en la acci�n pol�tica seg�n el
Evangelio �.(72) No obstante, ser� necesario tener presente que la
actividad en el �mbito pol�tico forma parte de la vocaci�n y acci�n de los
fieles laicos.(73)
A este prop�sito, sin embargo, es de suma importancia, sobre todo en una
sociedad pluralista, tener un recto concepto de las relaciones entre la
comunidad pol�tica y la Iglesia, y distinguir claramente entre las
acciones que los fieles, aislada o asociadamente, llevan a cabo a t�tulo
personal, como ciudadanos, de acuerdo con su conciencia cristiana, y las
acciones que realizan en nombre de la Iglesia, en comuni�n con sus
Pastores. � La Iglesia, que por raz�n de su misi�n y de su competencia no
se confunde en modo alguno con la comunidad pol�tica ni est� ligada a
sistema pol�tico alguno, es a la vez signo y salvaguardia del car�cter
trascendente de la persona humana �.(74)
Conversi�n permanente
28. La conversi�n en esta tierra nunca es una meta plenamente alcanzada:
en el camino que el disc�pulo est� llamado a recorrer siguiendo a Jes�s,
la conversi�n es un empe�o que abarca toda la vida. Por otro lado,
mientras estamos en este mundo, nuestro prop�sito de conversi�n se ve
constantemente amenazado por las tentaciones. Desde el momento en que �
nadie puede servir a dos se�ores � (Mt 6, 24), el cambio de
mentalidad (metanoia) consiste en el esfuerzo de asimilar los
valores evang�licos que contrasta con las tendencias dominantes en el
mundo. Es necesario, pues, renovar constantemente � el encuentro con
Jesucristo vivo �, camino que, como han se�alado los Padres sinodales, �
nos conduce a la conversi�n permanente �.(75)
El llamado universal a la conversi�n adquiere matices particulares para la
Iglesia en Am�rica, comprometida tambi�n en la renovaci�n de la propia fe.
Los Padres sinodales han formulado as� esta tarea concreta y exigente: �
Esta conversi�n exige especialmente de nosotros Obispos una aut�ntica
identificaci�n con el estilo personal de Jesucristo, que nos lleva a la
sencillez, a la pobreza, a la cercan�a, a la carencia de ventajas, para
que, como �l, sin colocar nuestra confianza en los medios humanos,
saquemos, de la fuerza del Esp�ritu, y de la Palabra, toda la eficacia del
Evangelio, permaneciendo primariamente abiertos a aquellos que est�n
sumamente lejanos y excluidos �.(76) Para ser Pastores seg�n el coraz�n de
Dios (cf. Jr 3, 15), es indispensable asumir un modo de vivir que
nos asemeje a Aqu�l que dijo de s� mismo: � Yo soy el buen pastor � (Jn
10, 11), y que san Pablo evoca al escribir: � Sed mis imitadores, como lo
soy de Cristo � (1 Co 11, 1).
Guiados por el Esp�ritu Santo hacia nuevo estilo de vida
29. La propuesta de un nuevo estilo de vida no es s�lo para los Pastores,
sino m�s bien para todos los cristianos que viven en Am�rica. A todos se
les pide que profundicen y asuman la aut�ntica espiritualidad cristiana. �
En efecto, espiritualidad es un estilo o forma de vivir seg�n las
exigencias cristianas, la cual es �la vida en Cristo� y �en el Esp�ritu�,
que se acepta por la fe, se expresa por el amor y, en esperanza, es
conducida a la vida dentro de la comunidad eclesial �.(77) En este
sentido, por espiritualidad, que es la meta a la que conduce la
conversi�n, se entiende no � una parte de la vida, sino la vida toda
guiada por el Esp�ritu Santo �.(78) Entre los elementos de espiritualidad
que todo cristiano tiene que hacer suyos sobresale la oraci�n. �sta lo �
conducir� poco a poco a adquirir una mirada contemplativa de la realidad,
que le permitir� reconocer a Dios siempre y en todas las cosas;
contemplarlo en todas las personas; buscar su voluntad en los
acontecimientos �.(79)
La oraci�n tanto personal como lit�rgica es un deber de todo cristiano. �
Jesucristo, evangelio del Padre, nos advierte que sin �l no podemos hacer
nada (cf. Jn 15, 5). �l mismo en los momentos decisivos de su vida,
antes de actuar, se retiraba a un lugar solitario para entregarse a la
oraci�n y la contemplaci�n, y pidi� a los Ap�stoles que hicieran lo mismo
�.(80) A sus disc�pulos, sin excepci�n, el Se�or recuerda: � Entra en tu
aposento y, despu�s de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que est� all�, en
lo secreto � (Mt 6, 6). Esta vida intensa de oraci�n debe adaptarse
a la capacidad y condici�n de cada cristiano, de modo que en las diversas
situaciones de su vida pueda volver siempre � a la fuente de su encuentro
con Jesucristo para beber el �nico Esp�ritu (1 Co 12, 13) �.(81) En
este sentido, la dimensi�n contemplativa no es un privilegio de unos
cuantos en la Iglesia; al contrario, en las parroquias, en las comunidades
y en los movimientos se ha de promover una espiritualidad abierta y
orientada a la contemplaci�n de las verdades fundamentales de la fe: los
misterios de la Trinidad, de la Encarnaci�n del Verbo, de la Redenci�n de
los hombres, y las otras grandes obras salv�ficas de Dios.(82)
Los hombres y mujeres dedicados exclusivamente a la contemplaci�n tienen
una misi�n fundamental en la Iglesia que est� en Am�rica. Ellos son, seg�n
expresi�n del Concilio Vaticano II, � honor de la Iglesia y hontanar de
gracias celestes �.(83) Por ello, los monasterios, diseminados a lo largo
y ancho del Continente, han de ser � objeto de peculiar amor por parte de
los Pastores, los cuales est�n plenamente persuadidos de que las almas
entregadas a la vida contemplativa obtienen gracia abundante por la
oraci�n, la penitencia y la contemplaci�n, a las que consagran su vida.
Los contemplativos deben ser conscientes de que est�n integrados en la
misi�n de la Iglesia en el tiempo presente y que, con el testimonio de la
propia vida, cooperan al bien espiritual de los fieles, ayudando as� para
que busquen el rostro de Dios en la vida diaria �.(84)
La espiritualidad cristiana se alimenta ante todo de una vida sacramental
asidua, por ser los Sacramentos ra�z y fuente inagotable de la gracia de
Dios, necesaria para sostener al creyente en su peregrinaci�n terrena.
Esta vida ha de estar integrada con los valores de su piedad popular, los
cuales a su vez se ver�n enriquecidos por la pr�ctica sacramental y libres
del peligro de degenerar en mera rutina. Por otra parte, la espiritualidad
no se contrapone a la dimensi�n social del compromiso cristiano. Al
contrario, el creyente, a trav�s de un camino de oraci�n, se hace m�s
consciente de las exigencias del Evangelio y de sus obligaciones con los
hermanos, alcanzando la fuerza de la gracia indispensable para perseverar
en el bien. Para madurar espiritualmente, el cristiano debe recurrir al
consejo de los ministros sagrados o de otras personas expertas en este
campo mediante la direcci�n espiritual, pr�ctica tradicionalmente presente
en la Iglesia. Los Padres sinodales han cre�do necesario recomendar a los
sacerdotes este ministerio de tanta importancia.(85)
Vocaci�n universal a la santidad
30. � Sed santos, porque yo, el Se�or, vuestro Dios, soy santo � (Lv
19, 2). La Asamblea Especial del S�nodo de los Obispos para Am�rica ha
querido recordar con vigor a todos los cristianos la importancia de la
doctrina de la vocaci�n universal a la santidad en la Iglesia.(86) Se
trata de uno de los puntos centrales de la Constituci�n dogm�tica sobre la
Iglesia del Concilio Vaticano II.(87) La santidad es la meta del camino de
conversi�n, pues �sta � no es fin en s� misma, sino proceso hacia Dios,
que es santo. Ser santos es imitar a Dios y glorificar su nombre en las
obras que realizamos en nuestra vida (cf. Mt 5, 16) �.(88) En el
camino de la santidad Jesucristo es el punto de referencia y el modelo a
imitar: �l es � el Santo de Dios y fue reconocido como tal (cf. Mc
1, 24). �l mismo nos ense�a que el coraz�n de la santidad es el amor, que
conduce incluso a dar la vida por los otros (cf. Jn 15, 13). Por
ello, imitar la santidad de Dios, tal y como se ha manifestado en
Jesucristo, su Hijo, no es otra cosa que prolongar su amor en la historia,
especialmente con respecto a los pobres, enfermos e indigentes (cf. Lc
10, 25ss) �.(89)
Jes�s, el �nico camino para la santidad
31. � Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida � (Jn 14, 6). Con estas
palabras Jes�s se presenta como el �nico camino que conduce a la santidad.
Pero el conocimiento concreto de este itinerario se obtiene principalmente
mediante la Palabra de Dios que la Iglesia anuncia con su predicaci�n. Por
ello, la Iglesia en Am�rica � debe conceder una gran prioridad a la
reflexi�n orante sobre la Sagrada Escritura, realizada por todos los
fieles �.(90) Esta lectura de la Biblia, acompa�ada de la oraci�n, se
conoce en la tradici�n de la Iglesia con el nombre de Lectio divina,
pr�ctica que se ha de fomentar entre todos los cristianos. Para los
presb�teros, debe constituir un elemento fundamental en la preparaci�n de
sus homil�as, especialmente las dominicales.(91)
Penitencia y reconciliaci�n
32. La conversi�n (metanoia), a la que cada ser humano est�
llamado, lleva a aceptar y hacer propia la nueva mentalidad propuesta por
el Evangelio. Esto supone el abandono de la forma de pensar y actuar del
mundo, que tantas veces condiciona fuertemente la existencia. Como
recuerda la Sagrada Escritura, es necesario que muera el hombre viejo y
nazca el hombre nuevo, es decir, que todo el ser humano se renueve � hasta
alcanzar un conocimiento perfecto seg�n la imagen de su creador � (Col
3, 10). En ese camino de conversi�n y b�squeda de la santidad � deben
fomentarse los medios asc�ticos que existieron siempre en la pr�ctica de
la Iglesia, y que alcanzan la cima en el sacramento del perd�n, recibido y
celebrado con las debidas disposiciones �.(92) S�lo quien se reconcilia
con Dios es protagonista de una aut�ntica reconciliaci�n con y entre los
hermanos.
La crisis actual del sacramento de la Penitencia, de la cual no est�
exenta la Iglesia en Am�rica, y sobre la que he expresado mi preocupaci�n
desde los comienzos mismos de mi pontificado,(93) podr� superarse por la
acci�n pastoral continuada y paciente.
A este respecto, los Padres sinodales piden justamente � que los
sacerdotes dediquen el tiempo debido a la celebraci�n del sacramento de la
Penitencia, y que inviten insistente y vigorosamente a los fieles para que
lo reciban, sin que los pastores descuiden su propia confesi�n frecuente
�.(94) Los Obispos y los sacerdotes experimentan personalmente el
misterioso encuentro con Cristo que perdona en el sacramento de la
Penitencia, y son testigos privilegiados de su amor misericordioso.
La Iglesia cat�lica, que abarca a hombres y mujeres � de toda naci�n,
razas, pueblos y lenguas � (Ap 7, 9), est� llamada a ser, � en un
mundo se�alado por las divisiones ideol�gicas, �tnicas, econ�micas y
culturales �, el � signo vivo de la unidad de la familia humana �.(95)
Am�rica, tanto en la compleja realidad de cada naci�n y la variedad de sus
grupos �tnicos, como en los rasgos que caracterizan todo el Continente,
presenta muchas diversidades que no se han de ignorar y a las que se debe
prestar atenci�n. Gracias a un eficaz trabajo de integraci�n entre todos
los miembros del pueblo de Dios en cada pa�s y entre los miembros de las
Iglesias particulares de las diversas naciones, las diferencias de hoy
podr�n ser fuente de mutuo enriquecimiento. Como afirman justamente los
Padres sinodales, � es de gran importancia que la Iglesia en toda Am�rica
sea signo vivo de una comuni�n reconciliada y un llamado permanente a la
solidaridad, un testimonio siempre presente en nuestros diversos sistemas
pol�ticos, econ�micos y sociales �.(96) �sta es una aportaci�n
significativa que los creyentes pueden ofrecer a la unidad del Continente
americano.
CAP�TULO IV
CAMINO PARA LA COMUNI�N
� Como t�, Padre, en m� y yo en ti,
que ellos tambi�n sean uno en nosotros � (Jn 17, 21)
La Iglesia, sacramento de comuni�n
33. � Ante un mundo roto y deseoso de unidad es necesario proclamar con
gozo y fe firme que Dios es comuni�n, Padre, Hijo y Esp�ritu Santo, unidad
en la distinci�n, el cual llama a todos los hombres a que participen de la
misma comuni�n trinitaria. Es necesario proclamar que esta comuni�n es el
proyecto magn�fico de Dios [Padre]; que Jesucristo, que se ha hecho
hombre, es el punto central de la misma comuni�n, y que el Esp�ritu Santo
trabaja constantemente para crear la comuni�n y restaurarla cuando se
hubiera roto. Es necesario proclamar que la Iglesia es signo e instrumento
de la comuni�n querida por Dios, iniciada en el tiempo y dirigida a su
perfecci�n en la plenitud del Reino �.(97) La Iglesia es signo de comuni�n
porque sus miembros, como sarmientos, participan de la misma vida de
Cristo, la verdadera vid (cf. Jn 15, 5). En efecto, por la comuni�n
con Cristo, Cabeza del Cuerpo m�stico, entramos en comuni�n viva con todos
los creyentes.
Esta comuni�n, existente en la Iglesia y esencial a su naturaleza,(98)
debe manifestarse a trav�s de signos concretos, � como podr�an ser: la
oraci�n en com�n de unos por otros, el impulso a las relaciones entre las
Conferencias Episcopales, los v�nculos entre Obispo y Obispo, las
relaciones de hermandad entre las di�cesis y las parroquias, y la mutua
comunicaci�n de agentes pastorales para acciones misionales espec�ficas
�.(99) La comuni�n eclesial implica conservar el dep�sito de la fe en su
pureza e integridad, as� como tambi�n la unidad de todo el Colegio de los
Obispos bajo la autoridad del Sucesor de Pedro. En este contexto, los
Padres sinodales han se�alado que � el fortalecimiento del oficio petrino
es fundamental para la preservaci�n de la unidad de la Iglesia �, y que �
el ejercicio pleno del primado de Pedro es fundamental para la identidad y
la vitalidad de la Iglesia en Am�rica �. (100) Por encargo del Se�or, a
Pedro y a sus Sucesores corresponde el oficio de confirmar en la fe a sus
hermanos (cf. Lc 22, 32) y de pastorear toda la grey de Cristo (cf.
Jn 21, 15-17). Asimismo, el Sucesor del pr�ncipe de los Ap�stoles
est� llamado a ser la piedra sobre la que la Iglesia est� edificada, y a
ejercer el ministerio derivado de ser el depositario de las llaves del
Reino (cf. Mt 16, 18-19). El Vicario de Cristo es, pues, � el
perpetuo principio de [...] unidad y el fundamento visible � de la
Iglesia. (101)
Iniciaci�n cristiana y comuni�n
34. La comuni�n de vida en la Iglesia se obtiene por los sacramentos de la
iniciaci�n cristiana: Bautismo, Confirmaci�n y Eucarist�a. El Bautismo es
� la puerta de la vida espiritual: pues por �l nos hacemos miembros de
Cristo, y del cuerpo de la Iglesia �. (102) Los bautizados, al recibir la
Confirmaci�n � se vinculan m�s estrechamente a la Iglesia, se enriquecen
con una fuerza especial del Esp�ritu Santo, y con ello quedan obligados
m�s estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de
Cristo, por la palabra juntamente con las obras �. (103) El proceso de la
iniciaci�n cristiana se perfecciona y culmina con la recepci�n de la
Eucarist�a, por la cual el bautizado se inserta plenamente en el Cuerpo de
Cristo. (104)
� Estos sacramentos son una excelente oportunidad para una buena
evangelizaci�n y catequesis, cuando su preparaci�n se hace por agentes
dotados de fe y competencia �. (105) Aunque en las diversas di�cesis de
Am�rica se ha avanzado mucho en la preparaci�n para los sacramentos de la
iniciaci�n cristiana, los Padres sinodales se lamentaban de que todav�a �
son muchos los que los reciben sin la suficiente formaci�n �. (106) En el
caso del bautismo de ni�os no debe omitirse un esfuerzo catequizador de
cara a los padres y padrinos.
La Eucarist�a, centro de comuni�n con Dios y con los hermanos
35. La realidad de la Eucarist�a no se agota en el hecho de ser el
sacramento con el que se culmina la iniciaci�n cristiana. Mientras el
Bautismo y la Confirmaci�n tienen la funci�n de iniciar e introducir en la
vida propia de la Iglesia, no siendo repetibles, (107) la Eucarist�a
contin�a siendo el centro vivo permanente en torno al cual se congrega
toda la comunidad eclesial. (108) Los diversos aspectos de este sacramento
muestran su inagotable riqueza: es, al mismo tiempo,
sacramento-sacrificio, sacramento-comuni�n, sacramento-presencia. (109)
La Eucarist�a es el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo vivo.
Por ello los Pastores del pueblo de Dios en Am�rica, a trav�s de la
predicaci�n y la catequesis, deben esforzarse en � dar a la celebraci�n
eucar�stica dominical una nueva fuerza, como fuente y culminaci�n de la
vida de la Iglesia, prenda de su comuni�n en el Cuerpo de Cristo e
invitaci�n a la solidaridad como expresi�n del mandato del Se�or: � que os
am�is los unos a los otros, como yo os he amado � (Jn 13, 34) �.
(110) Como sugieren los Padres sinodales, dicho esfuerzo debe tener en
cuenta varias dimensiones fundamentales. Ante todo, es necesario que los
fieles sean conscientes de que la Eucarist�a es un inmenso don, a fin de
que hagan todo lo posible para participar activa y dignamente en ella, al
menos los domingos y d�as festivos. Al mismo tiempo, se han de promover �
todos los esfuerzos de los sacerdotes para hacer m�s f�cil esa
participaci�n y posibilitarla en las comunidades lejanas �. (111) Habr�
que recordar a los fieles que � la participaci�n plena en ella, consciente
y activa, aunque es esencialmente distinta del oficio del sacerdote
ordenado, es una actuaci�n del sacerdocio com�n recibido en el Bautismo �.
(112)
La necesidad de que los fieles participen en la Eucarist�a y las
dificultades que surgen por la escasez de sacerdotes, hacen patente la
urgencia de fomentar las vocaciones sacerdotales. (113) Es tambi�n
necesario recordar a toda la Iglesia en Am�rica � el lazo existente entre
la Eucarist�a y la caridad �, (114) lazo que la Iglesia primitiva
expresaba uniendo el �gape con la Cena eucar�stica. (115) La
participaci�n en la Eucarist�a debe llevar a una acci�n caritativa m�s
intensa como fruto de la gracia recibida en este sacramento.
Los Obispos, promotores de comuni�n
36. La comuni�n en la Iglesia, precisamente porque es un signo de vida,
debe crecer continuamente. En consecuencia, los Obispos, recordando que �
son, individualmente, el principio y fundamento visible de unidad en sus
Iglesias particulares �, (116) deben sentirse llamados a promover la
comuni�n en su propia di�cesis para que sea m�s eficaz el esfuerzo por la
nueva evangelizaci�n de Am�rica. El esfuerzo comunitario se ve facilitado
por los organismos previstos por el Concilio Vaticano II como apoyo de la
actividad del Obispo diocesano, los cuales han sido definidos m�s
detalladamente por la legislaci�n postconciliar. (117) � Corresponde al
Obispo, con la cooperaci�n de los sacerdotes, los di�conos, los
consagrados y los laicos [...] realizar un plan de acci�n pastoral de
conjunto, que sea org�nico y participativo, que llegue a todos los
miembros de la Iglesia y suscite su conciencia misionera �. (118)
Cada Ordinario debe promover en los sacerdotes y fieles la conciencia de
que la di�cesis es la expresi�n visible de la comuni�n eclesial, que se
forma en la mesa de la Palabra y de la Eucarist�a en torno al Obispo,
unido con el Colegio episcopal y bajo su Cabeza, el Romano Pont�fice. Ella
en cuanto Iglesia particular tiene la misi�n de empezar y fomentar el
encuentro de todos los miembros del pueblo de Dios con Jesucristo, (119)
en el respeto y promoci�n de la pluralidad y de la diversidad que no
obstaculizan la unidad, sino que le confieren el car�cter de comuni�n.
(120) Un conocimiento m�s profundo de lo que es la Iglesia particular
favorecer� ciertamente el esp�ritu de participaci�n y corresponsabilidad
en la vida de los organismos diocesanos. (121)
Una comuni�n m�s intensa entre las Iglesias particulares
37. La Asamblea especial para Am�rica del S�nodo de los Obispos, la
primera en la historia que ha reunido a Obispos de todo el Continente, ha
sido percibida por todos como una gracia especial del Se�or a la Iglesia
que peregrina en Am�rica. Esta Asamblea ha reforzado la comuni�n que debe
existir entre las Comunidades eclesiales del Continente, haciendo ver a
todos la necesidad de incrementarla ulteriormente. Las experiencias de
comuni�n episcopal, frecuentes sobre todo despu�s del Concilio Vaticano II
por la consolidaci�n y difusi�n de las Conferencias Episcopales, deben
entenderse como encuentros con Cristo vivo, presente en los hermanos que
est�n reunidos en su nombre (cf. Mt 18, 20).
La experiencia sinodal ha ense�ado tambi�n las riquezas de una comuni�n
que se extiende m�s all� de los l�mites de cada Conferencia Episcopal.
Aunque ya existen formas de di�logo que superan tales confines, los Padres
sinodales sugieren la conveniencia de fortalecer las reuniones
interamericanas, promovidas ya por las Conferencias Episcopales de las
diversas Naciones americanas, como expresi�n de solidaridad efectiva y
lugar de encuentro y de estudio de los desaf�os comunes para la
evangelizaci�n de Am�rica. (122) Ser� igualmente oportuno definir con
exactitud el car�cter de tales encuentros, de modo que lleguen a ser, cada
vez m�s, expresi�n de comuni�n entre todos los Pastores. Aparte de estas
reuniones m�s amplias, puede ser �til, cuando las circunstancias lo
requieran, crear comisiones espec�ficas para profundizar los temas comunes
que afectan a toda Am�rica. Campos en los que parece especialmente
necesario � que se d� un impulso a la cooperaci�n, son las comunicaciones
pastorales mutuas, la cooperaci�n misional, la educaci�n, las migraciones,
el ecumenismo �. (123)
Los Obispos, que tienen el deber de impulsar la comuni�n entre las
Iglesias particulares, alentar�n a los fieles a vivir m�s intensamente la
dimensi�n comunitaria, asumiendo � la responsabilidad de desarrollar los
lazos de comuni�n con las Iglesias locales en otras partes de Am�rica por
la educaci�n, la mutua comunicaci�n, la uni�n fraterna entre parroquias y
di�cesis, planes de cooperaci�n, y defensas unidas en temas de mayor
importancia, sobre todo los que afectan a los pobres �. (124)
Comuni�n fraterna con las Iglesias cat�licas orientales
38. El fen�meno reciente de la implantaci�n y desarrollo en Am�rica de
Iglesias particulares cat�licas orientales, dotadas de jerarqu�a propia,
ha merecido una especial atenci�n por parte de algunos Padres sinodales.
Un sincero deseo de abrazar cordial y eficazmente a estos hermanos en la
fe y en la comuni�n jer�rquica bajo el Sucesor de Pedro, ha llevado a la
Asamblea sinodal a proponer sugerencias concretas de ayuda fraterna por
parte de las Iglesias particulares latinas a las Iglesias cat�licas
orientales existentes en el Continente. As�, por ejemplo, se propone que
sacerdotes de rito latino, sobre todo de origen oriental, puedan ofrecer
su colaboraci�n lit�rgica a las comunidades orientales carentes de un
n�mero suficiente de presb�teros. Igualmente, respecto a los edificios
religiosos, los fieles orientales podr�n usar, en los casos que sea
conveniente, las iglesias de rito latino.
En este esp�ritu de comuni�n son dignas de consideraci�n varias propuestas
de los Padres sinodales: que all� donde sea necesario exista, en las
Conferencias Episcopales nacionales y en los organismos internacionales de
cooperaci�n episcopal, una comisi�n mixta encargada de estudiar los
problemas pastorales comunes; que la catequesis y la formaci�n teol�gica
para los laicos y seminaristas de la Iglesia latina, incluyan el
conocimiento de la tradici�n viva del Oriente cristiano; que los Obispos
de las Iglesias cat�licas orientales participen en las Conferencias
Episcopales latinas de las respectivas Naciones. (125) No puede dudarse de
que esta cooperaci�n fraterna, a la vez que prestar� una ayuda preciosa a
las Iglesias orientales, de reciente implantaci�n en Am�rica, permitir� a
las Iglesias particulares latinas enriquecerse con el patrimonio
espiritual de la tradici�n del Oriente cristiano.
El presb�tero, signo de unidad
39. � Como miembro de una Iglesia particular, todo sacerdote debe ser
signo de comuni�n con el Obispo en cuanto que es su inmediato colaborador,
unido a sus hermanos en el presbiterio. Ejerce su ministerio con caridad
pastoral, principalmente en la comunidad que le ha sido confiada, y la
conduce al encuentro con Jesucristo Buen Pastor. Su vocaci�n exige que sea
signo de unidad. Por ello debe evitar cualquier participaci�n en pol�tica
partidista que dividir�a a la comunidad �. (126) Es deseo de los Padres
sinodales que se � desarrolle una acci�n pastoral a favor del clero
diocesano que haga m�s s�lida su espiritualidad, su misi�n y su identidad,
la cual tiene su centro en el seguimiento de Cristo que, sumo y eterno
Sacerdote, busc� siempre cumplir la voluntad del Padre. �l es el ejemplo
de la entrega generosa, de la vida austera y del servicio hasta la muerte.
El sacerdote sea consciente de que, por la recepci�n del sacramento del
Orden, es portador de gracia que distribuye a sus hermanos en los
sacramentos. �l mismo se santifica en el ejercicio del ministerio �. (127)
El campo en que se desarrolla la actividad de los sacerdotes es inmenso.
Conviene, por ello, � que coloquen como centro de su actividad lo que es
esencial en su ministerio: dejarse configurar a Cristo Cabeza y Pastor,
fuente de la caridad pastoral, ofreci�ndose a s� mismos cada d�a con
Cristo en la Eucarist�a, para ayudar a los fieles a que tengan un
encuentro personal y comunitario con Jesucristo vivo �. (128) Como
testigos y disc�pulos de Cristo misericordioso, los sacerdotes est�n
llamados a ser instrumentos de perd�n y de reconciliaci�n,
comprometi�ndose generosamente al servicio de los fieles seg�n el esp�ritu
del Evangelio.
Los presb�teros, en cuanto pastores del pueblo de Dios en Am�rica, deben
adem�s estar atentos a los desaf�os del mundo actual y ser sensibles a las
angustias y esperanzas de sus gentes, compartiendo sus vicisitudes y,
sobre todo, asumiendo una actitud de solidaridad con los pobres.
Procurar�n discernir los carismas y las cualidades de los fieles que
puedan contribuir a la animaci�n de la comunidad, escuch�ndolos y
dialogando con ellos, para impulsar as� su participaci�n y
corresponsabilidad. Ello favorecer� una mejor distribuci�n de las tareas
que les permita � consagrarse a lo que est� m�s estrechamente conexo con
el encuentro y el anuncio de Jesucristo, de modo que signifiquen mejor, en
el seno de la comunidad, la presencia de Jes�s que congrega a su pueblo �.
(129)
El trabajo de discernimiento de los carismas particulares debe llevar
tambi�n a valorizar aquellos sacerdotes que se consideren adecuados para
realizar ministerios particulares. A todos los sacerdotes, adem�s, se les
pide que presten su ayuda fraterna en el presbiterio y que recurran al
mismo con confianza en caso de necesidad.
Ante la espl�ndida realidad de tantos sacerdotes en Am�rica que, con la
gracia de Dios, se esfuerzan por hacer frente a un quehacer tan grande,
hago m�o el deseo de los Padres sinodales de reconocer y alabar � la
inagotable entrega de los sacerdotes, como pastores, evangelizadores y
animadores de la comuni�n eclesial, expresando gratitud y dando �nimos a
los sacerdotes de toda Am�rica que dan su vida al servicio del Evangelio
�. (130)
Fomentar la pastoral vocacional
40. El papel indispensable del sacerdote en la comunidad ha de hacer
conscientes a todos los hijos de la Iglesia en Am�rica de la importancia
de la pastoral vocacional. El Continente americano cuenta con una juventud
numerosa, rica en valores humanos y religiosos. Por ello, se han de
cultivar los ambientes en que nacen las vocaciones al sacerdocio y a la
vida consagrada e invitar a las familias cristianas para que ayuden a sus
hijos cuando se sientan llamados a seguir este camino. (131) En efecto,
las vocaciones � son un don de Dios � y � surgen en las comunidades de fe,
ante todo, en la familia, en la parroquia, en las escuelas cat�licas y en
otras organizaciones de la Iglesia. Los Obispos y presb�teros tienen la
especial responsabilidad de estimular tales vocaciones mediante la
invitaci�n personal, y principalmente por el testimonio de una vida de
fidelidad, alegr�a, entusiasmo y santidad. La responsabilidad para reunir
vocaciones al sacerdocio pertenece a todo el pueblo de Dios y encuentra su
mayor cumplimiento en la oraci�n continua y humilde por las vocaciones �.
(132)
Los seminarios, como lugares de acogida y formaci�n de los llamados al
sacerdocio, han de preparar a los futuros ministros de la Iglesia para que
� vivan en una s�lida espiritualidad de comuni�n con Cristo Pastor y de
docilidad a la acci�n del Esp�ritu, que los har� especialmente capaces de
discernir las expectativas del pueblo de Dios y los diversos carismas, y
de trabajar en com�n �. (133) Por ello, en los seminarios � se ha de
insistir especialmente en la formaci�n espec�ficamente espiritual, de modo
que por la conversi�n continua, la actitud de oraci�n, la recepci�n de los
sacramentos de la Eucarist�a y la penitencia, los candidatos se formen al
encuentro con el Se�or y se preocupen de fortificarse para la generosa
entrega pastoral �. (134) Los formadores han de preocuparse de acompa�ar y
guiar a los seminaristas hacia una madurez afectiva que los haga aptos
para abrazar el celibato sacerdotal y capaces de vivir en comuni�n con sus
hermanos en la vocaci�n sacerdotal. Han de promover tambi�n en ellos la
capacidad de observaci�n cr�tica de la realidad circundante que les
permita discernir sus valores y contravalores, pues esto es un requisito
indispensable para entablar un di�logo constructivo con el mundo de hoy.
Una atenci�n particular se debe dar a las vocaciones nacidas entre los
ind�genas; conviene proporcionar una formaci�n inculturada en sus
ambientes. Estos candidatos al sacerdocio, mientras reciben la adecuada
formaci�n teol�gica y espiritual para su futuro ministerio, no deben
perder las ra�ces de su propia cultura. (13)
Los Padres sinodales han querido agradecer y bendecir a todos los que
consagran su vida a la formaci�n de los futuros presb�teros en los
seminarios. As� mismo, han invitado a los Obispos a destinar para dicha
tarea a sus sacerdotes m�s aptos, despu�s de haberlos preparado mediante
una formaci�n espec�fica que los capacite para una misi�n tan delicada.
(136)
Renovar la instituci�n parroquial
41. La parroquia es un lugar privilegiado en que los fieles pueden tener
una experiencia concreta de la Iglesia. (137) Hoy en Am�rica, como en
otras partes del mundo, la parroquia encuentra a veces dificultades en el
cumplimiento de su misi�n. La parroquia debe renovarse continuamente,
partiendo del principio fundamental de que � la parroquia tiene que seguir
siendo primariamente comunidad eucar�stica �. (138) Este principio implica
que � las parroquias est�n llamadas a ser receptivas y solidarias, lugar
de la iniciaci�n cristiana, de la educaci�n y la celebraci�n de la fe,
abiertas a la diversidad de carismas, servicios y ministerios, organizadas
de modo comunitario y responsable, integradoras de los movimientos de
apostolado ya existentes, atentas a la diversidad cultural de sus
habitantes, abiertas a los proyectos pastorales y superparroquiales y a
las realidades circunstantes �. (139)
Una atenci�n especial merecen, por sus problem�ticas espec�ficas, las
parroquias en los grandes n�cleos urbanos, donde las dificultades son tan
grandes que las estructuras pastorales normales resultan inadecuadas y las
posibilidades de acci�n apost�lica notablemente reducidas. No obstante, la
instituci�n parroquial conserva su importancia y se ha de mantener. Para
lograr este objetivo hay que � continuar la b�squeda de medios con los que
la parroquia y sus estructuras pastorales lleguen a ser m�s eficaces en
los espacios urbanos �. (140) Una clave de renovaci�n parroquial,
especialmente urgente en las parroquias de las grandes ciudades, puede
encontrarse quiz�s considerando la parroquia como comunidad de comunidades
y de movimientos. (141) Parece por tanto oportuno la formaci�n de
comunidades y grupos eclesiales de tales dimensiones que favorezcan
verdaderas relaciones humanas. Esto permitir� vivir m�s intensamente la
comuni�n, procurando cultivarla no s�lo � ad intra �, sino tambi�n con la
comunidad parroquial a la que pertenecen estos grupos y con toda la
Iglesia diocesana y universal. En este contexto humano ser� tambi�n m�s
f�cil escuchar la Palabra de Dios, para reflexionar a su luz sobre los
diversos problemas humanos y madurar opciones responsables inspiradas en
el amor universal de Cristo.(142) La instituci�n parroquial as� renovada �
puede suscitar una gran esperanza. Puede formar a la gente en comunidades,
ofrecer auxilio a la vida de familia, superar el estado de anonimato,
acoger y ayudar a que las personas se inserten en la vida de sus vecinos y
en la sociedad �. (143) De este modo, cada parroquia hoy, y
particularmente las de �mbito urbano, podr� fomentar una evangelizaci�n
m�s personal, y al mismo tiempo acrecentar las relaciones positivas con
los otros agentes sociales, educativos y comunitarios. (144)
Adem�s, � este tipo de parroquia renovada supone la figura de un pastor
que, en primer lugar, tenga una profunda experiencia de Cristo vivo,
esp�ritu misional, coraz�n paterno, que sea animador de la vida espiritual
y evangelizador capaz de promover la participaci�n. La parroquia renovada
requiere la cooperaci�n de los laicos, un animador de la acci�n pastoral y
la capacidad del pastor para trabajar con otros. Las parroquias en Am�rica
deben se�alarse por su impulso misional que haga que extiendan su acci�n a
los alejados �. (145)
Los di�conos permanentes
42. Por motivos pastorales y teol�gicos serios, el Concilio Vaticano II
determin� restablecer el diaconado como grado permanente de la jerarqu�a
en la Iglesia latina, dejando a las Conferencias Episcopales, con la
aprobaci�n del Sumo Pont�fice, valorar la oportunidad de instituir los
di�conos permanentes y en qu� sitios. (146) Se trata de una experiencia
muy diferente no s�lo en las distintas partes de Am�rica, sino incluso
entre las di�cesis de una misma regi�n. � Algunas di�cesis han formado y
ordenado no pocos di�conos, y est�n plenamente contentas de su
incorporaci�n y ministerio �. (147) Aqu� se ve con gozo c�mo los di�conos,
� confortados con la gracia sacramental, en comuni�n con el Obispo y su
presbiterio, sirven al pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de
la palabra y de la caridad �. (148) Otras di�cesis no han emprendido este
camino, mientras en otras partes existen dificultades en la integraci�n de
los di�conos permanentes en la estructura jer�rquica.
Quedando a salvo la libertad de las Iglesias particulares para restablecer
o no, consinti�ndolo el Sumo Pont�fice, el diaconado como grado
permanente, est� claro que el acierto de esta restauraci�n implica un
diligente proceso de selecci�n, una formaci�n seria y una atenci�n
cuidadosa a los candidatos, as� como tambi�n un acompa�amiento sol�cito no
s�lo de estos ministros sagrados, sino tambi�n, en el caso de los di�conos
casados, de su familia, esposa e hijos. (149)
La vida consagrada
43. La historia de la evangelizaci�n de Am�rica es un elocuente testimonio
del ingente esfuerzo misional realizado por tantas personas consagradas,
las cuales, desde el comienzo, anunciaron el Evangelio, defendieron los
derechos de los ind�genas y, con amor heroico a Cristo, se entregaron al
servicio del pueblo de Dios en el Continente.(150) La aportaci�n de las
personas consagradas al anuncio del Evangelio en Am�rica sigue siendo de
suma importancia; se trata de una aportaci�n diversa seg�n los carismas
propios de cada grupo: � los Institutos de vida contemplativa que
testifican lo absoluto de Dios, los Institutos apost�licos y misionales
que hacen a Cristo presente en los muy diversos campos de la vida humana,
los Institutos seculares que ayudan a resolver la tensi�n entre apertura
real a los valores del mundo moderno y profunda entrega de coraz�n a Dios.
Nacen tambi�n nuevos Institutos y nuevas formas de vida consagrada que
requieren discreci�n evang�lica �. (151)
Ya que � el futuro de la nueva evangelizaci�n [...] es impensable sin una
renovada aportaci�n de las mujeres, especialmente de las mujeres
consagradas �, (152) urge favorecer su participaci�n en diversos sectores
de la vida eclesial, incluidos los procesos en que se elaboran las
decisiones, especialmente en los asuntos que les conciernen directamente.
(153)
� Tambi�n hoy el testimonio de la vida plenamente consagrada a Dios es una
elocuente proclamaci�n de que �l basta para llenar la vida de cualquier
persona �. (154) Esta consagraci�n al Se�or ha de prolongarse en una
generosa entrega a la difusi�n del Reino de Dios. Por ello, a las puertas
del tercer milenio se ha de procurar � que la vida consagrada sea m�s
estimada y promovida por los Obispos, sacerdotes y comunidades cristianas.
Y que los consagrados, conscientes del gozo y de la responsabilidad de su
vocaci�n, se integren plenamente en la Iglesia particular a la que
pertenecen y fomenten la comuni�n y la mutua colaboraci�n �. (155)
Los fieles laicos y la renovaci�n de la Iglesia
44. � La doctrina del Concilio Vaticano II sobre la unidad de la Iglesia,
como pueblo de Dios congregado en la unidad del Padre y del Hijo y del
Esp�ritu Santo, subraya que son comunes a la dignidad de todos los
bautizados la imitaci�n y el seguimiento de Cristo, la comuni�n mutua y el
mandato misional �. (156) Es necesario, por tanto, que los fieles laicos
sean conscientes de su dignidad de bautizados. Por su parte, los Pastores
han de estimar profundamente � el testimonio y la acci�n evangelizadora de
los laicos que integrados en el pueblo de Dios con espiritualidad de
comuni�n conducen a sus hermanos al encuentro con Jesucristo vivo. La
renovaci�n de la Iglesia en Am�rica no ser� posible sin la presencia
activa de los laicos. Por eso, en gran parte, recae en ellos la
responsabilidad del futuro de la Iglesia �. (157)
Los �mbitos en los que se realiza la vocaci�n de los fieles laicos son
dos. El primero, y m�s propio de su condici�n laical, es el de las
realidades temporales, que est�n llamados a ordenar seg�n la voluntad de
Dios. (158) En efecto, � con su peculiar modo de obrar, el Evangelio es
llevado dentro de las estructuras del mundo y obrando en todas partes
santamente consagran el mismo mundo a Dios �. (159) Gracias a los fieles
laicos, � la presencia y la misi�n de la Iglesia en el mundo se realiza,
de modo especial, en la diversidad de carismas y ministerios que posee el
laicado. La secularidad es la nota caracter�stica y propia del laico y de
su espiritualidad que lo lleva a actuar en la vida familiar, social,
laboral, cultural y pol�tica, a cuya evangelizaci�n es llamado. En un
Continente en el que aparecen la emulaci�n y la propensi�n a agredir, la
inmoderaci�n en el consumo y la corrupci�n, los laicos est�n llamados a
encarnar valores profundamente evang�licos como la misericordia, el
perd�n, la honradez, la transparencia de coraz�n y la paciencia en las
condiciones dif�ciles. Se espera de los laicos una gran fuerza creativa en
gestos y obras que expresen una vida coherente con el Evangelio �. (160)
Am�rica necesita laicos cristianos que puedan asumir responsabilidades
directivas en la sociedad. Es urgente formar hombres y mujeres capaces de
actuar, seg�n su propia vocaci�n, en la vida p�blica, orient�ndola al bien
com�n. En el ejercicio de la pol�tica, vista en su sentido m�s noble y
aut�ntico como administraci�n del bien com�n, ellos pueden encontrar
tambi�n el camino de la propia santificaci�n. Para ello es necesario que
sean formados tanto en los principios y valores de la Doctrina social de
la Iglesia, como en nociones fundamentales de la teolog�a del laicado. El
conocimiento profundo de los principios �ticos y de los valores morales
cristianos les permitir� hacerse promotores en su ambiente, proclam�ndolos
tambi�n ante la llamada � neutralidad del Estado �. (161)
Hay un segundo �mbito en el que muchos fieles laicos est�n llamados a
trabajar, y que puede llamarse � intraeclesial �. Muchos laicos en Am�rica
sienten el leg�timo deseo de aportar sus talentos y carismas a � la
construcci�n de la comunidad eclesial como delegados de la Palabra,
catequistas, visitadores de enfermos o de encarcelados, animadores de
grupos etc. �. (162) Los Padres sinodales han manifestado el deseo de que
la Iglesia reconozca algunas de estas tareas como ministerios laicales,
fundados en los sacramentos del Bautismo y la Confirmaci�n, dejando a
salvo el car�cter espec�fico de los ministerios propios del sacramento del
Orden. Se trata de un tema vasto y complejo para cuyo estudio constitu�,
hace ya alg�n tiempo, una Comisi�n especial (163) y sobre el que los
organismos de la Santa Sede han ido se�alando paulatinamente algunas
pautas directivas. (164) Se ha de fomentar la provechosa cooperaci�n de
fieles laicos bien preparados, hombres y mujeres, en diversas actividades
dentro de la Iglesia, evitando, sin embargo, una posible confusi�n con los
ministerios ordenados y con las actividades propias del sacramento del
Orden, a fin de distinguir bien el sacerdocio com�n de los fieles del
sacerdocio ministerial.
A este respecto, los Padres sinodales han sugerido que las tareas
confiadas a los laicos sean bien � distintas de aquellas que son etapas
para el ministerio ordenado � (165) y que los candidatos al sacerdocio
reciben antes del presbiterado. Igualmente se ha observado que estas
tareas laicales � no deben conferirse sino a personas, varones y mujeres,
que hayan adquirido la formaci�n exigida, seg�n criterios determinados:
una cierta permanencia, una real disponibilidad con respecto a un
determinado grupo de personas, la obligaci�n de dar cuenta a su propio
Pastor �. (166) De todos modos, aunque el apostolado intraeclesial de los
laicos tiene que ser estimulado, hay que procurar que este apostolado
coexista con la actividad propia de los laicos, en la que no pueden ser
suplidos por los sacerdotes: el �mbito de la realidades temporales.
Dignidad de la mujer
45. Merece una especial atenci�n la vocaci�n de la mujer. Ya en otras
ocasiones he querido expresar mi aprecio por la aportaci�n espec�fica de
la mujer al progreso de la humanidad y reconocer sus leg�timas
aspiraciones a participar plenamente en la vida eclesial, cultural, social
y econ�mica. (167) Sin esta aportaci�n se perder�an algunas riquezas que
s�lo el � genio de la mujer � (168) puede aportar a la vida de la Iglesia
y de la sociedad misma. No reconocerlo ser�a una injusticia hist�rica
especialmente en Am�rica, si se tiene en cuenta la contribuci�n de las
mujeres al desarrollo material y cultural del Continente, como tambi�n a
la transmisi�n y conservaci�n de la fe. En efecto, � su papel fue decisivo
sobre todo en la vida consagrada, en la educaci�n, en el cuidado de la
salud �. (169)
En varias regiones del Continente americano, lamentablemente, la mujer es
todav�a objeto de discriminaciones. Por eso se puede decir que el rostro
de los pobres en Am�rica es tambi�n el rostro de muchas mujeres. En este
sentido, los Padres sinodales han hablado de un � aspecto femenino de la
pobreza �. (170) La Iglesia se siente obligada a insistir sobre la
dignidad humana, com�n a todas las personas. Ella � denuncia la
discriminaci�n, el abuso sexual y la prepotencia masculina como acciones
contrarias al plan de Dios �. (171) En particular, deplora como abominable
la esterilizaci�n, a veces programada, de las mujeres, sobre todo de las
m�s pobres y marginadas, que es practicada a menudo de manera enga�osa,
sin saberlo las interesadas; esto es mucho m�s grave cuando se hacer para
conseguir ayudas econ�micas a nivel internacional.
La Iglesia en el Continente se siente comprometida a intensificar su
preocupaci�n por la mujeres y a defenderlas � de modo que la sociedad en
Am�rica ayude m�s a la vida familiar fundada en el matrimonio, proteja m�s
la maternidad y respete m�s la dignidad de todas las mujeres �. (172) Se
debe ayudar a las mujeres americanas a tomar parte activa y responsable en
la vida y misi�n de la Iglesia, (173) como tambi�n se ha de reconocer la
necesidad de la sabidur�a y cooperaci�n de las mujeres en las tareas
directivas de la sociedad americana.
Los desaf�os para la familia cristiana
46. Dios Creador, formando al primer var�n y a la primera mujer, y
mandando � sed fecundos y multiplicaos � (Gn 1, 28), estableci�
definitivamente la familia. De este santuario nace la vida y es aceptada
como don de Dios. La Palabra, le�da asiduamente en la familia, la
construye poco a poco como iglesia dom�stica y la hace fecunda en
humanismo y virtudes cristianas; all� se constituye la fuente de las
vocaciones. La vida de oraci�n de la familia en torno a alguna imagen de
la Virgen har� que permanezca siempre unida en torno a la Madre, como los
disc�pulos de Jes�s (cf. Hch 1, 14) �. (174) Son muchas las
insidias que amenazan la solidez de la instituci�n familiar en la mayor
parte de los pa�ses de Am�rica, siendo, a la vez, desaf�os para los
cristianos. Se deben mencionar, entre otros, el aumento de los divorcios,
la difusi�n del aborto, del infanticidio y de la mentalidad contraceptiva.
Ante esta situaci�n hay que subrayar � que el fundamento de la vida humana
es la relaci�n nupcial entre el marido y la esposa, la cual entre los
cristianos es sacramental �. (175)
Es urgente, pues, una amplia catequizaci�n sobre el ideal cristiano de la
comuni�n conyugal y de la vida familiar, que incluya una espiritualidad de
la paternidad y la maternidad. Es necesario prestar mayor atenci�n
pastoral al papel de los hombres como maridos y padres, as� como a la
responsabilidad que comparten con sus esposas respecto al matrimonio, la
familia y la educaci�n de los hijos. No debe omitirse una seria
preparaci�n de los j�venes antes del matrimonio, en la que se presente con
claridad la doctrina cat�lica, a nivel teol�gico, espiritual y
antropol�gico sobre este sacramento. En un Continente caracterizado por un
considerable desarrollo demogr�fico, como es Am�rica, deben incrementarse
continuamente las iniciativas pastorales dirigidas a las familias.
Para que la familia cristiana sea verdaderamente � iglesia dom�stica �,
(176) est� llamada a ser el �mbito en que los padres transmiten la fe,
pues ellos � deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe,
mediante la palabra y el ejemplo �. (177) En la familia tampoco puede
faltar la pr�ctica de la oraci�n en la que se encuentren unidos tanto los
c�nyuges entre s�, como con sus hijos. A este respecto, se han de fomentar
momentos de vida espiritual en com�n: la participaci�n en la Eucarist�a
los d�as festivos, la pr�ctica del sacramento de la Reconciliaci�n, la
oraci�n cotidiana en familia y obras concretas de caridad. As� se
consolidar� la fidelidad en el matrimonio y la unidad de la familia. En un
ambiente familiar con estas caracter�sticas no ser� dif�cil que los hijos
sepan descubrir su vocaci�n al servicio de la comunidad y de la Iglesia y
que aprendan, especialmente con el ejemplo de sus padres, que la vida
familiar es un camino para realizar la vocaci�n universal a la santidad.
(178)
Los j�venes, esperanza del futuro
47. Los j�venes son una gran fuerza social y evangelizadora. � Constituyen
una parte numeros�sima de la poblaci�n en muchas naciones de Am�rica. En
el encuentro de ellos con Cristo vivo se fundan la esperanza y la
expectativas de un futuro de mayor comuni�n y solidaridad para la Iglesia
y las sociedades de Am�rica �. (179) Son evidentes los esfuerzos que las
Iglesias particulares realizan en el Continente para acompa�ar a los
adolescentes en el proceso catequ�tico antes de la Confirmaci�n y de otras
formas de acompa�amiento que les ofrecen para que crezcan en su encuentro
con Cristo y en el conocimiento del Evangelio. El proceso de formaci�n de
los j�venes debe ser constante y din�mico, adecuado para ayudarles a
encontrar su lugar en la Iglesia y en el mundo. Por tanto, la pastoral
juvenil ha de ocupar un puesto privilegiado entre las preocupaciones de
los Pastores y de las comunidades.
En realidad, son muchos los j�venes americanos que buscan el sentido
verdadero de su vida y que tienen sed de Dios, pero muchas veces faltan
las condiciones id�neas para realizar sus capacidades y lograr sus
aspiraciones. Lamentablemente, la falta de trabajo y de esperanzas de
futuro los lleva en algunas ocasiones a la marginaci�n y a la violencia.
La sensaci�n de frustraci�n que experimentan por todo ello, los hace
abandonar frecuentemente la b�squeda de Dios. Ante esta situaci�n tan
compleja, � la Iglesia se compromete a mantener su opci�n pastoral y
misionera por los j�venes para que puedan hoy encontrar a Cristo vivo �.
(180)
La acci�n pastoral de la Iglesia llega a muchos de estos adolescentes y
j�venes mediante la animaci�n cristiana de la familia, la catequesis, las
instituciones educativas cat�licas y la vida comunitaria de la parroquia.
Pero hay otros muchos, especialmente entre los que sufren diversas formas
de pobreza, que quedan fuera del campo de la actividad eclesial. Deben ser
los j�venes cristianos, formados con una conciencia misionera madura, los
ap�stoles de sus coet�neos. Es necesaria una acci�n pastoral que llegue a
los j�venes en sus propios ambientes, como el colegio, la universidad, el
mundo del trabajo o el ambiente rural, con una atenci�n apropiada a su
sensibilidad. En el �mbito parroquial y diocesano ser� oportuno
desarrollar tambi�n una acci�n pastoral de la juventud que tenga en cuenta
la evoluci�n del mundo de los j�venes, que busque el di�logo con ellos,
que no deje pasar las ocasiones propicias para encuentros m�s amplios, que
aliente las iniciativas locales y aproveche tambi�n lo que ya se realiza
en el �mbito interdiocesano e internacional.
Y, �qu� hacer ante los j�venes que manifiestan comportamientos
adolescentes de una cierta inconstancia y dificultad para asumir
compromisos serios para siempre? Ante esta carencia de madurez es
necesario invitar a los j�venes a ser valientes, ayud�ndoles a apreciar el
valor del compromiso para toda la vida, como es el caso del sacerdocio, de
la vida consagrada y del matrimonio cristiano. (181)
Acompa�ar al ni�o en su encuentro con Cristo
48. Los ni�os son don y signo de la presencia de Dios. � Hay que acompa�ar
al ni�o en su encuentro con Cristo, desde su bautismo hasta su primera
comuni�n, ya que forma parte de la comunidad viviente de fe, esperanza y
caridad �. (182) La Iglesia agradece la labor de los padres, maestros,
agentes pastorales, sociales y sanitarios, y de todos aquellos que sirven
a la familia y a los ni�os con la misma actitud de Jesucristo que dijo: �
Dejad que los ni�os vengan a m�, y no se lo impid�is porque de los que son
como �stos es el Reino de los Cielos � (Mt 19, 14).
Con raz�n los Padres sinodales lamentan y condenan la condici�n dolorosa
de muchos ni�os en toda Am�rica, privados de la dignidad y la inocencia e
incluso de la vida. � Esta condici�n incluye la violencia, la pobreza, la
carencia de casa, la falta de un adecuado cuidado de sanidad y educaci�n,
los da�os de las drogas y del alcohol, y otros estados de abandono y de
abuso �. (183) A este respecto, en el S�nodo se hizo menci�n especial de
la problem�tica del abuso sexual de los ni�os y de la prostituci�n
infantil, y los Padres lanzaron un urgente llamado � a todos los que est�n
en posiciones de autoridad en la sociedad, para que realicen, como cosa
prioritaria, todo lo que est� en su poder, para aliviar el dolor de los
ni�os en Am�rica �. (184)
Elementos de comuni�n con las otras Iglesias y Comunidades
eclesiales
49. Entre la Iglesia cat�lica y las otras Iglesias y Comunidades
eclesiales existe un esfuerzo de comuni�n que tiene su ra�z en el Bautismo
administrado en cada una de ellas. (185) Este esfuerzo se alimenta
mediante la oraci�n, el di�logo y la acci�n com�n. Los Padres sinodales
han querido expresar una voluntad especial de � cooperaci�n al di�logo ya
comenzado con la Iglesia ortodoxa, con la que tenemos en com�n muchos
elementos de fe, de vida sacramental y de piedad �. (186) Las propuestas
concretas de la Asamblea sinodal sobre el conjunto de las Iglesias y
Comunidades eclesiales cristianas no cat�licas son m�ltiples. Se propone,
en primer lugar, � que los cristianos cat�licos, Pastores y fieles,
fomenten el encuentro de los cristianos de las diversas confesiones, en la
cooperaci�n, en nombre del Evangelio, para responder al clamor de los
pobres, con la promoci�n de la justicia, la oraci�n com�n por la unidad y
la participaci�n en la Palabra de Dios y la experiencia de la fe en Cristo
vivo �. (187) Deben tambi�n alentarse, cuando sea oportuno y conveniente,
las reuniones de expertos de las diversas Iglesias y Comunidades
eclesiales para facilitar el di�logo ecum�nico. El ecumenismo ha de ser
objeto de reflexi�n y de comunicaci�n de experiencias entre las diversas
Conferencias Episcopales cat�licas del Continente.
Si bien el Concilio Vaticano II se refiere a todos los bautizados y
creyentes en Cristo � como hermanos en el Se�or �, (188) es necesario
distinguir con claridad las comunidades cristianas, con las cuales es
posible establecer relaciones inspiradas en el esp�ritu del ecumenismo, de
las sectas, cultos y otros movimientos pseudoreligiosos.
Relaci�n de la Iglesia con las comunidades jud�as
50. En la sociedad americana existen tambi�n comunidades jud�as con las
que la Iglesia ha llevado a cabo en estos �ltimos a�os una colaboraci�n
creciente. (189) En la historia de la salvaci�n es evidente nuestra
especial relaci�n con el pueblo jud�o. De ese pueblo naci� Jes�s, quien
dio comienzo a su Iglesia dentro de la Naci�n jud�a. Gran parte de la
Sagrada Escritura que los cristianos leemos como palabra de Dios,
constituye un patrimonio espiritual com�n con los jud�os. (190) Se ha de
evitar, pues, toda actitud negativa hacia ellos, ya que � para bendecir al
mundo es necesario que los jud�os y los cristianos sean previamente
bendici�n los unos para los otros �. (191)
Religiones no cristianas
51. Respecto a las religiones no cristianas, la Iglesia cat�lica no
rechaza nada de lo que en ellas hay de verdadero y santo. (192) Por ello,
con respecto a las otras religiones, los cat�licos quieren subrayar los
elementos de verdad dondequiera que puedan encontrarse, pero a la vez
testifican fuertemente la novedad de la revelaci�n de Cristo, custodiada
en su integridad por la Iglesia. (193) En coherencia con esta actitud, los
cat�licos rechazan como extra�a al esp�ritu de Cristo toda discriminaci�n
o persecuci�n contra las personas por motivos de raza, color, condici�n de
vida o religi�n. La diferencia de religi�n nunca debe ser causa de
violencia o de guerra. Al contrario, las personas de creencias diversas
deben sentirse movidas, precisamente por su adhesi�n a las mismas, a
trabajar juntas por la paz y la justicia.
� Los musulmanes, como los cristianos y los jud�os, llaman a Abraham,
padre suyo. Este hecho debe asegurar que en toda Am�rica estas tres
comunidades vivan arm�nicamente y trabajen juntas por el bien com�n.
Igualmente, la Iglesia en Am�rica debe esforzarse por aumentar el mutuo
respeto y las buenas relaciones con las religiones nativas americanas �.
(194) La misma actitud debe tenerse con los grupos hinduistas y budistas o
de otras religiones que las recientes inmigraciones, procedentes de pa�ses
orientales, han llevado al suelo americano.
CAP�TULO V
CAMINO PARA LA SOLIDARIDAD
� En esto conocer�n todos que sois disc�pulos m�os:
si os ten�is amor los unos a los otros � (Jn 13, 35)
La solidaridad, fruto de la comuni�n
52. � En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos m�os
m�s peque�os, a m� me lo hicisteis � (Mt 25, 40; cf. 25, 45). La
conciencia de la comuni�n con Jesucristo y con los hermanos, que es, a su
vez, fruto de la conversi�n, lleva a servir al pr�jimo en todas sus
necesidades, tanto materiales como espirituales, para que en cada hombre
resplandezca el rostro de Cristo. Por eso, � la solidaridad es fruto de la
comuni�n que se funda en el misterio de Dios uno y trino, y en el Hijo de
Dios encarnado y muerto por todos. Se expresa en el amor del cristiano que
busca el bien de los otros, especialmente de los m�s necesitados �. (195)
De aqu� deriva para las Iglesias particulares del Continente americano el
deber de la rec�proca solidaridad y de compartir sus dones espirituales y
los bienes materiales con que Dios las ha bendecido, favoreciendo la
disponibilidad de las personas para trabajar donde sea necesario.
Partiendo del Evangelio se ha de promover una cultura de la solidaridad
que incentive oportunas iniciativas de ayuda a los pobres y a los
marginados, de modo especial a los refugiados, los cuales se ven forzados
a dejar sus pueblos y tierras para huir de la violencia. La Iglesia en
Am�rica ha de alentar tambi�n a los organismos internacionales del
Continente con el fin de establecer un orden econ�mico en el que no domine
s�lo el criterio del lucro, sino tambi�n el de la b�squeda del bien com�n
nacional e internacional, la distribuci�n equitativa de los bienes y la
promoci�n integral de los pueblos. (196)
La doctrina de la Iglesia, expresi�n de las exigencias de la
conversi�n
53. Mientras el relativismo y el subjetivismo se difunden de modo
preocupante en el campo de la doctrina moral, la Iglesia en Am�rica est�
llamada a anunciar con renovada fuerza que la conversi�n consiste en la
adhesi�n a la persona de Jesucristo, con todas las implicaciones
teol�gicas y morales ilustradas por el Magisterio eclesial. Hay que
reconocer, � el papel que realizan, en esta l�nea, los te�logos, los
catequistas y los profesores de religi�n que, exponiendo la doctrina de la
Iglesia con fidelidad al Magisterio, cooperan directamente en la recta
formaci�n de la conciencia de los fieles �. (197) Si creemos que Jes�s es
la Verdad (cf. Jn 14, 6) desearemos ardientemente ser sus testigos
para acercar a nuestros hermanos a la verdad plena que est� en el Hijo de
Dios hecho hombre, muerto y resucitado por la salvaci�n del g�nero humano.
� De este modo podremos ser, en este mundo, l�mparas vivas de fe,
esperanza y caridad �. (198)
Doctrina social de la Iglesia
54. Ante los graves problemas de orden social que, con caracter�sticas
diversas, existen en toda Am�rica, el cat�lico sabe que puede encontrar en
la doctrina social de la Iglesia la respuesta de la que partir para buscar
soluciones concretas. Difundir esta doctrina constituye, pues, una
verdadera prioridad pastoral. Para ello es importante � que en Am�rica los
agentes de evangelizaci�n (Obispos, sacerdotes, profesores, animadores
pastorales, etc.) asimilen este tesoro que es la doctrina social de la
Iglesia, e, iluminados por ella, se hagan capaces de leer la realidad
actual y de buscar v�as para la acci�n �. (199) A este respecto, hay que
fomentar la formaci�n de fieles laicos capaces de trabajar, en nombre de
la fe en Cristo, para la transformaci�n de las realidades terrenas.
Adem�s, ser� oportuno promover y apoyar el estudio de esta doctrina en
todos los �mbitos de las Iglesias particulares de Am�rica y, sobre todo,
en el universitario, para que sea conocida con mayor profundidad y
aplicada en la sociedad americana.
Para alcanzar este objetivo ser�a muy �til un compendio o s�ntesis
autorizada de la doctrina social cat�lica, incluso un � catecismo �, que
muestre la relaci�n existente entre ella y la nueva evangelizaci�n. La
parte que el Catecismo de la Iglesia Cat�lica dedica a esta
materia, a prop�sito del s�ptimo mandamiento del Dec�logo, podr�a ser el
punto de partida de este � Catecismo de doctrina social cat�lica �.
Naturalmente, como ha sucedido con el Catecismo de la Iglesia Cat�lica,
se limitar�a a formular los principios generales, dejando a aplicaciones
posteriores el tratar sobre los problemas relacionados con las diversas
situaciones locales. (200)
En la doctrina social de la Iglesia ocupa un lugar importante el derecho a
un trabajo digno. Por esto, ante las altas tasas de desempleo que afectan
a muchos pa�ses americanos y ante las duras condiciones en que se
encuentran no pocos trabajadores en la industria y en el campo, � es
necesario valorar el trabajo como dimensi�n de realizaci�n y de dignidad
de la persona humana. Es una responsabilidad �tica de una sociedad
organizada promover y apoyar una cultura del trabajo �. (201)
Globalizaci�n de la solidaridad
55. El complejo fen�meno de la globalizaci�n, como he recordado m�s
arriba, es una de las caracter�sticas del mundo actual, perceptible
especialmente en Am�rica. Dentro de esta realidad polifac�tica, tiene gran
importancia el aspecto econ�mico. Con su doctrina social, la Iglesia
ofrece una valiosa contribuci�n a la problem�tica que presenta la actual
econom�a globalizada. Su visi�n moral en esta materia � se apoya en las
tres piedras angulares fundamentales de la dignidad humana, la solidaridad
y la subsidiariedad �. (202) La econom�a globalizada debe ser analizada a
la luz de los principios de la justicia social, respetando la opci�n
preferencial por los pobres, que han de ser capacitados para protegerse en
una econom�a globalizada, y ante las exigencias del bien com�n
internacional. En realidad, � la doctrina social de la Iglesia es la
visi�n moral que intenta asistir a los gobiernos, a las instituciones y
las organizaciones privadas para que configuren un futuro congruente con
la dignidad de cada persona. A trav�s de este prisma se pueden valorar las
cuestiones que se refieren a la deuda externa de las naciones, a la
corrupci�n pol�tica interna y a la discriminaci�n dentro [de la propia
naci�n] y entre las naciones �. (203)
La Iglesia en Am�rica est� llamada no s�lo a promover una mayor
integraci�n entre las naciones, contribuyendo de este modo a crear una
verdadera cultura globalizada de la solidaridad, (204) sino tambi�n a
colaborar con los medios leg�timos en la reducci�n de los efectos
negativos de la globalizaci�n, como son el dominio de los m�s fuertes
sobre los m�s d�biles, especialmente en el campo econ�mico, y la p�rdida
de los valores de las culturas locales en favor de una mal entendida
homogeneizaci�n.
Pecados sociales que claman al cielo
56. A la luz de la doctrina social de la Iglesia se aprecia tambi�n, m�s
claramente, la gravedad de � los pecados sociales que claman al cielo,
porque generan violencia, rompen la paz y la armon�a entre las comunidades
de una misma naci�n, entre las naciones y entre las diversas partes del
Continente �. (205) Entre estos pecados se deben recordar, � el comercio
de drogas, el lavado de las ganancias il�citas, la corrupci�n en cualquier
ambiente, el terror de la violencia, el armamentismo, la discriminaci�n
racial, las desigualdades entre los grupos sociales, la irrazonable
destrucci�n de la naturaleza �. (206) Estos pecados manifiestan una
profunda crisis debido a la p�rdida del sentido de Dios y a la ausencia de
los principios morales que deben regir la vida de todo hombre. Sin una
referencia moral se cae en un af�n ilimitado de riqueza y de poder, que
ofusca toda visi�n evang�lica de la realidad social.
No pocas veces, esto provoca que algunas instancias p�blicas se
despreocupen de la situaci�n social. Cada vez m�s, en muchos pa�ses
americanos impera un sistema conocido como � neoliberalismo �; sistema que
haciendo referencia a una concepci�n economicista del hombre, considera
las ganancias y las leyes del mercado como par�metros absolutos en
detrimento de la dignidad y del respeto de las personas y los pueblos.
Dicho sistema se ha convertido, a veces, en una justificaci�n ideol�gica
de algunas actitudes y modos de obrar en el campo social y pol�tico, que
causan la marginaci�n de los m�s d�biles. De hecho, los pobres son cada
vez m�s numerosos, v�ctimas de determinadas pol�ticas y de estructuras
frecuentemente injustas. (207)
La mejor respuesta, desde el Evangelio, a esta dram�tica situaci�n es la
promoci�n de la solidaridad y de la paz, que hagan efectivamente realidad
la justicia. Para esto se ha de alentar y ayudar a aquellos que son
ejemplo de honradez en la administraci�n del erario p�blico y de la
justicia. Igualmente se ha de apoyar el proceso de democratizaci�n que
est� en marcha en Am�rica, (208) ya que en un sistema democr�tico son
mayores las posibilidades de control que permiten evitar los abusos.
� El Estado de Derecho es la condici�n necesaria para establecer una
verdadera democracia �. (209) Para que �sta se pueda desarrollar, se
precisa la educaci�n c�vica as� como la promoci�n del orden p�blico y de
la paz en la convivencia civil. En efecto, � no hay una democracia
verdadera y estable sin justicia social. Para esto es necesario que la
Iglesia preste mayor atenci�n a la formaci�n de la conciencia, prepare
dirigentes sociales para la vida publica en todos los niveles, promueva la
educaci�n �tica, la observancia de la ley y de los derechos humanos y
emplee un mayor esfuerzo en la formaci�n �tica de la clase pol�tica �.
(210)
El fundamento �ltimo de los derechos humanos
57. Conviene recordar que el fundamento sobre el que se basan todos los
derechos humanos es la dignidad de la persona. En efecto, � la mayor obra
divina, el hombre, es imagen y semejanza de Dios. Jes�s asumi� nuestra
naturaleza menos el pecado; promovi� y defendi� la dignidad de toda
persona humana sin excepci�n alguna; muri� por la libertad de todos. El
Evangelio nos muestra c�mo Jesucristo subray� la centralidad de la persona
humana en el orden natural (cf. Lc 12, 22-29), en el orden social y
en el orden religioso, incluso respecto a la Ley (cf. Mc 2, 27);
defendiendo el hombre y tambi�n la mujer (cf. Jn 8, 11) y los ni�os
(cf. Mt 19, 13-15), que en su tiempo y en su cultura ocupaban un
lugar secundario en la sociedad. De la dignidad del hombre en cuanto hijo
de Dios nacen los derechos humanos y las obligaciones �. (211) Por esta
raz�n, � todo atropello a la dignidad del hombre es atropello al mismo
Dios, de quien es imagen �. (212) Esta dignidad es com�n a todos los
hombres sin excepci�n, ya que todos han sido creados a imagen de Dios (cf.
Gn 1, 26). La respuesta de Jes�s a la pregunta � �Qui�n es mi
pr�jimo? � (Lc 10, 29) exige de cada uno una actitud de respeto por
la dignidad del otro y de cuidado sol�cito hacia �l, aunque se trate de un
extranjero o un enemigo (cf. Lc 10, 30-37). En toda Am�rica la
conciencia de la necesidad de respetar los derechos humanos ha ido
creciendo en estos �ltimos tiempos, sin embargo todav�a queda mucho por
hacer, si se consideran las violaciones de los derechos de personas y de
grupos sociales que a�n se dan en el Continente.
Amor preferencial por los pobres y marginados
58. � La Iglesia en Am�rica debe encarnar en sus iniciativas pastorales la
solidaridad de la Iglesia universal hacia los pobres y marginados de todo
g�nero. Su actitud debe incluir la asistencia, promoci�n, liberaci�n y
aceptaci�n fraterna. La Iglesia pretende que no haya en absoluto
marginados �. (213) El recuerdo de los cap�tulos oscuros de la historia de
Am�rica relativos a la existencia de la esclavitud y de otras situaciones
de discriminaci�n social, ha de suscitar un sincero deseo de conversi�n
que lleve a la reconciliaci�n y a la comuni�n.
La atenci�n a los m�s necesitados surge de la opci�n de amar de manera
preferencial a los pobres. Se trata de un amor que no es exclusivo y no
puede ser pues interpretado como signo de particularismo o de sectarismo;
(214) amando a los pobres el cristiano imita las actitudes del Se�or, que
en su vida terrena se dedic� con sentimientos de compasi�n a las
necesidades de las personas espiritual y materialmente indigentes.
La actividad de la Iglesia en favor de los pobres en todas las partes del
Continente es importante; no obstante hay que seguir trabajando para que
esta l�nea de acci�n pastoral sea cada vez m�s un camino para el encuentro
con Cristo, el cual, siendo rico, por nosotros se hizo pobre a fin de
enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9). Se debe intensificar
y ampliar cuanto se hace ya en este campo, intentando llegar al mayor
n�mero posible de pobres. La Sagrada Escritura nos recuerda que Dios
escucha el clamor de los pobres (cf. Sal 34 [33],7) y la Iglesia ha
de estar atenta al clamor de los m�s necesitados. Escuchando su voz, � la
Iglesia debe vivir con los pobres y participar de sus dolores. [...] Debe
finalmente testificar por su estilo de vida que sus prioridades, sus
palabras y sus acciones, y ella misma est� en comuni�n y solidaridad con
ellos �. (215)
La deuda externa
59. La existencia de una deuda externa que asfixia a muchos pueblos del
Continente americano es un problema complejo. Aun sin entrar en sus
numerosos aspectos, la Iglesia en su solicitud pastoral no puede ignorar
este problema, ya que afecta a la vida de tantas personas. Por eso,
diversas Conferencias Episcopales de Am�rica, conscientes de su gravedad,
han organizado estudios sobre el mismo y publicado documentos para buscar
soluciones eficaces. (216) Yo he expresado tambi�n varias veces mi
preocupaci�n por esta situaci�n, que en algunos casos se ha hecho
insostenible. En la perspectiva del ya pr�ximo Gran Jubileo del a�o 2000 y
recordando el sentido social que los Jubileos ten�an en el Antiguo
Testamento, escrib�: � As�, en el esp�ritu del Libro del Lev�tico (25,
8-12), los cristianos deber�n hacerse voz de todos los pobres del mundo,
proponiendo el Jubileo como un tiempo oportuno para pensar entre otras
cosas en una notable reducci�n, si no en una total condonaci�n, de la
deuda internacional que grava sobre el destino de muchas naciones �. (217)
Reitero mi deseo, hecho propio por los Padres sinodales, de que el
Pontificio Consejo � Justicia y Paz �, junto con otros organismos
competentes, como es la secci�n para las Relaciones con los Estados de la
Secretar�a de Estado, � busque, en el estudio y el di�logo con
representantes del Primer Mundo y con responsables del Banco Mundial y del
Fondo Monetario Internacional, v�as de soluci�n para el problema de la
deuda externa y normas que impidan la repetici�n de tales situaciones con
ocasi�n de futuros pr�stamos �. (218) Al nivel m�s amplio posible, ser�a
oportuno que � expertos en econom�a y cuestiones monetarias, de fama
internacional, procedieran a un an�lisis cr�tico del orden econ�mico
mundial, en sus aspectos positivos y negativos, de modo que se corrija el
orden actual, y propongan un sistema y mecanismos capaces de promover el
desarrollo integral y solidario de las personas y los pueblos �. (219)
Lucha contra la corrupci�n
60. En Am�rica el fen�meno de la corrupci�n est� tambi�n ampliamente
extendido. La Iglesia puede contribuir eficazmente a erradicar este mal de
la sociedad civil con � una mayor presencia de cristianos laicos
cualificados que, por su origen familiar, escolar y parroquial, promuevan
la pr�ctica de valores como la verdad, la honradez, la laboriosidad y el
servicio del bien com�n �. (220) Para lograr este objetivo y tambi�n para
iluminar a todos los hombres de buena voluntad, deseosos de poner fin a
los males derivados de la corrupci�n, hay que ense�ar y difundir lo m�s
posible la parte que corresponde a este tema en el Catecismo de la
Iglesia Cat�lica, promoviendo al mismo tiempo entre los cat�licos de
cada Naci�n el conocimiento de los documentos publicados al respecto por
las Conferencias Episcopales de las otras Naciones. (221) Los cristianos
as� formados contribuir�n significativamente a la soluci�n de este
problema, esforz�ndose en llevar a la pr�ctica la doctrina social de la
Iglesia en todos los aspectos que afecten a sus vidas y en aquellos otros
a los que pueda llegar su influjo.
El problema de las drogas
61. En relaci�n con el grave problema del comercio de drogas, la Iglesia
en Am�rica puede colaborar eficazmente con los responsables de las
Naciones, los directivos de empresas privadas, las organizaciones no
gubernamentales y las instancias internacionales para desarrollar
proyectos que eliminen este comercio que amenaza la integridad de los
pueblos en Am�rica. (222) Esta colaboraci�n debe extenderse a los �rganos
legislativos, apoyando las iniciativas que impidan el � blanqueo de dinero
�, favorezcan el control de los bienes de quienes est�n implicados en este
tr�fico y vigilen que la producci�n y comercio de las sustancias qu�micas
para la elaboraci�n de drogas se realicen seg�n las normas legales. La
urgencia y gravedad del problema hacen apremiante un llamado a los
diversos ambientes y grupos de la sociedad civil para luchar unidos contra
el comercio de la droga. (223) Por lo que respecta espec�ficamente a los
Obispos, es necesario �seg�n una sugerencia de los Padres sinodales� que
ellos mismos, como Pastores del pueblo de Dios, denuncien con valent�a y
con fuerza el hedonismo, el materialismo y los estilos de vida que llevan
f�cilmente a la droga. (224)
Hay que tener tambi�n presente que se debe ayudar a los agricultores
pobres para que no caigan en la tentaci�n del dinero f�cil obtenible con
el cultivo de las plantas de las que se extraen las drogas. A este
respecto, las Organizaciones internacionales pueden prestar una
colaboraci�n preciosa a los Gobiernos nacionales favoreciendo, con
incentivos diversos, las producciones agr�colas alternativas. Se ha de
alentar tambi�n la acci�n de quienes se esfuerzan en sacar de la droga a
los que la usan, dedicando una atenci�n pastoral a las v�ctimas de la
t�xicodependencia. Tiene una importancia fundamental ofrecer el verdadero
� sentido de la vida � a las nuevas generaciones, que por carencia del
mismo acaban por caer frecuentemente en la espiral perversa de los
estupefacientes. Este trabajo de recuperaci�n y rehabilitaci�n social
puede ser tambi�n una verdadera y propia tarea de evangelizaci�n. (225)
La carrera de armamentos
62. Un factor que paraliza gravemente el progreso de no pocas naciones de
Am�rica es la carrera de armamentos. Desde las Iglesias particulares de
Am�rica debe alzarse una voz prof�tica que denuncie tanto el armamentismo
como el escandaloso comercio de armas de guerra, el cual emplea sumas
ingentes de dinero que deber�an, en cambio, destinarse a combatir la
miseria y a promover el desarrollo. (226) Por otra parte, la acumulaci�n
de armamentos es un factor de inestabilidad y una amenaza para la paz.
(227) Por esto, la Iglesia est� vigilante ante el riesgo de conflictos
armados, incluso, entre naciones hermanas. Ella, como signo e instrumento
de reconciliaci�n y paz, ha de procurar � por todos los medios posibles,
tambi�n por el camino de la mediaci�n y del arbitraje, actuar en favor de
la paz y de la fraternidad entre los pueblos �. (228)
Cultura de la muerte y sociedad dominada por los poderosos
63. Hoy en Am�rica, como en otras partes del mundo, parece perfilarse un
modelo de sociedad en la que dominan los poderosos, marginando e incluso
eliminando a los d�biles. Pienso ahora en los ni�os no nacidos, v�ctimas
indefensas del aborto; en los ancianos y enfermos incurables, objeto a
veces de la eutanasia; y en tantos otros seres humanos marginados por el
consumismo y el materialismo. No puedo ignorar el recurso no necesario a
la pena de muerte cuando otros � medios incruentos bastan para defender y
proteger la seguridad de las personas contra el agresor [...] En efecto,
hoy, teniendo en cuenta las posibilidades de que dispone el Estado para
reprimir eficazmente el crimen dejando inofensivo a quien lo ha cometido,
sin quitarle definitivamente la posibilidad de arrepentirse, los casos de
absoluta necesidad de eliminar al reo �son ya muy raros, por no decir
pr�cticamente inexistentes� �. (229) Semejante modelo de sociedad se
caracteriza por la cultura de la muerte y, por tanto, en contraste con el
mensaje evang�lico. Ante esta desoladora realidad, la Comunidad eclesial
trata de comprometerse cada vez m�s en defender la cultura de la vida.
Por ello, los Padres sinodales, haci�ndose eco de los recientes documentos
del Magisterio de la Iglesia, han subrayado con vigor la incondicionada
reverencia y la total entrega a favor de la vida humana desde el momento
de la concepci�n hasta el momento de la muerte natural, y expresan la
condena de males como el aborto y la eutanasia. Para mantener estas
doctrinas de la ley divina y natural, es esencial promover el conocimiento
de la doctrina social de la Iglesia, y comprometerse para que los valores
de la vida y de la familia sean reconocidos y defendidos en el �mbito
social y en la legislaci�n del Estado. (230) Adem�s de la defensa de la
vida, se ha de intensificar, a trav�s de m�ltiples instituciones
pastorales, una activa promoci�n de las adopciones y una constante
asistencia a las mujeres con problemas por su embarazo, tanto antes como
despu�s del nacimiento del hijo. Se ha de dedicar adem�s una especial
atenci�n pastoral a las mujeres que han padecido o procurado activamente
el aborto. (231)
Doy gracias a Dios y manifiesto mi vivo aprecio a los hermanos y hermanas
en la fe que en Am�rica, unidos a otros cristianos y a innumerables
personas de buena voluntad, est�n comprometidos a defender con los medios
legales la vida y a proteger al no nacido, al enfermo incurable y a los
discapacitados. Su acci�n es a�n m�s laudable si se consideran la
indiferencia de muchos, las insidias eugen�sicas y los atentados contra la
vida y la dignidad humana, que diariamente se cometen por todas partes.
(232)
Esta misma solicitud se ha de tener con los ancianos, a veces descuidados
y abandonados. Ellos deben ser respetados como personas. Es importante
poner en pr�ctica para ellos iniciativas de acogida y asistencia que
promuevan sus derechos y aseguren, en la medida de lo posible, su
bienestar f�sico y espiritual. Los ancianos deben ser protegidos de las
situaciones y presiones que podr�an empujarlos al suicidio; en particular
han de ser sostenidos contra la tentaci�n del suicidio asistido y de la
eutanasia.
Junto con los Pastores del pueblo de Dios en Am�rica, dirijo un llamado a
� los cat�licos que trabajan en el campo m�dico-sanitario y a quienes
ejercen cargos p�blicos, as� como a los que se dedican a la ense�anza,
para que hagan todo lo posible por defender las vidas que corren m�s
peligro, actuando con una conciencia rectamente formada seg�n la doctrina
cat�lica. Los Obispos y los presb�teros tienen, en este sentido, la
especial responsabilidad de dar testimonio incansable en favor del
Evangelio de la vida y de exhortar a los fieles para que act�en en
consecuencia �. (233) Al mismo tiempo, es preciso que la Iglesia en
Am�rica ilumine con oportunas intervenciones la toma de decisiones de los
cuerpos legislativos, animando a los ciudadanos, tanto a los cat�licos
como a los dem�s hombres de buena voluntad, a crear organizaciones para
promover buenos proyectos de ley y as� se impidan aquellos otros que
amenazan a la familia y la vida, que son dos realidades inseparables. En
nuestros d�as hay que tener especialmente presente todo lo que se refiere
a la investigaci�n embrionaria, para que de ning�n modo se vulnere la
dignidad humana.
Los pueblos ind�genas y los americanos de origen africano
64. Si la Iglesia en Am�rica, fiel al Evangelio de Cristo, desea recorre
el camino de la solidaridad, debe dedicar una especial atenci�n a aquellas
etnias que todav�a hoy son objeto de discriminaciones injustas. En efecto,
hay que erradicar todo intento de marginaci�n contra las poblaciones
ind�genas. Ello implica, en primer lugar, que se deben respetar sus
tierras y los pactos contra�dos con ellos; igualmente, hay que atender a
sus leg�timas necesidades sociales, sanitarias y culturales. Habr� que
recordar la necesidad de reconciliaci�n entre los pueblos ind�genas y las
sociedades en las que viven.
Quiero recordar ahora que los americanos de origen africano siguen
sufriendo tambi�n, en algunas partes, prejuicios �tnicos, que son un
obst�culo importante para su encuentro con Cristo. Ya que todas las
personas, de cualquier raza y condici�n, han sido creadas por Dios a su
imagen, conviene promover programas concretos, en los que no debe faltar
la oraci�n en com�n, los cuales favorezcan la comprensi�n y reconciliaci�n
entre pueblos diversos, tendiendo puentes de amor cristiano, de paz y de
justicia entre todos los hombres. (234)
Para lograr estos objetivos es indispensable formar agentes pastorales
competentes, capaces de usar m�todos ya � inculturados � leg�timamente en
la catequesis y en la liturgia. As� tambi�n, se conseguir� mejor un n�mero
adecuado de pastores que desarrollen sus actividades entre los ind�genas,
si se promueven las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada entre
dichos pueblos. (235)
La problem�tica de los inmigrados
65. El Continente americano ha conocido en su historia muchos movimientos
de inmigraci�n, que llevaron multitud de hombres y mujeres a las diversas
regiones con la esperanza de un futuro mejor. El fen�meno contin�a tambi�n
hoy y afecta concretamente a numerosas personas y familias procedentes de
Naciones latinoamericanas del Continente, que se han instalado en las
regiones del Norte, constituyendo en algunos casos una parte considerable
de la poblaci�n. A menudo llevan consigo un patrimonio cultural y
religioso, rico de significativos elementos cristianos. La Iglesia es
consciente de los problemas provocados por esta situaci�n y se esfuerza en
desarrollar una verdadera atenci�n pastoral entre dichos inmigrados, para
favorecer su asentamiento en el territorio y para suscitar, al mismo
tiempo, una actitud de acogida por parte de las poblaciones locales,
convencida de que la mutua apertura ser� un enriquecimiento para todos.
Las comunidades eclesiales procurar�n ver en este fen�meno un llamado
espec�fico a vivir el valor evang�lico de la fraternidad y a la vez una
invitaci�n a dar un renovado impulso a la propia religiosidad para una
acci�n evangelizadora m�s incisiva. En este sentido, los Padres sinodales
consideran que � la Iglesia en Am�rica debe ser abogada vigilante que
proteja, contra todas las restricciones injustas, el derecho natural de
cada persona a moverse libremente dentro de su propia naci�n y de una
naci�n a otra. Hay que estar atentos a los derechos de los emigrantes y de
sus familias, y al respeto de su dignidad humana, tambi�n en los casos de
inmigraciones no legales �. (236)
Con respecto a los inmigrantes, es necesaria una actitud hospitalaria y
acogedora, que los aliente a integrarse en la vida eclesial,
salvaguardando siempre su libertad y su peculiar identidad cultural. A
este fin es muy importante la colaboraci�n entre las di�cesis de las que
proceden y aquellas en las que son acogidos, tambi�n mediante las
espec�ficas estructuras pastorales previstas en la legislaci�n y en la
praxis de la Iglesia. (237) Se puede asegurar as� la atenci�n pastoral m�s
adecuada posible e integral. La Iglesia en Am�rica debe estar impulsada
por la constante solicitud de que no falte una eficaz evangelizaci�n a los
que han llegado recientemente y no conocen todav�a a Cristo. (238)
CAP�TULO VI
LA MISI�N DE LA IGLESIA
HOY EN AM�RICA:
LA NUEVA EVANGELIZACI�N
� Como el Padre me envi�, tambi�n yo os env�o � (Jn 20, 21)
Enviados por Cristo
66. Cristo resucitado, antes de su ascensi�n al cielo, envi� a los
Ap�stoles a anunciar el Evangelio al mundo entero (cf. Mc 16, 15),
confiri�ndoles los poderes necesarios para realizar esta misi�n. Es
significativo que, antes de darles el �ltimo mandato misionero, Jes�s se
refiriera al poder universal recibido del Padre (cf. Mt 28, 18). En
efecto, Cristo transmiti� a los Ap�stoles la misi�n recibida del Padre
(cf. Jn 20, 21), haci�ndolos as� part�cipes de sus poderes. Pero
tambi�n � los fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia,
tienen la vocaci�n y misi�n de ser anunciadores del Evangelio: son
habilitados y comprometidos en esta tarea por los sacramentos de la
iniciaci�n cristiana y por los dones del Esp�ritu Santo �. (239) En
efecto, ellos han sido � hechos part�cipes, a su modo, de la funci�n
sacerdotal, prof�tica y real de Cristo �. (240) Por consiguiente, � los
fieles laicos �por su participaci�n en el oficio prof�tico de Cristo�
est�n plenamente implicados en esta tarea de la Iglesia �, (241) y por
ello deben sentirse llamados y enviados a proclamar la Buena Nueva del
Reino. Las palabras de Jes�s: � Id tambi�n vosotros a mi vi�a � (Mt
20, 4), 242 deben considerarse dirigidas no s�lo a los Ap�stoles, sino a
todos los que desean ser verdaderos disc�pulos del Se�or.
La tarea fundamental a la que Jes�s env�a a sus disc�pulos es el anuncio
de la Buena Nueva, es decir, la evangelizaci�n (cf. Mc 16, 15-18).
De ah� que, � evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocaci�n
propia de la Iglesia, su identidad m�s profunda �. (243) Como he
manifestado en otras ocasiones, la singularidad y novedad de la situaci�n
en la que el mundo y la Iglesia se encuentran, a las puertas del Tercer
milenio, y las exigencias que de ello se derivan, hacen que la misi�n
evangelizadora requiera hoy un programa tambi�n nuevo que puede definirse
en su conjunto como � nueva evangelizaci�n �. (244) Como Pastor supremo de
la Iglesia deseo fervientemente invitar a todos los miembros del pueblo de
Dios, y particularmente a los que viven en el Continente americano �donde
por vez primera hice un llamado a un compromiso nuevo � en su ardor, en
sus m�todos, en su expresi�n � (245)� a asumir este proyecto y a colaborar
en �l. Al aceptar esta misi�n, todos deben recordar que el n�cleo vital de
la nueva evangelizaci�n ha de ser el anuncio claro e inequ�voco de la
persona de Jesucristo, es decir, el anuncio de su nombre, de su doctrina,
de su vida, de sus promesas y del Reino que �l nos ha conquistado a trav�s
de su misterio pascual. (246)
Jesucristo, � buena nueva � y primer evangelizador
67. Jesucristo es la � buena nueva � de la salvaci�n comunicada a los
hombres de ayer, de hoy y de siempre; pero al mismo tiempo es tambi�n el
primer y supremo evangelizador. (247) La Iglesia debe centrar su atenci�n
pastoral y su acci�n evangelizadora en Jesucristo crucificado y
resucitado. � Todo lo que se proyecte en el campo eclesial ha de partir de
Cristo y de su Evangelio �. (248) Por lo cual, � la Iglesia en Am�rica
debe hablar cada vez m�s de Jesucristo, rostro humano de Dios y rostro
divino del hombre. Este anuncio es el que realmente sacude a los hombres,
despierta y transforma los �nimos, es decir, convierte. Cristo ha de ser
anunciado con gozo y con fuerza, pero principalmente con el testimonio de
la propia vida �. (249)
Cada cristiano podr� llevar a cabo eficazmente su misi�n en la medida en
que asuma la vida del Hijo de Dios hecho hombre como el modelo perfecto de
su acci�n evangelizadora. La sencillez de su estilo y sus opciones han de
ser normativas para todos en la tarea de la evangelizaci�n. En esta
perspectiva, los pobres han de ser considerados ciertamente entre los
primeros destinatarios de la evangelizaci�n, a semejanza de Jes�s, que
dec�a de s� mismo: � El Esp�ritu del Se�or [...] me ha ungido. Me ha
enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva � (Lc 4, 18). (250)
Como ya he indicado antes, el amor por los pobres ha de ser preferencial,
pero no excluyente. El haber descuidado �como se�alaron los Padres
sinodales� la atenci�n pastoral de los ambientes dirigentes de la
sociedad, con el consiguiente alejamiento de la Iglesia de no pocos de
ellos, (251) se debe, en parte, a un planteamiento del cuidado pastoral de
los pobres con un cierto exclusivismo. Los da�os derivados de la difusi�n
del secularismo en dichos ambientes, tanto pol�ticos, como econ�micos,
sindicales, militares, sociales o culturales, muestran la urgencia de una
evangelizaci�n de los mismos, la cual debe ser alentada y guiada por los
Pastores, llamados por Dios para atender a todos. Es necesario evangelizar
a los dirigentes, hombres y mujeres, con renovado ardor y nuevos m�todos,
insistiendo principalmente en la formaci�n de sus conciencias mediante la
doctrina social de la Iglesia. Esta formaci�n ser� el mejor ant�doto
frente a tantos casos de incoherencia y, a veces, de corrupci�n que
afectan a las estructuras sociopol�ticas. Por el contrario, si se descuida
esta evangelizaci�n de los dirigentes, no debe sorprender que muchos de
ellos sigan criterios ajenos al Evangelio y, a veces, abiertamente
contrarios a �l. A pesar de todo, y en claro contraste con quienes carecen
de una mentalidad cristiana, hay que reconocer � los intentos de no pocos
[...] dirigentes por construir una sociedad justa y solidaria �. (252)
El encuentro con Cristo lleva a evangelizar
68. El encuentro con el Se�or produce una profunda transformaci�n de
quienes no se cierran a �l. El primer impulso que surge de esta
transformaci�n es comunicar a los dem�s la riqueza adquirida en la
experiencia de este encuentro. No se trata s�lo de ense�ar lo que hemos
conocido, sino tambi�n, como la mujer samaritana, de hacer que los dem�s
encuentren personalmente a Jes�s: � Venid a ver � (Jn 4, 29). El
resultado ser� el mismo que se verific� en el coraz�n de los samaritanos,
que dec�an a la mujer: � Ya no creemos por tus palabras; que nosotros
mismos hemos o�do y sabemos que �ste es verdaderamente el Salvador del
mundo � (Jn 4, 42). La Iglesia, que vive de la presencia permanente
y misteriosa de su Se�or resucitado, tiene como centro de su misi�n �
llevar a todos los hombres al encuentro con Jesucristo �. (253)
Ella est� llamada a anunciar que Cristo vive realmente, es decir, que el
Hijo de Dios, que se hizo hombre, muri� y resucit�, es el �nico Salvador
de todos los hombres y de todo el hombre, y que como Se�or de la historia
contin�a operante en la Iglesia y en el mundo por medio de su Esp�ritu
hasta la consumaci�n de los siglos. La presencia del Resucitado en la
Iglesia hace posible nuestro encuentro con �l, gracias a la acci�n
invisible de su Esp�ritu vivificante. Este encuentro se realiza en la fe
recibida y vivida en la Iglesia, cuerpo m�stico de Cristo. Este encuentro,
pues, tiene esencialmente una dimensi�n eclesial y lleva a un compromiso
de vida. En efecto, � encontrar a Cristo vivo es aceptar su amor primero,
optar por �l, adherir libremente a su persona y proyecto, que es el
anuncio y la realizaci�n del Reino de Dios �. (254)
El llamado suscita la b�squeda de Jes�s: � Rabb� �que quiere decir,
�Maestro�� �d�nde vives? Les respondi�: �Venid y lo ver�is�. Fueron, pues,
vieron d�nde viv�a y se quedaron con �l aquel d�a � (Jn 1, 38-39).
� Ese quedarse no se reduce al d�a de la vocaci�n, sino que se extiende a
toda la vida. Seguirle es vivir como �l vivi�, aceptar su mensaje, asumir
sus criterios, abrazar su suerte, participar su prop�sito que es el plan
del Padre: invitar a todos a la comuni�n trinitaria y a la comuni�n con
los hermanos en una sociedad justa y solidaria �. (255) El ardiente deseo
de invitar a los dem�s a encontrar a Aqu�l a quien nosotros hemos
encontrado, est� en la ra�z de la misi�n evangelizadora que incumbe a toda
la Iglesia, pero que se hace especialmente urgente hoy en Am�rica, despu�s
de haber celebrado los 500 a�os de la primera evangelizaci�n y mientras
nos disponemos a conmemorar agradecidos los 2000 a�os de la venida del
Hijo unig�nito de Dios al mundo.
Importancia de la catequesis
69. La nueva evangelizaci�n, en la que todo el Continente est�
comprometido, indica que la fe no puede darse por supuesta, sino que debe
ser presentada expl�citamente en toda su amplitud y riqueza. Este es el
objetivo principal de la catequesis, la cual, por su misma naturaleza, es
una dimensi�n esencial de la nueva evangelizaci�n. � La catequesis es un
proceso de formaci�n en la fe, la esperanza y la caridad que informa la
mente y toca el coraz�n, llevando a la persona a abrazar a Cristo de modo
pleno y completo. Introduce m�s plenamente al creyente en la experiencia
de la vida cristiana que incluye la celebraci�n lit�rgica del misterio de
la redenci�n y el servicio cristiano a los otros �. (256)
Conociendo bien la necesidad de una catequizaci�n completa, hice m�a la
propuesta de los Padres de la Asamblea extraordinaria del S�nodo de los
Obispos de 1985, de elaborar � un catecismo o compendio de toda la
doctrina cat�lica, tanto sobre fe como sobre moral �, el cual pudiera ser
� punto de referencia para los catecismos y compendios que se redacten en
las diversas regiones �. (257) Esta propuesta se ha visto realizada con la
publicaci�n de la edici�n t�pica del Catechismus Catholicae Ecclesiae.
(258) Adem�s del texto oficial del Catecismo, y para un mejor
aprovechamiento de sus contenidos, he querido que se elaborara y publicara
tambi�n un Directorio general para la Catequesis. (259) Recomiendo
vivamente el uso de estos dos instrumentos de valor universal a cuantos en
Am�rica se dedican a la catequesis. Es deseable que ambos documentos se
utilicen � en la preparaci�n y revisi�n de todos los programas
parroquiales y diocesanos para la catequesis, teniendo ante los ojos que
la situaci�n religiosa de los j�venes y de los adultos requiere una
catequesis m�s kerigm�tica y m�s org�nica en su presentaci�n de los
contenidos de la fe �. (260)
Es necesario reconocer y alentar la valiosa misi�n que desarrollan tantos
catequistas en todo el Continente americano, como verdaderos mensajeros
del Reino: � Su fe y su testimonio de vida son partes integrantes de la
catequesis �. (261) Deseo alentar cada vez m�s a los fieles para que
asuman con valent�a y amor al Se�or este servicio a la Iglesia, dedicando
generosamente su tiempo y sus talentos. Por su parte, los Obispos procuren
ofrecer a los catequistas una adecuada formaci�n para que puedan
desarrollar esta tarea tan indispensable en la vida de la Iglesia.
En la catequesis ser� conveniente tener presente, sobre todo en un
Continente como Am�rica, donde la cuesti�n social constituye un aspecto
relevante, que � el crecimiento en la comprensi�n de la fe y su
manifestaci�n pr�ctica en la vida social est�n en �ntima correlaci�n.
Conviene que las fuerzas que se gastan en nutrir el encuentro con Cristo,
redunden en promover el bien com�n en una sociedad justa �. (262)
Evangelizaci�n de la cultura
70. Mi predecesor Pablo VI, con sabia inspiraci�n, consideraba que � la
ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro
tiempo �. (263) Por ello, los Padres sinodales han considerado justamente
que � la nueva evangelizaci�n pide un esfuerzo l�cido, serio y ordenado
para evangelizar la cultura �.(264) El Hijo de Dios, al asumir la
naturaleza humana, se encarn� en un determinado pueblo, aunque su muerte
redentora trajo la salvaci�n a todos los hombres, de cualquier cultura,
raza y condici�n. El don de su Esp�ritu y su amor van dirigidos a todos y
cada uno de los pueblos y culturas para unirlos entre s� a semejanza de la
perfecta unidad que hay en Dios uno y trino. Para que esto sea posible es
necesario inculturar la predicaci�n, de modo que el Evangelio sea
anunciado en el lenguaje y la cultura de aquellos que lo oyen. (265) Sin
embargo, al mismo tiempo no debe olvidarse que s�lo el misterio pascual de
Cristo, suprema manifestaci�n del Dios infinito en la finitud de la
historia, puede ser el punto de referencia v�lido para toda la humanidad
peregrina en busca de unidad y paz verdaderas.
El rostro mestizo de la Virgen de Guadalupe fue ya desde el inicio en el
Continente un s�mbolo de la inculturaci�n de la evangelizaci�n, de la cual
ha sido la estrella y gu�a. Con su intercesi�n poderosa la evangelizaci�n
podr� penetrar el coraz�n de los hombres y mujeres de Am�rica, e impregnar
sus culturas transform�ndolas desde dentro. (266)
Evangelizar los centros educativos
71. El mundo de la educaci�n es un campo privilegiado para promover la
inculturaci�n del Evangelio. Sin embargo, los centros educativos cat�licos
y aqu�llos que, aun no siendo confesionales, tienen una clara inspiraci�n
cat�lica, s�lo podr�n desarrollar una acci�n de verdadera evangelizaci�n
si en todos sus niveles, incluido el universitario, se mantiene con
nitidez su orientaci�n cat�lica. Los contenidos del proyecto educativo
deben hacer referencia constante a Jesucristo y a su mensaje, tal como lo
presenta la Iglesia en su ense�anza dogm�tica y moral. S�lo as� se podr�n
formar dirigentes aut�nticamente cristianos en los diversos campos de la
actividad humana y de la sociedad, especialmente en la pol�tica, la
econom�a, la ciencia, el arte y la reflexi�n filos�fica. (267) En este
sentido, � es esencial que la Universidad Cat�lica sea, a la vez,
verdadera y realmente ambas cosas: Universidad y Cat�lica. [...] La �ndole
cat�lica es un elemento constitutivo de la Universidad en cuanto
instituci�n y no una mera decisi�n de los individuos que dirigen la
Universidad en un tiempo concreto �. (268) Por eso, la labor pastoral en
las Universidades Cat�licas ha de ser objeto de particular atenci�n en
orden a fomentar el compromiso apost�lico de los estudiantes para que
ellos mismos lleguen a ser los evangelizadores del mundo universitario.
(269) Adem�s, � debe estimularse la cooperaci�n entre las Universidades
Cat�licas de toda Am�rica para que se enriquezcan mutuamente �, (270)
contribuyendo de este modo a que el principio de solidaridad e intercambio
entre los pueblos de todo el Continente se realice tambi�n a nivel
universitario.
Algo semejante se ha de decir tambi�n a prop�sito de las escuelas
cat�licas, en particular de la ense�anza secundaria: � Debe hacerse un
esfuerzo especial para fortificar la identidad cat�lica de las escuelas,
las cuales fundan su naturaleza espec�fica en un proyecto educativo que
tiene su origen en la persona de Cristo y su ra�z en la doctrina del
Evangelio. Las escuelas cat�licas deben buscar no s�lo impartir una
educaci�n que sea competente desde el punto de vista t�cnico y
profesional, sino especialmente proveer una formaci�n integral de la
persona humana �. (271) Dada la importancia de la tarea que los educadores
cat�licos desarrollan, me uno a los Padres sinodales en su deseo de
alentar, con �nimo agradecido, a todos los que se dedican a la ense�anza
en las escuelas cat�licas: sacerdotes, hombres y mujeres consagrados, y
laicos comprometidos, � para que perseveren en su misi�n de tanta
importancia �. (272) Ha de procurarse que el influjo de estos centros de
ense�anza llegue a todos los sectores de la sociedad sin distinciones ni
exclusivismos. Es indispensable que se realicen todos los esfuerzos
posibles para que las escuelas cat�licas, a pesar de las dificultades
econ�micas, contin�en � impartiendo la educaci�n cat�lica a los pobres y a
los marginados en la sociedad �. (273) Nunca ser� posible liberar a los
indigentes de su pobreza si antes no se los libera de la miseria debida a
la carencia de una educaci�n digna.
En el proyecto global de la nueva evangelizaci�n, el campo de la educaci�n
ocupa un lugar privilegiado. Por ello, ha de alentarse la actividad de
todos los docentes cat�licos, incluso de los que ense�an en escuelas no
confesionales. As� mismo, dirijo un llamado urgente a los consagrados y
consagradas para que no abandonen un campo tan importante para la nueva
evangelizaci�n. (274)
Como fruto y expresi�n de la comuni�n entre todas las Iglesias
particulares de Am�rica, reforzada ciertamente por la experiencia
espiritual de la Asamblea sinodal, se procurar� promover congresos para
los educadores cat�licos en �mbito nacional y continental, tratando de
ordenar e incrementar la acci�n pastoral educativa en todos los ambientes.
(275)
La Iglesia en Am�rica, para cumplir todos estos objetivos, necesita un
espacio de libertad en el campo de la ense�anza, lo cual no debe
entenderse como un privilegio, sino como un derecho, en virtud de la
misi�n evangelizadora confiada por el Se�or. Adem�s, los padres tienen el
derecho fundamental y primario de decidir sobre la educaci�n de sus hijos
y, por este motivo, los padres cat�licos han de tener la posibilidad de
elegir una educaci�n de acuerdo con sus convicciones religiosas. La
funci�n del Estado en este campo es subsidiaria. El Estado tiene la
obligaci�n de � garantizar a todos la educaci�n y la obligaci�n de
respetar y defender la libertad de ense�anza. Debe denunciarse el
monopolio del Estado como una forma de totalitarismo que vulnera los
derechos fundamentales que debe defender, especialmente el derecho de los
padres de familia a la educaci�n religiosa de sus hijos. La familia es el
primer espacio educativo de la persona �. (276)
Evangelizar con los medios de comunicaci�n social
72. Es fundamental para la eficacia de la nueva evangelizaci�n un profundo
conocimiento de la cultura actual, en la cual los medios de comunicaci�n
social tienen gran influencia. Es por tanto indispensable conocer y usar
estos medios, tanto en sus formas tradicionales como en las m�s recientes
introducidas por el progreso tecnol�gico. Esta realidad requiere que se
domine el lenguaje, naturaleza y caracter�sticas de dichos medios. Con el
uso correcto y competente de los mismos se puede llevar a cabo una
verdadera inculturaci�n del Evangelio. Por otra parte, los mismos medios
contribuyen a modelar la cultura y mentalidad de los hombres y mujeres de
nuestro tiempo, raz�n por la cual quienes trabajan en el campo de los
medios de comunicaci�n social han de ser destinatarios de una especial
acci�n pastoral (277)
A este respecto, los Padres sinodales indicaron numerosas iniciativas
concretas para una presencia eficaz del Evangelio en el mundo de los
medios de comunicaci�n social: la formaci�n de agentes pastorales para
este campo; el fomento de centros de producci�n cualificada; el uso
prudente y acertado de sat�lites y de nuevas tecnolog�as; la formaci�n de
los fieles para que sean destinatarios cr�ticos; la uni�n de esfuerzos en
la adquisici�n y consiguiente gesti�n en com�n de nuevas emisoras y redes
de radio y televisi�n, y la coordinaci�n de las que ya existen. Por otra
parte, las publicaciones cat�licas merecen ser sostenidas y necesitan
alcanzar un deseado desarrollo cualitativo.
Hay que alentar a los empresarios para que respalden econ�micamente
producciones de calidad que promueven los valores humanos y cristianos.
(278) Sin embargo, un programa tan amplio supera con creces las
posibilidades de cada Iglesia particular del Continente americano. Por
ello, los mismos Padres sinodales propusieron la coordinaci�n de las
actividades en materia de medios de comunicaci�n social a nivel
interamericano, para fomentar el conocimiento rec�proco y la cooperaci�n
en las realizaciones que ya existen en este campo. (279)
El desaf�o de las sectas
73. La acci�n proselitista, que las sectas y nuevos grupos religiosos
desarrollan en no pocas partes de Am�rica, es un grave obst�culo para el
esfuerzo evangelizador. La palabra � proselitismo � tiene un sentido
negativo cuando refleja un modo de ganar adeptos no respetuoso de la
libertad de aquellos a quienes se dirige una determinada propaganda
religiosa. (280) La Iglesia cat�lica en Am�rica censura el proselitismo de
las sectas y, por esta misma raz�n, en su acci�n evangelizadora excluye el
recurso a semejantes m�todos. Al proponer el Evangelio de Cristo en toda
su integridad, la actividad evangelizadora ha de respetar el santuario de
la conciencia de cada individuo, en el que se desarrolla el di�logo
decisivo, absolutamente personal, entre la gracia y la libertad del
hombre.
Ello ha de tenerse en cuenta especialmente respecto a los hermanos
cristianos de Iglesias y Comunidades eclesiales separadas de la Iglesia
cat�lica, establecidas desde hace mucho tiempo en determinadas regiones.
Los lazos de verdadera comuni�n, aunque imperfecta, que, seg�n la doctrina
del Concilio Vaticano II, (281) tienen esas comunidades con la Iglesia
cat�lica, deben iluminar las actitudes de �sta y de todos sus miembros
respecto a aqu�llas. (282) Sin embargo, estas actitudes no han de poner en
duda la firme convicci�n de que s�lo en la Iglesia cat�lica se encuentra
la plenitud de los medios de salvaci�n establecidos por Jesucristo.(283)
Los avances proselitistas de las sectas y de los nuevos grupos religiosos
en Am�rica no pueden contemplarse con indiferencia. Exigen de la Iglesia
en este Continente un profundo estudio, que se ha de realizar en cada
naci�n y tambi�n a nivel internacional, para descubrir los motivos por los
que no pocos cat�licos abandonan la Iglesia. A la luz de sus conclusiones
ser� oportuno hacer una revisi�n de los m�todos pastorales empleados, de
modo que cada Iglesia particular ofrezca a los fieles una atenci�n
religiosa m�s personalizada, consolide las estructuras de comuni�n y
misi�n, y use las posibilidades evangelizadoras que ofrece una
religiosidad popular purificada, a fin de hacer m�s viva la fe de todos
los cat�licos en Jesucristo, por la oraci�n y la meditaci�n de la palabra
de Dios. (284)
A nadie se le oculta la urgencia de una acci�n evangelizadora apropiada en
relaci�n con aquellos sectores del Pueblo de Dios que est�n m�s expuestos
al proselitismo de las sectas, como son los emigrantes, los barrios
perif�ricos de las ciudades o las aldeas campesinas carentes de una
presencia sistem�tica del sacerdote y, por tanto, caracterizadas por una
ignorancia religiosa difusa, as� como las familias de la gente sencilla
afectadas por dificultades materiales de diverso tipo. Tambi�n desde este
punto de vista se demuestran sumamente �tiles las comunidades de base, los
movimientos, los grupos de familias y otras formas asociativas, en las
cuales resulta m�s f�cil cultivar las relaciones interpersonales de mutuo
apoyo, tanto espiritual como econ�mico.
Por otra parte, como se�alaron algunos Padres sinodales, hay que
preguntarse si una pastoral orientada de modo casi exclusivo a las
necesidades materiales de los destinatarios no haya terminado por
defraudar el hambre de Dios que tienen esos pueblos, dej�ndolos as� en una
situaci�n vulnerable ante cualquier oferta supuestamente espiritual. Por
eso, � es indispensable que todos tengan contacto con Cristo mediante el
anuncio kerigm�tico gozoso y transformante, especialmente mediante la
predicaci�n en la liturgia �. (285) Una Iglesia que viva intensamente la
dimensi�n espiritual y contemplativa, y que se entregue generosamente al
servicio de la caridad, ser� de manera cada vez m�s elocuente testigo
cre�ble de Dios para los hombres y mujeres en su b�squeda de un sentido
para la propia vida. (286) Para ello es necesario que los fieles pasen de
una fe rutinaria, quiz�s mantenida s�lo por el ambiente, a una fe
consciente vivida personalmente. La renovaci�n en la fe ser� siempre el
mejor camino para conducir a todos a la Verdad que es Cristo.
Para que la respuesta al desaf�o de las sectas sea eficaz, se requiere una
adecuada coordinaci�n de las iniciativas a nivel supradiocesano, con el
objeto de realizar una cooperaci�n mediante proyectos comunes que puedan
dar mayores frutos. (287)
La misi�n � ad gentes �
74. Jesucristo confi� a su Iglesia la misi�n de evangelizar a todas las
naciones: � Id, pues, y haced disc�pulos a todas las gentes bautiz�ndolas
en el nombre del Padre y del Hijo y del Esp�ritu Santo, y ense��ndoles a
guardar todo lo que os he mandado � (Mt 28, 19-20). La conciencia
de la universalidad de la misi�n evangelizadora que la Iglesia ha recibido
debe permanecer viva, como lo ha demostrado siempre la historia del pueblo
de Dios que peregrina en Am�rica. La evangelizaci�n se hace m�s urgente
respecto a aqu�llos que viviendo en este Continente a�n no conocen el
nombre de Jes�s, el �nico nombre dado a los hombres para su salvaci�n (cf.
Hch 4, 12). Lamentablemente, este nombre es desconocido todav�a en
gran parte de la humanidad y en muchos ambientes de la sociedad americana.
Baste pensar en las etnias ind�genas a�n no cristianizadas o en la
presencia de religiones no cristianas, como el Islam, el Budismo o el
Hinduismo, sobre todo en los inmigrantes provenientes de Asia.
Ello obliga a la Iglesia universal, y en particular a la Iglesia en
Am�rica, a permanecer abierta a la misi�n ad gentes. (288) El
programa de una nueva evangelizaci�n en el Continente, objetivo de muchos
proyectos pastorales, no puede limitarse a revitalizar la fe de los
creyentes rutinarios, sino que ha de buscar tambi�n anunciar a Cristo en
los ambientes donde es desconocido.
Adem�s, las Iglesias particulares de Am�rica est�n llamadas a extender su
impulso evangelizador m�s all� de sus fronteras continentales. No pueden
guardar para s� las inmensas riquezas de su patrimonio cristiano. Han de
llevarlo al mundo entero y comunicarlo a aqu�llos que todav�a lo
desconocen. Se trata de muchos millones de hombres y mujeres que, sin la
fe, padecen la m�s grave de las pobrezas. Ante esta pobreza ser�a err�neo
no favorecer una actividad evangelizadora fuera del Continente con el
pretexto de que todav�a queda mucho por hacer en Am�rica o en la espera de
llegar antes a una situaci�n, en el fondo ut�pica, de plena realizaci�n de
la Iglesia en Am�rica.
Con el deseo de que el Continente americano participe, de acuerdo con su
vitalidad cristiana, en la gran tarea de la misi�n ad gentes, hago
m�as las propuestas concretas que los Padres sinodales presentaron en
orden a � fomentar una mayor cooperaci�n entre las Iglesias hermanas;
enviar misioneros (sacerdotes, consagrados y fieles laicos) dentro y fuera
del Continente; fortalecer o crear Institutos misionales; favorecer la
dimensi�n misionera de la vida consagrada y contemplativa; dar un mayor
impulso a la animaci�n, formaci�n y organizaci�n misional �. (289) Estoy
seguro de que el celo pastoral de los Obispos y de los dem�s hijos de la
Iglesia en toda Am�rica sabr� encontrar iniciativas concretas, incluso a
nivel internacional, que lleven a la pr�ctica, con gran dinamismo y
creatividad, estos prop�sitos misionales.
CONCLUSI�N
Con esperanza y gratitud
75. � He aqu� que yo estoy con vosotros todos los d�as hasta el fin del
mundo � (Mt 28, 20). Confiando en esta promesa del Se�or, la
Iglesia que peregrina en el Continente americano se dispone con entusiasmo
a afrontar los desaf�os del mundo actual y los que el futuro pueda
deparar. En el Evangelio la buena noticia de la resurrecci�n del Se�or va
acompa�ada de la invitaci�n a no temer (cf. Mt 28, 5.10). La
Iglesia en Am�rica quiere caminar en la esperanza, como expresaron los
Padres sinodales: � Con una confianza serena en el Se�or de la historia,
la Iglesia se dispone a traspasar el umbral del Tercer milenio sin
prejuicios ni pusilanimidad, sin ego�smo, sin temor ni dudas, persuadida
del servicio primordial que debe prestar en testimonio de fidelidad a Dios
y a los hombres y mujeres del Continente �. (290)
Adem�s, la Iglesia en Am�rica se siente particularmente impulsada a
caminar en la fe respondiendo con gratitud al amor de Jes�s, �
manifestaci�n encarnada del amor misericordioso de Dios (cf. Jn 3,
16) �. (291) La celebraci�n del inicio del Tercer milenio cristiano puede
ser una ocasi�n oportuna para que el pueblo de Dios en Am�rica renueve �
su gratitud por el gran don de la fe �, (292) que comenz� a recibir hace
cinco siglos. El a�o 1492, m�s all� de los aspectos hist�ricos y
pol�ticos, fue el gran a�o de gracia por la fe recibida en Am�rica, una fe
que anuncia el supremo beneficio de la Encarnaci�n del Hijo de Dios, que
tuvo lugar hace 2000 a�os, como recordaremos solemnemente en el Gran
Jubileo tan cercano.
Este doble sentimiento de esperanza y gratitud ha de acompa�ar toda la
acci�n pastoral de la Iglesia en el Continente, impregnando de esp�ritu
jubilar las diversas iniciativas de las di�cesis, parroquias, comunidades
de vida consagrada, movimientos eclesiales, as� como las actividades que
puedan organizarse a nivel regional y continental. (293)
Oraci�n a Jesucristo por las familias de Am�rica
76. Por tanto, invito a todos los cat�licos de Am�rica a tomar parte
activa en las iniciativas evangelizadoras que el Esp�ritu Santo vaya
suscitando a lo largo y ancho de este inmenso Continente, tan lleno de
posibilidades y de esperanzas para el futuro. De modo especial invito a
las familias cat�licas a ser � iglesias dom�sticas �, (294) donde se vive
y se transmite a las nuevas generaciones la fe cristiana como un tesoro, y
donde se ora en com�n. Si las familias cat�licas realizan en s� mismas el
ideal al que est�n llamadas por voluntad de Dios, se convertir�n en
verdaderos focos de evangelizaci�n.
Al concluir esta Exhortaci�n Apost�lica, con la que he recogido las
propuestas de los Padres sinodales, acojo gustoso su sugerencia de
redactar una oraci�n por las familias en Am�rica. (295) Invito a cada uno,
a las comunidades y grupos eclesiales, donde dos o m�s se re�nen en nombre
del Se�or, para que a trav�s de la oraci�n se refuerce el lazo espiritual
de uni�n entre todos los cat�licos americanos. Que todos se unan a la
s�plica del Sucesor de Pedro, invocando a Jesucristo, � camino para la
conversi�n, la comuni�n y la solidaridad en Am�rica �:
Se�or Jesucristo, te agradecemos
que el Evangelio del Amor del Padre,
con el que T� viniste a salvar al mundo,
haya sido proclamado ampliamente en Am�rica
como don del Esp�ritu Santo
que hace florecer nuestra alegr�a.
Te damos gracias por la ofrenda de tu vida,
que nos entregaste am�ndonos hasta el extremo,
y nos hace hijos de Dios
y hermanos entre nosotros.
Aumenta, Se�or, nuestra fe y amor a ti,
que est�s presente
en tantos sagrarios del Continente.
Conc�denos ser fieles testigos de tu Resurrecci�n
ante las nuevas generaciones de Am�rica,
para que conoci�ndote te sigan
y encuentren en ti su paz y su alegr�a.
S�lo as� podr�n sentirse hermanos
de todos los hijos de Dios dispersos por el mundo.
T�, que al hacerte hombre
quisiste ser miembro de una familia humana,
ense�a a las familias
las virtudes que resplandecieron
en la casa de Nazaret.
Haz que permanezcan unidas,
como T� y el Padre sois Uno,
y sean vivo testimonio de amor,
de justicia y solidaridad;
que sean escuela de respeto,
de perd�n y mutua ayuda,
para que el mundo crea;
que sean fuente de vocaciones
al sacerdocio,
a la vida consagrada
y a las dem�s formas
de intenso compromiso cristiano.
Protege a tu Iglesia y al Sucesor de Pedro,
a quien T�, Buen Pastor, has confiado
la misi�n de apacentar todo tu reba�o.
Haz que tu Iglesia florezca en Am�rica
y multiplique sus frutos de santidad.
Ens��anos a amar a tu Madre, Mar�a,
como la amaste T�.
Danos fuerza para anunciar con valent�a tu Palabra
en la tarea de la nueva evangelizaci�n,
para corroborar la esperanza en el mundo.
�Nuestra Se�ora de Guadalupe, Madre de Am�rica,
ruega por nosotros!
Dado en Ciudad de M�xico, el 22 de enero del a�o 1999, vig�simo primero
de mi Pontificado.
�NDICE
Introducci�n [n. 1]
La idea de celebrar esta Asamblea sinodal [n. 2]
El tema de la Asamblea [n. 3]
La celebraci�n de la Asamblea como experiencia de encuentro [n. 4]
Contribuir a la unidad del Continente [n. 5]
En el contexto de la nueva evangelizaci�n [n. 6]
Con la presencia y la ayuda del Se�or [n. 7]
CAP�TULO I
EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO VIVO
Los encuentros con el Se�or en el Nuevo Testamento [n. 8]
Encuentros personales y encuentros comunitarios [n. 9]
El encuentro con Cristo en el tiempo de la Iglesia [n. 10]
Por medio de Mar�a encontramos a Jes�s [n. 11]
Lugares de encuentro con Cristo [n. 12]
CAP�TULO II
EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO EN EL HOY DE AM�RICA
Situaci�n de los hombres y mujeres de Am�rica, y su encuentro con el Se�or
[n. 13]
Identidad cristiana de Am�rica [n. 14]
Frutos de santidad [n. 15]
La piedad popular [n. 16]
Presencia cat�lica oriental [n. 17]
La Iglesia en el campo de la educaci�n y de la acci�n social [n. 18]
Creciente respeto de los derechos humanos [n. 19]
El fen�meno de la globalizaci�n [n. 20]
La urbanizaci�n creciente [n. 21]
El peso de la deuda externa [n. 22]
La corrupci�n [n. 23]
Comercio y consumo de drogas [n. 24]
Preocupaci�n por la ecolog�a [n. 25]
CAP�TULO III
CAMINO DE CONVERSI�N
Urgencia del llamado a la conversi�n [n. 26]
Dimensi�n social de la conversi�n [n. 27]
Conversi�n permanente [n. 28]
Guiados por el Esp�ritu Santo hacia un nuevo estilo de vida [n. 29]
Vocaci�n universal a la santidad [n. 30]
Jes�s, el �nico camino para la santidad [n. 31
Penitencia y reconciliaci�n [n. 32]
CAP�TULO IV
CAMINO PARA LA COMUNI�N
La Iglesia, sacramento de comuni�n [n. 33]
Iniciaci�n cristiana y comuni�n [n. 34]
La Eucarist�a, centro de comuni�n con Dios y con los hermanos [n. 35]
Los Obispos, promotores de comuni�n [n. 36]
Una comuni�n m�s intensa entre las Iglesias particulares [n. 37]
Comuni�n fraterna con las Iglesias cat�licas orientales [n. 38]
El presb�tero, signo de unidad [n. 39]
Fomentar la pastoral vocacional [n. 40]
Renovar la instituci�n parroquial [n. 41]
Los di�conos permanentes [n. 42]
La vida consagrada [n. 43]
Los fieles laicos y la renovaci�n de la Iglesia [n. 44]
Dignidad de la mujer [n. 45]
Los desaf�os para la familia cristiana [n. 46]
Los j�venes, esperanza de futuro [n. 47]
Acompa�ar al ni�o en su encuentro con Cristo [n. 48]
Elementos de comuni�n con las otras Iglesias y Comunidades eclesiales [n.
49]
Relaci�n de la Iglesia con las comunidades jud�as [n. 50]
Religiones no cristianas [n. 51]
CAP�TULO V
CAMINO PARA LA SOLIDARIDAD
La solidaridad, fruto de la comuni�n [n. 52]
La doctrina de la Iglesia, expresi�n de las exigencias de la conversi�n
[n. 53]
Doctrina social de la Iglesia [n. 54]
Globalizaci�n de la solidaridad [n. 55]
Pecados sociales que claman al cielo [n. 56]
El fundamento �ltimo de los derechos humanos [n. 57]
Amor preferencial por los pobres y marginados [n. 58]
La deuda externa [n. 59]
Lucha contra la corrupci�n [n. 60]
El problema de las drogas [n. 61]
La carrera de armamentos [n. 62]
Cultura de la muerte y sociedad dominada por los poderosos [n. 63]
Los pueblos ind�genos y los americanos de origen africano [n. 64]
La problem�tica de los inmigrados [n. 65]
CAP�TULO VI
LA MISI�N DE LA IGLESIA HOY EN AM�RICA:
LA NUEVA EVANGELIZACI�N
Enviados por Cristo [n. 66]
Jesucristo, � buena nueva � y primer evangelizador [n. 67]
El encuentro con Cristo lleva a evangelizar [n. 68]
Importancia de la catequesis [n. 69]
Evangelizaci�n de la cultura [n. 70]
Evangelizar los centros educativos [n. 71]
Evangelizar con los medios de comunicaci�n social [n. 72]
0El desaf�o de las sectas [n. 73]
La misi�n ad gentes [n. 74]
CONCLUSI�N
Con esperanza y gratitud [n. 75]
Oraci�n a Jesucristo por las familias de Am�rica [n. 76]
NOTAS
(1) Al respecto, es elocuente la antigua
inscripci�n en el baptisterio de San Juan de Letr�n: � Virgineo foetu
Genitrix Ecclesia natos quos spirante Deo concipit amne parit � (E. Diehl,
Inscriptiones latinae christianae veteres, n. 1513, I. I: Berolini
1925, p. 289).
(2) Homil�a en la Ordenaci�n de di�conos y
presb�teros en Bogot� (22 de agosto de 1968): AAS 60 (1968),
614-615.
(3) N. 17: AAS 85 (1993), 820.
(4) N. 38: AAS 87 (1995), 30.
(5) Discurso de apertura de la IV Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano (12 de octubre de 1992), 17:
AAS 85 (1993), 820-821.
(6) Carta ap. Tertio millennio adveniente
(10 de noviembre de 1994), 21: AAS 87 (1995), 17.
(7) Discurso de apertura de la IV Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano (12 de octubre de 1992), 17:
AAS 85 (1993), 820.
(8) Cf. Carta ap. Tertio millennio adveniente
(10 de noviembre de 1994), 38: AAS 87 (1995), 30.
(9) Discurso a la Asamblea del CELAM (9 de
marzo de 1983), III: AAS 75 (1983), 778.
(10) Exhort. ap. postsinodal Christifideles
laici (30 de diciembre de 1988), 34: AAS 81 (1989), 454.
(11) Propositio 3.
(12) S. Agust�n, Tract. in Joh., 15, 11:
CCL 36, 154.
(13) Ib�d., 15, 17: l.c., 156.
(14) � Salvator... ascensionis suae eam (Mariam
Magdalenam) ad apostolos instituit apostolam �. R�bano Mauro, De vita
beatae Mariae Magdalenae, 27: PL 112, 1574. Cf. S. Pedro
Dami�n, Sermo 56: PL 144, 820; Hugo de Cluny,
Commonitorium: PL 159, 952; S. Tom�s de Aquino, In Joh.
Evang. expositio, 20, 3.
(15) Discurso en la clausura del A�o Santo
(25 de diciembre de 1975): AAS 68 (1976), 145.
(16) Propositio 9; cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 22.
(17) Enc. Redemptoris Mater (25 de marzo
de 1987), 21: AAS 79 (1987), 369.
(18) Propositio 5.
(19) III Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano, Mensaje a los pueblos de Am�rica Latina, Puebla,
febrero de 1997, 282. Para los Estados Unidos de Am�rica, cf. National
Conference of Catholic Bishops, Behold Your Mother Woman of Faith,
Washington 1973, 53-55.
(20) Cf. Propositio 6.
(21) Juan Pablo II, Discurso inaugural de la
IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Santo Domingo
(12 de octubre de 1992), 24: AAS 85 (1993), 826.
(22) Cf. National Conference of Catholic Bishops,
Behold Your Mother Woman of Faith, Washington 1973, 37.
(23) Cf. Propositio 6.
(24) Propositio 4.
(25) Cf. ib�d.
(26) Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 7.
(27) Enc. Mysterium fidei (3 de septiembre
de 1965): AAS 57 (1965), 764.
(28) Ib�d., l.c., 766.
(29) Propositio 4.
(30) Discurso en la �ltima sesi�n p�blica del
Concilio Vaticano II (7 de diciembre de 1965): AAS 58 (1966),
58.
(31) Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap.
Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 16: AAS
77 (1985), 214-217.
(32) Cf. Propositio 61.
(33) Propositio 29.
(34) Cf. Bula Sacrosancti apostolatus cura
(11 de agosto de 1670), � 3: Bullarium Romanum, 26/VII, 42.
(35) Entre otros pueden citarse: los m�rtires
Juan de Brebeuf y sus siete compa�eros, Roque Gonz�lez y sus dos
compa�eros; los santos Elizabeth Ann Seton, Margarita Bourgeoys, Pedro
Claver, Juan del Castillo, Rosa Philippine Duchesne, Margarita d'Youville,
Francisco Febres Cordero, Teresa Fern�ndez Solar de los Andes, Juan
Mac�as, Toribio de Mogrovejo, Ezequiel Moreno D�az, Juan Nepomuceno
Neumann, Mar�a Ana de Jes�s Paredes Flores, Mart�n de Porres, Alfonso
Rodr�guez, Francisco Solano, Francisca Xavier Cabrini; los beatos Jos� de
Anchieta, Pedro de San Jos� Betancurt, Juan Diego, Katherine Drexel, Mar�a
Encarnaci�n Rosal, Rafael Gu�zar Valencia, Dina B�langer, Alberto Hurtado
Cruchaga, El�as del Socorro Nieves, Mar�a Francisca de Jes�s Rubatto,
Mercedes de Jes�s Molina, Narcisa de Jes�s Martillo Mor�n, Miguel Agust�n
Pro, Mar�a de San Jos� Alvarado Cardozo, Jun�pero Serra, Kateri Tekawitha,
Laura Vicu�a, Ant�nio de Sant'Anna Galv�o y tantos otros beatos que son
invocados con fe y devoci�n por los pueblos de Am�rica (cf.
Instrumentum laboris, 17).
(36) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 50.
(37) Propositio 31.
(38) Propositio 30.
(39) N. 37: AAS 87 (1995), 29; cf.
Propositio 31.
(40) Propositio 21.
(41) Cf. ib�d.
(42) Cf. ib�d.
(43) Cf. ib�d.
(44) Cf. Propositio 18.
(45) Propositio 19.
(46) Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre
las Iglesias orientales cat�licas, 5; cf. C�digo de los C�nones de las
Iglesias Orientales, can. 28; Propositio 60.
(47) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater
(25 de marzo de 1987), 34: AAS 79 (1987), 406; S�nodo de los
Obispos, Asamblea Especial para Europa, Decl. Ut testes simus Christi
qui nos liberavit (13 de diciembre de 1991), III, 7: Ench. Vat.
13, 647-652.
(48) Cf. Propositio 60.
(49) Cf. Propositiones 23 y 24.
(50) Propositio 73.
(51) Propositio 72; cf. Juan Pablo II,
Enc. Centesimus annus (1 de mayo de 1991), 46: AAS 83
(1991), 850.
(52) Cf. S�nodo de los Obispos, Asamblea especial
para Europa, Decl. Ut testes simus Christi qui nos liberavit (13 de
diciembre de 1991), I, 1; II, 4; IV, 10: Ench. Vat. 13, nn.
613-615; 627-633; 660-669.
(53) Propositio 72.
(54) Ib�d.
(55) Cf. Propositio 74.
(56) Carta ap. Octogesima adveniens (14 de
mayo de 1971), 8-9: AAS 63 (1971), 406-408.
(57) Propositio 35.
(58) Cf. ib�d.
(59) Propositio 75.
(60) Cf. Pontificia Comisi�n � Iustitia et Pax �,
Al servicio de la comunidad humana: una consideraci�n �tica de la deuda
internacional (27 de diciembre de 1986): Ench. Vat. 10,
1045-1128.
(61) Propositio 75.
(62) Propositio 37.
(63) N. 5: AAS 90 (1998), 152.
(64) Propositio 38.
(65) Ib�d.
(66) Propositio 36.
(67) Cf. ib�d.
(68) S�nodo de los Obispos, Segunda Asamblea
general extraordinaria, Relaci�n final Ecclesia sub Verbo Dei mysteria
Christi celebrans pro salute mundi (7 de diciembre de 1985), II, B, a,
2: Ench. Vat. 9, 1795.
(69) Propositio 30.
(70) Propositio 34.
(71) Ib�d.
(72) Ib�d.
(73) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.
(74) Cf. id., Const. past. Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, 76; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 42:
AAS 81 (1989), 472-474.
(75) Propositio 26.
(76) Ib�d.
(77) Propositio 28.
(78) Ib�d.
(79) Ib�d.
(80) Propositio 27.
(81) Ib�d.
(82) Cf. ib�d.
(83) Decr. Perfectae caritatis, sobre la
adecuada renovaci�n de la vida religiosa, 7; cf. Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Vita consecrata (25 de marzo de 1996), 8: AAS
88 (1996), 382.
(84) Propositio 27.
(85) Cf. Propositio 28.
(86) Cf. Propositio 29.
(87) Cf. Lumen gentium, V; cf. S�nodo de
los Obispos, Segunda Asamblea general extraordinaria, Relaci�n final
Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi (7
de diciembre de 1985), II, A, 4-5: Ench. Vat. 9, 1791-1793.
(88) Propositio 29.
(89) Ib�d.
(90) Propositio 32.
(91) Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Dies Domini
(31 de mayo de 1998), 40: AAS 90 (1998), 738.
(92) Propositio 33.
(93) Cf. Enc. Redemptor hominis (4 de
marzo de 1979), 20: AAS 71 (1979), 309-316.
(94) Propositio 33.
(95) Ib�d.
(96) Ib�d.
(97) Propositio 40; cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 2.
(98) Cf. Congregaci�n para la Doctrina de la Fe,
Carta Communionis notio, a los Obispos de la Iglesia cat�lica sobre
algunos aspectos de la Iglesia considerada como comuni�n (28 de mayo de
1992), 3-6: AAS 85 (1993), 839-841.
(99) Propositio 40.
(100) Ib�d.
(101) Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Pastor
aeternus, sobre la Iglesia de Cristo, Pr�logo: DS 3051.
(102) Conc. Ecum. de Florencia, Bula de uni�n
Exultate Deo (22 de noviembre de 1439): DS 1314.
(103) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 11.
(104) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto
Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presb�teros,
5.
(105) Propositio 41.
(106) Ib�d.
(107) Cf. Conc. Ecum. de Trento, Ses. VII,
Decreto sobre los sacramentos en general, can. 9: DS 1609.
(108) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 26.
(109) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptor
hominis (4 de marzo de 1979), 20: AAS 71 (1979), 309-316.
(110) Propositio 42; cf. Juan Pablo II,
Carta ap. Dies Domini (31 de mayo de 1998), 69: AAS 90
(1998), 755-756.
(111) Propositio 41.
(112) Propositio 42; cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 14;
Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 10.
(113) Cf. Propositio 42.
(114) Propositio 41.
(115) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto
Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 8.
(116) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 23.
(117) Cf. Decreto Christus Dominus, sobre
la funci�n pastoral de los Obispos, 27; Decreto Presbyterorum Ordinis,
sobre el ministerio y vida de los presb�teros, 7; Pablo VI, Motu proprio
Ecclesiae sanctae (6 de agosto de 1966) I, 15-17: AAS 58
(1966), 766-767; C�digo de Derecho Can�nico, cc. 495, 502 y 511;
C�digo de los C�nones de las Iglesias Orientales, cc. 264, 271 y 272.
(118) Propositio 43.
(119) Cf. Propositio 45.
(120) Cf. Congregaci�n para la Doctrina de la Fe,
Carta Communionis notio, a los Obispos de la Iglesia cat�lica sobre
algunos aspectos de la Iglesia considerada como comuni�n (28 de mayo de
1992), 15-16: AAS 85 (1993), 847-848.
(121) Cf. ib�d.
(122) Cf. Propositio 44.
(123) Ib�d.
(124) Ib�d.
(125) Cf. Propositio 60.
(126) Propositio 49.
(127) Ib�d.
(128) Ib�d.; cf. Conc. Ecum. Vat. II,
Decreto Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los
presb�teros, 14.
(129) Propositio 49.
(130) Ib�d.
(131) Cf. Propositio 51.
(132) Propositio 48.
(133) Propositio 51.
(134) Propositio 52.
(135) Cf. ib�d.
(136) Cf. ib�d.
(137) Cf. Propositio 46.
(138) Ib�d.
(139) Ib�d.
(140) Propositio 35.
(141) Cf. IV Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano, Santo Domingo, octubre de 1992, Nueva evangelizaci�n,
promoci�n humana y cultura cristiana, 58.
(142) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris
missio (7 de diciembre de 1990), 51: AAS 83 (1991), 298-299.
(143) Propositio 35.
(144) Cf. Propositio 46.
(145) Ib�d.
(146) Cf. Const. dogm. Lumen gentium,
sobre la Iglesia, 29; Pablo VI, Motu proprio Sacrum Diaconatus Ordinem
(18 de junio de 1967), I, 1: AAS 59 (1967), 599.
(147) Propositio 50.
(148) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 29.
(149) Cf. Propositio 50; Congr. para la
Educaci�n Cat�lica y Congr. para el Clero, Instr. Ratio fundamentalis
institutionis diaconorum permanentium y Directorium pro ministerio
et vita diaconorum permanentium (22 de febrero de 1998): AAS 90
(1998), 843-926.
(150) Cf. Propositio 53.
(151) Ib�d.; cf. III Conferencia General
del Episcopado Latinoamericano, Mensaje a los pueblos de Am�rica Latina,
Puebla 1979, n. 775.
(152) Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Vita consecrata (25 de marzo de 1996), 57: AAS 88 (1996),
429-430.
(153) Cf. ib�d., 58: l.c., 430.
(154) Propositio 53.
(155) Ib�d.
(156) Propositio 54.
(157) Ib�d.
(158) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.
(159) Propositio 55; cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 34.
(160) Propositio 55.
(161) Cf. ib�d.
(162) Propositio 56.
(163) Cf. Exhort. ap. postsinodal
Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 23: AAS 81
(1989), 429-433.
(164) Cf. Congregaci�n para el Clero y otras,
Instruc. Ecclesiae de mysterio (15 de agosto de 1997): AAS
89 (1997), 852-877.
(165) Propositio 56.
(166) Ib�d.
(167) Cf. Carta ap. Mulieris dignitatem
(15 de agosto de 1988): AAS 80 (1988), 1653-1729 y Carta a las
mujeres (29 de junio de 1995): AAS 87 (1995), 803-812;
Propositio 11.
(168) Cf. Carta ap. Mulieris dignitatem
(15 de agosto de 1988), 31: AAS 80 (1988), 1728.
(169) Propositio 11.
(170) Ib�d.
(171) Ib�d..
(172) Ib�d.
(173) Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 49: AAS 81
(1989), 486-489.
(174) Propositio 12.
(175) Ib�d.
(176) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
(177) Ib�d.
(178) Cf. Propositio 12.
(179) Propositio 14.
(180) Ib�d.
(181) Ib�d.
(182) Propositio 15.
(183) Ib�d.
(184) Ib�d.
(185) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis
redintegratio, sobre el ecumenismo, 3.
(186) Propositio 61.
(187) Ib�d.
(188) Decr. Unitatis redintegratio, sobre
el ecumenismo, 3.
(189) Cf. Propositio 62.
(190) Cf. S�nodo de los Obispos, Asamblea
Especial para Europa, Decl. Ut testes simus Christi qui nos liberavit
(13 de diciembre de 1991), III, 8: Ench. Vat. 13, 653-655.
(191) Propositio 62.
(192) Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate,
sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 2.
(193) Cf. Propositio 63.
(194) Ib�d.
(195) Propositio 67.
(196) Cf. ib�d.
(197) Propositio 68.
(198) Ib�d.
(199) Propositio 69.
(200) Cf. S�nodo de los Obispos, Segunda Asamblea
general extraordinaria, Relaci�n final Ecclesia sub verbo Dei mysteria
Christi celebrans pro salute mundi (7 de diciembre de 1985), II, B, a,
4: Ench. Vat. 9, 1797; Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum
(11 de octubre de 1992): AAS 86 (1994), 117; Catecismo de la
Iglesia Cat�lica, 24.
(201) Propositio 69.
(202) Propositio 74.
(203) Ib�d.
(204) Cf. Propositio 67.
(205) Propositio 70.
(206) Ib�d.
(207) Cf. Propositio 73.
(208) Cf. Propositio 70.
(209) Propositio 72.
(210) Ib�d.
(211) Ib�d.
(212) III Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano, Mensaje a los pueblos de Am�rica Latina, Puebla
1979, n. 306.
(213) Propositio 73.
(214) Cf. Congregaci�n para la Doctrina de la Fe,
Instr. Libertatis conscientia (22 de marzo de 1986), 68: AAS
79 (1987), 583-584.
(215) Propositio 73.
(216) Cf. Propositio 75.
(217) Carta ap. Tertio millennio adveniente
(10 de noviembre de 1994), 51: AAS 87 (1995), 36.
(218) Propositio 75.
(219) Ib�d.
(220) Propositio 37.
(221) Cf. ib�d. Sobre la publicaci�n de
estos documentos, cf. Juan Pablo II, Motu proprio Apostolos suos
(21 de mayo de 1998), IV: AAS 90 (1998), 657.
(222) Cf. Propositio 38.
(223) Cf. ib�d.
(224) Cf. ib�d.
(225) Cf. ib�d.
(226) Cf. Pontificio Consejo � Justicia y Paz �,
El Comercio Internacional de Armas. Una reflexi�n �tica (1 de mayo
de 1994): Ench. Vat. 14, 1071-1154.
(227) Cf. Propositio 76.
(228) Ib�d.
(229) Catecismo de la Iglesia Cat�lica, n. 2267,
que cita a Juan Pablo II, Enc. Evangelium vitae (25 de marzo de
1995), 56: AAS 87 (1995), 463-464.
(230) Cf. Propositio 13.
(231) Cf. ib�d.
(232) Cf. ib�d.
(233) Ib�d.
(234) Cf. Propositio 19.
(235) Cf. Propositio 18.
(236) Propositio 20.
(237) Cf. Congregaci�n para los Obispos, Instr.
Nemo est (22 de agosto de 1969), 16: AAS 61 (1969), 621-622;
C�digo de Derecho Can�nico, cc. 294 y 518; C�digo de los C�nones
de las Iglesias Orientales, c. 280 � 1.
(238) Cf. ib�d.
(239) Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 33: AAS 81
(1989), 453.
(240) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 31.
(241) Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal
Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 34: AAS 81
(1989), 455.
(242) Cf. ib�d., 2, l.c., 394-397.
(243) Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii
nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 14: AAS 68 (1976), 13.
(244) Cf. Exhort. ap. postsinodal
Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 34: AAS 81
(1989), 455.
(245) Discurso a la Asamblea del CELAM (9
de marzo de 1983), III: AAS 75 (1983), 778.
(246) Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii
nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 22: AAS 68 (1976), 20.
(247) Cf. ib�d., 7, l.c., 9-10.
(248) Juan Pablo II, Mensaje al CELAM (14
de septiembre de 1997), 6: L'Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua espa�ola, 3 de octubre de 1997, p. 20.
(249) Propositio 8.
(250) Cf. Propositio 57.
(251) Cf. Propositio 16.
(252) Ib�d.
(253) Propositio 2.
(254) Ib�d.
(255) Ib�d.
(256) Propositio 10.
(257) S�nodo de los Obispos, Segunda Asamblea
general extraordinaria, Relaci�n final Ecclesia sub Verbo Dei mysteria
Christi celebrans pro salute mundi (7 de diciembre de 1985), II, B, a,
4: Ench. Vat. 9, 1797.
(258) Cf. Carta ap. Laetamur magnopere (15
de agosto de 1997): AAS 89 (1997), 819-821.
(259) Congr. para el Clero, Directorio general
para la catequesis (15 de agosto de 1997), Libreria Editrice Vaticana,
1997.
(260) Propositio 10.
(261) Ib�d.
(262) Ib�d.
(263) Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8
de diciembre de 1975), 20: AAS 68 (1976), 19.
(264) Propositio 17.
(265) Cf. ib�d.
(266) Cf. ib�d.
(267) Cf. Propositio 22.
(268) Propositio 23.
(269) Cf. ib�d.
(270) Ib�d.
(271) Propositio 24.
(272) Ib�d.
(273) Ib�d.
(274) Cf. Propositio 22.
(275) Cf. ib�d.
(276) Ib�d.
(277) Cf. Propositio 25.
(278) Cf. ib�d.
(279) Cf. ib�d.
(280) Cf. Instrumentum laboris, 45.
(281) Cf. Decreto Unitatis redintegratio,
sobre el ecumenismo, 3.
(282) Cf. Propositio 64.
(283) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto
Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3.
(284) Cf. Propositio 65.
(285) Ib�d.
(286) Cf. IV Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano, Santo Domingo, octubre de 1992, Nueva evangelizaci�n,
promoci�n humana y cultura cristiana, 58.
(287) Cf. Propositio 65.
(288) Cf. Propositio 66.
(289) Ib�d.
(290) Propositio 58.
(291) Ib�d.
(292) Ib�d.
(293) Cf. ib�d.
(294) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 11.
(295) Cf. Propositio 12.
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