CARTA ENCÍCLICA
INTRODUCCIÓN 1.
El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con
amor cada día por la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena
noticia a los hombres de todas las épocas y culturas. En
la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como gozosa
noticia: « Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha
nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor » (Lc
2, 10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente esta « gran
alegría »; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de
todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y
realización de la alegría por cada niño que nace (cf. Jn 16, 21). Presentando
el núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: « Yo he venido para que
tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10). Se refiere a
aquella vida « nueva » y « eterna », que consiste en la comunión con el Padre,
a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por obra del
Espíritu Santificador. Pero es precisamente en esa « vida » donde encuentran
pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre. Valor incomparable de la persona humana 2.
El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las
dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la
vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza
y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto,
la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de
todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e
inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida
divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3,
1-2). Al mismo tiempo, esta llamada sobrenatural subraya precisamente el carácter
relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En verdad, esa no es
realidad « última », sino « penúltima »; es realidad sagrada, que se nos
confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a
perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos. La
Iglesia sabe que este Evangelio de la vida, recibido de su Señor,1 tiene
un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente e incluso
no creyente, porque, superando infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella
de modo sorprendente. Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien,
aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el
influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural
escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida
humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser
humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento
de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad
política. Los
creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este
derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el Concilio
Vaticano II: « El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto
modo, con todo hombre ».2 En efecto, en este acontecimiento salvífico se revela
a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios que « tanto amó al mundo que
dio a su Hijo único » (Jn 3, 16), sino también el valor incomparable
de cada persona humana. La
Iglesia, escrutando asiduamente el misterio de la Redención, descubre con
renovado asombro este valor 3 y se siente llamada a anunciar a los hombres de
todos los tiempos este « evangelio », fuente de esperanza inquebrantable y de
verdadera alegría para cada época de la historia. El Evangelio del amor de
Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la
vida son un único e indivisible Evangelio. Por
ello el hombre, el hombre viviente, constituye el camino primero y fundamental
de la Iglesia.4 Nuevas amenazas a la vida humana 3.
Cada persona, precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne
(cf. Jn 1, 14), es confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por
eso, toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el corazón
mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del
Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la vida
por todo el mundo y a cada criatura (cf. Mc 16, 15). Hoy
este anuncio es particularmente urgente ante la impresionante multiplicación y
agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos,
especialmente cuando ésta es débil e indefensa. A las tradicionales y dolorosas
plagas del hambre, las enfermedades endémicas, la violencia y las guerras, se
añaden otras, con nuevas facetas y dimensiones inquietantes. Ya
el Concilio Vaticano II, en una página de dramática actualidad, denunció con
fuerza los numerosos delitos y atentados contra la vida humana. A treinta años
de distancia, haciendo mías las palabras de la asamblea conciliar, una vez más
y con idéntica firmeza los deploro en nombre de la Iglesia entera, con la
certeza de interpretar el sentimiento auténtico de cada conciencia recta: «
Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los
genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que
viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas
corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo
que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los
encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución,
la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de
trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro,
no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes
son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran
más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son
totalmente contrarios al honor debido al Creador ».5 4.
Por desgracia, este alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien
agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y
tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano,
a la vez que se va delineando y consolidando una nueva situación cultural, que
confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y —podría
decirse— aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones:
amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la
vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este
presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por
parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con
la intervención gratuita de las estructuras sanitarias. En
la actualidad, todo esto provoca un cambio profundo en el modo de entender la
vida y las relaciones entre los hombres. El hecho de que las legislaciones de
muchos países, alejándose tal vez de los mismos principios fundamentales de sus
Constituciones, hayan consentido no penar o incluso reconocer la plena
legitimidad de estas prácticas contra la vida es, al mismo tiempo, un síntoma
preocupante y causa no marginal de un grave deterioro moral. Opciones, antes
consideradas unánimemente como delictivas y rechazadas por el común sentido
moral, llegan a ser poco a poco socialmente respetables. La misma medicina, que
por su vocación está ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se
presta cada vez más en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra la
persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando la
dignidad de quienes la ejercen. En este contexto cultural y legal, incluso los
graves problemas demográficos, sociales y familiares, que pesan sobre numerosos
pueblos del mundo y exigen una atención responsable y activa por parte de las
comunidades nacionales y de las internacionales, se encuentran expuestos a
soluciones falsas e ilusorias, en contraste con la verdad y el bien de las
personas y de las naciones. El
resultado al que se llega es dramático: si es muy grave y preocupante el
fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas incipientes o próximas a su
ocaso, no menos grave e inquietante es el hecho de que a la conciencia misma,
casi oscurecida por condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez más
percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor
fundamental mismo de la vida humana. En comunión con todos los Obispos del mundo 5.
El Consistorio extraordinario de Cardenales, celebrado en Roma del 4 al
7 de abril de 1991, se dedicó al problema de las amenazas a la vida humana en
nuestro tiempo. Después de un amplio y profundo debate sobre el tema y sobre
los desafíos presentados a toda la familia humana y, en particular, a la
comunidad cristiana, los Cardenales, con voto unánime, me pidieron ratificar,
con la autoridad del Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana y su carácter
inviolable, con relación a las circunstancias actuales y a los atentados que
hoy la amenazan. Acogiendo
esta petición, escribí en Pentecostés de 1991 una carta personal a cada
Hermano en el Episcopado para que, en el espíritu de colegialidad episcopal, me
ofreciera su colaboración para redactar un documento al respecto.6 Estoy
profundamente agradecido a todos los Obispos que contestaron, enviándome
valiosas informaciones, sugerencias y propuestas. Ellos testimoniaron así su
unánime y convencida participación en la misión doctrinal y pastoral de la
Iglesia sobre el Evangelio de la vida. En
la misma carta, a pocos días de la celebración del centenario de la Encíclica Rerum
novarum, llamaba la atención de todos sobre esta singular analogía: « Así
como hace un siglo la clase obrera estaba oprimida en sus derechos
fundamentales, y la Iglesia tomó su defensa con gran valentía, proclamando los
derechos sacrosantos de la persona del trabajador, así ahora, cuando otra
categoría de personas está oprimida en su derecho fundamental a la vida, la
Iglesia siente el deber de dar voz, con la misma valentía, a quien no tiene
voz. El suyo es el clamor evangélico en defensa de los pobres del mundo y de
quienes son amenazados, despreciados y oprimidos en sus derechos humanos ».7 Hoy
una gran multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son,
concretamente, los niños aún no nacidos, está siendo aplastada en su derecho
fundamental a la vida. Si la Iglesia, al final del siglo pasado, no podía
callar ante los abusos entonces existentes, menos aún puede callar hoy, cuando
a las injusticias sociales del pasado, tristemente no superadas todavía, se
añaden en tantas partes del mundo injusticias y opresiones incluso más graves,
consideradas tal vez como elementos de progreso de cara a la organización de un
nuevo orden mundial. La
presente Encíclica, fruto de la colaboración del Episcopado de todos los Países
del mundo, quiere ser pues una confirmación precisa y firme del valor de la
vida humana y de su carácter inviolable, y, al mismo tiempo, una acuciante
llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y
sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este camino
encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad! ¡Que
estas palabras lleguen a todos los hijos e hijas de la Iglesia! ¡Que lleguen a
todas las personas de buena voluntad, interesadas por el bien de cada hombre y
mujer y por el destino de toda la sociedad! 6.
En comunión profunda con cada uno de los hermanos y hermanas en la fe, y
animado por una amistad sincera hacia todos, quiero meditar de nuevo y
anunciar el Evangelio de la vida, esplendor de la verdad que ilumina las
conciencias, luz diáfana que sana la mirada oscurecida, fuente inagotable de
constancia y valor para afrontar los desafíos siempre nuevos que encontramos en
nuestro camino. Al
recordar la rica experiencia vivida durante el Año de la Familia, como
completando idealmente la Carta dirigida por mí « a cada familia de cualquier
región de la tierra »,8 miro con confianza renovada a todas las comunidades
domésticas, y deseo que resurja o se refuerce a cada nivel el compromiso de
todos por sostener la familia, para que también hoy —aun en medio de numerosas
dificultades y de graves amenazas— ella se mantenga siempre, según el designio
de Dios, como « santuario de la vida ».9 A
todos los miembros de la Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo
mi más apremiante invitación para que, juntos, podamos ofrecer a este mundo
nuestro nuevos signos de esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y
la solidaridad y se afiance una nueva cultura de la vida humana, para la
edificación de una auténtica civilización de la verdad y del amor. CAPITULO I
LA SANGRE DE TU HERMANO
CLAMA A MI DESDE EL SUELO «
Caín se lanzó contra su hermano Abel y lo mató » (Gn 4,
8): raíz de la violencia contra la vida 7.
« No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los
vivientes; él todo lo creó para que subsistiera... Porque Dios creó al
hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza;
mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la
experimentan los que le pertenecen » (Sb 1, 13-14; 2, 23-24). El
Evangelio de la vida, proclamado al principio con la creación del hombre
a imagen de Dios para un destino de vida plena y perfecta (cf. Gn 2, 7; Sb
9, 2-3), está como en contradicción con la experiencia lacerante de la muerte
que entra en el mundo y oscurece el sentido de toda la existencia humana.
La muerte entra por la envidia del diablo (cf. Gn 3, 1.4-5) y por el
pecado de los primeros padres (cf. Gn 2, 17; 3, 17-19). Y entra de un
modo violento, a través de la muerte de Abel causada por su hermano Caín: «
Cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató » (Gn
4, 8). Esta
primera muerte es presentada con una singular elocuencia en una página
emblemática del libro del Génesis. Una página que cada día se vuelve a
escribir, sin tregua y con degradante repetición, en el libro de la historia de
los pueblos. Releamos
juntos esta página bíblica, que, a pesar de su carácter arcaico y de su extrema
simplicidad, se presenta muy rica de enseñanzas. «
Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo al
Señor una oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de
los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. El Señor miró
propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por
lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. El Señor dijo a Caín:
"?Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ?No es cierto
que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el
pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar". Caín
dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo,
se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató. El
Señor dijo a Caín: "?Dónde está tu hermano Abel?". Contestó: "No
sé. ?Soy yo acaso el guarda de mi hermano?". Replicó el Señor: "?Qué
has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues
bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu
mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más fruto.
Vagabundo y errante serás en la tierra". Entonces
dijo Caín al Señor: "Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es
decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia,
convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me
matará". El
Señor le respondió: "Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo
pagará siete veces". Y el Señor puso una señal a Caín para que nadie que
lo encontrase le atacara. Caín salió de la presencia del Señor, y se estableció
en el país de Nod, al oriente de Edén » (Gn 4, 2-16). 8.
Caín se « irritó en gran manera » y su rostro se « abatió » porque el Señor «
miró propicio a Abel y su oblación » (Gn 4, 4). El texto bíblico no dice
el motivo por el que Dios prefirió el sacrificio de Abel al de Caín; sin
embargo, indica con claridad que, aun prefiriendo la oblación de Abel, no
interrumpió su diálogo con Caín. Le reprende recordándole su libertad
frente al mal: el hombre no está predestinado al mal. Ciertamente, igual
que Adán, es tentado por el poder maléfico del pecado que, como bestia feroz,
está acechando a la puerta de su corazón, esperando lanzarse sobre la presa.
Pero Caín es libre frente al pecado. Lo puede y lo debe dominar: « Como fiera
que te codicia, y a quien tienes que dominar » (Gn 4, 7). Los
celos y la ira prevalecen sobre la advertencia del Señor, y así Caín se lanza
contra su hermano y lo mata. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia
Católica, « la Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su
hermano Caín, revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia
en el hombre de la ira y la codicia, consecuencia del pecado original. El
hombre se convirtió en el enemigo de sus semejantes ».10 El
hermano mata a su hermano. Como en el primer fratricidio, en cada homicidio se
viola el parentesco « espiritual » que agrupa a los hombres en una única gran
familia 11 donde todos participan del mismo bien fundamental: la idéntica
dignidad personal. Además, no pocas veces se viola también el parentesco «
de carne y sangre », por ejemplo, cuando las amenazas a la vida se producen
en la relación entre padres e hijos, como sucede con el aborto o cuando, en un
contexto familiar o de parentesco más amplio, se favorece o se procura la
eutanasia. En
la raíz de cada violencia contra el prójimo se cede a la lógica del maligno,
es decir, de aquél que « era homicida desde el principio » (Jn 8,
44), como nos recuerda el apóstol Juan: « Pues este es el mensaje que habéis
oído desde el principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín, que, siendo
del maligno, mató a su hermano » (1 Jn 3, 11-12). Así, esta muerte del
hermano al comienzo de la historia es el triste testimonio de cómo el mal
avanza con rapidez impresionante: a la rebelión del hombre contra Dios en el
paraíso terrenal se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre. Después
del delito, Dios interviene para vengar al asesinado. Caín, frente a
Dios, que le pregunta sobre el paradero de Abel, lejos de sentirse avergonzado
y excusarse, elude la pregunta con arrogancia: « No sé. ?Soy yo acaso el guarda
de mi hermano? » (Gn 4, 9). « No sé ». Con la mentira Caín trata
de ocultar su delito. Así ha sucedido con frecuencia y sigue sucediendo cuando
las ideologías más diversas sirven para justificar y encubrir los atentados más
atroces contra la persona. « ?Soy yo acaso el guarda de mi hermano? »:
Caín no quiere pensar en su hermano y rechaza asumir aquella responsabilidad
que cada hombre tiene en relación con los demás. Esto hace pensar
espontáneamente en las tendencias actuales de ausencia de responsabilidad del
hombre hacia sus semejantes, cuyos síntomas son, entre otros, la falta de
solidaridad con los miembros más débiles de la sociedad —es decir, ancianos,
enfermos, inmigrantes y niños— y la indiferencia que con frecuencia se observa
en la relación entre los pueblos, incluso cuando están en juego valores
fundamentales como la supervivencia, la libertad y la paz. 9.
Dios no puede dejar impune el delito: desde el suelo sobre el que fue
derramada, la sangre del asesinado clama justicia a Dios (cf. Gn 37, 26;
Is 26, 21; Ez 24, 7-8). De este texto la Iglesia ha sacado la
denominación de « pecados que claman venganza ante la presencia de Dios » y
entre ellos ha incluido, en primer lugar, el homicidio voluntario.12 Para los
hebreos, como para otros muchos pueblos de la antigüedad, en la sangre se
encuentra la vida, mejor aún, « la sangre es la vida » (Dt 12, 23) y la
vida, especialmente la humana, pertenece sólo a Dios: por eso quien atenta
contra la vida del hombre, de alguna manera atenta contra Dios mismo. Caín
es maldecido por Dios y también por la tierra, que le negará sus frutos
(cf. Gn 4, 11-12). Y es castigado: tendrá que habitar en la
estepa y en el desierto. La violencia homicida cambia profundamente el ambiente
de vida del hombre. La tierra de « jardín de Edén » (Gn 2, 15), lugar de
abundancia, de serenas relaciones interpersonales y de amistad con Dios, pasa a
ser « país de Nod » (Gn 4, 16), lugar de « miseria », de soledad y de
lejanía de Dios. Caín será « vagabundo errante por la tierra » (Gn 4,
14): la inseguridad y la falta de estabilidad lo acompañarán siempre. Pero
Dios, siempre misericordioso incluso cuando castiga, « puso una señal a Caín
para que nadie que le encontrase le atacara » (Gn 4, 15). Le da, por
tanto, una señal de reconocimiento, que tiene como objetivo no condenarlo a la
execración de los demás hombres, sino protegerlo y defenderlo frente a quienes
querrán matarlo para vengar así la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida
pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente
aquí donde se manifiesta el misterio paradójico de la justicia
misericordiosa de Dios, como escribió san Ambrosio: « Porque se había
cometido un fratricidio, esto es, el más grande de los crímenes, en el momento
mismo en que se introdujo el pecado, se debió desplegar la ley de la
misericordia divina; ya que, si el castigo hubiera golpeado inmediatamente al
culpable, no sucedería que los hombres, al castigar, usen cierta tolerancia o
suavidad, sino que entregarían inmediatamente al castigo a los culpables. (...)
Dios expulsó a Caín de su presencia y, renegado por sus padres, lo desterró
como al exilio de una habitación separada, por el hecho de que había pasado de
la humana benignidad a la ferocidad bestial. Sin embargo, Dios no quiso
castigar al homicida con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del
pecador y no su muerte ».13 «
?Qué has hecho? » (Gn 4, 10): eclipse del valor de la vida 10.
El Señor dice a Caín: « ?Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a
mí desde el suelo » (Gn 4, 10). La voz de la sangre derramada por los
hombres no cesa de clamar, de generación en generación, adquiriendo tonos y
acentos diversos y siempre nuevos. La
pregunta del Señor « ?Qué has hecho? », que Caín no puede esquivar, se dirige
también al hombre contemporáneo para que tome conciencia de la amplitud y
gravedad de los atentados contra la vida, que siguen marcando la historia de la
humanidad; para que busque las múltiples causas que los generan y alimentan;
reflexione con extrema seriedad sobre las consecuencias que derivan de estos
mismos atentados para la vida de las personas y de los pueblos. Hay
amenazas que proceden de la naturaleza misma, y que se agravan por la desidia
culpable y la negligencia de los hombres que, no pocas veces, podrían
remediarlas. Otras, sin embargo, son fruto de situaciones de violencia, odio,
intereses contrapuestos, que inducen a los hombres a agredirse entre sí con
homicidios, guerras, matanzas y genocidios. ?Cómo
no pensar también en la violencia contra la vida de millones de seres humanos,
especialmente niños, forzados a la miseria, a la desnutrición, y al hambre, a
causa de una inicua distribución de las riquezas entre los pueblos y las clases
sociales? ?o en la violencia derivada, incluso antes que de las guerras, de un
comercio escandaloso de armas, que favorece la espiral de tantos conflictos
armados que ensangrientan el mundo? ?o en la siembra de muerte que se realiza
con el temerario desajuste de los equilibrios ecológicos, con la criminal
difusión de la droga, o con el fomento de modelos de práctica de la sexualidad
que, además de ser moralmente inaceptables, son también portadores de graves
riesgos para la vida? Es imposible enumerar completamente la vasta gama de
amenazas contra la vida humana, ¡son tantas sus formas, manifiestas o
encubiertas, en nuestro tiempo! 11.
Pero nuestra atención quiere concentrarse, en particular, en otro género de
atentados, relativos a la vida naciente y terminal, que presentan caracteres
nuevos respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad singular, por el
hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de «
delito » y a asumir paradójicamente el de « derecho », hasta el punto de
pretender con ello un verdadero y propio reconocimiento legal por parte del
Estado y la sucesiva ejecución mediante la intervención gratuita de los mismos
agentes sanitarios. Estos atentados golpean la vida humana en situaciones
de máxima precariedad, cuando está privada de toda capacidad de defensa. Más
grave aún es el hecho de que, en gran medida, se produzcan precisamente dentro
y por obra de la familia, que constitutivamente está llamada a ser, sin
embargo, « santuario de la vida ». ?Cómo
se ha podido llegar a una situación semejante? Se deben tomar en consideración
múltiples factores. En el fondo hay una profunda crisis de la cultura, que
engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética,
haciendo cada vez más difícil ver con claridad el sentido del hombre, de sus
derechos y deberes. A esto se añaden las más diversas dificultades
existenciales y relacionales, agravadas por la realidad de una sociedad
compleja, en la que las personas, los matrimonios y las familias se quedan con
frecuencia solas con sus problemas. No faltan además situaciones de particular
pobreza, angustia o exasperación, en las que la prueba de la supervivencia, el
dolor hasta el límite de lo soportable, y las violencias sufridas,
especialmente aquellas contra la mujer, hacen que las opciones por la defensa y
promoción de la vida sean exigentes, a veces incluso hasta el heroísmo. Todo
esto explica, al menos en parte, cómo el valor de la vida pueda hoy sufrir una
especie de « eclipse », aun cuando la conciencia no deje de señalarlo como valor
sagrado e intangible, como demuestra el hecho mismo de que se tienda a
disimular algunos delitos contra la vida naciente o terminal con expresiones de
tipo sanitario, que distraen la atención del hecho de estar en juego el derecho
a la existencia de una persona humana concreta. 12.
En efecto, si muchos y graves aspectos de la actual problemática social pueden
explicar en cierto modo el clima de extendida incertidumbre moral y atenuar a
veces en las personas la responsabilidad objetiva, no es menos cierto que
estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una
verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la
difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se
configura como verdadera « cultura de muerte ». Esta estructura está
activamente promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y
políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la eficiencia.
Mirando las cosas desde este punto de vista, se puede hablar, en cierto
sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. La vida que
exigiría más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada como
un peso insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su
enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia pone
en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a
ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar. Se
desencadena así una especie de « conjura contra la vida », que afecta no
sólo a las personas concretas en sus relaciones individuales, familiares o de
grupo, sino que va más allá llegando a perjudicar y alterar, a nivel mundial,
las relaciones entre los pueblos y los Estados. 13.
Para facilitar la difusión del aborto, se han invertido y se siguen
invirtiendo ingentes sumas destinadas a la obtención de productos
farmacéuticos, que hacen posible la muerte del feto en el seno materno, sin
necesidad de recurrir a la ayuda del médico. La misma investigación científica
sobre este punto parece preocupada casi exclusivamente por obtener productos
cada vez más simples y eficaces contra la vida y, al mismo tiempo, capaces de
sustraer el aborto a toda forma de control y responsabilidad social. Se
afirma con frecuencia que la anticoncepción, segura y asequible a todos,
es el remedio más eficaz contra el aborto. Se acusa además a la Iglesia
católica de favorecer de hecho el aborto al continuar obstinadamente enseñando
la ilicitud moral de la anticoncepción. La objeción, mirándolo bien, se revela
en realidad falaz. En efecto, puede ser que muchos recurran a los
anticonceptivos incluso para evitar después la tentación del aborto. Pero los
contravalores inherentes a la « mentalidad anticonceptiva » —bien diversa del
ejercicio responsable de la paternidad y maternidad, respetando el significado
pleno del acto conyugal— son tales que hacen precisamente más fuerte esta
tentación, ante la eventual concepción de una vida no deseada. De hecho, la
cultura abortista está particularmente desarrollada justo en los ambientes que
rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción. Es cierto que
anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males
específicamente distintos: la primera contradice la verdad plena del acto
sexual como expresión propia del amor conyugal, el segundo destruye la vida de
un ser humano; la anticoncepción se opone a la virtud de la castidad
matrimonial, el aborto se opone a la virtud de la justicia y viola directamente
el precepto divino « no matarás ». A
pesar de su diversa naturaleza y peso moral, muy a menudo están íntimamente
relacionados, como frutos de una misma planta. Es cierto que no faltan casos en
los que se llega a la anticoncepción y al mismo aborto bajo la presión de
múltiples dificultades existenciales, que sin embargo nunca pueden eximir del
esfuerzo por observar plenamente la Ley de Dios. Pero en muchísimos otros casos
estas prácticas tienen sus raíces en una mentalidad hedonista e irresponsable
respecto a la sexualidad y presuponen un concepto egoísta de libertad que ve en
la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Así, la
vida que podría brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar
absolutamente, y el aborto en la única respuesta posible frente a una
anticoncepción frustrada. Lamentablemente
la estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la
anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más y lo demuestra de
modo alarmante también la preparación de productos químicos, dispositivos
intrauterinos y « vacunas » que, distribuidos con la misma facilidad que los
anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases de
desarrollo de la vida del nuevo ser humano. 14.
También las distintas técnicas de reproducción artificial, que
parecerían puestas al servicio de la vida y que son practicadas no pocas veces
con esta intención, en realidad dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más
allá del hecho de que son moralmente inaceptables desde el momento en que
separan la procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal,14
estas técnicas registran altos porcentajes de fracaso. Este afecta no tanto a
la fecundación como al desarrollo posterior del embrión, expuesto al riesgo de
muerte por lo general en brevísimo tiempo. Además, se producen con frecuencia
embriones en número superior al necesario para su implantación en el seno de la
mujer, y estos así llamados « embriones supernumerarios » son posteriormente
suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso
científico o médico, reducen en realidad la vida humana a simple « material
biológico » del que se puede disponer libremente. Los
diagnósticos prenatales, que no presentan dificultades morales si se
realizan para determinar eventuales cuidados necesarios para el niño aún no
nacido, con mucha frecuencia son ocasión para proponer o practicar el aborto.
Es el aborto eugenésico, cuya legitimación en la opinión pública procede de una
mentalidad —equivocadamente considerada acorde con las exigencias de la «
terapéutica »— que acoge la vida sólo en determinadas condiciones, rechazando
la limitación, la minusvalidez, la enfermedad. Siguiendo
esta misma lógica, se ha llegado a negar los cuidados ordinarios más elementales,
y hasta la alimentación, a niños nacidos con graves deficiencias o
enfermedades. Además, el panorama actual resulta aún más desconcertante debido
a las propuestas, hechas en varios lugares, de legitimar, en la misma línea del
derecho al aborto, incluso el infanticidio, retornando así a una época
de barbarie que se creía superada para siempre. 15.
Amenazas no menos graves afectan también a los enfermos incurables y a
los terminales, en un contexto social y cultural que, haciendo más
difícil afrontar y soportar el sufrimiento, agudiza la tentación de resolver
el problema del sufrimiento eliminándolo en su raíz, anticipando la muerte
al momento considerado como más oportuno. En
una decisión así confluyen con frecuencia elementos diversos, lamentablemente
convergentes en este terrible final. Puede ser decisivo, en el enfermo, el
sentimiento de angustia, exasperación, e incluso desesperación, provocado por
una experiencia de dolor intenso y prolongado. Esto supone una dura prueba para
el equilibrio a veces ya inestable de la vida familiar y personal, de modo que,
por una parte, el enfermo —no obstante la ayuda cada vez más eficaz de la
asistencia médica y social—, corre el riesgo de sentirse abatido por la propia
fragilidad; por otra, en las personas vinculadas afectivamente con el enfermo,
puede surgir un sentimiento de comprensible aunque equivocada piedad. Todo esto
se ve agravado por un ambiente cultural que no ve en el sufrimiento ningún
significado o valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que debe
eliminar a toda costa. Esto acontece especialmente cuando no se tiene una
visión religiosa que ayude a comprender positivamente el misterio del dolor. Además,
en el conjunto del horizonte cultural no deja de influir también una especie de
actitud prometeica del hombre que, de este modo, se cree señor de la vida y de
la muerte porque decide sobre ellas, cuando en realidad es derrotado y
aplastado por una muerte cerrada irremediablemente a toda perspectiva de
sentido y esperanza. Encontramos una trágica expresión de todo esto en la
difusión de la eutanasia, encubierta y subrepticia, practicada
abiertamente o incluso legalizada. Esta, más que por una presunta piedad ante
el dolor del paciente, es justificada a veces por razones utilitarias, de cara
a evitar gastos innecesarios demasiado costosos para la sociedad. Se propone
así la eliminación de los recién nacidos malformados, de los minusválidos
graves, de los impedidos, de los ancianos, sobre todo si no son
autosuficientes, y de los enfermos terminales. No nos es lícito callar ante
otras formas más engañosas, pero no menos graves o reales, de eutanasia. Estas
podrían producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de
órganos para trasplante, se procede a la extracción de los órganos sin respetar
los criterios objetivos y adecuados que certifican la muerte del donante. 16.
Otro fenómeno actual, en el que confluyen frecuentemente amenazas y
atentados contra la vida, es el demográfico. Este presenta modalidades
diversas en las diferentes partes del mundo: en los Países ricos y
desarrollados se registra una preocupante reducción o caída de los nacimientos;
los Países pobres, por el contrario, presentan en general una elevada tasa de
aumento de la población, difícilmente soportable en un contexto de menor
desarrollo económico y social, o incluso de grave subdesarrollo. Ante la
superpoblación de los Países pobres faltan, a nivel internacional, medidas
globales —serias políticas familiares y sociales, programas de desarrollo
cultural y de justa producción y distribución de los recursos— mientras se
continúan realizando políticas antinatalistas. La
anticoncepción, la esterilización y el aborto están ciertamente entre las
causas que contribuyen a crear situaciones de fuerte descenso de la natalidad.
Puede ser fácil la tentación de recurrir también a los mismos métodos y
atentados contra la vida en las situaciones de « explosión demográfica ». El
antiguo Faraón, viendo como una pesadilla la presencia y aumento de los hijos
de Israel, los sometió a toda forma de opresión y ordenó que fueran asesinados
todos los recién nacidos varones de las mujeres hebreas (cf. Ex 1,
7-22). Del mismo modo se comportan hoy no pocos poderosos de la tierra. Estos
consideran también como una pesadilla el crecimiento demográfico actual y temen
que los pueblos más prolíficos y más pobres representen una amenaza para el
bienestar y la tranquilidad de sus Países. Por consiguiente, antes que querer
afrontar y resolver estos graves problemas respetando la dignidad de las personas
y de las familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida, prefieren
promover e imponer por cualquier medio una masiva planificación de los
nacimientos. Las mismas ayudas económicas, que estarían dispuestos a dar, se
condicionan injustamente a la aceptación de una política antinatalista. 17.
La humanidad de hoy nos ofrece un espectáculo verdaderamente alarmante, si
consideramos no sólo los diversos ámbitos en los que se producen los atentados
contra la vida, sino también su singular proporción numérica, junto con el
múltiple y poderoso apoyo que reciben de una vasta opinión pública, de un
frecuente reconocimiento legal y de la implicación de una parte del personal
sanitario. Como
afirmé con fuerza en Denver, con ocasión de la VIII Jornada Mundial de la
Juventud: « Con el tiempo, las amenazas contra la vida no disminuyen. Al
contrario, adquieren dimensiones enormes. No se trata sólo de amenazas
procedentes del exterior, de las fuerzas de la naturaleza o de los
"Caínes" que asesinan a los "Abeles"; no, se trata de amenazas
programadas de manera científica y sistemática. El siglo XX será
considerado una época de ataques masivos contra la vida, una serie interminable
de guerras y una destrucción permanente de vidas humanas inocentes. Los falsos
profetas y los falsos maestros han logrado el mayor éxito posible ».15 Más allá
de las intenciones, que pueden ser diversas y presentar tal vez aspectos
convincentes incluso en nombre de la solidaridad, estamos en realidad ante una
objetiva « conjura contra la vida », que ve implicadas incluso a
Instituciones internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas
campañas de difusión de la anticoncepción, la esterilización y el aborto.
Finalmente, no se puede negar que los medios de comunicación social son con
frecuencia cómplices de esta conjura, creando en la opinión pública una cultura
que presenta el recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la
misma eutanasia como un signo de progreso y conquista de libertad, mientras
muestran como enemigas de la libertad y del progreso las posiciones
incondicionales a favor de la vida. «
?Soy acaso yo el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9): una
idea perversa de libertad 18.
El panorama descrito debe considerarse atendiendo no sólo a los fenómenos de muerte
que lo caracterizan, sino también a lasmúltiples causas que lo
determinan. La pregunta del Señor: « ?Qué has hecho? » (Gn 4, 10) parece
como una invitación a Caín para ir más allá de la materialidad de su gesto
homicida, y comprender toda su gravedad en las motivaciones que estaban
en su origen y en las consecuencias que se derivan. Las
opciones contra la vida proceden, a veces, de situaciones difíciles o incluso
dramáticas de profundo sufrimiento, soledad, falta total de perspectivas
económicas, depresión y angustia por el futuro. Estas circunstancias pueden
atenuar incluso notablemente la responsabilidad subjetiva y la consiguiente
culpabilidad de quienes hacen estas opciones en sí mismas moralmente malas. Sin
embargo, hoy el problema va bastante más allá del obligado reconocimiento de
estas situaciones personales. Está también en el plano cultural, social y
político, donde presenta su aspecto más subversivo e inquietante en la
tendencia, cada vez más frecuente, a interpretar estos delitos contra la vida
como legítimas expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse
y ser protegidas como verdaderos y propios derechos. De
este modo se produce un cambio de trágicas consecuencias en el largo proceso
histórico, que después de descubrir la idea de los « derechos humanos » —como
derechos inherentes a cada persona y previos a toda Constitución y legislación
de los Estados— incurre hoy en una sorprendente contradicción: justo en
una época en la que se proclaman solemnemente los derechos inviolables de la
persona y se afirma públicamente el valor de la vida, el derecho mismo a la
vida queda prácticamente negado y conculcado, en particular en los momentos más
emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte. Por
una parte, las varias declaraciones universales de los derechos del hombre y
las múltiples iniciativas que se inspiran en ellas, afirman a nivel mundial una
sensibilidad moral más atenta a reconocer el valor y la dignidad de todo ser
humano en cuanto tal, sin distinción de raza, nacionalidad, religión, opinión
política o clase social. Por
otra parte, a estas nobles declaraciones se contrapone lamentablemente en la
realidad su trágica negación. Esta es aún más desconcertante y hasta
escandalosa, precisamente por producirse en una sociedad que hace de la
afirmación y de la tutela de los derechos humanos su objetivo principal y al
mismo tiempo su motivo de orgullo. ?Cómo poner de acuerdo estas repetidas
afirmaciones de principios con la multiplicación continua y la difundida legitimación
de los atentados contra la vida humana? ?Cómo conciliar estas declaraciones con
el rechazo del más débil, del más necesitado, del anciano y del recién
concebido? Estos atentados van en una dirección exactamente contraria a la del
respeto a la vida, y representan una amenaza frontal a toda la cultura de
los derechos del hombre. Es una amenaza capaz, al límite, de poner en
peligro el significado mismo de la convivencia democrática: nuestras
ciudades corren el riesgo de pasar de ser sociedades de « con-vivientes » a
sociedades de excluidos, marginados, rechazados y eliminados. Si además se
dirige la mirada al horizonte mundial, ?cómo no pensar que la afirmación misma
de los derechos de las personas y de los pueblos se reduce a un ejercicio
retórico estéril, como sucede en las altas reuniones internacionales, si no se
desenmascara el egoísmo de los Países ricos que cierran el acceso al desarrollo
de los Países pobres, o lo condicionan a absurdas prohibiciones de procreación,
oponiendo el desarrollo al hombre? ?No convendría quizá revisar los mismos
modelos económicos, adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias
y condicionamientos de carácter internacional, que producen y favorecen
situaciones de injusticia y violencia en las que se degrada y vulnera la vida
humana de poblaciones enteras? 19.
?Dónde están las raíces de una contradicción tan sorprendente? Podemos
encontrarlas en valoraciones generales de orden cultural o moral, comenzando
por aquella mentalidad que, tergiversando e incluso deformando el concepto
de subjetividad, sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta
con plena o, al menos, incipiente autonomía y sale de situaciones de total
dependencia de los demás. Pero, ?cómo conciliar esta postura con la exaltación
del hombre como ser « indisponible »? La teoría de los derechos humanos se
fundamenta precisamente en la consideración del hecho que el hombre, a
diferencia de los animales y de las cosas, no puede ser sometido al dominio de
nadie. También se debe señalar aquella lógica que tiende a identificar la
dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y explícita y, en
todo caso, experimentable. Está claro que, con estos presupuestos, no hay
espacio en el mundo para quien, como el que ha de nacer o el moribundo, es un
sujeto constitutivamente débil, que parece sometido en todo al cuidado de otras
personas, dependiendo radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse
mediante el lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos. Es, por tanto,
la fuerza que se hace criterio de opción y acción en las relaciones
interpersonales y en la convivencia social. Pero esto es exactamente lo
contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el Estado de derecho,
como comunidad en la que a las « razones de la fuerza » sustituye la « fuerza
de la razón ». A
otro nivel, el origen de la contradicción entre la solemne afirmación de los
derechos del hombre y su trágica negación en la práctica, está en un concepto
de libertad que exalta de modo absoluto al individuo, y no lo dispone a la
solidaridad, a la plena acogida y al servicio del otro. Si es cierto que, a
veces, la eliminación de la vida naciente o terminal se enmascara también bajo
una forma malentendida de altruismo y piedad humana, no se puede negar que
semejante cultura de muerte, en su conjunto, manifiesta una visión de la
libertad muy individualista, que acaba por ser la libertad de los « más fuertes
» contra los débiles destinados a sucumbir. Precisamente
en este sentido se puede interpretar la respuesta de Caín a la pregunta del
Señor « ?Dónde está tu hermano Abel? »: « No sé. ?Soy yo acaso el guarda de
mi hermano? » (Gn 4, 9). Sí, cada hombre es « guarda de su hermano
», porque Dios confía el hombre al hombre. Y es también en vista de este
encargo que Dios da a cada hombre la libertad, que posee una esencial
dimensión relacional. Es un gran don del Creador, puesta al servicio de la
persona y de su realización mediante el don de sí misma y la acogida del otro.
Sin embargo, cuando la libertad es absolutizada en clave individualista, se
vacía de su contenido original y se contradice en su misma vocación y dignidad. Hay
un aspecto aún más profundo que acentuar: la libertad reniega de sí misma, se
autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni
respeta su vínculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad,
queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las
evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal
y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para
sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su
opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho. 20.
Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora
profundamente. Si la promoción del propio yo se entiende en términos de
autonomía absoluta, se llega inevitablemente a la negación del otro,
considerado como enemigo de quien defenderse. De este modo la sociedad se
convierte en un conjunto de individuos colocados unos junto a otros, pero sin
vínculos recíprocos: cada cual quiere afirmarse independientemente de los
demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses. Sin embargo, frente a los
intereses análogos de los otros, se ve obligado a buscar cualquier forma de
compromiso, si se quiere garantizar a cada uno el máximo posible de libertad en
la sociedad. Así, desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad
absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas movedizas de un
relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso
el primero de los derechos fundamentales, el de la vida. Es
lo que de hecho sucede también en el ámbito más propiamente político o estatal:
el derecho originario e inalienable a la vida se pone en discusión o se niega
sobre la base de un voto parlamentario o de la voluntad de una parte —aunque
sea mayoritaria— de la población. Es el resultado nefasto de un relativismo que
predomina incontrovertible: el « derecho » deja de ser tal porque no está ya
fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la persona, sino que
queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este modo la democracia, a
pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental. El Estado
deja de ser la « casa común » donde todos pueden vivir según los principios de
igualdad fundamental, y se transforma en Estado tirano, que presume de
poder disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no
nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública que no es otra cosa,
en realidad, que el interés de algunos. Parece que todo acontece en el más
firme respeto de la legalidad, al menos cuando las leyes que permiten el aborto
o la eutanasia son votadas según las, así llamadas, reglas democráticas. Pero
en realidad estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el
ideal democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la
dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases: «
?Cómo es posible hablar todavía de dignidad de toda persona humana, cuando se
permite matar a la más débil e inocente? ?En nombre de qué justicia se realiza
la más injusta de las discriminaciones entre las personas, declarando a algunas
dignas de ser defendidas, mientras a otras se niega esta dignidad? ».16 Cuando
se verifican estas condiciones, se han introducido ya los dinamismos que llevan
a la disolución de una auténtica convivencia humana y a la disgregación de la
misma realidad establecida. Reivindicar
el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo
legalmente, significa atribuir a la libertad humana un significado perverso
e inicuo: el de un poder absoluto sobre los demás y contra los demás. Pero
ésta es la muerte de la verdadera libertad: « En verdad, en verdad os digo:
todo el que comete pecado es un esclavo » (Jn 8, 34). «
He de esconderme de tu presencia » (Gn 4, 14): eclipse del
sentido de Dios y del hombre 21.
En la búsqueda de las raíces más profundas de la lucha entre la « cultura de la
vida » y la « cultura de la muerte », no basta detenerse en la idea perversa de
libertad anteriormente señalada. Es necesario llegar al centro del drama vivido
por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico
del contexto social y cultural dominado por el secularismo, que con sus
tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas
comunidades cristianas. Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra
fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el
sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su
dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la ley moral,
especialmente en el grave campo del respeto de la vida humana y su dignidad,
produce una especie de progresiva ofuscación de la capacidad de percibir la
presencia vivificante y salvadora de Dios. Una
vez más podemos inspirarnos en el relato del asesinato de Abel por parte de su
hermano. Después de la maldición impuesta por Dios, Caín se dirige así al
Señor: « Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me
echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en
vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará » (Gn
4, 13-14). Caín considera que su pecado no podrá ser perdonado por el Señor
y que su destino inevitable será tener que « esconderse de su presencia ». Si
Caín confiesa que su culpa es « demasiado grande », es porque sabe que se
encuentra ante Dios y su justo juicio. En realidad, sólo delante del Señor el
hombre puede reconocer su pecado y percibir toda su gravedad. Esta es la
experiencia de David, que después de « haber pecado contra el Señor »,
reprendido por el profeta Natán (cf. 2 Sam 11-12), exclama: « Mi delito
yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti sólo he
pecado, lo malo a tus ojos cometí » (Sal 5150, 5-6). 22.
Por esto, cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre
queda amenazado y contaminado, como afirma lapidariamente el Concilio Vaticano
II: « La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios
la propia criatura queda oscurecida ».17 El hombre no puede ya entenderse como
« misteriosamente otro » respecto a las demás criaturas terrenas; se considera
como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha
alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado en el restringido
horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a « una cosa », y ya no
percibe el carácter trascendente de su « existir como hombre ». No considera ya
la vida como un don espléndido de Dios, una realidad « sagrada » confiada a su
responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su « veneración ». La
vida llega a ser simplemente « una cosa », que el hombre reivindica como su
propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable. Así,
ante la vida que nace y la vida que muere, el hombre ya no es capaz de dejarse
interrogar sobre el sentido más auténtico de su existencia, asumiendo con
verdadera libertad estos momentos cruciales de su propio « existir ». Se
preocupa sólo del « hacer » y, recurriendo a cualquier forma de tecnología, se
afana por programar, controlar y dominar el nacimiento y la muerte. Estas, de
experiencias originarias que requieren ser « vividas », pasan a ser cosas que
simplemente se pretenden « poseer » o « rechazar ». Por
otra parte, una vez excluida la referencia a Dios, no sorprende que el sentido
de todas las cosas resulte profundamente deformado, y la misma naturaleza, que
ya no es « mater », quede reducida a « material » disponible a todas las
manipulaciones. A esto parece conducir una cierta racionalidad
técnico-científica, dominante en la cultura contemporánea, que niega la idea
misma de una verdad de la creación que hay que reconocer o de un designio de
Dios sobre la vida que hay que respetar. Esto no es menos verdad, cuando la
angustia por los resultados de esta « libertad sin ley » lleva a algunos a la
postura opuesta de una « ley sin libertad », como sucede, por ejemplo, en
ideologías que contestan la legitimidad de cualquier intervención sobre la
naturaleza, como en nombre de una « divinización » suya, que una vez más
desconoce su dependencia del designio del Creador. En
realidad, viviendo « como si Dios no existiera », el hombre pierde no sólo el
misterio de Dios, sino también el del mundo y el de su propio ser. 23.
El eclipse del sentido de Dios y del hombre conduce inevitablemente al materialismo
práctico, en el que proliferan el individualismo, el utilitarismo y el
hedonismo. Se manifiesta también aquí la perenne validez de lo que escribió el
Apóstol: « Como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios,
Dios los entregó a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene » (Rm
1, 28). Así, los valores del ser son sustituidos por los del tener.
El único fin que cuenta es la consecución del propio bienestar material. La
llamada « calidad de vida » se interpreta principal o exclusivamente como
eficiencia económica, consumismo desordenado, belleza y goce de la vida física,
olvidando las dimensiones más profundas —relacionales, espirituales y
religiosas— de la existencia. En
semejante contexto el sufrimiento, elemento inevitable de la existencia humana,
aunque también factor de posible crecimiento personal, es « censurado »,
rechazado como inútil, más aún, combatido como mal que debe evitarse siempre y
de cualquier modo. Cuando no es posible evitarlo y la perspectiva de un
bienestar al menos futuro se desvanece, entonces parece que la vida ha perdido
ya todo sentido y aumenta en el hombre la tentación de reivindicar el derecho a
su supresión. Siempre
en el mismo horizonte cultural, el cuerpo ya no se considera como
realidad típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los demás,
con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente
compuesto de órganos, funciones y energías que hay que usar según criterios de
mero goce y eficiencia. Por consiguiente, también la sexualidad se
despersonaliza e instrumentaliza: de signo, lugar y lenguaje del amor, es
decir, del don de sí mismo y de la acogida del otro según toda la riqueza de la
persona, pasa a ser cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio
yo y de satisfacción egoísta de los propios deseos e instintos. Así se deforma
y falsifica el contenido originario de la sexualidad humana, y los dos
significados, unitivo y procreativo, innatos a la naturaleza misma del acto
conyugal, son separados artificialmente. De este modo, se traiciona la unión y
la fecundidad se somete al arbitrio del hombre y de la mujer. La procreación
se convierte entonces en el « enemigo » a evitar en la práctica de la
sexualidad. Cuando se acepta, es sólo porque manifiesta el propio deseo, o
incluso la propia voluntad, de tener un hijo « a toda costa », y no, en cambio,
por expresar la total acogida del otro y, por tanto, la apertura a la riqueza
de vida de la que el hijo es portador. En
la perspectiva materialista expuesta hasta aquí, las relaciones
interpersonales experimentan un grave empobrecimiento. Los primeros que
sufren sus consecuencias negativas son la mujer, el niño, el enfermo o el que
sufre y el anciano. El criterio propio de la dignidad personal —el del respeto,
la gratuidad y el servicio— se sustituye por el criterio de la eficiencia, la
funcionalidad y la utilidad. Se aprecia al otro no por lo que « es », sino por
lo que « tiene, hace o produce ». Es la supremacía del más fuerte sobre el más
débil. 24.
En lo íntimo de la conciencia moral se produce el eclipse del sentido de
Dios y del hombre, con todas sus múltiples y funestas consecuencias para la
vida. Se pone en duda, sobre todo, la conciencia de cada persona, que en
su unicidad e irrepetibilidad se encuentra sola ante Dios.18 Pero también se
cuestiona, en cierto sentido, la « conciencia moral » de la sociedad. Esta
es de algún modo responsable, no sólo porque tolera o favorece comportamientos
contrarios a la vida, sino también porque alimenta la « cultura de la muerte »,
llegando a crear y consolidar verdaderas y auténticas « estructuras de pecado »
contra la vida. La conciencia moral, tanto individual como social, está hoy
sometida, a causa también del fuerte influjo de muchos medios de comunicación
social, a un peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el
bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental a la vida.
Lamentablemente, una gran parte de la sociedad actual se asemeja a la que Pablo
describe en la Carta a los Romanos. Está formada « de hombres que aprisionan la
verdad en la injusticia » (1, 18): habiendo renegado de Dios y creyendo poder
construir la ciudad terrena sin necesidad de El, « se ofuscaron en sus
razonamientos » de modo que « su insensato corazón se entenebreció » (1, 21); «
jactándose de sabios se volvieron estúpidos » (1, 22), se hicieron autores de
obras dignas de muerte y « no solamente las practican, sino que aprueban a los
que las cometen » (1, 32). Cuando la conciencia, este luminoso ojo del alma
(cf. Mt 6, 22-23), llama « al mal bien y al bien mal » (Is 5,
20), camina ya hacia su degradación más inquietante y hacia la más tenebrosa
ceguera moral. Sin
embargo, todos los condicionamientos y esfuerzos por imponer el silencio no
logran sofocar la voz del Señor que resuena en la conciencia de cada hombre. De
este íntimo santuario de la conciencia puede empezar un nuevo camino de amor,
de acogida y de servicio a la vida humana. «
Os habéis acercado a la sangre de la aspersión » (cf. Hb
12, 22.24): signos de esperanza y llamada al compromiso 25.
« Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn 4,
10). No es sólo la sangre de Abel, el primer inocente asesinado, que clama a
Dios, fuente y defensor de la vida. También la sangre de todo hombre asesinado
después de Abel es un clamor que se eleva al Señor. De una forma absolutamente
única, clama a Dios la sangre de Cristo, de quien Abel en su inocencia
es figura profética, como nos recuerda el autor de la Carta a los Hebreos: «
Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios
vivo... al mediador de una Nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una
sangre que habla mejor que la de Abel » (12, 22.24). Es
la sangre de la aspersión. De ella había sido símbolo y signo
anticipador la sangre de los sacrificios de la Antigua Alianza, con los que
Dios manifestaba la voluntad de comunicar su vida a los hombres, purificándolos
y consagrándolos (cf. Ex 24, 8; Lv 17, 11). Ahora, todo esto se
cumple y verifica en Cristo: la suya es la sangre de la aspersión que redime,
purifica y salva; es la sangre del mediador de la Nueva Alianza « derramada por
muchos para perdón de los pecados » (Mt 26, 28). Esta sangre, que brota
del costado abierto de Cristo en la cruz (cf. Jn 19, 34), « habla mejor
que la de Abel »; en efecto, expresa y exige una « justicia » más profunda,
pero sobre todo implora misericordia,19 se hace ante el Padre intercesora por
los hermanos (cf. Hb 7, 25), es fuente de redención perfecta y don de
vida nueva. La
sangre de Cristo, mientras revela la grandeza del amor del Padre, manifiesta
qué precioso es el hombre a los ojos de Dios y qué inestimable es el valor de
su vida. Nos lo recuerda el apóstol Pedro: « Sabéis que habéis sido
rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo
caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y
sin mancilla, Cristo » (1 Pe 1, 18-19). Precisamente contemplando la
sangre preciosa de Cristo, signo de su entrega de amor (cf. Jn 13, 1),
el creyente aprende a reconocer y apreciar la dignidad casi divina de todo
hombre y puede exclamar con nuevo y grato estupor: « ¡Qué valor debe tener el
hombre a los ojos del Creador, si ha "merecido tener tan gran
Redentor" (Himno Exsultet de la Vigilia pascual), si "Dios ha
dado a su Hijo", a fin de que él, el hombre, "no muera sino que tenga
la vida eterna" (cf. Jn 3, 16)! ».20 Además,
la sangre de Cristo manifiesta al hombre que su grandeza, y por tanto su
vocación, consiste en el don sincero de sí mismo. Precisamente porque se
derrama como don de vida, la sangre de Cristo ya no es signo de muerte, de
separación definitiva de los hermanos, sino instrumento de una comunión que es
riqueza de vida para todos. Quien bebe esta sangre en el sacramento de la
Eucaristía y permanece en Jesús (cf. Jn 6, 56) queda comprometido en su
mismo dinamismo de amor y de entrega de la vida, para llevar a plenitud la
vocación originaria al amor, propia de todo hombre (cf. Jn 1, 27; 2,
18-24). Es
en la sangre de Cristo donde todos los hombres encuentran la fuerza para
comprometerse en favor de la vida. Esta sangre es justamente el motivo
más grande de esperanza, más aún, es el fundamento de la absoluta certeza de
que según el designio divino la vida vencerá. « No habrá ya muerte »,
exclama la voz potente que sale del trono de Dios en la Jerusalén celestial (Ap
21, 4). Y san Pablo nos asegura que la victoria actual sobre el pecado es
signo y anticipo de la victoria definitiva sobre la muerte, cuando « se
cumplirá la palabra que está escrita: "La muerte ha sido devorada en la
victoria. ?Dónde está, oh muerte, tu victoria? ?Dónde está, oh muerte, tu
aguijón?" » (1 Cor 15, 54-55). 26.
En realidad, no faltan signos que anticipan esta victoria en nuestras
sociedades y culturas, a pesar de estar fuertemente marcadas por la « cultura
de la muerte ». Se daría, por tanto, una imagen unilateral, que podría inducir
a un estéril desánimo, si junto con la denuncia de las amenazas contra la vida
no se presentan los signos positivos que se dan en la situación actual
de la humanidad. Desgraciadamente,
estos signos positivos encuentran a menudo dificultad para manifestarse y ser
reconocidos, tal vez también porque no encuentran una adecuada atención en los
medios de comunicación social. Pero, ¡cuántas iniciativas de ayuda y apoyo a
las personas más débiles e indefensas han surgido y continúan surgiendo en la
comunidad cristiana y en la sociedad civil, a nivel local, nacional e
internacional, promovidas por individuos, grupos, movimientos y organizaciones
diversas! Son
todavía muchos los esposos que, con generosa responsabilidad, saben
acoger a los hijos como « el don más excelente del matrimonio ».21 No faltan familias
que, además de su servicio cotidiano a la vida, acogen a niños abandonados,
a muchachos y jóvenes en dificultad, a personas minusválidas, a ancianos solos.
No pocos centros de ayuda a la vida, o instituciones análogas, están
promovidos por personas y grupos que, con admirable dedicación y sacrificio,
ofrecen un apoyo moral y material a madres en dificultad, tentadas de recurrir
al aborto. También surgen y se difunden grupos de voluntarios dedicados
a dar hospitalidad a quienes no tienen familia, se encuentran en condiciones de
particular penuria o tienen necesidad de hallar un ambiente educativo que les
ayude a superar comportamientos destructivos y a recuperar el sentido de la
vida. La
medicina, impulsada con gran dedicación por investigadores y
profesionales, persiste en su empeño por encontrar remedios cada vez más
eficaces: resultados que hace un tiempo eran del todo impensables y capaces de
abrir prometedoras perspectivas se obtienen hoy para la vida naciente, para las
personas que sufren y los enfermos en fase aguda o terminal. Distintos entes y
organizaciones se movilizan para llevar, incluso a los países más afectados por
la miseria y las enfermedades endémicas, los beneficios de la medicina más
avanzada. Así, asociaciones nacionales e internacionales de médicos se mueven
oportunamente para socorrer a las poblaciones probadas por calamidades
naturales, epidemias o guerras. Aunque una verdadera justicia internacional en
la distribución de los recursos médicos está aún lejos de su plena realización,
?cómo no reconocer en los pasos dados hasta ahora el signo de una creciente solidaridad
entre los pueblos, de una apreciable sensibilidad humana y moral y de un mayor
respeto por la vida? 27.
Frente a legislaciones que han permitido el aborto y a tentativas, surgidas
aquí y allá, de legalizar la eutanasia, han aparecido en todo el mundo movimientos
e iniciativas de sensibilización social en favor de la vida. Cuando,
conforme a su auténtica inspiración, actúan con determinada firmeza pero sin
recurrir a la violencia, estos movimientos favorecen una toma de conciencia más
difundida y profunda del valor de la vida, solicitando y realizando un
compromiso más decisivo por su defensa. ?Cómo
no recordar, además, todos estos gestos cotidianos de acogida, sacrificio y
cuidado desinteresado que un número incalculable de personas realiza con
amor en las familias, hospitales, orfanatos, residencias de ancianos y en otros
centros o comunidades, en defensa de la vida? La Iglesia, dejándose guiar por
el ejemplo de Jesús « buen samaritano » (cf. Lc 10, 29-37) y sostenida
por su fuerza, siempre ha estado en la primera línea de la caridad: tantos de
sus hijos e hijas, especialmente religiosas y religiosos, con formas antiguas y
siempre nuevas, han consagrado y continúan consagrando su vida a Dios
ofreciéndola por amor al prójimo más débil y necesitado. Estos gestos
construyen en lo profundo la « civilización del amor y de la vida », sin la
cual la existencia de las personas y de la sociedad pierde su significado más
auténticamente humano. Aunque nadie los advierta y permanezcan escondidos a la
mayoría, la fe asegura que el Padre, « que ve en lo secreto » (Mt 6, 4),
no sólo sabrá recompensarlos, sino que ya desde ahora los hace fecundos con
frutos duraderos para todos. Entre
los signos de esperanza se da también el incremento, en muchos estratos de la
opinión pública, de una nueva sensibilidad cada vez más contraria a la
guerra como instrumento de solución de los conflictos entre los pueblos, y
orientada cada vez más a la búsqueda de medios eficaces, pero « no violentos »,
para frenar la agresión armada. Además, en este mismo horizonte se da la aversión
cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso
como instrumento de « legítima defensa » social, al considerar las
posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente
el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive
definitivamente de la posibilidad de redimirse. También
se debe considerar positivamente una mayor atención a la calidad de vida y
a la ecología, que se registra sobre todo en las sociedades más
desarrolladas, en las que las expectativas de las personas no se centran tanto
en los problemas de la supervivencia cuanto más bien en la búsqueda de una
mejora global de las condiciones de vida. Particularmente significativo es el
despertar de una reflexión ética sobre la vida. Con el nacimiento y desarrollo
cada vez más extendido de la bioética se favorece la reflexión y el
diálogo —entre creyentes y no creyentes, así como entre creyentes de diversas
religiones— sobre problemas éticos, incluso fundamentales, que afectan a la
vida del hombre. 28.
Este horizonte de luces y sombras debe hacernos a todos plenamente conscientes
de que estamos ante un enorme y dramático choque entre el bien y el mal, la
muerte y la vida, la « cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ».
Estamos no sólo « ante », sino necesariamente « en medio » de este conflicto:
todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad
ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida. También
para nosotros resuena clara y fuerte la invitación a Moisés: « Mira, yo pongo
hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia...; te pongo delante vida o
muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu
descendencia » (Dt 30, 15.19). Es una invitación válida también para
nosotros, llamados cada día a tener que decidir entre la « cultura de la vida »
y la « cultura de la muerte ». Pero la llamada del Deuteronomio es aún más
profunda, porque nos apremia a una opción propiamente religiosa y moral. Se
trata de dar a la propia existencia una orientación fundamental y vivir en
fidelidad y coherencia con la Ley del Señor: « Yo te prescribo hoy que ames
al Señor tu Dios, que sigas sus caminos y guardes sus
mandamientos, preceptos y normas... Escoge la vida, para que vivas, tú y tu
descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a él; pues
en eso está tu vida, así como la prolongación de tus días » (30, 16.19-20). La
opción incondicional en favor de la vida alcanza plenamente su significado
religioso y moral cuando nace, viene plasmada y es alimentada por la fe en
Cristo. Nada ayuda tanto a afrontar positivamente el conflicto entre la
muerte y la vida, en el que estamos inmersos, como la fe en el Hijo de Dios que
se ha hecho hombre y ha venido entre los hombres « para que tengan vida y la
tengan en abundancia » (Jn 10, 10): es la fe en el Resucitado, que ha
vencido la muerte; es la fe en la sangre de Cristo « que habla mejor que la
de Abel » (Hb 12, 24). Por
tanto, a la luz y con la fuerza de esta fe, y ante los desafíos de la situación
actual, la Iglesia toma más viva conciencia de la gracia y de la
responsabilidad que recibe de su Señor para anunciar, celebrar y servir al Evangelio
de la vida. CAPITULO II
HE VENIDO PARA QUE
TENGAN VIDA «
La Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto » (1 Jn 1, 2): la
mirada dirigida a Cristo, « Palabra de vida » 29.
Ante las innumerables y graves amenazas contra la vida en el mundo contemporáneo,
podríamos sentirnos como abrumados por una sensación de impotencia insuperable:
¡el bien nunca podrá tener la fuerza suficiente para vencer el mal! Este
es el momento en que el Pueblo de Dios, y en él cada creyente, está llamado a
profesar, con humildad y valentía, la propia fe en Jesucristo, « Palabra de
vida » (1 Jn 1, 1). En realidad, el Evangelio de la vida no es
una mera reflexión, aunque original y profunda, sobre la vida humana; ni sólo
un mandamiento destinado a sensibilizar la conciencia y a causar cambios
significativos en la sociedad; menos aún una promesa ilusoria de un futuro
mejor. El Evangelio de la vida es una realidad concreta y personal,
porque consiste en el anuncio dela persona misma de Jesús, el cual se
presenta al apóstol Tomás, y en él a todo hombre, con estas palabras: « Yo soy
el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 14, 6). Es la misma identidad
manifestada a Marta, la hermana de Lázaro: « Yo soy la resurrección y la vida.
El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no
morirá jamás » (Jn 11, 25-26). Jesús es el Hijo que desde la eternidad
recibe la vida del Padre (cf. Jn 5, 26) y que ha venido a los hombres
para hacerles partícipes de este don: « Yo he venido para que tengan vida y la
tengan en abundancia » (Jn 10, 10). Así,
por la palabra, la acción y la persona misma de Jesús se da al hombre la
posibilidad de « conocer » toda la verdad sobre el valor de la vida
humana. De esa « fuente » recibe, en particular, la capacidad de « obrar »
perfectamente esa verdad (cf. Jn 3, 21), es decir, asumir y realizar en
plenitud la responsabilidad de amar y servir, defender y promover la vida
humana. En
efecto, en Cristo se anuncia definitivamente y se da plenamente aquel Evangelio
de la vida que, anticipado ya en la Revelación del Antiguo Testamento y,
más aún, escrito de algún modo en el corazón mismo de cada hombre y mujer,
resuena en cada conciencia « desde el principio », o sea, desde la misma
creación, de modo que, a pesar de los condicionamientos negativos del pecado, también
puede ser conocido por la razón humana en sus aspectos esenciales. Como
dice el Concilio Vaticano II, Cristo « con su presencia y manifestación, con
sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa
resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la
revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con
nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos
resucitar a una vida eterna ».22 30.
Por tanto, con la mirada fija en el Señor Jesús queremos volver a escuchar de
El « las palabras de Dios » (Jn 3, 34) y meditar de nuevo el Evangelio
de la vida. El sentido más profundo y original de esta meditación del
mensaje revelado sobre la vida humana ha sido expuesto por el apóstol Juan, al
comienzo de su Primera Carta: « Lo que existía desde el principio, lo que hemos
oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron
nuestras manos acerca de la Palabra de vida —pues la Vida se manifestó, y
nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que
estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó— lo que hemos visto y oído,
os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros »
(1, 1-3). En
Jesús, « Palabra de vida », se anuncia y comunica la vida divina y eterna.
Gracias a este anuncio y a este don, la vida física y espiritual del hombre,
incluida su etapa terrena, encuentra plenitud de valor y significado: en
efecto, la vida divina y eterna es el fin al que está orientado y llamado el
hombre que vive en este mundo. El Evangelio de la vida abarca así todo
lo que la misma experiencia y la razón humana dicen sobre el valor de la vida,
lo acoge, lo eleva y lo lleva a término. «
Mi fortaleza y mi canción es el Señor. El es mi salvación » (Ex 15,
2): la vida es siempre un bien 31.
En realidad, la plenitud evangélica del mensaje sobre la vida fue ya preparada
en el Antiguo Testamento. Es sobre todo en las vicisitudes del Exodo,
fundamento de la experiencia de fe del Antiguo Testamento, donde Israel
descubre el valor de la vida a los ojos de Dios. Cuando parece ya abocado al
exterminio, porque la amenaza de muerte se extiende a todos sus recién nacidos
varones (cf. Ex 1, 15-22), el Señor se le revela como salvador, capaz de
asegurar un futuro a quien está sin esperanza. Nace así en Israel una clara
conciencia: su vida no está a merced de un faraón que puede usarla con
arbitrio despótico; al contrario, es objeto de un tierno y fuerte amor por
parte de Dios. La
liberación de la esclavitud es el don de una identidad, el reconocimiento de
una dignidad indeleble y el inicio de una historia nueva, en la que van
unidos el descubrimiento de Dios y de sí mismo. La experiencia del Exodo es
original y ejemplar. Israel aprende de ella que, cada vez que es amenazado en
su existencia, sólo tiene que acudir a Dios con confianza renovada para
encontrar en él asistencia eficaz: « Eres mi siervo, Israel. ¡Yo te he formado,
tú eres mi siervo, Israel, yo no te olvido! » (Is 44, 21). De
este modo, mientras Israel reconoce el valor de su propia existencia como
pueblo, avanza también en la percepción del sentido y valor de la vida en
cuanto tal. Es una reflexión que se desarrolla de modo particular en los
libros sapienciales, partiendo de la experiencia cotidiana de la precariedad
de la vida y de la conciencia de las amenazas que la acechan. Ante las
contradicciones de la existencia, la fe está llamada a ofrecer una respuesta. El
problema del dolor acosa sobre todo a la fe y la pone a prueba. ?Cómo no oír el
gemido universal del hombre en la meditación del libro de Job? El inocente
aplastado por el sufrimiento se pregunta comprensiblemente: « ?Para qué dar la
luz a un desdichado, la vida a los que tienen amargada el alma, a los que
ansían la muerte que no llega y excavan en su búsqueda más que por un tesoro? »
(3, 20-21). Pero también en la más densa oscuridad la fe orienta hacia el
reconocimiento confiado y adorador del « misterio »: « Sé que eres
todopoderoso: ningún proyecto te es irrealizable » (Jb 42, 2). Progresivamente
la Revelación lleva a descubrir con mayor claridad el germen de vida inmortal
puesto por el Creador en el corazón de los hombres: « El ha hecho todas las
cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el mundo en sus corazones » (Ecl
3, 11). Este germen de totalidad y plenitud espera manifestarse en el
amor, y realizarse, por don gratuito de Dios, en la participación en su vida
eterna. «
El nombre de Jesús ha restablecido a este hombre » (cf. Hch
3, 16): en la precariedad de la existencia humana Jesús lleva a término el
sentido de la vida 32.
La experiencia del pueblo de la Alianza se repite en la de todos los « pobres »
que encuentran a Jesús de Nazaret. Así como el Dios « amante de la vida » (cf. Sb
11, 26) había confortado a Israel en medio de los peligros, así ahora el
Hijo de Dios anuncia, a cuantos se sienten amenazados e impedidos en su
existencia, que sus vidas también son un bien al cual el amor del Padre da
sentido y valor. «
Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen,
los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva » (Lc 7,
22). Con estas palabras del profeta Isaías (35, 5-6; 61, 1), Jesús presenta el
significado de su propia misión. Así, quienes sufren a causa de una existencia
de algún modo « disminuida », escuchan de El la buena nueva de que Dios
se interesa por ellos, y tienen la certeza de que también su vida es un don
celosamente custodiado en las manos del Padre (cf. Mt 6, 25-34). Los
« pobres » son interpelados particularmente por la predicación y las obras de
Jesús. La multitud de enfermos y marginados, que lo siguen y lo buscan (cf. Mt
4, 23-25), encuentran en su palabra y en sus gestos la revelación del gran
valor que tiene su vida y del fundamento de sus esperanzas de salvación. Lo
mismo sucede en la misión de la Iglesia desde sus comienzos. Ella, que anuncia
a Jesús como aquél que « pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos
por el diablo, porque Dios estaba con él » (Hch 10, 38), es portadora de
un mensaje de salvación que resuena con toda su novedad precisamente en las
situaciones de miseria y pobreza de la vida del hombre. Así hace Pedro en la
curación del tullido, al que ponían todos los días junto a la puerta « Hermosa
» del templo de Jerusalén para pedir limosna: « No tengo plata ni oro; pero lo
que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar » (Hch
3, 6). Por la fe en Jesús, « autor de la vida » (cf. Hch 3, 15), la
vida que yace abandonada y suplicante vuelve a ser consciente de sí misma y de
su plena dignidad. La
palabra y las acciones de Jesús y de su Iglesia no se dirigen sólo a quienes
padecen enfermedad, sufrimiento o diversas formas de marginación social, sino
que conciernen más profundamente al sentido mismo de la vida de cada hombre
en sus dimensiones morales y espirituales. Sólo quien reconoce que su
propia vida está marcada por la enfermedad del pecado, puede redescubrir, en el
encuentro con Jesús Salvador, la verdad y autenticidad de su existencia, según
sus mismas palabras: « No necesitan médico los que están sanos, sino los que
están mal. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores » (Lc
5, 31-32). En
cambio, quien cree que puede asegurar su vida mediante la acumulación de bienes
materiales, como el rico agricultor de la parábola evangélica, en realidad se
engaña. La vida se le está escapando, y muy pronto se verá privado de ella sin
haber logrado percibir su verdadero significado: « ¡Necio! Esta misma noche te
reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ?para quién serán? » (Lc 12,
20). 33.
En la vida misma de Jesús, desde el principio al fin, se da esta singular «
dialéctica » entre la experiencia de la precariedad de la vida humana y la
afirmación de su valor. En efecto, la precariedad marca la vida de Jesús desde
su nacimiento. Ciertamente encuentra acogida en los justos, que se
unieron al « sí » decidido y gozoso de María (cf. Lc 1, 38). Pero también
siente, en seguida, el rechazo de un mundo que se hace hostil y busca al
niño « para matarle » (Mt 2, 13), o que permanece indiferente y
distraído ante el cumplimiento del misterio de esta vida que entra en el mundo:
« no tenían sitio en el alojamiento » (Lc 2, 7). Del contraste entre las
amenazas y las inseguridades, por una parte, y la fuerza del don de Dios, por
otra, brilla con mayor intensidad la gloria que se irradia desde la casa de
Nazaret y del pesebre de Belén: esta vida que nace es salvación para toda la
humanidad (cf. Lc 2, 11). Jesús
asume plenamente las contradicciones y los riesgos de la vida: « siendo rico,
por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza » (2
Cor 8, 9). La pobreza de la que habla Pablo no es sólo despojarse de
privilegios divinos, sino también compartir las condiciones más humildes y
precarias de la vida humana (cf. Flp 2, 6-7). Jesús vive esta pobreza
durante toda su vida, hasta el momento culminante de la cruz: « se humilló a sí
mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó
y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre » (Flp 2, 8-9). Es
precisamente en su muerte donde Jesús revela toda la grandeza y el
valor de la vida, ya que su entrega en la cruz es fuente de vida nueva para
todos los hombres (cf. Jn 12, 32). En este peregrinar en medio de las
contradicciones y en la misma pérdida de la vida, Jesús es guiado por la
certeza de que está en las manos del Padre. Por eso puede decirle en la cruz: «
Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23, 46), esto es, mi vida.
¡Qué grande es el valor de la vida humana si el Hijo de Dios la ha asumido y ha
hecho de ella el lugar donde se realiza la salvación para toda la humanidad! «
Llamados... a reproducir la imagen de su Hijo » (Rm 8,
28-29): la gloria de Dios resplandece en el rostro del hombre 34.
La vida es siempre un bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato de
experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a comprender. ?Por
qué la vida es un bien? La pregunta recorre toda la Biblia, y ya desde sus
primeras páginas encuentra una respuesta eficaz y admirable. La vida que Dios
da al hombre es original y diversa de la de las demás criaturas vivientes, ya
que el hombre, aunque proveniente del polvo de la tierra (cf. Gn 2, 7;
3, 19; Jb 34, 15; Sal 103102, 14; 104103, 29), es manifestación
de Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria (cf. Gn 1,
26-27; Sal 8, 6). Es lo que quiso acentuar también san Ireneo de Lyon
con su célebre definición: « el hombre que vive es la gloria de Dios ».23 Al
hombre se le ha dado una altísima dignidad, que tiene sus raíces en el
vínculo íntimo que lo une a su Creador: en el hombre se refleja la realidad
misma de Dios. Lo
afirma el libro del Génesis en el primer relato de la creación, poniendo al
hombre en el vértice de la actividad creadora de Dios, como su culmen, al
término de un proceso que va desde el caos informe hasta la criatura más
perfecta. Toda la creación está ordenada al hombre y todo se somete a él: «
Henchid la tierra y sometedla; mandad... en todo animal que serpea sobre la
tierra » (1, 28), ordena Dios al hombre y a la mujer. Un mensaje semejante
aparece también en el otro relato de la creación: « Tomó, pues, el Señor Dios
al hombre y le dejó en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase » (Gn
2, 15). Así se reafirma la primacía del hombre sobre las cosas, las cuales
están destinadas a él y confiadas a su responsabilidad, mientras que por ningún
motivo el hombre puede ser sometido a sus semejantes y reducido al rango de
cosa. En
el relato bíblico, la distinción entre el hombre y las demás criaturas se
manifiesta sobre todo en el hecho de que sólo su creación se presenta como
fruto de una especial decisión por parte de Dios, de una deliberación que
establece un vínculo particular y específico con el Creador: « Hagamos
al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra » (Gn 1, 26). La
vida que Dios ofrece al hombre es un don con el que Dios comparte algo
de sí mismo con la criatura. Israel
se peguntará durante mucho tiempo sobre el sentido de este vínculo particular y
específico del hombre con Dios. También el libro del Eclesiástico reconoce que
Dios al crear a los hombres « los revistió de una fuerza como la suya, y los
hizo a su imagen » (17, 3). Con esto el autor sagrado manifiesta no sólo su
dominio sobre el mundo, sino también las facultades espirituales más
características del hombre, como la razón, el discernimiento del bien y del
mal, la voluntad libre: « De saber e inteligencia los llenó, les enseñó el bien
y el mal » (Si 17, 6). La capacidad de conocer la verdad y la
libertad son prerrogativas del hombre en cuanto creado a imagen de su
Creador, el Dios verdadero y justo (cf. Dt 32, 4). Sólo el hombre, entre
todas las criaturas visibles, tiene « capacidad para conocer y amar a su
Creador ».24 La vida que Dios da al hombre es mucho más que un existir en el
tiempo. Es tensión hacia una plenitud de vida, es germen de un existencia
que supera los mismos límites del tiempo: « Porque Dios creó al hombre para
la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza » (Sb 2,
23). 35.
El relato yahvista de la creación expresa también la misma convicción. En
efecto, esta antigua narración habla de un soplo divino que es
infundido en el hombre para que tenga vida: « El Señor Dios formó al hombre
con polvo del suelo, sopló en sus narices un aliento de vida, y resultó el
hombre un ser viviente » (Gn 2, 7). El
origen divino de este espíritu de vida explica la perenne insatisfacción que
acompaña al hombre durante su existencia. Creado por Dios, llevando en sí mismo
una huella indeleble de Dios, el hombre tiende naturalmente a El. Al
experimentar la aspiración profunda de su corazón, todo hombre hace suya la
verdad expresada por san Agustín: « Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en ti ».25 Qué
elocuente es la insatisfacción de la que es víctima la vida del hombre en el
Edén, cuando su única referencia es el mundo vegetal y animal (cf. Gn 2,
20). Sólo la aparición de la mujer, es decir, de un ser que es hueso de sus
huesos y carne de su carne (cf. Gn 2, 23), y en quien vive igualmente el
espíritu de Dios creador, puede satisfacer la exigencia de diálogo
interpersonal que es vital para la existencia humana. En el otro, hombre o
mujer, se refleja Dios mismo, meta definitiva y satisfactoria de toda persona. «
?Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de Adán para que de él te
cuides? », se pregunta el Salmista (Sal 8, 5). Ante la inmensidad del
universo es muy poca cosa, pero precisamente este contraste descubre su
grandeza: « Apenas inferior a los ángeles le hiciste (también se podría
traducir: « apenas inferior a Dios »), coronándole de gloria y de esplendor » (Sal
8, 6). La gloria de Dios resplandece en el rostro del hombre. En él
encuentra el Creador su descanso, como comenta asombrado y conmovido san
Ambrosio: « Finalizó el sexto día y se concluyó la creación del mundo con la
formación de aquella obra maestra que es el hombre, el cual ejerce su dominio
sobre todos los seres vivientes y es como el culmen del universo y la belleza
suprema de todo ser creado. Verdaderamente deberíamos mantener un reverente
silencio, porque el Señor descansó de toda obra en el mundo. Descansó al final
en lo íntimo del hombre, descansó en su mente y en su pensamiento; en efecto,
había creado al hombre dotado de razón, capaz de imitarle, émulo de sus
virtudes, anhelante de las gracias celestes. En estas dotes suyas descansa el
Dios que dijo: "?En quién encontraré reposo, si no es en el humilde y
contrito, que tiembla a mi palabra" (cf. Is 66, 1-2). Doy gracias
al Señor nuestro Dios por haber creado una obra tan maravillosa donde encontrar
su descanso ».26 36.
Lamentablemente, el magnífico proyecto de Dios se oscurece por la irrupción del
pecado en la historia. Con el pecado el hombre se rebela contra el Creador,
acabando por idolatrar a las criaturas: « Cambiaron la verdad de Dios
por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador » (Rm
1, 25). De este modo, el ser humano no sólo desfigura en sí mismo la imagen
de Dios, sino que está tentado de ofenderla también en los demás, sustituyendo
las relaciones de comunión por actitudes de desconfianza, indiferencia,
enemistad, llegando al odio homicida. Cuando no se reconoce a Dios como
Dios, se traiciona el sentido profundo del hombre y se perjudica la
comunión entre los hombres. En
la vida del hombre la imagen de Dios vuelve a resplandecer y se manifiesta en
toda su plenitud con la venida del Hijo de Dios en carne humana: « El es Imagen
de Dios invisible » (Col 1, 15), « resplandor de su gloria e impronta de
su sustancia » (Hb 1, 3). El es la imagen perfecta del Padre. El
proyecto de vida confiado al primer Adán encuentra finalmente su cumplimiento
en Cristo. Mientras la desobediencia de Adán deteriora y desfigura el designio
de Dios sobre la vida del hombre, introduciendo la muerte en el mundo, la
obediencia redentora de Cristo es fuente de gracia que se derrama sobre los
hombres abriendo de par en par a todos las puertas del reino de la vida (cf. Rm
5, 12-21). Afirma el apóstol Pablo: « Fue hecho el primer hombre, Adán,
alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida » (1 Cor 15, 45). La
plenitud de la vida se da a cuantos aceptan seguir a Cristo. En ellos la imagen
divina es restaurada, renovada y llevada a perfección. Este es el designio de
Dios sobre los seres humanos: que « reproduzcan la imagen de su Hijo » (Rm 8,
29). Sólo así, con el esplendor de esta imagen, el hombre puede ser liberado de
la esclavitud de la idolatría, puede reconstruir la fraternidad rota y
reencontrar su propia identidad. «
Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás » (Jn 11,
26): el don de la vida eterna 37.
La vida que el Hijo de Dios ha venido a dar a los hombres no se reduce a la
mera existencia en el tiempo. La vida, que desde siempre está « en él » y es «
la luz de los hombres » (Jn 1, 4), consiste en ser engendrados por
Dios y participar de la plenitud de su amor: « A todos los que lo
recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su
nombre; el cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de
hombre, sino que nació de Dios » (Jn 1, 12-13). A
veces Jesús llama esta vida, que El ha venido a dar, simplemente así: « la vida
»; y presenta la generación por parte de Dios como condición necesaria para
poder alcanzar el fin para el cual Dios ha creado al hombre: « El que no nazca
de lo alto no puede ver el Reino de Dios » (Jn 3, 3). El don de esta
vida es el objetivo específico de la misión de Jesús: él « es el que baja del
cielo y da la vida al mundo » (Jn 6, 33), de modo que puede afirmar con
toda verdad: « El que me siga... tendrá la luz de la vida » (Jn 8, 12). Otras
veces Jesús habla de « vida eterna », donde el adjetivo no se refiere sólo a
una perspectiva supratemporal. « Eterna » es la vida que Jesús promete y da,
porque es participación plena de la vida del « Eterno ». Todo el que cree en
Jesús y entra en comunión con El tiene la vida eterna (cf. Jn 3, 15; 6,
40), ya que escucha de El las únicas palabras que revelan e infunden plenitud
de vida en su existencia; son las « palabras de vida eterna » que Pedro
reconoce en su confesión de fe: « Señor, ?a quién vamos a ir? Tú tienes
palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de
Dios » (Jn 6, 68-69). Jesús mismo explica después en qué consiste la
vida eterna, dirigiéndose al Padre en la gran oración sacerdotal: « Esta es la
vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has
enviado, Jesucristo » (Jn 17, 3). Conocer a Dios y a su Hijo es acoger
el misterio de la comunión de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en
la propia vida, que ya desde ahora se abre a la vida eterna por la participación
en la vida divina. 38.
Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los
hijos de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan
necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos
viene de Dios en Cristo. El creyente hace suyas las palabras del apóstol Juan:
« Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo
somos!... Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que
seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le
veremos tal cual es » (1 Jn 3, 1-2). Así
alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo
está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a
su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la luz de esta
verdad san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: « el hombre que
vive » es « gloria de Dios », pero « la vida del hombre consiste en la visión
de Dios ».27 De
aquí derivan unas consecuencias inmediatas para la vida humana en su misma condición
terrena, en la que ya ha germinado y está creciendo la vida eterna. Si el
hombre ama instintivamente la vida porque es un bien, este amor encuentra
ulterior motivación y fuerza, nueva extensión y profundidad en las dimensiones
divinas de este bien. En esta perspectiva, el amor que todo ser humano tiene
por la vida no se reduce a la simple búsqueda de un espacio donde pueda
realizarse a sí mismo y entrar en relación con los demás, sino que se desarrolla
en la gozosa conciencia de poder hacer de la propia existencia el « lugar » de
la manifestación de Dios, del encuentro y de la comunión con El. La vida que
Jesús nos da no disminuye nuestra existencia en el tiempo, sino que la asume y
conduce a su destino último: « Yo soy la resurrección y la vida...; todo el que
vive y cree en mí, no morirá jamás » (Jn 11, 25.26). «
A cada uno pediré cuentas de la vida de su hermano » (Gn 9,
5): veneración y amor por la vida de todos 39.
La vida del hombre proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta,
participación de su soplo vital. Por tanto, Dios es el único señor de esta
vida: el hombre no puede disponer de ella. Dios mismo lo afirma a Noé
después del diluvio: « Os prometo reclamar vuestra propia sangre: la reclamaré
a todo animal y al hombre: a todos y a cada uno reclamaré el alma humana » (Gn
9, 5). El texto bíblico se preocupa de subrayar cómo la sacralidad de la
vida tiene su fundamento en Dios y en su acción creadora: « Porque a imagen de
Dios hizo El al hombre » (Gn 9, 6). La
vida y la muerte del hombre están, pues, en las manos de Dios, en su poder: «
El, que tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne
de hombre », exclama Job (12, 10). « El Señor da muerte y vida, hace bajar al
Seol y retornar » (1 S 2, 6). Sólo El puede decir: « Yo doy la muerte y
doy la vida » (Dt 32, 39). Sin
embargo, Dios no ejerce este poder como voluntad amenazante, sino como cuidado
y solicitud amorosa hacia sus criaturas. Si es cierto que la vida del
hombre está en las manos de Dios, no lo es menos que sus manos son cariñosas
como las de una madre que acoge, alimenta y cuida a su niño: « Mantengo mi alma
en paz y silencio como niño destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño
destetado está mi alma en mí! » (Sal 131130,
2; cf. Is 49, 15; 66, 12-13; Os 11, 4). Así Israel
ve en las vicisitudes de los pueblos y en la suerte de los individuos no el
fruto de una mera casualidad o de un destino ciego, sino el resultado de un
designio de amor con el que Dios concentra todas las potencialidades de vida y
se opone a las fuerzas de muerte que nacen del pecado: « No fue Dios quien hizo
la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó
para que subsistiera » (Sb 1, 13-14). 40.
De la sacralidad de la vida deriva su carácter inviolable, inscrito desde el
principio en el corazón del hombre, en su conciencia. La pregunta « ?Qué
has hecho? » (Gn 4, 10), con la que Dios se dirige a Caín después de que
éste hubiera matado a su hermano Abel, presenta la experiencia de cada hombre:
en lo profundo de su conciencia siempre es llamado a respetar el carácter
inviolable de la vida —la suya y la de los demás—, como realidad que no le
pertenece, porque es propiedad y don de Dios Creador y Padre. El
mandamiento relativo al carácter inviolable de la vida humana ocupa el
centro de las « diez palabras » de la alianza del Sinaí (cf. Ex 34,
28). Prohíbe, ante todo, el homicidio: « No matarás » (Ex 20, 13); « No
quites la vida al inocente y justo » (Ex 23, 7); pero también condena
—como se explicita en la legislación posterior de Israel— cualquier daño
causado a otro (cf. Ex 21, 12-27). Ciertamente, se debe reconocer que en
el Antiguo Testamento esta sensibilidad por el valor de la vida, aunque ya muy
marcada, no alcanza todavía la delicadeza del Sermón de la Montaña, como se
puede ver en algunos aspectos de la legislación entonces vigente, que
establecía penas corporales no leves e incluso la pena de muerte. Pero el
mensaje global, que corresponde al Nuevo Testamento llevar a perfección, es una
fuerte llamada a respetar el carácter inviolable de la vida física y la
integridad personal, y tiene su culmen en el mandamiento positivo que obliga a
hacerse cargo del prójimo como de sí mismo: « Amarás a tu prójimo como a ti
mismo » (Lv 19, 18). 41.
El mandamiento « no matarás », incluido y profundizado en el precepto positivo
del amor al prójimo, es confirmado por el Señor Jesús en toda su validez. Al
joven rico que le pregunta: « Maestro, ?qué he de hacer de bueno para conseguir
vida eterna? », responde: « Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos » (Mt 19, 16.17). Y cita, como primero, el « no matarás »
(v. 18). En el Sermón de la Montaña, Jesús exige de los discípulos una justicia
superior a la de los escribas y fariseos también en el campo del respeto a
la vida: « Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que
mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice
contra su hermano, será reo ante el tribunal » (Mt 5, 21-22). Jesús
explicita posteriormente con su palabra y sus obras las exigencias positivas
del mandamiento sobre el carácter inviolable de la vida. Estas estaban ya
presentes en el Antiguo Testamento, cuya legislación se preocupaba de
garantizar y salvaguardar a las personas en situaciones de vida débil y
amenazada: el extranjero, la viuda, el huérfano, el enfermo, el pobre en
general, la vida misma antes del nacimiento (cf. Ex 21, 22; 22, 20-26).
Con Jesús estas exigencias positivas adquieren vigor e impulso nuevos y se
manifiestan en toda su amplitud y profundidad: van desde cuidar la vida del hermano
(familiar, perteneciente al mismo pueblo, extranjero que vive en la tierra
de Israel), a hacerse cargo delforastero, hasta amar al enemigo. No
existe el forastero para quien debe hacerse prójimo del necesitado,
incluso asumiendo la responsabilidad de su vida, como enseña de modo elocuente
e incisivo la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37). También
el enemigo deja de serlo para quien está obligado a amarlo (cf. Mt 5,
38-48; Lc 6, 27-35) y « hacerle el bien » (cf. Lc 6, 27.33.35),
socorriendo las necesidades de su vida con prontitud y sentido de gratuidad
(cf. Lc 6, 34-35). Culmen de este amor es la oración por el enemigo,
mediante la cual sintonizamos con el amor providente de Dios: « Pues yo os
digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis
hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y
llover sobre justos e injustos » (Mt 5, 44-45; cf. Lc 6, 28.35). De
este modo, el mandamiento de Dios para salvaguardar la vida del hombre tiene su
aspecto más profundo en la exigencia de veneración y amor hacia cada
persona y su vida. Esta es la enseñanza que el apóstol Pablo, haciéndose eco de
la palabra de Jesús (cf. Mt 19, 17-18), dirige a los cristianos de Roma:
« En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y
todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por
tanto, la ley en su plenitud » (Rm 13, 9-10). «
Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla » (Gn 1,
28): responsabilidades del hombre ante la vida 42.
Defender y promover, respetar y amar la vida es una tarea que Dios confía a
cada hombre, llamándolo, como imagen palpitante suya, a participar de la
soberanía que El tiene sobre el mundo: « Y Dios los bendijo, y les dijo Dios:
"Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla; mandad en
los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre
la tierra" » (Gn 1, 28). El
texto bíblico evidencia la amplitud y profundidad de la soberanía que Dios da
al hombre. Se trata, sobre todo, del dominio sobre la tierra y sobre cada
ser vivo, como recuerda el libro de la Sabiduría: « Dios de los Padres,
Señor de la misericordia... con tu Sabiduría formaste al hombre para que
dominase sobre los seres por ti creados, y administrase el mundo con santidad y
justicia » (9, 1.2-3). También el Salmista exalta el dominio del hombre como
signo de la gloria y del honor recibidos del Creador: « Le hiciste señor de las
obras de tus manos, todo fue puesto por ti bajo sus pies: ovejas y bueyes,
todos juntos, y aun las bestias del campo, y las aves del cielo, y los peces
del mar, que surcan las sendas de las aguas » (Sal 8, 7-9). El
hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín del mundo (cf. Gn 2,
15), tiene una responsabilidad específica sobre elambiente de vida, o sea,
sobre la creación que Dios puso al servicio de su dignidad personal, de su
vida: respecto no sólo al presente, sino también a las generaciones futuras. Es
la cuestión ecológica —desde la preservación del « habitat » natural de
las diversas especies animales y formas de vida, hasta la « ecología humana »
propiamente dicha28— que encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte
indicación ética para una solución respetuosa del gran bien de la vida, de toda
vida. En realidad, « el dominio confiado al hombre por el Creador no es un
poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de "usar y abusar", o
de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el
mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición
de "comer del fruto del árbol" (cf. Gn 2, 16-17), muestra
claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a las leyes no
sólo biológicas sino también morales, cuya transgresión no queda impune ».29 43.
Una cierta participación del hombre en la soberanía de Dios se manifiesta
también en la responsabilidad específica que le es confiada en
relación con la vida propiamente humana. Es una responsabilidad que alcanza
su vértice en el don de la vidamediante la procreación por parte del
hombre y la mujer en el matrimonio, como nos recuerda el Concilio Vaticano II:
« El mismo Dios, que dijo « no es bueno que el hombre esté solo » (Gn 2,
18) y que « hizo desde el principio al hombre, varón y mujer » (Mt 19,
4), queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra
creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: « Creced y multiplicaos » (Gn
1, 28) ».30 Hablando
de una « cierta participación especial » del hombre y de la mujer en la « obra
creadora » de Dios, el Concilio quiere destacar cómo la generación de un hijo
es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto
implica a los cónyuges que forman « una sola carne » (Gn 2, 24) y
también a Dios mismo que se hace presente. Como he escrito en la Carta a las
Familias, « cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre,
éste trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo: en
la biología de la generación está inscrita la genealogía de la persona. Al
afirmar que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en
la concepción y generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al
aspecto biológico; queremos subrayar más bien que en la paternidad y
maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo
está en cualquier otra generación "sobre la tierra". En efecto,
solamente de Dios puede provenir aquella "imagen y semejanza", propia
del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por
consiguiente, la continuación de la creación ».31 Esto
lo enseña, con lenguaje inmediato y elocuente, el texto sagrado refiriendo la
exclamación gozosa de la primera mujer, « la madre de todos los vivientes » (Gn
3, 20). Consciente de la intervención de Dios, Eva dice: « He adquirido un
varón con el favor del Señor » (Gn 4, 1). Por tanto, en la procreación,
al comunicar los padres la vida al hijo, se transmite la imagen y la semejanza
de Dios mismo, por la creación del alma inmortal.32 En este sentido se expresa
el comienzo del « libro de la genealogía de Adán »: « El día en que Dios creó a
Adán, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo, y los
llamó "Hombre" en el día de su creación. Tenía Adán ciento treinta
años cuando engendró un hijo a su semejanza, según su imagen, a quien puso por
nombre Set » (Gn 5, 1-3). Precisamente en esta función suya como
colaboradores de Dios que transmiten su imagen a la nueva criatura, está
la grandeza de los esposos dispuestos « a cooperar con el amor del Creador y
Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día
más ».33 En este sentido el obispo Anfiloquio exaltaba el « matrimonio santo,
elegido y elevado por encima de todos los dones terrenos » como « generador de
la humanidad, artífice de imágenes de Dios ».34 Así,
el hombre y la mujer unidos en matrimonio son asociados a una obra divina:
mediante el acto de la procreación, se acoge el don de Dios y se abre al futuro
una nueva vida. Sin
embargo, más allá de la misión específica de los padres, el deber de acoger
y servir la vida incumbe a todos y ha de manifestarse principalmente con la
vida que se encuentra en condiciones de mayor debilidad. Es el mismo Cristo
quien nos lo recuerda, pidiendo ser amado y servido en los hermanos probados
por cualquier tipo de sufrimiento: hambrientos, sedientos, forasteros,
desnudos, enfermos, encarcelados... Todo lo que se hace a uno de ellos se hace
a Cristo mismo (cf. Mt 25, 31-46). «
Porque tú mis vísceras has formado » (Sal 139 138, 13): la
dignidad del niño aún no nacido 44.
La vida humana se encuentra en una situación muy precaria cuando viene al mundo
y cuando sale del tiempo para llegar a la eternidad. Están muy presentes en la
Palabra de Dios —sobre todo en relación con la existencia marcada por la
enfermedad y la vejez— las exhortaciones al cuidado y al respeto. Si faltan
llamadas directas y explícitas a salvaguardar la vida humana en sus orígenes,
especialmente la vida aún no nacida, como también la que está cercana a su fin,
ello se explica fácilmente por el hecho de que la sola posibilidad de ofender,
agredir o, incluso, negar la vida en estas condiciones se sale del horizonte
religioso y cultural del pueblo de Dios. En
el Antiguo Testamento la esterilidad es temida como una maldición, mientras que
la prole numerosa es considerada como una bendición: « La herencia del Señor
son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas » (Sal 127126, 3; cf.
Sal 128127, 3-4). Influye también en esta convicción la conciencia que
tiene Israel de ser el pueblo de la Alianza, llamado a multiplicarse según la
promesa hecha a Abraham: « Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes
contarlas... así será tu descendencia » (Gn 5, 15). Pero es sobre todo
palpable la certeza de que la vida transmitida por los padres tiene su origen
en Dios, como atestiguan tantas páginas bíblicas que con respeto y amor hablan
de la concepción, de la formación de la vida en el seno materno, del nacimiento
y del estrecho vínculo que hay entre el momento inicial de la existencia y la
acción del Dios Creador. «
Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que
nacieses, te tenía consagrado » (Jr 1, 5): la existencia de cada
individuo, desde su origen, está en el designio divino. Job, desde lo
profundo de su dolor, se detiene a contemplar la obra de Dios en la formación
milagrosa de su cuerpo en el seno materno, encontrando en ello un motivo de
confianza y manifestando la certeza de la existencia de un proyecto divino
sobre su vida: « Tus manos me formaron, me plasmaron, y luego, en arrebato, me
quieres destruir! Recuerda que me hiciste como se amasa el barro, y que al
polvo has de devolverme. ?No me vertiste como leche y me cuajaste como queso?
De piel y de carne me vestiste y me tejiste de huesos y de nervios. Luego con
la vida me agraciaste y tu solicitud cuidó mi aliento » (10, 8-12). Acentos de
reverente estupor ante la intervención de Dios sobre la vida en formación
resuenan también en los Salmos.35 ?Cómo
se puede pensar que uno solo de los momentos de este maravilloso proceso de
formación de la vida pueda ser sustraído de la sabia y amorosa acción del
Creador y dejado a merced del arbitrio del hombre? Ciertamente no lo pensó así
la madre de los siete hermanos, que profesó su fe en Dios, principio y garantía
de la vida desde su concepción, y al mismo tiempo fundamento de la esperanza en
la nueva vida más allá de la muerte: « Yo no sé cómo aparecisteis en mis
entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé
yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al
hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá
el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros
mismos a causa de sus leyes » (2 M 7, 22-23). 45.
La revelación del Nuevo Testamento confirma elreconocimiento indiscutible
del valor de la vida desde sus comienzos. La exaltación de la fecundidad y
la espera diligente de la vida resuenan en las palabras con las que Isabel se
alegra por su embarazo: « El Señor... se dignó quitar mi oprobio entre los
hombres » (Lc 1, 25). El valor de la persona desde su concepción es
celebrado más vivamente aún en el encuentro entre la Virgen María e Isabel, y
entre los dos niños que llevan en su seno. Son precisamente ellos, los niños,
quienes revelan la llegada de la era mesiánica: en su encuentro comienza a
actuar la fuerza redentora de la presencia del Hijo de Dios entre los hombres.
« Bien pronto —escribe san Ambrosio— se manifiestan los beneficios de la
llegada de María y de la presencia del Señor... Isabel fue la primera en oír la
voz, pero Juan fue el primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó
según las facultades de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró a causa
del misterio. Isabel sintió la proximidad de María, Juan la del Señor; la mujer
oyó la salutación de la mujer, el hijo sintió la presencia del Hijo; ellas
proclaman la gracia, ellos, viviéndola interiormente, logran que sus madres se
aprovechen de este don hasta tal punto que, con un doble milagro, ambas
empiezan a profetizar por inspiración de sus propios hijos. El niño saltó de
gozo y la madre fue llena del Espíritu Santo, pero no fue enriquecida la madre
antes que el hijo, sino que, después que fue repleto el hijo, quedó también
colmada la madre ».36 «
¡Tengo fe, aún cuando digo: "Muy desdichado soy"! » (Sal
116115, 10): la vida en la vejez y en el sufrimiento 46.
También en lo relativo a los últimos momentos de la existencia, sería
anacrónico esperar de la revelación bíblica una referencia expresa a la
problemática actual del respeto de las personas ancianas y enfermas, y una
condena explícita de los intentos de anticipar violentamente su fin. En efecto,
estamos en un contexto cultural y religioso que no está afectado por estas
tentaciones, sino que, en lo concerniente al anciano, reconoce en su sabiduría
y experiencia una riqueza insustituible para la familia y la sociedad. La
vejez está marcada por el prestigio y rodeada de veneración (cf. 2
M 6, 23). El justo no pide ser privado de la ancianidad y de su peso, al
contrario, reza así: « Pues tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza desde mi
juventud... Y ahora que llega la vejez y las canas, ¡oh Dios, no me abandones!,
para que anuncie yo tu brazo a todas las edades venideras » (Sal 7170,
5.18). El tiempo mesiánico ideal es presentado como aquél en el que « no habrá
jamás... viejo que no llene sus días » (Is 65, 20). Sin
embargo, ?cómo afrontar en la vejez el declive inevitable de la vida? ?Qué
actitud tomar ante la muerte? El creyente sabe que su vida está en las manos de
Dios: « Señor, en tus manos está mi vida » (cf. Sal 1615, 5), y que
de El acepta también el morir: « Esta sentencia viene del Señor sobre toda
carne, ?por qué desaprobar el agrado del Altísimo? » (Si 41, 4). El
hombre, que no es dueño de la vida, tampoco lo es de la muerte; en su vida,
como en su muerte, debe confiarse totalmente al « agrado del Altísimo », a su
designio de amor. Incluso
en el momento de la enfermedad, el hombre está llamado a vivir con la
misma seguridad en el Señor y a renovar su confianza fundamental en El, que «
cura todas las enfermedades » (cf. Sal 103102, 3). Cuando parece que
toda expectativa de curación se cierra ante el hombre —hasta moverlo a gritar:
« Mis días son como la sombra que declina, y yo me seco como el heno » (Sal 102101,
12)—, también entonces el creyente está animado por la fe inquebrantable en el
poder vivificante de Dios. La enfermedad no lo empuja a la desesperación y a la
búsqueda de la muerte, sino a la invocación llena de esperanza: « ¡Tengo fe,
aún cuando digo: "Muy desdichado soy"! » (Sal 116115, 10); «
Señor, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has sacado, Señor, mi alma del
Seol, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa » (Sal 3029,
3-4). 47.
La misión de Jesús, con las numerosas curaciones realizadas, manifiesta cómo
Dios se preocupa también de la vida corporal del hombre. « Médico de la
carne y del espíritu »,37 Jesús fue enviado por el Padre a anunciar la buena
nueva a los pobres y a sanar los corazones quebrantados (cf. Lc 4, 18; Is
61, 1). Al enviar después a sus discípulos por el mundo, les confía una
misión en la que la curación de los enfermos acompaña al anuncio del Evangelio:
« Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos,
resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios » (Mt 10, 7-8;
cf. Mc 6, 13; 16, 18). Ciertamente,
la vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto para
el creyente, sino que se le puede pedir que la ofrezca por un bien superior;
como dice Jesús, « quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda
su vida por mí y por el Evangelio, la salvará » (Mc 8, 35). A este
propósito, los testimonios del Nuevo Testamento son diversos. Jesús no vacila
en sacrificarse a sí mismo y, libremente, hace de su vida una ofrenda al Padre
(cf. Jn 10, 17) y a los suyos (cf. Jn 10, 15). También la muerte
de Juan el Bautista, precursor del Salvador, manifiesta que la existencia
terrena no es un bien absoluto; es más importante la fidelidad a la palabra del
Señor, aunque pueda poner en peligro la vida (cf. Mc 6, 17-29). Y
Esteban, mientras era privado de la vida temporal por testimoniar fielmente la
resurrección del Señor, sigue las huellas del Maestro y responde a quienes le
apedrean con palabras de perdón (cf. Hch 7, 59-60), abriendo el camino a
innumerables mártires, venerados por la Iglesia desde su comienzo. Sin
embargo, ningún hombre puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir. En
efecto, sólo es dueño absoluto de esta decisión el Creador, en quien « vivimos,
nos movemos y existimos » (Hch 17, 28). «
Todos los que la guardan alcanzarán la vida » (Ba 4,
1): de la Ley del Sinaí al don del Espíritu 48.
La vida lleva escrita en sí misma de un modo indeleble su verdad. El
hombre, acogiendo el don de Dios, debe comprometerse a mantener la vida en
esta verdad, que le es esencial. Distanciarse de ella equivale a condenarse
a sí mismo a la falta de sentido y a la infelicidad, con la consecuencia de
poder ser también una amenaza para la existencia de los demás, una vez rotas
las barreras que garantizan el respeto y la defensa de la vida en cada
situación. La
verdad de la vida es revelada por el mandamiento de Dios. La
palabra del Señor indica concretamente qué dirección debe seguir la vida para
poder respetar su propia verdad y salvaguardar su propia dignidad. No sólo el
específico mandamiento « no matarás » (Ex 20, 13; Dt 5, 17)
asegura la protección de la vida, sino que toda la Ley del Señor está al
servicio de esta protección, porque revela aquella verdad en la que la vida
encuentra su pleno significado. Por
tanto, no sorprende que la Alianza de Dios con su pueblo esté tan fuertemente
ligada a la perspectiva de la vida, incluso en su dimensión corpórea. El mandamiento
se presenta en ella como camino de vida: « Yo pongo hoy ante ti vida
y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos del Señor tu Dios
que yo te prescribo hoy, si amas al Señor tu Dios, si sigues sus caminos y
guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; el
Señor tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en
posesión » (Dt 30, 15-16). Está en juego no sólo la tierra de Canaán y
la existencia del pueblo de Israel, sino el mundo de hoy y del futuro, así como
la existencia de toda la humanidad. En efecto, es absolutamente imposible que
la vida se conserve auténtica y plena alejándose del bien; y, a su vez, el bien
está esencialmente vinculado a los mandamientos del Señor, es decir, a la « ley
de vida » (Si 17, 9). El bien que hay que cumplir no se superpone a la
vida como un peso que carga sobre ella, ya que la razón misma de la vida es
precisamente el bien, y la vida se realiza sólo mediante el cumplimiento del
bien. El
conjunto de la Ley es, pues, lo que salvaguarda plenamente la vida del
hombre. Esto explica lo difícil que es mantenerse fiel al « no matarás » cuando
no se observan las otras « palabras de vida » (Hch 7, 38), relacionadas
con este mandamiento. Fuera de este horizonte, el mandamiento acaba por
convertirse en una simple obligación extrínseca, de la que muy pronto se
querrán ver límites y se buscarán atenuaciones o excepciones. Sólo si nos
abrimos a la plenitud de la verdad sobre Dios, el hombre y la historia, la
palabra « no matarás » volverá a brillar como un bien para el hombre en todas
sus dimensiones y relaciones. En este sentido podemos comprender la plenitud de
la verdad contenida en el pasaje del libro del Deuteronomio, citado por Jesús
en su respuesta a la primera tentación: « No sólo de pan vive el hombre,
sino... de todo lo que sale de la boca del Señor » (8, 3; cf. Mt 4, 4). Sólo
escuchando la palabra del Señor el hombre puede vivir con dignidad y justicia;
observando la Ley de Dios el hombre puede dar frutos de vida y felicidad: «
todos los que la guardan alcanzarán la vida, mas los que la abandonan morirán »
(Ba 4, 1). 49.
La historia de Israel muestra lo difícil que es mantener la fidelidad a la
ley de la vida, que Dios ha inscrito en el corazón de los hombres y ha
entregado en el Sinaí al pueblo de la Alianza. Ante la búsqueda de proyectos de
vida alternativos al plan de Dios, los Profetas reivindican con fuerza que sólo
el Señor es la fuente auténtica de la vida. Así escribe Jeremías: « Doble mal
ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse
cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen » (2, 13). Los
Profetas señalan con el dedo acusador a quienes desprecian la vida y violan los
derechos de las personas: « Pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los
débiles » (Am 2, 7); « Han llenado este lugar de sangre de inocentes » (Jr
19, 4). Entre ellos el profeta Ezequiel censura varias veces a la ciudad de
Jerusalén, llamándola « la ciudad sanguinaria » (22, 2; 24, 6.9), « ciudad que
derramas sangre en medio de ti » (22, 3). Pero
los Profetas, mientras denuncian las ofensas contra la vida, se preocupan sobre
todo de suscitar la espera de un nuevo principio de vida, capaz de
fundar una nueva relación con Dios y con los hermanos abriendo posibilidades
inéditas y extraordinarias para comprender y realizar todas las exigencias
propias del Evangelio de la vida. Esto será posible únicamente gracias
al don de Dios, que purifica y renueva: « Os rociaré con agua pura y quedaréis
purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré.
Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo » (Ez 36,
25-26; cf. Jr 31, 31-34). Gracias a este « corazón nuevo » se puede
comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un
don que se realiza al darse. Este es el mensaje esclarecedor que sobre el
valor de la vida nos da la figura del Siervo del Señor: « Si se da a sí mismo
en expiación, verá descendencia, alargará sus días... Por las fatigas de su
alma, verá luz » (Is 53, 10.11). En
Jesús de Nazaret se cumple la Ley y se da un corazón nuevo mediante su
Espíritu. En efecto, Jesús no reniega de la Ley, sino que la lleva a su
cumplimiento (cf. Mt 5, 17): la Ley y los Profetas se resumen en la
regla de oro del amor recíproco (cf. Mt 7, 12). En El la Ley se hace
definitivamente « evangelio », buena noticia de la soberanía de Dios sobre el
mundo, que reconduce toda la existencia a sus raíces y a sus perspectivas
originarias. Es la Ley Nueva, « la ley del espíritu que da la vida en
Cristo Jesús » (Rm 8, 2), cuya expresión fundamental, a semejanza del
Señor que da la vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13), es el don de sí
mismo en el amor a los hermanos: « Nosotros sabemos que hemos pasado de la
muerte al vida, porque amamos a los hermanos » (1 Jn 3, 14). Es ley de
libertad, de alegría y de bienaventuranza. «
Mirarán al que atravesaron » (Jn 19, 37): en el árbol
de la Cruz se cumple el Evangelio de la vida 50.
Al final de este capítulo, en el que hemos meditado el mensaje cristiano sobre
la vida, quisiera detenerme con cada uno de vosotros a contemplar a Aquél
que atravesaron y que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 19, 37; 12,
32). Mirando « el espectáculo » de la cruz (cf. Lc 23, 48) podremos
descubrir en este árbol glorioso el cumplimiento y la plena revelación de todo
el Evangelio de la vida. En
las primeras horas de la tarde del viernes santo, « al eclipsarse el sol, hubo
oscuridad sobre toda la tierra... El velo del Santuario se rasgó por medio » (Lc
23, 44.45). Es símbolo de una gran alteración cósmica y de una inmensa
lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y la
muerte. Hoy nosotros nos encontramos también en medio de una lucha dramática
entre la « cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ». Sin embargo,
esta oscuridad no eclipsa el resplandor de la Cruz; al contrario, resalta aún
más nítida y luminosa y se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la
historia y de cada vida humana. Jesús
es clavado en la cruz y elevado sobre la tierra. Vive el momento de su máxima «
impotencia », y su vida parece abandonada totalmente al escarnio de sus
adversarios y en manos de sus asesinos: es ridiculizado, insultado, ultrajado
(cf. Mc 15, 24-36). Sin embargo, ante todo esto el centurión romano,
viendo « que había expirado de esa manera », exclama: « Verdaderamente este
hombre era Hijo de Dios » (Mc 15, 39). Así, en el momento de su
debilidad extrema se revela la identidad del Hijo de Dios: ¡en la Cruz se
manifiesta su gloria! Con
su muerte, Jesús ilumina el sentido de la vida y de la muerte de todo ser
humano. Antes de morir, Jesús ora al Padre implorando el perdón para sus
perseguidores (cf. Lc 23, 34) y dice al malhechor que le pide que se
acuerde de él en su reino: « Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso »
(Lc 23, 43). Después de su muerte « se abrieron los sepulcros, y muchos
cuerpos de santos difuntos resucitaron » (Mt 27, 52). La salvación
realizada por Jesús es don de vida y de resurrección. A lo largo de su
existencia, Jesús había dado también la salvación sanando y haciendo el bien a
todos (cf. Hch 10, 38). Pero los milagros, las curaciones y las mismas
resurrecciones eran signo de otra salvación, consistente en el perdón de los
pecados, es decir, en liberar al hombre de su enfermedad más profunda, elevándolo
a la vida misma de Dios. En
la Cruz se renueva y realiza en su plena y definitiva perfección el prodigio de
la serpiente levantada por Moisés en el desierto (cf. Jn 3, 14-15; Nm
21, 8-9). También hoy, dirigiendo la mirada a Aquél que atravesaron, todo hombre
amenazado en su existencia encuentra la esperanza segura de liberación y
redención. 51.
Existe todavía otro hecho concreto que llama mi atención y me hace meditar con
emoción: « Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: "Todo está cumplido".
E inclinando la cabeza entregó el espíritu ». (Jn 19, 30). Y el soldado
romano « le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua
» (Jn 19, 34). Todo
ha alcanzado ya su pleno cumplimiento. La « entrega del espíritu » presenta la
muerte de Jesús semejante a la de cualquier otro ser humano, pero parece aludir
también al « don del Espíritu », con el que nos rescata de la muerte y nos abre
a una vida nueva. El
hombre participa de la misma vida de Dios. Es la vida que, mediante los
sacramentos de la Iglesia —de los que son símbolo la sangre y el agua manados
del costado de Cristo—, se comunica continuamente a los hijos de Dios,
constituidos así como pueblo de la nueva alianza. De la Cruz, fuente de
vida, nace y se propaga el « pueblo de la vida ». La
contemplación de la Cruz nos lleva, de este modo, a las raíces más profundas de
cuanto ha sucedido. Jesús, que entrando en el mundo había dicho: « He aquí que
vengo, Señor, a hacer tu voluntad » (cf. Hb 10, 9), se hizo en todo
obediente al Padre y, « habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los
amó hasta el extremo » (Jn 13, 1), se entregó a sí mismo por ellos. El,
que no había « venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate
por muchos » (Mc 10, 45), alcanza en la Cruz la plenitud del amor. «
Nadie tiene mayor amor, que el que da su vida por sus amigos » (Jn 15,
13). Y El murió por nosotros siendo todavía nosotros pecadores (cf. Rm 5,
8). De
este modo proclama que la vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud
cuando se entrega. En
este punto la meditación se hace alabanza y agradecimiento y, al mismo tiempo,
nos invita a imitar a Jesús y a seguir sus huellas (cf. 1 P 2, 21). También
nosotros estamos llamados a dar nuestra vida por los hermanos, realizando de
este modo en plenitud de verdad el sentido y el destino de nuestra existencia. Lo
podremos hacer porque Tú, Señor, nos has dado ejemplo y nos has comunicado la
fuerza de tu Espíritu. Lo podremos hacer si cada día, contigo y como Tú, somos
obedientes al Padre y cumplimos su voluntad. Por
ello, concédenos escuchar con corazón dócil y generoso toda palabra que sale de
la boca de Dios. Así aprenderemos no sólo a « no matar » la vida del hombre,
sino a venerarla, amarla y promoverla. CAPITULO III
NO MATARAS «
Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt
19, 17): Evangelio y mandamiento 52.
« En esto se le acercó uno y le dijo: "Maestro, ?qué he de hacer de bueno
para conseguir vida eterna?" » (Mt 19, 16). Jesús responde: « Si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt 19, 17). El
Maestro habla de la vida eterna, es decir, de la participación en la vida misma
de Dios. A esta vida se llega por la observancia de los mandamientos del Señor,
incluido también el mandamiento « no matarás ». Precisamente éste es el primer
precepto del Decálogo que Jesús recuerda al joven que pregunta qué mandamientos
debe observar: « Jesús dijo: "No matarás, no cometerás adulterio, no
robarás..." » (Mt 19, 18). El
mandamiento de Dios no está nunca separado de su amor; es siempre
un don para el crecimiento y la alegría del hombre. Como tal, constituye un
aspecto esencial y un elemento irrenunciable del Evangelio, más aún, es
presentado como « evangelio », esto es, buena y gozosa noticia. También el Evangelio
de la vida es un gran don de Dios y, al mismo tiempo, una tarea que
compromete al hombre. Suscita asombro y gratitud en la persona libre, y
requiere ser aceptado, observado y estimado con gran responsabilidad: al darle
la vida, Dios exige al hombre que la ame, la respete y la promueva. De
este modo, el don se hace mandamiento, y el mandamiento mismo es un
don. El
hombre, imagen viva de Dios, es querido por su Creador como rey y señor. « Dios
creó al hombre —escribe san Gregorio de Nisa— de modo tal que pudiera
desempeñar su función de rey de la tierra... El hombre fue creado a imagen de
Aquél que gobierna el universo. Todo demuestra que, desde el principio, su
naturaleza está marcada por la realeza... También el hombre es rey. Creado para
dominar el mundo, recibió la semejanza con el rey universal, es la imagen viva
que participa con su dignidad en la perfección del modelo divino ».38 Llamado a
ser fecundo y a multiplicarse, a someter la tierra y a dominar sobre todos los
seres inferiores a él (cf. Gn 1, 28), el hombre es rey y señor no sólo
de las cosas, sino también y sobre todo de sí mismo 39 y, en cierto sentido, de
la vida que le ha sido dada y que puede transmitir por medio de la generación,
realizada en el amor y respeto del designio divino. Sin embargo, no se trata de
un señorío absoluto, sino ministerial, reflejo real del señorío
único e infinito de Dios. Por eso, el hombre debe vivirlo con sabiduría y
amor, participando de la sabiduría y del amor inconmensurables de Dios.
Esto se lleva a cabo mediante la obediencia a su santa Ley: una obediencia
libre y gozosa (cf. Sal 119118), que nace y crece siendo conscientes de
que los preceptos del Señor son un don gratuito confiado al hombre siempre y
sólo para su bien, para la tutela de su dignidad personal y para la consecución
de su felicidad. Como
sucede con las cosas, y más aún con la vida, el hombre no es dueño absoluto y
árbitro incensurable, sino —y aquí radica su grandeza sin par— que es «
administrador del plan establecido por el Creador ».40 La
vida se confía al hombre como un tesoro que no se debe malgastar, como un
talento a negociar. El hombre debe rendir cuentas de ella a su Señor (cf. Mt
25, 14-30; Lc 19, 12-27). «
Pediré cuentas de la vida del hombre al hombre » (cf. Gn
9, 5): la vida humana es sagrada e inviolable 53.
« La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta "la acción
creadora de Dios" y permanece siempre en una especial relación con el
Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su
término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar
de modo directo a un ser humano inocente ».41 Con estas palabras la Instrucción
Donum vitae expone el contenido central de la revelación de Dios sobre
el carácter sagrado e inviolable de la vida humana. En
efecto, la Sagrada Escritura impone al hombre el precepto « no matarás »
como mandamiento divino (Ex 20, 13; Dt 5, 17). Este precepto —como
ya he indicado— se encuentra en el Decálogo, en el núcleo de la Alianza que el
Señor establece con el pueblo elegido; pero estaba ya incluido en la alianza
originaria de Dios con la humanidad después del castigo purificador del
diluvio, provocado por la propagación del pecado y de la violencia (cf. Gn 9,
5-6). Dios
se proclama Señor absoluto de la vida del hombre, creado a su imagen y
semejanza (cf. Gn 1, 26-28). Por tanto, la vida humana tiene un carácter
sagrado e inviolable, en el que se refleja la inviolabilidad misma del Creador.
Precisamente por esto, Dios se hace juez severo de toda violación del
mandamiento « no matarás », que está en la base de la convivencia social. Dios
es el defensor del inocente (cf. Gn 4, 9-15; Is 41, 14; Jr
50, 34; Sal 1918, 15). También de este modo, Dios demuestra que « no se
recrea en la destrucción de los vivientes » (Sb 1, 13). Sólo Satanás
puede gozar con ella: por su envidia la muerte entró en el mundo (cf. Sb 2,
24). Satanás, que es « homicida desde el principio », y también « mentiroso y
padre de la mentira » (Jn 8, 44), engañando al hombre, lo conduce a los
confines del pecado y de la muerte, presentados como logros o frutos de vida. 54.
Explícitamente, el precepto « no matarás » tiene un fuerte contenido negativo:
indica el límite que nunca puede ser transgredido. Implícitamente, sin embargo,
conduce a una actitud positiva de respeto absoluto por la vida, ayudando a
promoverla y a progresar por el camino del amor que se da, acoge y sirve. El
pueblo de la Alianza, aun con lentitud y contradicciones, fue madurando
progresivamente en esta dirección, preparándose así al gran anuncio de Jesús:
el amor al prójimo es un mandamiento semejante al del amor a Dios; « de estos
dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas » (cf. Mt 22,
36-40). « Lo de... no matarás... y todos los demás preceptos —señala san Pablo—
se resumen en esta fórmula: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" » (Rm
13, 9; cf. Ga 5, 14). El precepto « no matarás », asumido y llevado
a plenitud en la Nueva Ley, es condición irrenunciable para poder « entrar en
la vida » (cf. Mt 19, 16-19). En esta misma perspectiva, son apremiantes
también las palabras del apóstol Juan: « Todo el que aborrece a su hermano es
un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él » (1
Jn 3, 15). Desde
sus inicios, la Tradición viva de la Iglesia —como atestigua la Didaché,
el más antiguo escrito cristiano no bíblico— repite de forma categórica el
mandamiento « no matarás »: « Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la
muerte; pero grande es la diferencia que hay entre estos caminos... Segundo
mandamiento de la doctrina: No matarás... no matarás al hijo en el seno de su
madre, ni quitarás la vida al recién nacido... Mas el camino de la muerte es
éste:... que no se compadecen del pobre, no sufren por el atribulado, no
conocen a su Criador, matadores de sus hijos, corruptores de la imagen de Dios;
los que rechazan al necesitado, oprimen al atribulado, abogados de los ricos,
jueces injustos de los pobres, pecadores en todo. ¡Ojalá os veáis libres,
hijos, de todos estos pecados! ».42 A
lo largo del tiempo, la Tradición de la Iglesia siempre ha enseñado
unánimemente el valor absoluto y permanente del mandamiento « no matarás ». Es
sabido que en los primeros siglos el homicidio se consideraba entre los tres
pecados más graves —junto con la apostasía y el adulterio— y se exigía una
penitencia pública particularmente dura y larga antes que al homicida
arrepentido se le concediese el perdón y la readmisión en la comunión eclesial. 55.
No debe sorprendernos: matar un ser humano, en el que está presente la imagen
de Dios, es un pecado particularmente grave. ¡Sólo Dios es dueño de la vida!
Desde siempre, sin embargo, ante las múltiples y a menudo dramáticas
situaciones que la vida individual y social presenta, la reflexión de los
creyentes ha tratado de conocer de forma más completa y profunda lo que prohíbe
y prescribe el mandamiento de Dios.43 En efecto, hay situaciones en las que
aparecen como una verdadera paradoja los valores propuestos por la Ley de Dios.
Es el caso, por ejemplo, de la legítima defensa, en que el derecho a
proteger la propia vida y el deber de no dañar la del otro resultan, en
concreto, difícilmente conciliables. Sin duda alguna, el valor intrínseco de la
vida y el deber de amarse a sí mismo no menos que a los demás son la base de un
verdadero derecho a la propia defensa. El mismo precepto exigente del amor
al prójimo, formulado en el Antiguo Testamento y confirmado por Jesús, supone
el amor por uno mismo como uno de los términos de la comparación: « Amarás a tu
prójimo como a ti mismo » (Mc 12, 31). Por tanto, nadie podría
renunciar al derecho a defenderse por amar poco la vida o a sí mismo, sino sólo
movido por un amor heroico, que profundiza y transforma el amor por uno mismo,
según el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt 5, 38-48)
en la radicalidad oblativa cuyo ejemplo sublime es el mismo Señor Jesús. Por
otra parte, « la legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un
deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de
la familia o de la sociedad ».44 Por desgracia sucede que la necesidad de
evitar que el agresor cause daño conlleva a veces su eliminación. En esta
hipótesis el resultado mortal se ha de atribuir al mismo agresor que se ha
expuesto con su acción, incluso en el caso que no fuese moralmente responsable
por falta del uso de razón.45 56.
En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto
a la cual hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia
progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición.
El problema se enmarca en la óptica de una justicia penal que sea cada vez más
conforme con la dignidad del hombre y por tanto, en último término, con el
designio de Dios sobre el hombre y la sociedad. En efecto, la pena que la
sociedad impone « tiene como primer efecto el de compensar el desorden
introducido por la falta ».46 La autoridad pública debe reparar la violación de
los derechos personales y sociales mediante la imposición al reo de una
adecuada expiación del crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio
de la propia libertad. De este modo la autoridad alcanza también el objetivo de
preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al
mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse.47 Es
evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida
y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin
que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos
de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea
posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más
adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir
prácticamente inexistentes. De
todos modos, permanece válido el principio indicado por el nuevo Catecismo
de la Iglesia Católica, según el cual « si los medios incruentos bastan
para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el
orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se
limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las
condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la
persona humana ».48 57.
Si se pone tan gran atención al respeto de toda vida, incluida la del reo y la
del agresor injusto, el mandamiento « no matarás » tiene un valor absoluto
cuando se refiere a la persona inocente. Tanto más si se trata de un ser
humano débil e indefenso, que sólo en la fuerza absoluta del mandamiento de
Dios encuentra su defensa radical frente al arbitrio y a la prepotencia ajena. En
efecto, el absoluto carácter inviolable de la vida humana inocente es una
verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida
constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime por
su Magisterio. Esta unanimidad es fruto evidente de aquel « sentido
sobrenatural de la fe » que, suscitado y sostenido por el Espíritu Santo,
preserva de error al pueblo de Dios, cuando « muestra estar totalmente de
acuerdo en cuestiones de fe y de moral ».49 Ante
la progresiva pérdida de conciencia en los individuos y en la sociedad sobre la
absoluta y grave ilicitud moral de la eliminación directa de toda vida humana
inocente, especialmente en su inicio y en su término, el Magisterio de la
Iglesia ha intensificado sus intervenciones en defensa del carácter sagrado
e inviolable de la vida humana. Al Magisterio pontificio, especialmente
insistente, se ha unido siempre el episcopal, por medio de numerosos y amplios
documentos doctrinales y pastorales, tanto de Conferencias Episcopales como de
Obispos en particular. Tampoco ha faltado, fuerte e incisiva en su brevedad, la
intervención del Concilio Vaticano II.50 Por
tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en
comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación
directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral. Esta
doctrina, fundamentada en aquella ley no escrita que cada hombre, a la luz de
la razón, encuentra en el propio corazón (cf. Rm 2, 14-15), es
corroborada por la Sagrada Escritura, transmitida por la Tradición de la
Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal.51 La
decisión deliberada de privar a un ser humano inocente de su vida es siempre
mala desde el punto de vista moral y nunca puede ser lícita ni como fin, ni
como medio para un fin bueno. En efecto, es una desobediencia grave a la ley
moral, más aún, a Dios mismo, su autor y garante; y contradice las virtudes
fundamentales de la justicia y de la caridad. « Nada ni nadie puede autorizar
la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto,
anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto
homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede
consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente
imponerlo ni permitirlo ».52 Cada
ser humano inocente es absolutamente igual a todos los demás en el derecho a la
vida. Esta igualdad es la base de toda auténtica relación social que, para ser
verdadera, debe fundamentarse sobre la verdad y la justicia, reconociendo y
tutelando a cada hombre y a cada mujer como persona y no como una cosa de la
que se puede disponer. Ante la norma moral que prohíbe la eliminación directa
de un ser humano inocente « no hay privilegios ni excepciones para nadie. No
hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los
miserables de la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente
iguales ».53 «
Mi embrión tus ojos lo veían » (Sal 139138, 16): el
delito abominable del aborto 58.
Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto
procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e
ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como
« crímenes nefandos ».54 Hoy,
sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente
en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las
costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del
sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el
mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida. Ante una
situación tan grave, se requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la
verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de
conveniencia o a la tentación de autoengaño. A este propósito resuena
categórico el reproche del Profeta: « ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al
bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad » (Is 5, 20).
Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología
ambigua, como la de « interrupción del embarazo », que tiende a ocultar su
verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este
mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero
ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la
eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano
en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento. La
gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se
reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las
circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano
que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda
imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor
injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de
aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los
gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a
la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo, a
veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su eliminación, e
incluso la procura. Es
cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un
carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del
fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia,
sino porque se quisieran preservar algunos bienes importantes, como la propia
salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la familia. A veces
se temen para el que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen
pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones
semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás pueden justificar la
eliminación deliberada de un ser humano inocente. 59.
En la decisión sobre la muerte del niño aún no nacido, además de la madre,
intervienen con frecuencia otras personas. Ante todo, puede ser culpable el
padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto, sino
también cuando favorece de modo indirecto esta decisión suya al dejarla sola
ante los problemas del embarazo: 55 de esta forma se hiere mortalmente a la
familia y se profana su naturaleza de comunidad de amor y su vocación de ser «
santuario de la vida ». No se pueden olvidar las presiones que a veces
provienen de un contexto más amplio de familiares y amigos. No raramente la
mujer está sometida a presiones tan fuertes que se siente psicológicamente
obligada a ceder al aborto: no hay duda de que en este caso la responsabilidad
moral afecta particularmente a quienes directa o indirectamente la han forzado
a abortar. También son responsables los médicos y el personal sanitario cuando
ponen al servicio de la muerte la competencia adquirida para promover la vida. Pero
la responsabilidad implica también a los legisladores que han promovido y
aprobado leyes que amparan el aborto y, en la medida en que haya dependido de
ellos, los administradores de las estructuras sanitarias utilizadas para
practicar abortos. Una responsabilidad general no menos grave afecta tanto a
los que han favorecido la difusión de una mentalidad de permisivismo sexual y
de menosprecio de la maternidad, como a quienes debieron haber asegurado —y no
lo han hecho— políticas familiares y sociales válidas en apoyo de las familias,
especialmente de las numerosas o con particulares dificultades económicas y
educativas. Finalmente, no se puede minimizar el entramado de complicidades que
llega a abarcar incluso a instituciones internacionales, fundaciones y
asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y la difusión del
aborto en el mundo. En este sentido, el aborto va más allá de la
responsabilidad de las personas concretas y del daño que se les provoca,
asumiendo una dimensión fuertemente social: es una herida gravísima
causada a la sociedad y a su cultura por quienes deberían ser sus constructores
y defensores. Como he escrito en mi Carta a las Familias, « nos
encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada
individuo, sino también la de toda la civilización ».56 Estamos ante lo que
puede definirse como una « estructura de pecado » contra la vida humana aún
no nacida. 60.
Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la
concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía
considerado una vida humana personal. En realidad, « desde el momento en que el
óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de
la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás
llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. A esta evidencia de
siempre... la genética moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que
desde el primer instante se encuentra fijado el programa de lo que será ese
viviente: una persona, un individuo con sus características ya bien
determinadas. Con la fecundación inicia la aventura de una vida humana, cuyas
principales capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar
».57 Aunque la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación
de ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el
embrión humano ofrecen « una indicación preciosa para discernir racionalmente
una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ?cómo un
individuo humano podría no ser persona humana? ».58 Por
lo demás, está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la
obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona
para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada
a eliminar un embrión humano. Precisamente por esto, más allá de los debates
científicos y de las mismas afirmaciones filosóficas en las que el Magisterio
no se ha comprometido expresamente, la Iglesia siempre ha enseñado, y sigue enseñando,
que al fruto de la generación humana, desde el primer momento de su existencia,
se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al ser
humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual: « El ser humano debe
ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y,
por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la
persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la
vida ».59 61.
Los textos de la Sagrada Escritura, que nunca hablan del aborto
voluntario y, por tanto, no contienen condenas directas y específicas al
respecto, presentan de tal modo al ser humano en el seno materno, que exigen
lógicamente que se extienda también a este caso el mandamiento divino « no
matarás ». La
vida humana es sagrada e inviolable en cada momento de su existencia, también
en el inicial que precede al nacimiento. El hombre, desde el seno materno,
pertenece a Dios que lo escruta y conoce todo, que lo forma y lo plasma con sus
manos, que lo ve mientras es todavía un pequeño embrión informe y que en él
entrevé el adulto de mañana, cuyos días están contados y cuya vocación está ya
escrita en el « libro de la vida » (cf. Sal 139138, 1. 13-16). Incluso
cuando está todavía en el seno materno, —como testimonian numerosos textos
bíblicos 60— el hombre es término personalísimo de la amorosa y paterna
providencia divina. La
Tradición cristiana —como bien señala la Declaración emitida al
respecto por la Congregación para la Doctrina de la Fe 61— es clara y unánime,
desde los orígenes hasta nuestros días, en considerar el aborto como desorden
moral particularmente grave. Desde que entró en contacto con el mundo
greco-romano, en el que estaba difundida la práctica del aborto y del infanticidio,
la primera comunidad cristiana se opuso radicalmente, con su doctrina y praxis,
a las costumbres difundidas en aquella sociedad, como bien demuestra la ya
citada Didaché.62 Entre los escritores eclesiásticos del área griega,
Atenágoras recuerda que los cristianos consideran como homicidas a las mujeres
que recurren a medicinas abortivas, porque los niños, aun estando en el seno de
la madre, son ya « objeto, por ende, de la providencia de Dios ».63 Entre los
latinos, Tertuliano afirma: « Es un homicidio anticipado impedir el nacimiento;
poco importa que se suprima el alma ya nacida o que se la haga desaparecer en
el nacimiento. Es ya un hombre aquél que lo será ».64 A
lo largo de su historia bimilenaria, esta misma doctrina ha sido enseñada
constantemente por los Padres de la Iglesia, por sus Pastores y Doctores.
Incluso las discusiones de carácter científico y filosófico sobre el momento
preciso de la infusión del alma espiritual, nunca han provocado la mínima duda
sobre la condena moral del aborto. 62.
El Magisterio pontificio más reciente ha reafirmado con gran vigor esta
doctrina común. En particular, Pío XI en la Encíclica Casti connubii rechazó
las pretendidas justificaciones del aborto; 65 Pío XII excluyó todo aborto
directo, o sea, todo acto que tienda directamente a destruir la vida humana aún
no nacida, « tanto si tal destrucción se entiende como fin o sólo como medio
para el fin »; 66 Juan XXIII reafirmó que la vida humana es sagrada, porque «
desde que aflora, ella implica directamente la acción creadora de Dios ».67 El
Concilio Vaticano II, como ya he recordado, condenó con gran severidad el
aborto: « se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción;
tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos ».68 La
disciplina canónica de la Iglesia, desde los primeros siglos, ha
castigado con sanciones penales a quienes se manchaban con la culpa del aborto
y esta praxis, con penas más o menos graves, ha sido ratificada en los diversos
períodos históricos. El Código de Derecho Canónico de 1917 establecía
para el aborto la pena de excomunión.69 También la nueva legislación canónica
se sitúa en esta dirección cuando sanciona que « quien procura el aborto, si
éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae »,70 es decir, automática.
La excomunión afecta a todos los que cometen este delito conociendo la pena,
incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se
hubiera producido: 71 con esta reiterada sanción, la Iglesia señala este delito
como uno de los más graves y peligrosos, alentando así a quien lo comete a
buscar solícitamente el camino de la conversión. En efecto, en la Iglesia la
pena de excomunión tiene como fin hacer plenamente conscientes de la gravedad
de un cierto pecado y favorecer, por tanto, una adecuada conversión y
penitencia. Ante
semejante unanimidad en la tradición doctrinal y disciplinar de la Iglesia,
Pablo VI pudo declarar que esta enseñanza no había cambiado y que era
inmutable.72 Por tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus
Sucesores, en comunión con todos los Obispos —que en varias ocasiones han
condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos
por el mundo, han concordado unánimemente sobre esta doctrina—, declaro que
el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un
desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano
inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios
escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el
Magisterio ordinario y universal.73 Ninguna
circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer
lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de
Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y
proclamada por la Iglesia. 63.
La valoración moral del aborto se debe aplicar también a las recientes formas
de intervención sobre los embriones humanos que, aun buscando fines en
sí mismos legítimos, comportan inevitablemente su destrucción. Es el caso de
los experimentos con embriones, en creciente expansión en el campo de la
investigación biomédica y legalmente admitida por algunos Estados. Si « son
lícitas las intervenciones sobre el embrión humano siempre que respeten la vida
y la integridad del embrión, que no lo expongan a riesgos desproporcionados,
que tengan como fin su curación, la mejora de sus condiciones de salud o su
supervivencia individual »,74 se debe afirmar, sin embargo, que el uso de embriones
o fetos humanos como objeto de experimentación constituye un delito en
consideración a su dignidad de seres humanos, que tienen derecho al mismo
respeto debido al niño ya nacido y a toda persona.75 La
misma condena moral concierne también al procedimiento que utiliza los
embriones y fetos humanos todavía vivos —a veces « producidos » expresamente
para este fin mediante la fecundación in vitro— sea como « material biológico »
para ser utilizado, sea como abastecedores de órganos o tejidos para trasplantar
en el tratamiento de algunas enfermedades. En verdad, la eliminación de
criaturas humanas inocentes, aun cuando beneficie a otras, constituye un acto
absolutamente inaceptable. Una
atención especial merece la valoración moral de las técnicas de diagnóstico
prenatal, que permiten identificar precozmente eventuales anomalías del
niño por nacer. En efecto, por la complejidad de estas técnicas, esta
valoración debe hacerse muy cuidadosa y articuladamente. Estas técnicas son
moralmente lícitas cuando están exentas de riesgos desproporcionados para el
niño o la madre, y están orientadas a posibilitar una terapia precoz o también
a favorecer una serena y consciente aceptación del niño por nacer. Pero, dado
que las posibilidades de curación antes del nacimiento son hoy todavía escasas,
sucede no pocas veces que estas técnicas se ponen al servicio de una mentalidad
eugenésica, que acepta el aborto selectivo para impedir el nacimiento de niños
afectados por varios tipos de anomalías. Semejante mentalidad es ignominiosa y
totalmente reprobable, porque pretende medir el valor de una vida humana
siguiendo sólo parámetros de « normalidad » y de bienestar físico, abriendo así
el camino a la legitimación incluso del infanticidio y de la eutanasia. En
realidad, precisamente el valor y la serenidad con que tantos hermanos
nuestros, afectados por graves formas de minusvalidez, viven su existencia
cuando son aceptados y amados por nosotros, constituyen un testimonio
particularmente eficaz de los auténticos valores que caracterizan la vida y que
la hacen, incluso en condiciones difíciles, preciosa para sí y para los demás.
La Iglesia está cercana a aquellos esposos que, con gran ansia y sufrimiento,
acogen a sus hijos gravemente afectados de incapacidades, así como agradece a todas
las familias que, por medio de la adopción, amparan a quienes han sido
abandonados por sus padres, debido a formas de minusvalidez o enfermedades. «
Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39): el drama de
la eutanasia 64.
En el otro extremo de la existencia, el hombre se encuentra ante el misterio de
la muerte. Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un contexto cultural
con frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia de la muerte se
presenta con algunas características nuevas. En efecto, cuando prevalece la
tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que da placer y bienestar, el
sufrimiento aparece como una amenaza insoportable, de la que es preciso
librarse a toda costa. La muerte, considerada « absurda » cuando interrumpe por
sorpresa una vida todavía abierta a un futuro rico de posibles experiencias
interesantes, se convierte por el contrario en una « liberación reivindicada »
cuando se considera que la existencia carece ya de sentido por estar sumergida
en el dolor e inexorablemente condenada a un sufrimiento posterior más agudo. Además,
el hombre, rechazando u olvidando su relación fundamental con Dios, cree ser
criterio y norma de sí mismo y piensa tener el derecho de pedir incluso a la
sociedad que le garantice posibilidades y modos de decidir sobre la propia vida
en plena y total autonomía. Es particularmente el hombre que vive en países
desarrollados quien se comporta así: se siente también movido a ello por los
continuos progresos de la medicina y por sus técnicas cada vez más avanzadas.
Mediante sistemas y aparatos extremadamente sofisticados, la ciencia y la
práctica médica son hoy capaces no sólo de resolver casos antes sin solución y
de mitigar o eliminar el dolor, sino también de sostener y prolongar la vida
incluso en situaciones de extrema debilidad, de reanimar artificialmente a
personas que perdieron de modo repentino sus funciones biológicas elementales,
de intervenir para disponer de órganos para trasplantes. En
semejante contexto es cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia, esto
es, adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo
así fin « dulcemente » a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que
podría parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se presenta absurdo
e inhumano. Estamos aquí ante uno de los síntomas más alarmantes de la «
cultura de la muerte », que avanza sobre todo en las sociedades del bienestar,
caracterizadas por una mentalidad eficientista que presenta el creciente número
de personas ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable.
Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas
casi exclusivamente sobre la base de criterios de eficiencia productiva, según
los cuales una vida irremediablemente inhábil no tiene ya valor alguno. 65.
Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo
definirla con claridad. Por eutanasia en sentido verdadero y propio se
debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención
causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. « La eutanasia se
sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados ».76 De
ella debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado « ensañamiento
terapéutico », o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la
situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se
podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia. En
estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede
en conciencia « renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una
prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo
las curas normales debidas al enfermo en casos similares ».77 Ciertamente existe
la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe
valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los
medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las
perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o
desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la
aceptación de la condición humana ante al muerte.78 En
la medicina moderna van teniendo auge los llamados « cuidados paliativos
», destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la
enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano
adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la licitud del
recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor
del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de acortarle la vida. En efecto, si
puede ser digno de elogio quien acepta voluntariamente sufrir renunciando a
tratamientos contra el dolor para conservar la plena lucidez y participar, si
es creyente, de manera consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento «
heroico » no debe considerarse obligatorio para todos. Ya Pío XII afirmó que es
lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia
limitar la conciencia y abreviar la vida, « si no hay otros medios y si, en
tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes
religiosos y morales ».79 En efecto, en este caso no se quiere ni se busca la
muerte, aunque por motivos razonables se corra ese riesgo. Simplemente se
pretende mitigar el dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos
puestos a disposición por la medicina. Sin embargo, « no es lícito privar al
moribundo de la conciencia propia sin grave motivo »: 80 acercándose a la
muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus
obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poderse preparar con
plena conciencia al encuentro definitivo con Dios. Hechas
estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores 81 y en
comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia
es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada
y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en
la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición
de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal.82 Semejante
práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o
del homicidio. 66.
Ahora bien, el suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que el
homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión
gravemente mala.83 Aunque determinados condicionamientos psicológicos,
culturales y sociales puedan llevar a realizar un gesto que contradice tan
radicalmente la inclinación innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando
la responsabilidad subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista
objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo del amor a
sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el
prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la
sociedad en general.84 En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la
soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en
la oración del antiguo sabio de Israel: « Tú tienes el poder sobre la vida y
sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir » (Sb 16,
13; cf. Tb 13, 2). Compartir
la intención suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el llamado «
suicidio asistido » significa hacerse colaborador, y algunas veces autor en
primera persona, de una injusticia que nunca tiene justificación, ni siquiera
cuando es solicitada. « No es lícito —escribe con sorprendente actualidad san
Agustín— matar a otro, aunque éste lo pida y lo quiera y no pueda ya vivir...
para librar, con un golpe, el alma de aquellos dolores, que luchaba con las
ligaduras del cuerpo y quería desasirse ».85 La eutanasia, aunque no esté
motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo de la existencia del que
sufre, debe considerarse como una falsa piedad, más aún, como una
preocupante « perversión » de la misma. En efecto, la verdadera « compasión »
hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo
sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la eutanasia aparece aún más
perverso si es realizado por quienes —como los familiares— deberían asistir con
paciencia y amor a su allegado, o por cuantos —como los médicos—, por su
profesión específica, deberían cuidar al enfermo incluso en las condiciones
terminales más penosas. La
opción de la eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio que
otros practican en una persona que no la pidió de ningún modo y que nunca dio
su consentimiento. Se llega además al colmo del arbitrio y de la injusticia
cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre
quién debe vivir o morir. Así, se presenta de nuevo la tentación del Edén: ser
como Dios « conocedores del bien y del mal » (Gn 3, 5). Sin embargo,
sólo Dios tiene el poder sobre el morir y el vivir: « Yo doy la muerte y doy la
vida » (Dt 32, 39; cf. 2 R 5, 7; 1 S 2, 6). El ejerce su
poder siempre y sólo según su designio de sabiduría y de amor. Cuando el hombre
usurpa este poder, dominado por una lógica de necedad y de egoísmo, lo usa
fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo, la vida del más débil
queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la justicia en la
sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca, fundamento de toda
relación auténtica entre las personas. 67.
Bien diverso es, en cambio, el camino del amor y de la verdadera piedad, al
que nos obliga nuestra común condición humana y que la fe en Cristo Redentor,
muerto y resucitado, ilumina con nuevo sentido. El deseo que brota del corazón
del hombre ante el supremo encuentro con el sufrimiento y la muerte,
especialmente cuando siente la tentación de caer en la desesperación y casi de
abatirse en ella, es sobre todo aspiración de compañía, de solidaridad y de
apoyo en la prueba. Es petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas
las esperanzas humanas se desvanecen. Como recuerda el Concilio Vaticano II, «
ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen » para el
hombre; y sin embargo « juzga certeramente por instinto de su corazón cuando
aborrece y rechaza la ruina total y la desaparición definitiva de su persona.
La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia,
se rebela contra la muerte ».86 Esta
repugnancia natural a la muerte es iluminada por la fe cristiana y este germen
de esperanza en la inmortalidad alcanza su realización por la misma fe, que
promete y ofrece la participación en la victoria de Cristo Resucitado: es la
victoria de Aquél que, mediante su muerte redentora, ha liberado al hombre de
la muerte, « salario del pecado » (Rm 6, 23), y le ha dado el Espíritu,
prenda de resurrección y de vida (cf. Rm 8, 11). La certeza de la
inmortalidad futura y la esperanza en la resurrección prometida proyectan
una nueva luz sobre el misterio del sufrimiento y de la muerte, e infunden en
el creyente una fuerza extraordinaria para abandonarse al plan de Dios. El
apóstol Pablo expresó esta novedad como una pertenencia total al Señor que
abarca cualquier condición humana: « Ninguno de nosotros vive para sí mismo;
como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si
morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos
» (Rm 14, 7-8). Morir para el Señor significa vivir la propia
muerte como acto supremo de obediencia al Padre (cf. Flp 2, 8),
aceptando encontrarla en la « hora » querida y escogida por El (cf. Jn 13,
1), que es el único que puede decir cuándo el camino terreno se ha concluido. Vivir
para el Señor significa también reconocer que el sufrimiento, aun siendo en
sí mismo un mal y una prueba, puede siempre llegar a ser fuente de bien. Llega
a serlo si se vive con amor y por amor, participando, por don gratuito de Dios
y por libre decisión personal, en el sufrimiento mismo de Cristo crucificado.
De este modo, quien vive su sufrimiento en el Señor se configura más plenamente
a El (cf. Flp 3, 10; 1 P 2, 21) y se asocia más íntimamente a su
obra redentora en favor de la Iglesia y de la humanidad.87 Esta es la
experiencia del Apóstol, que toda persona que sufre está también llamada a
revivir: « Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo
en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo,
que es la Iglesia » (Col 1, 24). «
Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres » (Hch 5,
29): ley civil y ley moral 68.
Una de las características propias de los atentados actuales contra la vida
humana —como ya se ha dicho— consiste en la tendencia a exigir su legitimación
jurídica, como si fuesen derechos que el Estado, al menos en ciertas
condiciones, debe reconocer a los ciudadanos y, por consiguiente, la tendencia
a pretender su realización con la asistencia segura y gratuita de médicos y
agentes sanitarios. No
pocas veces se considera que la vida de quien aún no ha nacido o está
gravemente debilitado es un bien sólo relativo: según una lógica
proporcionalista o de puro cálculo, deberá ser cotejada y sopesada con otros
bienes. Y se piensa también que solamente quien se encuentra en esa situación
concreta y está personalmente afectado puede hacer una ponderación justa de los
bienes en juego; en consecuencia, sólo él podría juzgar la moralidad de su
decisión. El Estado, por tanto, en interés de la convivencia civil y de la
armonía social, debería respetar esta decisión, llegando incluso a admitir el
aborto y la eutanasia. Otras
veces se cree que la ley civil no puede exigir que todos los ciudadanos vivan
de acuerdo con un nivel de moralidad más elevado que el que ellos mismos
aceptan y comparten. Por esto, la ley debería siempre manifestar la opinión y
la voluntad de la mayoría de los ciudadanos y reconcerles también, al menos en ciertos
casos extremos, el derecho al aborto y a la eutanasia. Por otra parte, la
prohibición y el castigo del aborto y de la eutanasia en estos casos llevaría
inevitablemente —así se dice— a un aumento de prácticas ilegales, que, sin
embargo, no estarían sujetas al necesario control social y se efectuarían sin
la debida seguridad médica. Se plantea, además, si sostener una ley no
aplicable concretamente no significaría, al final, minar también la autoridad
de las demás leyes. Finalmente,
las opiniones más radicales llegan a sostener que, en una sociedad moderna y
pluralista, se debería reconocer a cada persona una plena autonomía para
disponer de su propia vida y de la vida de quien aún no ha nacido. En efecto,
no correspondería a la ley elegir entre las diversas opciones morales y, menos
aún, pretender imponer una opción particular en detrimento de las demás. 69.
De todos modos, en la cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido
ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería
limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto,
basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como moral. Si
además se considera incluso que una verdad común y objetiva es inaccesible de
hecho, el respeto de la libertad de los ciudadanos —que en un régimen
democrático son considerados como los verdaderos soberanos— exigiría que, a
nivel legislativo, se reconozca la autonomía de cada conciencia individual y
que, por tanto, al establecer las normas que en cada caso son necesarias para
la convivencia social, éstas se adecuen exclusivamente a la voluntad de la
mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su actividad,
debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia privada y el del comportamiento
público. Por
consiguiente, se perciben dos tendencias diametralmente opuestas en apariencia.
Por un lado, los individuos reivindican para sí la autonomía moral más completa
de elección y piden que el Estado no asuma ni imponga ninguna concepción ética,
sino que trate de garantizar el espacio más amplio posible para la libertad de
cada uno, con el único límite externo de no restringir el espacio de autonomía
al que los demás ciudadanos también tienen derecho. Por otro lado, se considera
que, en el ejercicio de las funciones públicas y profesionales, el respeto de
la libertad de elección de los demás obliga a cada uno a prescindir de sus
propias convicciones para ponerse al servicio de cualquier petición de los
ciudadanos, que las leyes reconocen y tutelan, aceptando como único criterio
moral para el ejercicio de las propias funciones lo establecido por las mismas
leyes. De este modo, la responsabilidad de la persona se delega a la ley civil,
abdicando de la propia conciencia moral al menos en el ámbito de la acción
pública. 70.
La raíz común de todas estas tendencias es el relativismo ético que
caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien
considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que sólo él
garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la
adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales,
consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la
intolerancia. Sin
embargo, es precisamente la problemática del respeto de la vida la que muestra
los equívocos y contradicciones, con sus terribles resultados prácticos, que se
encubren en esta postura. Es
cierto que en la historia ha habido casos en los que se han cometido crímenes
en nombre de la « verdad ». Pero crímenes no menos graves y radicales
negaciones de la libertad se han cometido y se siguen cometiendo también en
nombre del « relativismo ético ». Cuando una mayoría parlamentaria o social
decreta la legitimidad de la eliminación de la vida humana aún no nacida,
inclusive con ciertas condiciones, ?acaso no adopta una decisión « tiránica »
respecto al ser humano más débil e indefenso? La conciencia universal reacciona
justamente ante los crímenes contra la humanidad, de los que nuestro siglo ha
tenido tristes experiencias. ?Acaso estos crímenes dejarían de serlo si, en vez
de haber sido cometidos por tiranos sin escrúpulo, hubieran estado legitimados
por el consenso popular? En
realidad, la democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo
de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un «
ordenamiento » y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter « moral »
no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que,
como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de
la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy
se percibe un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se
considera un positivo « signo de los tiempos », como también el Magisterio de
la Iglesia ha puesto de relieve varias veces.88 Pero el valor de la democracia
se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e
imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto
de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el « bien común
» como fin y criterio regulador de la vida política. En
la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles « mayorías »
de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en
cuanto « ley natural » inscrita en el corazón del hombre, es punto de
referencia normativa de la misma ley civil. Si, por una trágica ofuscación de
la conciencia colectiva, el escepticismo llegara a poner en duda hasta los
principios fundamentales de la ley moral, el mismo ordenamiento democrático se
tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación
empírica de intereses diversos y contrapuestos.89 Alguien
podría pensar que semejante función, a falta de algo mejor, es también válida
para los fines de la paz social. Aun reconociendo un cierto aspecto de verdad
en esta valoración, es difícil no ver cómo, sin una base moral objetiva, ni
siquiera la democracia puede asegurar una paz estable, tanto más que la paz no
fundamentada sobre los valores de la dignidad humana y de la solidaridad entre
todos los hombres, es a menudo ilusoria. En efecto, en los mismos regímenes
participativos la regulación de los intereses se produce con frecuencia en
beneficio de los más fuertes, que tienen mayor capacidad para maniobrar no sólo
las palancas del poder, sino incluso la formación del consenso. En un situación
así, la democracia se convierte fácilmente en una palabra vacía. 71.
Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge pues
descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y
originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan
la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo,
ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino
que deben sólo reconocer, respetar y promover. En
este sentido, es necesario tener en cuenta los elementos fundamentales del
conjunto de las relaciones entre ley civil y ley moral, tal como son
propuestos por la Iglesia, pero que forman parte también del patrimonio de las
grandes tradiciones jurídicas de la humanidad. Ciertamente,
el cometido de la ley civil es diverso y de ámbito más limitado que el
de la ley moral. Sin embargo, « en ningún ámbito de la vida la ley civil puede
sustituir a la conciencia ni dictar normas que excedan la propia competencia
»,90 que es la de asegurar el bien común de las personas, mediante el
reconocimiento y la defensa de sus derechos fundamentales, la promoción de la
paz y de la moralidad pública.91 En efecto, la función de la ley civil consiste
en garantizar una ordenada convivencia social en la verdadera justicia, para
que todos « podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y
dignidad » (1 Tm 2, 2). Precisamente por esto, la ley civil debe
asegurar a todos los miembros de la sociedad el respeto de algunos derechos
fundamentales, que pertenecen originariamente a la persona y que toda ley positiva
debe reconocer y garantizar. Entre ellos el primero y fundamental es el derecho
inviolable de cada ser humano inocente a la vida. Si la autoridad pública
puede, a veces, renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar
prohibido, un daño más grave,92 sin embargo, nunca puede aceptar legitimar,
como derecho de los individuos —aunque éstos fueran la mayoría de los miembros
de la sociedad—, la ofensa infligida a otras personas mediante la negación de
un derecho suyo tan fundamental como el de la vida. La tolerancia legal del
aborto o de la eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la
conciencia de los demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el
deber de protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia
y bajo el pretexto de la libertad.93 A
este propósito, Juan XXIII recordó en la Encíclica Pacem in terris: « En
la época moderna se considera realizado el bien común cuando se han salvado los
derechos y los deberes de la persona humana. De ahí que los deberes
fundamentales de los poderes públicos consisten sobre todo en reconocer,
respetar, armonizar, tutelar y promover aquellos derechos, y en contribuir por
consiguiente a hacer más fácil el cumplimiento de los respectivos deberes.
"Tutelar el intangible campo de los derechos de la persona humana y hacer
fácil el cumplimiento de sus obligaciones, tal es el deber esencial de los
poderes públicos". Por esta razón, aquellos magistrados que no reconozcan
los derechos del hombre o los atropellen, no sólo faltan ellos mismos a su
deber, sino que carece de obligatoriedad lo que ellos prescriban ».94 72.
En continuidad con toda la tradición de la Iglesia se encuentra también la
doctrina sobre la necesaria conformidad de la ley civil con la ley moral, tal
y como se recoge, una vez más, en la citada encíclica de Juan XXIII: « La
autoridad es postulada por el orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si
las leyes o preceptos de los gobernantes estuvieran en contradicción con aquel
orden y, consiguientemente, en contradicción con la voluntad de Dios, no
tendrían fuerza para obligar en conciencia...; más aún, en tal caso, la
autoridad dejaría de ser tal y degeneraría en abuso ».95 Esta es una clara
enseñanza de santo Tomás de Aquino, que entre otras cosas escribe: « La ley
humana es tal en cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto, deriva
de la ley eterna. En cambio, cuando una ley está en contraste con la razón, se
la denomina ley inicua; sin embargo, en este caso deja de ser ley y se
convierte más bien en un acto de violencia ».96 Y añade: « Toda ley puesta por
los hombres tiene razón de ley en cuanto deriva de la ley natural. Por el
contrario, si contradice en cualquier cosa a la ley natural, entonces no será
ley sino corrupción de la ley ».97 La
primera y más inmediata aplicación de esta doctrina hace referencia a la ley
humana que niega el derecho fundamental y originario a la vida, derecho propio
de todo hombre. Así, las leyes que, como el aborto y la eutanasia, legitiman la
eliminación directa de seres humanos inocentes están en total e insuperable
contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los
hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley. Se podría
objetar que éste no es el caso de la eutanasia, cuando es pedida por el sujeto
interesado con plena conciencia. Pero un Estado que legitimase una petición de
este tipo y autorizase a llevarla a cabo, estaría legalizando un caso de
suicidio-homicidio, contra los principios fundamentales de que no se puede
disponer de la vida y de la tutela de toda vida inocente. De este modo se
favorece una disminución del respeto a la vida y se abre camino a
comportamientos destructivos de la confianza en las relaciones sociales. Por
tanto, las leyes que autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia se oponen
radicalmente no sólo al bien del individuo, sino también al bien común y, por
consiguiente, están privadas totalmente de auténtica validez jurídica. En
efecto, la negación del derecho a la vida, precisamente porque lleva a eliminar
la persona en cuyo servicio tiene la sociedad su razón de existir, es lo que se
contrapone más directa e irreparablemente a la posibilidad de realizar el bien
común. De esto se sigue que, cuando una ley civil legitima el aborto o la
eutanasia deja de ser, por ello mismo, una verdadera ley civil moralmente
vinculante. 73.
Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede
pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de
conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa
obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde
los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los cristianos
el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente constituidas (cf.
Rm 13, 1-7, 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente
que « hay que obedecer a Dios antes que a los hombres » (Hch 5, 29). Ya
en el Antiguo Testamento, precisamente en relación a las amenazas contra la
vida, encontramos un ejemplo significativo de resistencia a la orden injusta de
la autoridad. Las comadronas de los hebreos se opusieron al faraón, que había
ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas « no hicieron lo que les había
mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños » (Ex 1,
17). Pero es necesario señalar el motivo profundo de su comportamiento: « Las
parteras temían a Dios » (ivi). Es precisamente de la obediencia a
Dios —a quien sólo se debe aquel temor que es reconocimiento de su absoluta
soberanía— de donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las leyes
injustas de los hombres. Es la fuerza y el valor de quien está dispuesto
incluso a ir a prisión o a morir a espada, en la certeza de que « aquí se
requiere la paciencia y la fe de los santos » (Ap 13, 10). En
el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el
aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, « ni participar en una
campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del
propio voto ».98 Un
problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto
parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es
decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa
a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación. No son raros
semejantes casos. En efecto, se constata el dato de que mientras en algunas
partes del mundo continúan las campañas para la introducción de leyes a favor
del aborto, apoyadas no pocas veces por poderosos organismos internacionales,
en otras Naciones —particularmente aquéllas que han tenido ya la experiencia
amarga de tales legislaciones permisivas— van apareciendo señales de revisión.
En el caso expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una
ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea
clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas
encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos
negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto,
obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta;
antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos
inicuos. 74.
La introducción de legislaciones injustas pone con frecuencia a los hombres
moralmente rectos ante difíciles problemas de conciencia en materia de
colaboración, debido a la obligatoria afirmación del propio derecho a no ser
forzados a participar en acciones moralmente malas. A veces las opciones que se
imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de posiciones profesionales
consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de avance en la carrera. En
otros casos, puede suceder que el cumplimiento de algunas acciones en sí mismas
indiferentes, o incluso positivas, previstas en el articulado de legislaciones
globalmente injustas, permita la salvaguarda de vidas humanas amenazadas. Por
otra parte, sin embargo, se puede temer justamente que la disponibilidad a
cumplir tales acciones no sólo conlleve escándalo y favorezca el debilitamiento
de la necesaria oposición a los atentados contra la vida, sino que lleve
insensiblemente a ir cediendo cada vez más a una lógica permisiva. Para
iluminar esta difícil cuestión moral es necesario tener en cuenta los
principios generales sobre la cooperación en acciones moralmente malas. Los
cristianos, como todos los hombres de buena voluntad, están llamados, por un
grave deber de conciencia, a no prestar su colaboración formal a aquellas
prácticas que, aun permitidas por la legislación civil, se oponen a la Ley de
Dios. En efecto, desde el punto de vista moral, nunca es lícito cooperar
formalmente en el mal. Esta cooperación se produce cuando la acción realizada,
o por su misma naturaleza o por la configuración que asume en un contexto
concreto, se califica como colaboración directa en un acto contra la vida
humana inocente o como participación en la intención inmoral del agente
principal. Esta cooperación nunca puede justificarse invocando el respeto de la
libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de que la ley civil la prevea y
exija. En efecto, los actos que cada uno realiza personalmente tienen una
responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca substraerse y sobre la cual
cada uno será juzgado por Dios mismo (cf. Rm 2, 6; 14, 12). El
rechazo a participar en la ejecución de una injusticia no sólo es un deber
moral, sino también un derecho humano fundamental. Si no fuera así, se
obligaría a la persona humana a realizar una acción intrínsecamente
incompatible con su dignidad y, de este modo, su misma libertad, cuyo sentido y
fin auténticos residen en su orientación a la verdad y al bien, quedaría
radicalmente comprometida. Se trata, por tanto, de un derecho esencial que,
como tal, debería estar previsto y protegido por la misma ley civil. En este
sentido, la posibilidad de rechazar la participación en la fase consultiva,
preparatoria y ejecutiva de semejantes actos contra la vida debería asegurarse
a los médicos, a los agentes sanitarios y a los responsables de las
instituciones hospitalarias, de las clínicas y casas de salud. Quien recurre a
la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales, sino
también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y profesional. «
Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Lc 10, 27): « promueve
» la vida 75.
Los mandamientos de Dios nos enseñan el camino de la vida. Los preceptos
morales negativos, es decir, los que declaran moralmente inaceptable la
elección de una determinada acción, tienen un valor absoluto para la libertad
humana: obligan siempre y en toda circunstancia, sin excepción. Indican que la
elección de determinados comportamientos es radicalmente incompatible con el
amor a Dios y la dignidad de la persona, creada a su imagen. Por eso, esta
elección no puede justificarse por la bondad de ninguna intención o
consecuencia, está en contraste insalvable con la comunión entre las personas,
contradice la decisión fundamental de orientar la propia vida a Dios.99 Ya
en este sentido los preceptos morales negativos tienen una importantísima
función positiva: el « no » que exigen incondicionalmente marca el límite
infranqueable más allá del cual el hombre libre no puede pasar y, al mismo
tiempo, indica el mínimo que debe respetar y del que debe partir para
pronunciar innumerables « sí », capaces de abarcar progresivamente el
horizonte completo del bien (cf. Mt 5, 48). Los mandamientos, en
particular los preceptos morales negativos, son el inicio y la primera etapa
necesaria del camino hacia la libertad: « La primera libertad —escribe san
Agustín— es no tener delitos... como homicidio, adulterio, alguna inmundicia de
fornicación, hurto, fraude, sacrilegio y otros parecidos. Cuando el hombre
empieza a no tener tales delitos (el cristiano no debe tenerlos), comienza a
levantar la cabeza hacia la libertad; pero ésta es una libertad incoada, no es
perfecta ».100 76.
El mandamiento « no matarás » establece, por tanto, el punto de partida de un
camino de verdadera libertad, que nos lleva a promover activamente la vida y a
desarrollar determinadas actitudes y comportamientos a su servicio. Obrando
así, ejercitamos nuestra responsabilidad hacia las personas que nos han sido
confiadas y manifestamos, con las obras y según la verdad, nuestro
reconocimiento a Dios por el gran don de la vida (cf. Sal 139138,
13-14). El
Creador ha confiado la vida del hombre a su cuidado responsable, no para que
disponga de ella de modo arbitrario, sino para que la custodie con sabiduría y
la administre con amorosa fidelidad. El Dios de la Alianza ha confiado la vida
de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del
dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida del otro. En la plenitud
de los tiempos, el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida por el hombre, ha
demostrado a qué altura y profundidad puede llegar esta ley de la reciprocidad.
Cristo, con el don de su Espíritu, da contenidos y significados nuevos a la ley
de la reciprocidad, a la entrega del hombre al hombre. El Espíritu, que es
artífice de comunión en el amor, crea entre los hombres una nueva fraternidad y
solidaridad, reflejo verdadero del misterio de recíproca entrega y acogida
propio de la Santísima Trinidad. El mismo Espíritu llega a ser la ley nueva,
que da la fuerza a los creyentes y apela a su responsabilidad para vivir con
reciprocidad el don de sí mismos y la acogida del otro, participando del amor
mismo de Jesucristo según su medida. 77.
En esta ley nueva se inspira y plasma el mandamiento « no matarás ». Por tanto,
para el cristiano implica en definitiva el imperativo de respetar, amar y
promover la vida de cada hermano, según las exigencias y las dimensiones del
amor de Dios en Jesucristo. « El dio su vida por nosotros. También nosotros debemos
dar la vida por los hermanos » (1 Jn 3, 16). El
mandamiento « no matarás », incluso en sus contenidos más positivos de respeto,
amor y promoción de la vida humana, obliga a todo hombre. En efecto, resuena en
la conciencia moral de cada uno como un eco permanente de la alianza original
de Dios creador con el hombre; puede ser conocido por todos a la luz de la
razón y puede ser observado gracias a la acción misteriosa del Espíritu que,
soplando donde quiere (cf. Jn 3, 8), alcanza y compromete a cada hombre
que vive en este mundo. Por
tanto, lo que todos debemos asegurar a nuestro prójimo es un servicio de amor,
para que siempre se defienda y promueva su vida, especialmente cuando es más
débil o está amenazada. Es una exigencia no sólo personal sino también social,
que todos debemos cultivar, poniendo el respeto incondicional de la vida humana
como fundamento de una sociedad renovada. Se
nos pide amar y respetar la vida de cada hombre y de cada mujer y trabajar con
constancia y valor, para que se instaure finalmente en nuestro tiempo, marcado
por tantos signos de muerte, una cultura nueva de la vida, fruto de la cultura
de la verdad y del amor. CAPITULO IV
A MI ME LO HICISTEIS «
Vosotros sois el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas » (cf. 1
P 2, 9): el pueblo de la vida y para la vida 78.
La Iglesia ha recibido el Evangelio como anuncio y fuente de gozo y salvación.
Lo ha recibido como don de Jesús, enviado del Padre « para anunciar a los
pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18). Lo ha recibido a través de los
Apóstoles, enviados por El a todo el mundo (cf. Mc 16, 15; Mt 28,
19-20). La Iglesia, nacida de esta acción evangelizadora, siente resonar en sí
misma cada día la exclamación del Apóstol: « ¡Ay de mí si no predicara el
Evangelio! » (1 Cor 9, 16). En efecto, « evangelizar —como
escribía Pablo VI— constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su
identidad más profunda. Ella existe para evangelizar ».101 La
evangelización es una acción global y dinámica, que compromete a la Iglesia a
participar en la misión profética, sacerdotal y real del Señor Jesús. Por
tanto, conlleva inseparablemente las dimensiones del anuncio, de la
celebración y del servicio de la caridad. Es un acto profundamente
eclesial, que exige la cooperación de todos los operarios del Evangelio,
cada uno según su propio carisma y ministerio. Así
sucede también cuando se trata de anunciar el Evangelio de la vida, parte
integrante del Evangelio que es Jesucristo. Nosotros estamos al servicio de
este Evangelio, apoyados por la certeza de haberlo recibido como don y de haber
sido enviados a proclamarlo a toda la humanidad « hasta los confines de la
tierra » (Hch 1, 8). Mantengamos, por ello, la conciencia humilde y
agradecida de ser el pueblo de la vida y para la vida y presentémonos de
este modo ante todos. 79.
Somos el pueblo de la vida porque Dios, en su amor gratuito, nos ha dado
el Evangelio de la vida y hemos sido transformados y salvados por este
mismo Evangelio. Hemos sido redimidos por el « autor de la vida » (Hch 3,
15) a precio de su preciosa sangre (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1 P 1,
19) y mediante el baño bautismal hemos sido injertados en El (cf. Rm 6,
4-5; Col 2, 12), como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol
único (cf. Jn 15, 5). Renovados interiormente por la gracia del
Espíritu, « que es Señor y da la vida », hemos llegado a ser un pueblo para
la vida y estamos llamados a comportarnos como tal. Somos
enviados: estar al servicio de la vida no es para nosotros una
vanagloria, sino un deber, que nace de la conciencia de ser el pueblo adquirido
por Dios para anunciar sus alabanzas (cf. 1 P 2, 9). En nuestro camino nos
guía y sostiene la ley del amor: el amor cuya fuente y modelo es el Hijo de
Dios hecho hombre, que « muriendo ha dado la vida al mundo ».102 Somos
enviados como pueblo. El compromiso al servicio de la vida obliga a todos y
cada uno. Es una responsabilidad propiamente « eclesial », que exige la acción
concertada y generosa de todos los miembros y de todas las estructuras de la
comunidad cristiana. Sin embargo, la misión comunitaria no elimina ni disminuye
la responsabilidad de cada persona, a la cual se dirige el mandato del
Señor de « hacerse prójimo » de cada hombre: « Vete y haz tú lo mismo » (Lc 10,
37). Todos
juntos sentimos el deber de anunciar el Evangelio de la vida, de celebrarlo
en la liturgia y en toda la existencia, de servirlo con las diversas
iniciativas y estructuras de apoyo y promoción. «
Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos » (1 Jn 1,
3): anunciar el Evangelio de la vida 80.
« Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la
Palabra de la vida... os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en
comunión con nosotros » (1 Jn 1, 1. 3). Jesús es el único Evangelio: no
tenemos otra cosa que decir y testimoniar. Precisamente
el anuncio de Jesús es anuncio de la vida. En efecto, El es « la
Palabra de vida » (1 Jn 1, 1). En El « la vida se manifestó » (1 Jn 1,
2); más aún, él mismo es « la vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y
que se nos manifestó » (ivi). Esta misma vida, gracias al don del Espíritu,
ha sido comunicada al hombre. La vida terrena de cada uno, ordenada a la vida
en plenitud, a la « vida eterna », adquiere también pleno sentido. Iluminados
por este Evangelio de la vida, sentimos la necesidad de proclamarlo y
testimoniarlo por la novedad sorprendente que lo caracteriza. Este
Evangelio, al identificarse con el mismo Jesús, portador de toda novedad 103 y
vencedor de la « vejez » causada por el pecado y que lleva a la muerte,104
supera toda expectativa del hombre y descubre la sublime altura a la que, por
gracia, es elevada la dignidad de la persona. Así la contempla san Gregorio de
Nisa: « El hombre que, entre los seres, no cuenta nada, que es polvo, hierba,
vanidad, cuando es adoptado por el Dios del universo como hijo, llega a ser familiar
de este Ser, cuya excelencia y grandeza nadie puede ver, escuchar y comprender.
?Con qué palabra, pensamiento o impulso del espíritu se podrá exaltar la
sobreabundancia de esta gracia? El hombre sobrepasa su naturaleza: de mortal se
hace inmortal, de perecedero imperecedero, de efímero eterno, de hombre se hace
dios ».105 El
agradecimiento y la alegría por la dignidad inconmensurable del hombre nos
mueve a hacer a todos partícipes de este mensaje: « Lo que hemos visto y oído,
os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1
Jn 1, 3). Es necesario hacer llegar el Evangelio de la vida al
corazón de cada hombre y mujer e introducirlo en lo más recóndito de toda la
sociedad. 81.
Ante todo se trata de anunciar el núcleo de este Evangelio. Es anuncio
de un Dios vivo y cercano, que nos llama a una profunda comunión con El y nos
abre a la esperanza segura de la vida eterna; es afirmación del vínculo
indivisible que fluye entre la persona, su vida y su corporeidad; es
presentación de la vida humana como vida de relación, don de Dios, fruto y
signo de su amor; es proclamación de la extraordinaria relación de Jesús con
cada hombre, que permite reconocer en cada rostro humano el rostro de Cristo;
es manifestación del « don sincero de sí mismo » como tarea y lugar de
realización plena de la propia libertad. Al
mismo tiempo, se trata se señalar todas las consecuencias de este mismo
Evangelio, que se pueden resumir así: la vida humana, don precioso de Dios, es
sagrada e inviolable, y por esto, en particular, son absolutamente inaceptables
el aborto procurado y la eutanasia; la vida del hombre no sólo no debe ser
suprimida, sino que debe ser protegida con todo cuidado amoroso; la vida
encuentra su sentido en el amor recibido y dado, en cuyo horizonte hallan su
plena verdad la sexualidad y la procreación humana; en este amor incluso el
sufrimiento y la muerte tienen un sentido y, aun permaneciendo el misterio que
los envuelve, pueden llegar a ser acontecimientos de salvación; el respeto de la
vida exige que la ciencia y la técnica estén siempre ordenadas al hombre y a su
desarrollo integral; toda la sociedad debe respetar, defender y promover la
dignidad de cada persona humana, en todo momento y condición de su vida. 82.
Para ser verdaderamente un pueblo al servicio de la vida debemos, con
constancia y valentía, proponer estos contenidos desde el primer anuncio del
Evangelio y, posteriormente, en la catequesis y en las diversas formas de
predicación, en el diálogo personal y en cada actividad educativa. A los
educadores, profesores, catequistas y teólogos corresponde la tarea de poner de
relieve las razones antropológicas que fundamentan y sostienen el
respeto de cada vida humana. De este modo, haciendo resplandecer la novedad
original del Evangelio de la vida, podremos ayudar a todos a descubrir,
también a la luz de la razón y de la experiencia, cómo el mensaje cristiano
ilumina plenamente el hombre y el significado de su ser y de su existencia;
hallaremos preciosos puntos de encuentro y de diálogo incluso con los no
creyentes, comprometidos todos juntos en hacer surgir una nueva cultura de la
vida. En
medio de las voces más dispares, cuando muchos rechazan la sana doctrina sobre
la vida del hombre, sentimos como dirigida también a nosotros la exhortación de
Pablo a Timoteo: « Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo,
reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina » (2 Tm 4, 2).
Esta exhortación debe encontrar un fuerte eco en el corazón de cuantos, en la
Iglesia, participan más directamente, con diverso título, en su misión de «
maestra » de la verdad. Que resuene ante todo para nosotros Obispos:
somos los primeros a quienes se pide ser anunciadores incansables del Evangelio
de la vida; a nosotros se nos confía también la misión de vigilar sobre la
trasmisión íntegra y fiel de la enseñanza propuesta en esta Encíclica y adoptar
las medidas más oportunas para que los fieles sean preservados de toda doctrina
contraria a la misma. Debemos poner una atención especial para que en las facultades
teológicas, en los seminarios y en las diversas instituciones católicas se
difunda, se ilustre y se profundice el conocimiento de la sana doctrina.106 Que
la exhortación de Pablo resuene para todos los teólogos, para los pastores
y para todos los que desarrollan tareas de enseñanza, catequesis y
formación de las conciencias: conscientes del papel que les pertenece, no
asuman nunca la grave responsabilidad de traicionar la verdad y su misma misión
exponiendo ideas personales contrarias al Evangelio de la vida como lo
propone e interpreta fielmente el Magisterio. Al
anunciar este Evangelio, no debemos temer la hostilidad y la impopularidad,
rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de
este mundo (cf. Rm 12, 2). Debemos estar en el mundo, pero no ser
del mundo (cf. Jn 15, 19; 17, 16), con la fuerza que nos viene de
Cristo, que con su muerte y resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16,
33). «
Te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy » (Sal
139138, 14): celebrar el Evangelio de la vida 83.
Enviados al mundo como « pueblo para la vida », nuestro anuncio debe ser
también una celebración verdadera y genuina del Evangelio de la vida. Más
aún, esta celebración, con la fuerza evocadora de sus gestos, símbolos y ritos,
debe convertirse en lugar precioso y significativo para transmitir la belleza y
grandeza de este Evangelio. Con
este fin, urge ante todo cultivar, en nosotros y en los demás, una
mirada contemplativa.107 Esta nace de la fe en el Dios de la vida, que ha
creado a cada hombre haciéndolo como un prodigio (cf. Sal 139138, 14).
Es la mirada de quien ve la vida en su profundidad, percibiendo sus dimensiones
de gratuidad, belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la
mirada de quien no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como
un don, descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su
imagen viviente (cf. Gn 1, 27; Sal 8, 6). Esta mirada no se rinde
desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de la
muerte; sino que se deja interpelar por todas estas situaciones para buscar un
sentido y, precisamente en estas circunstancias, encuentra en el rostro de cada
persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad. Es
el momento de asumir todos esta mirada, volviendo a ser capaces, con el ánimo
lleno de religiosa admiración, de venerar y respetar a todo hombre, como
nos invitaba a hacer Pablo VI en uno de sus primeros mensajes de Navidad.108 El
pueblo nuevo de los redimidos, animado por esta mirada contemplativa, prorrumpe
en himnos de alegría, alabanza y agradecimiento por el don inestimable de la
vida, por el misterio de la llamada de todo hombre a participar en Cristo
de la vida de gracia, y a una existencia de comunión sin fin con Dios Creador y
Padre. 84.
Celebrar el Evangelio de la vida significa celebrar el Dios de la vida, el
Dios que da la vida: « Celebremos ahora la Vida eterna, fuente de toda
vida. Desde ella y por ella se extiende a todos los seres que de algún modo
participan de la vida, y de modo conveniente a cada uno de ellos. La Vida
divina es por sí vivificadora y creadora de la vida. Toda vida y toda moción
vital proceden de la Vida, que está sobre toda vida y sobre el principio de
ella. De esta Vida les viene a las almas el ser inmortales, y gracias a ella
vive todo ser viviente, plantas y animales hasta el grado ínfimo de vida.
Además, da a los hombres, a pesar de ser compuestos, una vida similar, en lo
posible, a la de los ángeles. Por la abundancia de su bondad, a nosotros, que
estamos separados, nos atrae y dirige. Y lo que es todavía más maravilloso:
promete que nos trasladará íntegramente, es decir, en alma y cuerpo, a la vida
perfecta e inmortal. No basta decir que esta Vida está viviente, que es
Principio de vida, Causa y Fundamento único de la vida. Conviene, pues, a toda
vida el contemplarla y alabarla: es Vida que vivifica toda vida ».109 Como
el Salmista también nosotros, en la oración cotidiana, individual y
comunitaria, alabamos y bendecimos a Dios nuestro Padre, que nos ha tejido en
el seno materno y nos ha visto y amado cuando todavía éramos informes (cf. Sal
139138, 13. 15-16), y exclamamos con incontenible alegría: « Yo te doy
gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi alma
conocías cabalmente » (Sal 139138, 14). Sí, « esta vida mortal, a pesar
de sus tribulaciones, de sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal
caducidad, es un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un
acontecimiento digno de ser cantado con júbilo y gloria ».110 Más aún, el
hombre y su vida no se nos presentan sólo como uno de los prodigios más grandes
de la creación: Dios ha dado al hombre una dignidad casi divina (cf. Sal 8,
6-7). En cada niño que nace y en cada hombre que vive y que muere reconocemos
la imagen de la gloria de Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del
Dios vivo, icono de Jesucristo. Estamos
llamados a expresar admiración y gratitud por la vida recibida como don, y a
acoger, gustar y comunicar el Evangelio de la vida no sólo con la
oración personal y comunitaria, sino sobre todo con las celebraciones del
año litúrgico. Se deben recordar aquí particularmente los Sacramentos, signos
eficaces de la presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en la
existencia cristiana. Ellos hacen a los hombres partícipes de la vida divina,
asegurándoles la energía espiritual necesaria para realizar verdaderamente el
significado de vivir, sufrir y morir. Gracias a un nuevo y genuino
descubrimiento del significado de los ritos y a su adecuada valoración, las
celebraciones litúrgicas, sobre todo las sacramentales, serán cada vez más
capaces de expresar la verdad plena sobre el nacimiento, la vida, el
sufrimiento y la muerte, ayudando a vivir estas realidades como participación
en el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado. 85.
En la celebración del Evangelio de la vida es preciso saber apreciar
y valorar también los gestos y los símbolos, de los que son ricas las diversas
tradiciones y costumbres culturales y populares. Son momentos y formas de
encuentro con las que, en los diversos Países y culturas, se manifiestan el
gozo por una vida que nace, el respeto y la defensa de toda existencia humana,
el cuidado del que sufre o está necesitado, la cercanía al anciano o al
moribundo, la participación del dolor de quien está de luto, la esperanza y el
deseo de inmortalidad. En
esta perspectiva, acogiendo también la sugerencia de los Cardenales en el
Consistorio de 1991, propongo que se celebre cada año en las distintas Naciones
una Jornada por la Vida, como ya tiene lugar por iniciativa de algunas
Conferencias Episcopales. Es necesario que esta Jornada se prepare y se celebre
con la participación activa de todos los miembros de la Iglesia local. Su fin
fundamental es suscitar en las conciencias, en las familias, en la Iglesia y en
la sociedad civil, el reconocimiento del sentido y del valor de la vida humana
en todos sus momentos y condiciones, centrando particularmente la atención
sobre la gravedad del aborto y de la eutanasia, sin olvidar tampoco los demás
momentos y aspectos de la vida, que merecen ser objeto de atenta consideración,
según sugiera la evolución de la situación histórica. 86.
Respecto al culto espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12, 1), la
celebración del Evangelio de la vida debe realizarse sobre todo en la existencia
cotidiana, vivida en el amor por los demás y en la entrega de uno mismo.
Así, toda nuestra existencia se hará acogida auténtica y responsable del don de
la vida y alabanza sincera y reconocida a Dios que nos ha hecho este don. Es lo
que ya sucede en tantísimos gestos de entrega, con frecuencia humilde y
escondida, realizados por hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y
ancianos, sanos y enfermos. En
este contexto, rico en humanidad y amor, es donde surgen también los gestos
heroicos. Estos son la celebración más solemne del Evangelio de la vida,
porque lo proclaman con la entrega total de sí mismos; son la
elocuente manifestación del grado más elevado del amor, que es dar la vida por
la persona amada (cf. Jn 15, 13); son la participación en el misterio de
la Cruz, en la que Jesús revela cuánto vale para El la vida de cada hombre y
cómo ésta se realiza plenamente en la entrega sincera de sí mismo. Más allá de
casos clamorosos, está el heroísmo cotidiano, hecho de pequeños o grandes
gestos de solidaridad que alimentan una auténtica cultura de la vida. Entre
ellos merece especial reconocimiento la donación de órganos, realizada según
criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e
incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanzas. A
este heroísmo cotidiano pertenece el testimonio silencioso, pero a la vez
fecundo y elocuente, de « todas las madres valientes, que se dedican sin
reservas a su familia, que sufren al dar a luz a sus hijos, y luego están
dispuestas a soportar cualquier esfuerzo, a afrontar cualquier sacrificio, para
transmitirles lo mejor de sí mismas ».111 Al desarrollar su misión « no siempre
estas madres heroicas encuentran apoyo en su ambiente. Es más, los modelos de
civilización, a menudo promovidos y propagados por los medios de comunicación,
no favorecen la maternidad. En nombre del progreso y la modernidad, se
presentan como superados ya los valores de la fidelidad, la castidad y el
sacrificio, en los que se han distinguido y siguen distinguiéndose innumerables
esposas y madres cristianas... Os damos las gracias, madres heroicas, por
vuestro amor invencible. Os damos las gracias por la intrépida confianza en
Dios y en su amor. Os damos las gracias por el sacrificio de vuestra vida...
Cristo, en el misterio pascual, os devuelve el don que le habéis hecho, pues
tiene el poder de devolveros la vida que le habéis dado como ofrenda ».112 «
?De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no
tiene obras? » (St 2, 14): servir el Evangelio de la vida 87.
En virtud de la participación en la misión real de Cristo, el apoyo y la
promoción de la vida humana deben realizarse mediante el servicio de la
caridad, que se manifiesta en el testimonio personal, en las diversas
formas de voluntariado, en la animación social y en el compromiso político.
Esta es una exigencia particularmente apremiante en el momento actual, en
que la « cultura de la muerte » se contrapone tan fuertemente a la « cultura de
la vida » y con frecuencia parece que la supera. Sin embargo, es ante todo una
exigencia que nace de la « fe que actúa por la caridad » (Gal 5, 6),
como nos exhorta la Carta de Santiago: « ?De qué sirve, hermanos míos, que
alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? ?Acaso podrá salvarle la
fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y
algunos de vosotros les dice: "Idos en paz, calentaos y hartaos",
pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ?de qué sirve? Así también la fe,
si no tiene obras, está realmente muerta » (2, 14-17). En
el servicio de la caridad, hay una actitud que debe animarnos y distinguirnos:
hemos de hacernos cargo del otro como persona confiada por Dios a nuestra
responsabilidad. Como discípulos de Jesús, estamos llamados a hacernos prójimos
de cada hombre (cf. Lc 10, 29-37), teniendo una preferencia especial por
quien es más pobre, está sólo y necesitado. Precisamente mediante la ayuda al
hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado
—como también al niño aún no nacido, al anciano que sufre o cercano a la
muerte— tenemos la posibilidad de servir a Jesús, como El mismo dijo: « Cuanto
hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis » (Mt
25, 40). Por eso, nos sentimos interpelados y juzgados por las palabras
siempre actuales de san Juan Crisóstomo: « ?Queréis de verdad honrar el cuerpo
de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No le honréis aquí en el templo con
vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez ».113 El
servicio de la caridad a la vida debe ser profundamente unitario: no se
pueden tolerar unilateralismos y discriminaciones, porque la vida humana es
sagrada e inviolable en todas sus fases y situaciones. Es un bien indivisible.
Por tanto, se trata de « hacerse cargo » de toda la vida y de la vida de
todos. Más aún, se trata de llegar a las raíces mismas de la vida y del
amor. Partiendo
precisamente de un amor profundo por cada hombre y mujer, se ha desarrollado a
lo largo de los siglos una extraordinaria historia de caridad, que ha
introducido en la vida eclesial y civil numerosas estructuras de servicio a la
vida, que suscitan la admiración de todo observador sin prejuicios. Es una
historia que cada comunidad cristiana, con nuevo sentido de responsabilidad,
debe continuar escribiendo a través de una acción pastoral y social múltiple.
En este sentido, se deben poner en práctica formas discretas y eficaces de acompañamiento
de la vida naciente, con una especial cercanía a aquellas madres que,
incluso sin el apoyo del padre, no tienen miedo de traer al mundo su hijo y
educarlo. Una atención análoga debe prestarse a la vida que se encuentra en la
marginación o en el sufrimiento, especialmente en sus fases finales. 88.
Todo esto supone una paciente y valiente obra educativa que apremie a
todos y cada uno a hacerse cargo del peso de los demás (cf. Gal 6, 2);
exige una continua promoción de vocaciones al servicio, particularmente
entre los jóvenes; implica la realización de proyectos e iniciativas concretas,
estables e inspiradas en el Evangelio. Múltiples
son los medios para valorar con competencia y serio propósito. Respecto
a los inicios de la vida, los centros de métodos naturales de regulación de
la fertilidad han de ser promovidos como una valiosa ayuda para la
paternidad y maternidad responsables, en la que cada persona, comenzando por el
hijo, es reconocida y respetada por sí misma, y cada decisión es animada y
guiada por el criterio de la entrega sincera de sí. También los consultorios
matrimoniales y familiares, mediante su acción específica de consulta y
prevención, desarrollada a la luz de una antropología coherente con la visión
cristiana de la persona, de la pareja y de la sexualidad, constituyen un
servicio precioso para profundizar en el sentido del amor y de la vida y para
sostener y acompañar cada familia en su misión como « santuario de la vida ».
Al servicio de la vida naciente están también los centros de ayuda a la vida
y las casas o centros de acogida de la vida. Gracias a su labor muchas
madres solteras y parejas en dificultad hallan razones y convicciones, y
encuentran asistencia y apoyo para superar las molestias y miedos de acoger una
vida naciente o recién dada a luz. Ante
condiciones de dificultad, extravío, enfermedad y marginación en la vida, otros
medios —como las comunidades de recuperación de drogadictos, las residencias
para menores o enfermos mentales, los centros de atención y acogida para
enfermos de SIDA, y las cooperativas de solidaridad sobre todo para
incapacitados— son expresiones elocuentes de lo que la caridad sabe
inventar para dar a cada uno razones nuevas de esperanza y posibilidades
concretas de vida. Cuando
la existencia terrena llega a su fin, de nuevo la caridad encuentra los medios
más oportunos para que los ancianos, especialmente si no son
autosuficientes, y los llamados enfermos terminales puedan gozar de una
asistencia verdaderamente humana y recibir cuidados adecuados a sus exigencias,
en particular a su angustia y soledad. En estos casos es insustituible el papel
de las familias; pero pueden encontrar gran ayuda en las estructuras sociales
de asistencia y, si es necesario, recurriendo a los cuidados paliativos, utilizando
los adecuados servicios sanitarios y sociales, presentes tanto en los centros
de hospitalización y tratamiento públicos como a domicilio. En
particular, se debe revisar la función de los hospitales, de las clínicas
y de las casas de salud: su verdadera identidad no es sólo la de
estructuras en las que se atiende a los enfermos y moribundos, sino ante todo
la de ambientes en los que el sufrimiento, el dolor y la muerte son
considerados e interpretados en su significado humano y específicamente
cristiano. De modo especial esta identidad debe ser clara y eficaz en los institutos
regidos por religiosos o relacionados de alguna manera con la Iglesia. 89.
Estas estructuras y centros de servicio a la vida, y todas las demás
iniciativas de apoyo y solidaridad que las circunstancias puedan aconsejar
según los casos, tienen necesidad de ser animadas por personas generosamente
disponibles y profundamente conscientes de lo fundamental que es el Evangelio
de la vida para el bien del individuo y de la sociedad. Es
peculiar la responsabilidad confiada a todo el personal sanitario: médicos,
farmacéuticos, enfermeros, capellanes, religiosos y religiosas, personal
administrativo y voluntarios. Su profesión les exige ser
custodios y servidores de la vida humana. En el contexto cultural y social
actual, en que la ciencia y la medicina corren el riesgo de perder su dimensión
ética original, ellos pueden estar a veces fuertemente tentados de convertirse
en manipuladores de la vida o incluso en agentes de muerte. Ante esta
tentación, su responsabilidad ha crecido hoy enormemente y encuentra su
inspiración más profunda y su apoyo más fuerte precisamente en la intrínseca e
imprescindible dimensión ética de la profesión sanitaria, como ya reconocía el
antiguo y siempre actual juramento de Hipócrates, según el cual se exige
a cada médico el compromiso de respetar absolutamente la vida humana y su
carácter sagrado. El
respeto absoluto de toda vida humana inocente exige tambiénejercer la
objeción de conciencia ante el aborto procurado y la eutanasia. El « hacer
morir » nunca puede considerarse un tratamiento médico, ni siquiera cuando la
intención fuera sólo la de secundar una petición del paciente: es más bien la
negación de la profesión sanitaria que debe ser un apasionado y tenaz « sí » a
la vida. También la investigación biomédica, campo fascinante y prometedor de
nuevos y grandes beneficios para la humanidad, debe rechazar siempre los
experimentos, descubrimientos o aplicaciones que, al ignorar la dignidad
inviolable del ser humano, dejan de estar al servicio de los hombres y se
transforman en realidades que, aparentando socorrerlos, los oprimen. 90.
Un papel específico están llamadas a desempeñar las personas comprometidas
en el voluntariado: ofrecen una aportación preciosa al servicio de la vida,
cuando saben conjugar la capacidad profesional con el amor generoso y gratuito.
El Evangelio de la vida las mueve a elevar los sentimientos de simple
filantropía a la altura de la caridad de Cristo; a reconquistar cada día, entre
fatigas y cansancios, la conciencia de la dignidad de cada hombre; a salir al
encuentro de las necesidades de las personas iniciando —si es preciso— nuevos
caminos allí donde más urgentes son las necesidades y más escasas las
atenciones y el apoyo. El
realismo tenaz de la caridad exige que al Evangelio de la vida se le
sirva también mediante formas de animación social y de compromiso político, defendiendo
y proponiendo el valor de la vida en nuestras sociedades cada vez más complejas
y pluralistas. Los individuos, las familias, los grupos y las asociaciones
tienen una responsabilidad, aunque a título y en modos diversos, en la
animación social y en la elaboración de proyectos culturales, económicos, políticos
y legislativos que, respetando a todos y según la lógica de la convivencia
democrática, contribuyan a edificar una sociedad en la que se reconozca y
tutele la dignidad de cada persona, y se defienda y promueva la vida de todos. Esta
tarea corresponde en particular a los responsables de la vida pública. Llamados
a servir al hombre y al bien común, tienen el deber de tomar decisiones
valientes en favor de la vida, especialmente en el campo de las disposiciones
legislativas. En un régimen democrático, donde las leyes y decisiones se
adoptan sobre la base del consenso de muchos, puede atenuarse el sentido de la
responsabilidad personal en la conciencia de los individuos investidos de
autoridad. Pero nadie puede abdicar jamás de esta responsabilidad, sobre todo
cuando se tiene un mandato legislativo o ejecutivo, que llama a responder ante
Dios, ante la propia conciencia y ante la sociedad entera de decisiones
eventualmente contrarias al verdadero bien común. Si las leyes no son el único
instrumento para defender la vida humana, sin embargo desempeñan un papel muy
importante y a veces determinante en la promoción de una mentalidad y de unas
costumbres. Repito una vez más que una norma que viola el derecho natural a la
vida de un inocente es injusta y, como tal, no puede tener valor de ley. Por
eso renuevo con fuerza mi llamada a todos los políticos para que no promulguen
leyes que, ignorando la dignidad de la persona, minen las raíces de la misma
convivencia ciudadana. La
Iglesia sabe que, en el contexto de las democracias pluralistas, es difícil
realizar una eficaz defensa legal de la vida por la presencia de fuertes
corrientes culturales de diversa orientación. Sin embargo, movida por la
certeza de que la verdad moral encuentra un eco en la intimidad de cada conciencia,
anima a los políticos, comenzando por los cristianos, a no resignarse y a
adoptar aquellas decisiones que, teniendo en cuenta las posibilidades
concretas, lleven a restablecer un orden justo en la afirmación y promoción del
valor de la vida. En esta perspectiva, es necesario poner de relieve que no
basta con eliminar las leyes inicuas. Hay que eliminar las causas que favorecen
los atentados contra la vida, asegurando sobre todo el apoyo debido a la
familia y a la maternidad: la política familiar debe ser eje y motor
de todas las políticas sociales. Por tanto, es necesario promover
iniciativas sociales y legislativas capaces de garantizar condiciones de
auténtica libertad en la decisión sobre la paternidad y la maternidad; además,
es necesario replantear las políticas laborales, urbanísticas, de vivienda y de
servicios para que se puedan conciliar entre sí los horarios de trabajo y los
de la familia, y sea efectivamente posible la atención a los niños y a los
ancianos. 91.
La problemática demográfica constituye hoy un capítulo importante de la
política sobre la vida. Las autoridades públicas tienen ciertamente la
responsabilidad de « intervenir para orientar la demografía de la población »;
114 pero estas iniciativas deben siempre presuponer y respetar la
responsabilidad primaria e inalienable de los esposos y de las familias, y no
pueden recurrir a métodos no respetuosos de la persona y de sus derechos
fundamentales, comenzando por el derecho a la vida de todo ser humano inocente.
Por tanto, es moralmente inaceptable que, para regular la natalidad, se
favorezca o se imponga el uso de medios como la anticoncepción, la
esterilización y el aborto. Los
caminos para resolver el problema demográfico son otros: los Gobiernos y las
distintas instituciones internacionales deben mirar ante todo a la creación de
las condiciones económicas, sociales, médico-sanitarias y culturales que
permitan a los esposos tomar sus opciones procreativas con plena libertad y con
verdadera responsabilidad; deben además esforzarse en « aumentar los medios y
distribuir con mayor justicia la riqueza para que todos puedan participar
equitativamente de los bienes de la creación. Hay que buscar soluciones a nivel
mundial, instaurando una verdadera economía de comunión y de participación
de bienes, tanto en el orden internacional como nacional ».115 Este es el
único camino que respeta la dignidad de las personas y de las familias, además
de ser el auténtico patrimonio cultural de los pueblos. El
servicio al Evangelio de la vida es, pues, vasto y complejo. Se nos
presenta cada vez más como un ámbito privilegiado y favorable para una
colaboración activa con los hermanos de las otras Iglesias y Comunidades
eclesiales, en la línea de aquel ecumenismo de las obras que el Concilio
Vaticano II autorizadamente impulsó.116 Además, se presenta como espacio
providencial para el diálogo y la colaboración con los fieles de otras
religiones y con todos los hombres de buena voluntad: la defensa y la
promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino deber y responsabilidad de
todos. El desafío que tenemos ante nosotros, a las puertas del tercer
milenio, es arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en el valor de
la vida podrá evitar una derrota de la civilización de consecuencias
imprevisibles. «
La herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas » (Sal 127126,
3): la familia « santuario de la vida » 92.
Dentro del « pueblo de la vida y para la vida », es decisiva la
responsabilidad de la familia: es una responsabilidad que brota de su
propia naturaleza —la de ser comunidad de vida y de amor, fundada sobre el
matrimonio— y de su misión de « custodiar, revelar y comunicar el amor ».117 Se
trata del amor mismo de Dios, cuyos colaboradores y como intérpretes en la
transmisión de la vida y en su educación según el designio del Padre son los
padres.118 Es, pues, el amor que se hace gratuidad, acogida, entrega: en la
familia cada uno es reconocido, respetado y honrado por ser persona y, si hay
alguno más necesitado, la atención hacia él es más intensa y viva. La
familia está llamada a esto a lo largo de la vida de sus miembros, desde el
nacimiento hasta la muerte. La familia es verdaderamente « el santuario de
la vida..., el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y
protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta,
y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano
».119 Por esto, el papel de la familia en la edificación de la cultura de la
vida es determinante e insustituible. Como
iglesia doméstica, la familia está llamada a anunciar, celebrar y servir
el Evangelio de la vida. Es una tarea que corresponde principalmente a
los esposos, llamados a transmitir la vida, siendo cada vez más conscientes
del significado de la procreación, como acontecimiento privilegiado en el
cual se manifiesta que la vida humana es un don recibido para ser a su vez
dado. En la procreación de una nueva vida los padres descubren que el hijo,
« si es fruto de su recíproca donación de amor, es a su vez un don para ambos:
un don que brota del don ».120 Es
principalmente mediante la educación de los hijos como la familia cumple
su misión de anunciar el Evangelio de la vida. Con la palabra y el
ejemplo, en las relaciones y decisiones cotidianas, y mediante gestos y
expresiones concretas, los padres inician a sus hijos en la auténtica libertad,
que se realiza en la entrega sincera de sí, y cultivan en ellos el respeto del
otro, el sentido de la justicia, la acogida cordial, el diálogo, el servicio
generoso, la solidaridad y los demás valores que ayudan a vivir la vida como un
don. La tarea educadora de los padres cristianos debe ser un servicio a la fe
de los hijos y una ayuda para que ellos cumplan la vocación recibida de Dios.
Pertenece a la misión educativa de los padres enseñar y testimoniar a los hijos
el sentido verdadero del sufrimiento y de la muerte. Lo podrán hacer si saben
estar atentos a cada sufrimiento que encuentren a su alrededor y,
principalmente, si saben desarrollar actitudes de cercanía, asistencia y
participación hacia los enfermos y ancianos dentro del ámbito familiar. 93.
Además, la familia celebra el Evangelio de la vida con la oración cotidiana,
individual y familiar: con ella alaba y da gracias al Señor por el don de
la vida e implora luz y fuerza para afrontar los momentos de dificultad y de
sufrimiento, sin perder nunca la esperanza. Pero la celebración que da
significado a cualquier otra forma de oración y de culto es la que se expresa
en la vida cotidiana de la familia, si es una vida hecha de amor y
entrega. De
este modo la celebración se transforma en un servicio al Evangelio de la
vida, que se expresa por medio de la solidaridad, experimentada
dentro y alrededor de la familia como atención solícita, vigilante y cordial en
las pequeñas y humildes cosas de cada día. Una expresión particularmente
significativa de solidaridad entre las familias es la disponibilidad a la adopción
o a la acogida temporal de niños abandonados por sus padres o en
situaciones de grave dificultad. El verdadero amor paterno y materno va más
allá de los vínculos de carne y sangre acogiendo incluso a niños de otras
familias, ofreciéndoles todo lo necesario para su vida y pleno desarrollo.
Entre las formas de adopción, merece ser considerada también la adopción a
distancia, preferible en los casos en los que el abandono tiene como único
motivo las condiciones de grave pobreza de una familia. En efecto, con esta
forma de adopción se ofrecen a los padres las ayudas necesarias para mantener y
educar a los propios hijos, sin tener que desarraigarlos de su ambiente
natural. La
solidaridad, entendida como « determinación firme y perseverante de empeñarse
por el bien común »,121 requiere también ser llevada a cabo mediante formas de participación
social y política. En consecuencia, servir el Evangelio de la vida supone
que las familias, participando especialmente en asociaciones familiares,
trabajen para que las leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo
el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, sino que la
defiendan y promuevan. 94.
Una atención particular debe prestarse a los ancianos. Mientras en
algunas culturas las personas de edad más avanzada permanecen dentro de la
familia con un papel activo importante, por el contrario, en otras culturas el
viejo es considerado como un peso inútil y es abandonado a su propia suerte. En
semejante situación puede surgir con mayor facilidad la tentación de recurrir a
la eutanasia. La
marginación o incluso el rechazo de los ancianos son intolerables. Su presencia
en la familia o al menos la cercanía de la misma a ellos, cuando no sea posible
por la estrechez de la vivienda u otros motivos, son de importancia fundamental
para crear un clima de intercambio recíproco y de comunicación enriquecedora
entre las distintas generaciones. Por ello, es importante que se conserve, o se
restablezca donde se ha perdido, una especie de « pacto » entre las
generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados al término de su
camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les
dieron cuando nacieron: lo exige la obediencia al mandamiento divino de honrar
al padre y a la madre (cf. Ex 20, 12; Lv 19, 3). Pero hay algo
más. El anciano no se debe considerar sólo como objeto de atención, cercanía y
servicio. También él tiene que ofrecer una valiosa aportación al Evangelio
de la vida. Gracias al rico patrimonio de experiencias adquirido a lo largo
de los años, puede y debe ser transmisor de sabiduría, testigo de esperanza
y de caridad. Si
es cierto que « el futuro de la humanidad se fragua en la familia »,122 se debe
reconocer que las actuales condiciones sociales, económicas y culturales hacen
con frecuencia más ardua y difícil la misión de la familia al servicio de la
vida. Para que pueda realizar su vocación de « santuario de la vida », como
célula de una sociedad que ama y acoge la vida, es necesario y urgente que la
familia misma sea ayudada y apoyada. Las sociedades y los Estados deben
asegurarle todo el apoyo, incluso económico, que es necesario para que las
familias puedan responder de un modo más humano a sus propios problemas. Por su
parte, la Iglesia debe promover incansablemente una pastoral familiar que ayude
a cada familia a redescubrir y vivir con alegría y valor su misión en relación
con el Evangelio de la vida. «
Vivid como hijos de la luz » (Ef 5, 8): para realizar
un cambio cultural 95.
« Vivid como hijos de la luz... Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no
participéis en las obras infructuosas de las tinieblas » (Ef 5,
8.10-11). En el contexto social actual, marcado por una lucha dramática entre
la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte », debe madurar un
fuerte sentido crítico, capaz de discernir los verdaderos valores y las
auténticas exigencias. Es
urgente una movilización general de las conciencias y uncomún
esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de
la vida. Todos juntos debemos construir una nueva cultura de la vida: nueva,
para que sea capaz de afrontar y resolver los problemas propios de hoy sobre la
vida del hombre; nueva, para que sea asumida con una convicción más firme y
activa por todos los cristianos; nueva, para que pueda suscitar un encuentro
cultural serio y valiente con todos. La urgencia de este cambio cultural está
relacionada con la situación histórica que estamos atravesando, pero tiene su
raíz en la misma misión evangelizadora, propia de la Iglesia. En efecto, el
Evangelio pretende « transformar desde dentro, renovar la misma humanidad »;
123 es como la levadura que fermenta toda la masa (cf. Mt 13, 33) y,
como tal, está destinado a impregnar todas las culturas y a animarlas desde
dentro,124 para que expresen la verdad plena sobre el hombre y sobre su vida. Se
debe comenzar por la renovación de la cultura de la vida dentro de las
mismas comunidades cristianas. Muy a menudo los creyentes, incluso quienes
participan activamente en la vida eclesial, caen en una especie de separación
entre la fe cristiana y sus exigencias éticas con respecto a la vida, llegando
así al subjetivismo moral y a ciertos comportamientos inaceptables. Ante esto
debemos preguntarnos, con gran lucidez y valentía, qué cultura de la vida se
difunde hoy entre los cristianos, las familias, los grupos y las comunidades de
nuestras Diócesis. Con la misma claridad y decisión, debemos determinar qué
pasos hemos de dar para servir a la vida según la plenitud de su verdad. Al
mismo tiempo, debemos promover un diálogo serio y profundo con todos, incluidos
los no creyentes, sobre los problemas fundamentales de la vida humana, tanto en
los lugares de elaboración del pensamiento, como en los diversos ámbitos
profesionales y allí donde se desenvuelve cotidianamente la existencia de cada
uno. 96.
El primer paso fundamental para realizar este cambio cultural consiste en la formación
de la conciencia moral sobre el valor inconmensurable e inviolable de toda
vida humana. Es de suma importancia redescubrir el nexo inseparable entre
vida y libertad. Son bienes inseparables: donde se viola uno, el otro acaba
también por ser violado. No hay libertad verdadera donde no se acoge y ama la
vida; y no hay vida plena sino en la libertad. Ambas realidades guardan además
una relación innata y peculiar, que las vincula indisolublemente: la vocación
al amor. Este amor, como don sincero de sí,125 es el sentido más verdadero de
la vida y de la libertad de la persona. No
menos decisivo en la formación de la conciencia es eldescubrimiento del
vínculo constitutivo entre la libertad y la verdad. Como he repetido otras
veces, separar la libertad de la verdad objetiva hace imposible fundamentar los
derechos de la persona sobre una sólida base racional y pone las premisas para
que se afirme en la sociedad el arbitrio ingobernable de los individuos y el
totalitarismo del poder público causante de la muerte.126 Es
esencial pues que el hombre reconozca la evidencia original de su condición de
criatura, que recibe de Dios el ser y la vida como don y tarea. Sólo admitiendo
esta dependencia innata en su ser, el hombre puede desarrollar plenamente su
libertad y su vida y, al mismo tiempo, respetar en profundidad la vida y
libertad de las demás personas. Aquí se manifiesta ante todo que « el punto
central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el
misterio más grande: el misterio de Dios ».127 Cuando se niega a Dios y se vive
como si no existiera, o no se toman en cuenta sus mandamientos, se acaba
fácilmente por negar o comprometer también la dignidad de la persona humana y
el carácter inviolable de su vida. 97.
A la formación de la conciencia está vinculada estrechamente la labor
educativa, que ayuda al hombre a ser cada vez más hombre, lo introduce
siempre más profundamente en la verdad, lo orienta hacia un respeto creciente
por la vida, lo forma en las justas relaciones entre las personas. En
particular, es necesario educar en el valor de la vida comenzando por sus
mismas raíces. Es una ilusión pensar que se puede construir una verdadera
cultura de la vida humana, si no se ayuda a los jóvenes a comprender y vivir la
sexualidad, el amor y toda la existencia según su verdadero significado y en su
íntima correlación. La sexualidad, riqueza de toda la persona, « manifiesta su
significado íntimo al llevar a la persona hacia el don de sí misma en el amor
».128 La banalización de la sexualidad es uno de los factores principales que
están en la raíz del desprecio por la vida naciente: sólo un amor verdadero
sabe custodiar la vida. Por tanto, no se nos puede eximir de ofrecer sobre todo
a los adolescentes y a los jóvenes la auténtica educación de la sexualidad y
del amor, una educación que implica la formación de la castidad, como
virtud que favorece la madurez de la persona y la capacita para respetar el
significado « esponsal » del cuerpo. La
labor de educación para la vida requiere la formación de los esposos para la
procreación responsable. Esta exige, en su verdadero significado, que los
esposos sean dóciles a la llamada del Señor y actúen como fieles intérpretes de
su designio: esto se realiza abriendo generosamente la familia a nuevas vidas
y, en todo caso, permaneciendo en actitud de apertura y servicio a la vida
incluso cuando, por motivos serios y respetando la ley moral, los esposos optan
por evitar temporalmente o a tiempo indeterminado un nuevo nacimiento. La ley
moral les obliga de todos modos a encauzar las tendencias del instinto y de las
pasiones y a respetar las leyes biológicas inscritas en sus personas.
Precisamente este respeto legitima, al servicio de la responsabilidad en la
procreación, el recurso a los métodos naturales de regulación de la
fertilidad: éstos han sido precisados cada vez mejor desde el punto de
vista científico y ofrecen posibilidades concretas para adoptar decisiones en
armonía con los valores morales. Una consideración honesta de los resultados
alcanzados debería eliminar prejuicios todavía muy difundidos y convencer a los
esposos, y también a los agentes sanitarios y sociales, de la importancia de
una adecuada formación al respecto. La Iglesia está agradecida a quienes con
sacrificio personal y dedicación con frecuencia ignorada trabajan en la
investigación y difusión de estos métodos, promoviendo al mismo tiempo una
educación en los valores morales que su uso supone. La
labor educativa debe tener en cuenta también el sufrimiento y la muerte. En
realidad forman parte de la experiencia humana, y es vano, además de
equivocado, tratar de ocultarlos o descartarlos. Al contrario, se debe ayudar a
cada uno a comprender, en la realidad concreta y difícil, su misterio profundo.
El dolor y el sufrimiento tienen también un sentido y un valor, cuando se viven
en estrecha relación con el amor recibido y entregado. En este sentido he
querido que se celebre cada año la Jornada Mundial del Enfermo, destacando
« el carácter salvífico del ofrecimiento del sacrificio que, vivido en comunión
con Cristo, pertenece a la esencia misma de la redención ».129 Por otra parte,
incluso la muerte es algo más que una aventura sin esperanza: es la puerta de
la existencia que se proyecta hacia la eternidad y, para quienes la viven en
Cristo, es experiencia de participación en su misterio de muerte y
resurrección. 98.
En síntesis, podemos decir que el cambio cultural deseado aquí exige a todos el
valor de asumir un nuevo estilo de vida que se manifieste en poner como
fundamento de las decisiones concretas —a nivel personal, familiar, social e
internacional— la justa escala de valores: la primacía del ser sobre el
tener,130 de la persona sobre las cosas. 131
Este nuevo estilo de vida implica también pasar de la indiferencia al
interés por el otro y del rechazo a su acogida: los demás no son
contrincantes de quienes hay que defenderse, sino hermanos y hermanas con
quienes se ha de ser solidarios; hay que amarlos por sí mismos; nos enriquecen
con su misma presencia. En
la movilización por una nueva cultura de la vida nadie se debe sentir excluido:
todos tienen un papel importante que desempeñar. La misión de los profesores
y de los educadores es, junto con la de las familias,
particularmente importante. De ellos dependerá mucho que los jóvenes, formados
en una auténtica libertad, sepan custodiar interiormente y difundir a su
alrededor ideales verdaderos de vida, y que sepan crecer en el respeto y
servicio a cada persona, en la familia y en la sociedad. También
los intelectuales pueden hacer mucho en la construcción de una nueva
cultura de la vida humana. Una tarea particular corresponde a los intelectuales
católicos, llamados a estar presentes activamente en los círculos
privilegiados de elaboración cultural, en el mundo de la escuela y de la
universidad, en los ambientes de investigación científica y técnica, en los
puntos de creación artística y de la reflexión humanística. Alimentando su
ingenio y su acción en las claras fuentes del Evangelio, deben entregarse al
servicio de una nueva cultura de la vida con aportaciones serias, documentadas,
capaces de ganarse por su valor el respeto e interés de todos. Precisamente en
esta perspectiva he instituido la Pontificia Academia para la Vida con
el fin de « estudiar, informar y formar en lo que atañe a las principales
cuestiones de biomedicina y derecho, relativas a la promoción y a la defensa de
la vida, sobre todo en las que guardan mayor relación con la moral cristiana y
las directrices del Magisterio de la Iglesia ».132 Una aportación específica
deben dar también las Universidades, particularmente las católicas, y
los Centros, Institutos y Comités de bioética. Grande
y grave es la responsabilidad de los responsables de los medios de
comunicación social, llamados a trabajar para que la transmisión eficaz de
los mensajes contribuya a la cultura de la vida. Deben, por tanto, presentar
ejemplos de vida elevados y nobles, dando espacio a testimonios positivos y a
veces heroicos de amor al hombre; proponiendo con gran respeto los valores de
la sexualidad y del amor, sin enmascarar lo que deshonra y envilece la dignidad
del hombre. En la lectura de la realidad, deben negarse a poner de relieve lo
que pueda insinuar o acrecentar sentimientos o actitudes de indiferencia,
desprecio o rechazo ante la vida. En la escrupulosa fidelidad a la verdad de
los hechos, están llamados a conjugar al mismo tiempo la libertad de
información, el respeto a cada persona y un sentido profundo de humanidad. 99.
En el cambio cultural en favor de la vida las mujeres tienen un campo de
pensamiento y de acción singular y sin duda determinante: les corresponde ser
promotoras de un « nuevo feminismo » que, sin caer en la tentación de seguir
modelos « machistas », sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino
en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la
superación de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación. Recordando
las palabras del mensaje conclusivo del Concilio Vaticano II, dirijo también yo
a las mujeres una llamada apremiante: « Reconciliad a los hombres con la
vida ».133 Vosotras estáis llamadas a testimoniar el significado del
amor auténtico, de aquel don de uno mismo y de la acogida del otro que se
realizan de modo específico en la relación conyugal, pero que deben ser el alma
de cualquier relación interpersonal. La experiencia de la maternidad favorece
en vosotras una aguda sensibilidad hacia las demás personas y, al mismo tiempo,
os confiere una misión particular: « La maternidad conlleva una comunión
especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer... Este
modo único de contacto con el nuevo hombre que se está formando crea a su vez
una actitud hacia el hombre —no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre
en general—, que caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer
».134 En efecto, la madre acoge y lleva consigo a otro ser, le permite crecer en
su seno, le ofrece el espacio necesario, respetándolo en su alteridad. Así, la
mujer percibe y enseña que las relaciones humanas son auténticas si se abren a
la acogida de la otra persona, reconocida y amada por la dignidad que tiene por
el hecho de ser persona y no de otros factores, como la utilidad, la fuerza, la
inteligencia, la belleza o la salud. Esta es la aportación fundamental que la
Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres. Y es la premisa insustituible
para un auténtico cambio cultural. Una
reflexión especial quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis
recurrido al aborto. La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber
influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de
una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha
cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo
profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no
abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en
su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al
arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su
perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Os daréis cuenta de que
nada está perdido y podréis pedir perdón también a vuestro hijo que ahora vive
en el Señor. Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y
competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores
más elocuentes del derecho de todos a la vida. Por medio de vuestro compromiso
por la vida, coronado eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y
expresado con la acogida y la atención hacia quien está más necesitado de
cercanía, seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre. 100.
En este gran esfuerzo por una nueva cultura de la vida estamos sostenidos y
animados por la confianza de quien sabe que el Evangelio de la vida, como
el Reino de Dios, crece y produce frutos abundantes (cf. Mc 4, 26-29).
Es ciertamente enorme la desproporción que existe entre los medios, numerosos y
potentes, con que cuentan quienes trabajan al servicio de la « cultura de la
muerte » y los de que disponen los promotores de una « cultura de la vida y del
amor ». Pero nosotros sabemos que podemos confiar en la ayuda de Dios, para
quien nada es imposible (cf. Mt 19, 26). Con
esta profunda certeza, y movido por la firme solicitud por cada hombre y mujer,
repito hoy a todos cuanto he dicho a las familias comprometidas en sus
difíciles tareas en medio de las insidias que las amenazan: 135 es urgente
una gran oración por la vida, que abarque al mundo entero. Que desde cada
comunidad cristiana, desde cada grupo o asociación, desde cada familia y desde
el corazón de cada creyente, con iniciativas extraordinarias y con la oración
habitual, se eleve una súplica apasionada a Dios, Creador y amante de la vida.
Jesús mismo nos ha mostrado con su ejemplo que la oración y el ayuno son las
armas principales y más eficaces contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4,
1-11) y ha enseñado a sus discípulos que algunos demonios sólo se expulsan de
este modo (cf. Mc 9, 29). Por tanto, tengamos la humildad y la valentía
de orar y ayunar para conseguir que la fuerza que viene de lo alto haga
caer los muros del engaño y de la mentira, que esconden a los ojos de tantos
hermanos y hermanas nuestros la naturaleza perversa de comportamientos y de
leyes hostiles a la vida, y abra sus corazones a propósitos e intenciones
inspirados en la civilización de la vida y del amor. «
Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo » (1 Jn 1,
4): el Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres 101.
« Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo » (1 Jn 1, 4).
La revelación del Evangelio de la vida se nos da como un bien que hay
que comunicar a todos: para que todos los hombres estén en comunión con
nosotros y con la Trinidad (cf. 1 Jn 1, 3). No podremos tener alegría
plena si no comunicamos este Evangelio a los demás, si sólo lo guardamos para
nosotros mismos. El
Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para
todos. El tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa
única de los cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias,
pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y está atenta y
preocupada por la suerte de la humanidad. En la vida hay seguramente un valor
sagrado y religioso, pero de ningún modo interpela sólo a los creyentes: en
efecto, se trata de un valor que cada ser humano puede comprender también a la
luz de la razón y que, por tanto, afecta necesariamente a todos. Por
esto, nuestra acción de « pueblo de la vida y para la vida » debe ser
interpretada de modo justo y acogida con simpatía. Cuando la Iglesia declara
que el respeto incondicional del derecho a la vida de toda persona inocente
—desde la concepción a su muerte natural— es uno de los pilares sobre los que
se basa toda sociedad civil, « quiere simplemente promover un Estado humano.
Un Estado que reconozca, como su deber primario, la defensa de los derechos
fundamentales de la persona humana, especialmente de la más débil ».136 El
Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres. Trabajar
en favor de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante
la edificación del bien común. En efecto, no es posible construir el bien común
sin reconocer y tutelar el derecho a la vida, sobre el que se fundamentan y
desarrollan todos los demás derechos inalienables del ser humano. Ni puede
tener bases sólidas una sociedad que —mientras afirma valores como la dignidad
de la persona, la justicia y la paz— se contradice radicalmente aceptando o
tolerando las formas más diversas de desprecio y violación de la vida humana
sobre todo si es débil y marginada. Sólo el respeto de la vida puede
fundamentar y garantizar los bienes más preciosos y necesarios de la sociedad,
como la democracia y la paz. En
efecto, no puede haber verdadera democracia, si no se reconoce la
dignidad de cada persona y no se respetan sus derechos. No
puede haber siquiera verdadera paz, si no se defiende y promueve la
vida, como recordaba Pablo VI: « Todo delito contra la vida es un atentado
contra la paz, especialmente si hace mella en la conducta del pueblo..., por el
contrario, donde los derechos del hombre son profesados realmente y reconocidos
y defendidos públicamente, la paz se convierte en la atmósfera alegre y
operante de la convivencia social ».137 El
« pueblo de la vida » se alegra de poder compartir con otros muchos su tarea,
de modo que sea cada vez más numeroso el « pueblo para la vida » y la nueva
cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer para el verdadero bien de la
ciudad de los hombres. CONCLUSION
102.
Al final de esta Encíclica, la mirada vuelve espontáneamente al Señor Jesús, «
el Niño nacido para nosotros » (cf. Is 9, 5), para contemplar en El « la
Vida » que « se manifestó » (1 Jn 1, 2). En el misterio de este
nacimiento se realiza el encuentro de Dios con el hombre y comienza el camino
del Hijo de Dios sobre la tierra, camino que culminará con la entrega de su
vida en la Cruz: con su muerte vencerá la muerte y será para la humanidad
entera principio de vida nueva. Quien
acogió « la Vida » en nombre de todos y para bien de todos fue María, la Virgen
Madre, la cual tiene por tanto una relación personal estrechísima con el Evangelio
de la vida. El consentimiento de María en la Anunciación y su maternidad
son el origen mismo del misterio de la vida que Cristo vino a dar a los hombres
(cf. Jn 10, 10). A través de su acogida y cuidado solícito de la vida
del Verbo hecho carne, la vida del hombre ha sido liberada de la condena de la
muerte definitiva y eterna. Por
esto María, « como la Iglesia de la que es figura, es madre de todos los que
renacen a la vida. Es, en efecto, madre de aquella Vida por la que todos viven,
pues, al dar a luz esta Vida, regeneró, en cierto modo, a todos los que debían
vivir por ella ».138 Al
contemplar la maternidad de María, la Iglesia descubre el sentido de su propia
maternidad y el modo con que está llamada a manifestarla. Al mismo tiempo, la
experiencia maternal de la Iglesia muestra la perspectiva más profunda para
comprender la experiencia de María como modelo incomparable de acogida y
cuidado de la vida. «
Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol » (Ap 12,
1): la maternidad de María y de la Iglesia 103.
La relación recíproca entre el misterio de la Iglesia y María se manifiesta con
claridad en la « gran señal » descrita en el Apocalipsis: « Una gran señal
apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y
una corona de doce estrellas sobre su cabeza » (12, 1). En esta señal la
Iglesia ve una imagen de su propio misterio: inmersa en la historia, es
consciente de que la transciende, ya que es en la tierra el « germen y el
comienzo » del Reino de Dios.139 La Iglesia ve este misterio realizado de modo
pleno y ejemplar en María. Ella es la mujer gloriosa, en la que el designio de
Dios se pudo llevar a cabo con total perfección. La
« Mujer vestida del sol » —pone de relieve el Libro del Apocalipsis— « está
encinta » (12, 2). La Iglesia es plenamente consciente de llevar consigo al
Salvador del mundo, Cristo el Señor, y de estar llamada a darlo al mundo,
regenerando a los hombres a la vida misma de Dios. Pero no puede olvidar que
esta misión ha sido posible gracias a la maternidad de María, que concibió y
dio a luz al que es « Dios de Dios », « Dios verdadero de Dios verdadero ».
María es verdaderamente Madre de Dios, la Theotokos, en cuya maternidad
viene exaltada al máximo la vocación a la maternidad inscrita por Dios en cada
mujer. Así María se pone como modelo para la Iglesia, llamada a ser la « nueva
Eva », madre de los creyentes, madre de los « vivientes » (cf. Gn 3,
20). La
maternidad espiritual de la Iglesia sólo se realiza —también de esto la Iglesia
es consciente— en medio de « los dolores y del tormento de dar a luz » (Ap 12,
2), es decir, en la perenne tensión con las fuerzas del mal, que continúan
atravesando el mundo y marcando el corazón de los hombres, haciendo resistencia
a Cristo: « En El estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz
brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron » (Jn 1, 4-5). Como
la Iglesia, también María tuvo que vivir su maternidad bajo el signo del
sufrimiento: « Este está puesto... para ser señal de contradicción —¡y a ti
misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las
intenciones de muchos corazones » (Lc 2, 34-35). En las palabras que, al
inicio de la vida terrena del Salvador, Simeón dirige a María está
sintéticamente representado el rechazo hacia Jesús, y con El hacia María, que
alcanzará su culmen en el Calvario. « Junto a la cruz de Jesús » (Jn 19,
25), María participa de la entrega que el Hijo hace de sí mismo: ofrece a Jesús,
lo da, lo engendra definitivamente para nosotros. El « sí » de la Anunciación
madura plenamente en la Cruz, cuando llega para María el tiempo de acoger y
engendrar como hijo a cada hombre que se hace discípulo, derramando sobre él el
amor redentor del Hijo: « Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo
a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo" » (Jn
19, 26). «
El Dragón se detuvo delante de la Mujer... para devorar a su Hijo en cuanto lo
diera a luz » (Ap 12, 4): la vida amenazada por las fuerzas del
mal 104.
En el Libro del Apocalipsis la « gran señal » de la « Mujer » (12, 1) es
acompañada por « otra señal en el cielo » : se trata de « un gran Dragón rojo »
(12, 3), que simboliza a Satanás, potencia personal maléfica, y al mismo tiempo
a todas las fuerzas del mal que intervienen en la historia y dificultan la
misión de la Iglesia. También
en esto María ilumina a la Comunidad de los creyentes. En efecto, la hostilidad
de las fuerzas del mal es una oposición encubierta que, antes de afectar a los
discípulos de Jesús, va contra su Madre. Para salvar la vida del Hijo de
cuantos lo temen como una amenaza peligrosa, María debe huir con José y el Niño
a Egipto (cf. Mt 2, 13-15). María
ayuda así a la Iglesia a tomar conciencia de que la vida está siempre en el
centro de una gran lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las
tinieblas. El Dragón quiere devorar al niño recién nacido (cf. Ap 12,
4), figura de Cristo, al que María engendra en la « plenitud de los tiempos » (Gal
4, 4) y que la Iglesia debe presentar continuamente a los hombres de las
diversas épocas de la historia. Pero en cierto modo es también figura de cada
hombre, de cada niño, especialmente de cada criatura débil y amenazada, porque
—como recuerda el Concilio— « el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido,
en cierto modo, con todo hombre ».140 Precisamente en la « carne » de cada
hombre, Cristo continúa revelándose y entrando en comunión con nosotros, de
modo que el rechazo de la vida del hombre, en sus diversas formas, es realmente
rechazo de Cristo. Esta es la verdad fascinante, y al mismo tiempo
exigente, que Cristo nos descubre y que su Iglesia continúa presentando
incansablemente: « El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me
recibe » (Mt 18, 5); « En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de
estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis » (Mt 25, 40). «
No habrá ya muerte » (Ap 21, 4): esplendor de la resurrección 105.
La anunciación del ángel a María se encuentra entre estas confortadoras
palabras: « No temas, María » y « Ninguna cosa es imposible para Dios » (Lc 1,
30.37). En verdad, toda la existencia de la Virgen Madre está marcada por la
certeza de que Dios está a su lado y la acompaña con su providencia benévola.
Esta es también la existencia de la Iglesia, que encuentra « un lugar » (Ap 12,
6) en el desierto, lugar de la prueba, pero también de la manifestación del
amor de Dios hacia su pueblo (cf. Os 2, 16). María es la palabra viva de
consuelo para la Iglesia en su lucha contra la muerte. Mostrándonos a su Hijo,
nos asegura que las fuerzas de la muerte han sido ya derrotadas en El: «
Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida,
triunfante se levanta ».141 El
Cordero inmolado vive con las señales de la pasión en el esplendor de
la resurrección. Sólo El domina todos los acontecimientos de la historia:
desata sus « sellos » (cf. Ap 5, 1-10) y afirma, en el tiempo y más allá
del tiempo, el poder de la vida sobre la muerte. En la « nueva Jerusalén
», es decir, en el mundo nuevo, hacia el que tiende la historia de los hombres,
« no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el
mundo viejo ha pasado » (Ap 21, 4). Y
mientras, como pueblo peregrino, pueblo de la vida y para la vida, caminamos
confiados hacia « un cielo nuevo y una tierra nueva » (Ap 21, 1),
dirigimos la mirada a aquélla que es para nosotros « señal de esperanza cierta
y de consuelo ».142 Oh
María, Dado
en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del
Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado. |