El origen
de la vida
la evolución y el evolucionismo Mensaje a los miembros de la Academia pontificia de ciencias, reunidos en Roma para su asamblea plenaria Con
gran placer le dirijo un cordial saludo a usted, señor presidente, y a todos vosotros
que constituís la Academia pontificia de ciencias, con ocasión de vuestra
asamblea plenaria. Felicito, en particular, a los nuevos académicos, que han
venido para participar por primera vez en vuestros trabajos. Quiero recordar
también a los académicos fallecidos durante el año pasado, a quienes encomiendo
al Señor de la vida. 1.
Al celebrarse el sexagésimo aniversario de la refundación de la Academia, me
complace recordar los propósitos de mi predecesor Pío XI, que quiso rodearse de
un grupo elegido de sabios, esperando que informaran con toda libertad a la
Santa Sede sobre el desarrollo de la investigación científica, y que así le
ayudaran en sus reflexiones. A
quienes solía llamar el Senatus scientificus de la Iglesia, les pedía que
sirvieran a la verdad. Es la misma invitación que os renuevo hoy, con la
certeza de que podremos aprovechar la «fecundidad de un diálogo confiado entre
la Iglesia y la ciencia», (cf. Discurso a la Academia de ciencias, 28 de
octubre de 1986: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de
noviembre de 1986, p. 15). 2.
Me alegra el primer tema que habéis elegido, el del origen de la vida y de la
evolución, tema esencial que interesa mucho a la Iglesia, puesto que la
Revelación, por su parte, contiene enseñanzas relativas a la naturaleza y a los
orígenes del hombre. ¿Coinciden las conclusiones a las que llegan las diversas
disciplinas científicas con las que contiene el mensaje de la Revelación? Si, a
primera vista, puede parecer que se encuentran oposiciones, ¿en qué dirección
hay que buscar su solución? Sabemos que la verdad no puede contradecir a la
verdad (cf. León XIII, encíclica Providentissimus Deus). Por otra parte, para
aclarar mejor la verdad histórica, vuestras investigaciones sobre las
relaciones de la Iglesia con la ciencia entre el siglo XVI y el XVIII son de
gran importancia. Durante
esta sesión plenaria, hacéis una «reflexión sobre la ciencia en el umbral del
tercer milenio», comenzando por determinar los principales problemas creados
por las ciencias, que influyen en el futuro de la humanidad. Mediante vuestros
trabajos, vais proponiendo soluciones que serán beneficiosas para toda la
comunidad humana. Tanto en el campo de la naturaleza inanimada como en el de la
animada, la evolución de la ciencia y de sus aplicaciones plantea interrogantes
nuevos. La Iglesia podrá comprender mejor su alcance en la medida en que
conozca sus aspectos esenciales. Así, según su misión específica podrá brindar
criterios para discernir los comportamientos morales a los que todo hombre está
llamado, con vistas a su salvación integral. 3.
Antes de proponeros algunas reflexiones más específicas sobre el tema del
origen de la vida y de la evolución, quisiera recordaros que el Magisterio de
la Iglesia ya ha sido llamado a pronunciarse sobre estas materias, en el ámbito
de su propia competencia. Deseo citar aquí dos intervenciones. En
su encíclica Humani generis (1950), mi predecesor Pío XII ya había afirmado que
no había oposición entre la evolución y la doctrina de la fe sobre el hombre y
su vocación, con tal de no perder de vista algunos puntos firmes (cf. AAS 42
[1950], pp. 575-576). Por
mi parte, cuando recibí el 31 de octubre de 1992 a los participantes en la
asamblea plenaria de vuestra Academia, tuve la ocasión, a propósito de Galileo,
de atraer la atención hacia la necesidad de una hermenéutica rigurosa para la
interpretación correcta de la Palabra inspirada. Conviene delimitar bien el
sentido propio de la Escritura, descartando interpretaciones indebidas que le hacen
decir lo que no tiene intención de decir. Para delimitar bien el campo de su
objeto propio, el exégeta y el teólogo deben mantenerse informados acerca de
los resultados a los que llegan las ciencias de la naturaleza (cf. AAS 85
[1993], pp. 764-772, Discurso a la Pontificia Comisión Bíblica, 23 de abril de
1993, anunciando el documento sobre La interpretación de la Biblia en la
Iglesia: AAS 86 [1994], pp. 232-243). 4.
Teniendo en cuenta el estado de las investigaciones científicas de esa época y
también las exigencias propias de la teología, la encíclica Humani generis
consideraba la doctrina del «evolucionismo» como una hipótesis seria, digna de
una investigación y de una reflexión profundas, al igual que la hipótesis
opuesta. Pío XII añadía dos condiciones de orden metodológico: que no se
adoptara esta opinión como si se tratara de una doctrina cierta y demostrada, y
como si se pudiera hacer totalmente abstracción de la Revelación a propósito de
las cuestiones que esa doctrina plantea. Enunciaba igualmente la condición
necesaria para que esa opinión fuera compatible con la fe cristiana; sobre este
aspecto volveré más adelante. Hoy,
casi medio siglo después de la publicación de la encíclica, nuevos
conocimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una
hipótesis. En efecto, es notable que esta teoría se haya impuesto
paulatinamente al espíritu de los investigadores, a causa de una serie de
descubrimientos hechos en diversas disciplinas del saber. La convergencia, de
ningún modo buscada o provocada, de los resultados de trabajos realizados
independientemente unos de otros, constituye de suyo un argumento significativo
en favor de esta teoría. ¿Cuál
es el alcance de dicha teoría? Abordar esta cuestión significa entrar en el
campo de la epistemología. Una teoría es una elaboración metacientífica,
diferente de los resultados de la observación, pero que es homogénea con ellos.
Gracias a ella, una serie de datos y de hechos independientes entre sí pueden
relacionarse e interpretarse en una explicación unitaria. La teoría prueba su
validez en la medida en que puede verificarse, se mide constantemente por el
nivel de los hechos; cuando carece de ellos, manifiesta sus límites y su
inadaptación. Entonces, es necesario reformularla. Además,
la elaboración de una teoría como la de la evolución, que obedece a la
exigencia de homogeneidad con los datos de la observación, toma ciertas
nociones de la filosofía de la naturaleza. Y,
a decir verdad, más que de la teoría de la evolución, conviene hablar de las
teorías de la evolución. Esta pluralidad afecta, por una parte, a la diversidad
de las explicaciones que se han propuesto con respecto al mecanismo de la
evolución, y, por otra, a las diversas filosofías a las que se refiere. Existen
también lecturas materialistas y reduccionistas, al igual que lecturas
espiritualistas. Aquí el juicio compete propiamente a la filosofía y, luego, a
la teología. 5.
El Magisterio de la Iglesia está interesado directamente en la cuestión de la
evolución, porque influye en la concepción del hombre, acerca del cual la
Revelación nos enseña que fue creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,
28-29). La constitución conciliar Gaudium et spes ha expuesto magníficamente
esta doctrina, que es uno de los ejes del pensamiento cristiano. Ha recordado
que el hombre es «la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí
misma» (n. 24). En otras palabras, el hombre no debería subordinarse, como
simple medio o mero instrumento, ni a la especie ni a la sociedad; tiene valor
por sí mismo. Es una persona. Por su inteligencia y su voluntad, es capaz de
entrar en relación de comunión, de solidaridad y de entrega de sí con sus
semejantes. Santo Tomás observa que la semejanza del hombre con Dios reside
especialmente en su inteligencia especulativa, porque su relación con el objeto
de su conocimiento se asemeja a la relación que Dios tiene con su obra (cf.
Summa Theol., I-II, q. 3, a. 5, ad 1). Pero, más aún, el hombre está llamado a
entrar en una relación de conocimiento y de amor con Dios mismo, relación que
encontrará su plena realización más allá del tiempo, en la eternidad. En el
misterio de Cristo resucitado se nos ha revelado toda la profundidad y toda la
grandeza de esta vocación (cf. Gaudium et spes, 22). En virtud de su alma
espiritual, toda la persona, incluyendo su cuerpo, posee esa dignidad. Pío XII
había destacado este punto esencial: el cuerpo humano tiene su origen en la
materia viva que existe antes que él, pero el alma espiritual es creada
inmediatamente por Dios («animas enim a Deo immediate creari catholica fides
nos retinere iubet»: encíclica Humani generis: AAS 42 [1950], p. 575). En
consecuencia, las teorías de la evolución que, en función de las filosofías en
las que se inspiran, consideran que el espíritu surge de las fuerzas de la
materia viva o que se trata de un simple epifenómeno de esta materia, son
incompatibles con la verdad sobre el hombre. Por otra parte, esas teorías son
incapaces de fundar la dignidad de la persona. 6.
Así pues, refiriéndonos al hombre, podríamos decir que nos encontramos ante una
diferencia de orden ontológico, ante un salto ontológico. Pero, plantear esta
discontinuidad ontológica, ¿no significa afrontar la continuidad física, que
parece ser el hilo conductor de las investigaciones sobre la evolución, y esto
en el plano de la física y la química? La consideración del método utilizado en
los diversos campos del saber permite poner de acuerdo dos puntos de vista, que
parecerían irreconciliables. Las ciencias de la observación describen y miden
cada vez con mayor precisión las múltiples manifestaciones de la vida y las
inscriben en la línea del tiempo. El momento del paso a lo espiritual no es
objeto de una observación de este tipo que, sin embargo, a nivel experimental,
puede descubrir una serie de signos muy valiosos del carácter específico del
ser humano. Pero la experiencia del saber metafísico, la de la conciencia de sí
y de su índole reflexiva, la de la conciencia moral, la de la libertad o,
incluso, la experiencia estética y religiosa competen al análisis y de la
reflexión filosóficas, mientras que la teología deduce el sentido último según
los designios del Creador. 7.
Para concluir, quisiera recordar una verdad evangélica capaz de irradiar una
luz superior sobre el horizonte de vuestras investigaciones acerca de los
orígenes y el desarrollo de la materia viva. En efecto, la Biblia es portadora
de un extraordinario mensaje de vida. Dado que caracteriza las formas más
elevadas de la existencia, nos da una visión sabia de la vida. Esta visión me
ha guiado en la encíclica que he dedicado al respeto de la vida humana y que,
precisamente, he titulado Evangelium vitae. Es
significativo que, en el evangelio de san Juan, la vida designa la luz divina
que Cristo nos comunica. Estamos llamados a entrar en la vida eterna, es decir,
en la eternidad de la felicidad divina. Para
ponernos en guardia contra las tentaciones más grandes que nos acechan, nuestro
Señor cita las importantes palabras del Deuteronomio: «No sólo de pan vive el
hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8, 3, cf. Mt 4,
4). Por
otra parte, la vida es uno de los más hermosos títulos que la Biblia ha
reconocido a Dios. Él es el Dios vivo. De
todo corazón invoco la abundancia de las bendiciones divinas sobre todos
vosotros y vuestros seres queridos. Vaticano,
22 de octubre de 1996 Joannes
Paulus pp. II |