ÍNDICE
CAPÍTULO I: LA
REVELACIÓN DE LA SABIDURÍA DE DIOS |
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CAPÍTULO II:
CREDO UT INTELLEGAM |
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CAPÍTULO
III:INTELLEGO UT CREDAM |
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CAPÍTULO
IV:RELACIÓN ENTRE LA FE Y LA RAZÓN |
-
Etapas más
significativas en el encuentro entre la fe y la razón
-
Novedad
perenne del pensamiento de santo Tomás de Aquino
-
El drama de la
separación entre fe y razón
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CAPÍTULO V:
INTERVENCIONES DEL MAGISTERIO EN CUESTIONES FILOSÓFICAS |
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CAPÍTULO
VI:INTERACCIÓN ENTRE TEOLOGÍA Y FILOSOFÍA |
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CAPÍTULO
VII: EXIGENCIAS Y COMETIDOS ACTUALES |
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CONCLUSIÓN |
Venerables Hermanos en
el Episcopado, salud y Bendición Apostólica
La
fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales
el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad.
Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la
verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y
amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (cf.
Ex 33, 18; Sal 27 [26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).
INTRODUCCIÓN
«CONÓCETE A TI MISMO»
1. Tanto en Oriente como en Occidente es posible
distinguir un camino que, a lo largo de los siglos, ha llevado a la
humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a
confrontarse con ella. Es un camino que se ha desarrollado —no podía
ser de otro modo— dentro del horizonte de la autoconciencia
personal: el hombre cuanto más conoce la realidad y el mundo y más
se conoce a sí mismo en su unicidad, le resulta más urgente el
interrogante sobre el sentido de las cosas y sobre su propia
existencia. Todo lo que se presenta como objeto de nuestro
conocimiento se convierte por ello en parte de nuestra vida. La
exhortación Conócete a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del
templo de Delfos, para testimoniar una verdad fundamental que debe
ser asumida como la regla mínima por todo hombre deseoso de
distinguirse, en medio de toda la creación, calificándose como
«hombre» precisamente en cuanto «conocedor de sí mismo».
Por
lo demás, una simple mirada a la historia antigua muestra con
claridad como en distintas partes de la tierra, marcadas por
culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo
que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy?
¿de dónde vengo y a dónde voy?¿por qué existe el mal?¿qué hay
después de esta vida? Estas mismas preguntas las encontramos en los
escritos sagrados de Israel, pero aparecen también en los Veda y en
los Avesta; las encontramos en los escritos de Confucio e Lao-Tze y
en la predicación de los Tirthankara y de Buda; asimismo se
encuentran en los poemas de Homero y en las tragedias de Eurípides y
Sófocles, así como en los tratados filosóficos de Platón y
Aristóteles. Son preguntas que tienen su origen común en la
necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre:
de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la
orientación que se dé a la existencia.
2. La Iglesia no es ajena, ni puede serlo, a este
camino de búsqueda. Desde que, en el Misterio Pascual, ha recibido
como don la verdad última sobre la vida del hombre, se ha hecho
peregrina por los caminos del mundo para anunciar que Jesucristo es
«el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Entre los diversos
servicios que la Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay uno del
cual es responsable de un modo muy particular: la diaconía de la
verdad.1 Por una parte, esta misión hace a la comunidad
creyente partícipe del esfuerzo común que la humanidad lleva a cabo
para alcanzar la verdad; 2 y por otra, la obliga a
responsabilizarse del anuncio de las certezas adquiridas, incluso
desde la conciencia de que toda verdad alcanzada es sólo una etapa
hacia aquella verdad total que se manifestará en la revelación
última de Dios: «Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces
veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces
conoceré como soy conocido» (1 Co 13, 12).
3. El hombre tiene muchos medios para progresar en
el conocimiento de la verdad, de modo que puede hacer cada vez más
humana la propia existencia. Entre estos destaca la filosofía, que
contribuye directamente a formular la pregunta sobre el sentido de
la vida y a trazar la respuesta: ésta, en efecto, se configura como
una de las tareas más nobles de la humanidad. El término filosofía
según la etimología griega significa «amor a la sabiduría». De
hecho, la filosofía nació y se desarrolló desde el momento en que el
hombre empezó a interrogarse sobre el por qué de las cosas y su
finalidad. De modos y formas diversas, muestra que el deseo de
verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. El interrogarse
sobre el por qué de las cosas es inherente a su razón, aunque las
respuestas que se han ido dando se enmarcan en un horizonte que pone
en evidencia la complementariedad de las diferentes culturas en las
que vive el hombre.
La
gran incidencia que la filosofía ha tenido en la formación y en el
desarrollo de las culturas en Occidente no debe hacernos olvidar el
influjo que ha ejercido en los modos de concebir la existencia
también en Oriente. En efecto, cada pueblo, posee una sabiduría
originaria y autóctona que, como auténtica riqueza de las culturas,
tiende a expresarse y a madurar incluso en formas puramente
filosóficas. Que esto es verdad lo demuestra el hecho de que una
forma básica del saber filosófico, presente hasta nuestros días, es
verificable incluso en los postulados en los que se inspiran las
diversas legislaciones nacionales e internacionales para regular la
vida social.
4. De todos modos, se ha de destacar que detrás de
cada término se esconden significados diversos. Por tanto, es
necesaria una explicitación preliminar. Movido por el deseo de
descubrir la verdad última sobre la existencia, el hombre trata de
adquirir los conocimientos universales que le permiten comprenderse
mejor y progresar en la realización de sí mismo. Los conocimientos
fundamentales derivan del asombro suscitado en él por la
contemplación de la creación: el ser humano se sorprende al
descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus semejantes con
los cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo
llevará al descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre
nuevos. Sin el asombro el hombre caería en la repetitividad y, poco
a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente
personal.
La
capacidad especulativa, que es propia de la inteligencia humana,
lleva a elaborar, a través de la actividad filosófica, una forma de
pensamiento riguroso y a construir así, con la coherencia lógica de
las afirmaciones y el carácter orgánico de los contenidos, un saber
sistemático. Gracias a este proceso, en diferentes contextos
culturales y en diversas épocas, se han alcanzado resultados que han
llevado a la elaboración de verdaderos sistemas de pensamiento.
Históricamente esto ha provocado a menudo la tentación de
identificar una sola corriente con todo el pensamiento filosófico.
Pero es evidente que, en estos casos, entra en juego una cierta
«soberbia filosófica» que pretende erigir la propia perspectiva
incompleta en lectura universal. En realidad, todo sistema
filosófico, aun con respeto siempre de su integridad sin
instrumentalizaciones, debe reconocer la prioridad del pensar
filosófico, en el cual tiene su origen y al cual debe servir de
forma coherente.
En
este sentido es posible reconocer, a pesar del cambio de los tiempos
y de los progresos del saber, un núcleo de conocimientos filosóficos
cuya presencia es constante en la historia del pensamiento.
Piénsese, por ejemplo, en los principios de no contradicción, de
finalidad, de causalidad, como también en la concepción de la
persona como sujeto libre e inteligente y en su capacidad de conocer
a Dios, la verdad y el bien; piénsese, además, en algunas normas
morales fundamentales que son comúnmente aceptadas. Estos y otros
temas indican que, prescindiendo de las corrientes de pensamiento,
existe un conjunto de conocimientos en los cuales es posible
reconocer una especie de patrimonio espiritual de la humanidad. Es
como si nos encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual
cada uno cree conocer estos principios, aunque de forma genérica y
no refleja. Estos conocimientos, precisamente porque son compartidos
en cierto modo por todos, deberían ser como un punto de referencia
para las diversas escuelas filosóficas. Cuando la razón logra intuir
y formular los principios primeros y universales del ser y sacar
correctamente de ellos conclusiones coherentes de orden lógico y
deontológico, entonces puede considerarse una razón recta o, como la
llamaban los antiguos, orthòs logos, recta ratio.
5. La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de
la razón por alcanzar los objetivos que hagan cada vez más digna la
existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para conocer
verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al
mismo tiempo, considera a la filosofía como una ayuda indispensable
para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del
Evangelio a cuantos aún no la conocen.
Teniendo en cuenta iniciativas análogas de mis Predecesores, deseo
yo también dirigir la mirada hacia esta peculiar actividad de la
razón. Me impulsa a ello el hecho de que, sobre todo en nuestro
tiempo, la búsqueda de la verdad última parece a menudo oscurecida.
Sin duda la filosofía moderna tiene el gran mérito de haber
concentrado su atención en el hombre. A partir de aquí, una razón
llena de interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo de
conocer cada vez más y más profundamente. Se han construido sistemas
de pensamiento complejos, que han producido sus frutos en los
diversos ámbitos del saber, favoreciendo el desarrollo de la cultura
y de la historia. La antropología, la lógica, las ciencias
naturales, la historia, el lenguaje..., de alguna manera se ha
abarcado todas las ramas del saber. Sin embargo, los resultados
positivos alcanzados no deben llevar a descuidar el hecho de que la
razón misma, movida a indagar de forma unilateral sobre el hombre
como sujeto, parece haber olvidado que éste está también llamado a
orientarse hacia una verdad que lo transciende. Sin esta referencia,
cada uno queda a merced del arbitrio y su condición de persona acaba
por ser valorada con criterios pragmáticos basados esencialmente en
el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe
ser dominado por la técnica. Así ha sucedido que, en lugar de
expresar mejor la tendencia hacia la verdad, bajo tanto peso la
razón saber se ha doblegado sobre sí misma haciéndose, día tras día,
incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a
alcanzar la verdad del ser. La filosofía moderna, dejando de
orientar su investigación sobre el ser, ha concentrado la propia
búsqueda sobre el conocimiento humano. En lugar de apoyarse sobre la
capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido
destacar sus límites y condicionamientos.
Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo,
que han llevado la investigación filosófica a perderse en las arenas
movedizas de un escepticismo general. Recientemente han adquirido
cierto relieve diversas doctrinas que tienden a infravalorar incluso
las verdades que el hombre estaba seguro de haber alcanzado. La
legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo
indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las
posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más
difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar
en el contexto actual. No se substraen a esta prevención ni siquiera
algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en
efecto, se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del
presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas
doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta perspectiva,
todo se reduce a opinión. Se tiene la impresión de que se trata de
un movimiento ondulante: mientras por una parte la reflexión
filosófica ha logrado situarse en el camino que la hace cada vez más
cercana a la existencia humana y a su modo de expresarse, por otra
tiende a hacer consideraciones existenciales, hermenéuticas o
lingüísticas que prescinden de la cuestión radical sobre la verdad
de la vida personal, del ser y de Dios. En consecuencia han surgido
en el hombre contemporáneo, y no sólo entre algunos filósofos,
actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos
cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con
verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas
radicales sobre el sentido y el fundamento último de la vida humana,
personal y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de poder
recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas.
6. La Iglesia, convencida de la competencia que le
incumbe por ser depositaria de la Revelación de Jesucristo, quiere
reafirmar la necesidad de reflexionar sobre la verdad. Por este
motivo he decidido dirigirme a vosotros, queridos Hermanos en el
Episcopado, con los cuales comparto la misión de anunciar
«abiertamente la verdad» (2 Co 4, 2), como también a los teólogos y
filósofos a los que corresponde el deber de investigar sobre los
diversos aspectos de la verdad, y asimismo a las personas que la
buscan, para exponer algunas reflexiones sobre la vía que conduce a
la verdadera sabiduría, a fin de que quien sienta el amor por ella
pueda emprender el camino adecuado para alcanzarla y encontrar en la
misma descanso a su fatiga y gozo espiritual.
Me
mueve a esta iniciativa, ante todo, la convicción que expresan las
palabras del Concilio Vaticano II, cuando afirma que los Obispos son
«testigos de la verdad divina y católica».3 Testimoniar
la verdad es, pues, una tarea confiada a nosotros, los Obispos; no
podemos renunciar a la misma sin descuidar el ministerio que hemos
recibido. Reafirmando la verdad de la fe podemos devolver al hombre
contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades
cognoscitivas y ofrecer a la filosofía un estímulo para que pueda
recuperar y desarrollar su plena dignidad.
Hay
también otro motivo que me induce a desarrollar estas reflexiones.
En la Encíclica Veritatis splendor he llamado la atención sobre
«algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el
contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas».4
Con la presente Encíclica deseo continuar aquella reflexión
centrando la atención sobre el tema de la verdad y de su fundamento
en relación con la fe. No se puede negar, en efecto, que este
período de rápidos y complejos cambios expone especialmente a las
nuevas generaciones, a las cuales pertenece y de las cuales depende
el futuro, a la sensación de que se ven privadas de auténticos
puntos de referencia. La exigencia de una base sobre la cual
construir la existencia personal y social se siente de modo notable
sobre todo cuando se está obligado a constatar el carácter parcial
de propuestas que elevan lo efímero al rango de valor, creando
ilusiones sobre la posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de
la existencia. Sucede de ese modo que muchos llevan una vida casi
hasta el límite de la ruina, sin saber bien lo que les espera. Esto
depende también del hecho de que, a veces, quien por vocación estaba
llamado a expresar en formas culturales el resultado de la propia
especulación, ha desviado la mirada de la verdad, prefiriendo el
éxito inmediato en lugar del esfuerzo de la investigación paciente
sobre lo que merece ser vivido. La filosofía, que tiene la gran
responsabilidad de formar el pensamiento y la cultura por medio de
la llamada continua a la búsqueda de lo verdadero, debe recuperar
con fuerza su vocación originaria. Por eso he sentido no sólo la
exigencia, sino incluso el deber de intervenir en este tema, para
que la humanidad, en el umbral del tercer milenio de la era
cristiana, tome conciencia cada vez más clara de los grandes
recursos que le han sido dados y se comprometa con renovado ardor en
llevar a cabo el plan de salvación en el cual está inmersa su
historia.
CAPITULO I
LA REVELACIÓN DE LA
SABIDURÍA DE DIOS
Jesús revela al Padre
7. En la base de toda la reflexión que la Iglesia
lleva a cabo está la conciencia de ser depositaria de un mensaje que
tiene su origen en Dios mismo (cf. 2 Co 4, 1-2). El conocimiento que
ella propone al hombre no proviene de su propia especulación, aunque
fuese la más alta, sino del hecho de haber acogido en la fe la
palabra de Dios (cf. 1 Ts 2, 13). En el origen de nuestro ser como
creyentes hay un encuentro, único en su género, en el que se
manifiesta un misterio oculto en los siglos (cf. 1 Co 2, 7; Rm 16,
25-26), pero ahora revelado. «Quiso Dios, con su bondad y sabiduría,
revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf.
Ef1, 9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu
Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la
naturaleza divina».5 Ésta es una iniciativa totalmente
gratuita, que viene de Dios para alcanzar a la humanidad y salvarla.
Dios, como fuente de amor, desea darse a conocer, y el conocimiento
que el hombre tiene de Él culmina cualquier otro conocimiento
verdadero sobre el sentido de la propia existencia que su mente es
capaz de alcanzar.
8. Tomando casi al pie de la letra las enseñanzas
de la Constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I y teniendo en
cuenta los principios propuestos por el Concilio Tridentino, la
Constitución Dei Verbum del Vaticano II ha continuado el secular
camino de la inteligencia de la fe, reflexionando sobre la
Revelación a la luz de las enseñanzas bíblicas y de toda la
tradición patrística. En el Primer Concilio Vaticano, los Padres
habían puesto en evidencia el carácter sobrenatural de la revelación
de Dios. La crítica racionalista, que en aquel período atacaba la fe
sobre la base de tesis erróneas y muy difundidas, consistía en negar
todo conocimiento que no fuese fruto de las capacidades naturales de
la razón. Este hecho obligó al Concilio a sostener con fuerza que,
además del conocimiento propio de la razón humana, capaz por su
naturaleza de llegar hasta el Creador, existe un conocimiento que es
peculiar de la fe. Este conocimiento expresa una verdad que se basa
en el hecho mismo de que Dios se revela, y es una verdad muy cierta
porque Dios ni engaña ni quiere engañar.6
9. El Concilio Vaticano I enseña, pues, que la
verdad alcanzada a través de la reflexión filosófica y la verdad que
proviene de la Revelación no se confunden, ni una hace superflua la
otra: «Hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su
principio, sino también por su objeto; por su principio,
primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro
por fe divina; por su objeto también porque aparte aquellas cosas
que la razón natural puede alcanzar, se nos proponen para creer
misterios escondidos en Dios de los que, a no haber sido divinamente
revelados, no se pudiera tener noticia».7 La fe, que se
funda en el testimonio de Dios y cuenta con la ayuda sobrenatural de
la gracia, pertenece efectivamente a un orden diverso del
conocimiento filosófico. Éste, en efecto, se apoya sobre la
percepción de los sentidos y la experiencia, y se mueve a la luz de
la sola inteligencia. La filosofía y las ciencias tienen su puesto
en el orden de la razón natural, mientras que la fe, iluminada y
guiada por el Espíritu, reconoce en el mensaje de la salvación la
«plenitud de gracia y de verdad» (cf. Jn 1, 14) que Dios ha querido
revelar en la historia y de modo definitivo por medio de su Hijo
Jesucristo (cf. 1 Jn 5, 9: Jn5, 31-32).
10. En el Concilio Vaticano II los Padres,
dirigiendo su mirada a Jesús revelador, han ilustrado el carácter
salvífico de la revelación de Dios en la historia y han expresado su
naturaleza del modo siguiente: «En esta revelación, Dios invisible
(cf. Col 1, 15; 1 Tm 1, 17), movido de amor, habla a los hombres
como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Ba
3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía. El plan de la
revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas;
las obras que Dios realiza en la historia de la salvación
manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las
palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y
explican su misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvación
del hombre que transmite dicha revelación, resplandece en Cristo,
mediador y plenitud de toda la revelación».8
11. La revelación de Dios se inserta, pues, en el
tiempo y la historia, más aún, la encarnación de Jesucristo, tiene
lugar en la «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4). A dos mil años de
distancia de aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con
fuerza que «en el cristianismo el tiempo tiene una importancia
fundamental».9 En él tiene lugar toda la obra de la
creación y de la salvación y, sobre todo destaca el hecho de que con
la encarnación del Hijo de Dios vivimos y anticipamos ya desde ahora
lo que será la plenitud del tiempo (cf. Hb 1, 2).
La
verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su
vida se inserta, pues, en el tiempo y en la historia. Es verdad que
ha sido pronunciada de una vez para siempre en el misterio de Jesús
de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la Constitución Dei
Verbum: «Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de
muchas maneras por los profetas. «Ahora en esta etapa final nos ha
hablado por el Hijo» (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la Palabra
eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los
hombres y les contara la intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18).
Jesucristo, Palabra hecha carne, «hombre enviado a los hombres»,
habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra de la
salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por eso,
quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); él, con su
presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y
milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el
envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la
revelación».10
La
historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que
recorrer por entero, de forma que la verdad revelada exprese en
plenitud sus contenidos gracias a la acción incesante del Espíritu
Santo (cf. Jn 16, 13). Lo enseña asimismo la Constitución Dei Verbum
cuando afirma que «la Iglesia camina a través de los siglos hacia la
plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las
palabras de Dios».11
12. Así pues, la historia es el lugar donde podemos
constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos
manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de
verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el
cual no llegaríamos a comprendernos.
La
encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis
definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan
siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el
Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La
verdad expresada en la revelación de Cristo no puede encerrarse en
un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se abre a
todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente
válida para dar sentido a la existencia. Ahora todos tienen en
Cristo acceso al Padre; en efecto, con su muerte y resurrección, Él
ha dado la vida divina que el primer Adán había rechazado (cf. Rm 5,
12-15). Con esta Revelación se ofrece al hombre la verdad última
sobre su propia vida y sobre el destino de la historia: «Realmente,
el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado», afirma la Constitución Gaudium et spes.12
Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal
resulta un enigma insoluble.¿Dónde podría el hombre buscar la
respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento
de los inocentes y la muerte, sino no en la luz que brota del
misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?
La razón ante el
misterio
13. De todos modos no hay que olvidar que la
Revelación está llena de misterio. Es verdad que con toda su vida,
Jesús revela el rostro del Padre, ya que ha venido para explicar los
secretos de Dios; 13 sin embargo, el conocimiento que
nosotros tenemos de ese rostro se caracteriza por el aspecto
fragmentario y por el límite de nuestro entendimiento. Sólo la fe
permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión
coherente.
El
Concilio enseña que «cuando Dios revela, el hombre tiene que
someterse con la fe».14 Con esta afirmación breve pero
densa, se indica una verdad fundamental del cristianismo. Se dice,
ante todo, que la fe es la respuesta de obediencia a Dios. Ello
conlleva reconocerle en su divinidad, trascendencia y libertad
suprema. El Dios, que se da a conocer desde la autoridad de su
absoluta trascendencia, lleva consigo la credibilidad de aquello que
revela. Desde la fe el hombre da su asentimiento a ese testimonio
divino. Ello quiere decir que reconoce plena e integralmente la
verdad de lo revelado, porque Dios mismo es su garante. Esta verdad,
ofrecida al hombre y que él no puede exigir, se inserta en el
horizonte de la comunicación interpersonal e impulsa a la razón a
abrirse a la misma y a acoger su sentido profundo. Por esto el acto
con el que uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la
Iglesia como un momento de elección fundamental, en la cual está
implicada toda la persona. Inteligencia y voluntad desarrollan al
máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla
un acto en el cual la libertad personal se vive de modo pleno.15
En la fe, pues, la libertad no sólo está presente, sino que es
necesaria. Más aún, la fe es la que permite a cada uno expresar
mejor la propia libertad. Dicho con otras palabras, la libertad no
se realiza en las opciones contra Dios. En efecto,¿cómo podría
considerarse un uso auténtico de la libertad la negación a abrirse
hacia lo que permite la realización de sí mismo? La persona al creer
lleva a cabo el acto más significativo de la propia existencia; en
él, en efecto, la libertad alcanza la certeza de la verdad y decide
vivir en la misma.
Para ayudar a la razón, que busca la comprensión del misterio, están
también los signos contenidos en la Revelación. Estos sirven para
profundizar más la búsqueda de la verdad y permitir que la mente
pueda indagar de forma autónoma incluso dentro del misterio. Estos
signos si por una parte dan mayor fuerza a la razón, porque le
permiten investigar en el misterio con sus propios medios, de los
cuales está justamente celosa, por otra parte la empujan a ir más
allá de su misma realidad de signos, para descubrir el significado
ulterior del cual son portadores. En ellos, por lo tanto, está
presente una verdad escondida a la que la mente debe dirigirse y de
la cual no puede prescindir sin destruir el signo mismo que se le
propone.
Podemos fijarnos, en cierto modo, en el horizonte sacramental de la
Revelación y, en particular, en el signo eucarístico donde la unidad
inseparable entre la realidad y su significado permite captar la
profundidad del misterio. Cristo en la Eucaristía está
verdaderamente presente y vivo, y actúa con su Espíritu, pero como
acertadamente decía Santo Tomás, «lo que no comprendes y no ves, lo
atestigua una fe viva, fuera de todo el orden de la naturaleza. Lo
que aparece es un signo: esconde en el misterio realidades
sublimes».16 A este respecto escribe el filósofo Pascal:
«Como Jesucristo permaneció desconocido entre los hombres, del mismo
modo su verdad permanece, entre las opiniones comunes, sin
diferencia exterior. Así queda la Eucaristía entre el pan común».17
El
conocimiento de fe, en definitiva, no anula el misterio; sólo lo
hace más evidente y lo manifiesta como hecho esencial para la vida
del hombre: Cristo, el Señor, «en la misma revelación del misterio
del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la grandeza de su vocación»,18 que
es participar en el misterio de la vida trinitaria de Dios.19
14. La enseñanza de los dos Concilios Vaticanos
abre también un verdadero horizonte de novedad para el saber
filosófico. La Revelación introduce en la historia un punto de
referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar
a comprender el misterio de su existencia; pero, por otra parte,
este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la
mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe.
En estos dos pasos, la razón posee su propio espacio característico
que le permite indagar y comprender, sin ser limitada por otra cosa
que su finitud ante el misterio infinito de Dios.
Así
pues, la Revelación introduce en nuestra historia una verdad
universal y última que induce a la mente del hombre a no pararse
nunca; más bien la empuja a ampliar continuamente el campo del
propio saber hasta que no se dé cuenta de que no ha realizado todo
lo que podía, sin descuidar nada. Nos ayuda en esta tarea una de las
inteligencias más fecundas y significativas de la historia de la
humanidad, a la cual justamente se refieren tanto la filosofía como
la teología: San Anselmo. En su Proslogion, el arzobispo de
Canterbury se expresa así: «Dirigiendo frecuentemente y con fuerza
mi pensamiento a este problema, a veces me parecía poder alcanzar lo
que buscaba; otras veces, sin embargo, se escapaba completamente de
mi pensamiento; hasta que, al final, desconfiando de poderlo
encontrar, quise dejar de buscar algo que era imposible encontrar.
Pero cuando quise alejar de mí ese pensamiento porque, ocupando mi
mente, no me distrajese de otros problemas de los cuales pudiera
sacar algún provecho, entonces comenzó a presentarse con mayor
importunación [...]. Pero, pobre de mí, uno de los pobres hijos de
Eva, lejano de Dios,¿qué he empezado a hacer y qué he logrado?¿qué
buscaba y qué he logrado?¿a qué aspiraba y por qué suspiro? [...].
Oh Señor, tú no eres solamente aquel de quien no se puede pensar
nada mayor (non solum es quo maius cogitari nequit), sino que eres
más grande de todo lo que se pueda pensar (quiddam maius quam
cogitari possit) [...]. Si tu no fueses así, se podría pensar alguna
cosa más grande que tú, pero esto no puede ser».20
15. La verdad de la Revelación cristiana, que se
manifiesta en Jesús de Nazaret, permite a todos acoger el «misterio»
de la propia vida. Como verdad suprema, a la vez que respeta la
autonomía de la criatura y su libertad, la obliga a abrirse a la
trascendencia. Aquí la relación entre libertad y verdad llega al
máximo y se comprende en su totalidad la palabra del Señor:
«Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32).
La
Revelación cristiana es la verdadera estrella que orienta al hombre
que avanza entre los condicionamientos de la mentalidad inmanentista
y las estrecheces de una lógica tecnocrática; es la última
posibilidad que Dios ofrece para encontrar en plenitud el proyecto
originario de amor iniciado con la creación. El hombre deseoso de
conocer lo verdadero, si aún es capaz de mirar más allá de sí mismo
y de levantar la mirada por encima de los propios proyectos, recibe
la posibilidad de recuperar la relación auténtica con su vida,
siguiendo el camino de la verdad. Las palabras del Deuteronomio se
pueden aplicar a esta situación: «Porque estos mandamientos que yo
te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de
tu alcance. No están en el cielo, para que no hayas de decir: ¿Quién
subirá por nosotros al cielo a buscarlos para que los oigamos y los
pongamos en práctica? Ni están al otro lado del mar, para que no
hayas de decir ¿Quién irá por nosotros al otro lado del mar a
buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica? Sino que
la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón
para que la pongas en práctica» (30, 11-14). A este texto se refiere
la famosa frase del santo filósofo y teólogo Agustín: «Noli foras
ire, in te ipsum redi. In interiore homine habitat veritas».21
A la luz de estas consideraciones, se impone una primera conclusión:
la verdad que la Revelación nos hace conocer no es el fruto maduro o
el punto culminante de un pensamiento elaborado por la razón. Por el
contrario, ésta se presenta con la característica de la gratuidad,
genera pensamiento y exige ser acogida como expresión de amor. Esta
verdad relevada es anticipación, en nuestra historia, de la visión
última y definitiva de Dios que está reservada a los que creen en Él
o lo buscan con corazón sincero. El fin último de la existencia
personal, pues, es objeto de estudio tanto de la filosofía como de
la teología. Ambas, aunque con medios y contenidos diversos, miran
hacia este «sendero de la vida» (Sal 16 [15], 11), que, como nos
dice la fe, tiene su meta última en el gozo pleno y duradero de la
contemplación del Dios Uno y Trino.
CAPÍTULO II
CREDO UT INTELLEGAM
«La sabiduría todo lo
sabe y entiende»
(Sb 9, 11)
16. La Sagrada Escritura nos presenta con
sorprendente claridad el vínculo tan profundo que hay entre el
conocimiento de fe y el de la razón. Lo atestiguan sobre todo los
Libros sapienciales. Lo que llama la atención en la lectura, hecha
sin prejuicios, de estas páginas de la Escritura, es el hecho de que
en estos textos se contenga no solamente la fe de Israel, sino
también la riqueza de civilizaciones y culturas ya desaparecidas.
Casi por un designio particular, Egipto y Mesopotamia hacen oír de
nuevo su voz y algunos rasgos comunes de las culturas del antiguo
Oriente reviven en estas páginas ricas de intuiciones muy profundas.
No
es casual que, en el momento en el que el autor sagrado quiere
describir al hombre sabio, lo presente como el que ama y busca la
verdad: «Feliz el hombre que se ejercita en la sabiduría, y que en
su inteligencia reflexiona, que medita sus caminos en su corazón, y
sus secretos considera. Sale en su busca como el que sigue su
rastro, y en sus caminos se pone al acecho. Se asoma a sus ventanas
y a sus puertas escucha. Acampa muy cerca de su casa y clava la
clavija en sus muros. Monta su tienda junto a ella, y se alberga en
su albergue dichoso. Pone sus hijos a su abrigo y bajo sus ramas se
cobija. Por ella es protegido del calor y en su gloria se alberga»
(Si 14, 20-27).
Como se puede ver, para el autor inspirado el deseo de conocer es
una característica común a todos los hombres. Gracias a la
inteligencia se da a todos, tanto creyentes como no creyentes, la
posibilidad de alcanzar el «agua profunda» (cf. Pr 20, 5). Es verdad
que en el antiguo Israel el conocimiento del mundo y de sus
fenómenos no se alcanzaba por el camino de la abstracción, como para
el filósofo jónico o el sabio egipcio. Menos aún, el buen israelita
concebía el conocimiento con los parámetros propios de la época
moderna, orientada principalmente a la división del saber. Sin
embargo, el mundo bíblico ha hecho desembocar en el gran mar de la
teoría del conocimiento su aportación original.
¿Cuál es ésta? La peculiaridad que distingue el texto bíblico
consiste en la convicción de que hay una profunda e inseparable
unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe. El mundo y
todo lo que sucede en él, como también la historia y las diversas
vicisitudes del pueblo, son realidades que se han de ver, analizar y
juzgar con los medios propios de la razón, pero sin que la fe sea
extraña en este proceso. Ésta no interviene para menospreciar la
autonomía de la razón o para limitar su espacio de acción, sino sólo
para hacer comprender al hombre que el Dios de Israel se hace
visible y actúa en estos acontecimientos. Así mismo, conocer a fondo
el mundo y los acontecimientos de la historia no es posible sin
confesar al mismo tiempo la fe en Dios que actúa en ellos. La fe
agudiza la mirada interior abriendo la mente para que descubra, en
el sucederse de los acontecimientos, la presencia operante de la
Providencia. Una expresión del libro de los Proverbios es
significativa a este respecto: «El corazón del hombre medita su
camino, pero es el Señor quien asegura sus pasos» (16, 9). Es decir,
el hombre con la luz de la razón sabe reconocer su camino, pero lo
puede recorrer de forma libre, sin obstáculos y hasta el final, si
con ánimo sincero fija su búsqueda en el horizonte de la fe. La
razón y la fe, por tanto, no se pueden separar sin que se reduzca la
posibilidad del hombre de conocer de modo adecuado a sí mismo, al
mundo y a Dios.
17. No hay, pues, motivo de competitividad alguna
entre la razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene
su propio espacio de realización. El libro de los Proverbios nos
sigue orientando en esta dirección al exclamar: «Es gloria de Dios
ocultar una cosa, y gloria de los reyes escrutarla» (25, 2). Dios y
el hombre, cada uno en su respectivo mundo, se encuentran así en una
relación única. En Dios está el origen de cada cosa, en Él se
encuentra la plenitud del misterio, y ésta es su gloria; al hombre
le corresponde la misión de investigar con su razón la verdad, y en
esto consiste su grandeza. Una ulterior tesela a este mosaico es
puesta por el Salmista cuando ora diciendo: «Mas para mí, (qué
arduos son tus pensamientos, oh Dios, qué incontable su suma! (Son
más, si los recuento, que la arena, y al terminar, todavía estoy
contigo!» (139 [138], 17-18). El deseo de conocer es tan grande y
supone tal dinamismo que el corazón del hombre, incluso desde la
experiencia de su límite insuperable, suspira hacia la infinita
riqueza que está más allá, porque intuye que en ella está guardada
la respuesta satisfactoria para cada pregunta aún no resuelta.
18. Podemos decir, pues, que Israel con su
reflexión ha sabido abrir a la razón el camino hacia el misterio. En
la revelación de Dios ha podido sondear en profundidad lo que la
razón pretendía alcanzar sin lograrlo. A partir de esta forma de
conocimiento más profunda, el pueblo elegido ha entendido que la
razón debe respetar algunas reglas de fondo para expresar mejor su
propia naturaleza. Una primera regla consiste en tener en cuenta el
hecho de que el conocimiento del hombre es un camino que no tiene
descanso; la segunda nace de la conciencia de que dicho camino no se
puede recorrer con el orgullo de quien piense que todo es fruto de
una conquista personal; una tercera se funda en el «temor de Dios»,
del cual la razón debe reconocer a la vez su trascendencia soberana
y su amor providente en el gobierno del mundo.
Cuando se aleja de estas reglas, el hombre se expone al riesgo del
fracaso y acaba por encontrarse en la situación del «necio». Para la
Biblia, en esta necedad hay una amenaza para la vida. En efecto, el
necio se engaña pensando que conoce muchas cosas, pero en realidad
no es capaz de fijar la mirada sobre las esenciales. Ello le impide
poner orden en su mente (cf. Pr 1, 7) y asumir una actitud adecuada
para consigo mismo y para con el ambiente que le rodea. Cuando llega
a afirmar: «Dios no existe» (cf. Sal 14 [13], 1), muestra con
claridad definitiva lo deficiente de su conocimiento y lo lejos que
está de la verdad plena sobre las cosas, sobre su origen y su
destino.
19. El libro de la Sabiduría tiene algunos textos
importantes que aportan más luz a este tema. En ellos el autor
sagrado habla de Dios, que se da a conocer también por medio de la
naturaleza. Para los antiguos el estudio de las ciencias naturales
coincidía en gran parte con el saber filosófico. Después de haber
afirmado que con su inteligencia el hombre está en condiciones «de
conocer la estructura del mundo y la actividad de los elementos
[...], los ciclos del año y la posición de las estrellas, la
naturaleza de los animales y los instintos de las fieras» (Sb 7,
17.19-20), en una palabra, que es capaz de filosofar, el texto
sagrado da un paso más de gran importancia. Recuperando el
pensamiento de la filosofía griega, a la cual parece referirse en
este contexto, el autor afirma que, precisamente razonando sobre la
naturaleza, se puede llegar hasta el Creador: «de la grandeza y
hermosura de las criaturas, se llega, por analogía, a contemplar a
su Autor» (Sb 13, 5). Se reconoce así un primer paso de la
Revelación divina, constituido por el maravilloso «libro de la
naturaleza», con cuya lectura, mediante los instrumentos propios de
la razón humana, se puede llegar al conocimiento del Creador. Si el
hombre con su inteligencia no llega a reconocer a Dios como creador
de todo, no se debe tanto a la falta de un medio adecuado, cuanto
sobre todo al impedimento puesto por su voluntad libre y su pecado.
20. En esta perspectiva la razón es valorizada,
pero no sobrevalorada. En efecto, lo que ella alcanza puede ser
verdadero, pero adquiere significado pleno solamente si su contenido
se sitúa en un horizonte más amplio, que es el de la fe: «Del Señor
dependen los pasos del hombre: )cómo puede el hombre conocer su
camino?» (Pr 20, 24). Para el Antiguo Testamento, pues, la fe libera
la razón en cuanto le permite alcanzar coherentemente su objeto de
conocimiento y colocarlo en el orden supremo en el cual todo
adquiere sentido. En definitiva, el hombre con la razón alcanza la
verdad, porque iluminado por la fe descubre el sentido profundo de
cada cosa y, en particular, de la propia existencia. Por tanto, con
razón, el autor sagrado fundamenta el verdadero conocimiento
precisamente en el temor de Dios: «El temor del Señor es el
principio de la sabiduría» (Pr 1, 7; cf. Si 1, 14).
«Adquiere la
sabiduría, adquiere la inteligencia» (Pr 4, 5)
21. Para el Antiguo Testamento el conocimiento no
se fundamenta solamente en una observación atenta del hombre, del
mundo y de la historia, sino que supone también una indispensable
relación con la fe y con los contenidos de la Revelación. En esto
consisten los desafíos que el pueblo elegido ha tenido que afrontar
y a los cuales ha dado respuesta. Reflexionando sobre esta
condición, el hombre bíblico ha descubierto que no puede
comprenderse sino como «ser en relación»: con sí mismo, con el
pueblo, con el mundo y con Dios. Esta apertura al misterio, que le
viene de la Revelación, ha sido al final para él la fuente de un
verdadero conocimiento, que ha consentido a su razón entrar en el
ámbito de lo infinito, recibiendo así posibilidades de compresión
hasta entonces insospechadas.
Para el autor sagrado el esfuerzo de la búsqueda no estaba exento de
la dificultad que supone enfrentarse con los límites de la razón.
Ello se advierte, por ejemplo, en las palabras con las que el Libro
de los Proverbios denota el cansancio debido a los intentos de
comprender los misteriosos designios de Dios (cf. 30, 1.6). Sin
embargo, a pesar de la dificultad, el creyente no se rinde. La
fuerza para continuar su camino hacia la verdad le viene de la
certeza de que Dios lo ha creado como un «explorador» (cf. Qo 1,
13), cuya misión es no dejar nada sin probar a pesar del continuo
chantaje de la duda. Apoyándose en Dios, se dirige, siempre y en
todas partes, hacia lo que es bello, bueno y verdadero.
22. San Pablo, en el primer capítulo de su Carta a
los Romanos nos ayuda a apreciar mejor lo incisiva que es la
reflexión de los Libros Sapienciales. Desarrollando una
argumentación filosófica con lenguaje popular, el Apóstol expresa
una profunda verdad: a través de la creación los «ojos de la mente»
pueden llegar a conocer a Dios. En efecto, mediante las criaturas Él
hace que la razón intuya su «potencia» y su «divinidad» (cf. Rm 1,
20). Así pues, se reconoce a la razón del hombre una capacidad que
parece superar casi sus mismos límites naturales: no sólo no está
limitada al conocimiento sensorial, desde el momento que puede
reflexionar críticamente sobre ello, sino que argumentando sobre los
datos de los sentidos puede incluso alcanzar la causa que da lugar a
toda realidad sensible. Con terminología filosófica podríamos decir
que en este importante texto paulino se afirma la capacidad
metafísica del hombre.
Según el Apóstol, en el proyecto originario de la creación, la razón
tenía la capacidad de superar fácilmente el dato sensible para
alcanzar el origen mismo de todo: el Creador. Debido a la
desobediencia con la cual el hombre eligió situarse en plena y
absoluta autonomía respecto a Aquel que lo había creado, quedó
mermada esta facilidad de acceso a Dios creador.
El
Libro del Génesis describe de modo plástico esta condición del
hombre cuando narra que Dios lo puso en el jardín del Edén, en cuyo
centro estaba situado el «árbol de la ciencia del bien y del mal»
(2, 17). El símbolo es claro: el hombre no era capaz de discernir y
decidir por sí mismo lo que era bueno y lo que era malo, sino que
debía apelarse a un principio superior. La ceguera del orgullo hizo
creer a nuestros primeros padres que eran soberanos y autónomos, y
que podían prescindir del conocimiento que deriva de Dios. En su
desobediencia originaria ellos involucraron a cada hombre y a cada
mujer, produciendo en la razón heridas que a partir de entonces
obstaculizarían el camino hacia la plena verdad. La capacidad humana
de conocer la verdad quedó ofuscada por la aversión hacia Aquel que
es fuente y origen de la verdad. El Apóstol sigue mostrando cómo los
pensamientos de los hombres, a causa del pecado, fueron «vanos» y
los razonamientos distorsionados y orientados hacia lo falso (cf. Rm
1, 21-22). Los ojos de la mente no eran ya capaces de ver con
claridad: progresivamente la razón se ha quedado prisionera de sí
misma. La venida de Cristo ha sido el acontecimiento de salvación
que ha redimido a la razón de su debilidad, librándola de los cepos
en los que ella misma se había encadenado.
23. La relación del cristiano con la filosofía,
pues, requiere un discernimiento radical. En el Nuevo Testamento,
especialmente en las Cartas de san Pablo, hay un dato que sobresale
con mucha claridad: la contraposición entre «la sabiduría de este
mundo» y la de Dios revelada en Jesucristo. La profundidad de la
sabiduría revelada rompe nuestros esquemas habituales de reflexión,
que no son capaces de expresarla de manera adecuada.
El
comienzo de la Primera Carta a los Corintios presenta este dilema
con radicalidad. El Hijo de Dios crucificado es el acontecimiento
histórico contra el cual se estrella todo intento de la mente de
construir sobre argumentaciones solamente humanas una justificación
suficiente del sentido de la existencia. El verdadero punto central,
que desafía toda filosofía, es la muerte de Jesucristo en la cruz.
En este punto todo intento de reducir el plan salvador del Padre a
pura lógica humana está destinado al fracaso. «¿Dónde está el sabio?
¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no
entonteció Dios la sabiduría del mundo?» (1 Co 1, 20) se pregunta
con énfasis el Apóstol. Para lo que Dios quiere llevar a cabo ya no
es posible la mera sabiduría del hombre sabio, sino que se requiere
dar un paso decisivo para acoger una novedad radical: «Ha escogido
Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios [...].
lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es,
para reducir a la nada lo que es» (1 Co 1, 27-28). La sabiduría del
hombre rehúsa ver en la propia debilidad el presupuesto de su
fuerza; pero san Pablo no duda en afirmar: «pues, cuando estoy
débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Co 12, 10). El hombre no
logra comprender cómo la muerte pueda ser fuente de vida y de amor,
pero Dios ha elegido para revelar el misterio de su designio de
salvación precisamente lo que la razón considera «locura» y
«escándalo». Hablando el lenguaje de los filósofos contemporáneos
suyos, Pablo alcanza el culmen de su enseñanza y de la paradoja que
quiere expresar: «Dios ha elegido en el mundo lo que es nada para
convertir en nada las cosas que son» (1 Co 1, 28). Para poner de
relieve la naturaleza de la gratuidad del amor revelado en la Cruz
de Cristo, el Apóstol no tiene miedo de usar el lenguaje más radical
que los filósofos empleaban en sus reflexiones sobre Dios. La razón
no puede vaciar el misterio de amor que la Cruz representa, mientras
que ésta puede dar a la razón la respuesta última que busca. No es
la sabiduría de las palabras, sino la Palabra de la Sabiduría lo que
san Pablo pone como criterio de verdad, y a la vez, de salvación.
La
sabiduría de la Cruz, pues, supera todo límite cultural que se le
quiera imponer y obliga a abrirse a la universalidad de la verdad,
de la que es portadora. (Qué desafío más grande se le presenta a
nuestra razón y qué provecho obtiene si no se rinde! La filosofía,
que por sí misma es capaz de reconocer el incesante transcenderse
del hombre hacia la verdad, ayudada por la fe puede abrirse a acoger
en la «locura» de la Cruz la auténtica crítica de los que creen
poseer la verdad, aprisionándola entre los recovecos de su sistema.
La relación entre fe y filosofía encuentra en la predicación de
Cristo crucificado y resucitado el escollo contra el cual puede
naufragar, pero por encima del cual puede desembocar en el océano
sin límites de la verdad. Aquí se evidencia la frontera entre la
razón y la fe, pero se aclara también el espacio en el cual ambas
pueden encontrarse.
CAPÍTULO III
INTELLEGO UT CREDAM
Caminando en busca de
la verdad
24. Cuenta el evangelista Lucas en los Hechos de
los Apóstoles que, en sus viajes misioneros, Pablo llegó a Atenas.
La ciudad de los filósofos estaba llena de estatuas que
representaban diversos ídolos. Le llamó la atención un altar y
aprovechó enseguida la oportunidad para ofrecer una base común sobre
la cual iniciar el anuncio del kerigma: «Atenienses CdijoC, veo que
vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la
divinidad. Pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados,
he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta
inscripción: "Al Dios desconocido". Pues bien, lo que adoráis sin
conocer, eso os vengo yo a anunciar» (Hch 17, 22-23). A partir de
este momento, san Pablo habla de Dios como creador, como Aquél que
transciende todas las cosas y que ha dado la vida a todo. Continua
después su discurso de este modo: «El creó, de un sólo principio,
todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la
tierra fijando los tiempos determinados y los límites del lugar
donde habían de habitar, con el fin de que buscasen la divinidad,
para ver si a tientas la buscaban y la hallaban; por más que no se
encuentra lejos de cada uno de nosotros» (Hch 17, 26-27).
El
Apóstol pone de relieve una verdad que la Iglesia ha conservado
siempre: en lo más profundo del corazón del hombre está el deseo y
la nostalgia de Dios. Lo recuerda con énfasis también la liturgia
del Viernes Santo cuando, invitando a orar por los que no creen, nos
hace decir: «Dios todopoderoso y eterno, que creaste a todos los
hombres para que te busquen, y cuando te encuentren, descansen en
ti».22 Existe, pues, un camino que el hombre, si quiere,
puede recorrer; inicia con la capacidad de la razón de levantarse
más allá de lo contingente para ir hacia lo infinito.
De
diferentes modos y en diversos tiempos el hombre ha demostrado que
sabe expresar este deseo íntimo. La literatura, la música, la
pintura, la escultura, la arquitectura y cualquier otro fruto de su
inteligencia creadora se convierten en cauces a través de los cuales
puede manifestar su afán de búsqueda. La filosofía ha asumido de
manera peculiar este movimiento y ha expresado, con sus medios y
según sus propias modalidades científicas, este deseo universal del
hombre.
25. «Todos los hombres desean saber» 23
y la verdad es el objeto propio de este deseo. Incluso la vida
diaria muestra cuán interesado está cada uno en descubrir, más allá
de lo conocido de oídas, cómo están verdaderamente las cosas. El
hombre es el único ser en toda la creación visible que no sólo es
capaz de saber, sino que sabe también que sabe, y por eso se
interesa por la verdad real de lo que se le presenta. Nadie puede
permanecer sinceramente indiferente a la verdad de su saber. Si
descubre que es falso, lo rechaza; en cambio, si puede confirmar su
verdad, se siente satisfecho. Es la lección de san Agustín cuando
escribe: «He encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que
quisiera dejarse engañar».24 Con razón se considera que
una persona ha alcanzado la edad adulta cuando puede discernir, con
los propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso,
formándose un juicio propio sobre la realidad objetiva de las cosas.
Este es el motivo de tantas investigaciones, particularmente en el
campo de las ciencias, que han llevado en los últimos siglos a
resultados tan significativos, favoreciendo un auténtico progreso de
toda la humanidad.
No
menos importante que la investigación en el ámbito teórico es la que
se lleva a cabo en el ámbito práctico: quiero aludir a la búsqueda
de la verdad en relación con el bien que hay que realizar. En
efecto, con el propio obrar ético la persona actuando según su libre
y recto querer, toma el camino de la felicidad y tiende a la
perfección. También en este caso se trata de la verdad. He
reafirmado esta convicción en la Encíclica Veritatis splendor: «No
existe moral sin libertad [...]. Si existe el derecho de ser
respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún
antes la obligación moral, grave para cada uno, de buscar la verdad
y seguirla una vez conocida».25
Es,
pues, necesario que los valores elegidos y que se persiguen con la
propia vida sean verdaderos, porque solamente los valores verdaderos
pueden perfeccionar a la persona realizando su naturaleza. El hombre
encuentra esta verdad de los valores no encerrándose en sí mismo,
sino abriéndose para acogerla incluso en las dimensiones que lo
transcienden. Ésta es una condición necesaria para que cada uno
llegue a ser sí mismo y crezca como persona adulta y madura.
26. La verdad se presenta inicialmente al hombre
como un interrogante: ¿tiene sentido la vida? ¿hacia dónde se
dirige? A primera vista, la existencia personal podría presentarse
como radicalmente carente de sentido. No es necesario recurrir a los
filósofos del absurdo ni a las preguntas provocadoras que se
encuentran en el libro de Job para dudar del sentido de la vida. La
experiencia diaria del sufrimiento, propio y ajeno, la vista de
tantos hechos que a la luz de la razón parecen inexplicables, son
suficientes para hacer ineludible una pregunta tan dramática como la
pregunta sobre el sentido.26 A esto se debe añadir que la
primera verdad absolutamente cierta de nuestra existencia, además
del hecho de que existimos, es lo inevitable de nuestra muerte.
Frente a este dato desconcertante se impone la búsqueda de una
respuesta exhaustiva. Cada uno quiere Cy debeC conocer la verdad
sobre el propio fin. Quiere saber si la muerte será el término
definitivo de su existencia o si hay algo que sobrepasa la muerte:
si le está permitido esperar en una vida posterior o no. Es
significativo que el pensamiento filosófico haya recibido una
orientación decisiva de la muerte de Sócrates que lo ha marcado
desde hace más de dos milenios. No es en absoluto casual, pues, que
los filósofos ante el hecho de la muerte se hayan planteado de nuevo
este problema junto con el del sentido de la vida y de la
inmortalidad.
27. Nadie, ni el filósofo ni el hombre corriente,
puede substraerse a estas preguntas. De la respuesta que se dé a las
mismas depende una etapa decisiva de la investigación: si es posible
o no alcanzar una verdad universal y absoluta. De por sí, toda
verdad, incluso parcial, si es realmente verdad, se presenta como
universal. Lo que es verdad, debe ser verdad para todos y siempre.
Además de esta universalidad, sin embargo, el hombre busca un
absoluto que sea capaz de dar respuesta y sentido a toda su
búsqueda. Algo que sea último y fundamento de todo lo demás. En
otras palabras, busca una explicación definitiva, un valor supremo,
más allá del cual no haya ni pueda haber interrogantes o instancias
posteriores. Las hipótesis pueden ser fascinantes, pero no
satisfacen. Para todos llega el momento en el que, se quiera o no,
es necesario enraizar la propia existencia en una verdad reconocida
como definitiva, que dé una certeza no sometida ya a la duda.
Los
filósofos, a lo largo de los siglos, han tratado de descubrir y
expresar esta verdad, dando vida a un sistema o una escuela de
pensamiento. Más allá de los sistemas filosóficos, sin embargo, hay
otras expresiones en las cuales el hombre busca dar forma a una
propia «filosofía». Se trata de convicciones o experiencias
personales, de tradiciones familiares o culturales o de itinerarios
existenciales en los cuales se confía en la autoridad de un maestro.
En cada una de estas manifestaciones lo que permanece es el deseo de
alcanzar la certeza de la verdad y de su valor absoluto.
Diversas facetas de la
verdad en el hombre
28. Es necesario reconocer que no siempre la
búsqueda de la verdad se presenta con esa trasparencia ni de manera
consecuente. El límite originario de la razón y la inconstancia del
corazón oscurecen a menudo y desvían la búsqueda personal. Otros
intereses de diverso orden pueden condicionar la verdad. Más aún, el
hombre también la evita a veces en cuanto comienza a divisarla,
porque teme sus exigencias. Pero, a pesar de esto, incluso cuando la
evita, siempre es la verdad la que influencia su existencia; en
efecto, él nunca podría fundar la propia vida sobre la duda, la
incertidumbre o la mentira; tal existencia estaría continuamente
amenazada por el miedo y la angustia. Se puede definir, pues, al
hombre como aquél que busca la verdad.
29. No se puede pensar que una búsqueda tan
profundamente enraizada en la naturaleza humana sea del todo inútil
y vana. La capacidad misma de buscar la verdad y de plantear
preguntas implica ya una primera respuesta. El hombre no comenzaría
a buscar lo que desconociese del todo o considerase absolutamente
inalcanzable. Sólo la perspectiva de poder alcanzar una respuesta
puede inducirlo a dar el primer paso. De hecho esto es lo que sucede
normalmente en la investigación científica. Cuando un científico,
siguiendo una intuición suya, se pone a la búsqueda de la
explicación lógica y verificable de un fenómeno determinado, confía
desde el principio que encontrará una respuesta, y no se detiene
ante los fracasos. No considera inútil la intuición originaria sólo
porque no ha alcanzado el objetivo; más bien dirá con razón que no
ha encontrado aún la respuesta adecuada.
Esto mismo es válido también para la investigación de la verdad en
el ámbito de las cuestiones últimas. La sed de verdad está tan
radicada en el corazón del hombre que tener que prescindir de ella
comprometería la existencia. Es suficiente, en definitiva, observar
la vida cotidiana para constatar cómo cada uno de nosotros lleva en
sí mismo la urgencia de algunas preguntas esenciales y a la vez
abriga en su interior al menos un atisbo de las correspondientes
respuestas. Son respuestas de cuya verdad se está convencido,
incluso porque se experimenta que, en sustancia, no se diferencian
de las respuestas a las que han llegado otros muchos. Es cierto que
no toda verdad alcanzada posee el mismo valor. Del conjunto de los
resultados logrados, sin embargo, se confirma la capacidad que el
ser humano tiene de llegar, en línea de máxima, a la verdad.
30. En este momento puede ser útil hacer una rápida
referencia a estas diversas formas de verdad. Las más numerosas son
las que se apoyan sobre evidencias inmediatas o confirmadas
experimentalmente. Éste es el orden de verdad propio de la vida
diaria y de la investigación científica. En otro nivel se encuentran
las verdades de carácter filosófico, a las que el hombre llega
mediante la capacidad especulativa de su intelecto. En fin están las
verdades religiosas, que en cierta medida hunden sus raíces también
en la filosofía. Éstas están contenidas en las respuestas que las
diversas religiones ofrecen en sus tradiciones a las cuestiones
últimas.27
En
cuanto a las verdades filosóficas, hay que precisar que no se
limitan a las meras doctrinas, algunas veces efímeras, de los
filósofos de profesión. Cada hombre, como ya he dicho, es, en cierto
modo, filósofo y posee concepciones filosóficas propias con las
cuales orienta su vida. De un modo u otro, se forma una visión
global y una respuesta sobre el sentido de la propia existencia. Con
esta luz interpreta sus vicisitudes personales y regula su
comportamiento. Es aquí donde debería plantearse la pregunta sobre
la relación entre las verdades filosófico-religiosas y la verdad
revelada en Jesucristo. Antes de contestar a esta cuestión es
oportuno valorar otro dato más de la filosofía.
31. El hombre no ha sido creado para vivir solo.
Nace y crece en una familia para insertarse más tarde con su trabajo
en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias
tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación
cultural, sino también muchas verdades en las que, casi
instintivamente, cree. De todos modos el crecimiento y la maduración
personal implican que estas mismas verdades puedan ser puestas en
duda y discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del
pensamiento. Esto no quita que, tras este paso, las mismas verdades
sean «recuperadas» sobre la base de la experiencia llevada que se ha
tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo. A pesar de ello, en
la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más
numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal. En
efecto, ¿quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables
resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna?
¿quién podría controlar por su cuenta el flujo de informaciones que
día a día se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan
en línea de máxima como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría
reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por los
cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de
religiosidad de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es
pues también aquél que vive de creencias.
32. Cada uno, al creer, confía en los conocimientos
adquiridos por otras personas. En ello se puede percibir una tensión
significativa: por una parte el conocimiento a través de una
creencia parece una forma imperfecta de conocimiento, que debe
perfeccionarse progresivamente mediante la evidencia lograda
personalmente; por otra, la creencia con frecuencia resulta más rica
desde el punto de vista humano que la simple evidencia, porque
incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las
posibilidades cognoscitivas, sino también la capacidad más radical
de confiar en otras personas, entrando así en una relación más
estable e íntima con ellas.
Se
ha de destacar que las verdades buscadas en esta relación
interpersonal no pertenecen primariamente al orden fáctico o
filosófico. Lo que se pretende, más que nada, es la verdad misma de
la persona: lo que ella es y lo que manifiesta de su propio
interior. En efecto, la perfección del hombre no está en la mera
adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que
consiste también en una relación viva de entrega y fidelidad hacia
el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena
certeza y seguridad. Al mismo tiempo, el conocimiento por creencia,
que se funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con
la verdad: el hombre, creyendo, confía en la verdad que el otro le
manifiesta.
(Cuántos ejemplos se podrían poner para ilustrar este dato! Pienso
ante todo en el testimonio de los mártires. El mártir, en efecto, es
el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia. Él sabe
que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su
vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el
sufrimiento ni la muerte violenta lo harán apartar de la adhesión a
la verdad que ha descubierto en su encuentro con Cristo. Por eso el
testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido
hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la cual nos fiamos de
su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene
necesidad de largas argumentaciones para convencer, desde el momento
en que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como
verdadero y buscado desde tanto tiempo. En definitiva, el mártir
suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros
ya sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la
fuerza de expresar.
33. Se puede ver así que los términos del problema
van completándose progresivamente. El hombre, por su naturaleza,
busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada sólo a la conquista
de verdades parciales, factuales o científicas; no busca sólo el
verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende
hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida;
por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en
el absoluto.28 Gracias a la capacidad del pensamiento, el
hombre puede encontrar y reconocer esta verdad. En cuanto vital y
esencial para su existencia, esta verdad se logra no sólo por vía
racional, sino también mediante el abandono confiado en otras
personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la
verdad misma. La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la
propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos
antropológicamente más significativos y expresivos.
No
se ha de olvidar que también la razón necesita ser sostenida en su
búsqueda por un diálogo confiado y una amistad sincera. El clima de
sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la investigación
especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos, quienes
consideraban la amistad como uno de los contextos más adecuados para
el buen filosofar.
De
todo lo que he dicho hasta aquí resulta que el hombre se encuentra
en un camino de búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de
verdad y búsqueda de una persona de quien fiarse. La fe cristiana le
ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado el
objetivo de esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la
simple creencia la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de
gracia que le permite participar en el misterio de Cristo, en el
cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios Uno
y Trino. Así, en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la
llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo
lo que experimenta como deseo y nostalgia.
34. Esta verdad, que Dios nos revela en Jesucristo,
no está en contraste con las verdades que se alcanzan filosofando.
Más bien los dos órdenes de conocimiento conducen a la verdad en su
plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de
la razón humana, expresado en el principio de no contradicción. La
Revelación da la certeza de esta unidad, mostrando que el Dios
creador es también el Dios de la historia de la salvación. El mismo
e idéntico Dios, que fundamenta y garantiza que sea inteligible y
racional el orden natural de las cosas sobre las que se apoyan los
científicos confiados,29 es el mismo que se revela como
Padre de nuestro Señor Jesucristo. Esta unidad de la verdad, natural
y revelada, tiene su identificación viva y personal en Cristo, como
nos recuerda el Apóstol: «Habéis sido enseñados conforme a la verdad
de Jesús» (Ef 4, 21; cf. Col 1, 15-20). Él es la Palabra eterna, en
quien todo ha sido creado, y a la vez es la Palabra encarnada, que
en toda su persona 30 revela al Padre (cf. Jn 1, 14.18).
Lo que la razón humana busca «sin conocerlo» (Hch 17, 23), puede ser
encontrado sólo por medio de Cristo: lo que en Él se revela, en
efecto, es la «plena verdad» (cf. Jn 1, 14-16) de todo ser que en Él
y por Él ha sido creado y después encuentra en Él su plenitud (cf.
Col 1, 17).
35. Sobre la base de estas consideraciones
generales, es necesario examinar ahora de modo más directo la
relación entre la verdad revelada y la filosofía. Esta relación
impone una doble consideración, en cuanto que la verdad que nos
llega por la Revelación es, al mismo tiempo, una verdad que debe ser
comprendida a la luz de la razón. Sólo en esta doble acepción, en
efecto, es posible precisar la justa relación de la verdad revelada
con el saber filosófico. Consideramos, por tanto, en primer lugar la
relación entre la fe y la filosofía en el curso de la historia.
Desde aquí será posible indicar algunos principios, que constituyen
los puntos de referencia en los que basarse para establecer la
correcta relación entre los dos órdenes de conocimiento.
CAPITULO IV
RELACIÓN ENTRE LA FE Y
LA RAZÓN
Etapas más
significativas en el encuentro entre la fe y la razón
36. Según el testimonio de los Hechos de los
Apóstoles, el anuncio cristiano tuvo que confrontarse desde el
inicio con las corrientes filosóficas de la época. El mismo libro
narra la discusión que san Pablo tuvo en Atenas con «algunos
filósofos epicúreos y estoicos» (17, 18). El análisis exegético del
discurso en el Areópago ha puesto de relieve repetidas alusiones a
convicciones populares sobre todo de origen estoico. Ciertamente
esto no era casual. Los primeros cristianos para hacerse comprender
por los paganos no podían referirse sólo a «Moisés y los profetas»;
debían también apoyarse en el conocimiento natural de Dios y en la
voz de la conciencia moral de cada hombre (cf. Rm 1, 19-21; 2,
14-15; Hch 14, 16-17). Sin embargo, como este conocimiento natural
había degenerado en idolatría en la religión pagana (cf. Rm 1,
21-32), el Apóstol considera más oportuno relacionar su
argumentación con el pensamiento de los filósofos, que desde siempre
habían opuesto a los mitos y a los cultos mistéricos conceptos más
respetuosos de la trascendencia divina.
En
efecto, uno de los mayores esfuerzos realizados por los filósofos
del pensamiento clásico fue purificar de formas mitológicas la
concepción que los hombres tenían de Dios. Como sabemos, también la
religión griega, al igual que gran parte de las religiones cósmicas,
era politeísta, llegando incluso a divinizar objetos y fenómenos de
la naturaleza. Los intentos del hombre por comprender el origen de
los dioses y, en ellos, del universo encontraron su primera
expresión en la poesía. Las teogonías permanecen hasta hoy como el
primer testimonio de esta búsqueda del hombre. Fue tarea de los
padres de la filosofía mostrar el vínculo entre la razón y la
religión. Dirigiendo la mirada hacia los principios universales, no
se contentaron con los mitos antiguos, sino que quisieron dar
fundamento racional a su creencia en la divinidad. Se inició así un
camino que, abandonando las tradiciones antiguas particulares, se
abría a un proceso más conforme a las exigencias de la razón
universal. El objetivo que dicho proceso buscaba era la conciencia
crítica de aquello en lo que se creía. El concepto de la divinidad
fue el primero que se benefició de este camino. Las supersticiones
fueron reconocidas como tales y la religión se purificó, al menos en
parte, mediante el análisis racional. Sobre esta base los Padres de
la Iglesia comenzaron un diálogo fecundo con los filósofos antiguos,
abriendo el camino al anuncio y a la comprensión del Dios de
Jesucristo.
37. Al referirme a este movimiento de acercamiento
de los cristianos a la filosofía, es obligado recordar también la
actitud de cautela que suscitaban en ellos otros elementos del mundo
cultural pagano, como por ejemplo la gnosis. La filosofía, en cuanto
sabiduría práctica y escuela de vida, podía ser confundida
fácilmente con un conocimiento de tipo superior, esotérico,
reservado a unos pocos perfectos. En este tipo de especulaciones
esotéricas piensa sin duda san Pablo cuando pone en guardia a los
Colosenses: «Mirad que nadie os esclavice mediante la vana falacia
de una filosofía, fundada en tradiciones humanas, según los
elementos del mundo y no según Cristo» (2, 8). Qué actuales son las
palabras del Apóstol si las referimos a las diversas formas de
esoterismo que se difunden hoy incluso entre algunos creyentes,
carentes del debido sentido crítico. Siguiendo las huellas de san
Pablo, otros escritores de los primeros siglos, en particular san
Ireneo y Tertuliano, manifiestan a su vez ciertas reservas frente a
una visión cultural que pretendía subordinar la verdad de la
Revelación a las interpretaciones de los filósofos.
38. El encuentro del cristianismo con la filosofía
no fue pues inmediato ni fácil. La práctica de la filosofía y la
asistencia a sus escuelas eran para los primeros cristianos más un
inconveniente que una ayuda. Para ellos, la primera y más urgente
tarea era el anuncio de Cristo resucitado mediante un encuentro
personal capaz de llevar al interlocutor a la conversión del corazón
y a la petición del Bautismo. Sin embargo, esto no quiere decir que
ignorasen el deber de profundizar la comprensión de la fe y sus
motivaciones. Todo lo contrario. Resulta injusta e infundada la
crítica de Celso, que acusa a los cristianos de ser gente «iletrada
y ruda».31 La explicación de su desinterés inicial hay
que buscarla en otra parte. En realidad, el encuentro con el
Evangelio ofrecía una respuesta tan satisfactoria a la cuestión,
hasta entonces no resulta, sobre el sentido de la vida, que el
seguimiento de los filósofos les parecía como algo lejano y, en
ciertos aspectos, superado.
Esto resulta hoy aún más claro si se piensa en la aportación del
cristianismo que afirma el derecho universal de acceso a la verdad.
Abatidas las barreras raciales, sociales y sexuales, el cristianismo
había anunciado desde sus inicios la igualdad de todos los hombres
ante Dios. La primera consecuencia de esta concepción se aplicaba al
tema de la verdad. Quedaba completamente superado el carácter
elitista que su búsqueda tenía entre los antiguos, ya que siendo el
acceso a la verdad un bien que permite llegar a Dios, todos deben
poder recorrer este camino. Las vías para alcanzar la verdad siguen
siendo muchas; sin embargo, como la verdad cristiana tiene un valor
salvífico, cualquiera de estas vías puede seguirse con tal de que
conduzca a la meta final, es decir, a la revelación de Jesucristo.
Un
pionero del encuentro positivo con el pensamiento filosófico, aunque
bajo el signo de un cauto discernimiento, fue san Justino, quien,
conservando después de la conversión una gran estima por la
filosofía griega, afirmaba con fuerza y claridad que en el
cristianismo había encontrado «la única filosofía segura y
provechosa».32 De modo parecido, Clemente de Alejandría
llamaba al Evangelio «la verdadera filosofía»,33 e
interpretaba la filosofía en analogía con la ley mosaica como una
instrucción propedéutica a la fe cristiana 34 y una
preparación para el Evangelio.35 Puesto que «esta es la
sabiduría que desea la filosofía; la rectitud del alma, la de la
razón y la pureza de la vida. La filosofía está en una actitud de
amor ardoroso a la sabiduría y no perdona esfuerzo por obtenerla.
Entre nosotros se llaman filósofos los que aman la sabiduría del
Creador y Maestro universal, es decir, el conocimiento del Hijo de
Dios».36 La filosofía griega, para este autor, no tiene
como primer objetivo completar o reforzar la verdad cristiana; su
cometido es, más bien, la defensa de la fe: «La enseñanza del
Salvador es perfecta y nada le falta, por que es fuerza y sabiduría
de Dios; en cambio, la filosofía griega con su tributo no hace más
sólida la verdad; pero haciendo impotente el ataque de la sofística
e impidiendo las emboscadas fraudulentas de la verdad, se dice que
es con propiedad empalizada y muro de la viña».37
39. En la historia de este proceso es posible
verificar la recepción crítica del pensamiento filosófico por parte
de los pensadores cristianos. Entre los primeros ejemplos que se
pueden encontrar, es ciertamente significativa la figura de
Orígenes. Contra los ataques lanzados por el filósofo Celso,
Orígenes asume la filosofía platónica para argumentar y responderle.
Refiriéndose a no pocos elementos del pensamiento platónico,
comienza a elaborar una primera forma de teología cristiana. En
efecto, tanto el nombre mismo como la idea de teología en cuanto
reflexión racional sobre Dios estaban ligados todavía hasta ese
momento a su origen griego. En la filosofía aristotélica, por
ejemplo, con este nombre se referían a la parte más noble y al
verdadero culmen de la reflexión filosófica. Sin embargo, a la luz
de la Revelación cristiana lo que anteriormente designaba una
doctrina genérica sobre la divinidad adquirió un significado del
todo nuevo, en cuanto definía la reflexión que el creyente realizaba
para expresar la verdadera doctrina sobre Dios. Este nuevo
pensamiento cristiano que se estaba desarrollando hacía uso de la
filosofía, pero al mismo tiempo tendía a distinguirse claramente de
ella. La historia muestra cómo hasta el mismo pensamiento platónico
asumido en la teología sufrió profundas transformaciones, en
particular por lo que se refiere a conceptos como la inmortalidad
del alma, la divinización del hombre y el origen del mal.
40. En esta obra de cristianización del pensamiento
platónico y neoplatónico, merecen una mención particular los Padres
Capadocios, Dionisio el Areopagita y, sobre todo, san Agustín. El
gran Doctor occidental había tenido contactos con diversas escuelas
filosóficas, pero todas le habían decepcionado. Cuando se encontró
con la verdad de la fe cristiana, tuvo la fuerza de realizar aquella
conversión radical a la que los filósofos frecuentados anteriormente
no habían conseguido encaminarlo. El motivo lo cuenta él mismo: «Sin
embargo, desde esta época empecé ya a dar preferencia a la doctrina
católica, porque me parecía que aquí se mandaba con más modestia, y
de ningún modo falazmente, creer lo que no se demostraba Cfuese
porque, aunque existiesen las pruebas, no había sujeto capaz de
ellas, fuese porque no existiesenC, que no allí, en donde se
despreciaba la fe y se prometía con temeraria arrogancia la ciencia
y luego se obligaba a creer una infinidad de fábulas absurdísimas
que no podían demostrar».38 A los mismos platónicos, a
quienes mencionaba de modo privilegiado, Agustín reprochaba que, aun
habiendo conocido la meta hacia la que tender, habían ignorado sin
embargo el camino que conduce a ella: el Verbo encarnado.39
El Obispo de Hipona consiguió hacer la primera gran síntesis del
pensamiento filosófico y teológico en la que confluían las
corrientes del pensamiento griego y latino. En él además la gran
unidad del saber, que encontraba su fundamento en el pensamiento
bíblico, fue confirmada y sostenida por la profundidad del
pensamiento especulativo. La síntesis llevada a cabo por san Agustín
sería durante siglos la forma más elevada de especulación filosófica
y teológica que el Occidente haya conocido. Gracias a su historia
personal y ayudado por una admirable santidad de vida, fue capaz de
introducir en sus obras multitud de datos que, haciendo referencia a
la experiencia, anunciaban futuros desarrollos de algunas corrientes
filosóficas.
41. Varias han sido pues las formas con que los
Padres de Oriente y de Occidente han entrado en contacto con las
escuelas filosóficas. Esto no significa que hayan identificado el
contenido de su mensaje con los sistemas a que hacían referencia. La
pregunta de Tertuliano: «¿Qué tienen en común Atenas y Jerusalén?
¿La Academia y la Iglesia?»,40 es claro indicio de la
conciencia crítica con que los pensadores cristianos, desde el
principio, afrontaron el problema de la relación entre la fe y la
filosofía, considerándolo globalmente en sus aspectos positivos y en
sus límites. No eran pensadores ingenuos. Precisamente porque vivían
con intensidad el contenido de la fe, sabían llegar a las formas más
profundas de la especulación. Por consiguiente, es injusto y
reductivo limitar su obra a la sola transposición de las verdades de
la fe en categorías filosóficas. Hicieron mucho más. En efecto,
fueron capaces de sacar a la luz plenamente lo que todavía
permanecía implícito y propedéutico en el pensamiento de los grandes
filósofos antiguos.41 Estos, como ya he dicho, habían
mostrado cómo la razón, liberada de las ataduras externas, podía
salir del callejón ciego de los mitos, para abrirse de forma más
adecuada a la trascendencia. Así pues, una razón purificada y recta
era capaz de llegar a los niveles más altos de la reflexión, dando
un fundamento sólido a la percepción del ser, de lo trascendente y
de lo absoluto.
Justamente aquí está la novedad alcanzada por los Padres. Ellos
acogieron plenamente la razón abierta a lo absoluto y en ella
incorporaron la riqueza de la Revelación. El encuentro no fue sólo
entre culturas, donde tal vez una es seducida por el atractivo de
otra, sino que tuvo lugar en lo profundo de los espíritus, siendo un
encuentro entre la criatura y el Creador. Sobrepasando el fin mismo
hacia el que inconscientemente tendía por su naturaleza, la razón
pudo alcanzar el bien sumo y la verdad suprema en la persona del
Verbo encarnado. Ante las filosofías, los Padres no tuvieron miedo,
sin embargo, de reconocer tanto los elementos comunes como las
diferencias que presentaban con la Revelación. Ser conscientes de
las convergencias no ofuscaba en ellos el reconocimiento de las
diferencias.
42. En la teología escolástica el papel de la razón
educada filosóficamente llega a ser aún más visible bajo el empuje
de la interpretación anselmiana del intellectus fidei. Para el santo
Arzobispo de Canterbury la prioridad de la fe no es incompatible con
la búsqueda propia de la razón. En efecto, ésta no está llamada a
expresar un juicio sobre los contenidos de la fe, siendo incapaz de
hacerlo por no ser idónea para ello. Su tarea, más bien, es saber
encontrar un sentido y descubrir las razones que permitan a todos
entender los contenidos de la fe. San Anselmo acentúa el hecho de
que el intelecto debe ir en búsqueda de lo que ama: cuanto más ama,
más desea conocer. Quien vive para la verdad tiende hacia una forma
de conocimiento que se inflama cada vez más de amor por lo que
conoce, aun debiendo admitir que no ha hecho todavía todo lo que
desearía: «Ad te videndum factus sum; et nondum feci propter quod
factus sum».42 El deseo de la verdad mueve, pues, a la
razón a ir siempre más allá; queda incluso como abrumada al
constatar que su capacidad es siempre mayor que lo que alcanza. En
este punto, sin embargo, la razón es capaz de descubrir dónde está
el final de su camino: «Yo creo que basta a aquel que somete a un
examen reflexivo un principio incomprensible alcanzar por el
raciocinio su certidumbre inquebrantable, aunque no pueda por el
pensamiento concebir el cómo de su existencia [...]. Ahora bien,
¿qué puede haber de más incomprensible, de más inefable que lo que
está por encima de todas las cosas? Por lo cual, si todo lo que
hemos establecido hasta este momento sobre la esencia suprema está
apoyado con razones necesarias, aunque el espíritu no pueda
comprenderlo, hasta el punto de explicarlo fácilmente con palabras
simples, no por eso, sin embargo, sufre quebranto la sólida base de
esta certidumbre. En efecto, si una reflexión precedente ha
comprendido de modo racional que es incomprensible (rationabiliter
comprehendit incomprehensibile esse)» el modo en que la suprema
sabiduría sabe lo que ha hecho [...], ¿quién puede explicar cómo se
conoce y se llama ella misma, de la cual el hombre no puede saber
nada o casi nada».43
Se
confirma una vez más la armonía fundamental del conocimiento
filosófico y el de la fe: la fe requiere que su objeto sea
comprendido con la ayuda de la razón; la razón, en el culmen de su
búsqueda, admite como necesario lo que la fe le presenta.
Novedad
perenne del pensamiento de santo Tomás de Aquino
43. Un puesto singular en este largo camino
corresponde a santo Tomás, no sólo por el contenido de su doctrina,
sino también por la relación dialogal que supo establecer con el
pensamiento árabe y hebreo de su tiempo. En una época en la que los
pensadores cristianos descubrieron los tesoros de la filosofía
antigua, y más concretamente aristotélica, tuvo el gran mérito de
destacar la armonía que existe entre la razón y la fe. Argumentaba
que la luz de la razón y la luz de la fe proceden ambas de Dios; por
tanto, no pueden contradecirse entre sí.44
Más
radicalmente, Tomás reconoce que la naturaleza, objeto propio de la
filosofía, puede contribuir a la comprensión de la revelación
divina. La fe, por tanto, no teme la razón, sino que la busca y
confía en ella. Como la gracia supone la naturaleza y la
perfecciona,45 así la fe supone y perfecciona la razón.
Esta última, iluminada por la fe, es liberada de la fragilidad y de
los límites que derivan de la desobediencia del pecado y encuentra
la fuerza necesaria para elevarse al conocimiento del misterio de
Dios Uno y Trino. Aun señalando con fuerza el carácter sobrenatural
de la fe, el Doctor Angélico no ha olvidado el valor de su carácter
racional; sino que ha sabido profundizar y precisar este sentido. En
efecto, la fe es de algún modo «ejercicio del pensamiento»; la razón
del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a
los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una
opción libre y consciente.46
Precisamente por este motivo la Iglesia ha propuesto siempre a santo
Tomás como maestro de pensamiento y modelo del modo correcto de
hacer teología. En este contexto, deseo recordar lo que escribió mi
predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, con ocasión del séptimo
centenario de la muerte del Doctor Angélico: «No cabe duda que santo
Tomás poseyó en grado eximio audacia para la búsqueda de la verdad,
libertad de espíritu para afrontar problemas nuevos y la honradez
intelectual propia de quien, no tolerando que el cristianismo se
contamine con la filosofía pagana, sin embargo no rechaza a priori
esta filosofía. Por eso ha pasado a la historia del pensamiento
cristiano como precursor del nuevo rumbo de la filosofía y de la
cultura universal. El punto capital y como el meollo de la solución
casi profética a la nueva confrontación entre la razón y la fe,
consiste en conciliar la secularidad del mundo con las exigencias
radicales del Evangelio, sustrayéndose así a la tendencia innatural
de despreciar el mundo y sus valores, pero sin eludir las exigencias
supremas e inflexibles del orden sobrenatural».47
44. Una de las grandes intuiciones de santo Tomás
es la que se refiere al papel que el Espíritu Santo realiza haciendo
madurar en sabiduría la ciencia humana. Desde las primeras páginas
de su Summa Theologiae 48 el Aquinate quiere mostrar la
primacía de aquella sabiduría que es don del Espíritu Santo e
introduce en el conocimiento de las realidades divinas. Su teología
permite comprender la peculiaridad de la sabiduría en su estrecho
vínculo con la fe y el conocimiento de lo divino. Ella conoce por
connaturalidad, presupone la fe y formula su recto juicio a partir
de la verdad de la fe misma: «La sabiduría, don del Espíritu Santo,
difiere de la que es virtud intelectual adquirida. Pues ésta se
adquiere con esfuerzo humano, y aquélla viene de arriba, como
Santiago dice. De la misma manera difiere también de la fe, porque
la fe asiente a la verdad divina por sí misma; mas el juicio
conforme con la verdad divina pertenece al don de la sabiduría».49
La
prioridad reconocida a esta sabiduría no hace olvidar, sin embargo,
al Doctor Angélico la presencia de otras dos formas de sabiduría
complementarias: la filosófica, basada en la capacidad del intelecto
para indagar la realidad dentro de sus límites connaturales, y la
teológica, fundamentada en la Revelación y que examina los
contenidos de la fe, llegando al misterio mismo de Dios.
Convencido profundamente de que «omne verum a quocumque dicatur a
Spiritu Sancto est»,50 santo Tomás amó de manera
desinteresada la verdad. La buscó allí donde pudiera manifestarse,
poniendo de relieve al máximo su universalidad. El Magisterio de la
Iglesia ha visto y apreciado en él la pasión por la verdad; su
pensamiento, al mantenerse siempre en el horizonte de la verdad
universal, objetiva y trascendente, alcanzó «cotas que la
inteligencia humana jamás podría haber pensado».51 Con
razón, pues, se le puede llamar «apóstol de la verdad».52
Precisamente porque la buscaba sin reservas, supo reconocer en su
realismo la objetividad de la verdad. Su filosofía es verdaderamente
la filosofía del ser y no del simple parecer.
El
drama de la separación entre fe y razón
45. Con la aparición de las primeras universidades,
la teología se confrontaba más directamente con otras formas de
investigación y del saber científico. San Alberto Magno y santo
Tomás, aun manteniendo un vínculo orgánico entre la teología y la
filosofía, fueron los primeros que reconocieron la necesaria
autonomía que la filosofía y las ciencias necesitan para dedicarse
eficazmente a sus respectivos campos de investigación. Sin embargo,
a partir de la baja Edad Media la legítima distinción entre los dos
saberes se transformó progresivamente en una nefasta separación.
Debido al excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores, se
radicalizaron las posturas, llegándose de hecho a una filosofía
separada y absolutamente autónoma respecto a los contenidos de la
fe. Entre las consecuencias de esta separación está el recelo cada
vez mayor hacia la razón misma. Algunos comenzaron a profesar una
desconfianza general, escéptica y agnóstica, bien para reservar
mayor espacio a la fe, o bien para desacreditar cualquier referencia
racional posible a la misma.
En
resumen, lo que el pensamiento patrístico y medieval había concebido
y realizado como unidad profunda, generadora de un conocimiento
capaz de llegar a las formas más altas de la especulación, fue
destruido de hecho por los sistemas que asumieron la posición de un
conocimiento racional separado de la fe o alternativo a ella.
46. Las radicalizaciones más influyentes son
conocidas y bien visibles, sobre todo en la historia de Occidente.
No es exagerado afirmar que buena parte del pensamiento filosófico
moderno se ha desarrollado alejándose progresivamente de la
Revelación cristiana, hasta llegar a contraposiciones explícitas. En
el siglo pasado, este movimiento alcanzó su culmen. Algunos
representantes del idealismo intentaron de diversos modos
transformar la fe y sus contenidos, incluso el misterio de la muerte
y resurrección de Jesucristo, en estructuras dialécticas concebibles
racionalmente. A este pensamiento se opusieron diferentes formas de
humanismo ateo, elaboradas filosóficamente, que presentaron la fe
como nociva y alienante para el desarrollo de la plena racionalidad.
No tuvieron reparo en presentarse como nuevas religiones creando la
base de proyectos que, en el plano político y social, desembocaron
en sistemas totalitarios traumáticos para la humanidad.
En
el ámbito de la investigación científica se ha ido imponiendo una
mentalidad positivista que, no sólo se ha alejado de cualquier
referencia a la visión cristiana del mundo, sino que, y
principalmente, ha olvidado toda relación con la visión metafísica y
moral. Consecuencia de esto es que algunos científicos, carentes de
toda referencia ética, tienen el peligro de no poner ya en el centro
de su interés la persona y la globalidad de su vida. Más aún,
algunos de ellos, conscientes de las potencialidades inherentes al
progreso técnico, parece que ceden, no sólo a la lógica del mercado,
sino también a la tentación de un poder demiúrgico sobre la
naturaleza y sobre el ser humano mismo.
Además, como consecuencia de la crisis del racionalismo, ha cobrado
entidad el nihilismo. Como filosofía de la nada, logra tener cierto
atractivo entre nuestros contemporáneos. Sus seguidores teorizan
sobre la investigación como fin en sí misma, sin esperanza ni
posibilidad alguna de alcanzar la meta de la verdad. En la
interpretación nihilista la existencia es sólo una oportunidad para
sensaciones y experiencias en las que tiene la primacía lo efímero.
El nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según la
cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es
fugaz y provisional.
47. Por otra parte, no debe olvidarse que en la
cultura moderna ha cambiado el papel mismo de la filosofía. De
sabiduría y saber universal, se ha ido reduciendo progresivamente a
una de tantas parcelas del saber humano; más aún, en algunos
aspectos se la ha limitado a un papel del todo marginal. Mientras,
otras formas de racionalidad se han ido afirmando cada vez con mayor
relieve, destacando el carácter marginal del saber filosófico. Estas
formas de racionalidad, en vez de tender a la contemplación de la
verdad y a la búsqueda del fin último y del sentido de la vida,
están orientadas Co, al menos, pueden orientarseC como «razón
instrumental» al servicio de fines utilitaristas, de placer o de
poder.
Desde mi primera Encíclica he señalado el peligro de absolutizar
este camino, al afirmar: «El hombre actual parece estar siempre
amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del trabajo
de sus manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las
tendencias de su voluntad. Los frutos de esta múltiple actividad del
hombre se traducen muy pronto y de manera a veces imprevisible en
objeto de "alienación", es decir, son pura y simplemente arrebatados
a quien los ha producido; pero, al menos parcialmente, en la línea
indirecta de sus efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo
hombre; ellos están dirigidos o pueden ser dirigidos contra él. En
esto parece consistir el capítulo principal del drama de la
existencia humana contemporánea en su dimensión más amplia y
universal. El hombre por tanto vive cada vez más en el miedo. Teme
que sus productos, naturalmente no todos y no la mayor parte, sino
algunos y precisamente los que contienen una parte especial de su
genialidad y de su iniciativa, puedan ser dirigidos de manera
radical contra él mismo».53
En
la línea de estas transformaciones culturales, algunos filósofos,
abandonando la búsqueda de la verdad por sí misma, han adoptado como
único objetivo el lograr la certeza subjetiva o la utilidad
práctica. De aquí se desprende como consecuencia el ofuscamiento de
la auténtica dignidad de la razón, que ya no es capaz de conocer lo
verdadero y de buscar lo absoluto.
48. En este último período de la historia de la
filosofía se constata, pues, una progresiva separación entre la fe y
la razón filosófica. Es cierto que, si se observa atentamente,
incluso en la reflexión filosófica de aquellos que han contribuido a
aumentar la distancia entre fe y razón aparecen a veces gérmenes
preciosos de pensamiento que, profundizados y desarrollados con
rectitud de mente y corazón, pueden ayudar a descubrir el camino de
la verdad. Estos gérmenes de pensamiento se encuentran, por ejemplo,
en los análisis profundos sobre la percepción y la experiencia, lo
imaginario y el inconsciente, la personalidad y la
intersubjetividad, la libertad y los valores, el tiempo y la
historia; incluso el tema de la muerte puede llegar a ser para todo
pensador una seria llamada a buscar dentro de sí mismo el sentido
auténtico de la propia existencia. Sin embargo, esto no quita que la
relación actual entre la fe y la razón exija un atento esfuerzo de
discernimiento, ya que tanto la fe como la razón se han empobrecido
y debilitado una ante la otra. La razón, privada de la aportación de
la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el
peligro de hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de
la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el
riesgo de dejar de ser una propuesta universal. Es ilusorio pensar
que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al
contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o
superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe
adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y
radicalidad del ser.
No
es inoportuna, por tanto, mi llamada fuerte e incisiva para que la
fe y la filosofía recuperen la unidad profunda que les hace capaces
de ser coherentes con su naturaleza en el respeto de la recíproca
autonomía. A la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la
razón.
CAPÍTULO V
INTERVENCIONES DEL
MAGISTERIO EN CUESTIONES FILOSÓFICAS
El discernimiento del
Magisterio como diaconía de la verdad
49. La Iglesia no propone una filosofía propia ni
canoniza una filosofía en particular con menoscabo de otras.54
El motivo profundo de esta cautela está en el hecho de que la
filosofía, incluso cuando se relaciona con la teología, debe
proceder según sus métodos y sus reglas; de otro modo, no habría
garantías de que permanezca orientada hacia la verdad, tendiendo a
ella con un procedimiento racionalmente controlable. De poca ayuda
sería una filosofía que no procediese a la luz de la razón según sus
propios principios y metodologías específicas. En el fondo, la raíz
de la autonomía de la que goza la filosofía radica en el hecho de
que la razón está por naturaleza orientada a la verdad y cuenta en
sí misma con los medios necesarios para alcanzarla. Una filosofía
consciente de este «estatuto constitutivo» suyo respeta
necesariamente también las exigencias y las evidencias propias de la
verdad revelada.
La
historia ha mostrado, sin embargo, las desviaciones y los errores en
los que no pocas veces ha incurrido el pensamiento filosófico, sobre
todo moderno. No es tarea ni competencia del Magisterio intervenir
para colmar las lagunas de un razonamiento filosófico incompleto.
Por el contrario, es un deber suyo reaccionar de forma clara y firme
cuando tesis filosóficas discutibles amenazan la comprensión
correcta del dato revelado y cuando se difunden teorías falsas y
parciales que siembran graves errores, confundiendo la simplicidad y
la pureza de la fe del pueblo de Dios.
50. El Magisterio eclesiástico puede y debe, por
tanto, ejercer con autoridad, a la luz de la fe, su propio
discernimiento crítico en relación con las filosofías y las
afirmaciones que se contraponen a la doctrina cristiana.55
Corresponde al Magisterio indicar, ante todo, los presupuestos y
conclusiones filosóficas que fueran incompatibles con la verdad
revelada, formulando así las exigencias que desde el punto de vista
de la fe se imponen a la filosofía. Además, en el desarrollo del
saber filosófico han surgido diversas escuelas de pensamiento. Este
pluralismo sitúa también al Magisterio ante la responsabilidad de
expresar su juicio sobre la compatibilidad o no de las concepciones
de fondo sobre las que estas escuelas se basan con las exigencias
propias de la palabra de Dios y de la reflexión teológica.
La
Iglesia tiene el deber de indicar lo que en un sistema filosófico
puede ser incompatible con su fe. En efecto, muchos contenidos
filosóficos, como los temas de Dios, del hombre, de su libertad y su
obrar ético, la emplazan directamente porque afectan a la verdad
revelada que ella custodia. Cuando nosotros los Obispos ejercemos
este discernimiento tenemos la misión de ser «testigos de la verdad»
en el cumplimiento de una diaconía humilde pero tenaz, que todos los
filósofos deberían apreciar, en favor de la recta ratio, o sea, de
la razón que reflexiona correctamente sobre la verdad.
51. Este discernimiento no debe entenderse en
primer término de forma negativa, como si la intención del
Magisterio fuera eliminar o reducir cualquier posible mediación. Al
contrario, sus intervenciones se dirigen en primer lugar a
estimular, promover y animar el pensamiento filosófico. Por otra
parte, los filósofos son los primeros que comprenden la exigencia de
la autocrítica, de la corrección de posible errores y de la
necesidad de superar los límites demasiado estrechos en los que se
enmarca su reflexión. Se debe considerar, de modo particular, que la
verdad es una, aunque sus expresiones lleven la impronta de la
historia y, aún más, sean obra de una razón humana herida y
debilitada por el pecado. De esto resulta que ninguna forma
histórica de filosofía puede legítimamente pretender abarcar toda la
verdad, ni ser la explicación plena del ser humano, del mundo y de
la relación del hombre con Dios.
Hoy
además, ante la pluralidad de sistemas, métodos, conceptos y
argumentos filosóficos, con frecuencia extremamente
particularizados, se impone con mayor urgencia un discernimiento
crítico a la luz de la fe. Este discernimiento no es fácil, porque
si ya es difícil reconocer las capacidades propias e inalienables de
la razón con sus límites constitutivos e históricos, más
problemático aún puede resultar a veces discernir, en las propuestas
filosóficas concretas, lo que desde el punto de vista de la fe
ofrecen como válido y fecundo en comparación con lo que, en cambio,
presentan como erróneo y peligroso. De todos modos, la Iglesia sabe
que «los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» están ocultos en
Cristo (Col 2, 3); por esto interviene animando la reflexión
filosófica, para que no se cierre el camino que conduce al
reconocimiento del misterio.
52. Las intervenciones del Magisterio de la Iglesia
para expresar su pensamiento en relación con determinadas doctrinas
filosóficas no son sólo recientes. Como ejemplo baste recordar, a lo
largo de los siglos, los pronunciamientos sobre las teorías que
sostenían la preexistencia de las almas,56 como también
sobre las diversas formas de idolatría y de esoterismo supersticioso
contenidas en tesis astrológicas; 57 sin olvidar los
textos más sistemáticos contra algunas tesis del averroísmo latino,
incompatibles con la fe cristiana.58
Si
la palabra del Magisterio se ha hecho oír más frecuentemente a
partir de la mitad del siglo pasado ha sido porque en aquel período
muchos católicos sintieron el deber de contraponer una filosofía
propia a las diversas corrientes del pensamiento moderno. Por este
motivo, el Magisterio de la Iglesia se vio obligado a vigilar que
estas filosofías no se desviasen, a su vez, hacia formas erróneas y
negativas. Fueron así censurados al mismo tiempo, por una parte, el
fideísmo59 y el tradicionalismo radical,60 por
su desconfianza en las capacidades naturales de la razón; y por
otra, el racionalismo 61 y el ontologismo,62
porque atribuían a la razón natural lo que es cognoscible sólo a la
luz de la fe. Los contenidos positivos de este debate se
formalizaron en la Constitución dogmática Dei Filius, con la que por
primera vez un Concilio ecuménico, el Vaticano I, intervenía
solemnemente sobre las relaciones entre la razón y la fe. La
enseñanza contenida en este texto influyó con fuerza y de forma
positiva en la investigación filosófica de muchos creyentes y es
todavía hoy un punto de referencia normativo para una correcta y
coherente reflexión cristiana en este ámbito particular.
53. Las intervenciones del Magisterio se han
ocupado no tanto de tesis filosóficas concretas, como de la
necesidad del conocimiento racional y, por tanto, filosófico para la
inteligencia de la fe. El Concilio Vaticano I, sintetizando y
afirmando de forma solemne las enseñanzas que de forma ordinaria y
constante el Magisterio pontificio había propuesto a los fieles,
puso de relieve lo inseparables y al mismo tiempo irreducibles que
son el conocimiento natural de Dios y la Revelación, la razón y la
fe. El Concilio partía de la exigencia fundamental, presupuesta por
la Revelación misma, de la cognoscibilidad natural de la existencia
de Dios, principio y fin de todas las cosas,63 y concluía
con la afirmación solemne ya citada: «Hay un doble orden de
conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también por su
objeto».64 Era pues necesario afirmar, contra toda forma
de racionalismo, la distinción entre los misterios de la fe y los
hallazgos filosóficos, así como la trascendencia y precedencia de
aquéllos respecto a éstos; por otra parte, frente a las tentaciones
fideístas, era preciso recalcar la unidad de la verdad y, por
consiguiente también, la aportación positiva que el conocimiento
racional puede y debe dar al conocimiento de la fe: «Pero, aunque la
fe esté por encima de la razón; sin embargo, ninguna verdadera
disensión puede jamás darse entre la fe y la razón, como quiera que
el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro
del alma humana la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí
mismo ni la verdad contradecir jamás a la verdad».65
54. También en nuestro siglo el Magisterio ha
vuelto sobre el tema en varias ocasiones llamando la atención contra
la tentación racionalista. En este marco se deben situar las
intervenciones del Papa san Pío X, que puso de relieve cómo en la
base del modernismo se hallan aserciones filosóficas de orientación
fenoménica, agnóstica e inmanentista.66 Tampoco se puede
olvidar la importancia que tuvo el rechazo católico de la filosofía
marxista y del comunismo ateo.67
Posteriormente el Papa Pío XII hizo oír su voz cuando, en la
Encíclica Humani generis, llamó la atención sobre las
interpretaciones erróneas relacionadas con las tesis del
evolucionismo, del existencialismo y del historicismo. Precisaba que
estas tesis habían sido elaboradas y eran propuestas no por
teólogos, sino que tenían su origen «fuera del redil de Cristo»;68
así mismo, añadía que estas desviaciones debían ser no sólo
rechazadas, sino además examinadas críticamente: «Ahora bien, a los
teólogos y filósofos católicos, a quienes incumbe el grave cargo de
defender la verdad divina y humana y sembrarla en las almas de los
hombres, no les es lícito ni ignorar ni descuidar esas opiniones que
se apartan más o menos del recto camino. Más aún, es menester que
las conozcan a fondo, primero porque no se curan bien las
enfermedades si no son de antemano debidamente conocidas; luego,
porque alguna vez en esos mismos falsos sistemas se esconde algo de
verdad; y, finalmente, porque estimulan la mente a investigar y
ponderar con más diligencia algunas verdades filosóficas y
teológicas».69
Por
último, también la Congregación para la Doctrina de la Fe, en
cumplimiento de su específica tarea al servicio del magisterio
universal del Romano Pontífice,70 ha debido intervenir
para señalar el peligro que comporta asumir acríticamente, por parte
de algunos teólogos de la liberación, tesis y metodologías derivadas
del marxismo.71
Así
pues, en el pasado el Magisterio ha ejercido repetidamente y bajo
diversas modalidades el discernimiento en materia filosófica. Todo
lo que mis Venerados Predecesores han enseñado es una preciosa
contribución que no se puede olvidar.
55. Si consideramos nuestra situación actual, vemos
que vuelven los problemas del pasado, pero con nuevas
peculiaridades. No se trata ahora sólo de cuestiones que interesan a
personas o grupos concretos, sino de convicciones tan difundidas en
el ambiente que llegan a ser en cierto modo mentalidad común. Tal
es, por ejemplo, la desconfianza radical en la razón que manifiestan
las exposiciones más recientes de muchos estudios filosóficos. Al
respecto, desde varios sectores se ha hablado del «final de la
metafísica»: se pretende que la filosofía se contente con objetivos
más modestos, como la simple interpretación del hecho o la mera
investigación sobre determinados campos del saber humano o sobre sus
estructuras.
En
la teología misma vuelven a aparecer las tentaciones del pasado. Por
ejemplo, en algunas teologías contemporáneas se abre camino
nuevamente un cierto racionalismo, sobre todo cuando se toman como
norma para la investigación filosófica afirmaciones consideradas
filosóficamente fundadas. Esto sucede principalmente cuando el
teólogo, por falta de competencia filosófica, se deja condicionar de
forma acrítica por afirmaciones que han entrado ya en el lenguaje y
en la cultura corriente, pero que no tienen suficiente base
racional.72
Tampoco faltan rebrotes peligrosos de fideísmo, que no acepta la
importancia del conocimiento racional y de la reflexión filosófica
para la inteligencia de la fe y, más aún, para la posibilidad misma
de creer en Dios. Una expresión de esta tendencia fideísta difundida
hoy es el «biblicismo», que tiende a hacer de la lectura de la
Sagrada Escritura o de su exégesis el único punto de referencia para
la verdad. Sucede así que se identifica la palabra de Dios solamente
con la Sagrada Escritura, vaciando así de sentido la doctrina de la
Iglesia confirmada expresamente por el Concilio Ecuménico Vaticano
II. La Constitución Dei Verbum, después de recordar que la palabra
de Dios está presente tanto en los textos sagrados como en la
Tradición,73 afirma claramente: «La Tradición y la
Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios,
confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano
entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina
apostólica».74 La Sagrada Escritura, por tanto, no es
solamente punto de referencia para la Iglesia. En efecto, la
«suprema norma de su fe» 75 proviene de la unidad que el
Espíritu ha puesto entre la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura
y el Magisterio de la Iglesia en una reciprocidad tal que los tres
no pueden subsistir de forma independiente.76
No
hay que infravalorar, además, el peligro de la aplicación de una
sola metodología para llegar a la verdad de la Sagrada Escritura,
olvidando la necesidad de una exégesis más amplia que permita
comprender, junto con toda la Iglesia, el sentido pleno de los
textos. Cuantos se dedican al estudio de las Sagradas Escrituras
deben tener siempre presente que las diversas metodologías
hermenéuticas se apoyan en una determinada concepción filosófica.
Por ello, es preciso analizarla con discernimiento antes de
aplicarla a los textos sagrados.
Otras formas latentes de fideísmo se pueden reconocer en la escasa
consideración que se da a la teología especulativa, como también en
el desprecio de la filosofía clásica, de cuyas nociones han extraído
sus términos tanto la inteligencia de la fe como las mismas
formulaciones dogmáticas. El Papa Pío XII, de venerada memoria,
llamó la atención sobre este olvido de la tradición filosófica y
sobre el abandono de las terminologías tradicionales.77
56. En definitiva, se nota una difundida
desconfianza hacia las afirmaciones globales y absolutas, sobre todo
por parte de quienes consideran que la verdad es el resultado del
consenso y no de la adecuación del intelecto a la realidad objetiva.
Ciertamente es comprensible que, en un mundo dividido en muchos
campos de especialización, resulte difícil reconocer el sentido
total y último de la vida que la filosofía ha buscado
tradicionalmente. No obstante, a la luz de la fe que reconoce en
Jesucristo este sentido último, debo animar a los filósofos,
cristianos o no, a confiar en la capacidad de la razón humana y a no
fijarse metas demasiado modestas en su filosofar. La lección de la
historia del milenio que estamos concluyendo testimonia que éste es
el camino a seguir: es preciso no perder la pasión por la verdad
última y el anhelo por su búsqueda, junto con la audacia de
descubrir nuevos rumbos. La fe mueve a la razón a salir de todo
aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y
verdadero. Así, la fe se hace abogada convencida y convincente de la
razón.
El
interés de la Iglesia por la filosofía
57. El Magisterio no se ha limitado sólo a mostrar
los errores y las desviaciones de las doctrinas filosóficas. Con la
misma atención ha querido reafirmar los principios fundamentales
para una genuina renovación del pensamiento filosófico, indicando
también las vías concretas a seguir. En este sentido, el Papa León
XIII con su Encíclica Æterni Patris dio un paso de gran alcance
histórico para la vida de la Iglesia. Este texto ha sido hasta hoy
el único documento pontificio de esa categoría dedicado íntegramente
a la filosofía. El gran Pontífice recogió y desarrolló las
enseñanzas del Concilio Vaticano I sobre la relación entre fe y
razón, mostrando cómo el pensamiento filosófico es una aportación
fundamental para la fe y la ciencia teológica.78 Más de
un siglo después, muchas indicaciones de aquel texto no han perdido
nada de su interés tanto desde el punto de vista práctico como
pedagógico; sobre todo, lo relativo al valor incomparable de la
filosofía de santo Tomás. El proponer de nuevo el pensamiento del
Doctor Angélico era para el Papa León XIII el mejor camino para
recuperar un uso de la filosofía conforme a las exigencias de la fe.
Afirmaba que santo Tomás, «distinguiendo muy bien la razón de la fe,
como es justo, pero asociándolas amigablemente, conservó los
derechos de una y otra, y proveyó a su dignidad».79
58. Son conocidas las numerosas y oportunas
consecuencias de aquella propuesta pontificia. Los estudios sobre el
pensamiento de santo Tomás y de otros autores escolásticos
recibieron nuevo impulso. Se dio un vigoroso empuje a los estudios
históricos, con el consiguiente descubrimiento de las riquezas del
pensamiento medieval, muy desconocidas hasta aquel momento, y se
formaron nuevas escuelas tomistas. Con la aplicación de la
metodología histórica, el conocimiento de la obra de santo Tomás
experimentó grandes avances y fueron numerosos los estudiosos que
con audacia llevaron la tradición tomista a la discusión de los
problemas filosóficos y teológicos de aquel momento. Los teólogos
católicos más influyentes de este siglo, a cuya reflexión e
investigación debe mucho el Concilio Vaticano II, son hijos de esta
renovación de la filosofía tomista. La Iglesia ha podido así
disponer, a lo largo del siglo XX, de un número notable de
pensadores formados en la escuela del Doctor Angélico.
59. La renovación tomista y neotomista no ha sido
el único signo de restablecimiento del pensamiento filosófico en la
cultura de inspiración cristiana. Ya antes, y paralelamente a la
propuesta de León XIII, habían surgido no pocos filósofos católicos
que elaboraron obras filosóficas de gran influjo y de valor
perdurable, enlazando con corrientes de pensamiento más recientes,
de acuerdo con una metodología propia. Hubo quienes lograron
síntesis de tan alto nivel que no tienen nada que envidiar a los
grandes sistemas del idealismo; quienes, además, pusieron las bases
epistemológicas para una nueva reflexión sobre la fe a la luz de una
renovada comprensión de la conciencia moral; quienes, además,
crearon una filosofía que, partiendo del análisis de la inmanencia,
abría el camino hacia la trascendencia; y quienes, por último,
intentaron conjugar las exigencias de la fe en el horizonte de la
metodología fenomenológica. En definitiva, desde diversas
perspectivas se han seguido elaborando formas de especulación
filosófica que han buscado mantener viva la gran tradición del
pensamiento cristiano en la unidad de la fe y la razón.
60. El Concilio Ecuménico Vaticano II, por su
parte, presenta una enseñanza muy rica y fecunda en relación con la
filosofía. No puedo olvidar, sobre todo en el contexto de esta
Encíclica, que un capítulo de la Constitución Gaudium et speses casi
un compendio de antropología bíblica, fuente de inspiración también
para la filosofía. En aquellas páginas se trata del valor de la
persona humana creada a imagen de Dios, se fundamenta su dignidad y
superioridad sobre el resto de la creación y se muestra la capacidad
trascendente de su razón.80 También el problema del
ateísmo es considerado en la Gaudium et spes, exponiendo bien los
errores de esta visión filosófica, sobre todo en relación con la
dignidad inalienable de la persona y de su libertad.81
Ciertamente tiene también un profundo significado filosófico la
expresión culminante de aquellas páginas, que he citado en mi
primera Encíclica Redemptor hominis y que representa uno de los
puntos de referencia constante de mi enseñanza: «Realmente, el
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de
venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la
misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de
su vocación».82
El
Concilio se ha ocupado también del estudio de la filosofía, al que
deben dedicarse los candidatos al sacerdocio; se trata de
recomendaciones extensibles más en general a la enseñanza cristiana
en su conjunto. Afirma el Concilio: «Las asignaturas filosóficas
deben ser enseñadas de tal manera que los alumnos lleguen, ante
todo, a adquirir un conocimiento fundado y coherente del hombre, del
mundo y de Dios, basados en el patrimonio filosófico válido para
siempre, teniendo en cuenta también las investigaciones filosóficas
de cada tiempo».83
Estas directrices han sido confirmadas y especificadas en otros
documentos magisteriales con el fin de garantizar una sólida
formación filosófica, sobre todo para quienes se preparan a los
estudios teológicos. Por mi parte, en varias ocasiones he señalado
la importancia de esta formación filosófica para los que deberán un
día, en la vida pastoral, enfrentarse a las exigencias del mundo
contemporáneo y examinar las causas de ciertos comportamientos para
darles una respuesta adecuada.84
61. Si en diversas circunstancias ha sido necesario
intervenir sobre este tema, reiterando el valor de las intuiciones
del Doctor Angélico e insistiendo en el conocimiento de su
pensamiento, se ha debido a que las directrices del Magisterio no
han sido observadas siempre con la deseable disponibilidad. En
muchas escuelas católicas, en los años que siguieron al Concilio
Vaticano II, se pudo observar al respecto una cierta decadencia
debido a una menor estima, no sólo de la filosofía escolástica, sino
más en general del mismo estudio de la filosofía. Con sorpresa y
pena debo constatar que no pocos teólogos comparten este desinterés
por el estudio de la filosofía.
Varios son los motivos de esta poca estima. En primer lugar, debe
tenerse en cuenta la desconfianza en la razón que manifiesta gran
parte de la filosofía contemporánea, abandonando ampliamente la
búsqueda metafísica sobre las preguntas últimas del hombre, para
concentrar su atención en los problemas particulares y regionales, a
veces incluso puramente formales. Se debe añadir además el equívoco
que se ha creado sobre todo en relación con las «ciencias humanas».
El Concilio Vaticano II ha remarcado varias veces el valor positivo
de la investigación científica para un conocimiento más profundo del
misterio del hombre.85 La invitación a los teólogos para
que conozcan estas ciencias y, si es menester, las apliquen
correctamente en su investigación no debe, sin embargo, ser
interpretada como una autorización implícita a marginar la filosofía
o a sustituirla en la formación pastoral y en la praeparatio fidei.
No se puede olvidar, por último, el renovado interés por la
inculturación de la fe. De modo particular, la vida de las Iglesias
jóvenes ha permitido descubrir, junto a elevadas formas de
pensamiento, la presencia de múltiples expresiones de sabiduría
popular. Esto es un patrimonio real de cultura y de tradiciones. Sin
embargo, el estudio de las usanzas tradicionales debe ir de acuerdo
con la investigación filosófica. Ésta permitirá sacar a luz los
aspectos positivos de la sabiduría popular, creando su necesaria
relación con el anuncio del Evangelio.86
62. Deseo reafirmar decididamente que el estudio de
la filosofía tiene un carácter fundamental e imprescindible en la
estructura de los estudios teológicos y en la formación de los
candidatos al sacerdocio. No es casual que el curriculumde los
estudios teológicos vaya precedido por un período de tiempo en el
cual está previsto una especial dedicación al estudio de la
filosofía. Esta opción, confirmada por el Concilio Laterano V,87
tiene sus raíces en la experiencia madurada durante la Edad Media,
cuando se puso en evidencia la importancia de una armonía
constructiva entre el saber filosófico y el teológico. Esta
ordenación de los estudios ha influido, facilitado y promovido,
incluso de forma indirecta, una buena parte del desarrollo de la
filosofía moderna. Un ejemplo significativo es la influencia
ejercida por las Disputationes metaphysicae de Francisco Suárez, que
tuvieron eco hasta en las universidades luteranas alemanas. Por el
contrario, la desaparición de esta metodología causó graves
carencias tanto en la formación sacerdotal como en la investigación
teológica. Téngase en cuenta, por ejemplo, en la falta de interés
por el pensamiento y la cultura moderna, que ha llevado al rechazo
de cualquier forma de diálogo o a la acogida indiscriminada de
cualquier filosofía.
Espero firmemente que estas dificultades se superen con una
inteligente formación filosófica y teológica, que nunca debe faltar
en la Iglesia.
63. Apoyado en las razones señaladas, me ha
parecido urgente poner de relieve con esta Encíclica el gran interés
que la Iglesia tiene por la filosofía; más aún, el vínculo íntimo
que une el trabajo teológico con la búsqueda filosófica de la
verdad. De aquí deriva el deber que tiene el Magisterio de discernir
y estimular un pensamiento filosófico que no sea discordante con la
fe. Mi objetivo es proponer algunos principios y puntos de
referencia que considero necesarios para instaurar una relación
armoniosa y eficaz entre la teología y la filosofía. A su luz será
posible discernir con mayor claridad la relación que la teología
debe establecer con los diversos sistemas y afirmaciones
filosóficas, que presenta el mundo actual.
CAPÍTULO VI
INTERACCIÓN ENTRE
TEOLOGÍA Y FILOSOFÍA
La ciencia de la fe y
las exigencias de la razón filosófica
64. La palabra de Dios se dirige a cada hombre, en
todos los tiempos y lugares de la tierra; y el hombre es
naturalmente filósofo. Por su parte, la teología, en cuanto
elaboración refleja y científica de la inteligencia de esta palabra
a la luz de la fe, no puede prescindir de relacionarse con las
filosofías elaboradas de hecho a lo largo de la historia, tanto para
algunos de sus procedimientos como también para lograr sus tareas
específicas. Sin querer indicar a los teólogos metodologías
particulares, cosa que no atañe al Magisterio, deseo más bien
recordar algunos cometidos propios de la teología, en las que el
recurso al pensamiento filosófico se impone por la naturaleza misma
de la Palabra revelada.
65. La teología se organiza como ciencia de la fe a
la luz de un doble principio metodológico: el auditus fidei y el
intellectus fidei. Con el primero, asume los contenidos de la
Revelación tal y como han sido explicitados progresivamente en la
Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio vivo de la
Iglesia.88 Con el segundo, la teología quiere responder a
las exigencias propias del pensamiento mediante la reflexión
especulativa.
En
cuanto a la preparación de un correcto auditus fidei, la filosofía
ofrece a la teología su peculiar aportación al tratar sobre la
estructura del conocimiento y de la comunicación personal y, en
particular, sobre las diversas formas y funciones del lenguaje.
Igualmente es importante la aportación de la filosofía para una
comprensión más coherente de la Tradición eclesial, de los
pronunciamientos del Magisterio y de las sentencias de los grandes
maestros de la teología. En efecto, estos se expresan con frecuencia
usando conceptos y formas de pensamiento tomados de una determinada
tradición filosófica. En este caso, el teólogo debe no sólo exponer
los conceptos y términos con los que la Iglesia reflexiona y elabora
su enseñanza, sino también conocer a fondo los sistemas filosóficos
que han influido eventualmente tanto en las nociones como en la
terminología, para llegar así a interpretaciones correctas y
coherentes.
66. En relación con el intellectus fidei, se debe
considerar ante todo que la Verdad divina, «como se nos propone en
las Escrituras interpretadas según la sana doctrina de la Iglesia»,89
goza de una inteligibilidad propia con tanta coherencia lógica que
se propone como un saber auténtico. El intellectus fidei explicita
esta verdad, no sólo asumiendo las estructuras lógicas y
conceptuales de las proposiciones en las que se articula la
enseñanza de la Iglesia, sino también, y primariamente, mostrando el
significado de salvación que estas proposiciones contienen para el
individuo y la humanidad. Gracias al conjunto de estas proposiciones
el creyente llega a conocer la historia de la salvación, que culmina
en la persona de Jesucristo y en su misterio pascual. En este
misterio participa con su asentimiento de fe.
Por
su parte, la teología dogmática debe ser capaz de articular el
sentido universal del misterio de Dios Uno y Trino y de la economía
de la salvación tanto de forma narrativa, como sobre todo de forma
argumentativa. Esto es, debe hacerlo mediante expresiones
conceptuales, formuladas de modo crítico y comunicables
universalmente. En efecto, sin la aportación de la filosofía no se
podrían ilustrar contenidos teológicos como, por ejemplo, el
lenguaje sobre Dios, las relaciones personales dentro de la
Trinidad, la acción creadora de Dios en el mundo, la relación entre
Dios y el hombre, y la identidad de Cristo que es verdadero Dios y
verdadero hombre. Las mismas consideraciones valen para diversos
temas de la teología moral, donde es inmediato el recurso a
conceptos como ley moral, conciencia, libertad, responsabilidad
personal, culpa, etc., que son definidos por la ética filosófica.
Es
necesario, por tanto, que la razón del creyente tenga un
conocimiento natural, verdadero y coherente de las cosas creadas,
del mundo y del hombre, que son también objeto de la revelación
divina; más todavía, debe ser capaz de articular dicho conocimiento
de forma conceptual y argumentativa. La teología dogmática
especulativa, por tanto, presupone e implica una filosofía del
hombre, del mundo y, más radicalmente, del ser, fundada sobre la
verdad objetiva.
67. La teología fundamental, por su carácter propio
de disciplina que tiene la misión de dar razón de la fe (cf. 1 Pe 3,
15), debe encargarse de justificar y explicitar la relación entre la
fe y la reflexión filosófica. Ya el Concilio Vaticano I, recordando
la enseñanza paulina (cf. Rm 1, 19-20), había llamado la atención
sobre el hecho de que existen verdades cognoscibles naturalmente y,
por consiguiente, filosóficamente. Su conocimiento constituye un
presupuesto necesario para acoger la revelación de Dios. Al estudiar
la Revelación y su credibilidad, junto con el correspondiente acto
de fe, la teología fundamental debe mostrar cómo, a la luz de lo
conocido por la fe, emergen algunas verdades que la razón ya posee
en su camino autónomo de búsqueda. La Revelación les da pleno
sentido, orientándolas hacia la riqueza del misterio revelado, en el
cual encuentran su fin último. Piénsese, por ejemplo, en el
conocimiento natural de Dios, en la posibilidad de discernir la
revelación divina de otros fenómenos, en el reconocimiento de su
credibilidad, en la aptitud del lenguaje humano para hablar de forma
significativa y verdadera incluso de lo que supera toda experiencia
humana. La razón es llevada por todas estas verdades a reconocer la
existencia de una vía realmente propedéutica a la fe, que puede
desembocar en la acogida de la Revelación, sin menoscabar en nada
sus propios principios y su autonomía.90
Del
mismo modo, la teología fundamental debe mostrar la íntima
compatibilidad entre la fe y su exigencia fundamental de ser
explicitada mediante una razón capaz de dar su asentimiento en plena
libertad. Así, la fe sabrá mostrar «plenamente el camino a una razón
que busca sinceramente la verdad. De este modo, la fe, don de Dios,
a pesar de no fundarse en la razón, ciertamente no puede prescindir
de ella; al mismo tiempo, la razón necesita fortalecerse mediante la
fe, para descubrir los horizontes a los que no podría llegar por sí
misma».91
68. La teología moral necesita aún más la
aportación filosófica. En efecto, en la Nueva Alianza la vida humana
está mucho menos reglamentada por prescripciones que en la Antigua.
La vida en el Espíritu lleva a los creyentes a una libertad y
responsabilidad que van más allá de la Ley misma. El Evangelio y los
escritos apostólicos proponen tanto principios generales de conducta
cristiana como enseñanzas y preceptos concretos. Para aplicarlos a
las circunstancias particulares de la vida individual y social, el
cristiano debe ser capaz de emplear a fondo su conciencia y la
fuerza de su razonamiento. Con otras palabras, esto significa que la
teología moral debe acudir a una visión filosófica correcta tanto de
la naturaleza humana y de la sociedad como de los principios
generales de una decisión ética.
69. Se puede tal vez objetar que en la situación
actual el teólogo debería acudir, más que a la filosofía, a la ayuda
de otras formas del saber humano, como la historia y sobre todo las
ciencias, cuyos recientes y extraordinarios progresos son admirados
por todos. Algunos sostienen, en sintonía con la difundida
sensibilidad sobre la relación entre fe y culturas, que la teología
debería dirigirse preferentemente a las sabidurías tradicionales,
más que a una filosofía de origen griego y de carácter eurocéntrico.
Otros, partiendo de una concepción errónea del pluralismo de las
culturas, niegan simplemente el valor universal del patrimonio
filosófico asumido por la Iglesia.
Estas observaciones, presentes ya en las enseñanzas conciliares,92
tienen una parte de verdad. La referencia a las ciencias, útil en
muchos casos porque permite un conocimiento más completo del objeto
de estudio, no debe sin embargo hacer olvidar la necesaria mediación
de una reflexión típicamente filosófica, crítica y dirigida a lo
universal, exigida además por un intercambio fecundo entre las
culturas. Debo subrayar que no hay que limitarse al caso individual
y concreto, olvidando la tarea primaria de manifestar el carácter
universal del contenido de fe. Además, no hay que olvidar que la
aportación peculiar del pensamiento filosófico permite discernir,
tanto en las diversas concepciones de la vida como en las culturas,
«no lo que piensan los hombres, sino cuál es la verdad objetiva».93
Sólo la verdad, y no las diferentes opiniones humanas, puede servir
de ayuda a la teología.
70. El tema de la relación con las culturas merece
una reflexión específica, aunque no pueda ser exhaustiva, debido a
sus implicaciones en el campo filosófico y teológico. El proceso de
encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la
Iglesia ha vivido desde los comienzos de la predicación del
Evangelio. El mandato de Cristo a los discípulos de ir a todas
partes «hasta los confines de la tierra» (Hch, 1, 8) para transmitir
la verdad por Él revelada, permitió a la comunidad cristiana
verificar bien pronto la universalidad del anuncio y los obstáculos
derivados de la diversidad de las culturas. Un pasaje de la Carta de
san Pablo a los cristianos de Éfeso ofrece una valiosa ayuda para
comprender cómo la comunidad primitiva afrontó este problema.
Escribe el Apóstol: «Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que
en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la
sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos
pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba» (2, 13-14).
A
la luz de este texto nuestra reflexión considera también la
transformación que se dio en los Gentiles cuando llegaron a la fe.
Ante la riqueza de la salvación realizada por Cristo, caen las
barreras que separan las diversas culturas. La promesa de Dios en
Cristo llega a ser, ahora, una oferta universal, no ya limitada a un
pueblo concreto, con su lengua y costumbres, sino extendida a todos
como un patrimonio del que cada uno puede libremente participar.
Desde lugares y tradiciones diferentes todos están llamados en
Cristo a participar en la unidad de la familia de los hijos de Dios.
Cristo permite a los dos pueblos llegar a ser «uno». Aquellos que
eran «los alejados» se hicieron «los cercanos» gracias a la novedad
realizada por el misterio pascual. Jesús derriba los muros de la
división y realiza la unificación de forma original y suprema
mediante la participación en su misterio. Esta unidad es tan
profunda que la Iglesia puede decir con san Pablo: «Ya no sois
extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y
familiares de Dios» (Ef 2, 19).
En
una expresión tan simple está descrita una gran verdad: el encuentro
de la fe con las diversas culturas de hecho ha dado vida a una
realidad nueva. Las culturas, cuando están profundamente enraizadas
en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del
hombre a lo universal y a la trascendencia. Por ello, ofrecen modos
diversos de acercamiento a la verdad, que son de indudable utilidad
para el hombre al que sugieren valores capaces de hacer cada vez más
humana su existencia.94 Como además las culturas evocan
los valores de las tradiciones antiguas, llevan consigo Caunque de
manera implícita, pero no por ello menos realC la referencia a la
manifestación de Dios en la naturaleza, como se ha visto
precedentemente hablando de los textos sapienciales y de las
enseñanzas de san Pablo.
71. Las culturas, estando en estrecha relación con
los hombres y con su historia, comparten el dinamismo propio del
tiempo humano. Se aprecian en consecuencia transformaciones y
progresos debidos a los encuentros entre los hombres y a los
intercambios recíprocos de sus modelos de vida. Las culturas se
alimentan de la comunicación de valores, y su vitalidad y
subsistencia proceden de su capacidad de permanecer abiertas a la
acogida de lo nuevo. ¿Cuál es la explicación de este dinamismo? Cada
hombre está inmerso en una cultura, de ella depende y sobre ella
influye. Él es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que
pertenece. En cada expresión de su vida, lleva consigo algo que lo
diferencia del resto de la creación: su constante apertura al
misterio y su inagotable deseo de conocer. En consecuencia, toda
cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia una plenitud.
Se puede decir, pues, que la cultura tiene en sí misma la
posibilidad de acoger la revelación divina.
La
forma en la que los cristianos viven la fe está también impregnada
por la cultura del ambiente circundante y contribuye, a su vez, a
modelar progresivamente sus características. Los cristianos aportan
a cada cultura la verdad inmutable de Dios, revelada por Él en la
historia y en la cultura de un pueblo. A lo largo de los siglos se
sigue produciendo el acontecimiento del que fueron testigos los
peregrinos presentes en Jerusalén el día de Pentecostés. Escuchando
a los Apóstoles se preguntaban: «¿Es que no son galileos todos estos
que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en
nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y elamitas; habitantes
de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia,
Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos,
judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en
nuestra lengua las maravillas de Dios» (Hch 2, 7-11). El anuncio del
Evangelio en las diversas culturas, aunque exige de cada
destinatario la adhesión de la fe, no les impide conservar una
identidad cultural propia. Ello no crea división alguna, porque el
pueblo de los bautizados se distingue por una universalidad que sabe
acoger cada cultura, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay
de implícito hacia su plena explicitación en la verdad.
De
esto deriva que una cultura nunca puede ser criterio de juicio y
menos aún criterio último de verdad en relación con la revelación de
Dios. El Evangelio no es contrario a una u otra cultura como si,
entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le
pertenece obligándola a asumir formas extrínsecas no conformes a la
misma. Al contrario, el anuncio que el creyente lleva al mundo y a
las culturas es una forma real de liberación de los desórdenes
introducidos por el pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la
verdad plena. En este encuentro, las culturas no sólo no se ven
privadas de nada, sino que por el contrario son animadas a abrirse a
la novedad de la verdad evangélica recibiendo incentivos para
ulteriores desarrollos.
72. El hecho de que la misión evangelizadora haya
encontrado en su camino primero a la filosofía griega, no significa
en modo alguno que excluya otras aportaciones. Hoy, a medida que el
Evangelio entra en contacto con áreas culturales que han permanecido
hasta ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo, se
abren nuevos cometidos a la inculturación. Se presentan a nuestra
generación problemas análogos a los que la Iglesia tuvo que afrontar
en los primeros siglos.
Mi
pensamiento se dirige espontáneamente a las tierras del Oriente,
ricas de tradiciones religiosas y filosóficas muy antiguas. Entre
ellas, la India ocupa un lugar particular. Un gran movimiento
espiritual lleva el pensamiento indio a la búsqueda de una
experiencia que, liberando el espíritu de los condicionamientos del
tiempo y del espacio, tenga valor absoluto. En el dinamismo de esta
búsqueda de liberación se sitúan grandes sistemas metafísicos.
Corresponde a los cristianos de hoy, sobre todo a los de la India,
sacar de este rico patrimonio los elementos compatibles con su fe de
modo que enriquezcan el pensamiento cristiano. Para esta obra de
discernimiento, que encuentra su inspiración en la Declaración
conciliar Nostra aetate, tendrán en cuenta varios criterios. El
primero es el de la universalidad del espíritu humano, cuyas
exigencias fundamentales son idénticas en las culturas más diversas.
El segundo, derivado del primero, consiste en que cuando la Iglesia
entra en contacto con grandes culturas a las que anteriormente no
había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido en la
inculturación en el pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia
sería ir en contra del designio providencial de Dios, que conduce su
Iglesia por los caminos del tiempo y de la historia. Este criterio,
además, vale para la Iglesia de cada época, también para la del
mañana, que se sentirá enriquecida por los logros alcanzados en el
actual contacto con las culturas orientales y encontrará en este
patrimonio nuevas indicaciones para entrar en diálogo fructuoso con
las culturas que la humanidad hará florecer en su camino hacia el
futuro. En tercer lugar, hay que evitar confundir la legítima
reivindicación de lo específico y original del pensamiento indio con
la idea de que una tradición cultural deba encerrarse en su
diferencia y afirmarse en su oposición a otras tradiciones, lo cual
es contrario a la naturaleza misma del espíritu humano.
Lo
que se ha dicho aquí de la India vale también para el patrimonio de
las grandes culturas de la China, el Japón y de los demás países de
Asia, así como para las riquezas de las culturas tradicionales de
África, transmitidas sobre todo por vía oral.
73. A la luz de estas consideraciones, la relación
que ha de instaurarse oportunamente entre la teología y la filosofía
debe estar marcada por la circularidad. Para la teología, el punto
de partida y la fuente original debe ser siempre la palabra de Dios
revelada en la historia, mientras que el objetivo final no puede ser
otro que la inteligencia de ésta, profundizada progresivamente a
través de las generaciones. Por otra parte, ya que la palabra de
Dios es Verdad (cf. Jn 17, 17), favorecerá su mejor comprensión la
búsqueda humana de la verdad, o sea el filosofar, desarrollado en el
respeto de sus propias leyes. No se trata simplemente de utilizar,
en la reflexión teológica, uno u otro concepto o aspecto de un
sistema filosófico, sino que es decisivo que la razón del creyente
emplee sus capacidades de reflexión en la búsqueda de la verdad
dentro de un proceso en el que, partiendo de la palabra de Dios, se
esfuerza por alcanzar su mejor comprensión. Es claro además que,
moviéndose entre estos dos polos Cla palabra de Dios y su mejor
conocimientoC, la razón está como alertada, y en cierto modo guiada,
para evitar caminos que la podrían conducir fuera de la Verdad
revelada y, en definitiva, fuera de la verdad pura y simple; más
aún, es animada a explorar vías que por sí sola no habría siquiera
sospechado poder recorrer. De esta relación de circularidad con la
palabra de Dios la filosofía sale enriquecida, porque la razón
descubre nuevos e inesperados horizontes.
74. La fecundidad de semejante relación se confirma
con las vicisitudes personales de grandes teólogos cristianos que
destacaron también como grandes filósofos, dejando escritos de tan
alto valor especulativo que justifica ponerlos junto a los maestros
de la filosofía antigua. Esto vale tanto para los Padres de la
Iglesia, entre los que es preciso citar al menos los nombres de san
Gregorio Nacianceno y san Agustín, como para los Doctores
medievales, entre los cuales destaca la gran tríada de san Anselmo,
san Buenaventura y santo Tomás de Aquino. La fecunda relación entre
filosofía y palabra de Dios se manifiesta también en la decidida
búsqueda realizada por pensadores más recientes, entre los cuales
deseo mencionar, por lo que se refiere al ámbito occidental, a
personalidades como John Henry Newman, Antonio Rosmini, Jacques
Maritain, Étienne Gilson, Edith Stein y, por lo que atañe al
oriental, a estudiosos de la categoría de Vladimir S. Soloviov,
Pavel A. Florenskij, Petr J. Caadaev, Vladimir N. Losskij.
Obviamente, al referirnos a estos autores, junto a los cuales
podrían citarse otros nombres, no trato de avalar ningún aspecto de
su pensamiento, sino sólo proponer ejemplos significativos de un
camino de búsqueda filosófica que ha obtenido considerables
beneficios de la confrontación con los datos de la fe. Una cosa es
cierta: prestar atención al itinerario espiritual de estos maestros
ayudará, sin duda alguna, al progreso en la búsqueda de la verdad y
en la aplicación de los resultados alcanzados al servicio del
hombre. Es de esperar que esta gran tradición filosófico-teológica
encuentre hoy y en el futuro continuadores y cultivadores para el
bien de la Iglesia y de la humanidad.
Diferentes
estados de la filosofía
75. Como se desprende de la historia de las
relaciones entre fe y filosofía, señalada antes brevemente, se
pueden distinguir diversas posiciones de la filosofía respecto a la
fe cristiana. Una primera es la de la filosofía totalmente
independiente de la revelación evangélica. Es la posición de la
filosofía tal como se ha desarrollado históricamente en las épocas
precedentes al nacimiento del Redentor y, después en las regiones
donde aún no se conoce el Evangelio. En esta situación, la filosofía
manifiesta su legítima aspiración a ser un proyecto autónomo, que
procede de acuerdo con sus propias leyes, sirviéndose de la sola
fuerza de la razón. Siendo consciente de los graves límites debidos
a la debilidad congénita de la razón humana, esta aspiración ha de
ser sostenida y reforzada. En efecto, el empeño filosófico, como
búsqueda de la verdad en el ámbito natural, permanece al menos
implícitamente abierto a lo sobrenatural.
Más
aún, incluso cuando la misma reflexión teológica se sirve de
conceptos y argumentos filosóficos, debe respetarse la exigencia de
la correcta autonomía del pensamiento. En efecto, la argumentación
elaborada siguiendo rigurosos criterios racionales es garantía para
lograr resultados universalmente válidos. Se confirma también aquí
el principio según el cual la gracia no destruye la naturaleza, sino
que la perfecciona: el asentimiento de fe, que compromete el
intelecto y la voluntad, no destruye sino que perfecciona el libre
arbitrio de cada creyente que acoge el dato revelado.
La
teoría de la llamada filosofía «separada», seguida por numerosos
filósofos modernos, está muy lejos de esta correcta exigencia. Más
que afirmar la justa autonomía del filosofar, dicha filosofía
reivindica una autosuficiencia del pensamiento que se demuestra
claramente ilegítima. En efecto, rechazar las aportaciones de verdad
que derivan de la revelación divina significa cerrar el paso a un
conocimiento más profundo de la verdad, dañando la misma filosofía.
76. Una segunda posición de la filosofía es la que
muchos designan con la expresión filosofía cristiana. La
denominación es en sí misma legítima, pero no debe ser mal
interpretada: con ella no se pretende aludir a una filosofía oficial
de la Iglesia, puesto que la fe como tal no es una filosofía. Con
este apelativo se quiere indicar más bien un modo de filosofar
cristiano, una especulación filosófica concebida en unión vital con
la fe. No se hace referencia simplemente, pues, a una filosofía
hecha por filósofos cristianos, que en su investigación no han
querido contradecir su fe. Hablando de filosofía cristiana se
pretende abarcar todos los progresos importantes del pensamiento
filosófico que no se hubieran realizado sin la aportación, directa o
indirecta, de la fe cristiana.
Dos
son, por tanto, los aspectos de la filosofía cristiana: uno
subjetivo, que consiste en la purificación de la razón por parte de
la fe. Como virtud teologal, la fe libera la razón de la presunción,
tentación típica a la que los filósofos están fácilmente sometidos.
Ya san Pablo y los Padres de la Iglesia y, más cercanos a nuestros
días, filósofos como Pascal y Kierkegaard la han estigmatizado. Con
la humildad, el filósofo adquiere también el valor de afrontar
algunas cuestiones que difícilmente podría resolver sin considerar
los datos recibidos de la Revelación. Piénsese, por ejemplo, en los
problemas del mal y del sufrimiento, en la identidad personal de
Dios y en la pregunta sobre el sentido de la vida o, más
directamente, en la pregunta metafísica radical: «¿Por qué existe
algo?»
Además está el aspecto objetivo, que afecta a los contenidos. La
Revelación propone claramente algunas verdades que, aun no siendo
por naturaleza inaccesibles a la razón, tal vez no hubieran sido
nunca descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola. En este
horizonte se sitúan cuestiones como el concepto de un Dios personal,
libre y creador, que tanta importancia ha tenido para el desarrollo
del pensamiento filosófico y, en particular, para la filosofía del
ser. A este ámbito pertenece también la realidad del pecado, tal y
como aparece a la luz de la fe, la cual ayuda a plantear
filosóficamente de modo adecuado el problema del mal. Incluso la
concepción de la persona como ser espiritual es una originalidad
peculiar de la fe. El anuncio cristiano de la dignidad, de la
igualdad y de la libertad de los hombres ha influido ciertamente en
la reflexión filosófica que los modernos han llevado a cabo. Se
puede mencionar, como más cercano a nosotros, el descubrimiento de
la importancia que tiene también para la filosofía el hecho
histórico, centro de la Revelación cristiana. No es casualidad que
el hecho histórico haya llegado a ser eje de una filosofía de la
historia, que se presenta como un nuevo capítulo de la búsqueda
humana de la verdad.
Entre los elementos objetivos de la filosofía cristiana está también
la necesidad de explorar el carácter racional de algunas verdades
expresadas por la Sagrada Escritura, como la posibilidad de una
vocación sobrenatural del hombre e incluso el mismo pecado original.
Son tareas que llevan a la razón a reconocer que lo verdadero
racional supera los estrechos confines dentro de los que ella
tendería a encerrarse. Estos temas amplían de hecho el ámbito de lo
racional.
Al
especular sobre estos contenidos, los filósofos no se ha convertido
en teólogos, ya que no han buscado comprender e ilustrar la verdad
de la fe a partir de la Revelación. Han trabajado en su propio campo
y con su propia metodología puramente racional, pero ampliando su
investigación a nuevos ámbitos de la verdad. Se puede afirmar que,
sin este influjo estimulante de la Palabra de Dios, buena parte de
la filosofía moderna y contemporánea no existiría. Este dato
conserva toda su importancia, incluso ante la constatación
decepcionante del abandono de la ortodoxia cristiana por parte de no
pocos pensadores de estos últimos siglos.
77. Otra posición significativa de la filosofía se
da cuando la teología misma recurre a la filosofía. En realidad, la
teología ha tenido siempre y continúa teniendo necesidad de la
aportación filosófica. Siendo obra de la razón crítica a la luz de
la fe, el trabajo teológico presupone y exige en toda su
investigación una razón educada y formada conceptual y
argumentativamente. Además, la teología necesita de la filosofía
como interlocutora para verificar la inteligibilidad y la verdad
universal de sus aserciones. No es casual que los Padres de la
Iglesia y los teólogos medievales adoptaron filosofías no cristianas
para dicha función. Este hecho histórico indica el valor de la
autonomía que la filosofía conserva también en este tercer estado,
pero al mismo tiempo muestra las transformaciones necesarias y
profundas que debe afrontar.
Precisamente por ser una aportación indispensable y noble, la
filosofía ya desde la edad patrística, fue llamada ancilla
theologiae. El título no fue aplicado para indicar una sumisión
servil o un papel puramente funcional de la filosofía en relación
con la teología. Se utilizó más bien en el sentido con que
Aristóteles llamaba a las ciencias experimentales como «siervas» de
la «filosofía primera». La expresión, hoy difícilmente utilizable
debido a los principios de autonomía mencionados, ha servido a lo
largo de la historia para indicar la necesidad de la relación entre
las dos ciencias y la imposibilidad de su separación.
Si
el teólogo rechazase la ayuda de la filosofía, correría el riesgo de
hacer filosofía sin darse cuenta y de encerrarse en estructuras de
pensamiento poco adecuadas para la inteligencia de la fe. Por su
parte, si el filósofo excluyese todo contacto con la teología,
debería llegar por su propia cuenta a los contenidos de la fe
cristiana, como ha ocurrido con algunos filósofos modernos. Tanto en
un caso como en otro, se perfila el peligro de la destrucción de los
principios basilares de autonomía que toda ciencia quiere justamente
que sean garantizados.
La
posición de la filosofía aquí considerada, por las implicaciones que
comporta para la comprensión de la Revelación, está junto con la
teología más directamente bajo la autoridad del Magisterio y de su
discernimiento, como he expuesto anteriormente. En efecto, de las
verdades de fe derivan determinadas exigencias que la filosofía debe
respetar desde el momento en que entra en relación con la teología.
78. A la luz de estas reflexiones, se comprende
bien por qué el Magisterio ha elogiado repetidamente los méritos del
pensamiento de santo Tomás y lo ha puesto como guía y modelo de los
estudios teológicos. Lo que interesaba no era tomar posiciones sobre
cuestiones propiamente filosóficas, ni imponer la adhesión a tesis
particulares. La intención del Magisterio era, y continúa siendo, la
de mostrar cómo santo Tomás es un auténtico modelo para cuantos
buscan la verdad. En efecto, en su reflexión la exigencia de la
razón y la fuerza de la fe han encontrado la síntesis más alta que
el pensamiento haya alcanzado jamás, ya que supo defender la radical
novedad aportada por la Revelación sin menospreciar nunca el camino
propio de la razón.
79. Al explicitar ahora los contenidos del
Magisterio precedente, quiero señalar en esta última parte algunas
condiciones que la teología Cy aún antes la palabra de DiosC pone
hoy al pensamiento filosófico y a las filosofías actuales. Como ya
he indicado, el filósofo debe proceder según sus propias reglas y ha
de basarse en sus propios principios; la verdad, sin embargo, no es
más que una sola. La Revelación, con sus contenidos, nunca puede
menospreciar a la razón en sus descubrimientos y en su legítima
autonomía; por su parte, sin embargo, la razón no debe jamás perder
su capacidad de interrogarse y de interrogar, siendo consciente de
que no puede erigirse en valor absoluto y exclusivo. La verdad
revelada, al ofrecer plena luz sobre el ser a partir del esplendor
que proviene del mismo Ser subsistente, iluminará el camino de la
reflexión filosófica. En definitiva, la Revelación cristiana llega a
ser el verdadero punto de referencia y de confrontación entre el
pensamiento filosófico y el teológico en su recíproca relación. Es
deseable pues que los teólogos y los filósofos se dejen guiar por la
única autoridad de la verdad, de modo que se elabore una filosofía
en consonancia con la Palabra de Dios. Esta filosofía ha de ser el
punto de encuentro entre las culturas y la fe cristiana, el lugar de
entendimiento entre creyentes y no creyentes. Ha de servir de ayuda
para que los creyentes se convenzan firmemente de que la profundidad
y autenticidad de la fe se favorece cuando está unida al pensamiento
y no renuncia a él. Una vez más, la enseñanza de los Padres de la
Iglesia nos afianza en esta convicción: «El mismo acto de fe no es
otra cosa que el pensar con el asentimiento de la voluntad [...]
Todo el que cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando [...]
Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula».95
Además: «Sin asentimiento no hay fe, porque sin asentimiento no se
puede creer nada».96
CAPÍTULO VII
EXIGENCIAS Y COMETIDOS
ACTUALES
Exigencias
irrenunciables de la palabra de Dios
80. La Sagrada Escritura contiene, de manera
explícita o implícita, una serie de elementos que permiten obtener
una visión del hombre y del mundo de gran valor filosófico. Los
cristianos han tomado conciencia progresivamente de la riqueza
contenida en aquellas páginas sagradas. De ellas se deduce que la
realidad que experimentamos no es el absoluto; no es increada ni se
ha autoengendrado. Sólo Dios es el Absoluto. De las páginas de la
Biblia se desprende, además, una visión del hombre como imago Dei,
que contiene indicaciones precisas sobre su ser, su libertad y la
inmortalidad de su espíritu. Puesto que el mundo creado no es
autosuficiente, toda ilusión de autonomía que ignore la dependencia
esencial de Dios de toda criatura Cincluido el hombreC lleva a
situaciones dramáticas que destruyen la búsqueda racional de la
armonía y del sentido de la existencia humana.
Incluso el problema del mal moral Cla forma más trágica de malC es
afrontado en la Biblia, la cual nos enseña que éste no se puede
reducir a una cierta deficiencia debida a la materia, sino que es
una herida causada por una manifestación desordenada de la libertad
humana. En fin, la palabra de Dios plantea el problema del sentido
de la existencia y ofrece su respuesta orientando al hombre hacia
Jesucristo, el Verbo de Dios, que realiza en plenitud la existencia
humana. De la lectura del texto sagrado se podrían explicitar
también otros aspectos; de todos modos, lo que sobresale es el
rechazo de toda forma de relativismo, de materialismo y de
panteísmo.
La
convicción fundamental de esta «filosofía» contenida en la Biblia es
que la vida humana y el mundo tienen un sentido y están orientados
hacia su cumplimiento, que se realiza en Jesucristo. El misterio de
la Encarnación será siempre el punto de referencia para comprender
el enigma de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo.
En este misterio los retos para la filosofía son radicales, porque
la razón está llamada a asumir una lógica que derriba los muros
dentro de los cuales corre el riesgo de quedar encerrada. Sin
embargo, sólo aquí alcanza su culmen el sentido de la existencia. En
efecto, se hace inteligible la esencia íntima de Dios y del hombre.
En el misterio del Verbo encarnado se salvaguardan la naturaleza
divina y la naturaleza humana, con su respectiva autonomía, y a la
vez se manifiesta el vínculo único que las pone en recíproca
relación sin confusión.97
81. Se ha de tener presente que uno de los
elementos más importantes de nuestra condición actual es la «crisis
del sentido». Los puntos de vista, a menudo de carácter científico,
sobre la vida y sobre el mundo se han multiplicado de tal forma que
podemos constatar como se produce el fenómeno de la fragmentariedad
del saber. Precisamente esto hace difícil y a menudo vana la
búsqueda de un sentido. Y, lo que es aún más dramático, en medio de
esta baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que
parecen formar la trama misma de la existencia, muchos se preguntan
si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. La
pluralidad de las teorías que se disputan la respuesta, o los
diversos modos de ver y de interpretar el mundo y la vida del
hombre, no hacen más que agudizar esta duda radical, que fácilmente
desemboca en un estado de escepticismo y de indiferencia o en las
diversas manifestaciones del nihilismo.
La
consecuencia de esto es que a menudo el espíritu humano está sujeto
a una forma de pensamiento ambiguo, que lo lleva a encerrarse
todavía más en sí mismo, dentro de los límites de su propia
inmanencia, sin ninguna referencia a lo trascendente. Una filosofía
carente de la cuestión sobre el sentido de la existencia incurriría
en el grave peligro de degradar la razón a funciones meramente
instrumentales, sin ninguna auténtica pasión por la búsqueda de la
verdad.
Para estar en consonancia con la palabra de Dios es necesario, ante
todo, que la filosofía encuentre de nuevo su dimensión sapiencial de
búsqueda del sentido último y global de la vida. Esta primera
exigencia, pensándolo bien, es para la filosofía un estímulo
utilísimo para adecuarse a su misma naturaleza. En efecto,
haciéndolo así, la filosofía no sólo será la instancia crítica
decisiva que señala a las diversas ramas del saber científico su
fundamento y su límite, sino que se pondrá también como última
instancia de unificación del saber y del obrar humano, impulsándolos
a avanzar hacia un objetivo y un sentido definitivos. Esta dimensión
sapiencial se hace hoy más indispensable en la medida en que el
crecimiento inmenso del poder técnico de la humanidad requiere una
conciencia renovada y aguda de los valores últimos. Si a estos
medios técnicos les faltara la ordenación hacia un fin no meramente
utilitarista, pronto podrían revelarse inhumanos, e incluso
transformarse en potenciales destructores del género humano.98
La
palabra de Dios revela el fin último del hombre y da un sentido
global a su obrar en el mundo. Por esto invita a la filosofía a
esforzarse en buscar el fundamento natural de este sentido, que es
la religiosidad constitutiva de toda persona. Una filosofía que
quisiera negar la posibilidad de un sentido último y global sería no
sólo inadecuada, sino errónea.
82. Por otro lado, esta función sapiencial no
podría ser desarrollada por una filosofía que no fuese un saber
auténtico y verdadero, es decir, que atañe no sólo a aspectos
particulares y relativos de lo real Csean éstos funcionales,
formales o útilesC, sino a su verdad total y definitiva, o sea, al
ser mismo del objeto de conocimiento. Ésta es, pues, una segunda
exigencia: verificar la capacidad del hombre de llegar al
conocimiento de la verdad; un conocimiento, además, que alcance la
verdad objetiva, mediante aquella adaequatio rei et intellectus a la
que se refieren los Doctores de la Escolástica.99 Esta
exigencia, propia de la fe, ha sido reafirmada por el Concilio
Vaticano II: «La inteligencia no se limita sólo a los fenómenos,
sino que es capaz de alcanzar con verdadera certeza la realidad
inteligible, aunque a consecuencia del pecado se encuentre
parcialmente oscurecida y debilitada». 100
Una
filosofía radicalmente fenoménica o relativista sería inadecuada
para ayudar a profundizar en la riqueza de la palabra de Dios. En
efecto, la Sagrada Escritura presupone siempre que el hombre, aunque
culpable de doblez y de engaño, es capaz de conocer y de comprender
la verdad límpida y pura. En los Libros sagrados, concretamente en
el Nuevo Testamento, hay textos y afirmaciones de alcance
propiamente ontológico. En efecto, los autores inspirados han
querido formular verdaderas afirmaciones que expresan la realidad
objetiva. No se puede decir que la tradición católica haya cometido
un error al interpretar algunos textos de san Juan y de san Pablo
como afirmaciones sobre el ser de Cristo. La teología, cuando se
dedica a comprender y explicar estas afirmaciones, necesita la
aportación de una filosofía que no renuncie a la posibilidad de un
conocimiento objetivamente verdadero, aunque siempre perfectible. Lo
dicho es válido también para los juicios de la conciencia moral, que
la Sagrada Escritura supone que pueden ser objetivamente verdaderos.
101
83. Las dos exigencias mencionadas conllevan una
tercera: es necesaria una filosofía de alcance auténticamente
metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en
su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental.
Esta es una exigencia implícita tanto en el conocimiento de tipo
sapiencial como en el de tipo analítico; concretamente, es una
exigencia propia del conocimiento del bien moral cuyo fundamento
último es el sumo Bien, Dios mismo. No quiero hablar aquí de la
metafísica como si fuera una escuela específica o una corriente
histórica particular. Sólo deseo afirmar que la realidad y la verdad
transcienden lo fáctico y lo empírico, y reivindicar la capacidad
que el hombre tiene de conocer esta dimensión trascendente y
metafísica de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y
analógica. En este sentido, la metafísica no se ha de considerar
como alternativa a la antropología, ya que la metafísica permite
precisamente dar un fundamento al concepto de dignidad de la persona
por su condición espiritual. La persona, en particular, es el ámbito
privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con la
reflexión metafísica.
Dondequiera que el hombre descubra una referencia a lo absoluto y a
lo trascendente, se le abre un resquicio de la dimensión metafísica
de la realidad: en la verdad, en la belleza, en los valores morales,
en las demás personas, en el ser mismo y en Dios. Un gran reto que
tenemos al final de este milenio es el de saber realizar el paso,
tan necesario como urgente, del fenómeno alfundamento. No es posible
detenerse en la sola experiencia; incluso cuando ésta expresa y pone
de manifiesto la interioridad del hombre y su espiritualidad, es
necesario que la reflexión especulativa llegue hasta su naturaleza
espiritual y el fundamento en que se apoya. Por lo cual, un
pensamiento filosófico que rechazase cualquier apertura metafísica
sería radicalmente inadecuado para desempeñar un papel de mediación
en la comprensión de la Revelación.
La
palabra de Dios se refiere continuamente a lo que supera la
experiencia e incluso el pensamiento del hombre; pero este
«misterio» no podría ser revelado, ni la teología podría hacerlo
inteligible de modo alguno, 102 si el conocimiento humano
estuviera rigurosamente limitado al mundo de la experiencia
sensible. Por lo cual, la metafísica es una mediación privilegiada
en la búsqueda teológica. Una teología sin un horizonte metafísico
no conseguiría ir más allá del análisis de la experiencia religiosa
y no permitiría al intellectus fidei expresar con coherencia el
valor universal y trascendente de la verdad revelada.
Si
insisto tanto en el elemento metafísico es porque estoy convencido
de que es el camino obligado para superar la situación de crisis que
afecta hoy a grandes sectores de la filosofía y para corregir así
algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad.
84. La importancia de la instancia metafísica se
hace aún más evidente si se considera el desarrollo que hoy tienen
las ciencias hermenéuticas y los diversos análisis del lenguaje. Los
resultados a los que llegan estos estudios pueden ser muy útiles
para la comprensión de la fe, ya que ponen de manifiesto la
estructura de nuestro modo de pensar y de hablar y el sentido
contenido en el lenguaje. Sin embargo, hay estudiosos de estas
ciencias que en sus investigaciones tienden a detenerse en el modo
cómo se comprende y se expresa la realidad, sin verificar las
posibilidades que tiene la razón para descubrir su esencia. ¿Cómo no
descubrir en dicha actitud una prueba de la crisis de confianza, que
atraviesa nuestro tiempo, sobre la capacidad de la razón? Además,
cuando en algunas afirmaciones apriorísticas estas tesis tienden a
ofuscar los contenidos de la fe o negar su validez universal, no
sólo humillan la razón, sino que se descalifican a sí mismas. En
efecto, la fe presupone con claridad que el lenguaje humano es capaz
de expresar de manera universal Caunque en términos analógicos, pero
no por ello menos significativosC la realidad divina y trascendente.
103 Si no fuera así, la palabra de Dios, que es siempre
palabra divina en lenguaje humano, no sería capaz de expresar nada
sobre Dios. La interpretación de esta Palabra no puede llevarnos de
interpretación en interpretación, sin llegar nunca a descubrir una
afirmación simplemente verdadera; de otro modo no habría revelación
de Dios, sino solamente la expresión de conceptos humanos sobre Él y
sobre lo que presumiblemente piensa de nosotros.
85. Sé bien que estas exigencias, puestas a la
filosofía por la palabra de Dios, pueden parecer arduas a muchos que
afrontan la situación actual de la investigación filosófica.
Precisamente por esto, asumiendo lo que los Sumos Pontífices desde
algún tiempo no dejan de enseñar y el mismo Concilio Ecuménico
Vaticano II ha afirmado, deseo expresar firmemente la convicción de
que el hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica
del saber. Éste es uno de los cometidos que el pensamiento cristiano
deberá afrontar a lo largo del próximo milenio de la era cristiana.
El aspecto sectorial del saber, en la medida en que comporta un
acercamiento parcial a la verdad con la consiguiente fragmentación
del sentido, impide la unidad interior del hombre contemporáneo.
¿Cómo podría no preocuparse la Iglesia? Este cometido sapiencial
llega a sus Pastores directamente desde el Evangelio y ellos no
pueden eludir el deber de llevarlo a cabo.
Considero que quienes tratan hoy de responder como filósofos a las
exigencias que la palabra de Dios plantea al pensamiento humano,
deberían elaborar su razonamiento basándose en estos postulados y en
coherente continuidad con la gran tradición que, empezando por los
antiguos, pasa por los Padres de la Iglesia y los maestros de la
escolástica, y llega hasta los descubrimientos fundamentales del
pensamiento moderno y contemporáneo. Si el filósofo sabe aprender de
esta tradición e inspirarse en ella, no dejará de mostrarse fiel a
la exigencia de autonomía del pensamiento filosófico.
En
este sentido, es muy significativo que, en el contexto actual,
algunos filósofos sean promotores del descubrimiento del papel
determinante de la tradición para una forma correcta de
conocimiento. En efecto, la referencia a la tradición no es un mero
recuerdo del pasado, sino que más bien constituye el reconocimiento
de un patrimonio cultural de toda la humanidad. Es más, se podría
decir que nosotros pertenecemos a la tradición y no podemos disponer
de ella como queramos. Precisamente el tener las raíces en la
tradición es lo que nos permite hoy poder expresar un pensamiento
original, nuevo y proyectado hacia el futuro. Esta misma referencia
es válida también sobre todo para la teología. No sólo porque tiene
la Tradición viva de la Iglesia como fuente originaria, 104
sino también porque, gracias a esto, debe ser capaz de recuperar
tanto la profunda tradición teológica que ha marcado las épocas
anteriores, como la perenne tradición de aquella filosofía que ha
sabido superar por su verdadera sabiduría los límites del espacio y
del tiempo.
86. La insistencia en la necesidad de una estrecha
relación de continuidad de la reflexión filosófica contemporánea con
la elaborada en la tradición cristiana intenta prevenir el peligro
que se esconde en algunas corrientes de pensamiento, hoy tan
difundidas. Considero oportuno detenerme en ellas, aunque
brevemente, para poner de relieve sus errores y los consiguientes
riesgos para la actividad filosófica.
La
primera es el eclecticismo, término que designa la actitud de quien,
en la investigación, en la enseñanza y en la argumentación, incluso
teológica, suele adoptar ideas derivadas de diferentes filosofías,
sin fijarse en su coherencia o conexión sistemática ni en su
contexto histórico. De este modo, no es capaz de discernir la parte
de verdad de un pensamiento de lo que pueda tener de erróneo o
inadecuado. Una forma extrema de eclecticismo se percibe también en
el abuso retórico de los términos filosóficos al que se abandona a
veces algún teólogo. Esta instrumentalización no ayuda a la búsqueda
de la verdad y no educa la razón Ctanto teológica como filosóficaC
para argumentar de manera seria y científica. El estudio riguroso y
profundo de las doctrinas filosóficas, de su lenguaje peculiar y del
contexto en que han surgido, ayuda a superar los riesgos del
eclecticismo y permite su adecuada integración en la argumentación
teológica.
87. El eclecticismo es un error de método, pero
podría ocultar también las tesis propias del historicismo. Para
comprender de manera correcta una doctrina del pasado, es necesario
considerarla en su contexto histórico y cultural. En cambio, la
tesis fundamental del historicismo consiste en establecer la verdad
de una filosofía sobre la base de su adecuación a un determinado
período y a un determinado objetivo histórico. De este modo, al
menos implícitamente, se niega la validez perenne de la verdad. Lo
que era verdad en una época, sostiene el historicista, puede no
serlo ya en otra. En fin, la historia del pensamiento es para él
poco más que una pieza arqueológica a la que se recurre para poner
de relieve posiciones del pasado en gran parte ya superadas y
carentes de significado para el presente. Por el contrario, se debe
considerar además que, aunque la formulación esté en cierto modo
vinculada al tiempo y a la cultura, la verdad o el error expresados
en ellas se pueden reconocer y valorar como tales en todo caso, no
obstante la distancia espacio-temporal.
En
la reflexión teológica, el historicismo tiende a presentarse muchas
veces bajo una forma de «modernismo». Con la justa preocupación de
actualizar la temática teológica y hacerla asequible a los
contemporáneos, se recurre sólo a las afirmaciones y jerga
filosófica más recientes, descuidando las observaciones críticas que
se deberían hacer eventualmente a la luz de la tradición. Esta forma
de modernismo, por el hecho de sustituir la actualidad por la
verdad, se muestra incapaz de satisfacer las exigencias de verdad a
la que la teología debe dar respuesta.
88. Otro peligro considerable es el cientificismo.
Esta corriente filosófica no admite como válidas otras formas de
conocimiento que no sean las propias de las ciencias positivas,
relegando al ámbito de la mera imaginación tanto el conocimiento
religioso y teológico, como el saber ético y estético. En el pasado,
esta misma idea se expresaba en el positivismo y en el
neopositivismo, que consideraban sin sentido las afirmaciones de
carácter metafísico. La crítica epistemológica ha desacreditado esta
postura, que, no obstante, vuelve a surgir bajo la nueva forma del
cientificismo. En esta perspectiva, los valores quedan relegados a
meros productos de la emotividad y la noción de ser es marginada
para dar lugar a lo puro y simplemente fáctico. La ciencia se
prepara a dominar todos los aspectos de la existencia humana a
través del progreso tecnológico. Los éxitos innegables de la
investigación científica y de la tecnología contemporánea han
contribuido a difundir la mentalidad cientificista, que parece no
encontrar límites, teniendo en cuenta como ha penetrado en las
diversas culturas y como ha aportado en ellas cambios radicales.
Se
debe constatar lamentablemente que lo relativo a la cuestión sobre
el sentido de la vida es considerado por el cientificismo como algo
que pertenece al campo de lo irracional o de lo imaginario. No menos
desalentador es el modo en que esta corriente de pensamiento trata
otros grandes problemas de la filosofía que, o son ignorados o se
afrontan con análisis basados en analogías superficiales, sin
fundamento racional. Esto lleva al empobrecimiento de la reflexión
humana, que se ve privada de los problemas de fondo que el animal
rationale se ha planteado constantemente, desde el inicio de su
existencia terrena. En esta perspectiva, al marginar la crítica
proveniente de la valoración ética, la mentalidad cientificista ha
conseguido que muchos acepten la idea según la cual lo que es
técnicamente realizable llega a ser por ello moralmente admisible.
89. No menores peligros conlleva el pragmatismo,
actitud mental propia de quien, al hacer sus opciones, excluye el
recurso a reflexiones teoréticas o a valoraciones basadas en
principios éticos. Las consecuencias derivadas de esta corriente de
pensamiento son notables. En particular, se ha ido afirmando un
concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos
de orden axiológico y por tanto inmutables. La admisibilidad o no de
un determinado comportamiento se decide con el voto de la mayoría
parlamentaria. 105 Las consecuencias de semejante
planteamiento son evidentes: las grandes decisiones morales del
hombre se subordinan, de hecho, a las deliberaciones tomadas cada
vez por los órganos institucionales. Más aún, la misma antropología
está fuertemente condicionada por una visión unidimensional del ser
humano, ajena a los grandes dilemas éticos y a los análisis
existenciales sobre el sentido del sufrimiento y del sacrificio, de
la vida y de la muerte.
90. Las tesis examinadas hasta aquí llevan, a su
vez, a una concepción más general, que actualmente parece constituir
el horizonte común para muchas filosofías que se han alejado del
sentido del ser. Me estoy refiriendo a la postura nihilista, que
rechaza todo fundamento a la vez que niega toda verdad objetiva.
Elnihilismo, aun antes de estar en contraste con las exigencias y
los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre
y su misma identidad. En efecto, se ha de tener en cuenta que la
negación del ser comporta inevitablemente la pérdida de contacto con
la verdad objetiva y, por consiguiente, con el fundamento de la
dignidad humana. De este modo se hace posible borrar del rostro del
hombre los rasgos que manifiestan su semejanza con Dios, para
llevarlo progresivamente o a una destructiva voluntad de poder o a
la desesperación de la soledad. Una vez que se ha quitado la verdad
al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto,
verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen
miserablemente. 106
91. Al comentar las corrientes de pensamiento
apenas mencionadas no ha sido mi intención presentar un cuadro
completo de la situación actual de la filosofía, que, por otra
parte, sería difícil de englobar en una visión unitaria. Quiero
subrayar, de hecho, que la herencia del saber y de la sabiduría se
ha enriquecido en diversos campos. Basta citar la lógica, la
filosofía del lenguaje, la epistemología, la filosofía de la
naturaleza, la antropología, el análisis profundo de las vías
afectivas del conocimiento, el acercamiento existencial al análisis
de la libertad. Por otra parte, la afirmación del principio de
inmanencia, que es el centro de la postura racionalista, suscitó, a
partir del siglo pasado, reacciones que han llevado a un
planteamiento radical de los postulados considerados indiscutibles.
Nacieron así corrientes irracionalistas, mientras la crítica ponía
de manifiesto la inutilidad de la exigencia de autofundación
absoluta de la razón.
Nuestra época ha sido calificada por ciertos pensadores como la
época de la «postmodernidad». Este término, utilizado frecuentemente
en contextos muy diferentes unos de otros, designa la aparición de
un conjunto de factores nuevos, que por su difusión y eficacia han
sido capaces de determinar cambios significativos y duraderos. Así,
el término se ha empleado primero a propósito de fenómenos de orden
estético, social y tecnológico. Sucesivamente ha pasado al ámbito
filosófico, quedando caracterizado no obstante por una cierta
ambigüedad, tanto porque el juicio sobre lo que se llama
«postmoderno» es unas veces positivo y otras negativo, como porque
falta consenso sobre el delicado problema de la delimitación de las
diferentes épocas históricas. Sin embargo, no hay duda de que las
corrientes de pensamiento relacionadas con la postmodernidad merecen
una adecuada atención. En efecto, según algunas de ellas el tiempo
de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya
aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido,
caracterizada por lo provisional y fugaz. Muchos autores, en su
crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones
necesarias, contestan incluso la certeza de la fe.
Este nihilismo encuentra una cierta confirmación en la terrible
experiencia del mal que ha marcado nuestra época. Ante esta
experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la
historia el avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de
libertad, no ha podido mantenerse en pie, hasta el punto de que una
de las mayores amenazas en este fin de siglo es la tentación de la
desesperación.
Sin
embargo es verdad que una cierta mentalidad positivista sigue
alimentando la ilusión de que, gracias a las conquistas científicas
y técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar por sí solo a
conseguir el pleno dominio de su destino.
Cometidos actuales de
la teología
92. Como inteligencia de la Revelación, la teología
en las diversas épocas históricas ha debido afrontar siempre las
exigencias de las diferentes culturas para luego conciliar en ellas
el contenido de la fe con una conceptualización coherente. Hoy tiene
también un doble cometido. En efecto, por una parte debe desarrollar
la labor que el Concilio Vaticano II le encomendó en su momento:
renovar las propias metodologías para un servicio más eficaz a la
evangelización. En esta perspectiva, ¿cómo no recordar las palabras
pronunciadas por el Sumo Pontífice Juan XXIII en la apertura del
Concilio? Decía entonces: «Es necesario, además, como lo desean
ardientemente todos los que promueven sinceramente el espíritu
cristiano, católico y apostólico, conocer con mayor amplitud y
profundidad esta doctrina que debe impregnar las conciencias. Esta
doctrina es, sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe
prestarle obediencia, pero hay que investigarla y exponerla según
las exigencias de nuestro tiempo». 107
Por
otra parte, la teología debe mirar hacia la verdad última que recibe
con la Revelación, sin darse por satisfecha con las fases
intermedias. Es conveniente que el teólogo recuerde que su trabajo
corresponde «al dinamismo presente en la fe misma» y que el objeto
propio de su investigación es «la Verdad, el Dios vivo y su designio
de salvación revelado en Jesucristo». 108 Este cometido,
que afecta en primer lugar a la teología, atañe igualmente a la
filosofía. En efecto, los numerosos problemas actuales exigen un
trabajo común, aunque realizado con metodologías diversas, para que
la verdad sea nuevamente conocida y expresada. La Verdad, que es
Cristo, se impone como autoridad universal que dirige, estimula y
hacer crecer (cf. Ef 4, 15) tanto la teología como la filosofía.
Creer en la posibilidad de conocer una verdad universalmente válida
no es en modo alguno fuente de intolerancia; al contrario, es una
condición necesaria para un diálogo sincero y auténtico entre las
personas. Sólo bajo esta condición es posible superar las divisiones
y recorrer juntos el camino hacia la verdad completa, siguiendo los
senderos que sólo conoce el Espíritu del Señor resucitado. 109
Deseo indicar ahora cómo la exigencia de unidad se presenta
concretamente hoy ante las tareas actuales de la teología.
93. El objetivo fundamental al que tiende la
teología consiste en presentar la inteligencia de la Revelación y el
contenido de la fe. Por tanto, el verdadero centro de su reflexión
será la contemplación del misterio mismo de Dios Trino. A Él se
llega reflexionando sobre el misterio de la encarnación del Hijo de
Dios: sobre su hacerse hombre y el consiguiente caminar hacia la
pasión y muerte, misterio que desembocará en su gloriosa
resurrección y ascensión a la derecha del Padre, de donde enviará el
Espíritu de la verdad para constituir y animar a su Iglesia. En este
horizonte, un objetivo primario de la teología es la comprensión de
la kenosis de Dios, verdadero gran misterio para la mente humana, a
la cual resulta inaceptable que el sufrimiento y la muerte puedan
expresar el amor que se da sin pedir nada a cambio. En esta
perspectiva se impone como exigencia básica y urgente un análisis
atento de los textos. En primer lugar, los textos escriturísticos;
después, los de la Tradición viva de la Iglesia. A este respecto, se
plantean hoy algunos problemas, sólo nuevos en parte, cuya solución
coherente no se podrá encontrar prescindiendo de la aportación de la
filosofía.
94. Un primer aspecto problemático es la relación
entre el significado y la verdad. Como cualquier otro texto, también
las fuentes que el teólogo interpreta transmiten ante todo un
significado, que se ha de descubrir y exponer. Ahora bien, este
significado se presenta como la verdad sobre Dios, que es comunicada
por Él mismo a través del texto sagrado. En el lenguaje humano,
pues, toma cuerpo el lenguaje de Dios, que comunica la propia verdad
con la admirable «condescendencia» que refleja la lógica de la
Encarnación. 110 Al interpretar las fuentes de la
Revelación es necesario, por tanto, que el teólogo se pregunte cuál
es la verdad profunda y genuina que los textos quieren comunicar, a
pesar de los límites del lenguaje.
En
cuanto a los textos bíblicos, y a los Evangelios en particular, su
verdad no se reduce ciertamente a la narración de meros
acontecimientos históricos o a la revelación de hechos neutrales,
como postula el positivismo historicista. 111 Al
contrario, estos textos presentan acontecimientos cuya verdad va más
allá de las vicisitudes históricas: su significado está en y para la
historia de la salvación. Esta verdad tiene su plena explicitación
en la lectura constante que la Iglesia hace de dichos textos a lo
largo de los siglos, manteniendo inmutable su significado
originario. Es urgente, pues, interrogarse incluso filosóficamente
sobre la relación que hay entre el hecho y su significado; relación
que constituye el sentido específico de la historia.
95. La palabra de Dios no se dirige a un solo
pueblo y a una sola época. Igualmente, los enunciados dogmáticos,
aun reflejando a veces la cultura del período en que se formulan,
presentan una verdad estable y definitiva. Surge, pues, la pregunta
sobre cómo se puede conciliar el carácter absoluto y universal de la
verdad con el inevitable condicionamiento histórico y cultural de
las fórmulas en que se expresa. Como he dicho anteriormente, las
tesis del historicismo no son defendibles. En cambio, la aplicación
de una hermenéutica abierta a la instancia metafísica permite
mostrar cómo, a partir de las circunstancias históricas y
contingentes en que han madurado los textos, se llega a la verdad
expresada en ellos, que va más allá de dichos condicionamientos.
Con
su lenguaje histórico y circunscrito el hombre puede expresar unas
verdades que transcienden el fenómeno lingüístico. En efecto, la
verdad jamás puede ser limitada por el tiempo y la cultura; se
conoce en la historia, pero supera la historia misma.
96. Esta consideración permite entrever la solución
de otro problema: el de la perenne validez del lenguaje conceptual
usado en las definiciones conciliares. Mi predecesor Pío XII ya
afrontó esta cuestión en la Encíclica Humani generis. 112
Reflexionar sobre este tema no es fácil, porque se debe tener en
cuenta seriamente el significado que adquieren las palabras en las
diversas culturas y en épocas diferentes. De todos modos, la
historia del pensamiento enseña que a través de la evolución y la
variedad de las culturas ciertos conceptos básicos mantienen su
valor cognoscitivo universal y, por tanto, la verdad de las
proposiciones que los expresan. 113 Si no fuera así, la
filosofía y las ciencias no podrían comunicarse entre ellas, ni
podrían ser asumidas por culturas distintas de aquellas en que han
sido pensadas y elaboradas. El problema hermenéutico, por tanto,
existe, pero tiene solución. Por otra parte, el valor objetivo de
muchos conceptos no excluye que a menudo su significado sea
imperfecto. La especulación filosófica podría ayudar mucho en este
campo. Por tanto, es de desear un esfuerzo particular para
profundizar la relación entre lenguaje conceptual y verdad, para
proponer vías adecuadas para su correcta comprensión.
97. Si un cometido importante de la teología es la
interpretación de las fuentes, un paso ulterior e incluso más
delicado y exigente es la comprensión de la verdad revelada, o sea,
la elaboración del intellectus fidei. Como ya he dicho, el
intellectus fidei necesita la aportación de una filosofía del ser,
que permita ante todo a la teología dogmática desarrollar de manera
adecuada sus funciones. El pragmatismo dogmático de principios de
este siglo, según el cual las verdades de fe no serían más que
reglas de comportamiento, ha sido ya descartado y rechazado;
114 a pesar de esto, queda siempre la tentación de comprender
estas verdades de manera puramente funcional. En este caso, se
caería en un esquema inadecuado, reductivo y desprovisto de la
necesaria incisividad especulativa. Por ejemplo, una cristología que
se estructurara unilateralmente «desde abajo», como hoy suele
decirse, o una eclesiología elaborada únicamente sobre el modelo de
la sociedad civil, difícilmente podrían evitar el peligro de tal
reduccionismo.
Si
el intellectus fidei quiere incorporar toda la riqueza de la
tradición teológica, debe recurrir a la filosofía del ser. Ésta debe
poder replantear el problema del ser según las exigencias y las
aportaciones de toda la tradición filosófica, incluida la más
reciente, evitando caer en inútiles repeticiones de esquemas
anticuados. En el marco de la tradición metafísica cristiana, la
filosofía del ser es una filosofía dinámica que ve la realidad en
sus estructuras ontológicas, causales y comunicativas. Ella tiene
fuerza y perenne validez por estar fundamentada en el hecho mismo
del ser, que permite la apertura plena y global hacia la realidad
entera, superando cualquier límite hasta llegar a Aquél que lo
perfecciona todo. 115 En la teología, que recibe sus
principios de la Revelación como nueva fuente de conocimiento, se
confirma esta perspectiva según la íntima relación entre fe y
racionalidad metafísica.
98. Consideraciones análogas se pueden hacer
también por lo que se refiere a la teología moral. La recuperación
de la filosofía es urgente asimismo para la comprensión de la fe,
relativa a la actuación de los creyentes. Ante los retos
contemporáneos en el campo social, económico, político y científico,
la conciencia ética del hombre está desorientada. En la Encíclica
Veritatis splendor he puesto de relieve que muchos de los problemas
que tiene el mundo actual derivan de una «crisis en torno a la
verdad. Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien,
que la razón humana pueda conocer, ha cambiado también
inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no
se la considera en su realidad originaria, o sea, como acto de la
inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento
universal del bien en una determinada situación y expresar así un
juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino
que más bien se está orientando a conceder a la conciencia del
individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios
del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión coincide
con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra
ante su verdad, diversa de la verdad de los demás». 116
En
toda la Encíclica he subrayado claramente el papel fundamental que
corresponde a la verdad en el campo moral. Esta verdad, respecto a
la mayor parte de los problemas éticos más urgentes, exige, por
parte de la teología moral, una atenta reflexión que ponga bien de
relieve su arraigo en la palabra de Dios. Para cumplir esta misión
propia, la teología moral debe recurrir a una ética filosófica
orientada a la verdad del bien; a una ética, pues, que no sea
subjetivista ni utilitarista. Esta ética implica y presupone una
antropología filosófica y una metafísica del bien. Gracias a esta
visión unitaria, vinculada necesariamente a la santidad cristiana y
al ejercicio de las virtudes humanas y sobrenaturales, la teología
moral será capaz de afrontar los diversos problemas de su
competencia Ccomo la paz, la justicia social, la familia, la defensa
de la vida y del ambiente naturalC del modo más adecuado y eficaz.
99. La labor teológica en la Iglesia está ante todo
al servicio del anuncio de la fe y de la catequesis.117
El anuncio o kerigma llama a la conversión, proponiendo la verdad de
Cristo que culmina en su Misterio pascual. En efecto, sólo en Cristo
es posible conocer la plenitud de la verdad que nos salva (cf. Hch4,
12; 1 Tm 2, 4-6).
En
este contexto se comprende bien por qué, además de la teología,
tiene también un notable interés la referencia a la catequesis, pues
conlleva implicaciones filosóficas que deben estudiarse a la luz de
la fe. La enseñanza dada en la catequesis tiene un efecto formativo
para la persona. La catequesis, que es también comunicación
lingüística, debe presentar la doctrina de la Iglesia en su
integridad, 118 mostrando su relación con la vida de los
creyentes. 119 Se da así una unión especial entre
enseñanza y vida, que es imposible alcanzar de otro modo. En efecto,
lo que se comunica en la catequesis no es un conjunto de verdades
conceptuales, sino el misterio del Dios vivo. 120
La
reflexión filosófica puede contribuir mucho a clarificar la relación
entre verdad y vida, entre acontecimiento y verdad doctrinal y,
sobre todo, la relación entre verdad trascendente y lenguaje
humanamente inteligible. 121 La reciprocidad que hay
entre las materias teológicas y los objetivos alcanzados por las
diferentes corrientes filosóficas puede manifestar, pues, una
fecundidad concreta de cara a la comunicación de la fe y de su
comprensión más profunda.
CONCLUSIÓN
100. Pasados más cien años de la publicación de la
Encíclica Æterni Patris de León XIII, a la que me he referido varias
veces en estas páginas, me ha parecido necesario acometer de nuevo y
de modo más sistemático el argumento sobre la relación entre fe y
filosofía. Es evidente la importancia que el pensamiento filosófico
tiene en el desarrollo de las culturas y en la orientación de los
comportamientos personales y sociales. Dicho pensamiento ejerce una
gran influencia, incluso sobre la teología y sobre sus diversas
ramas, que no siempre se percibe de manera explícita. Por esto, he
considerado justo y necesario subrayar el valor que la filosofía
tiene para la comprensión de la fe y las limitaciones a las que se
ve sometida cuando olvida o rechaza las verdades de la Revelación.
En efecto, la Iglesia está profundamente convencida de que fe y
razón «se ayudan mutuamente», 122 ejerciendo
recíprocamente una función tanto de examen crítico y purificador,
como de estímulo para progresar en la búsqueda y en la
profundización.
101. Cuando nuestra consideración se centra en la
historia del pensamiento, sobre todo en Occidente, es fácil ver la
riqueza que ha significado para el progreso de la humanidad el
encuentro entre filosofía y teología, y el intercambio de sus
respectivos resultados. La teología, que ha recibido como don una
apertura y una originalidad que le permiten existir como ciencia de
la fe, ha estimulado ciertamente la razón a permanecer abierta a la
novedad radical que comporta la revelación de Dios. Esto ha sido una
ventaja indudable para la filosofía, que así ha visto abrirse nuevos
horizontes de significados inéditos que la razón está llamada a
estudiar.
Precisamente a la luz de esta constatación, de la misma manera que
he reafirmado la necesidad de que la teología recupere su legítima
relación con la filosofía, también me siento en el deber de subrayar
la oportunidad de que la filosofía, por el bien y el progreso del
pensamiento, recupere su relación con la teología. En ésta la
filosofía no encontrará la reflexión de un único individuo que,
aunque profunda y rica, lleva siempre consigo los límites propios de
la capacidad de pensamiento de uno solo, sino la riqueza de una
reflexión común. En efecto, en la reflexión sobre la verdad la
teología está apoyada, por su misma naturaleza, en la nota de la
eclesialidad 123 y en la tradición del Pueblo de Dios con
su pluralidad de saberes y culturas en la unidad de la fe.
102. La Iglesia, al insistir sobre la importancia y
las verdaderas dimensiones del pensamiento filosófico, promueve a la
vez tanto la defensa de la dignidad del hombre como el anuncio del
mensaje evangélico. Ante tales cometidos, lo más urgente hoy es
llevar a los hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad
124 y su anhelo de un sentido último y definitivo de la
existencia. En la perspectiva de estas profundas exigencias,
inscritas por Dios en la naturaleza humana, se ve incluso más clara
el significado humano y humanizador de la palabra de Dios. Gracias a
la mediación de una filosofía que ha llegado a ser también verdadera
sabiduría, el hombre contemporáneo llegará así a reconocer que será
tanto más hombre cuanto, entregándose al Evangelio, más se abra a
Cristo.
103. La filosofía, además, es como el espejo en el
que se refleja la cultura de los pueblos. Una filosofía que,
impulsada por las exigencias de la teología, se desarrolla en
coherencia con la fe, forma parte de la «evangelización de la
cultura» que Pablo VI propuso como uno de los objetivos
fundamentales de la evangelización. 125 A la vez que no
me canso de recordar la urgencia de una nueva evangelización, me
dirijo a los filósofos para que profundicen en las dimensiones de la
verdad, del bien y de la belleza, a las que conduce la palabra de
Dios. Esto es más urgente aún si se consideran los retos que el
nuevo milenio trae consigo y que afectan de modo particular a las
regiones y culturas de antigua tradición cristiana. Esta atención
debe considerarse también como una aportación fundamental y original
en el camino de la nueva evangelización.
104. El pensamiento filosófico es a menudo el único
ámbito de entendimiento y de diálogo con quienes no comparten
nuestra fe. El movimiento filosófico contemporáneo exige el esfuerzo
atento y competente de filósofos creyentes capaces de asumir las
esperanzas, nuevas perspectivas y problemáticas de este momento
histórico. El filósofo cristiano, al argumentar a la luz de la razón
y según sus reglas, aunque guiado siempre por la inteligencia que le
viene de la palabra de Dios, puede desarrollar una reflexión que
será comprensible y sensata incluso para quien no percibe aún la
verdad plena que manifiesta la divina Revelación. Este ámbito de
entendimiento y de diálogo es hoy muy importante ya que los
problemas que se presentan con más urgencia a la humanidad Ccomo el
problema ecológico, el de la paz o el de la convivencia de las razas
y de las culturasC encuentran una posible solución a la luz de una
clara y honesta colaboración de los cristianos con los fieles de
otras religiones y con quienes, aún no compartiendo una creencia
religiosa, buscan la renovación de la humanidad. Lo afirma el
Concilio Vaticano II: «El deseo de que este diálogo sea conducido
sólo por el amor a la verdad, guardando siempre la debida prudencia,
no excluye por nuestra parte a nadie, ni a aquellos que cultivan los
bienes preclaros del espíritu humano, pero no reconocen todavía a su
Autor, ni a aquéllos que se oponen a la Iglesia y la persiguen de
diferentes maneras». 126 Una filosofía en la que
resplandezca algo de la verdad de Cristo, única respuesta definitiva
a los problemas del hombre, 127 será una ayuda eficaz
para la ética verdadera y a la vez planetaria que necesita hoy la
humanidad.
105. Al concluir esta Encíclica quiero dirigir una
ulterior llamada ante todo a los teólogos, a fin de que dediquen
particular atención a las implicaciones filosóficas de la palabra de
Dios y realicen una reflexión de la que emerja la dimensión
especulativa y práctica de la ciencia teológica. Deseo agradecerles
su servicio eclesial. La relación íntima entre la sabiduría
teológica y el saber filosófico es una de las riquezas más
originales de la tradición cristiana en la profundización de la
verdad revelada. Por esto, los exhorto a recuperar y subrayar más la
dimensión metafísica de la verdad para entrar así en diálogo crítico
y exigente tanto el con pensamiento filosófico contemporáneo como
con toda la tradición filosófica, ya esté en sintonía o en
contraposición con la palabra de Dios. Que tengan siempre presente
la indicación de san Buenaventura, gran maestro del pensamiento y de
la espiritualidad, el cual al introducir al lector en su Itinerarium
mentis in Deum lo invitaba a darse cuenta de que «no es suficiente
la lectura sin el arrepentimiento, el conocimiento sin la devoción,
la búsqueda sin el impulso de la sorpresa, la prudencia sin la
capacidad de abandonarse a la alegría, la actividad disociada de la
religiosidad, el saber separado de la caridad, la inteligencia sin
la humildad, el estudio no sostenido por la divina gracia, la
reflexión sin la sabiduría inspirada por Dios». 128
Me
dirijo también a quienes tienen la responsabilidad de la formación
sacerdotal, tanto académica como pastoral, para que cuiden con
particular atención la preparación filosófica de los que habrán de
anunciar el Evangelio al hombre de hoy y, sobre todo, de quienes se
dedicarán al estudio y la enseñanza de la teología. Que se esfuercen
en realizar su labor a la luz de las prescripciones del Concilio
Vaticano II 129 y de las disposiciones posteriores, las
cuales presentan el inderogable y urgente cometido, al que todos
estamos llamados, de contribuir a una auténtica y profunda
comunicación de las verdades de la fe. Que no se olvide la grave
responsabilidad de una previa y adecuada preparación de los
profesores destinados a la enseñanza de la filosofía en los
Seminarios y en las Facultades eclesiásticas. 130 Es
necesario que esta enseñanza esté acompañada de la conveniente
preparación científica, que se ofrezca de manera sistemática
proponiendo el gran patrimonio de la tradición cristiana y que se
realice con el debido discernimiento ante las exigencias actuales de
la Iglesia y del mundo.
106. Mi llamada se dirige, además, a los filósofos
y a los profesores de filosofía, para que tengan la valentía de
recuperar, siguiendo una tradición filosófica perennemente válida,
las dimensiones de auténtica sabiduría y de verdad, incluso
metafísica, del pensamiento filosófico. Que se dejen interpelar por
las exigencias que provienen de la palabra de Dios y estén
dispuestos a realizar su razonamiento y argumentación como respuesta
a las mismas. Que se orienten siempre hacia la verdad y estén
atentos al bien que ella contiene. De este modo podrán formular la
ética auténtica que la humanidad necesita con urgencia,
particularmente en estos años. La Iglesia sigue con atención y
simpatía sus investigaciones; pueden estar seguros, pues, del
respeto que ella tiene por la justa autonomía de su ciencia. De modo
particular, deseo alentar a los creyentes que trabajan en el campo
de la filosofía, a fin de que iluminen los diversos ámbitos de la
actividad humana con el ejercicio de una razón que es más segura y
perspicaz por la ayuda que recibe de la fe.
Finalmente, dirijo también unas palabras a los científicos, que con
sus investigaciones nos ofrecen un progresivo conocimiento del
universo en su conjunto y de la variedad increíblemente rica de sus
elementos, animados e inanimados, con sus complejas estructuras
atómicas y moleculares. El camino realizado por ellos ha alcanzado,
especialmente en este siglo, metas que siguen asombrándonos. Al
expresar mi admiración y mi aliento hacia estos valiosos pioneros de
la investigación científica, a los cuales la humanidad debe tanto de
su desarrollo actual, siento el deber de exhortarlos a continuar en
sus esfuerzos permaneciendo siempre en el horizonte sapiencial en el
cual los logros científicos y tecnológicos están acompañados por los
valores filosóficos y éticos, que son una manifestación
característica e imprescindible de la persona humana. El científico
es muy consciente de que «la búsqueda de la verdad, incluso cuando
atañe a una realidad limitada del mundo o del hombre, no termina
nunca, remite siempre a algo que está por encima del objeto
inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren el acceso
al Misterio». 131
107. Pido a todos que fijen su atención en el
hombre, que Cristo salvó en el misterio de su amor, y en su
permanente búsqueda de verdad y de sentido. Diversos sistemas
filosóficos, engañándolo, lo han convencido de que es dueño absoluto
de sí mismo, que puede decidir autónomamente sobre su propio destino
y su futuro confiando sólo en sí mismo y en sus propias fuerzas. La
grandeza del hombre jamás consistirá en esto. Sólo la opción de
insertarse en la verdad, al amparo de la Sabiduría y en coherencia
con ella, será determinante para su realización. Solamente en este
horizonte de la verdad comprenderá la realización plena de su
libertad y su llamada al amor y al conocimiento de Dios como
realización suprema de sí mismo.
108. Mi último pensamiento se dirige a Aquélla que
la oración de la Iglesia invoca como Trono de la Sabiduría. Su misma
vida es una verdadera parábola capaz de iluminar las reflexiones que
he expuesto. En efecto, se puede entrever una gran correlación entre
la vocación de la Santísima Virgen y la de la auténtica filosofía.
Igual que la Virgen fue llamada a ofrecer toda su humanidad y
femineidad a fin de que el Verbo de Dios pudiera encarnarse y
hacerse uno de nosotros, así la filosofía está llamada a prestar su
aportación, racional y crítica, para que la teología, como
comprensión de la fe, sea fecunda y eficaz. Al igual que María, en
el consentimiento dado al anuncio de Gabriel, nada perdió de su
verdadera humanidad y libertad, así el pensamiento filosófico,
cuando acoge el requerimiento que procede de la verdad del
Evangelio, nada pierde de su autonomía, sino que siente como su
búsqueda es impulsada hacia su más alta realización. Esta verdad la
habían comprendido muy bien los santos monjes de la antigüedad
cristiana, cuando llamaban a María «la mesa intelectual de la fe».
132 En ella veían la imagen coherente de la verdadera
filosofía y estaban convencidos de que debían philosophari in Maria.
Que
el Trono de la Sabiduría sea puerto seguro para quienes hacen de su
vida la búsqueda de la sabiduría. Que el camino hacia ella, último y
auténtico fin de todo verdadero saber, se vea libre de cualquier
obstáculo por la intercesión de Aquella que, engendrando la Verdad y
conservándola en su corazón, la ha compartido con toda la humanidad
para siempre.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 14 de septiembre, fiesta de la
Exaltación de la Santa Cruz, del año 1998, vigésimo de mi
Pontificado.
NOTAS
AL PIE
(1) Ya lo escribí en
mi primera EncíclicaRedemptor hominis: «hemos sido hechos partícipes
de esta misión de Cristo-profeta, y en virtud de la misma misión,
junto con Él servimos la misión divina en la Iglesia. La
responsabilidad de esta verdad significa también amarla y buscar su
comprensión más exacta, para hacerla más cercana a nosotros mismos y
a los demás en toda su fuerza salvífica, en su esplendor, en su
profundidad y sencillez juntamente», 19: AAS 71 (1979), 306.
(2) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 16.
(3) Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 25.
(4) N. 4: AAS 85
(1993), 1136.
(5) Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.
(6) Cf. Const. dogm.
Dei Filius, sobre la fe católica, III: DS 3008.
(7) Ibíd., cap. IV: DS
3015; citado también en Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 59.
(8) Const. dogm. Dei
Verbum, sobre la divina Revelación, 2.
(9) Cart. ap. Tertio
millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 10: AAS 87 (1995),
11.
(10) N. 4.
(11) N. 8.
(12) N. 22.
(13) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.
(14) Ibíd., 5.
(15) El Concilio
Vaticano I, al cual se refiere la afirmación mencionada, enseña que
la obediencia de la fe exige el compromiso de la inteligencia y de
la voluntad: «Dependiendo el hombre totalmente de Dios como de su
creador y señor, y estando la razón humana enteramente sujeta a la
Verdad increada; cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle
por la fe plena obediencia de entendimiento y voluntad» (Const.
dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, III; DS3008).
(16) Secuencia de la
solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
(17) Pensées, 789 (ed.
L. Brunschvicg).
(18) Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo
actual, 22.
(19) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.
(20) Proemio y nn 1.
15: PL 158, 223-224.226; 235.
(21) De vera
religione, XXXIX, 72: CCL32, 234.
(22) «Ut te semper
desiderando quaererent et inveniendo quiescerent»: Missale Romanum.
(23) Aristóteles,
Metafísica, I, 1.
(24) Confesiones, X,
23, 33: CCL 27, 173.
(25) N. 34: AAS 85
(1993), 1161.
(26) Cf. Carta ap.
Salvifici doloris (11 de febrero de 1984), 9: AAS 76 (1984),
209-210.
(27) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Declaración Nostra aetate, sobre las relaciones de la
Iglesia con las religiones no cristianas, 2.
(28) Este es un
argumento que sigo desde hace mucho tiempo y que he expuesto en
diversas ocasiones: «¿Qué es el hombre y de qué sirve? ¿qué tiene de
bueno y qué de malo? (Si 18, 8) [...]. Estos interrogantes están en
el corazón de cada hombre, como lo demuestra muy bien el genio
poético de todos los tiempos y de todos los pueblos, el cual, como
profecía de la humanidad propone continuamente la "pregunta seria"
que hace al hombre verdaderamente tal. Esos interrogantes expresan
la urgencia de encontrar un por qué a la existencia, a cada uno de
sus instantes, a las etapas importantes y decisivas, así como a sus
momentos más comunes. En estas cuestiones aparece un testimonio de
la racionalidad profunda del existir humano, puesto que la
inteligencia y la voluntad del hombre se ven solicitadas en ellas a
buscar libremente la solución capaz de ofrecer un sentido pleno a la
vida. Por tanto, estos interrogantes son la expresión más alta de la
naturaleza del hombre: en consecuencia, la respuesta a ellos expresa
la profundidad de su compromiso con la propia existencia.
Especialmente, cuando se indaga el "por qué de las cosas" con
totalidad en la búsqueda de la respuesta última y más exhaustiva,
entonces la razón humana toca su culmen y se abre a la religiosidad.
En efecto, la religiosidad representa la expresión más elevada de la
persona humana, porque es el culmen de su naturaleza racional. Brota
de la aspiración profunda del hombre a la verdad y está en la base
de la búsqueda libre y personal que el hombre realiza sobre lo
divino»: Audiencia General, 19 de octubre de 1983, 1-2: Insegnamenti
VI, 2 (1983), 814-815.
(29) «[Galileo]
declaró explícitamente que las dos verdades, la de la fe y la de la
ciencia, no pueden contradecirse jamás. "La Escritura santa y la
naturaleza, al provenir ambas del Verbo divino, la primera en cuanto
dictada por el Espíritu Santo, y la segunda en cuanto ejecutora
fidelísima de las órdenes de Dios", según escribió en la carta al P.
Benedetto Castelli el 21 de diciembre de 1613. El Concilio Vaticano
II no se expresa de modo diferente; incluso emplea expresiones
semejantes cuando enseña: "La investigación metódica en todos los
campos del saber, si está realizada de forma auténticamente
científica y conforme a las normas morales, nunca será realmente
contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe
tienen origen en un mismo Dios" (Gaudium et spes, 36). En su
investigación científica Galileo siente la presencia del Creador que
le estimula, prepara y ayuda a sus intuiciones, actuando en lo más
hondo de su espíritu». Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia
Academia de las Ciencias, 10 de noviembre de 1979: Insegnamenti, II,
2 (1979), 1111-1112.
(30) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.
(31) Orígenes, Contra
Celso, 3, 55:SC 136, 130.
(32) Diálogo con
Trifón, 8, 1: PG6, 492.
(33) Stromata I, 18,
90,1: SC 30, 115.
(34) Cf. ibíd., I, 16,
80, 5: SC30, 108.
(35) Ibíd., I, 5, 28,
1: SC 30, 65.
(36) Ibíd., VI, 7, 55,
1-2: PG 9, 277.
(37) Ibíd., I, 20,
100, 1: SC 30, 124.
(38) S. Agustín,
Confesiones VI, 5, 7: CCL 27, 77-78.
(39) Cf. ibíd., VII,
9, 13-14: CCL27, 101-102.
(40) De praescriptione
haereticorum, VII, 9: SC 46, 98. «Quid ergo Athenis et Hierosolymis?
Quid academiae et ecclesiae?».
(41) Cf. Congregación
para la Educación Católica, Instr. sobre el estudio de los Padres de
la Iglesia en la formación sacerdotal (10 de noviembre de 1989), 25:
AAS 82 (1990), 617-618.
(42) S. Anselmo,
Prosologio, 1: PL158, 226.
(43) Id., Monologio,
64: PL 158, 210.
(44) Cf. Summa contra
Gentiles, I, VII.
(45) Cf. Summa
Theologiae, I, 1, 8 ad 2: «Cum enim gratia non tollat naturam sed
perficiat».
(46) Cf. Discurso a
los participantes en el IX Congreso Tomista Internacional (29 de
septiembre de 1990): Insegnamenti, XIII, 2 (1990), 770-771.
(47) Carta ap. Lumen
Ecclesiae (20 noviembre 1974), 8: AAS 66 (1974), 680.
(48) Cf. I, 1, 6:
«Praeterea, haec doctrina per studium acquiritur. Sapientia autem
per infusionem habetur, unde inter septem dona Spiritus Sancti
connumeratur».
(49) Ibíd., II, II,
45, 1 ad 2; cf. también II, II, 45, 2.
(50) Ibíd., I, II,
109, 1 ad 1, que retoma la conocida expresión del Ambrosiastro, In
prima Cor 12,3 : PL 17, 258.
(51) León XIII, Enc.
Æterni Patris (4 de agosto de 1879): ASS 11 (1878-1879), 109.
(52) Pablo VI, Carta
ap. Lumen Ecclesiae(20 de noviembre de 1974), 8: AAS 66 (1974), 683.
(53) Enc. Redemptor
hominis (4 de marzo de 1979), 15: AAS 71 (1979), 286.
(54) Cf. Pío XII, Enc.
Humani generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 566.
(55) Cf. Conc. Ecum
Vat. I, Const. dogm. Pastor Aeternus, sobre la Iglesia de Cristo, DS
3070; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 25 c.
(56) Cf. Sínodo de
Constantinopla, DS 403.
(57) Cf. Concilio de
Toledo I, DS 205; Concilio de Braga I, DS 459-460; Sixto V, Bula
Coeli et terrae Creator (5 de enero de 1586): Bullarium Romanum 44,
Romae 1747, 176-179; Urbano VIII, Inscrutabilis iudiciorum (1 de
abril de 1631): Bullarium Romanum 61, Romae 1758, 268-270.
(58) Cf. Conc. Ecum.
Vienense, Decr. Fidei catholicae, DS 902; Conc. Ecum. Laterano V,
Bula Apostolici regiminis, DS1440.
(59) Cf. Theses a
Ludovico Eugenio Bautain iussu sui Episcopi subscriptae (8 de
septiembre de 1840), DS 2751-2756;Theses a Ludovico Eugenio Bautain
ex mandato S. Cong. Episcoporum et Religiosorum subscriptae (26 de
abril de 1844), DS 2765-2769.
(60) Cf. S. Congr.
Indicis, Decr. Theses contra traditionalismum Augustini Bonnetty (11
de junio de 1855), DS 2811-2814.
(61) Cf. Pío IX, Breve
Eximiam tuam (15 de junio de 1857), DS 2828-2831; Breve Gravissimas
inter (11 de diciembre de 1862), DS 2850-2861.
(62) Cf. S. Congr. del
Santo Oficio, Decr. Errores ontologistarum (18 de septiembre de
1861), DS 2841-2847.
(63) Cf. Conc. Ecum.
Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, II: DS 3004;
y can. 2.1: DS 3026.
(64) Ibíd., IV: DS
3015; citado en Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, 59.
(65) Conc. Ecum. Vat.
I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, IV: DS 3017.
(66) Cf. Enc. Pascendi
dominici gregis (8 de septiembre de 1907): AAS 40 (1907), 596-597.
(67) Cf. Pío XI, Enc.
Divini Redemptoris (19 de marzo de 1937): AAS 29 (1937), 65-106.
(68) Enc. Humani
generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 562-563.
(69) Ibíd., l.c.,
563-564.
(70) Cf. Const. ap.
Pastor Bonus, (28 de junio de 1988, art. 48-49:AAS 80 (1988), 873;
Congr. para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis, sobre la
vocación eclesial del teólogo (24 de mayo de 1990), 18: AAS 82
(1990), 1558.
(71) Cf. Instr.
Libertatis nuntius, sobre algunos aspectos de la «teología de la
liberación» (6 de agosto de 1984), VII-X:AAS 76 (1984), 890-903.
(72) El Concilio
Vaticano I con palabras claras y firmes había ya condenado estos
errores, afirmando de una parte que «esta fe [...] la Iglesia
católica profesa que es una virtud sobrenatural por la que, con
inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo
que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las
cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la
autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse
ni engañarnos»: Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, III:
DS 3008, y can. 3,2: DS 3032. Por otra parte, el Concilio declaraba
que la razón nunca «se vuelve idónea para entender (los misterios)
totalmente, a la manera de las verdades que constituyen su propio
objeto»: ibíd., IV: DS 3016. De aquí sacaba la conclusión práctica:
«No sólo se prohibe a todos los fieles cristianos defender como
legítimas conclusiones de la ciencia las opiniones que se reconocen
como contrarias a la doctrina de la fe, sobre todo si han sido
reprobadas por la Iglesia, sino que están absolutamente obligados a
tenerlas más bien por errores que ostentan la falaz apariencia de la
verdad»: ibíd., IV: DS 3018.
(73) Cf. nn. 9-10.
(74) Ibíd., 10.
(75) Ibíd., 21.
(76) Cf. ibíd., 10.
(77) Cf. Enc. Humani
generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 565-567; 571-573.
(78) Cf. Enc. Æterni
Patris (4 de agosto de 1879): ASS 11 (1878-1879), 97-115.
(79) Ibíd., l.c., 109.
(80) Cf. nn. 14-15.
(81) Cf. ibíd., 20-21.
(82) Ibíd., 22; cf.
Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 8: AAS 71 (1979),
271-272.
(83) Decr. Optatam
totius, sobre la formación sacerdotal, 15.
(84) Cf. Const. ap.
Sapientia christiana(15 de abril de 1979), arts. 79-80: AAS 71
(1979), 495-496; Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de
marzo de 1992), 52: AAS 84 (1992), 750-751. Véanse también algunos
comentarios sobre la filosofía de Santo Tomás: Discurso al
Pontificio Ateneo Internacional Angelicum (17 de noviembre de 1979):
InsegnamentiII, 2 (1979), 1177-1189; Discurso a los participantes en
el VIII Congreso Tomista Internacional (13 de septiembre de 1980):
Insegnamenti III, 2 (1980), 604-615; Discurso a los participantes en
el Congreso Internacional de la Sociedad «Santo Tomás» sobre la
doctrina del alma en S. Tomás (4 de enero de 1986): Insegnamenti IX,
1 (1986), 18-24. Además, S. Congr. para la Educación Católica, Ratio
fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 de enero de 1970),
70-75: AAS 62 (1970), 366-368; Decr. Sacra Theologia (20 de enero de
1972): AAS 64 (1972), 583-586.
(85) Cf. Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 57 y 62.
(86) Cf. ibíd., 44.
(87) Cf. Conc. Ecum.
Lateranense V, Bula Apostolici regimini sollicitudo, Sesión: VIII,
Conc. Oecum. Decreta, 1991, 605-606.
(88) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 10.
(89) S. Tomás de
Aquino, Summa Theologiae, II-II, 5, 3 ad 2.
(90) «La búsqueda de
las condiciones en las que el hombre se plantea a sí mismo sus
primeros interrogantes fundamentales sobre el sentido de la vida,
sobre el fin que quiere darle y sobre lo que le espera después de la
muerte, constituye para la teología fundamental el preámbulo
necesario para que, también hoy, la fe muestre plenamente el camino
a una razón que busca sinceramente la verdad». Juan Pablo II, Carta
a los participantes en el Congreso internacional de Teología
Fundamental a 125 años de la «Dei Filius» (30 de septiembre de
1995), 4: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 13
de octubre de 1995, p. 2.
(91) Ibíd.
(92) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 15; Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la
Iglesia, 22.
(93) S. Tomás de
Aquino, De Caelo, 1, 22.
(94) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 53-59.
(95) S. Agustín, De
praedestinatione sanctorum, 2, 5: PL 44, 963.
(96) Id., De fide, spe
et caritate, 7: CCL 64, 61.
(97) Cf. Conc. Ecum.
Calcedonense, Symbolum, Definitio: DS 302.
(98) Cf. Enc.
Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 15: AAS 71 (1979), 286-289.
(99) Cf. por ejemplo
S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 16,1; S. Buenaventura,
Coll. in Hex., 3, 8, 1.
(100) Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 15.
(101) Enc. Veritatis
splendor (6 de agosto de 1993), 57-61: AAS 85 (1993), 1179-1182.
(102) Cf. Conc. Ecum.
Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, IV: DS 3016.
(103) Cf. Conc. Ecum.
Lateranense IV, De errore abbatis Ioachim, II: DS 806.
(104) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm.Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 24;
Decr. Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, 16.
(105) Cf. Enc.
Evangelium vitae (25 de marzo de 1995), 69: AAS 87 (1995), 481.
(106) En este mismo
sentido escribía en mi primera Encíclica, comentando la expresión de
san Juan: ««Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (8,
32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo
tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con
respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la
advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente,
cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que
no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo.
También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como
Aquél que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como
Aquél que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi
destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre,
en su corazón, en su conciencia»: Redemptor hominis, (4 de marzo de
1979), 12: AAS71 (1979), 280-281.
(107) Discurso en la
inauguración del Concilio (11 de octubre de 1962): AAS 54 (1962),
792.
(108) Congr. para la
Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis, sobre la vocación
eclesial del teólogo (24 de mayo de 1990), 7-8: AAS 82 (1990),
1552-1553.
(109) He escrito en la
Encíclica Dominum et vivificantem, comentando Jn 16, 12-13: «Jesús
presenta el Paráclito, el Espíritu de la verdad, como el que
"enseñará" y "recordará", como el que "dará testimonio" de él; luego
dice: "Os guiará hasta la verdad completa". Este "guiar hasta la
verdad completa", con referencia a lo que dice a los apóstoles "pero
ahora no podéis con ello", está necesariamente relacionado con el
anonadamiento de Cristo por medio de la pasión y muerte de Cruz, que
entonces, cuando pronunciaba estas palabras, era inminente. Después,
sin embargo, resulta claro que aquel "guiar hasta la verdad
completa" se refiere también, además del escándalo de la cruz, a
todo lo que Cristo "hizo y enseñó" (Hch 1, 1). En efecto, el
misterio de Cristo en su globalidad exige la fe, ya que ésta
introduce oportunamente al hombre en la realidad del misterio
revelado. El "guiar hasta la verdad completa" se realiza, pues, en
la fe y mediante la fe, lo cual es obra del Espíritu de la verdad y
fruto de su acción en el hombre. El Espíritu Santo debe ser en esto
la guía suprema del hombre y la luz del espíritu humano», 6: AAS78
(1986), 815-816.
(110) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm.Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 13.
(111) Cf. Pontificia
Comisión Bíblica, Instr. sobre la verdad histórica de los Evangelios
(21 de abril de 1964): AAS 56 (1964), 713.
(112) «Es evidente que
la Iglesia no puede ligarse a ningún sistema filosófico efímero;
pero las nociones y los términos que los doctores católicos, con
general aprobación, han ido reuniendo durante varios siglos para
llegar a obtener algún conocimiento del dogma, no se fundan, sin
duda en cimientos deleznables. Se fundan realmente en principios y
nociones deducidas del verdadero conocimiento de las cosas creadas;
deducción realizada a la luz de la verdad revelada, que, por medio
de la Iglesia, iluminaba, como una estrella, la mente humana. Pero
no hay que extrañarse que algunas de estas nociones hayan sido no
sólo empleadas, sino también aprobadas por los concilios ecuménicos,
de tal suerte que no es lícito apartarse de ellas»: Enc. Humani
generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950), 566-567; cf. Comisión
Teológica Internacional, Doc. Interpretationis problema (octubre
1989): Ench. Vat. 11, nn. 2717-2811.
(113) «En cuanto al
significado mismo de las fórmulas dogmáticas, éste es siempre
verdadero y coherente en la Iglesia, incluso cuando es
principalmente aclarado y comprendido mejor. Por tanto, los fieles
deben evitar la opinión que considera que las fórmulas dogmáticas (o
cualquier tipo de ellas) no pueden manifestar la verdad de manera
determinada, sino sólo sus aproximaciones cambiantes que son, en
cierto modo, deformaciones y alteraciones de la misma»: S. Congr.
para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium Ecclesiae, acerca de la
defensa de la doctrina sobre la Iglesia, (24 de junio de 1973), 5:
AAS 65 (1973), 403.
(114) Cf. Congr. S.
Officii, Decr. Lamentabili(3 de julio de 1907), 26: ASS 40 (1907),
473.
(115) Cf. Discurso al
Pontificio Ateneo «Angelicum» (17 de noviembre de 1979), 6:
Insegnamenti, II, 2 (1979), 1183-1185.
(116) N. 32: AAS 85
(1993), 1159-1160.
(117) Cf. Exhort. ap.
Catechesi tradendae (16 de octubre de 1979), 30: AAS 71 (1979),
1302-1303; Congr. para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis,
sobre la vocación eclesial del teólogo (24 de mayo de 1990), 7: AAS
82 (1990), 1552-1553.
(118) Cf. Exhort. ap.
Catechesi tradendae (16 de octubre de 1979), 30: AAS 71 (1979),
1302-1303.
(119) Cf. ibíd., 22,
l.c., 1295-1296.
(120) Cf. ibíd., 7,
l.c., 1282.
(121) Cf. ibíd., 59,
l.c., 1325.
(122) Conc. Ecum. Vat.
I, Const. dogm. Dei Filius sobre la fe católica, IV: DS 3019.
(123) «Nadie, pues,
puede hacer de la teología una especie de colección de los propios
conceptos personales; sino que cada uno debe ser consciente de
permanecer en estrecha unión con esta misión de enseñar la verdad,
de la que es responsable la Iglesia». Enc. Redemptor hominis (4 de
marzo de 1979), 19: AAS 71 (1979), 308.
(124) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1-3.
(125) Cf. Exhort. ap.
Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 20: AAS 68 (1976),
18-19.
(126) Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 92.
(127) Cf. ibíd., 10.
(128) Prologus, 4:
Opera omnia, Florencia 1981, t. V, 296.
(129) Cf. Decr.
Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, 15.
(130) Cf. Const. ap.
Sapientia christiana (15 de abril de 1979), art. 67-68: ASS 71
(1979), 491-492.
(131) Discurso con
ocasión del VI centenario de fundación de la Universidad
Jaguellónica (8 de junio de 1997), 4: L'Osservatore Romano, Ed.
semanal en lengua española, 27 de junio de 1997, 10-11.
(132) «'e noerà tes
pìsteos tràpeza»: Homilía en honor de Santa María Madre de Dios, del
pseudo Epifanio: PG 43, 493. |