El infierno como rechazo definitivo de Dios Catequesis de Juan Pablo II
Miércoles
28 de julio
1. Dios es Padre
infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a
responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su
perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente
esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de
condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior,
sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma
dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en
cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que
convierten la vida, como se suele decir, en «un infierno».
Con
todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última
consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la
situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del
Padre incluso en el último instante de su vida.
2.
Para describir esta realidad, a sagrada Escritura utiliza un lenguaje
simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la
condición de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación.
En efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían en el sheol,
un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10;
88, 7. 13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el
que no es posible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).
El
Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre
todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha
extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.
Sin
embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde
al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de acuerdo con
sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el
lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde
«será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la
gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con
forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el
infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de
mitigación del dolor (cf. Le 16, 19‑31).
También
el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago de fuego» a los que no se
hallan inscritos en el Ebro de la vida, yendo así al encuentro de una «segunda
muerte» (Ap 20, 13 ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al
Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la presencia del
Señor y de la gloria de su poder» (2 Ts 1,9).
3.
Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben
interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una
vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega
a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida
y alegría. Así resume los datos de, la fe sobre este tema el Catecismo de la
Iglesia católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el
amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre
por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de
la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la
palabra infierno» (n. 1033).
Por
eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en
su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha
creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación»
consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por
elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción.
La sentencia de Dios ratifica ese estado.
4. La
fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza la
libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «o». Se trata de las criaturas
espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama
demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800‑801). Para nosotros, los
seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta
continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir
nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios.
La
condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin
especial revelación divina, si los seres humanos, y cuáles, han quedado
implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno —y mucho menos la
utilización impropia de las imágenes bíblicas— no debe crear psicosis o
angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad,
dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el
Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6).
Esta
perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja
eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por
ejemplo, las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad, esta
ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa ( ... ), líbranos de la
condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos». |