INDICE
INTRODUCCION
CAPÍTULO I. "MAESTRO,
¿QUÉ HE DE HACER DE BUENO...?" (Mt 19, 16) CRISTO Y LA RESPUESTA A
LA PREGUNTA MORAL
-
"Se le acercó uno..." (Mt 19,
16)
-
"Maestro, ¿qué he de hacer de
bueno para conseguir la vida eterna?" (Mt 19, 16)
-
"Uno solo es el Bueno" (Mt
19, 17)
-
"Si quieres entrar en la
vida, guarda los mandamientos" (Mt 19, 17)
-
"Si quieres ser perfecto" (Mt
19, 21)
-
"Ven, y sígueme" (Mt 19, 21)
-
"Para Dios todo es posible"
(Mt 19, 26)
-
"He aquí que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20)
CAPÍTULO II. "NO OS
CONFORMEIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO" (Rom 12, 2) LA IGLESIA Y
EL DISCERNIMIENTO DE ALGUNAS TENDENCIAS DE LA TEOLOGIA MORAL ACTUAL
I. LA LIBERTAD Y LA
LEY
II. CONCIENCIA Y VERDAD
III. LA ELECCION
FUNDAMENTAL Y LOS COMPORTAMIENTOS CONCRETOS
IV. EL ACTO MORAL
CAPÍTULO III. "PARA NO
DESVIRTUAR LA CRUZ DE CRISTO" (1 Cor 1, 17) EL BIEN MORAL PARA LA
VIDA DE LA IGLESIA Y DEL MUNDO
CONCLUSION
EL
ESPLENDOR DE LA VERDAD brilla en todas las obras del Creador y, de
modo particular, en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios
(cf. Gén 1, 26), pues la verdad ilumina la inteligencia y modela la
libertad del hombre, que de esta manera es ayudado a conocer y amar
al Señor. Por esto el salmista exclama: "¡Alza sobre nosotros la luz
de tu rostro, Señor!" (Sal 4, 7).
INTRODUCCION
JESUCRISTO, LUZ
VERDADERA QUE ILUMINA A TODO HOMBRE
1.
Llamados a la salvación mediante la fe en Jesucristo, "luz verdadera
que ilumina a todo hombre" (Jn 1, 9), los hombres llegan a ser "luz
en el Señor" e "hijos de la luz" (Ef 5, 8), y se santifican
"obedeciendo a la verdad" (1 Pe 1, 22).
Mas esta
obediencia no siempre es fácil. Debido al misterioso pecado del
principio, cometido por instigación de Satanás, que es "mentiroso y
padre de la mentira" (Jn 8, 44), el hombre es tentado continuamente
a apartar su mirada del Dios vivo y verdadero y dirigirla a los
ídolos (cf. 1 Tes 1, 9), cambiando "la verdad de Dios por la
mentira" (Rom 1, 25); de esta manera su capacidad para conocer la
verdad queda ofuscada y debilitada su voluntad para someterse a
ella. Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo (cf. Jn
18, 38), busca una libertad ilusoria fuera de la verdad misma.
Pero las
tinieblas del error o del pecado no pueden eliminar totalmente en el
hombre la luz de Dios Creador. Por esto, siempre permanece en lo más
profundo de su corazón la nostalgia de la verdad absoluta y la sed
de alcanzar la plenitud de su conocimiento. Lo prueba de modo
elocuente la incansable búsqueda del hombre en todo campo o sector.
Lo prueba aún más su búsqueda sobre el sentido de la vida. El
desarrollo de la ciencia y la técnica -testimonio espléndido de las
capacidades de la inteligencia y de la tenacidad de los hombres-, no
exime a la humanidad de plantearse los interrogantes religiosos
fundamentales, sino que más bien la estimula a afrontar las luchas
más dolorosas y decisivas, como son las del corazón y de la
conciencia moral.
2.
Ningún hombre puede eludir las preguntas fundamentales: ¿qué debo
hacer?, ¿cómo puedo discernir el bien del mal? La respuesta es
posible sólo gracias al esplendor de la verdad que brilla en lo más
íntimo del espíritu humano, como dice el salmista: "Muchos dicen:
"¿Quién nos hará ver la dicha?" Alza sobre nosotros la luz de tu
rostro, Señor!" (Sal 4, 7).
La luz del
rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de
Jesucristo, "imagen de Dios invisible" (Col 1, 15), "resplandor de
su gloria" (Heb 1, 3 ), "lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14): El
es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6). Por esto la
respuesta decisiva a cada interrogante del hombre, en particular a
sus interrogantes religiosos y morales, la da Jesucristo; más aún,
como recuerda el Concilio Vaticano II, la respuesta es la persona
misma de Jesucristo: "Realmente, el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer
hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el
Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio
del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la grandeza de su vocación".
Jesucristo,
"luz de los pueblos", ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es
enviada por El para anunciar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc
16, 15). Así la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones,
mientras mira atentamente a los nuevos desafíos de la historia y a
los esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda del sentido de
la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de
Jesucristo y de su Evangelio. En la Iglesia está siempre viva la
conciencia de su "deber permanente de escrutar a fondo los signos de
los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que,
de manera adecuada a cada generación, pueda responder a los
permanentes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida
presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas".
3.
Los Pastores de la Iglesia, en comunión con el Sucesor de Pedro,
están siempre cercanos de los fieles en este esfuerzo, los acompañan
y guían con su magisterio, hallando expresiones siempre nuevas de
amor y misericordia para dirigirse no sólo a los creyentes sino a
todos los hombres de buena voluntad. El Concilio Vaticano II sigue
siendo un testimonio privilegiado de esta actitud de la Iglesia que,
"experta en humanidad", se pone al servicio de cada hombre y de todo
el mundo.
La Iglesia
sabe que la cuestión moral incide profundamente en cada hombre;
implica a todos, incluso a quienes no conocen a Cristo, su Evangelio
y ni siquiera a Dios. Ella sabe que precisamente por la senda de la
vida moral está abierto a todos el camino de la salvación, como lo
ha recordado claramente el Concilio Vaticano II: "Los que sin culpa
suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a
Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la
gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les
dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna". Y
prosigue: "Dios en su Providencia tampoco niega la ayuda necesaria a
los que, sin culpa, todavía no han llegado a conocer claramente a
Dios pero se esfuerzan con su gracia en vivir con honradez. La
Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero que hay en ellos, como una
preparación al Evangelio y como un don de Aquel que ilumina a todos
los hombres para que puedan tener finalmente vida".
OBJETO DE LA PRESENTE
ENCICLICA
4.
Siempre, pero sobre todo en los dos últimos siglos, los Sumos
Pontífices, ya sea personalmente o junto con el Colegio Episcopal,
han desarrollado y propuesto una enseñanza moral sobre los múltiples
y diferentes ámbitos de la vida humana. En nombre y con la autoridad
de Jesucristo, han exhortado, denunciado, explicado; en fidelidad a
su misión, y comprometiéndose en la causa del hombre, han
confirmado, sostenido, consolado; con la garantía de la asistencia
del Espíritu de verdad han contribuido a una mejor comprensión de
las exigencias morales en los ámbitos de la sexualidad humana, de la
familia, de la vida social, económica y política. Su enseñanza,
dentro de la tradición de la Iglesia y de la historia de la
humanidad, representa una continua profundización del conocimiento
moral.
Sin embargo,
hoy se hace necesario reflexionar sobre el conjunto de la enseñanza
moral de la Iglesia, con el fin preciso de recordar algunas verdades
fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual
corren el riesgo de ser deformadas o negadas. En efecto, ha venido a
crearse una nueva situación dentro de la misma comunidad cristiana,
en la que se difunden muchas dudas y objeciones de orden humano y
psicológico, social y cultural, religioso e incluso específicamente
teológico, sobre las enseñanzas morales de la Iglesia. Ya no se
trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo
de determinadas concepciones antropológicas y éticas, se pone en
tela de juicio, de modo global y sistemático, el patrimonio moral.
En la base se encuentra el influjo, más o menos velado, de
corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la libertad
humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad. Y así,
se rechaza la doctrina tradicional sobre la ley natural y sobre la
universalidad y permanente validez de sus preceptos; se consideran
simplemente inaceptables algunas enseñanzas morales de la Iglesia;
se opina que el mismo Magisterio no debe intervenir en cuestiones
morales más que para "exhortar a las conciencias" y "proponer los
valores" en los que cada uno basará después autónomamente sus
decisiones y opciones de vida.
Particularmente hay que destacar la discrepancia entre la respuesta
tradicional de la Iglesia y algunas posiciones teológicas
difundidas incluso en Seminarios y Facultades teológicas--sobre
cuestiones de máxima importancia para la Iglesia y la vida de fe de
los cristianos, así como para la misma convivencia humana. En
particular, se plantea la cuestión de si los mandamientos de Dios,
que están grabados en el corazón del hombre y forman parte de la
Alianza, son capaces verdaderamente de iluminar las opciones
cotidianas de cada persona y de la sociedad entera. ¿Es posible
obedecer a Dios y, por tanto, amar a Dios y al prójimo, sin respetar
en todas las circunstancias estos mandamientos? Está también
difundida la opinión que pone en duda el nexo intrínseco e
indivisible entre fe y moral, como si sólo en relación con la fe se
deban decidir la pertenencia a la Iglesia y su unidad interna,
mientras que se podría tolerar en el ámbito moral un pluralismo de
opiniones y de comportamientos, dejados al juicio de la conciencia
subjetiva individual o a la diversidad de condiciones sociales y
culturales.
5.
En un tal contexto -todavía actual- he tomado la decisión de
escribir como ya anuncié en la Carta apostólica Spíritus Dómini,
publicada el 1 de agosto de 1987 con ocasión del segundo centenario
de la muerte de San Alfonso María de Ligorio una Encíclica
destinada a tratar, "más amplia y profundamente, las cuestiones
referentes a los fundamentos mismos de la teología moral",
fundamentos que sufren menoscabo por parte de algunas tendencias
actuales.
Me dirijo a
vosotros, venerables Hermanos en el Episcopado, que compartís
conmigo la responsabilidad de custodiar la "sana doctrina" (2 Tim 4,
3), con la intención de precisar algunos aspectos doctrinales que
son decisivos para afrontar la que sin duda constituye una verdadera
crisis, por ser tan graves las dificultades derivadas de ella para
la vida moral de los fieles y para la comunión en la Iglesia, así
como para una existencia social justa y solidaria.
Si esta
Encíclica esperada desde hace tiempo --se publica precisamente
ahora, se debe también a que ha parecido conveniente que la
precediera el Catecismo de la Iglesia Católica, el cual contiene una
exposición completa y sistemática de la doctrina moral cristiana. El
Catecismo presenta la vida moral de los creyentes en sus fundamentos
y en sus múltiples contenidos como vida de "los hijos de Dios". En
él se afirma que "los cristianos, reconociendo en la fe su nueva
dignidad, son llamados a llevar en adelante una "vida digna del
Evangelio de Cristo" (Flp 1, 27). Por los sacramentos y la oración
reciben la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que les
capacitan para ello". Por tanto, al citar el Catecismo como "texto
de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de la doctrina
católica", la Encíclica se limitará a afrontar algunas cuestiones
fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia, bajo la forma de
un necesario discernimiento sobre problemas controvertidos entre los
estudiosos de la ética y de la teología moral. Este es el objeto
específico de la presente Encíclica, la cual trata de exponer, sobre
los problemas discutidos, las razones de una enseñanza moral basada
en la Sagrada Escritura y en la Tradición viva de la Iglesia,
poniendo de relieve, al mismo tiempo, los presupuestos y
consecuencias de las contestaciones de que ha sido objeto tal
enseñanza.
CAPÍTULO I. "MAESTRO,
¿QUÉ HE DE HACER DE BUENO...?" (Mt 19, 16) CRISTO Y LA RESPUESTA A
LA PREGUNTA MORAL
"Se le acercó uno..." (Mt 19,
16)
6.
El diálogo de Jesús con el joven rico, relatado por san Mateo en el
capítulo 19 de su Evangelio, puede constituir un elemento útil para
volver a escuchar de modo vivo y penetrante su enseñanza moral: "Se
le acercó uno y le dijo: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para
conseguir la vida eterna?". El le dijo: "¿Por qué me preguntas
acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en
la vida, guarda los mandamientos". "¿Cuáles?" le dice él. Y Jesús
dijo: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás
falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu
prójimo como a ti mismo". Dícele el joven: "Todo eso lo he guardado;
¿qué más me falta?". Jesús le dijo: "Si quieres ser perfecto, anda,
vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en
los cielos; luego ven, y sígueme"(Mt 19, 16-21).
7.
"Se le acercó uno...". En el joven, que el Evangelio de Mateo no
nombra, podemos reconocer a todo hombre que, conscientemente o no,
se acerca a Cristo, Redentor del hombre, y le formula la pregunta
moral. Para el joven, más que una pregunta sobre las reglas que hay
que observar, es una pregunta de pleno significado para la vida. En
efecto, ésta es la aspiración central de toda decisión y de toda
acción humana, la búsqueda secreta y el impulso íntimo que mueve la
libertad. Esta pregunta es, en última instancia, un llamamiento al
Bien absoluto que nos atrae y nos llama hacia sí; es el eco de la
llamada de Dios, origen y fin de la vida del hombre. Precisamente
con esta perspectiva, el Concilio Vaticano II ha invitado a
perfeccionar la teología moral, de manera que su exposición ponga de
relieve la altísima vocación que los fieles han recibido en Cristo,
única respuesta que satisface plenamente el anhelo del corazón
humano.
Para que los
hombres puedan realizar este "encuentro" con Cristo, Dios ha querido
su Iglesia. En efecto, ella "desea servir solamente para este fin:
que todo hombre pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo pueda
recorrer con cada uno el camino de la vida".
"Maestro, ¿qué he de
hacer de bueno para conseguir la vida eterna?" (Mt 19, 16)
8.
Desde la profundidad del corazón surge la pregunta que el joven rico
dirige a Jesús de Nazaret: una pregunta esencial e ineludible para
la vida de todo hombre, pues se refiere al bien moral que hay que
practicar y a la vida eterna. El interlocutor de Jesús intuye que
hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del
propio destino. El es un israelita piadoso que ha crecido, diríamos,
a la sombra de la Ley del Señor. Si plantea esta pregunta a Jesús,
podemos imaginar que no lo hace porque ignora la respuesta contenida
en la Ley. Es más probable que la fascinación por la persona de
Jesús haya hecho que surgieran en él nuevos interrogantes en torno
al bien moral. Siente la necesidad de confrontarse con aquel que
había iniciado su predicación con este nuevo y decisivo anuncio: "El
tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y
creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15).
Es necesario
que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de
El la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo. El es el
Maestro, el Resucitado que tiene en si mismo la vida y que está
siempre presente en su Iglesia y en el mundo. Es El quien desvela a
los fieles el libro de las Escrituras y, revelando plenamente la
voluntad del Padre, enseña la verdad sobre el obrar moral. Fuente y
culmen de la economía de la salvación, Alfa y Omega de la historia
humana (cf. Ap 1, 8; 21, 6; 22, 13), Cristo revela la condición del
hombre y su vocación integral. Por esto, "el hombre que quiere
comprenderse hasta el fondo a sí mismo --y no sólo según pautas y
medidas de su propio ser, que son inmediatas, parciales, a veces
superficiales e incluso aparentes--, debe, con su inquietud,
incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su
vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así,
entrar en El con todo su ser, debe "apropiarse" y asimilar toda la
realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí
mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces da frutos no
sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de si
mismo".
Si queremos,
pues, penetrar en el núcleo de la moral evangélica y comprender su
contenido profundo e inmutable, debemos escrutar cuidadosamente el
sentido de la pregunta hecha por el joven rico del Evangelio y, más
aún, el sentido de la respuesta de Jesús, dejándonos guiar por El.
En efecto, Jesús, con delicada solicitud pedagógica, responde
llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad
plena.
"Uno solo es el Bueno"
(Mt 19, 17)
9.
Jesús dice: "¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es
el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos"
(Mt 19, 17). En las versiones de los evangelistas Marcos y Lucas la
pregunta viene formulada así:
-"¿Por qué
me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios" (Mc 10, 18; cf. Lc
18, 19).
Antes de
responder a la pregunta, Jesús quiere que el joven se aclare a si
mismo el motivo por el que lo interpela. El "Maestro bueno" indica a
su interlocutor --y a todos nosotros-- que la respuesta a la
pregunta, "¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida
eterna?", sólo puede encontrarse dirigiendo la mente y el corazón a
Aquel que "solo es el Bueno": "Nadie es bueno sino sólo Dios" (Mc
10, 18; cf. Lc 18, 19). Sólo Dios puede responder a la pregunta
sobre el bien, porque El es el Bien.
En efecto,
interrogarse sobre el bien significa en último término dirigirse a
Dios, que es plenitud de la bondad. Jesús muestra que la pregunta
del joven es en realidad una pregunta religiosa y que la bondad, que
atrae y al mismo tiempo vincula al hombre, tiene su fuente en Dios,
más aún, es Dios mismo: Aquél que sólo es digno de ser amado "con
todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente" (cf. Mt 22,
37), Aquel que es la fuente de la felicidad del hombre. Jesús
relaciona la cuestión de la acción moralmente buena con sus raíces
religiosas, con el reconocimiento de Dios, única bondad, plenitud de
la vida, término último del obrar humano, felicidad perfecta.
10.
La Iglesia, iluminada por las palabras del Maestro, cree que el
hombre, hecho a imagen del Creador, redimido con la sangre de Cristo
y santificado por la presencia del Espíritu Santo, tiene como fin
último de su vida ser "alabanza de la gloria" de Dios (cf. Ef 1,
12), haciendo así que cada una de sus acciones refleje su esplendor.
"Conócete a ti misma, alma hermosa: tú eres la imagen de Dios
escribe san Ambrosio--. Conócete a ti mismo, hombre: tú eres la
gloria de Dios (1 Cor 11, 7). Escucha de qué modo eres su gloria.
Dice el profeta: Tu ciencia es misteriosa para mi (Sal 138, 6), es
decir: tu majestad es más admirable en mi obra, tu sabiduría es
exaltada en la mente del hombre. Mientras me considero a mí mismo, a
quien tú escrutas en los secretos pensamientos y en los sentimientos
íntimos, reconozco los misterios de tu ciencia. Por tanto, conócete
a ti mismo, hombre, lo grande que eres y vigila sobre ti...".
Aquello que
es el hombre y lo que debe hacer se manifiesta en el momento en el
cual Dios se revela a si mismo. En efecto, el Decálogo se fundamenta
sobre estas palabras: "Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado
del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti
otros dioses delante de mí" (Ex 20, 2-3). En las "diez palabras" de
la Alianza con Israel, y en toda la Ley, Dios se hace conocer y
reconocer como Aquél que "solo es bueno"; como Aquél que, a pesar
del pecado del hombre, continúa siendo el "modelo" del obrar moral,
según su misma llamada: "Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro
Dios, soy santo" (Lev 19, 2); como Aquél que, fiel a su amor por el
hombre, le da su Ley (cf. Ex 19, 9-24; 20, 18-21) para restablecer
la armonía originaria con el Creador y todo lo creado, y aún más,
para introducirlo en su amor: "Caminaré en medio de vosotros, y seré
vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo" (Lev 26, 12).
La vida
moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas
gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es una
respuesta de amor, según el enunciado del mandamiento fundamental
que hace el Deuteronomio: "Escucha, Israel: el Señor es nuestro
Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón
estos preceptos que yo te dicto hoy. Se los repetirás a tus hijos"
(Dt 6, 4-7). Así, la vida moral, inmersa en la gratuidad del amor de
Dios, está llamada a reflejar su gloria: "Para quien ama a Dios es
suficiente agradar a Aquel que él ama, ya que no debe buscarse
ninguna otra recompensa mayor al mismo amor; en efecto, la caridad
proviene de Dios de tal manera que Dios mismo es caridad".
11.
La afirmación de que "uno solo es el Bueno" nos remite así a la
"primera tabla" de los mandamientos, que exige reconocer a Dios como
Señor único y absoluto, y a darle culto solamente a El porque es
infinitamente santo (cf. Ex 20, 2-11). El bien es pertenecer a Dios,
obedecerle, caminar humildemente con El practicando la justicia y
amando la piedad (cf. Miq 6, 8). Reconocer al Señor como Dios es el
núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al que
se ordenan los preceptos particulares. Mediante la moral de los
mandamientos se manifiesta la pertenencia del pueblo de Israel al
Señor, porque Dios solo es Aquél que es bueno. Este es el testimonio
de la Sagrada Escritura, cuyas páginas están penetradas por la viva
percepción de la absoluta santidad de Dios: "Santo, santo, santo,
Señor de los ejércitos" (Is 6, 3).
Pero si Dios
es el Bien, ningún esfuerzo humano, ni siquiera la observancia más
rigurosa de los mandamientos, logra "cumplir" la Ley, es decir,
reconocer al Señor como Dios y tributarle la adoración que a El solo
es debida (cf. Mt 4, 10). El "cumplimiento" puede lograrse sólo como
un don de Dios: es el ofrecimiento de una participación en la Bondad
divina que se revela y se comunica en Jesús, aquél que el joven rico
llama con las palabras "Maestro bueno" (Mc 10, 17; Lc 18, 18). Lo
que quizás en ese momento el joven logra solamente intuir será
plenamente revelado al final por Jesús mismo con la invitación "ven,
y sígueme" (Mt 19,21).
"Si quieres entrar en
la vida, guarda los mandamientos" (Mt 19, 17)
12.
Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque El es
el Bien. Pero Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizo creando al
hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley
inscrita en su corazón (cf. Rom 2, 15), la "ley natural". Esta "no
es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios.
Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe
evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la creación". Después lo
hizo en la historia de Israel, particularmente con las "diez
palabras", o sea, con los mandamientos del Sinaí, mediante los
cuales El fundó el pueblo de la Alianza (cf. Ex 24) y lo llamó a ser
su "propiedad personal entre todos los pueblos", "una nación santa"
(Ex 19, 5-6), que hiciera resplandecer su santidad entre todas las
naciones (cf. Sab 18, 4; Ez 20, 41). La entrega del Decálogo es
promesa y signo de la Alianza Nueva, cuando la ley será escrita
nuevamente y de modo definitivo en el corazón del hombre (cf. Jer
31, 31-34), para sustituir la ley del pecado, que había desfigurado
aquel corazón (cf. Jer 17, 1). Entonces será dado "un corazón nuevo"
porque en él habitará "un espíritu nuevo", el Espíritu de Dios (cf.
Ez 36, 24-28).
Por esto, y
tras precisar que "uno solo es el Bueno", Jesús responde al joven:
"Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos" (Mt 19, 17).
De este modo, se enuncia una estrecha relación entre la vida eterna
y la obediencia a los mandamientos de Dios: los mandamientos indican
al hombre el camino de la vida eterna y a ella conducen. Por boca
del mismo Jesús, nuevo Moisés, los mandamientos del Decálogo son
nuevamente dados a los hombres; El mismo los confirma
definitivamente y nos los propone como camino y condición de
salvación. El mandamiento se vincula con una promesa: en la Antigua
Alianza el objeto de la promesa era la posesión de la tierra en la
que el pueblo gozaría de una existencia libre y según justicia (cf.
Dt 6, 20-25); en la Nueva Alianza el objeto de la promesa es el
"reino de los cielos", tal como lo afirma Jesús al comienzo del
"Sermón de la Montaña" Discurso que contiene la formulación más
amplia y completa de la Ley Nueva (cf. Mt 5-7)--, en clara conexión
con el Decálogo entregado por Dios a Moisés en el monte Sinaí. A
esta misma realidad del Reino se refiere la expresión "vida eterna",
que es participación en la vida misma de Dios; aquélla se realiza en
toda su perfección sólo después de la muerte, pero, desde la fe, se
convierte ya desde ahora en luz de la verdad, fuente de sentido para
la vida, incipiente participación de una plenitud en el seguimiento
de Cristo. En efecto, Jesús dice a sus discípulos después del
encuentro con el joven rico: "Todo aquel que haya dejado casas,
hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre,
recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna" (Mt 19, 29).
13.
La respuesta de Jesús no le basta todavía al joven, que insiste
preguntando al Maestro sobre los mandamientos que hay que observar:
"¿Cuáles?", le dice él" (Mt 19, 18). Le interpela sobre qué debe
hacer en la vida para dar testimonio de la santidad de Dios. Tras
haber dirigido la atención del joven hacia Dios, Jesús le recuerda
los mandamientos del Decálogo que se refieren al prójimo: "No
matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso
testimonio, honra a tu padre y a tu madre y amarás a tu prójimo como
a ti mismo". (Mt 19, 18-19).
Por el
contexto del coloquio y, especialmente, al comparar el texto de
Mateo con las perícopas paralelas de Marcos y de Lucas, aparece que
Jesús no pretende detallar todos y cada uno de los mandamientos
necesarios para "entrar en la vida" sino, más bien, indicar al joven
la "centralidad" del Decálogo respecto a cualquier otro precepto,
como interpretación de lo que para el hombre significa "Yo soy el
Señor tu Dios". Sin embargo, no nos pueden pasar desapercibidos los
mandamientos de la Ley que el Señor recuerda al joven: son
determinados preceptos que pertenecen a la llamada "segunda tabla"
del Decálogo, cuyo compendio (cf. Rom 13, 8-10) y fundamento es el
mandamiento del amor al prójimo: "Ama a tu prójimo como a ti mismo"
(Mt 19, 19; cf. Mc 12, 31). En este precepto se expresa precisamente
la singular dignidad de la persona humana, la cual es la "única
criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma". En
efecto, los diversos mandamientos del Decálogo no son más que la
refracción del único mandamiento que se refiere al bien de la
persona, como compendio de los múltiples bienes que connotan su
identidad de ser espiritual y corpóreo, en relación con Dios, con el
prójimo y con el mundo material. Como leemos en el Catecismo de la
Iglesia Católica, "los diez mandamientos pertenecen a la revelación
de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del
hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto,
indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la
naturaleza de la persona humana".
Los
mandamientos, recordados por Jesús a su joven interlocutor, están
destinados a tutelar el bien de la persona humana, imagen de Dios, a
través de la tutela de sus bienes particulares. El "no matarás, no
cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio",
son normas morales formuladas en términos de prohibición. Los
preceptos negativos expresan con singular fuerza la exigencia
indeclinable de proteger la vida humana, la comunión de las personas
en el matrimonio, la propiedad privada, la veracidad y la buena
fama.
Los
mandamientos constituyen, pues, la condición básica para el amor al
prójimo y al mismo tiempo son su verificación. Constituyen la
primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad, su inicio.
"La primera libertad --dice san Agustín-- consiste en estar exentos
de crímenes... como serían el homicidio, el adulterio, la
fornicación, el robo, el fraude, el sacrilegio y pecados como éstos.
Cuando uno comienza a no ser culpable de estos crímenes (y ningún
cristiano debe cometerlos), comienza a alzar los ojos a la libertad,
pero esto no es más que el inicio de la libertad, no la libertad
perfecta...".
14.
Todo ello no significa que Cristo pretenda dar la precedencia al
amor al prójimo o, más aún, separarlo del amor a Dios. Esto lo
confirma su diálogo con el doctor de la Ley, el cual hace una
pregunta muy parecida a la del joven. Jesús le remite a los dos
mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo (cf. Lc 10,
25-27) y le invita a recordar que sólo su observancia lleva a la
vida eterna: "Haz eso y vivirás" (Lc 10, 28). Es pues significativo
que sea precisamente el segundo de estos mandamientos el que suscite
la curiosidad y la pregunta del doctor de la ley: "¿Quién es mi
prójimo?" (Lc 10, 29). El Maestro responde con la parábola del buen
samaritano, la parábola-clave para la plena comprensión del
mandamiento del amor al prójimo (cf. Lc 10, 30-37).
Los dos
mandamientos, de los cuales "penden toda la Ley y los Profetas" (Mt
22, 40), están profundamente unidos entre sí y se compenetran
recíprocamente. De su unidad inseparable da testimonio Jesús con sus
palabras y su vida: su misión culmina en la Cruz que redime (cf. Jn
3, 14-15), signo de su amor indivisible al Padre y a la humanidad
(cf. Jn 13, 1 ) .
Tanto el
Antiguo como el Nuevo Testamento son explícitos en afirmar que sin
el amor al prójimo, que se concreta en la observancia de los
mandamientos, no es posible el auténtico amor a Dios. San Juan lo
afirma con extraordinario vigor: "Si alguno dice: "Amo a Dios", y
aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su
hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve" (1 Jn 4,
20). El evangelista se hace eco de la predicación moral de Cristo,
expresada de modo admirable e inequívoco en la parábola del buen
samaritano (cf. Lc 10, 30-37) y en el "discurso" sobre el juicio
final (cf. Mt 25, 3 1-46).
15.
En el "Sermón de la Montaña", que constituye la carta magna de la
moral evangélica, Jesús dice: "No penséis que he venido a abolir la
Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento"
(Mt 5, 17). Cristo es la clave de las Escrituras: "Vosotros
investigáis las Escrituras, ellas son las que dan testimonio de mí"
(cf. Jn 5, 39); él es el centro de la economía de la salvación, la
recapitulación del Antiguo y del Nuevo Testamento, de las promesas
de la Ley y de su cumplimiento en el Evangelio; él es el vínculo
viviente y eterno entre la Antigua y la Nueva Alianza. Por su parte,
san Ambrosio, comentando el texto de Pablo en que dice: "el fin de
la ley es Cristo" (Rom 10, 4), afirma que es "fin no en cuanto
defecto, sino en cuanto plenitud de la ley; la cual se cumple en
Cristo (plenitudo legis in Christo est), desde el momento que El no
vino a abolir la ley, sino a darle cumplimiento. Al igual que aunque
existe un Antiguo Testamento toda verdad está contenida en el Nuevo,
así ocurre con la ley: la que fue dada por medio de Moisés es figura
de la verdadera ley. Por tanto, la mosaica es imagen de la verdad".
Jesús lleva
a cumplimiento los mandamientos de Dios -en particular, el
mandamiento del amor al prójimo-, interiorizando y radicalizando sus
exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama y que,
precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores
exigencias. Jesús muestra que los mandamientos no deben ser
entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino
como una senda abierta para un camino moral y espiritual de
perfección, cuyo impulso interior es el amor (cf. Col 3, 14). Así,
el mandamiento "No matarás", se transforma en la llamada a un amor
solícito que tutela e impulsa la vida del prójimo; el precepto que
prohíbe el adulterio, se convierte en la invitación a una mirada
pura, capaz de respetar el significado esponsal del cuerpo: "Habéis
oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate
será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se
encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal... Habéis
oído que se dijo: No cometerás adulterio, Pues yo os digo: Todo el
que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su
corazón" (Mt 5, 21-22. 27-28). Jesús mismo es el "cumplimiento" vivo
de la Ley ya que El realiza su auténtico significado con el don
total de sí mismo; El mismo se hace Ley viviente y personal, que
invita a su seguimiento, da, mediante el Espíritu, la gracia de
compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar
testimonio del amor en las decisiones y en las obras (cf. Jn 13,
34-35).
"Si quieres ser perfecto" (Mt
19, 21)
16.
La respuesta sobre los mandamientos no satisface al joven, que de
nuevo pregunta a Jesús: "Todo eso lo he guardado; ¿qué más me
falta?" (Mt 19, 20). No es fácil decir con la conciencia tranquila
"todo eso lo he guardado", si se comprende todo el alcance de las
exigencias contenidas en la Ley de Dios. Sin embargo, aunque el
joven rico sea capaz de dar una respuesta tal; aunque de verdad haya
puesto en práctica el ideal moral con seriedad y generosidad desde
la infancia, él sabe que aún está lejos de la meta; en efecto, ante
la persona de Jesús se da cuenta de que todavía le falta algo.
Jesús, en su última respuesta, se refiere a esa conciencia de que
aún falta algo: comprendiendo la nostalgia de una plenitud que
supere la interpretación legalista de los mandamientos, el Maestro
bueno invita al joven a emprender el camino de la perfección: "Si
quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los
pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme" (Mt
19, 21).
Al igual que
el fragmento anterior, también éste debe ser leído e interpretado en
el contexto de todo el mensaje moral del Evangelio y, especialmente,
en el contexto del Sermón de la Montaña, de las bienaventuranzas
(cf. Mt 5, 3-12), la primera de las cuales es precisamente la de los
pobres, los "pobres de espíritu", como precisa san Mateo (Mt 5, 3),
esto es, los humildes. En este sentido, se puede decir que también
las bienaventuranzas pueden ser encuadradas en el amplio espacio que
se abre con la respuesta que da Jesús a la pregunta del joven "¿qué
he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?". En efecto,
cada bienaventuranza, desde su propia perspectiva, promete
precisamente aquel "bien" que abre al hombre a la vida eterna; más
aún, que es la misma vida eterna.
Las
bienaventuranzas no tienen propiamente como objeto unas normas
particulares de comportamiento, sino que se refieren a actitudes y
disposiciones básicas de la existencia y, por consiguiente, no
coinciden exactamente con los mandamientos. Por otra parte, no hay
separación o discrepancia entre las bienaventuranzas y los
mandamientos: ambos se refieren al bien, a la vida eterna. El Sermón
de la Montaña comienza con el anuncio de las bienaventuranzas, pero
hace también referencia a los mandamientos (cf. Mt 5, 20-48).
Además, el Sermón muestra la apertura y orientación de los
mandamientos con la perspectiva de la perfección que es propia de
las bienaventuranzas. Estas son ante todo promesas de las que
también se derivan, de forma indirecta, indicaciones normativas para
la vida moral. En su profundidad original son una especie de
autorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son tentaciones a
su seguimiento y a la comunión de vida con El.
17.
No sabemos hasta qué punto el joven del Evangelio comprendió el
contenido profundo y exigente de la primera respuesta dada por
Jesús: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos"; sin
embargo, es cierto que la afirmación manifestada por el joven de
haber respetado todas las exigencias morales de los mandamientos
constituye el terreno indispensable sobre el que puede brotar y
madurar el deseo de la perfección, es decir, la realización de su
significado mediante el seguimiento de Cristo. El coloquio de Jesús
con el joven nos ayuda a comprender las condiciones para el
crecimiento moral del hombre llamado a la perfección: el joven, que
ha observado todos los mandamientos, se muestra incapaz de dar el
paso siguiente sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se necesita una
libertad madura ("si quieres") y el don divino de la gracia ("ven, y
sígueme").
La
perfección exige aquella madurez en el darse a sí mismo, a que está
llamada la libertad del hombre. Jesús indica al joven los
mandamientos como la primera condición irrenunciable para conseguir
la vida eterna; el abandono de todo lo que el joven posee y el
seguimiento del Señor asumen, en cambio, el carácter de una
propuesta: "Si quieres...". La palabra de Jesús manifiesta la
dinámica particular del crecimiento de la libertad hacia su madurez
y, al mismo tiempo, atestigua la relación fundamental de la libertad
con la ley divina. La libertad del hombre y la ley de Dios no se
oponen, sino, al contrario, se reclaman mutuamente. El discípulo de
Cristo sabe que la suya es una vocación a la libertad. "Hermanos,
habéis sido llamados a la libertad" (Gál 5, 13), proclama con
alegría y decisión el apóstol Pablo. Pero, a continuación, precisa:
"No toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al
contrario, servíos por amor los unos a los otros" (ibid. ). La
firmeza con la cual el Apóstol se opone a quien confía la propia
justificación a la Ley, no tiene nada que ver con la "liberación"
del hombre con respecto a los preceptos, los cuales, en verdad,
están al servicio del amor: "Pues el que ama al prójimo, ha cumplido
la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no
codiciarás, y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Rom 13, 8-9). El mismo san
Agustín, después de haber hablado de la observancia de los
mandamientos como de la primera libertad imperfecta, prosigue así:
"¿Por qué, preguntará alguno, no perfecta todavía? Porque "siento en
mis miembros otra ley en conflicto con la ley de mi razón"...
Libertad parcial, parcial esclavitud: la libertad no es aún
completa, aún no es pura ni plena porque todavía no estamos en la
eternidad. Conservamos en parte la debilidad y en parte hemos
alcanzado la libertad. Todos nuestros pecados han sido borrados en
el bautismo, pero ¿acaso ha desaparecido la debilidad después de que
la iniquidad ha sido destruia? Si aquella hubiera desaparecido, se
viviría sin pecado en la tierra. ¿Quién osará afirmar esto sino el
soberbio, el indigno de la misericordia del liberador?... Mas, como
nos ha quedado alguna debilidad, me atrevo a decir que, en la medida
en que sirvamos a Dios, somos libres, mientras que en la medida en
que sigamos la ley del pecado somos esclavos".
Quien "vive
según la carne" siente la ley de Dios como un peso, más aún, como
una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia
libertad. En cambio, quien está movido por el amor y "vive según el
Espíritu" (Gál 5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la
ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor
libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior
--una verdadera y propia "necesidad", y no ya una constricción-- de
no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley sino de vivirlas
en su "plenitud". Es un camino todavía incierto y frágil mientras
estemos en la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la
plena "libertad de los hijos de Dios" (cf. Rom 8, 21) y,
consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral
a la sublime vocación de ser "hijos en el Hijo".
18.
Esta vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a
una élite de personas. La invitación, "anda, vende lo que tienes y
dáselo a los pobres", junto con la promesa "tendrás un tesoro en los
cielos", se dirige a todos, porque es una radicalización del
mandamiento del amor al prójimo. De la misma manera, la siguiente
invitación "ven y sígueme" es la nueva forma concreta del
mandamiento del amor a Dios. Los mandamientos y la invitación de
Jesús al joven rico están al servicio de una única e indivisible
caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es
Dios mismo: "Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro
Padre celestial" (Mt 5, 48). En el evangelio de Lucas, Jesús precisa
ulteriormente el sentido de esta perfección: "Sed misericordiosos,
como vuestro Padre es misericordioso" (Lc 6, 36).
"Ven, y sígueme" (Mt
19, 21)
19.
El camino y, a la vez, el contenido de esta perfección consiste en
la sequela Christi, en el seguimiento de Jesús, después de haber
renunciado a los propios bienes y a sí mismos. Precisamente ésta es
la conclusión del coloquio de Jesús con el joven: "luego ven, y
sígueme" (Mt 19, 21). Es una invitación cuya profundidad maravillosa
será entendida plenamente por los discípulos después de la
resurrección de Cristo, cuando el Espíritu Santo los guiará hasta la
verdad completa (cf. Jn 16, 13).
Es Jesús
mismo quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está
dirigida sobre todo a aquellos a quienes confía una misión
particular, empezando por los Doce; pero también es cierto que la
condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf. Act 6,
1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original
de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que
lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 1 3, 2
1), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el
mismo Padre (cf. Jn 6, 44).
No se trata
aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un
mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona
misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su
obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de
Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a aquél que es la
Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (cf.
Jn 6, 45). En efecto, Jesús es la luz del mundo, la luz de la vida
(cf. Jn 8, 12); es el pastor que guía y alimenta a las ovejas (cf.
Jn 10, 11-16), es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), es
aquél que lleva hacia el Padre, de tal manera que verle a él, el
Hijo, es ver al Padre (cf. Jn 14, 6-10). Por tanto imitar al Hijo,
que es "imagen de Dios invisible" (Col 1, 15), significa imitar al
Padre.
20.
Jesús pide que le sigan y le imiten en el camino del amor, de un
amor que se da totalmente a los hermanos por amor de Dios: "Este es
el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he
amado" (Jn 15, 12). Este "como" exige la imitación de Jesús, la
imitación de su amor, cuyo signo es el lavatorio de los pies: "Pues
si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros
también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado
ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con
vosotros" (Jn 13, 14-15) . El modo de actuar de Jesús y sus
palabras, sus acciones y sus preceptos constituyen la regla moral de
la vida cristiana. En efecto, estas acciones suyas y, de modo
particular, el acto supremo de su pasión y muerte en la cruz, son la
revelación viva de su amor al Padre y a los hombres. Este es el amor
que Jesús pide que imiten cuantos le siguen. Es el mandamtento
"nuevo": "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los
otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los
unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos:
si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13, 34-35).
Este "como"
indica también la medida con la que Jesús ha amado y con la que
deben amarse sus discípulos entre sí. Después de haber dicho: "Este
es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os
he amado" (Jn 15, 12), Jesús prosigue con las palabras que indican
el don sacrificial de su vida en la cruz, como testimonio de un amor
"hasta el extremo" (Jn 13, 1): "Nadie tiene mayor amor que el que da
su vida por sus amigos" (Jn 15, 13).
Jesús, al
llamar al joven a seguirle en el camino de la perfección, le pide
que sea perfecto en el mandamiento del amor, en "su" mandamiento:
que se inserte en el movimiento de su donación total, que imite y
reviva el mismo amor del Maestro "bueno", de aquél que ha amado
"hasta el extremo". Esto es lo que Jesús pide a todo hombre que
quiere seguirlo: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24).
21.
Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al
hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús
significa hacerse conforme a El, que se hizo servidor de todos hasta
el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2, 5-8). Mediante la fe,
Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3, 17), el
discípulo se asemeja a su Señor y se configura con El; lo cual es
fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en
nosotros.
Inserido en
Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su Cuerpo, que es la
Iglesia (cf. 1 Cor 12, 13. 27). Bajo el impulso del Espíritu, el
Bautismo configura radicalmente al fiel con Cristo en el misterio
pascual de la muerte y resurrección, lo "reviste" de Cristo (cf. Gál
3, 27): "Felicitémonos y demos gracias --dice san Agustín
dirigiéndose a los bautizados--: hemos llegado a ser no solamente
cristianos sino el propio Cristo ( . . . ) . Admiraos y regocijaos:
¡hemos sido hechos Cristo!". El bautizado, muerto al pecado, recibe
la vida nueva (cf. Rom 6, 3-11): viviendo por Dios en Cristo Jesús,
es llamado a caminar según el Espíritu y a manifestar sus frutos en
la vida (cf. Gál 5, 16-25). La participación sucesiva en la
Eucaristía, sacramento de la Nueva Alianza (cf. 1 Cor 11, 23-29), es
el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de "vida eterna" (cf.
Jn 6, 51-58), principio y fuerza del don total de sí mismo, del cual
Jesús según el testimonio dado por Pablo --manda hacer memoria en la
celebración y en la vida: "Cada vez que coméis este pan y bebéis
esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (I Cor
11, 26).
"Para Dios todo es posible" (Mt
19, 26)
22.
La conclusión del coloquio de Jesús con el joven rico es amarga: "Al
oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía
muchos bienes" (Mt 19, 22). No sólo el hombre rico, sino también los
mismos discípulos se asustan de la llamada de Jesús al seguimiento,
cuyas exigencias superan las aspiraciones y las fuerzas humanas: "Al
oír esto, los discípulos, llenos de asombro, decían: "Entonces,
¿quién se podrá salvar?"" (Mt 19, 25) . Pero el Maestro pone ante
los ojos el poder de Dios: "Para los hombres eso es imposible, mas
para Dios todo es posible" (Mt 19, 26).
En el mismo
capítulo del Evangelio de Mateo (19, 3-10), Jesús, interpretando la
Ley mosaica sobre el matrimonio, rechaza el derecho al repudio,
apelando a un "principio" más originario y autorizado respecto a la
Ley de Moisés: el designio primordial de Dios sobre el hombre, un
designio al que el hombre se ha incapacitado después del pecado:
"Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os
permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así"
(Mt 19, 8). La apelación al "principio" asusta a los discípulos, que
comentan con estas palabras: "Si tal es la condición del hombre
respecto de su mujer, no trae cuenta casarse" (Mt 19, 10). Y Jesús,
refiriéndose específicamente al carisma del celibato "por el Reino
de los Cielos" (Mt 19, 12), pero enunciando ahora una ley general,
remite a la nueva y sorprendente posibilidad abierta al hombre por
la gracia de Dios: "El les dijo: "No todos entienden este lenguaje,
sino aquéllos a quienes se les ha concedido"" (Mt 19, 11).
Imitar y
revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas
fuerzas. Se hace capaz de este amor sólo gracias a un don recibido.
Lo mismo que el Señor Jesús recibe el amor de su Padre, así, a su
vez, lo comunica gratuitamente a los discípulos: "Como el Padre me
amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn
15, 9). k-l don de Cristo es su Espíritu, cuyo primer "fruto" (cf.
Gál 5, 22) es la caridad: "El amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom
5, 5). San Agustín se pregunta: "¿Es el amor el que nos hace
observar los mandamientos, o bien es la observancia de los
mandamientos la que hace nacer el amor?". Y responde: "Pero ¿quién
puede dudar de que el amor precede a la observancia? En efecto,
quien no ama está sin motivaciones para guardar los mandamientos".
23.
"La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la
ley del pecado y de la muerte" (Rm 8, 2). Con estas palabras el
apóstol Pablo nos introduce a considerar en la perspectiva de la
historia de la salvación que se cumple en Cristo la relación entre
la Ley (antigua) y la gracia (Ley nueva). El reconoce la función
pedagógica de la Ley, la cual, al permitirle al hombre pecador
valorar su propia impotencia y quitarle la presunción de la
autosuficiencia, lo abre a la invocación y a la acogida de la "vida
en el Espíritu". Sólo en esta vida nueva es posible practicar los
mandamientos de Dios. En efecto, es por la fe en Cristo como somos
hechos justos (cf. Rom 3, 28): la "justicia" que la Ley exige, pero
que ella no puede dar, la encuentra todo creyente manifestada y
concedida por el Señor Jesús. De este modo san Agustín sintetiza
admirablemente la dialéctica paulina entre ley y gracia: "Por esto,
la Ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha
sido dada para que se observase la ley".
El amor y la
vida según el Evangelio no pueden proponerse ante todo bajo la
categoría de precepto, porque lo que exigen supera las fuerzas del
hombre. Sólo son posibles como fruto de un don de Dios, que sana,
cura y transforma el corazón del hombre por medio de su gracia:
"Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad
nos han llegado por Jesucristo" (Jn 1, 17). Por esto, la promesa de
la vida eterna está vinculada al don de la gracia, y el don del
Espíritu que hemos recibido es ya "prenda de nuestra herencia" (Ef
1, 14).
24.
De esta manera, se manifiesta el rostro verdadero y original del
mandamiento del amor y de la perfección a la que está ordenado; se
trata de una posibilidad abierta al hombre exclusivamente por la
gracia, por el don de Dios, por su amor. Por otra parte,
precisamente la conciencia de haber recibido el don, de poseer en
Jesucristo el amor de Dios, genera y sostiene la respuesta
responsable de un amor pleno hacia Dios y entre los hermanos, como
recuerda con insistencia el apóstol Juan en su primera Carta:
"Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo
el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha
conocido a Dios, porque Dios es Amor... Queridos, si Dios nos amó de
esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros...
Nosotros amemos, porque él nos amó primero" (1 Jn 4, 7-8. 11. 19).
Esta
relación inseparable entre la gracia del Señor y la libertad del
hombre, entre el don y la tarea, ha sido expresada en términos
sencillos y profundos por san Agustín, que oraba de esta manera: "Da
quod iubes et iube quod vis" (Da lo que mandas y manda lo que
quieras).
El don no
disminuye, sino que refuerza la exigencia moral del amor: "Este es
su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y
que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó" (1 Jn 3, 23). Se
puede "permanecer" en el amor sólo bajo la condición de que se
observen los mandamientos, como afirma Jesús: "Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los
mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor" (Jn 15, 10).
Resumiendo
lo que constituye el núcleo del mensaje moral de Jesús y de la
predicación de los Apóstoles, y volviendo a ofrecer en admirable
síntesis la gran tradición de los Padres de Oriente y de Occidente
en particular san Agustín , santo Tomás afirma que la Ley Nueva es
la gracia del Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo. Los
preceptos externos, de los que también habla el Evangelio, preparan
para esta gracia o desplegan sus efectos en la vida. En efecto, la
Ley Nueva no se contenta con decir lo que se debe hacer, sino que
otorga también la fuerza para "obrar la verdad" (cf. Jn 3, 21). Al
mismo tiempo, san Juan Crisóstomo observa que la Nueva Ley fue
promulgada precisamente cuando el Espíritu Santo bajó del cielo el
día de Pentecostés y que los Apóstoles "no bajaron del monte
llevando, como Moisés, tablas de piedra en sus manos, sino que
volvían llevando al Espíritu Santo en sus corazones..., convertidos,
mediante su gracia, en una ley viva, en un libro animado".
"He aquí que yo estoy
con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20)
25.
El coloquio de Jesús con el joven rico continúa, en cierto sentido,
en cada época de la historia; también hoy. La pregunta: "Maestro,
¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?" brota en
el corazón de todo hombre, y es siempre y sólo Cristo quien ofrece
la respuesta plena y definitiva. El Maestro que enseña los
mandamientos de Dios, que invita al seguimiento y da la gracia para
una vida nueva, está siempre presente y operante en medio de
nosotros, según su promesa: "He aquí que yo estoy con vosotros todos
los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). La contemporaneidad de
Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo
de la Iglesia. Por esto el Señor prometió a sus discípulos el
Espíritu Santo, que les "recordaría" y les haría comprender sus
mandamientos (cf. Jn 14, 26), y, al mismo tiempo, sería el principio
fontal de una vida nueva para el mundo (cf. Jn 3, 5-8; Rom 8, 1-13).
Las
prescripciones morales, impartidas por Dios en la Antigua Alianza y
perfeccionadas en la Nueva y Eterna en la persona misma del Hijo de
Dios hecho hombre, deben ser custodiadas fielmente y actualizadas
permanentemente en las diferentes culturas a lo largo de la
historia. La tarea de su interpretación ha sido confiada por Jesús a
los Apóstoles y a sus sucesores, con la asistencia especial del
Espíritu de la verdad: "Quien a vosotros os escucha, a mí me
escucha" (Lc 10, 16). Con la luz y la fuerza de este Espíritu, los
Apóstoles cumplieron la misión de predicar el Evangelio y señalar el
"camino" del Señor (cf. Act 18, 25), enseñando ante todo el
seguimiento y la imitación de Cristo: "Para mí la vida es Cristo"
(Flp 1, 21).
26.
En la catequesis moral de los Apóstoles, junto a exhortaciones e
indicaciones relacionadas con el contexto histórico y cultural, hay
una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento. Es cuanto
emerge en sus Cartas, que contienen la interpretación --bajo la guía
del Espíritu Santo-- de los preceptos del Señor que hay que vivir en
las diversas circunstancias culturales (cf. Rom 12, 15; 1 Cor 11-14;
Gál 5-6; Ef 4-6; Col 3-4; 1 Pe y Sant). Encargados de predicar el
Evangelio, los Apóstoles, en virtud de su responsabilidad pastoral,
vigilaron, desde los orígenes de la Iglesia, sobre la recta conducta
de los cristianos, a la vez que vigilaron sobre la pureza de la fe y
la transmisión de los dones divinos mediante los sacramentos. Los
primeros cristianos, provenientes tanto del pueblo judío como de la
gentilidad, se diferenciaban de los paganos no sólo por su fe y su
liturgia, sino también por el testimonio de su conducta moral,
inspirada en la Ley Nueva. En efecto, la Iglesia es a la vez
comunión de fe y de vida; su norma es "la fe que actúa por la
caridad" (Gál 5, 6).
Ninguna
laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la
unidad de la Iglesia es herida no sólo por los cristianos que
rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquéllos que
desconocen las obligaciones morales a las que los llama el Evangelio
(cf. 1 Cor 5, 9-13). Los Apóstoles rechazaron con decisión toda
disociación entre el compromiso del corazón y las acciones que lo
expresan y demuestran (cf. 1 Jn 2, 3-6). Y desde los tiempos
apostólicos, los Pastores de la Iglesia han denunciado con claridad
los modos de actuar de aquéllos que eran instigadores de divisiones
con sus enseñanzas o sus comportamientos.
27.
Promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la vida
moral es la misión confiada por Jesús a los Apóstoles (cf. Mt 28,
19-20), la cual se continúa en el ministerio de sus sucesores. Es
cuanto se encuentra en la Tradición viva, mediante la cual --como
afirma el Concilio Vaticano II-- "la Iglesia con su enseñanza, su
vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y
lo que cree. Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia
con la ayuda del Espíritu Santo". En el Espíritu, la Iglesia acoge y
transmite la Escritura como testimonio de las "maravillas" que Dios
ha hecho en la historia (cf. Lc 1, 49), confiesa la verdad del Verbo
hecho carne con los labios de los Padres y de los Doctores, practica
sus preceptos y la caridad en la vida de los Santos y de las Santas,
y en el sacrificio de los Mártires, celebra su esperanza en la
Liturgia. Mediante la Tradición los cristianos reciben "la voz viva
del Evangelio", como expresión fiel de la sabiduría y de la voluntad
divina.
Dentro de la
Tradición se desarrolla, con la asistencia del Espíritu Santo, la
interpretación auténtica de la ley del Señor. El mismo Espíritu, que
está en el origen de la Revelación, de los mandamientos y de las
enseñanzas de Jesús, garantiza que sean custodiados santamente,
expuestos fielmente y aplicados correctamente en el correr de los
tiempos y las circunstancias. Esta "actualización" de los
mandamientos es signo y fruto de una penetración más profunda de la
Revelación y de una comprensión de las nuevas situaciones históricas
y culturales bajo la luz de la fe. Sin embargo, aquélla no puede más
que confirmar la validez permanente de la revelación e insertarse en
la estela de la interpretación que de él da la gran Tradición de
enseñanzas y vida de la Iglesia, de lo cual son testigos la doctrina
de los Padres, la vida de los Santos, la liturgia de la Iglesia y la
enseñanza del Magisterio.
Además, como
afirma de modo particular el Concilio, "el oficio de interpretar
auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido
encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo
ejercita en nombre de Jesucristo". De este modo, la Iglesia, con su
vida y su enseñanza, se presenta como "columna y fundamento de la
verdad" (1 Tim 3, 15), también de la verdad sobre el obrar moral. En
efecto, "compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los
principios morales, incluso los referentes al orden social, así como
dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en
que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la
salvación de las almas".
Precisamente
sobre los interrogantes que caracterizan hoy la discusión moral y en
torno a los cuales se han desarrollado nuevas tendencias y teorías,
el Magisterio, en fidelidad a Jesucristo y en continuidad con la
tradición de la Iglesia, siente más urgente el deber de ofrecer el
propio discernimiento y enseñanza, para ayudar al hombre en su
camino hacia la verdadera libertad.
CAPÍTULO II. "NO OS
CONFORMEIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO" (Rom 12, 2) LA IGLESIA Y
EL DISCERNIMIENTO DE ALGUNAS TENDENCIAS DE LA TEOLOGIA MORAL ACTUAL
Enseñar lo que es
conforme a la sana doctrina (cf. Tit 2, 1 )
28.
La meditación del diálogo entre Jesús y el joven rico nos ha
permitido recoger los contenidos esenciales de la revelación del
Antiguo y del Nuevo Testamento sobre el comportamiento moral.
Aquéllos son: la subordinación del hombre y de su obrar a Dios,
aquel que "sólo El es bueno"; la relación entre el bien moral de los
actos humanos y la vida eterna, el seguimiento de Cristo, que abre
al hombre la perspectiva del amor perfecto; y finalmente, el don del
Espíritu Santo, fuente y fuerza de la vida moral de la "nueva
criatura" (cf. 2 Cor 5, 17).
La Iglesia,
en su reflexión moral, siempre ha tenido presente las palabras que
Jesús dirigió al joven rico. En efecto, la Sagrada Escritura es la
fuente siempre viva y fecunda de la doctrina moral de la Iglesia,
como ha recordado el Concilio Vaticano II: "El Evangelio (es)...
fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta". La
Iglesia ha custodiado fielmente lo que la Palabra de Dios enseña no
sólo sobre las verdades de fe, sino también sobre el comportamiento
moral, es decir, el comportamiento que agrada a Dios (cf. 1 Tes 4, 1
), llevando a cabo un desarrollo doctrinal análogo al que se ha dado
en el ámbito de las verdades de fe. La Iglesia, asistida por el
Espíritu Santo que la guía hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13),
no ha dejado, ni puede dejar nunca de escrutar el "misterio del
Verbo encarnado", pues sólo en él "se esclarece el misterio del
hombre".
29.
La reflexión moral de la Iglesia, hecha siempre a la luz de Cristo,
el "Maestro bueno", se ha desarrollado también en la forma
específica de la ciencia teológica llamada teología moral; ciencia
que acoge e interpela la divina Revelación y responde a la vez a las
exigencias de la razón humana. La teología moral es una reflexión
que concierne la "moralidad", o sea, el bien y el mal de los actos
humanos y de la persona que los realiza, y en este sentido está
abierta a todos los hombres; pero es también teología, en cuanto
reconoce el principio y el fin del comportamiento moral en Aquel que
"sólo El es bueno" y que, dándose al hombre en Cristo, le ofrece las
bienaventuranzas de la vida divina.
El Concilio
Vaticano II invitó a los estudiosos a poner "una atención especial
en perfeccionar la teología moral, su exposición científica,
alimentada en mayor grado con la doctrina de la Sagrada Escritura,
ha de iluminar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo
y su obligación de producir frutos en el amor para la vida del
mundo". El mismo Concilio invitó a los teólogos a observar los
métodos y exigencias propios de la ciencia teológica, y "a buscar
continuamente un modo más adecuado de comunicar la doctrina a los
hombres de su tiempo, porque una cosa es el depósito mismo de la fe,
es decir, las verdades, y otra el modo en que se formulan,
conservando su mismo sentido y significado". De ahí la ulterior
invitación dirigida a todos los fieles, pero de manera particular a
los teólogos: "Los fieles deben vivir estrechamente unidos a los
demás hombres de su tiempo y procurar comprender perfectamente su
forma de pensar y sentir, lo cual se expresa por medio de la
cultura".
El esfuerzo
de muchos teólogos, alentados por el Concilio, ya ha dado sus frutos
con interesantes y útiles reflexiones sobre las verdades de fe que
hay que creer y aplicar en la vida, presentadas de manera más
adecuada a la sensibilidad y a los interrogantes de los hombres de
nuestro tiempo. La Iglesia y particularmente los Obispos, a los
cuales Cristo ha confiado ante todo el servicio de enseñar, acogen
con gratitud este esfuerzo y alientan a los teólogos a un ulterior
trabajo, animado por un profundo y auténtico temor del Señor, que es
el principio de la sabiduría (cf. Prov 1, 7).
Al mismo
tiempo, en el ámbito de las discusiones teológicas postconciliares
se han dado, sin embargo, algunas interpretaciones de la moral
cristiana que no son compatibles con la "doctrina sana" (2 Tim 4,
3). Ciertamente el Magisterio de la Iglesia no desea imponer a los
fieles ningún sistema teológico particular y menos filosófico, sino
que, para "custodiar celosamente y explicar fielmente" la palabra de
Dios, tiene el deber de declarar la incompatibilidad de ciertas
orientaciones del pensamiento teológico y de algunas afirmaciones
filosóficas con la verdad revelada.
30.
Al dirigirme con esta Encíclica a vosotros, Hermanos en el
Episcopado, deseo enunciar los principios necesarios para el
discernimiento de lo que es contrario a la "doctrina sana",
recordando aquellos elementos de la enseñanza moral de la Iglesia
que hoy parecen particularmente expuestos al error, a la ambigüedad
o al olvido. Por otra parte, son elementos de los cuales depende la
"respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy
como ayer, conmueven íntimamente los corazones: ¿Qué es el hombre?
¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué
el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino
para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio
y la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, ese
misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que
procedemos y hacia el que nos dirigirnos?" .
Estos y
otros interrogantes, como ¿qué es la libertad y cuál es su relación
con la verdad contenida en la ley de Dios? ¿cuál es el papel de la
conciencia en la formación de la concepción moral del hombre? ¿cómo
discernir, de acuerdo con la verdad sobre el bien, los derechos y
deberes concretos de la persona humana?, se pueden resumir en la
pregunta fundamental que el joven del Evangelio hizo a Jesús:
"Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida
eterna?". Enviada por Jesús a predicar el Evangelio y a "hacer
discípulos a todas las gentes..., enseñándoles a guardar todo lo"
que él ha mandado (cf. Mt 28, 19-20), la Iglesia propone nuevamente,
todavía hoy, la respuesta del Maestro. Esta tiene una luz y una
fuerza capaces de resolver incluso las cuestiones más discutidas y
complejas. Esta misma luz y fuerza interpelan a la Iglesia a
desarrollar constantemente la reflexión no sólo dogmática, sino
también moral en un ámbito interdisciplinar, y en la medida en que
sea necesario para afrontar los nuevos problemas.
Es siempre
bajo esta misma luz y fuerza que el Magisterio de la Iglesia realiza
su obra de discernimiento, acogiendo y aplicando la exhortación que
el apóstol Pablo dirigía a Timoteo: "Te conjuro en presencia de Dios
y de Cristo Jesús que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su
Manifestación y por su Reino: Proclama la Palabra, insiste a tiempo
y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y
doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán
la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se
buscarán una multitud de maestros por el prurito de oír novedades;
apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en
cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos,
realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu
ministerio" (2 Tim, 4, 1-5; cf. Tit 1, 10.13-14).
"Conoceréis la verdad
y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32)
31.
Los problemas humanos más debatidos y resueltos de manera diversa en
la reflexión moral contemporánea se relacionan, aunque sea de modo
distinto, con un problema crucial: la libertad del hombre.
No hay duda
de que hoy día existe una concienciación particularmente viva sobre
la libertad. "Los hombres de nuestro tiempo tienen una conciencia
cada vez mayor de la dignidad de la persona humana", como constataba
ya la Declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad
religiosa. De ahí la reivindicación de la posibilidad para que los
hombres "actúen según su propio criterio y hagan uso de una libertad
responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia
del deber". En concreto, el derecho a la libertad religiosa y al
respeto de la conciencia en su camino hacia la verdad es sentido
cada vez más como fundamento de los derechos de la persona,
considerados en su conjunto.
De este
modo, el sentido más profundo de la dignidad de la persona humana y
de su unicidad, así como del respeto debido al camino de la
conciencia, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura
moderna. Esta percepción, auténtica en sí misma, ha encontrado
múltiples expresiones, más o menos adecuadas, de las cuales algunas,
sin embargo, se alejan de la verdad sobre el hombre como criatura e
imagen de Dios y necesitan por tanto ser corregidas o purificadas a
la luz de la fe.
32.
En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a
exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un
absoluto, que sería la fuente de los valores. En esta dirección se
orientan las doctrinas que desconocen el sentido de lo trascendente
o las que son explícitamente ateas. Se han atribuido a la conciencia
individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio
moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el
mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha
añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es
verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero,
de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en
aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de "acuerdo con
uno mismo", de tal forma que se ha llegado a una concepción
radicalmente subjetivista del juicio moral.
Como se
puede comprender inmediatamente, no es ajena a esta evolución la
crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad
universal sobre el bien, que la razón humana pueda conocer, ha
cambiado también inevitablemente la concepción misma de la
conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria,
o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar
el conocimiento universal del bien en una determinada situación y
expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir
aquí y ahora; sino que más bien se está orientado a conceder a la
conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo,
los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta
visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno
se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El
individualismo, llevado a las extremas consecuencias, desemboca en
la negación de la idea misma de naturaleza humana.
Estas
diferentes concepciones están en la base de las corrientes de
pensamiento que sostienen la antinomia entre ley moral y conciencia,
entre naturaleza y libertad.
33.
Paralelamente a la exaltación de la libertad, y paradójicamente en
contraste con ella, la cultura moderna pone radicalmente en duda
esta misma libertad. Un conjunto de disciplinas, agrupadas bajo el
nombre de "ciencias humanas", han llamado justamente la atención
sobre los condicionamientos de orden psicológico y social que pesan
sobre el ejercicio de la libertad humana. El conocimiento de tales
condicionamientos y la atención que se les presta son avances
importantes que han encontrado aplicación en diversos ámbitos de la
existencia, como por ejemplo en la pedagogía o en la administración
de la justicia. Pero algunos de ellos, superando las conclusiones
que se pueden sacar legítimamente de estas observaciones, han
llegado a poner en duda o incluso negar la realidad misma de la
libertad humana.
Hay que
recordar también algunas interpretaciones abusivas de la
investigación científica en el campo de la antropología. Basándose
en la gran variedad de costumbres, hábitos e instituciones presentes
en la humanidad, se llega a conclusiones que, aunque no siempre
niegan los valores humanos universales, sí llevan a una concepción
relativista de la moral.
34.
"Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida
eterna?" La pregunta moral, a la que responde Cristo, no puede
prescindir del problema de la libertad, es más, lo considera
central, porque no existe moral sin libertad: "El hombre puede
convertirse al bien sólo en la libertad". Pero, ¿qué libertad? El
Concilio --frente a aquellos contemporáneos nuestros que "tanto
defienden" la libertad y que la "buscan ardientemente" pero que "a
menudo la cultivan de mala manera, como si fuera lícito todo con tal
de que guste, incluso el mal"--, presenta la verdadera libertad: "La
verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el
hombre. Pues quiso Dios "dejar al hombre en manos de su propia
decisión" (cf. Eclo 15, 14), de modo que busque sin coacciones a su
Creador y, adiriéndose a El, llegue libremente a la plena y feliz
perfección". Si existe el derecho de ser respetados en el propio
camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación
moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y de seguirla una
vez conocida. En este sentido el Cardenal J.H. Newman, gran defensor
de los derechos de la conciencia afirmaba con decisión: "La
conciencia tiene unos derechos porque tiene unos deberes".
Algunas
tendencias de la teología moral actual, bajo el influjo de las
corrientes subjetivistas e individualistas ahora aludidas,
interpretan de manera nueva la relación de la libertad con la ley
moral, con la naturaleza humana y con la conciencia, y proponen
criterios innovadores de valoración moral de los actos. Se trata de
tendencias que, aun en su diversidad, coinciden en el hecho de
debilitar o incluso negar la dependencia de la libertad con respecto
a la verdad.
Si queremos
hacer un discernimiento crítico de estas tendencias, --capaz de
reconocer cuanto hay en ellas de legítimo, útil y valioso y de
indicar, al mismo tiempo, sus ambigüedades, peligros y errores--,
debemos examinarlas teniendo en cuenta que la libertad depende
fundamentalmente de la verdad. Dependencia que ha sido expresada de
manera límpida y autorizada por las palabras de Cristo: "Conoceréis
la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32).
I. LA LIBERTAD Y LA LEY
"Del árbol de la
ciencia del bien y del mal no comerás" (Gén 2, 17)
35.
Leemos en el libro del Génesis: "Dios impuso al hombre este
mandamiento: "De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del
árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que
comieres de él morirás sin remedio"" (Gén 2, 16-17).
Con esta
imagen, poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al
hombre, sino sólo a Dios. El hombre es ciertamente libre, desde el
momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y
posee una libertad muy amplia, porque puede comer "de cualquier
árbol del jardín". Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre
debe detenerse ante el "árbol de la ciencia del bien y del mal", por
estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la
libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en
esta aceptación. Dios, que sólo El es Bueno, conoce perfectamente lo
que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo
propone en los mandamientos.
La ley de
Dios, pues, no atenúa ni elimina la libertad del hombre, al
contrario, la garantiza y promueve. Pero, en contraste con lo
anterior, algunas tendencias culturales contemporáneas, abogan por
determinadas orientaciones éticas que tienen como centro de su
pensamiento un pretendido conflicto entre la libertad y la ley. Son
las doctrinas que atribuyen a cada individuo o a los grupos sociales
la facultad de decidir sobre el bien y el mal: la libertad humana
podría crear los valores" y gozaría de una primacía sobre la verdad,
hasta el punto que la verdad misma sería considerada una creación de
la libertad; la cual reivindicaría tal grado de autonomía moral que
prácticamente significaría su soberanía absoluta.
36.
El requerimiento de autonomía que se da en nuestros días no ha
dejado de ejercer su influencia incluso en el ámbito de la teología
moral católica. En efecto, si bien ésta nunca ha intentado
contraponer la libertad humana a la ley divina, ni poner en duda la
existencia de un fundamento religioso último de las normas morales,
ha sido llevada, no obstante, a un profundo replanteamiento del
papel de la razón y de la fe en la fijación de las normas morales
que se refieren a específicos comportamientos "intramundanos", es
decir, con respecto a sí mismos, a los demás y al mundo de las
cosas.
Se debe
constatar que en la base de este esfuerzo de replanteamiento se
encuentran algunas demandas positivas, que, por otra parte,
pertenecen, en su mayoría, a la mejor tradición del pensamiento
católico. Interpelados por el (Concilio Vaticano II, se ha querido
favorecer el diálogo con la cultura moderna poniendo de relieve el
carácter racional --y por lo tanto universalmente comprensible y
comunicable-- de las normas morales correspondientes al ámbito de la
ley moral y natural.
Se ha
querido reafirmar, además, el carácter interior de las exigencias
éticas que derivan de esa misma ley y que no se imponen a la
voluntad como una obligación, sino en virtud del reconocimiento
previo de la razón humana y, concretamente, de la conciencia
personal.
Olvidando,
sin embargo, que la razón humana depende de la Sabiduría divina --y
en el estado actual de naturaleza caída también de la necesidad--
así como la realidad activa e innegable de la divina Revelación para
el conocimiento de verdades morales incluso de orden natural,
algunos han llegado a teorizar una completa autonomía de la razón en
el ámbito de las normas morales relativas al recto ordenamiento de
la vida en este mundo. Tales normas constituirían el ámbito de una
moral solamente "humana", es decir, serían la expresión de una ley
que el hombre se da autónomamente a sí mismo y que tiene su origen
exclusivamente en la razón humana. Dios en modo alguno podría ser
considerado Autor de esta ley; sólo en el sentido de que la razón
humana ejerce su autonomía legisladora en virtud de un mandato
originario y total de Dios al hombre. Ahora bien, estas tendencias
de pensamiento han llevado a negar, contra la Sagrada Escritura (cf.
Mt 15, 3-6) y la doctrina perenne de la Iglesia, que la ley moral
natural tenga a Dios como autor y que el hombre, mediante su razón,
participe de la ley eterna, que no ha sido establecida por él.
37.
Queriendo, no obstante, mantener la vida moral en un contexto
cristiano, ha sido introducida por algunos teólogos moralistas una
clara distinción, contraria a la doctrina católica, entre un orden
ético--que tendría origen humano y valor solamente mundano--, y un
orden de la salvación, para el cual tendrían importancia sólo
algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios y el prójimo.
En consecuencia, se ha llegado hasta el punto de negar la
existencia, en la divina Revelación, de un contenido moral
especifico y determinado, universalmente válido y permanente: la
Palabra de Dios se limitaría a proponer una exhortación, una
parénesis genérica, que luego sólo la razón autónoma tendría el
cometido de llenar de determinaciones normativas verdaderamente
"objetivas", es decir, adecuadas a la situación histórica concreta.
Naturalmente una autonomía concebida así comporta también la
negación de una competencia doctrinal especifica por parte de la
Iglesia y de su Magisterio sobre normas morales determinadas
relativas al llamado "bien humano". Estas no pertenecerían al
contenido propio de la Revelación y no serían en sí mismas
importantes en orden a la salvación.
No hay nadie
que no vea que semejante interpretación de la autonomía de la razón
humana comporta tesis incompatibles con la doctrina católica.
En este
contexto es absolutamente necesario aclarar, a la luz de la Palabra
de Dios y de la tradición viva de la Iglesia, las nociones
fundamentales sobre la libertad humana y la ley moral, así como sus
relaciones profundas e internas. Sólo así será posible corresponder
a las justas exigencias de la racionalidad humana, incorporando los
elementos válidos de algunas corrientes de la teología moral actual,
sin prejuzgar el patrimonio moral de la Iglesia con tesis basadas en
un erróneo concepto de autonomía.
Dios quiso dejar al
hombre "en manos de su propio albedrío" (Eclo 15, 14)
38.
Citando las palabras del Eclesiástico, el Concilio Vaticano II
explica así la "verdadera libertad" que en el hombre es "signo
eminente de la imagen divina": "Quiso Dios "dejar al hombre en manos
de su propio albedrío" de modo que busque sin coacciones a su
Creador y, adhiriéndose a El, llegue libremente a la plena y feliz
perfección". Estas palabras indican la maravillosa profundidad de la
participación en la soberanía divina, a la que el hombre ha sido
llamado; indican que la soberanía del hombre se extiende, en cierto
modo, sobre el hombre mismo. Este es un aspecto puesto de relieve
constantemente en la reflexión teológica sobre la libertad humana,
interpretada en los términos de una forma de realeza. Dice, por
ejemplo, san Gregorio Niseno: "El ánimo manifiesta su
realeza y
excelencia... en su estar sin dueño y libre, gobernándose
autocráticamente con su voluntad. ¿De quién más es propio esto sino
del rey?... Así la naturaleza humana, creada para ser dueña de las
demás criaturas, por la semejanza con el soberano del universo fue
constituida como una viva imagen, participe de la dignidad y del
nombre del Arquetipo".
Gobernar el
mundo constituye ya para el hombre un cometido grande y lleno de
responsabilidad, que compromete su libertad a obedecer al Creador:
"Henchid la tierra y sometedla" (Gén 1, 28). Bajo este aspecto cada
hombre, así como la comunidad humana, tiene una justa autonomía a la
cual la Constitución conciliar Gaudium et spes dedica una especial
atención. Es la autonomía de las realidades terrenas, la cual
significa que "las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de
leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y
ordenar paulatinamente".
39.
No sólo el mundo, sino también el hombre mismo ha sido confiado a su
propio cuidado y responsabilidad. Dios lo ha dejado "en manos de su
propio albedrío" (Eclo 15, 14), para que buscase a su creador y
alcanzase libremente la perfección. Alcanzar significa edificar
personalmente en sí mismo esta perfección. En efecto, igual que
gobernando el mundo el hombre lo configura según su inteligencia y
voluntad, realizando así actos moralmente buenos el hombre confirma,
desarrolla y consolida en sí mismo la semejanza con Dios.
El Concilio,
no obstante, llama la atención ante un falso concepto de autonomía
de las realidades terrenas: el que considera que "las cosas creadas
no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin hacer
referencia al Creador " De cara al hombre, semejante concepto de
autonomía produce efectos particularmente perjudiciales, asumiendo
en última instancia un carácter ateo: "Pues sin el Creador la
criatura se diluye... Además, por el olvido de Dios la criatura
misma queda oscurecida".
40.
La enseñanza del Concilio subraya, por un lado, la actividad de la
razón humana cuando determina la aplicación de la ley moral: la vida
moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona,
origen y causa de sus actos deliberados. Por otro lado, la razón
encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra
cosa que la misma sabiduría divina La vida moral se basa pues en el
principio de una "justa autonomía". del hombre, sujeto personal de
sus actos. La ley moral proviene de Dios y en El tiene siempre su
origen. En virtud de la razón natural, que deriva de la sabiduría
divina, la ley moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre.
En efecto, la ley natural, como se ha visto, "no es otra cosa que la
luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a
ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios ha
donado esta luz y esta ley en la creación". La justa autonomía de la
razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la propia
ley, recibida del creador. Sin embargo, la autonomía de la razón no
puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los
valores y de las normas morales. Si esta autonomía implicase una
negación de la participación de la razón práctica en la sabiduría
del Creador y Legislador divino, o bien se sugiriera una libertad
creadora de las normas morales, según las contingencias históricas o
las diversas sociedades y culturas, tal pretendida autonomía
contradiría la enseñanza de la Iglesia sobre la verdad del hombre.
Sería la muerte de la verdadera libertad: "Mas del árbol de la
ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de
él, morirás sin remedio" (Gén 2, 17).
41.
La verdadera autonomía moral del hombre no significa en absoluto el
rechazo, sino la aceptación de la ley moral, del mandato de Dios:
"Dios impuso al hombre este mandamiento..." (Gén 2, 16). La libertad
del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a
compenetrarse entre sí, en el sentido de la libre obediencia del
hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre. Y por
tanto, la obediencia a Dios no es, como algunos piensan, una
heteronomía, como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad
de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la
afirmación de su libertad. En realidad, si heteronomía de la moral
significase negación la autodeterminación del hombre o imposición de
normas ajenas a su bien, tal heteronomía estaría en contradicción
con la revelación de la Alianza y de la Encarnación redentora, y no
sería más que una forma de alienación, contraria a la sabiduría
divina y a la dignidad de la persona humana.
Algunos
hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque la
libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente
que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la
providencia de Dios. Al prohibir al hombre que coma "del árbol de la
ciencia del bien y del mal", Dios afirma que el hombre no tiene
originariamente este "conocimiento", sino que participa de él
solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación
divina, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la
sabiduría eterna. Por tanto, la ley debe considerarse como una
expresión de la sabiduría divina. Sometiéndose a ella, la libertad
se somete a la verdad de la creación. Por esto conviene reconocer en
la libertad de la persona humana la imagen y cercanía de Dios, que
está "presente en todos" (cf. Ef 4, 6); asimismo, conviene proclamar
la majestad del Dios del universo y venerar la santidad de la ley de
Dios infinitamente trascendente. Deus semper maior.
Dichoso el hombre que
se complace en la ley del Señor (cf. Sal 1, 1-2)
42.
La libertad del hombre, modelada sobre la de Dios, no sólo no es
negada por su obediencia a la ley divina, sino que solamente
mediante esta obediencia permanece en la verdad y es conforme a la
dignidad del hombre, como dice claramente el Concilio: "La dignidad
del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección
consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde
dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la
mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando,
liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en
la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los
medios adecuados para ello". El hombre, en su tender hacia
Dios--"sólo El es bueno"--, debe hacer libremente el bien y evitar
el mal. Pero para esto el hombre debe poder distinguir el bien del
mal. Y esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural,
reflejo en el hombre del esplendor del rostro de Dios. A este
respecto, comentando un versículo del Salmo 4, afirma santo Tomás:
"El Salmista, después de haber dicho: "sacrificad un sacrificio de
justicia" (Sal 4, 6), añade, para los que preguntan cuáles son las
obras de justicia: "Muchos dicen: ¿Quién nos mostrará el bien?"; y,
respondiendo a esta pregunta, dice: "La luz de tu rostro, Señor, ha
quedado impresa en nuestras-mentes", como si la luz de la razón
natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo--tal es el fin
de la ley natural--, no fuese otra cosa que la luz divina impresa en
nosotros. De esto se deduce el motivo por el cual esta ley se llama
ley natural: no por relación a la naturaleza de los seres
irracionales, sino porque la razón que la promulga es propia de la
naturaleza humana.
43.
El Concilio Vaticano II recuerda que "la norma suprema de la vida
humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal mediante
la cual Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su
sabiduría y de su amor, el mundo y los caminos de la comunidad
humana. Dios hace al hombre partícipe de esta ley suya, de modo que
el hombre, según ha dispuesto suavemente la Providencia divina,
pueda reconocer cada vez más la verdad inmutable".
El Concilio
remite a la doctrina clásica sobre la ley eterna de Dios. San
Agustín la define como "la razón o la voluntad de Dios que manda
conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo"; Santo Tomás la
identifica con "la razón de la sabiduría divina, que mueve todas las
cosas hacia su debido fin". Pero la sabiduría de Dios es
providencia, amor solicito. Es, pues, Dios mismo quien ama y, en el
sentido más literal y fundamental, se cuida de toda la creación (cf.
Sab 7, 22; 8-11). Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera
diversa respecto a los demás seres que no son personas: no "desde
fuera", mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino
"desde dentro", mediante la razón que, conociendo con la luz natural
la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre
la justa dirección de su libre actuación. De esta manera, Dios llama
al hombre a participar de su providencia, queriendo por medio del
hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable y responsable,
dirigir el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también el
de las personas humanas. En este contexto, como expresión humana de
la ley eterna de Dios, se sitúa la ley natural: "La criatura
racional, entre todas las demás --afirma santo Tomás--, está
sometida a la divina Providencia de una manera especial, ya que se
hace participe de esa providencia, siendo providente sobre si y para
los demás. Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina
naturalmente a la acción y al fin debidos. Y semejante participación
de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural".
44.
La Iglesia se ha referido a menudo a la doctrina tomista sobre la
ley natural, asumiéndola en su enseñanza moral. Así, mi venerado
predecesor León XIII ponía de relieve la esencial subordinación de
la razón y de la ley humana a la Sabiduría de Dios y a su ley.
Después ley natural está escrita y grabada en el ánimo de todos los
hombres y de cada hombre, ya que no es otra cosa que la misma razón
humana que nos manda hacer el bien y nos intima a no pecar" León
XIII se refiere a la "razón más alta" del Legislador divino. "Pero
tal prescripción de la razón humana la voz e intérprete de una razón
más alta, a la que nuestro espíritu y nuestra libertad deben estar
sometidos". En efecto, la fuerza de la ley reside en su autoridad de
imponer unos deberes, otorgar unos derechos y sancionar ciertos
comportamientos: "Ahora bien, todo esto no podría darse en el hombre
si fuese el mismo quien, como legislador supremo, se diera la norma
de sus acciones". Y concluye: "De ello se deduce que la ley natural
es la misma ley eterna, insita en los seres dotados de razón, que
los inclina al acto y al fin que les conviene; es la misma razón
eterna del Creador y gobernador del universo".
El hombre
puede reconocer el bien y el gracias a aquel discernimiento del bien
y del ... que el mismo realiza mediante su razón iluminada por la
Revelación divina y por la fe, en virtud de la ley que Dios ha dado
al pueblo elegido, empezando por los mandamientos del Sinaí. Israel
fue llamado a recibir y vivir la ley de Dios como don particular y
signo de la elección y de la Alianza divina, y la vez como garantía
de la bendición de Dios. Así Moisés podía dirigirse a los hijos de
Israel y preguntarles: "¿Hay alguna nación tan grande que tenga los
dioses tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios siempre que le
invocamos? Y ¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean
tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?" (Dt 4, 7-8).
Es en los Salmos donde encontramos los sentimientos de alabanza,
gratitud y veneración que el pueblo elegido está llamado a tener
hacia la ley de Dios, junto con la exhortación a conocerla,
meditarla y traducirla en la vida: "¡Dichoso el hombre que no sigue
el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se
detiene, ni en el banco de los burlones se sienta, mas se complace
en la ley del Señor, su ley susurra día y noche!" (Sal 1, 1-2). "La
ley del Señor es perfecta, consolación del alma, el dictamen del
Señor, veraz, sabiduría del sencillo. Los preceptos del Señor son
rectos, gozo del corazón; claro el mandamiento del Señor, luz de los
ojos" (Sal 19/18, 8-9).
45.
La Iglesia acoge con reconocimiento y custodia con amor todo el
depósito de la Revelación, tratando con religioso respeto y
cumpliendo su misión de interpretar la ley de Dios de manera
auténtica a la luz del Evangelio. Además, la Iglesia recibe como don
la Ley nueva, que es el "cumplimiento" de la ley de Dios en
Jesucristo y en su Espíritu. Es una ley "interior" (cf. Jer 31,
31-33), "escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no
en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones" (2
Cor 3, 3); una ley de perfección y de libertad (cf. 2 Cor 3, 17); es
"la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús" (Rom 8, 2).
Sobre esta ley dice santo Tomás: "Esta puede llamarse ley en doble
sentido. En primer lugar, ley del espíritu es el Espíritu Santo...
que, por inhabitación en el alma, no sólo enseña lo que es necesario
realizar iluminando el entendimiento sobre las cosas que hay que
hacer, sino también inclina a actuar con rectitud... En segundo
lugar, ley del espíritu puede llamarse el efecto propio del Espíritu
Santo, es decir, la fe que actúa por la caridad (Gál 5, 6), la cual,
por eso mismo, enseña interiormente sobre las cosas que hay que
hacer... e inclina el afecto a actuar"
Aunque en la
reflexión teológico-moral se suele distinguir la ley de Dios
positiva o revelada de la natural, y en la economía de la salvación
se distingue la ley "antigua" de la "nueva", no se puede olvidar que
éstas y otras distinciones útiles se refieren siempre a la ley cuyo
autor es el mismo y único Dios, y cuyo destinatario es el hombre.
Los diversos modos con que Dios se cuida del mundo y del hombre, no
sólo no se excluyen entre sí, sino que se sostienen y se compenetran
recíprocamente. Todos tienen su origen y confluyen en el eterno
designio sabio y amoroso con el que Dios predestina a los hombres "a
reproducir la imagen de su Hijo" (Rom 8, 29). En este designio no
hay ninguna amenaza para la verdadera libertad del hombre; al
contrario, la acogida de este designio es la única vía para la
consolidación de dicha libertad.
"Como quienes muestran
tener la realidad de esa ley escrita en su corazón" (Rom 2, 15)
46.
El presunto conflicto entre la libertad y la ley se replantea hoy
con un fuerza singular en relación con la ley natural y, en
particular, en relación con la naturaleza. En realidad los debates
sobre naturaleza y libertad siempre han acompañado la historia de la
reflexión moral, asumiendo tonos encendidos con el Renacimiento y la
Reforma, como se puede observar en las enseñanzas del Concilio de
Trento. La época contemporánea está marcada, si bien en un sentido
diferente, por una tensión análoga. El gusto de la observación
empírica, los procedimientos de objetivación científica, el progreso
técnico, algunas formas de liberalismo han llevado a contraponer los
dos términos, como si la dialéctica e incluso el conflicto -- entre
libertad y naturaleza fuera una característica estructural de la
historia humana. En otras épocas parecía que la "naturaleza"
sometiera totalmente el hombre a sus dinamismos e incluso a sus
determinismos. Aún hoy día las coordenadas espacio-temporales del
mundo sensible, las constantes físico-químicas, los dinamismos
corpóreos, las pulsiones psíquicas y los condicionamientos sociales
parecen a muchos como los únicos factores realmente decisivos de las
realidades humanas. En este contexto, incluso los hechos morales,
independientemente de su especificidad, son considerados a menudo
como si fueran datos estadísticamente constatables, como
comportamientos observables o explicables sólo con las categorías de
los mecanismos psico-sociales. Y así algunos estudiosos de ética,
que por profesión examinan los hechos y los gestos del hombre,
pueden sentirse tentados de valorar su saber, e incluso sus normas
de actuación, en base a un resultado estadístico sobre los
comportamientos humanos concretos y las opiniones morales de la
mayoría.
En cambio,
otros moralistas, preocupados por educar en los valores, son
sensibles al prestigio de la libertad, pero a menudo la conciben en
oposición o contraste con la naturaleza material y biológica, sobre
la que debería consolidarse progresivamente. A este respecto,
diferentes concepciones coinciden en olvidar la dimensión creatural
de la naturaleza y en desconocer su integridad. Para algunos, la
naturaleza se reduce a material para la actuación humana y para su
poder. Esta naturaleza debería ser transformada profundamente, es
más, superada por la libertad, dado que constituye su límite y su
negación. Para otros, es en la promoción sin límites del poder del
hombre, o de su libertad, como se constituyen los valores
económicos, sociales, culturales e incluso morales. Entonces la
naturaleza estaría representada por todo lo que en el hombre y en el
mundo se sitúa fuera de la libertad. Dicha naturaleza comprendería
en primer lugar el cuerpo humano, su constitución y su dinamismo. A
este aspecto físico se opondría lo que se ha "construido", es decir,
la "cultura", como obra y producto de la libertad. La naturaleza
humana, entendida así, podría reducirse y ser tratada como material
biológico o social siempre disponible. Esto significa, en último
término, definir la libertad por medio de sí misma y hacer de ella
una instancia creadora de sí misma y de sus valores. Con ese
radicalismo el hombre ni siquiera tendría naturaleza y sería para sí
mismo su propio proyecto de existencia. ¡El hombre no sería nada más
que su libertad!
47.
En este contexto han surgido las objeciones de fisicismo y
naturalismo contra la concepción tradicional de la ley natural. Esta
presentaría como leyes morales las que en sí mismas serían sólo
leyes biológicas. Así, muy superficialmente, se atribuiría a algunos
comportamientos humanos un carácter permanente e inmutable, y, en
base al mismo, se pretendería formular normas morales universalmente
válidas. Según algunos teólogos, semejante "argumento biologista o
naturalista" estaría presente incluso en algunos documentos del
Magisterio de la Iglesia, especialmente en los relativos al ámbito
de la ética sexual y matrimonial. Basados en una concepción
naturalística del acto sexual, se condenarían como moralmente
inadmisibles la contracepción, la esterilización directa, el
autoerotismo, las relaciones prematrimoniales, las relaciones
homosexuales, así como la fecundación artificial. Ahora bien, según
el parecer de estos teólogos, la valoración moralmente negativa de
tales actos no consideraría de manera adecuada el carácter racional
y libre del hombre, ni el condicionamiento cultural de cada norma
moral. Ellos dicen que el hombre, como ser racional, no sólo puede,
sino que incluso debe decidir libremente el sentido de sus
comportamientos. Este "decidir el sentido" debería tener en cuenta,
obviamente, los múltiples límites del ser humano, que tiene una
condición corpórea e histórica. Además, debería considerar los
modelos comportamentales y los significados que éstos tienen en una
cultura determinada Y, sobre todo, debería respetar el mandamiento
fundamental del amor de Dios y del prójimo. Afirman también que, sin
embargo, Dios ha creado al hombre como ser racionalmente libre; lo
ha dejado "en manos de su propio albedrío" y de él espera una propia
y racional formación de su vida. El amor del prójimo significaría
sobre todo o exclusivamente un respeto por su libre decisión sobre
sí mismo. Los mecanismos de los comportamientos propios del hombre,
así como las llamadas "inclinaciones naturales", establecerían al
máximo-como suele decirse una orientación general del comportamiento
correcto, pero no podrían determinar la valoración moral de cada
acto humano, tan complejo desde el punto de vista de las
situaciones.
48.
Ante esta interpretación conviene mirar con atención la recta
relación que hay entre libertad y naturaleza humana, y, en concreto,
el lugar que tiene el cuerpo humano en las cuestiones de la ley
natural.
Una libertad
que pretende ser absoluta acaba por tratar el cuerpo humano como un
ser en bruto, desprovisto de significados y de valores morales hasta
que ella no lo revista de su proyecto. Por lo cual, la naturaleza
humana y el cuerpo aparecen como unos presupuestos o preliminares,
materialmente necesarios para la decisión de la libertad, pero
extrínsecos a la persona, al sujeto y al acto humano. Sus dinamismos
no podrían constituir puntos de referencia para la opción moral,
desde el momento que las finalidades de estas inclinaciones serían
sólo bienes "físicos", llamados por algunos "premorales". Hacer
referencia a los mismos, para buscar indicaciones racionales sobre
el orden de la moralidad, debería ser tachado de fisicismo o de
biologismo. En semejante contexto la tensión entre la libertad y una
naturaleza concebida en sentido reductivo se resuelve con una
división dentro del hombre mismo.
Esta teoría
moral no está conforme con la verdad sobre el hombre y sobre su
libertad. Contradice las enseñanzas de la Iglesia sobre la unidad
del ser humano, cuya alma racional es "per se et essentialiter" la
forma del cuerpo. El alma espiritual e inmortal es el principio de
unidad del ser humano, es aquello por lo cual éste existe como un
todo "corpore et anima unus" en cuanto persona. Estas definiciones
no indican solamente que el cuerpo, para el cual ha sido prometida
la resurrección, participará también de la gloria; recuerdan
igualmente el vínculo de la razón y de la libre voluntad con todas
las facultades corpóreas y sensibles. La persona --incluido el
cuerpo-- está confiada enteramente a sí misma, y es en la unidad de
alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus propios actos morales.
La persona, mediante la luz de la razón y la ayuda de la virtud,
descubre en su cuerpo los signos precursores, la expresión y la
promesa del don de sí misma, según el sabio designio del Creador. Es
a la luz de la dignidad de la persona humana --que debe afirmarse
por sí misma-- como la razón descubre el valor moral específico de
algunos bienes a los que la persona se siente naturalmente
inclinada. Y desde el momento en que la persona humana no puede
reducirse a una libertad que se autoproyecta, sino que comporta una
determinada estructura espiritual y corpórea, la exigencia moral
originaria de amar y respetar a la persona como un fin y nunca como
un simple medio, implica también, intrínsecamente, el respeto de
algunos bienes fundamentales, sin el cual se caería en el
relativismo y en el arbitrio.
49.
Una doctrina que separe el acto moral de las dimensiones corpóreas
de su ejercicio es contraria a las enseñanzas de la Sagrada
Escritura y de la Tradición. Tal doctrina hace revivir, bajo nuevas
formas, algunos viejos errores combatidos siempre por la Iglesia,
porque reducen la persona humana a una libertad "espiritual",
puramente formal. Esta reducción ignora el significado moral del
cuerpo y de sus comportamientos (cf. 1 Cor 6, 19). El apóstol Pablo
declara excluidos del Reino de los cielos a los "impuros, idólatras,
adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros, borrachos,
ultrajadores y rapaces" (cf. 1 Cor 6, 9-10). Esta condena -citada
por el Concilio de Trento- enumera como "pecados mortales", o
"prácticas infames", algunos comportamientos específicos cuya
voluntaria aceptación impide a los creyentes tener parte en la
herencia prometida. En efecto, cuerpo y alma son inseparables: en la
persona, en el agente voluntario y en el acto deliberado, están o se
pierden juntos.
50.
Es así como se puede comprender el verdadero significado de la ley
natural, la cual se refiere a la naturaleza propia y originaria del
hombre, a la "naturaleza de la persona humana", que es la persona
misma en la unidad de alma y cuerpo; en la unidad de sus
inclinaciones de orden espiritual y biológico, así como de todas las
demás características específicas, necesarias para alcanzar su fin.
"La ley moral natural evidencia y prescribe las finalidades, los
derechos y los deberes, fundamentados en la naturaleza corporal y
espiritual de la persona humana. Esa ley no puede entenderse como
una normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser concebida
como el orden racional por el que el hombre es llamado por el
Creador a dirigir y regular su vida y sus actos y, más
concretamente, a usar y disponer del propio cuerpo". Por ejemplo, el
origen y el fundamento del deber de respetar absolutamente la vida
humana están en la dignidad propia de la persona y no simplemente en
el instinto natural de conservar la propia vida física. De este
modo, la vida humana, por ser un bien fundamental del hombre,
adquiere un significado moral en relación con el bien de la persona
que siempre deber ser afirmada por si misma: mientras siempre es
moralmente ilícito matar un ser humano inocente, puede ser licito,
loable e incluso obligado dar la propia vida (cf. Jn 15, 13) por
amor del prójimo o para dar testimonio de la verdad. En realidad
sólo con referencia a la persona humana en su "totalidad unificada",
es decir, "alma que se expresa en el cuerpo informado por un
espíritu inmortal", se puede entender el significado especificamente
humano del cuerpo. En efecto, las inclinaciones naturales tienen una
importancia moral sólo cuando se refieren a la persona humana y a su
realización auténtica, la cual se verifica siempre y solamente en la
naturaleza humana. La Iglesia, al rechazar las manipulaciones de la
corporeidad que alteran su significado humano, sirve al hombre y le
indica el camino del amor verdadero, único medio para poder ncontrar
al verdadero Dios.
La ley
natural, así entendida, no deja espacio de división entre libertad y
naturaleza. En efecto, éstas están armónicamente relacionadas entre
sí e íntima y mutuamente aliadas.
"Pero al principio no
fue así" (Mt 19, 8)
51.
El presunto conflicto entre libertad y naturaleza repercute también
sobre la interpretación de algunos aspectos específicos de la ley
natural, principalmente sobre su universalidad e inmutabilidad.
"¿Dónde, pues, están escritas estas reglas --se pregunta san
Agustín--...si no en el libro de aquella luz que se llama verdad? De
aquí, pues, deriva toda ley justa y actúa rectamente en el corazón
del hombre que obra la justicia, no saliendo de él, sino como
imprimiéndose en él, como la imagen pasa del anillo a la cera, pero
sin abandonar el anillo",
Precisamente
gracias a esta "verdad" la ley natural implica la universalidad. En
cuanto inscrita en la naturaleza racional de la persona, se impone a
todo ser dotado de razón y que vive en la historia. Para
perfeccionarse en su orden específico, la persona debe realizar el
bien y evitar el mal, preservar la transmisión y la conservación de
la vida, mejorar y desarrollar las riquezas del mundo sensible,
cultivar la vida social, buscar la verdad, practicar el bien,
contemplar la belleza.
La
separación hecha por algunos entre la libertad de los individuos y
la naturaleza común a todos, como emerge de algunas teorías
filosóficas de gran resonancia en la cultura contemporánea, ofusca
la percepción de la universalidad de la ley moral por parte de la
razón. Pero, en la medida en que expresa la dignidad de la persona
humana y pone la base de sus derechos y deberes fundamentales, la
ley natural es universal en sus preceptos, y su autoridad se
extiende a todos los hombres. Esta universalidad no prescinde de la
singularidad de los seres humanos, ni se opone a la unicidad y a la
irrepetibilidad de cada persona; al contrario, abarca básicamente
cada uno de sus actos libres, que deben demostrar la universalidad
del verdadero bien. Nuestros actos, al someterse a la ley común,
edifican la verdadera comunión de las personas y, con la gracia de
Dios, ejercen la caridad, "que es el vínculo de la perfección" (Col
3, 14). En cambio, cuando nuestros actos desconocen o ignoran la
ley, de manera imputable o no, perjudican la comunión de las
personas, causando daño.
52.
Es justo y bueno, siempre y para todos, servir a Dios, darle el
culto debido y honrar como es debido a los padres. Estos preceptos
positivos, que prescriben cumplir algunas acciones y cultivar
ciertas actitudes, obligan universalmente; son inmutables; unen en
el mismo bien común a todos los hombres de cada época de la
historia, creados para "la misma vocación y destino divino". Estas
leyes universales y permanentes corresponden a conocimientos de la
razón práctica y se aplican a los actos particulares mediante el
juicio de la conciencia. El sujeto que actúa asimila personalmente
la verdad contenida en la ley; se apropia y hace suya esta verdad de
su ser mediante los actos y las correspondientes virtudes. Los
preceptos negativos de la ley natural son universalmente válidos:
obligan a todos y cada uno, siempre y en toda circunstancia. En
efecto, se trata de prohibiciones que vetan una determinada acción
"semper et pro semper", sin excepciones, porque la elección de un
determinado comportamiento en ningún caso es compatible con la
bondad de la voluntad de la persona que actúa, con su vocación a la
vida con Dios y a la comunión con el prójimo. Está prohibido a cada
uno y siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo
que cueste; a no ofender en nadie y, ante todo, en sí mismos, la
dignidad personal y común a todos.
Por otra
parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos obliguen
siempre y en toda circunstancia, no significa que, en la vida moral,
las prohibiciones sean más importantes que el compromiso para hacer
el bien, como viene indicado por los mandamientos positivos. La
razón es más bien la siguiente: el mandamiento del amor de Dios y
del prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite superior,
sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el
mandamiento. Además, lo que se debe hacer en una determinada
situación depende de las circunstancias, las cuales no se pueden
prever globalmente con antelación; por el contrario, se dan
comportamientos que nunca y en ninguna situación pueden ser una
respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona. En
último término, siempre es posible que al hombre, debido a presiones
u otras circunstancias, le sea imposible realizar determinadas
acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga
determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes
que hacer el mal.
La Iglesia
ha enseñado siempre que nunca se deben escoger comportamientos
prohibidos por los mandamientos morales, expresados de manera
negativa en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Como se ha visto,
Jesús mismo afirma la inderogabilidad de estas prohibiciones: "Si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos...: No matarás,
no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso"
(Mt 19, 17-18).
53.
La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la
historicidad y por la cultura, lleva a algunos a dudar de la
inmutabilidad de la misma ley natural, y por tanto de la existencia
de "normas objetivas de moralidad" válidas para todos los hombres de
ayer, de hoy y de mañana. ¿Es acaso posible afirmar como
universalmente válidas para todos y siempre permanentes ciertas
determinaciones racionales establecidas en el pasado, cuando se
ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho sucesivamente?
No se puede
negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero
tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma
cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra
que en el hombre existe algo que las transciende. Este "algo" es
precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza
es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no
sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su
dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su
ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes
del hombre, relacionados también con la misma dimensión corpórea, no
sólo entraría en conflicto con la experiencia común, sino que haría
incomprensible la referencia que Jesús hizo al "principio",
precisamente allí donde el contexto social y cultural del tiempo
había deformado el sentido originario y el papel de algunas normas
morales (cf. Mt 19, 1-9). En este sentido "afirma además la Iglesia
que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y
que tienen su fundamento último en Cristo, que es El mismo ayer, hoy
y por los siglos". El es el "Principio" que, habiendo asumido la
naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus elementos
constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y el prójimo.
Ciertamente
es necesario buscar y encontrar la formulación de las normas morales
universales y permanentes más adecuada a los diversos contextos
culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad
histórica y hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad.
Esta verdad de la ley moral --igual que la del "depósito de la fe"--
se desarrolla a través de los siglos. Las normas que la expresan
siguen siendo sustancialmente válidas, pero deben ser precisadas y
determinadas "eodem sensu eademque sententia" según las
circunstancias históricas del Magisterio de la Iglesia, cuya
decisión está precedida y acompañada por el esfuerzo de lectura y
formulación propio de la razón de los creyentes y de la reflexión
teológica.
II. CONCIENCIA Y VERDAD
El sagrario del hombre
54.
La relación que hay entre libertad del hombre y ley de Dios tiene su
base en el "corazón" de la persona, o sea, en su conciencia moral:
"En lo profundo de su conciencia --afirma el Concilio Vaticano II--,
el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que
debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos
de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a
evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una
ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la
dignidad humana y según la cual será juzgado (cf. Rom 2, 14-16)"
Por esto, el
modo como se conciba la relación entre libertad y ley está
íntimamente vinculado con la interpretación que viene reservada a la
conciencia moral. En este sentido las tendencias culturales
recordadas más arriba, que contraponen y separan entre si libertad y
ley, y exaltan de modo idolátrico la libertad, llevan a una
interpretación "creativa" de la conciencia moral, que se aleja de la
posición tradicional de la Iglesia y de su Magisterio.
55.
Según la opinión de algunos teólogos, la función de la conciencia se
habría reducido, al menos en un cierto pasado, a una simple
aplicación de normas morales generales a cada caso de la vida de la
persona. Pero semejantes normas --afirman-- no son capaces de acoger
y respetar toda la irrepetible especificidad de todos los actos
concretos de las personas; de alguna manera, también pueden ayudar a
una justa valoración de la situación, pero no pueden sustituir a las
personas en tomar una decisión personal sobre cómo comportarse en
determinados casos particulares. Es más, la citada crítica a la
interpretación tradicional de la naturaleza humana y de su
importancia para la vida moral induce a algunos autores a afirmar
que estas normas no son tanto un criterio objetivo vinculante para
los juicios de conciencia, sino más bien una perspectiva general
que, en un primer momento, ayuda al hombre a dar una impostación
ordenada de su vida personal y social. Además, revelan la
complejidad típica del fenómeno de la conciencia: ésta se relaciona
profundamente con toda la esfera psicológica y afectiva, así como
con los múltiples influjos del ambiente social y cultural de la
persona. Por otra parte, se exalta al máximo el valor de la
conciencia, que el Concilio mismo ha definido "el sagrario del
hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más
intimo de ella" Esta voz se dice induce al hombre no tanto a una
meticulosa observancia de las normas universales, cuanto a una
creativa y responsable aceptación de los cometidos personales que
Dios le encomienda.
Algunos
autores, queriendo poner de relieve el carácter "creativo" de la
conciencia, ya no llaman a sus actos con el nombre de "juicios",
sino con el de a decisiones". Sólo tomando "autónomamente" estas
decisiones el hombre podría alcanzar su madurez moral. No falta
quien piensa que este proceso de maduración seria obstaculizado por
la postura demasiado categórica que, en muchas cuestiones morales,
asume el Magisterio de la Iglesia, cuyas intervenciones originarían,
entre los fieles, la aparición de inútiles conflictos de conciencia.
56.
Para justificar semejantes posturas, algunos han propuesto una
especie de doble estatuto de la verdad moral. Además del nivel
doctrinal y abstracto, seria necesario reconocer la originalidad de
una cierta consideración existencial más concreta. Esta, teniendo en
cuenta las circunstancias y la situación, podría establecer
legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir así la
realización práctica, con buena conciencia, de lo que está
calificado por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo
se instaura en algunos casos una separación, o incluso una
oposición, entre la doctrina del precepto válido en general y la
norma de la conciencia individual, que decidiría de hecho, en última
instancia, sobre el bien y el mal. Con esta base se pretende
establecer la legitimidad de las llamadas soluciones "pastorales"
contrarias a las enseñanzas del Magisterio, y justificar una
hermenéutica "creativa", según la cual la conciencia moral no
estaría obligada en absoluto, en todos los casos, por un precepto
negativo particular.
Con estos
planteamientos se pone en discusión la identidad misma de la
conciencia moral ante la libertad del hombre y ante la ley de Dios.
Sólo la clarificación hecha anteriormente sobre la relación entre
libertad y ley basada en la verdad hace posible el discernimiento
sobre esta interpretación "creativa" de la conciencia.
El juicio de la conciencia
57.
El mismo texto de la Carta a los Romanos, que nos ha presentado la
esencia de la ley natural, indica también el sentido bíblico de la
conciencia, especialmente en su vinculación específica con la ley:
"Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las
prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley;
como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su
corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos
que les acusan y también les defienden" (Rom 2, 14-15 ) .
Según las
palabras de san Pablo, la conciencia,en cierto modo, pone al hombre
ante la ley, siendo ella misma "testigo" para el hombre testigo de
su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud
o maldad moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en
la intimidad de la persona está oculto a la vista de los demás desde
fuera. La conciencia dirige su testimonio solamente hacia la persona
misma. Y, a su vez, sólo la persona conoce la propia respuesta a la
voz de la conciencia.
58.
Nunca se valorará adecuadamente la importancia de este íntimo
diálogo del hombre consigo mismo. Pero, en realidad, éste es el
diálogo del hombre con Dios, autor de la ley, primer modelo y fin
último del hombre. "La conciencia--dice san Buenaventura--es como un
heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí
misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo
cuando proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que
la conciencia tiene la fuerza de obligar". Se puede decir, pues, que
la conciencia da testimonio de la rectitud o maldad del hombre al
hombre mismo, pero a la vez y antes aún, es testimonio de Dios
mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta
las raíces de su alma, invitándolo "fortiter et suaviter" a la
obediencia: "La conciencia moral no encierra al hombre en una
soledad infranqueable e impenetrable, sino que la abre a la llamada,
a la voz de Dios. En esto y no en otra cosa reside todo el misterio
y dignidad de la conciencia moral: en ser el lugar, el espacio santo
donde Dios habla al hombre".
59.
San Pablo no se limita a reconocer que la conciencia hace de
"testigo", sino que manifiesta también el modo como ella realiza
semejante función. Se trata de "razonamientos" que acusan o
defienden a los paganos en relación con sus comportamientos (cf. Rom
2, 15). El término "razonamientos" evidencia el carácter propio de
la conciencia, que es el de ser un juicio moral sobre el hombre y
sus actos. Es un juicio de absolución o de condena según que los
actos humanos sean conformes o no con la ley de Dios escrita en el
corazón. Precisamente, del juicio de los actos y, al mismo tiempo,
de su autor y del momento de su definitivo cumplimiento, habla el
apóstol Pablo en el mismo texto: Así será "en el día en que Dios
juzgará las acciones secretas de los hombres, según mi Evangelio,
por Cristo Jesús" (Rom 2, 16).
El juicio de
la conciencia es un juicio práctico, o sea, un juicio que ordena lo
que el hombre debe hacer o no hacer, o bien, que valora un acto ya
realizado por él. Es un juicio que aplica a una situación concreta
la convicción racional de que se debe amar, hacer el bien y evitar
el mal. Este primer principio de la razón práctica pertenece a la
ley natural, más aún, constituye su mismo fundamento al expresar
aquella luz originaria sobre el bien y el mal, reflejo de la
sabiduría creadora de Dios, la cual, como una chispa indestructible
(scintilla animae), brilla en el corazón de cada hombre. Sin
embargo, mientras la ley natural ilumina sobre todo las exigencias
objetivas y universales del bien moral, la conciencia es la
aplicación de la ley a cada caso particular, la cual se convierte
así para el hombre en un dictamen interior, una llamada a realizar
el bien en una situación concreta. La conciencia formula así la
obligación moral a la luz de la ley natural: es la obligación de
hacer lo que el hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce
como un bien que le es señalado aquí y ahora. El carácter universal
de la ley y de la obligación no es anulado, sino más bien
reconocido, cuando la razón determina sus aplicaciones a la
actualidad concreta. El juicio de la conciencia muestra "en última
instancia" la conformidad de un comportamiento determinado respecto
a la ley; formula la norma próxima de la moralidad de un acto
voluntario, actuando "la aplicación de la ley objetiva a un caso
particular".
60.
Igual que la misma ley natural y todo conocimiento práctico, también
el juicio de la conciencia tiene un carácter imperativo: el hombre
debe actuar en conformidad con dicho juicio. Si el hombre actúa
contra este juicio, o bien, lo realiza incluso no estando seguro si
un determinado acto es correcto o bueno, es condenado por su misma
conciencia, norma próxima de la moralidad personal. La dignidad de
esta instancia racional y la autoridad de su voz y de sus juicios
derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que está
llamada a escuchar y expresar. Esta verdad está indicada por la "ley
divina", norma universal y objetiva de la moralidad. El juicio de la
conciencia no establece la ley, sino que afirma la autoridad de la
ley natural y de la razón práctica con relación al bien supremo, del
cual la persona humana acepta el atractivo y acoge los mandamientos:
"La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva
para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está
grabado profundamente un principio de obediencia a la norma
objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus
decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el
comportamiento humano".
61.
La verdad sobre el bien moral, manifestada en la ley de la razón, es
reconocida práctica y concretamente por el juicio de la conciencia,
el cual lleva a asumir la responsabilidad del bien realizado y del
mal cometido; si el hombre comete el mal, el justo juicio de su
conciencia es en él testigo de la verdad universal del bien, así
como de la malicia de su decisión particular. Pero el veredicto de
la conciencia queda en el hombre incluso como un signo de esperanza
y de misericordia. Mientras demuestra el mal cometido, recuerda
también el perdón que se ha de pedir, el bien que hay que practicar
y las virtudes que se han de cultivar siempre, con la gracia de
Dios.
Así, en el
juicio práctico de la conciencia, que impone a la persona la
obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta el vínculo
de la libertad con la verdad. Precisamente por esto la conciencia se
expresa con actos de "juicio", que reflejan la verdad sobre el bien,
y no como "decisiones arbitrarias. La madurez y responsabilidad de
estos juicios-- y, en definitiva, del hombre, que es su sujeto-- se
demuestran no con la liberación de la conciencia de la verdad
objetiva, en favor de una presunta autonomía de las propias
decisiones, sino, al contrario, con una apremiante búsqueda de la
verdad y con dejarse guiar por ella en el obrar.
Buscar la verdad y el bien
62.
La conciencia, como juicio de un acto, no está exenta de la
posibilidad de error. "Sin embargo, -dice el Concilio- muchas veces
ocurre que la conciencia yerra por ignorancia invencible, sin que
por ello pierda su dignidad. Pero no se puede decir esto cuando el
hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco,
por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega ". Con
estas breves palabras, el Concilio ofrece una síntesis de la
doctrina que la Iglesia ha elaborado a lo largo de los siglos sobre
la conciencia errónea.
Ciertamente,
para tener una "conciencia recta" ( 1 Tim 1, 5), el hombre debe
buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad. Como dice el
apóstol Pablo, la conciencia debe estar "iluminada por el Espíritu
Santo" (cf. Rom 9, 1), debe ser "pura" (2 Tim 1, 3), no debe "con
astucia falsear la palabra de Dios" sino "manifestar claramente la
verdad" (cf. 2 Cor 4, 2). Por otra parte, el mismo Apóstol amonesta
a los cristianos diciendo: "No os acomodéis al mundo presente, antes
bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma
que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo
agradable, lo perfecto" (Rom 12, 2).
La
amonestación de Pablo nos invita a la vigilancia, advirtiéndonos que
en los juicios de nuestra conciencia se anida siempre la posibilidad
de error. Ella no es un Juez infalible: puede errar. No obstante, el
error de la conciencia puede ser el fruto de una ignorancia
invencible, es decir, de una ignorancia de la que el sujeto no es
consciente y de la que no puede salir por sí mismo.
En el caso
de que tal ignorancia invencible no sea culpable --nos recuerda el
Concilio-- la conciencia no pierde su dignidad porque ella, aunque
de hecho nos orienta en modo no conforme al orden moral objetivo, no
cesa de hablar en nombre de la verdad sobre el bien, que el sujeto
está llamado a buscar sinceramente.
63.
De cualquier modo, la dignidad de la conciencia deriva siempre de la
verdad: en el caso de la conciencia recta, se trata de la verdad
objetiva acogida por el hombre; en el de la conciencia errónea, se
trata de lo que el hombre, equivocándose, considera subjetivamente
verdadero. Nunca es aceptable confundir un error "subjetivo" sobre
el bien moral con la verdad "objetiva", propuesta racionalmente al
hombre en virtud de su fin, ni equiparar el valor moral del acto
realizado con una conciencia verdadera y recta, con aquél realizado
siguiendo el juicio de una conciencia errónea. El mal cometido a
causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio no
culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero
tampoco en este caso aquél deja de ser un mal, un desorden con
relación a la verdad sobre el bien. Además, el bien no reconocido no
contribuye al crecimiento moral de la persona que lo realiza; éste
no la perfecciona y no sirve para disponerla al bien supremo. Así,
antes de sentirnos fácilmente justificados en nombre de nuestra
conciencia, debemos meditar sobre las palabras del Salmo: "¿Quién se
da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas límpiame" (Sal 19,
13). Hay culpas que no logramos ver y que no obstante son culpas,
porque hemos rechazado caminar hacia la luz (cf. Jn 9, 39-41).
La
conciencia, como juicio último concreto, compromete su dignidad
cuando es errónea culpablemente, o sea "cuando el hombre no trata de
buscar la verdad y el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia
se hace casi ciega como consecuencia de su hábito al pecado". Jesús
alude a los peligros de la deformación de la conciencia cuando
advierte: "La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano,
todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu
cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad,
¡qué oscuridad habrá!" (Mt 6, 22-23).
64.
En las palabras de Jesús antes mencionadas, encontramos también la
llamada a formar la conciencia, a hacerla objeto de continua
conversión a la verdad y al bien. Es análoga la exhortación del
Apóstol a no conformarse con la mentalidad de este mundo, sino a
"transformarse renovando nuestra mente" (cf. Rom 12, 2). En
realidad, el "corazón" convertido al Señor y al amor del bien es la
fuente de los juicios verdaderos de la conciencia. En efecto, para
poder "distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo
agradable, lo perfecto" (Rom 12, 2) sí es necesario el conocimiento
de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es
indispensable una especie de "connaturalidad" entre el hombre y el
verdadero bien. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en
las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras
virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la
fe, la esperanza y la caridad. En este sentido, Jesús ha dicho: "El
que obra la verdad, va a la luz" (Jn 3, 21).
Los
cristianos tienen -como afirma el Concilio- en la Iglesia y en su
Magisterio una gran ayuda para la formación de la conciencia: "Los
cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a
la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de
Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es
anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al
mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios
de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana". Por tanto,
la autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones
morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de
los cristianos; no sólo porque la libertad de la conciencia no es
nunca libertad "con respecto a" la verdad, sino siempre y solo "en"
la verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades
ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades
que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario
de la fe. La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la
conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier
viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4, 14), a
no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar
con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la
verdad y a mantenerse en ella.
III . LA ELECCION
FUNDAMENTAL Y LOS COMPORTAMIENTOS CONCRETOS
"Sólo que no toméis de
esa libertad pretexto para la carne"(Gál 5, 13)
65.
El interés por la libertad, hoy agudizado particularmente, induce a
muchos estudiosos de ciencias humanas o teológicas a desarrollar un
análisis más penetrante de su naturaleza y sus dinamismos.
Justamente se pone de relieve que la libertad no es sólo la elección
por esta o aquella acción particular; sino que es también, dentro de
esa elección, decisión sobre sí y disposición de la propia vida a
favor o en contra del Bien, a favor o en contra de la Verdad; en
última instancia, a favor o en contra de Dios. Justamente se subraya
la importancia eminente de algunas decisiones que dan "forma" a toda
la vida moral de un hombre determinado, configurándose como el cauce
en el cual también podrán situarse y desarrollarse otras decisiones
cotidianas particulares.
Sin embargo,
algunos autores proponen una revisión mucho más radical de la
relación entre persona y actos. Hablan de una "libertad
fundamental", más profunda y diversa de la libertad de elección, sin
cuya consideración no se podrían comprender ni valorar correctamente
los actos humanos. Según estos autores, la función clave en la vida
moral habría que atribuirla a una "opción fundamental", actuada por
aquella libertad fundamental mediante la cual la persona decide
globalmente sobre sí misma, no a través de una elección determinada
y consciente a nivel reflejo, sino en forma "transcendental" y
"atemática". Los actos particulares derivados de esta opción
constituirían solamente unas tentativas parciales y nunca
resolutivas para expresarla, serían solamente "signos" o síntomas de
ella. Objeto inmediato de estos actos se dice no es el Bien absoluto
(ante el cual la libertad de la persona se expresaría a nivel
transcendental), sino que son los bienes particulares (llamados
también "categoriales"). Ahora bien, según la opinión de algunos
teólogos, ninguno de estos bienes, parciales por su naturaleza,
podría determinar la libertad del hombre como persona en su
totalidad, aunque el hombre solamente pueda expresar la propia
opción fundamental mediante la realización o el rechazo de aquéllos.
De esta
manera, se llega a introducir una distinción entre la opción
fundamental y las elecciones deliberadas de un comportamiento
concreto; una distinción que en algunos autores asume la forma de
una disociación, en cuanto circunscriben expresamente el "bien" y el
"mal" moral a la dimensión transcendental propia de la opción
fundamental, calificando como "rectas" o "equivocadas" las
elecciones de comportamientos particulares "intramundanos", es
decir, referidos a las relaciones del hombre consigo mismo, con los
otros y con el mundo de las cosas. De este modo, parece delinearse
dentro del comportamiento humano una escisión entre dos niveles de
moralidad: por una parte el orden del bien y del mal, que depende de
la voluntad, y, por otra, los comportamientos determinados, los
cuales son juzgados como moralmente rectos o equivocados haciéndolo
depender sólo de un cálculo técnico de la proporción entre bienes y
males "premorales" o "físicos", que siguen efectivamente a la
acción. Y esto hasta el punto de que un comportamiento concreto,
incluso elegido libremente, es considerado como un proceso
simplemente físico, y no según los criterios propios de un acto
humano. El resultado al que se llega es el de reservar la
calificación propiamente moral de la persona a la opción
fundamental, sustrayéndola --o atenuándola--a la elección de los
actos particulares y de los comportamientos concretos.
66.
No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces
bíblicas, reconoce la específica importancia de una elección
fundamental que cualifica la vida moral y que compromete la libertad
a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe, de la
obediencia de la fe (cf. Rom 16, 26), por la que "el hombre se
entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece "el homenaje total
de su entendimiento y voluntad" Esta fe, que actúa por la caridad
(cf. Gál 5, 6), proviene de lo más íntimo del hombre, de su
"corazón" (cf. Rom 10, 10), y desde aquí viene llamada a fructificar
en las obras (cf. Mt 12, 33-35; Lc 6, 43-45; Rom 8, 5-8; Gál 5, 22).
En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos,
la cláusula fundamental: "Yo, el Señor, soy tu Dios" (Ex 20, 2), la
cual, confiriendo el sentido original a las múltiples y varias
prescripciones particulares, asegura a la moral de la Alianza una
fisonomía de totalidad, unidad y profundidad. La elección
fundamental de Israel se refiere, por tanto, al mandamiento
fundamental (cf. Jos 24, 14-25; Ex 19, 3-8; Miq 6, 8). También la
moral de la Nueva Alianza está dominada por la llamada fundamental
de Jesús a su "seguimiento" al joven le dice: "Si quieres ser
perfecto... ven, y sígueme" (Mt 19, 21)--; y el discípulo responde a
esa llamada con una decisión y una elección radical. Las parábolas
evangélicas del tesoro y de la perla preciosa, por los que se vende
todo cuanto se posee, son imágenes elocuentes y eficaces del
carácter radical e incondicionado de la elección que exige el Reino
de Dios. La radicalidad de la elección para seguir a Jesús está
expresada maravillosamente en sus palabras: "Quien quiera salvar su
vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el
Evangelio, la salvará" (Mc 8, 35).
La llamada
de Jesús "ven y sígueme" marca la máxima exaltación posible de la
libertad del hombre y, al mismo tiempo, atestigua la verdad y la
obligación de los actos de fe y de decisiones que se pueden
calificar de opción fundamental. Encontramos una análoga exaltación
de la libertad humana en las palabras de san Pablo: "Hermanos,
habéis sido llamados a la libertad" (Gál 5, 13). Pero el Apóstol
añade inmediatamente una grave advertencia: "Con tal de que no
toméis de esa libertad pretexto para la carne". En esta exhortación
resuenan sus palabras precedentes: "Para ser libres nos libertó
Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente
bajo el yugo de la esclavitud" (Gál 5, 1) . El apóstol Pablo nos
invita a la vigilancia, pues la libertad sufre siempre la insidia de
la esclavitud. Tal es precisamente el caso de un acto de fe en el
sentido de una opción fundamental --que es disociado de la elección
de los actos particulares según las corrientes anteriormente
mencionadas.
67.
Por tanto, dichas teorías son contrarias a la misma enseñanza
bíblica, que concibe la opción fundamental como una verdadera y
propia elección de la libertad y vincula profundamente esta elección
a los actos particulares. Mediante la elección fundamental, el
hombre es capaz de orientar su vida y --con la ayuda de la gracia--
tender a su fin siguiendo la llamada divina. Pero esta capacidad se
ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos
determinados, mediante los cuales el hombre se conforma
deliberadamente con la voluntad, la sabiduría y la ley de Dios. Por
tanto, se afirma que la llamada opción fundamental, en la medida en
que se diferencia de una intención genérica y, por ello, no
determinada todavía en una forma vinculante de la libertad, se actúa
siempre mediante elecciones conscientes y libres. Precisamente por
esto, la opción fundamental es revocada cuando el hombre compromete
su libertad en elecciones conscientes de sentido contrario, en
materia moral grave.
Separar la
opción fundamental de los comportamientos concretos significa
contradecir la integridad sustancial o la unidad personal del agente
moral en su cuerpo y en su alma. Una opción fundamental, entendida
sin considerar explícitamente las potencialidades que pone en acto y
las determinaciones que la expresan, no hace justicia a la finalidad
racional inmanente al obrar del hombre y a cada una de sus
elecciones deliberadas. En realidad, la moralidad de los actos
humanos no se reivindica solamente por la intención, por la
orientación u opción fundamental, interpretada en el sentido de una
intención vacía de contenidos vinculantes bien precisos, o de una
intención a la que no corresponde un esfuerzo real en las diversas
obligaciones de la vida moral. La moralidad no puede ser juzgada si
se prescinde de la conformidad u oposición de la elección deliberada
de un comportamiento concreto respecto a la dignidad y a la vocación
integral de la persona humana. Toda elección implica siempre una
referencia de la voluntad deliberada a los bienes y a los males,
indicados por la ley natural como bienes que hay que conseguir y
males que hay que evitar. En el caso de los preceptos morales
positivos, la prudencia ha de jugar siempre el papel de verificar su
incumbencia en una determinada situación, por ejemplo,teniendo en
cuenta otros deberes quizás más importantes o urgentes. Pero los
preceptos morales negativos, es decir, aquéllos que prohiben algunos
actos o comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no
admiten ninguna excepción legítima; no dejan ningún espacio
moralmente aceptable para la "creatividad" de alguna determinación
contraria. Una vez reconocida concretamente la especie moral de una
acción prohibida por una norma universal, el acto moralmente bueno
es sólo aquél que obedece a la ley moral y se abstiene de la acción
que dicha ley prohíbe.
68.
Es necesario añadir todavía una importante consideración pastoral.
En la lógica de las teorías mencionadas anteriormente, el hombre, en
virtud de una opción fundamental, podría permanecer fiel a Dios
independientemente de la mayor o menor conformidad de algunas de sus
elecciones y de sus actos concretos a las normas o reglas morales
específicas. En virtud de una opción primordial por la caridad, el
hombre--según estas corrientes--podría mantenerse moralmente bueno,
perseverar en la gracia de Dios, alcanzar la propia salvación, a
pesar de que algunos de sus comportamientos concretos sean
contrarios deliberada y gravemente a los mandamientos de Dios.
En realidad,
el hombre no va a la perdición solamente por la infidelidad a la
opción fundamental, según la cual se ha entregado "entera y
libremente a Dios". Con cualquier pecado mortal cometido
deliberadamente, el hombre ofende a Dios que ha dado la ley y, por
tanto, se hace culpable frente a toda la ley (cf. Sant 2, 8-11); a
pesar de conservar la fe, pierde la "gracia santificante", la
"caridad" y la "bienaventuranza eterna", "La gracia de la
justificación que se ha recibido --enseña el Concilio de Trento-- no
sólo se pierde por la infidelidad, por la cual se pierde incluso la
fe, sino por cualquier otro pecado mortal".
Pecado mortal y venial
69.
Las consideraciones en torno a la opción fundamental, como hemos
visto, han inducido a algunos teólogos a someter también a una
profunda revisión la distinción tradicional entre los pecados
mortales y los pecados veniales; ellos subrayan que la oposición a
la ley de Dios, que causa la pérdida de la gracia santificante en
el el caso de muerte en tal estado de pecado, la condenación
eterna, solamente puede ser fruto de un acto que compromete a la
persona en su totalidad, es decir, un acto de opción fundamental.
Según estos teólogos, el pecado mortal, que separa al hombre de
Dios, se verificaría solamente en el rechazo de Dios, que viene
realizado a un nivel de libertad, no identificable con un acto de
elección ni al que se puede llegar con un conocimiento sólo reflejo.
En este sentido --añaden-- es difícil, al menos psicológicamente,
aceptar el hecho de que un cristiano, que quiere permanecer unido a
Jesucristo y a su Iglesia, pueda cometer pecados mortales tan fácil
y repetidamente, como parece indicar a veces la "materia" misma de
sus actos. Igualmente, sería difícil aceptar que el hombre sea
capaz, en un breve período de tiempo, de romper radicalmente el
vínculo de comunión con Dios y de convertirse sucesivamente a El
mediante una penitencia sincera. Por tanto, es necesario --se
afirma-- medir la gravedad del pecado desde el grado de compromiso
de libertad de la persona que realiza un acto, y no desde la materia
de dicho acto.
70.
La Exhortación apostólica post-sinodal Reconciliatio et paenitentia
ha confirmado la importancia y la actualidad permanente de la
distinción entre pecados mortales y veniales, según la tradición de
la Iglesia. Y el Sínodo de los Obispos de 1983, del cual ha emanado
dicha Exhortación, "no sólo ha vuelto a afirmar cuanto fue
proclamado por el Concilio de Trento sobre la existencia y la
naturaleza de los pecados mortales y veniales, sino que ha querido
recordar que es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia
grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado
consentimiento".
La
afirmación del Concilio de Trento no considera solamente la "materia
grave" del pecado mortal, sino que recuerda también, como una
condición necesaria suya, el "pleno conocimiento y consentimiento
deliberado". Por lo demás, tanto en la teología moral como en la
práctica pastoral, son bien conocidos los casos en los que un acto
grave, por su materia, no constituye un pecado mortal por razón del
conocimiento no pleno o del consentimiento no deliberado de quien lo
comete. Por otra parte, "se deberá evitar reducir el pecado mortal a
un acto de "opción fundamental" --como hoy se suele decir--contra
Dios", concebido ya sea como explícito y formal desprecio de Dios y
del prójimo, ya sea como implícito y no reflexivo rechazo del
amor."Se comete, en efecto, un pecado mortal también, cuando el
hombre, sabiéndolo y queriéndolo elige, por el motivo que sea, algo
gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido
un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia
la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y
pierde la caridad. La orientación fundamental puede, pues, ser
radicalmente modificada por actos particulares. Sin duda pueden
darse situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto
psicológico, que influyen sobre la imputabilidad subjetiva del
pecador. Pero de la consideración de la esfera psicológica no se
puede pasar a la constitución de una categoría teológica, como es
concretamente la "opción fundamental" entendida de tal modo que, en
el plano objetivo, cambie o ponga en duda la concepción tradicional
de pecado mortal".
De este
modo, la disociación entre opción fundamental y decisiones
deliberadas de comportamientos determinados, desordenados en si
mismos o por las circunstancias, que podrían no cuestionarla,
comporta el desconocimiento de la doctrina católica sobre el pecado
mortal: "Siguiendo la tradición de la Iglesia, llamamos pecado
mortal al acto, mediante el cual un hombre, con libertad y
conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le
propone, prefiriendo volverse a si mismo, a alguna realidad creada y
finita, a algo contrario a la voluntad divina ("conversio ad
creaturam"). Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en
los pecados de idolatría, apostasía y ateísmo; o de modo
equivalente, como en todos los actos de desobediencia a los
mandamientos de Dios en materia grave".
IV. EL ACTO MORAL
Teleología y teleologismo
71.
La relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, que
encuentra su ámbito vital y profundo en la conciencia moral, se
manifiesta y realiza en los actos humanos. Es precisamente mediante
sus actos como el hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona
llamada a buscar espontáneamente a su Creador y a alcanzar
libremente, mediante su adhesión a El, la perfección feliz y plena.
Los actos
humanos son actos morales, porque expresan y deciden la bondad o
malicia del hombre mismo que realiza esos actos. Estos no producen
sólo un cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino que,
en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona
misma que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual,
como pone de relieve, de modo sugestivo, san Gregorio Niseno: "Todos
los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a si mismos,
sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio
que se traduce siempre en bien o en mal... Así pues, ser sujeto
sometido a cambio es nacer continuamente... Pero aquí el nacimiento
no se produce por una intervención ajena, como es el caso de los
seres corpóreos... sino que es el resultado de una decisión libre y,
así, nosotros somos en cierto modo nuestros mismos progenitores,
creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma
que queremos",
72.
La moralidad de los actos está definida por la relación de la
libertad del hombre con el bien auténtico. Dicho bien es
establecido, como ley eterna, por la Sabiduría de Dios que ordena
todo ser a su fin. Esta ley eterna es conocida tanto por medio de la
razón natural del hombre (y, de esta manera, es "ley natural"),
cuanto --de modo integral y perfecto-- por medio de la revelación
sobrenatural de Dios (y por ello es llamada "ley divina"). El obrar
es moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están
conformes con el verdadero bien del hombre y expresan así la
ordenación voluntaria de la persona hacia su fin último, es decir,
Dios mismo: el bien supremo en el cual el hombre encuentra su plena
y perfecta felicidad. La pregunta inicial del diálogo del joven con
Jesús: "¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna" (Mt
19, 16) evidencia inmediatamente el vinculo esencial entre el valor
moral de un acto y el fin último del hombre. Jesús, en su respuesta,
confirma la convicción de su interlocutor: el cumplimiento de actos
buenos, mandados por Aquél que "solo es el Bueno", constituye la
condición indispensable y el camino para la felicidad eterna: "Si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos" (Mt 19, 17). La
respuesta de Jesús remitiendo a los mandamientos manifiesta también
que el camino hacia el fin está marcado por el respeto de las leyes
divinas que tutelan el bien humano. Sólo el acto conforme al bien
puede ser camino que conduce a la vida.
La
ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad
y la búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la razón,
constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar humano no puede ser
valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar
este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del
sujeto sea buena. El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y
expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin último y la
conformidad de la acción concreta con el bien humano tal y como es
reconocido en su verdad por la razón. Si el objeto de la acción
concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la persona, la
elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a
nosotros mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con
nuestro fin último, el bien supremo, es decir, Dios mismo.
73.
El cristiano, gracias a la Revelación de Dios y a la fe, conoce la
"novedad" que marca la moralidad de sus actos; éstos están llamados
a expresar la mayor o menor coherencia con la dignidad y vocación
que le han sido dadas por la gracia: en Jesucristo y en su Espíritu,
el cristiano es "creatura nueva", hijo de Dios, y mediante sus actos
manifiesta su conformidad o divergencia con la imagen del Hijo que
es el primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29), vive su
fidelidad o infidelidad al don del Espíritu y se abre o se cierra a
la vida eterna, a la comunión de visión, de amor y beatitud con Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cristo "nos forma según su imagen
--dice san Cirilo de Alejandría--, de modo que los rasgos de su
naturaleza divina resplandecen en nosotros a través de la
santificación y la justicia y la vida buena y virtuosa... La belleza
de esta imagen resplandece en nosotros que estamos en Cristo,
cuando, por las obras, nos manifestamos como hombres buenos".
En este
sentido, la vida moral posee un carácter "teleológico" esencial,
porque consiste en la ordenación deliberada de los actos humanos a
Dios, sumo bien y fin (telos) último del hombre. Lo testimonia, una
vez más, la pregunta del joven a Jesús: "¿Qué he de hacer de bueno
para conseguir la vida eterna". Pero esta ordenación al fin último
no es una dimensión subjetivista que dependa sólo de la intención.
Aquélla presupone que tales actos sean en sí mismos ordenables a
este fin, en cuanto son conformes al auténtico bien moral del
hombre, tutelado por los mandamientos. Esto es lo que Jesús mismo
recuerda en la respuesta al joven: "Si quieres entrar en la vida,
guarda los mandamientos" (Mt 19, 17).
Evidentemente debe ser una ordenación racional y libre, consciente y
deliberada, en virtud de la cual el hombre es responsable de sus
actos y está sometido al juicio de Dios, juez justo y bueno que
premia el bien y castiga el mal, como nos lo recuerda el apóstol
Pablo: "Es necesario que todos nosotros seamos puestos al
descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba
conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal" (2
Cor 5, 10).
74.
Pero, ¿de qué depende la cualificación moral del obrar libre del
hombre? ¿Cómo se asegura esta ordenación de los actos humanos hacia
Dios? ¿Solamente de la intención que sea conforme al fin último, al
bien supremo, o de las circunstancias y, en particular, de las
consecuencias que contradistinguen el obrar del hombre, o no
depende también y sobre todo del objeto mismo de los actos
humanos?
Este es el
problema llamado tradicionalmente de las "fuentes de la moralidad".
Precisamente con relación a este problema, en las últimas décadas se
han manifestado nuevas--o restauradas--tendencias culturales y
teológicas que exigen un cuidadoso discernimiento por parte del
Magisterio de la Iglesia.
Algunas
teorías éticas, denominadas "teleológicas", dedican especial
atención a la conformidad de los actos humanos con los fines
perseguidos por el agente y con los valores que él percibe. Los
criterios para valorar la rectitud moral de una acción se toman de
la ponderación de los bienes que hay que conseguir o de los valores
que hay que respetar. Para algunos, el comportamiento concreto sería
recto o equivocado según pueda o no producir un estado de cosas
mejores para todas las personas interesadas: sería recto el
comportamiento capaz de "maximalizar" los bienes y "minimizar" los
males.
Muchos de
los moralistas católicos que siguen esta orientación, buscan
distanciarse del utilitarismo y del pragmatismo, para los cuales la
moralidad de los actos humanos sería juzgada sin hacer referencia al
verdadero fin último del hombre. Ellos, con razón, se dan cuenta de
la necesidad de encontrar argumentos racionales, cada vez más
consistentes, para justificar las exigencias y fundamentar las
normas de la vida moral. Dicha búsqueda es legítima y necesaria por
el hecho de que el orden moral, establecido por la ley natural, es,
en línea de principio, accesible a la razón humana. Se trata,
además, de una búsqueda que sintoniza con las exigencias del diálogo
y la colaboración con los no-católicos y los no-creyentes,
particularmente en las sociedades pluralísticas.
75.
Pero en el ámbito del esfuerzo por elaborar una semejante moral
racional--a veces llamada por esto "moral autónoma"--, existen
falsas soluciones, vinculadas particularmente a una comprensión
inadecuada del objeto del obrar moral. Algunos no consideran
suficientemente el hecho que la voluntad está implicada en las
elecciones concretas que ella realiza: esas son condiciones de su
bondad moral y de su ordenación al fin último de la persona. Otros
se inspiran además en una concepción de la libertad que prescinde de
las condiciones efectivas de su ejercicio, de su referencia objetiva
a la verdad sobre el bien, de su determinación mediante elecciones
de comportamientos concretos. Y así, según estas teorías, la
voluntad libre no estaría ni moralmente sometida a obligaciones
determinadas, ni vinculada por sus elecciones, a pesar de no dejar
de ser responsable de los propios actos y de sus consecuencias. Este
"teleologismo", como método de reencuentro de la norma moral, puede,
entonces, ser llamado--según terminologías y aproches tomados de
diferentes corrientes de pensamiento--"consecuencialismo" o
"proporcionalismo". El primero pretende obtener los criterios de la
rectitud de un obrar determinado sólo del cálculo de las
consecuencias que se prevé pueden derivarse de la ejecución de una
decisión. El segundo, ponderando entre si los valores y los bienes
que persiguen, se centra más bien en la proporción reconocida entre
los efectos buenos o malos, en vista del "bien más grande" o del
"mal menor", que sean efectivamente posibles en una situación
determinada.
Las teorías
éticas teleológicas (proporcionalismo, consecuencialismo), aun
reconociendo que los valores morales son señalados por la razón y la
revelación, no admiten que se pueda formular una prohibición
absoluta de comportamientos determinados que, en cualquier
circunstancia y cultura, contrasten con aquellos valores. El sujeto
que obra sería responsable de la consecución de los valores que se
persiguen, pero según un doble aspecto: en efecto, los valores o
bienes implicados en un acto humano, sería, desde un punto de vista,
de orden moral (con relación a valores propiamente morales, como el
amor de Dios, la benevolencia hacia el próxima, la justicia, etc) y,
desde otro, de orden pre-moral, llamado también no-moral, físico u
óntico (con relación a las ventajas e inconvenientes originados sea
a aquel que actúa, como a toda persona implicada antes o después,
como por ejemplo la salud o su lesión, la integridad física, la
vida, la muerte, la pérdida de bienes materiales, etc).
En un mundo
en el que el bien estaría siempre mezclado con el mal y cualquier
efecto bueno estaría vinculado con otros efectos malos, la moralidad
del acto se juzgaría de modo diferenciado: su "bondad" moral sobre
la base de la intención del sujeto, referida a los bienes morales, y
su rectitud sobre la base de la consideración de los efectos o
consecuencias previsibles y de su proporción. Por consiguiente, los
comportamientos concretos serian cualificados como "rectos" o
"equivocados", sin que por esto sea posible valorar la voluntad de
la persona que los elige como moralmente "buena" o "mala". De este
modo, un acto que, oponiéndose a normas universales negativas viola
directamente bienes considerados como pre-morales, podría ser
cualificado como moralmente admisible si la intención del sujeto se
concentra, según una "responsable" ponderación de los bienes
implicados en la acción concreta, sobre el valor moral reputado
decisivo en la circunstancia. La valoración de las consecuencias de
la acción, en base a la proporción del acto con sus efectos y de los
efectos entre sí, sólo afectaría al orden pre-moral. Sobre la
especificidad moral de los actos, esto es, sobre su bondad o maldad,
decidiría exclusivamente la fidelidad de la persona a los valores
más altos de la caridad y de la prudencia, sin que esta fidelidad
sea incompatible necesariamente con decisiones contrarias a ciertos
preceptos morales particulares. Incluso en materia grave, estos
últimos deberán ser considerados como normas operativas siempre
relativas y susceptibles de excepciones. En esta perspectiva, el
consentimiento otorgado a ciertos comportamientos declarados
ilícitos por la moral tradicional no implicaría una malicia moral
objetiva.
El objeto del acto deliberado
76.
Estas teorías pueden adquirir una cierta fuerza persuasiva por su
afinidad con la mentalidad científica, preocupada con razón de
ordenar las actividades técnicas y económicas en base al cálculo de
los recursos y los beneficios, de los procedimientos y los efectos.
Ellas pretenden liberar de las imposiciones de una moral de la
obligación, voluntarista y arbitraria, que vendría a ser inhumana.
Sin embargo,
semejantes teorías no son fieles a la doctrina de la Iglesia, en
cuanto creen poder justificar, como moralmente buenas, elecciones
deliberadas de comportamientos contrarios a los mandamientos de la
ley divina y natural. Estas teorías no pueden apelarse a la
tradición moral católica, pues, si bien es verdad que en esta última
se ha desarrollado una casuística atenta a ponderar en algunas
situaciones concretas las posibilidades mayores de bien, es
igualmente verdad que esto se refería solamente a los casos en los
que la ley era incierta y, por consiguiente, no ponía en discusión
la validez absoluta de los preceptos morales negativos, los cuales
obligan sin excepción. Los fieles están obligados a reconocer y
respetar los preceptos morales específicos, declarados y enseñados
por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor. Cuando el
apóstol Pablo recapitula el cumplimiento de la Ley en el precepto de
amar al prójimo como a sí mismo (cf. Rom 13, 8-10), no atenúa los
mandamientos, sino que, sobre todo, los confirma, desde el momento
en que revela sus exigencias y gravedad. El amor a Dios y el amor al
prójimo son inseparables de la observancia de los mandamientos de la
Alianza, renovada en la sangre de Jesucristo y en el don del
Espíritu Santo. Es un honor para los cristianos obedecer a Dios
antes que a los hombres (cf. Act 4, 19; 5, 29) e incluso aceptar el
martirio a causa de ello, como han hecho los santos y las santas del
Antiguo y del Nuevo Testamento, reconocidos como tales por haber
dado su vida antes que realizar este o aquel gesto particular
contrario a la fe o la virtud.
77.
Para ofrecer los criterios racionales de una justa decisión moral,
las mencionadas teorías tienen en cuenta la intención y las
consecuencias de la acción humana. Ciertamente hay que dar gran
importancia ya sea a la intención --como Jesús insiste con
particular fuerza en abierta contraposición con los escribas y
fariseos, que prescribían minuciosamente ciertas obras externas sin
atender al corazón (cf. Mc 7, 20-21; Mt 15, 19)--, ya sea a los
bienes obtenidos y los males evitados como consecuencia de un acto
particular. Se trata de una exigencia de responsabilidad. Pero la
consideración de estas consecuencias --así como de las intenciones--
no es suficiente para valorar la cualidad moral de una elección
concreta. La ponderación de los bienes y los males, previsibles como
consecuencia de una acción, no es un método adecuado para determinar
si la elección de aquel comportamiento concreto es, "según su
especie" o "en sí misma", moralmente buena o mala, lícita o ilícita.
Las consecuencias previsibles pertenecen a aquellas circunstancias
del acto que, aunque puedan modificar la gravedad de una acción
mala, no pueden cambiar, sin embargo, la especie moral.
Por otra
parte, cada uno conoce las dificultades -o mejor dicho, la
imposibilidad, de valorar todas las consecuencias y todos los
efectos buenos o malos denominados pre-morales de los propios
actos: un cálculo racional exhaustivo no es posible. Entonces, ¿qué
hay que hacer para establecer unas proporciones que dependen de una
valoración, cuyos criterios permanecen oscuros? ¿Cómo podría
justificarse una obligación absoluta sobre cálculos tan discutibles?
78.
La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente
del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada, como lo
prueba también el penetrante análisis, aún válido, de santo Tomás.
Así pues, para poder aprehender el objeto de un acto, que lo
especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la
persona que actúa. En efecto, el objeto del acto del querer es un
comportamiento elegido libremente. Y en cuanto es conforme con el
orden de la razón, es causa de la bondad de la voluntad, nos
perfecciona moralmente y nos dispone a reconocer nuestro fin último
en el bien perfecto, el amor originario. Así pues, no se puede tomar
como objeto de un determinado acto moral, un proceso o un evento de
orden físico solamente, que se valora en cuanto origina un
determinado estado de cosas en el mundo externo. El objeto es el fin
próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer
de la persona que actúa. En este sentido, como enseña el Catecismo
de la Iglesia Católica, "hay comportamientos concretos cuya elección
es siempre errada porque ésta comporta un desorden de la voluntad,
es decir, un mal moral". "Sucede frecuentemente afirma el Aquinate
que el hombre actúe con buena intención, pero sin provecho
espiritual porque le falta la buena voluntad. Por ejemplo, uno roba
para ayudar a los pobres: en este caso, si bien la intención es
buena, falta la rectitud de la voluntad porque las obras son malas.
En conclusión, la buena intención no autoriza a hacer ninguna obra
mala. "Algunos dicen: hagamos el mal para que venga el bien. Estos
bien merecen la propia condena" (Rom 3, 8)".
La razón por
la que no basta la buena intención, sino que es necesaria también la
recta elección de las obras, reside en el hecho de que el acto
humano depende de su objeto, o sea si éste es o no es "ordenable" a
Dios, a Aquel que "sólo es bueno", y así realiza la perfección de la
persona. Por tanto, el acto es bueno si su objeto es conforme con el
bien de la persona en el respeto de los bienes moralmente relevantes
para ella. La ética cristiana, que privilegia la atención al objeto
moral, no rechaza considerar la "teleología" interior del obrar, en
cuanto orientado a promover el verdadero bien de la persona, sino
que reconoce que éste sólo se pretende realmente cuando se respetan
los elementos esenciales de la naturaleza humana. El acto humano,
bueno según su objeto, es "ordenable" también al fin último. El
mismo acto alcanza después su perfección última y decisiva cuando la
voluntad lo ordena efectivamente a Dios mediante la caridad. A este
respecto, el Patrono de los moralistas y confesores enseña: "No
basta realizar obras buenas, sino que es preciso hacerlas bien. Para
que nuestras obras sean buenas y perfectas, es necesario hacerlas
con el fin puro de agradar a Dios".
El "mal intrínseco": no
es lícito hacer el mal para lograr el bien (cf. Rom 3, 8).
79.
Así pues, hay que rechazar la tesis, característica de las teorías
teleológicas y proporcionalistas, según la cual sería imposible
cualificar como moralmente mala según su especie su "objeto"--la
elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados
prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de
la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para
todas las personas interesadas.
El elemento
primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del acto
humano, el cual decide sobre su "ordenabilidad" al bien y al fin
último que es Dios. Tal "ordenabilidad" es aprehendida por la razón
en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y,
por tanto, en sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus
finalidades, que también tienen siempre una dimensión espiritual:
éstos son exactamente los contenidos de la ley natural y, por
consiguiente, el conjunto ordenado de los "bienes para la persona"
que se ponen al servicio del "bien de la persona", del bien que es
ella misma y su perfección. Estos son los bienes tutelados por los
mandamientos, los cuales, según Santo Tomás, contienen toda la ley
natural.
80.
Ahora bien, la razón testimonia que existen objetos del acto humano
que se configuran como "no-ordenables" a Dios, porque contradicen
radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los
actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados
"intrínsecamente malos" ("intrinsece malum"): lo son siempre y por
sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las
ulteriores intenciones de quien actúa y de las circunstancias. Por
esto, sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen
las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña
que "existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de
las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su
objeto". El mismo Concilio Vaticano II, en el marco del respeto
debido a la persona humana, ofrece una amplia ejemplificación de
tales actos: "Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de
cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo
suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona
humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales,
incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a
la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los
encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la
prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las
condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son
tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y
responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente
oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a
quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son
totalmente contrarios al honor debido al Creador".
Sobre los
actos intrínsecamente malos? y refiriéndose a las prácticas
contraceptivas mediante las cuales el acto conyugal es convertido
intencionalmente infecundo, Pablo VI enseña: "En verdad, si es
lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor
o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones
gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (cf. Rom 3, 8), es
decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es
intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona
humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien
individual, familiar o social".
81.
La Iglesia, al enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos,
acoge la doctrina de la Sagrada Escritura. El apóstol Pablo afirma
de modo categórico: "¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los
idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales,
ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los
ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios" (1 Cor 6,
9-10).
Si los actos
son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas
circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no
pueden suprimirla: son actos "irremediablemente" malos, por sí y en
sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona: "En
cuanto a los actos que son por sí mismos pecados (cum iam opera ipsa
peccata sunt) -dice san Agustín-, como el robo, la fornicación, la
blasfemia u otros actos semejantes, ¿quién osará afirmar que
cumpliéndolos por motivos buenos (bonis causis), ya no serían
pecados o -conclusión más absurda aúnque- serían pecados
justificados?".
Por esto,
las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un
acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto
"subjetivamente" honesto o justificable como elección.
82.
Por otra parte, la intención es buena cuando apunta al verdadero
bien de la persona con relación a su fin último. Pero los actos,
cuyo objeto es "no-ordenable" a Dios e "indigno de la persona
humana", se oponen siempre y en todos los casos a este bien. En este
sentido, el respeto a las normas que prohiben tales actos y que
obligan "semper et pro semper", o sea sin excepción alguna, no sólo
no limita la buena intención, sino que hasta constituye su expresión
fundamental.
La doctrina
del objeto, como fuente dad, representa una explicitación auténtica
de la moral bíblica de la Alianza y de los mandamientos, de la
caridad y de las virtudes. La cualidad moral del obrar humano
depende de esta fidelidad a los mandamientos, expresión de
obediencia y de amor. Por esto, volvemos a decirlo, hay que
rechazar como errónea la opinión que considera imposible cualificar
moralmente como mala según su especie la elección deliberada de
algunos comportamientos o actos determinados, prescindiendo de la
intención por la cual la elección es hecha o por la totalidad de las
consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas
interesadas. Sin esta determinación racional de la moralidad del
obrar humano, sería imposible afirmar un "orden moral objetivo" y
establecer cualquier norma determinada, desde el punto de vista del
contenido, que obligue sin excepciones; y esto sería a costa de la
fraternidad humana y de la verdad sobre el bien, así como en
detrimento de la comunión eclesial.
83.
Como se ve, en la cuestión de la moralidad de los actos humanos y
particularmente en la de la existencia de los actos intrínsecamente
malos, se concentra en cierto sentido la cuestión misma del hombre,
de su verdad y de las consecuencias morales que se derivan de ello.
Reconociendo y enseñando la existencia del mal intrínseco en
determinados actos humanos, la Iglesia permanece fiel a la verdad
integral sobre el hombre y, por ello, lo respeta y promueve en su
dignidad y vocación. En consecuencia, debe rechazar las teorías
expuestas más arriba, que contrastan con esta verdad.
Sin embargo,
es necesario que nosotros, Hermanos en el Episcopado, no nos
limitemos sólo a exhortar a los fieles sobre los errores y peligros
de algunas teorías éticas. Ante todo, debemos mostrar el fascinante
esplendor de aquella verdad que es Jesucristo mismo. En El, que es
la Verdad (cf. Jn 14, 6), el hombre puede, mediante los actos
buenos, comprender plenamente y vivir perfectamente su vocación a la
libertad en la obediencia a la ley divina, que se compendia en el
mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Es cuanto acontece con el
don del Espíritu Santo, Espíritu de verdad, de libertad y amor: en
El nos es dado interiorizar la ley y percibirla y vivirla como el
dinamismo de la verdadera libertad personal: "la ley perfecta de la
libertad" (Sant 1, 25).
CAPÍTULO III. "PARA NO
DESVIRTUAR LA CRUZ DE CRISTO" (1 Cor 1, 17) EL BIEN MORAL PARA LA
VIDA DE LA IGLESIA Y DEL MUNDO
"Para ser libres nos
libertó Cristo" (Gál 5, 1)
84.
La cuestión fundamental que las teorías morales recordadas antes
plantean con particular intensidad es la relación entre la libertad
del hombre y la ley de Dios, es decir, la cuestión de la relación
entre libertad y verdad.
Según la fe
cristiana y la doctrina "solamente la libertad que se somete conduce
a la persona humana a su verdadero bien. El bien de la persona
consiste en estar en la Verdad y en realizar la Verdad".
La
confrontación entre la posición de la Iglesia y la situación social
y cultural actual muestra inmediatamente la urgencia de que
precisamente sobre tal cuestión fundamental se desarrolla una
intensa acción pastoral por parte de la Iglesia misma: "La cultura
contemporánea ha perdido en este vínculo esencial entre
Verdad-Bien-Libertad y, por tanto, volver a conducir al hombre a
redescubrirlo es hoy una de las exigencias propias de la misión de
la Iglesia, por la salvación del mundo. La pregunta de Pilato: "¿Qué
es la verdad?", emerge también hoy desde la triste perplejidad de un
hombre que a menudo ya no sabe quién es, de dónde viene ni adónde
va. Y así asistimos no pocas veces al pavoroso precipitarse de la
persona humana en situaciones de autodestrucción progresiva. De
prestar oído a ciertas voces, parece que no se debiera ya reconocer
el carácter absoluto indestructible de ningún valor moral. Está ante
los ojos de todos el desprecio de la vida humana ya concebida y aún
no nacida; la violación permanente de derechos fundamentales de la
persona; la inicua destrucción de bienes necesarios para una vida
meramente humana. Y lo que es aún más grave: el hombre ya no está
convencido de que sólo en la verdad puede encontrar la salvación. La
fuerza salvífica de la verdad es contestada y se confía sólo a la
libertad, desarraigada de toda objetividad, la tarea de decidir
autónomamente lo que es bueno y lo que es malo. Este relativismo se
traduce, en el campo teológico, en desconfianza en la sabiduría de
Dios, que guía al hombre con la ley moral. A lo que la ley moral
prescribe se contraponen las llamadas situaciones concretas, no
considerando ya, en definitiva, que la ley de Dios es siempre el
único verdadero bien del hombre".
85.
La obra de discernimiento de estas teorías éticas por parte de la
Iglesia no se reduce a su denuncia o a su rechazo, sino que trata de
guiar con gran amor a todos los fieles en la formación de una
conciencia moral que juzgue y lleve a decisiones según verdad, como
exhorta el apóstol Pablo: "No os acomodéis al mundo presente, antes
bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma
que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo
agradable, lo perfecto" (Rom 12, 2).Esta obra de la Iglesia
encuentra su punto de apoyo --su "secreto" formativo-- no tanto en
los enunciados doctrinales y en las exhortaciones pastorales a la
vigilancia, cuanto en tener la "mirada" fija en el Señor Jesús. La
Iglesia cada día mira con incansable amor a Cristo, plenamente
consciente de que sólo en él está la respuesta verdadera y
definitiva al problema moral.
Concretamente, en Jesús crucificado la Iglesia encuentra la
respuesta al interrogante que atormenta hoy a tantos hombres: cómo
puede la obediencia a las normas morales universales e inmutables
respetar la unicidad e irrepetibilidad de la persona y no atentar a
su libertad y dignidad. La Iglesia hace suya la conciencia que el
apóstol Pablo tenía de la misión recibida: "Me envió Cristo... a
predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar
la cruz de Cristo...; nosotros predicamos a un Cristo crucificado:
escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los
llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y
sabiduría de Dios" ( 1 Cor 1, 17.23-24). Cristo crucificado revela
el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el
don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su misma
libertad.
86.
La reflexión racional y la experiencia cotidiana demuestran la
debilidad que marca la libertad del hombre. Es libertad real, pero
contingente. No tiene su origen absoluto e incondicionado en si
misma, sino en la existencia en la que se encuentra y para la cual
representa, al mismo tiempo, un limite y una posibilidad. Es la
libertad de una criatura, o sea, una libertad donada, que se ha de
acoger como un germen y hacer madurar con responsabilidad. Es parte
constitutiva de la imagen criatural, que fundamenta la dignidad de
la persona, en la cual aparece la vocación originaria con la que el
Creador llama al hombre al verdadero Bien, y más aún, por la
revelación de Cristo, a entrar en amistad con él, participando de su
misma vida divina. Es, a la vez, inalienable autoposesión y apertura
universal a cada ser existente, cuando sale de si mismo hacia el
conocimiento y el amor a los demás. La libertad se fundamenta, pues,
en la verdad del hombre y tiende a la comunión.
La razón y
la experiencia muestran no sólo la debilidad de la libertad humana,
sino también su drama. El hombre descubre que su libertad está
inclinada misteriosamente a traicionar esta apertura a lo Verdadero
y al Bien, y que demasiado frecuentemente, prefiere, de hecho,
escoger bienes contingentes, limitados y efímeros. Más aún, dentro
de los errores y opciones negativas, el hombre descubre el origen de
una rebelión radical que lo lleva a rechazar la Verdad y el Bien
para erigirse en principio absoluto de si mismo: "Seréis como
dioses" (Gén 3, 5). La libertad, pues, necesita ser liberada. Cristo
es su libertador: "para ser libres nos libertó" él (Gál 5, 1).
87.
Cristo manifiesta, ante todo, que el reconocimiento honesto y
abierto de la verdad es condición para la auténtica libertad:
"Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32). Es la
verdad la que hace libres ante el poder y da la fuerza del martirio.
Al respecto dice Jesús ante Pilato: "Para esto he venido al mundo:
para dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 37). Así los verdaderos
adoradores de Dios deben adorarlo "en espíritu y en verdad" (Jn 4,
23 ). En virtud de esta adoración llegan a ser libres. Su relación
con la verdad y la adoración de Dios se manifiesta en Jesucristo
como la raíz más profunda de la libertad.
Jesús
manifiesta, además, con su misma vida y no sólo con palabras, que la
libertad se realiza en el amor, es decir, en el don de uno mismo. El
que dice: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos" (Jn 15, 13), va libremente al encuentro de la Pasión (cf. Mt
26, 46), y en su obediencia al Padre en la Cruz da la vida por todos
los hombres (cf. Flp 2, 6-11). De este modo, la contemplación de
Jesús crucificado es la vía maestra por la que la Iglesia debe
caminar cada día si quiere comprender el pleno significado de la
libertad: el don de uno mismo en el servicio a Dios y a los
hermanos. La comunión con el Señor resucitado es la fuente
inagotable de la que la Iglesia se alimenta incesantemente para
vivir en la libertad, darse y servir. San Agustín, al comentar el
versículo del salmo 100/99, 2, "servid al Señor con alegría", dice:
"En la casa del Señor libre es la esclavitud. Libre, ya que el
servicio no le impone la necesidad, sino la caridad... La caridad te
convierta en esclavo, así como la verdad te ha hecho libre... Al
mismo tiempo tú eres esclavo y libre: esclavo, porque llegaste a
serlo; libre, porque eres amado por Dios, tu creador... Eres esclavo
del Señor y eres libre del Señor. ¡No busques una liberación que te
lleve lejos de la casa de tu libertador!".
De este modo
la Iglesia, y cada cristiano en ella, está llamado a participar de
la función real de Cristo en la cruz (cf. Jn 12, 32), de la gracia y
de la responsabilidad del Hijo del hombre, que "no ha venido a ser
servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mt
20, 28).
Por lo
tanto, Jesús es la síntesis viviente y personal de la perfecta
libertad en la obediencia total a la voluntad de Dios. Su carne
crucificada es la plena revelación del vínculo indisoluble entre
libertad y verdad, así como su resurrección de la muerte es la
exaltación suprema de la fecundidad y de la fuerza salvífica de una
libertad vivida en la verdad.
Caminar en la luz (cf.
1 Jn 1, 7)
88.
La contraposición, más aún, la radical separación entre libertad y
verdad es consecuencia, manifestación y realización de otra más
grave y nociva dicotomía: la que se produce entre fe y moral.
Esta
separación constituye una de las preocupaciones pastorales más
agudas de la Iglesia en el presente proceso de secularismo, en el
cual muchos hombres piensan y viven "como si Dios no existiera". Nos
encontramos ante una mentalidad que abarca --a menudo de manera
profunda, vasta y capilar-- las actitudes y los comportamientos de
los mismos cristianos, cuya fe se debilita y pierde la propia
originalidad de nuevo criterio de interpretación y actuación para la
existencia personal, familiar y social. En realidad, los criterios
de juicio y de elección seguidos por los mismos creyentes se
presentan frecuentemente en el contexto de una cultura ampliamente
descristianizada --como extraños e incluso contrapuestos a los del
Evangelio.
Es, pues,
urgente que los cristianos descubran la novedad de su fe y su fuerza
de juicio ante la cultura dominante e invadiente: "En otro tiempo
fuisteis tinieblas --nos recuerda el apóstol Pablo--; mas ahora sois
luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz
consiste en toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo que
agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las
tinieblas, antes bien, denunciadlas... Mirad atentamente cómo vivís;
que no sea como imprudentes, sino como prudentes; aprovechando bien
el tiempo presente, porque los días son malos" (Ef 5, 8-11. 15-16;
cf. 1 Tes 5, 4-8).
Urge
recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe
cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se
han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de
Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos,
una verdad que se ha de hacer vida. Pero, una palabra no es acogida
auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta en
práctica. La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es
encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con
Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6). Implica un acto de
confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió
(cf. Gál 2, 20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos.
89.
La fe tiene también un contenido moral: suscita y exige un
compromiso coherente de vida; comporta y perfecciona la acogida y la
observancia de los mandamientos divinos. Como dice el evangelista
Juan: "Dios es Luz, en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que
estamos en comunión con él y caminamos en tinieblas, mentimos y no
obramos la verdad... En esto sabemos que le conocemos: en que
guardamos sus mandamientos. Quien dice: "Yo le conozco" y no guarda
sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero
quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha
llegado a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Quien
dice que permanece en él, debe vivir como vivió él" (1 Jn 1, 5-6; 2,
3-6).
A través de
la vida moral la fe llega a ser "confesión", no sólo ante Dios, sino
también ante los hombres: se convierte en testimonio. "Vosotros sois
la luz del mundo --dice Jesús--. No puede ocultarse una ciudad
situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y
la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para alumbre a
todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de
los hombres, para que vean vuestra buenas obras y glorifiquen a
vuestro Padre que está en los cielos "(Mt 5, 14-16). Estas obras son
sobre todo las de caridad (cf. Mt 25, 31-46) y de la auténtica
libertad que se manifiesta y vive en el don de uno mismo. Hasta el
don total de uno mismo, como hizo Cristo, que en la Cruz "amó a la
Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5, 25 ) . El
testimonio de Cristo es fuente, paradigma y auxilio para el
testimonio del discípulo, llamado a seguir el mismo camino: "Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz
cada día, y sígame" (Lc 9, 23). La caridad, según las exigencias del
radicalismo evangélico, puede llevar al creyente al testimonio
supremo del martirio. Siguiendo el ejemplo de
Jesús que
muere en cruz, escribe Pablo a los cristianos de Efeso: "Sed, pues,
imitadores de Dios,como hijos queridos y vivid en el amor como
Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de
suave aroma" (Ef 5, 1-2).
El martirio, exaltación
de la santidad inviolable de la ley de Dios
90.
La relación entre fe y moral resplandece con toda su intensidad en
el respeto incondicionado que se debe a las exigencias ineludibles
de la dignidad personal de cada hombre, exigencias tuteladas por las
normas morales que prohiben sin excepción los actos intrínsecamente
malos. La universalidad y la inmutabilidad de la norma moral
manifiestan y, al mismo tiempo, se ponen al servicio de la absoluta
dignidad personal, o sea, de la inviolabilidad del hombre, en cuyo
rostro brilla el esplendor de Dios (cf. Gén 9, 5-6).
El no poder
aceptar las teorías éticas "teleológicas", "consecuencialistas" y
"proporcionalistas" que niegan la existencia de normas morales
negativas relativas a comportamientos determinados y que son válidas
sin excepción, halla una confirmación particularmente elocuente en
el hecho del martirio cristiano, que siempre ha acompañado y
acompaña la vida de la Iglesia.
91.
Ya en la Antigua Alianza encontramos admirables testimonios de
fidelidad a la ley santa de Dios llevada hasta la aceptación
voluntaria de la muerte. Ejemplar es la historia de Susana: a los
dos jueces injustos, que la amenazaban con hacerla matar si se
negaba a ceder a su pasión impura, responde así: "¡Qué aprieto me
estrecha por todas partes! Si hago esto, es la muerte para mi; si no
lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor para mi caer en
vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor" (Dan
13, 22-23). Susana, prefiriendo "morir inocente" en manos de los
jueces, atestigua no sólo su fe y confianza en Dios sino también su
obediencia a la verdad y al orden moral absoluto: con su
disponibilidad al martirio, proclama que no es justo hacer lo que la
ley de Dios califica como mal para sacar de ello algún bien. Susana
elige para si la "mejor parte": un testimonio limpísimo, sin ningún
compromiso, de la verdad sobre el bien y del Dios de Israel; de este
modo manifiesta en sus actos la santidad de Dios.
En los
umbrales del Nuevo Testamento, Juan el Bautista, rehusando no
proclamar la ley del Señor y aliarse con el mal, "murió mártir de la
verdad y la justicia" y así fue precursor del Mesías incluso en el
martirio (cf. Mc 6, 17-29). Por esto, "fue encerrado en la oscuridad
de la cárcel aquél que vino a testimoniar la luz y que de la misma
luz, que es Cristo, mereció ser llamado lámpara que arde e
ilumina... Y fue bautizado en la propia sangre aquél a quien se le
había concedido bautizar al Redentor del mundo".
En la Nueva
Alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo
--comenzando por el diácono Esteban (cf. Act 6, 8-7, 60) y el
apóstol Santiago (cf. Act 12, 1-2)-- que murieron mártires por
confesar su fe y su amor al Maestro y por no renegar de él. En esto
han seguido al Señor Jesús, que ante Caifás y Pilato, "rindió tan
solemne testimonio" ( 1 Tim 6, 13 ), confirmando la verdad de su
mensaje con el don de la vida. Otros innumerables mártires aceptaron
las persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de
quemar incienso ante la estatua del Emperador (cf. Ap 13, 7-10).
Incluso rechazaron el simular semejante culto, dando así ejemplo del
rechazo también de una comportamiento concreto contrario al amor de
Dios y al testimonio de la fe. Con la obediencia, ellos confían y
entregan, igual que Cristo, su vida al Padre, que podía liberarlos
de la muerte (cf. Heb 5, 7).
La Iglesia
propone el ejemplo de numerosos santos y santas, como Juan
Nepomuceno y Maria Goretti, que prefirieron la muerte antes que
cometer un solo pecado mortal: traicionar el secreto de confesión o
fornicar. Elevándolos al honor de los altares, la Iglesia ha
canonizado su testimonio y declaró verdadero su juicio, según el
cual el amor implica obligatoriamente el respeto de sus
mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo
de traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia
vida.
92.
En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden
moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y a la vez la
intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y
semejanza de Dios. Es una dignidad que nunca se puede envilecer o
contrastar, aunque sea con buenas intenciones, cualesquiera que sean
las dificultades. Jesús nos exhorta con la máxima severidad: a ¿De
qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?"
(Mc 8, 36).
El martirio
demuestra como ilusorio y falso todo "significado humano" que se
pretendiese atribuir, aunque fuera en condiciones "excepcionales", a
un acto en si mismo moralmente malo; más aún, manifiesta
abiertamente su verdadero rostro: el de una violación de la
"humanidad" del hombre, antes aún en quien lo realiza que no en
quien lo padece. El martirio es, pues, también exaltación de la
perfecta "humanidad" y de la verdadera "vida" de la persona, como
atestigua san Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los cristianos de
Roma, lugar de su martirio: "Por favor, hermanos, no me privéis de
esta vida, no queráis que muera... dejad que pueda contemplar la
luz; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la
pasión de mi Dios".
93.
Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la
Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la
muerte es anuncio solemne y compromiso misionero "usque ad
sanguinem" para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado
en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la
sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin
de que no sólo en la sociedad civil sino incluso dentro de las
mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa
que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que
hace imposible construir y conservar el orden moral de los
individuos y de las comunidades. Los mártires, y de manera más
amplia todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y
fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de
la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando el
sentido moral. Dando testimonio del bien, ellos representan un
reproche viviente a cuantos trasgreden la ley (cf. Sab 2, 2) y hacen
resonar con permanente actualidad las palabras del profeta: "¡Ay,
los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por
luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por
amargo!" (Is 5, 20).
Si el
martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que
relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio
de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar
cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios.
En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las
circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden
moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios,
está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de
la fortaleza, que --como enseña san Gregorio Magno-- le capacita a
"amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno".
94.
En el dar testimonio del bien moral absoluto los cristianos no están
solos. Encuentran una confirmación en el sentido moral de los
pueblos y en las grandes tradiciones religiosas y sapienciales del
Occidente y del Oriente, que ponen de relieve la acción interior y
misteriosa del Espíritu de Dios. Pueda aplicarse a todos la
expresión del poeta latino Juvenal: "Considera el mayor crimen
preferir la supervivencia al pudor y, por amor de la vida, perder el
sentido del vivir". La voz de la conciencia ha recordado siempre sin
ambigüedad que hay verdades y valores morales por los cuales se debe
estar dispuestos a dar incluso la vida. En la palabra y sobre todo
en el sacrificio de la vida por el valor moral, la Iglesia da el
mismo testimonio de aquella verdad que, presente ya en la creación,
resplandece plenamente en el rostro de Cristo: "Sabemos dice san
Justino que también han sido odiados y matados aquellos que han
seguido las doctrinas de los estoicos, por el hecho de que han
demostrado sabiduría al menos en la formulación de la doctrina
moral, gracias a la semilla del Verbo que está en toda raza humana".
Las normas morales
universales e inmutables al servicio de la persona y de la sociedad
95.
La doctrina de la Iglesia, y en particular su firmeza en defender la
validez universal y permanente de los preceptos que prohiben los
actos intrínsecamente malos, es juzgada no pocas veces como signo de
una intransigencia intolerable, sobre todo en las situaciones
enormemente complejas y conflictivas de la vida moral del hombre y
de la sociedad actual. Dicha intransigencia estaría en contraste con
la condición maternal de la Iglesia. Esta se dice no muestra
comprensión y compasión. Pero, en realidad, la maternidad de la
Iglesia no puede separarse jamás de su misión docente, que ella debe
realizar siempre como Esposa fiel de Cristo, que es la Verdad en
persona: "Como Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral...
De tal norma la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el
árbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se
refleja en la naturaleza y en la dignidad de la persona humana, la
Iglesia interpreta la norma moral y la propone a todos los hombres
de buena voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de
perfección".
En realidad,
la verdadera comprensión y la genuina compasión deben significar
amor a la persona, a su verdadero bien, a su libertad auténtica. Y
esto no se da, ciertamente, escondiendo o debilitando la verdad
moral, sino proponiéndola con su profundo significado de irradiación
de la Sabiduría eterna de Dios, recibida por medio de Cristo, y de
servicio al hombre, al crecimiento de su libertad y a la búsqueda de
su felicidad.
Al mismo
tiempo, la presentación lípida y vigorosa de la verdad moral no
puede prescindir nunca de un respeto profundo y sincero--animado por
el amor paciente y confiado--, del que el hombre necesita siempre en
su camino moral, frecuentemente trabajoso debido a dificultades,
debilidades y situaciones dolorosas. La Iglesia, que jamás podrá
renunciar al "principio de la verdad y de la coherencia, según el
cual no acepta llamar bien al mal y mal al bien" ha de estar siempre
atenta a no quebrar la caña cascada ni apagar el pabilo vacilante
(cf. Is 42, 3). El Papa Pablo VI ha escrito: "No disminuir en nada
la doctrina salvadora de Cristo es una forma eminente de caridad
hacia las almas. Pero ello ha de ir acompañado siempre con la
paciencia y la bondad de la que el Señor mismo ha dado ejemplo en su
trato con los hombres. Al venir no para juzgar sino para salvar (cf.
Jn 3, 17), El fue ciertamente intransigente con el mal, pero
misericordioso hacia las personas".
96.
La firmeza de la Iglesia en defender las normas morales universales
e inmutables no tiene nada de humillante. Está sólo al servicio de
la verdadera libertad del hombre. Dado que no hay libertad fuera o
contra la verdad, la defensa categórica esto es, sin concesiones o
compromisos--, de las exigencias absolutamente irrenunciables de la
dignidad personal del hombre, debe considerarse camino y condición
para la existencia misma de la libertad.
Este
servicio está dirigido a cada hombre, considerado en la unicidad e
irrepetibilidad de su ser y de su existir. Sólo en la obediencia a
las normas morales universales el hombre halla plena confirmación de
su unicidad como persona y la posibilidad de un verdadero
crecimiento moral. Precisamente por esto, dicho servicio está
dirigido a todos los hombres; no sólo a los individuos, sino también
a la comunidad, a la sociedad como tal. En efecto, estas normas
constituyen el fundamento inquebrantable y la sólida garantía de una
justa y pacífica convivencia humana, y por tanto de una verdadera
democracia, que puede nacer y crecer solamente si se basa en la
igualdad de todos sus miembros, unidos en sus derechos y deberes.
Ante las normas morales que prohiben el mal intrínseco no hay
privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia
entre ser el dueño del mundo o el último de los "miserables" de la
tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente
iguales.
97.
De este modo, las normas morales, y en primer lugar las negativas
que prohiben el mal, manifiestan su significado y su fuerza personal
y social. Protegiendo la inviolable dignidad personal de cada
hombre, ayudan a la conservación misma del tejido social humano y a
su desarrollo recto y fecundo. En particular, los mandamientos de la
segunda tabla del Decálogo, recordados también por Jesús al joven
del Evangelio (cf. Mt 19, 18), constituyen las reglas primordiales
de toda vida social.
Estos
mandamientos están formulados en términos generales. Pero el hecho
de que "el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones
sociales es y debe ser la persona humana", permite precisarlos y
explicitarlos en un código de comportamiento más detallado. En ese
sentido las reglas morales fundamentales de la vida social comportan
unas exigencias determinadas a las que deben atenerse tanto los
poderes públicos como los ciudadanos. Más allá de las intenciones, a
veces buenas, y de las circunstancias, a menudo difíciles, las
autoridades civiles y los individuos particulares jamás están
autorizados a transgredir los derechos fundamentales e inalienables
de la persona humana. Por lo cual, sólo una moral que reconoce
normas válidas siempre y para todos, sin ninguna excepción, puede
garantizar el fundamento ético de la convivencia social, tanto
nacional como internacional.
La moral y la
renovación de la vida social y política
98.
Ante las graves formas de injusticia social y económica, así como de
corrupción política que padecen pueblos y naciones enteras, aumenta
la indignada reacción de muchísimas personas oprimidas y humilladas
en sus derechos humanos fundamentales, y se difunde y agudiza cada
vez más la necesidad de una radical renovación personal y social
capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia.
Ciertamente
es largo y fatigoso el camino que hay que recorrer; muchos y grandes
son los esfuerzos por realizar para que pueda darse semejante
renovación, incluso por las causas múltiples y graves que generan y
favorecen las situaciones de injusticia presentes hoy en el mundo.
Pero, como enseñan la experiencia y la historia de cada uno, no es
difícil encontrar, al origen de estas situaciones, causas
propiamente "culturales", relacionadas con una determinada visión
del hombre, de la sociedad y del mundo. En realidad, en el centro de
la cuestión cultural está el sentido moral, que a su vez se
fundamenta y se realiza en el sentido religioso,
99.
Sólo Dios, el Bien supremo, es la base inamovible y la condición
insustituible de la moralidad, y por tanto de los mandamientos, en
particular los negativos, que prohiben siempre y en todo caso el
comportamiento y los actos incompatibles con la dignidad personal de
cada hombre. Así, el Bien supremo y el bien moral se encuentran en
la verdad: la verdad de Dios Creador y Redentor, y la verdad del
hombre creado y redimido por El. Unicamente sobre esta verdad es
posible construir una sociedad renovada y resolver los problemas
complejos y graves que la afectan, ante todo el de vencer las formas
más diversas de totalitarismo para abrir el camino a la auténtica
libertad de la persona. "El totalitarismo nace de la negación de la
verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente,
con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco
existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre
los hombres: los intereses de clase, grupo o Nación, los contraponen
inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad
trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a
utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su
propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los
demás... La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto,
en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana,
imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto
natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el
grupo, la clase social, ni la Nación o el Estado. No puede hacerlo
tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la
minoría, marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso
intentando destruirla"
Por esto la
relación inseparable entre verdad y libertad--que expresa el vínculo
esencial entre la sabiduría y la voluntad de Dios --tiene un
significado de suma importancia para la vida de las personas en el
ámbito socioeconómico y sociopolítico, tal y como emerge de la
doctrina social de la Iglesia-- la cual "pertenece al ámbito... de
la teología y especialmente de la teología moral", y de su
presentación de los mandamientos que regulan la vida social,
económica y política, con relación no sólo a actitudes generales
sino también a precisos y determinados comportamientos y actos
concretos.
100.
A este respecto, el Catecismo de la Iglesia Católica, después de
afirmar: "en materia económica el respeto de la dignidad humana
exige la práctica de la virtud de la templanza, para moderar el
apego a los bienes de este mundo; de la virtud de la justicia, para
preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de
la solidaridad, siguiendo la regla de oro y según la generosidad del
Señor, que "siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os
enriquecierais con su pobreza" (2 Cor 8, 9)", presenta una serie de
comportamientos y de actos que están en contraste con la dignidad
humana: el robo, el retener deliberadamente cosas recibidas como
préstamo u objetos perdidos, el fraude comercial (cf. Dt 25, 13-16),
los salarios injustos (cf. Dt 24, 14-15; Sant 5, 4), la subida de
precios especulando sobre la ignorancia y las necesidades ajenas
(cf. Am 8, 4-6), la apropiación y el uso privado de bienes sociales
de una empresa, los trabajos mal realizados, los fraudes fiscales,
la falsificación de cheques y de facturas, los gastos excesivos, el
derroche, etc. Y hay que añadir: "El séptimo mandamiento proscribe
los actos o empresas que, por una u otra razón, egoísta o
ideológica, mercantil o totalitaria, conducen a esclavizar seres
humanos, a menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a
venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la
dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos
mediante la violencia a la condición de objeto de consumo o a una
fuente de beneficios. San Pablo ordenaba a un amo cristiano que
tratase a su esclavo cristiano "no como esclavo, sino... como un
hermano... en el Señor" (Flm 16)".
101.
En el ámbito político se debe constatar que la veracidad en las
relaciones entre gobernantes y gobernados; la transparencia en la
administración pública; la imparcialidad en el servicio de la cosa
pública; el respeto de los derechos de los adversarios políticos; la
tutela de los derechos de los acusados contra procesos y condenas
sumarias; el uso justo y honesto del dinero público; el rechazo de
medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener o aumentar a
cualquier costo el poder, son principios que tienen su base
fundamental así como su urgencia singular--en el valor trascendente
de la persona y en las exigencias morales objetivas de
funcionamiento de los Estados Cuando no se observan estos
principios, se resiente el fundamento mismo de la convivencia
política y toda la vida social se ve progresivamente comprometida,
amenazada y abocada a su disolución (cf. Sal 13[14], 3-4; Ap 18,
2-3. 9-24). Después de la caída, en muchos Países, de las ideologías
que condicionaban la política a una concepción totalitaria del mundo
--la primera entre ellas el marxismo--, existe hoy un riesgo no
menos grave debido a la negación de los derechos fundamentales de la
persona humana y por la absorción en la política de la misma
inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es
el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que
quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia
moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la
verdad. En efecto, "si no existe una verdad última --la cual guía y
orienta la acción política-- entonces las ideas y las convicciones
humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de
poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un
totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia".
Así, en
cualquier campo de la vida personal, familiar, social y política, la
moral--que se basa en la verdad y que a través de ella se abre a la
auténtica libertad--ofrece un servicio original, insustituible y de
enorme valor no sólo para cada persona y para su crecimiento en el
bien, sino también para la sociedad y su verdadero desarrollo.
Gracia y obediencia a
la ley de Dios
102.
Incluso en las situaciones más difíciles, el hombre debe observar la
norma moral para ser obediente al sacro mandamiento de Dios y
coherente con la propia dignidad personal. Ciertamente, la armonía
entre libertad y verdad postula, a veces, sacrificios no comunes y
se conquista con un alto precio: puede conllevar incluso el
martirio. Pero, como demuestra la experiencia universal y cotidiana,
el hombre se ve tentado a romper esta armonía: "No hago lo que
quiero, sino lo que hago lo que detesto... No hago el bien que
quiero, sino que obro el mal que no quiero" (Rom 7, 15. 19).
¿De dónde
proviene, en última instancia, esta división interior del hombre?
Este inicia su historia de pecado cuando deja de reconocer al Señor
como a su Creador, y quiere ser él mismo quien decide, con total
independencia, sobre lo que es bueno y lo que es malo. "Seréis como
dioses, conocedores del bien y del mal" (Gén 3, 5): ésta es la
primera tentación, de la que se hacen eco todas las demás
tentaciones a las que el hombre está inclinado a ceder por las
heridas de la caída original.
Pero las
tentaciones se pueden vencer y los pecados se pueden evitar porque
junto con los mandamientos el Señor nos da la posibilidad de
observarlos: "Sus ojos están sobre los que le temen, él conoce todas
las obras del hombre. A nadie ha mandado ser impío, a nadie ha dado
licencia de pecar" (Eclo 15, 19-20). La observancia de la ley de
Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil:
sin embargo jamás es imposible. Esta es una enseñanza constante de
la tradición de la Iglesia, expresada así por el Concilio de Trento:
"Nadie puede considerarse desligado de la observancia de los
mandamientos, por muy justificado que esté; nadie puede apoyarse en
aquel dicho temerario y condenado por los Padres: que los
mandamientos de Dios son imposibles de cumplir por el hombre
justificado. "Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que, al
mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que
no puedas" y te ayuda para que puedas.
"Sus
mandamientos no son pesados" (1 Jn 5, 3), "su yugo es suave y su
carga ligera" (Mt 11, 30)"
103.
El ámbito espiritual de la esperanza siempre está abierto al hombre,
con la ayuda de la gracia divina y con la colaboración de la
libertad humana.
Es en la
Cruz salvífica de Jesús, en el don del Espíritu Santo, en los
sacramentos que brotan del costado traspasado del Redentor (cf. Jn
19, 34), donde el creyente encuentra la gracia y la fuerza para
observar siempre la ley santa de Dios, incluso en medio de las
dificultades más graves. Como dice san Andrés de Creta, la ley misma
"fue vivificada por la gracia y puesta a su servicio en una
composición armónica y fecunda. Cada una de las dos conservó sus
características sin alteraciones y confusiones. Sin embargo la ley,
que antes era un peso gravoso y una tiranía se convirtió, por obra
de Dios, en peso ligero y fuente de libertad".
Sólo en el
misterio de la Redención de Cristo están las posibilidades
"concretas" del hombre. "Sería un error gravísimo concluir... que la
norma enseñada por la Iglesia es en sí misma un 'ideal' que ha de
ser luego adaptado, proporcionado, graduado a las--se dice
posibilidades concretas del hombre: según un 'equilibrio de los
varios bienes en cuestión'. Pero, ¿cuáles son las 'posibilidades
concretas del hombre'? ¿Y de qué hombre se habla? ¿Del hombre
dominado por la concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se
trata de esto: de la realidad de la redención de Cristo. ¡Cristo nos
ha redimido! Esto significa que El nos ha dado la posibilidad de
realizar toda la verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra libertad
del dominio de la concupiscencia. Y si el hombre redimido todavía
peca, esto no se debe a la imperfección del acto redentor de Cristo,
sino a la voluntad del hombre de substraerse a la gracia que brota
de ese acto. El mandamiento de Dios ciertamente está proporcionado a
las capacidades del hombre: pero a las capacidades del hombre a
quien se ha dado el Espíritu Santo; del hombre que, aunque caído en
el pecado, puede obtener siempre el perdón y gozar de la presencia
del Espíritu"
104.
En este contexto se abre el justo espacio a la misericordia de Dios
para el pecado del hombre que se convierte, y a la comprensión por
la debilidad humana. Esta comprensión jamás significa comprometer y
falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las
circunstancias. Mientras es humano que el hombre, habiendo pecado,
reconozca su debilidad y pida misericordia por las propias culpas,
en cambio es inaceptable la actitud de quien hace de su propia
debilidad el criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se
puede sentir justificado por sí mismo, incluso sin necesidad de
recurrir a Dios y a su misericordia. Semejante actitud corrompe la
moralidad de la sociedad entera, porque enseña a dudar de la
objetividad de la ley moral en general y a rechazar las
prohibiciones morales absolutas sobre determinados actos humanos, y
termina por confundir todos los juicios de valor.
En cambio,
debemos recoger el mensaje contenido en la parábola evangélica del
fariseo y del publicano (cf. Lc 18, 9-14). El publicano quizás podía
tener alguna justificación por los pecados cometidos, la cual
disminuyera su responsabilidad. Pero su petición no se limita
solamente a estas justificaciones sino que se extiende también a su
propia indignidad ante la santidad infinita de Dios: "¡Oh Dios! Ten
compasión de mí, que soy pecador" (Lc 18, 13). En cambio, el fariseo
se justifica él solo, encontrando quizás una excusa para cada una de
sus faltas. Nos encontramos, pues, ante dos actitudes diferentes de
la conciencia moral del hombre de todos los tiempos. El publicano
nos presenta una conciencia "penitente" que es plenamente consciente
de la fragilidad de la propia naturaleza y que ve en las propias
faltas, cualesquiera que sean, las justificaciones subjetivas, una
confirmación del propio ser necesitado de redención. El fariseo nos
presenta una conciencia "satisfecha de sí misma", la cual se cree
que puede observar la ley sin la ayuda de la gracia y está
convencida de no necesitar la misericordia.
105.
Se pide a todos gran vigilancia para no dejarse contagiar con la
actitud farisaica, que pretende eliminar la conciencia del propio
límite y del propio pecado, y que hoy se manifiesta particularmente
con el intento de adaptar la norma moral a las propias capacidades y
a los propios intereses, e incluso en el rechazo del concepto mismo
de norma. Al contrario, aceptar la "desproporción" entre ley y
capacidad humana, o sea, la capacidad de las solas fuerzas morales
del hombre dejado a sí mismo, suscita el deseo de la gracia y
predispone a recibirla. "¿Quién me librará de este cuerpo que me
lleva a la muerte?", se pregunta san Pablo. Y con una confesión
gozosa y agradecida responde: "Gracias sean dadas a Dios por
Jesucristo nuestro Señor!" (Rom 7, 24-25).
Encontramos
la misma conciencia en esta oración de san Ambrosio de Milán: "Nada
vale el hombre, si tú no los visitas. No olvides a quien es débil;
acuérdate, oh Señor, que me han hecho débil, que me has plasmado del
polvo. ¿Cómo podré sostenerme si tú no me miras sin cesar para
fortalecer esta arcilla, de modo que mi consistencia proceda de tu
rostro? Si escondes tu rostro, todo perece (Sal 103, 29): si tú me
miras, ¡pobre de mí! En mí no verás más que contaminaciones de
delitos; no es ventajoso ser abandonados ni ser vistos, porque, en
el acto de ser vistos, somos motivo de disgusto.
Sin embargo,
podemos pensar que Dios no rechaza a quienes ve, porque purifica a
quienes mira. Ante él arde un fuego que quema la culpa (cf. J l 2,
3)".
Moral y nueva evangelización
106.
La evangelización es el desafío más perentorio y exigente que la
Iglesia está llamada a afrontar desde su origen mismo. En realidad,
este reto no lo plantean sólo las situaciones sociales y culturales,
que la Iglesia encuentra a lo largo de la historia, sino que está
contenido en el mandato de Jesús resucitado, que define la razón
misma de la existencia de la Iglesia: "Id por todo el mundo y
proclamad la Buena Nueva a toda la creación" (Mc 16, 15).
El momento
que estamos viviendo --al menos en no pocas sociedades--, es más
bien el de un formidable desafío a la nueva evangelización, es
decir, al anuncio del Evangelio siempre nuevo y siempre portador de
novedad, una evangelización que debe ser "nueva en su ardor, en sus
métodos, en su expresión" La descristianización, que grava sobre
pueblos enteros y comunidades en otro tiempo ricos de fe y vida
cristiana, no comporta sólo la pérdida de la fe o su falta de
relevancia para la vida, sino también y necesariamente una
decadencia u oscurecimlento del sentido moral: y esto ya sea por la
disolución de la conciencia de la originalidad de la moral
evangélica, ya sea por el eclipse de los mismos principios y valores
éticos fundamentales. Las tendencias subjetivistas, utilitaristas y
relativistas, hoy ampliamente difundidas, se presentan no
simplemente como posiciones pragmáticas, como usanzas, sino
concepciones consolidadas desde el punto de vista teórico, que
reivindican una plena legitimidad cultural y social.
107.
La evangelización --y por tanto la "nueva evangelización"-- comporta
también el anuncio y la propuesta moral. Jesús mismo, al predicar
precisamente el Reino de Dios y su amor salvífico, ha hecho una
llamada a la fe y a la conversión (cf. Mc 1, 15 ) . Y Pedro con los
otros Apóstoles, anunciando la resurrección de Jesús de Nazaret de
entre los muertos, propone una vida nueva que hay que vivir, un
"camino" que hay que seguir para ser discípulo del Resucitado (cf.
Act 2, 37-41; 3, 17-20) .
De la misma
manera, y más aún, que para las verdades de fe, la nueva
evangelización que propone los fundamentos y contenidos de la moral
cristiana manifiesta su autenticidad y, al mismo tiempo, difunde
toda su fuerza misionera, cuando se realiza a través del don no sólo
de la palabra anunciada sino también de la palabra vivida. En
particular, es la vida de santidad, que resplandece en tantos
miembros del pueblo de Dios frecuentemente humildes y escondidos a
los ojos de los hombres, la que constituye el camino más simple y
fascinante en el que se nos concede percibir inmediatamente la
belleza de la verdad, la fuerza liberadora del amor de Dios, el
valor de la fidelidad incondicionada a todas las exigencias de la
ley del Señor, incluso en las circunstancias más difíciles. Por
esto, la Iglesia, en su sabia pedagogía moral, ha invitado siempre a
los creyentes a buscar y a encontrar en los santos y santas, y en
primer lugar en la Virgen Madre de Dios "llena de gracia" y "toda
santa", el modelo, la fuerza y la alegría para vivir una vida según
los mandamientos de Dios y las bienaventuranzas del Evangelio.
La vida de
los santos, reflejo de la bondad de Dios --de aquel que "sólo es el
Bueno"--, no solamente constituye una verdadera confesión de fe y un
impulso para su comunicación a los otros, sino también una
glorificación de Dios y de su infinita santidad. La vida santa
conduce así a plenitud de expresión y actuación el triple y unitario
"munus propheticum, sacerdotale et regale" que cada cristiano recibe
como don en su renacimiento bautismal "de agua y de Espíritu" (Jn 3,
5). Su vida moral posee el valor de un "culto espiritual" (Rom 12,
1; cf. Flp 3, 3) que nace y se alimenta de aquella inagotable fuente
de santidad y glorificación de Dios que son los sacramentos,
especialmente la Eucaristía; en efecto, participando en el
sacrificio de la Cruz, el cristiano comulga con el amor de donación
de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en
todas sus actitudes y comportamientos de vida. En la existencia
moral se revela y se pone en acto también el efectivo servicio del
cristiano: cuanto más obedece con la ayuda de la gracia a la ley
nueva del Espíritu Santo, tanto más crece en la libertad a la cual
está llamado mediante el servicio de la verdad, la caridad y la
justicia.
108.
En la raíz de la nueva evangelización y de la vida moral nueva, que
ella propone y suscita en sus frutos de santidad y acción misionera,
está el Espíritu de Cristo, principio y fuerza de la fecundidad de
la santa Madre Iglesia, como nos recuerda Pablo VI: "No habrá nunca
evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo". Al
Espíritu de Jesús, acogido por el corazón humilde y dócil del
creyente, se debe, por tanto, el florecer de la vida moral cristiana
y el testimonio de la santidad en la gran variedad de las
vocaciones, de los dones, de las responsabilidades y de las
condiciones y situaciones de vida. Es el Espíritu Santo --afirmaba
ya Novaciano, expresando de esta forma la fe auténtica de la
Iglesia--"Aquél que ha dado firmeza a las almas y a las mentes de
los discípulos, Aquél que ha iluminado en ellos las cosas divinas;
fortalecidos por El, los discípulos no tuvieron temor ni de las
cárceles ni de las cadenas por el nombre del Señor; más aún,
despreciaron a los mismos poderes y tormentos del mundo, armados
ahora y fortalecidos por medio de El, teniendo en sí los dones que
este mismo Espíritu dona y envía como alhajas a la Iglesia, esposa
de Cristo. En efecto, es El quien suscita a los profetas en la
Iglesia, instruye a los maestros, sugiere las palabras, realiza
prodigios y curaciones, produce obras admirables, concede el
discernimiento de los espíritus, asigna las tareas de gobierno,
inspira los consejos, reparte y armoniza cualquier otro don
carismático, y por esto, perfecciona completamente, por todas partes
y en todo, a la Iglesia del Señor"
En el
contexto vivo de esta nueva evangelización, destinada a generar y a
nutrir "la fe que actúa por la caridad" (Gál 5, 6) y en relación con
la obra del Espíritu Santo, podemos comprender ahora el puesto que
en la Iglesia, comunidad de los creyentes, corresponde a la
reflexión que la teología debe desarrollar sobre la vida moral, de
la misma manera que podemos presentar la misión y responsabilidad
propia de los teólogos moralistas.
El servicio de los
teólogos moralistas
109.
Toda la Iglesia, partícipe del "munus propheticum" del Señor Jesús
mediante el don de su Espíritu, está llamada a la evangelización y
al testimonio de una vida de fe. Gracias a la presencia permanente
en ella del Espíritu de verdad (cf. Jn 14, 16-17), "la totalidad de
los fieles que tiene la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20. 27) no
puede equivocarse en la fe. Se manifiesta esta propiedad suya, tan
peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo:
cuando "desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos"
muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de
moral".
Para cumplir
su misión profética, la Iglesia debe despertar continuamente o
"reavivar" la propia vida de fe (cf. 2 Tim 1, 6), en particular
mediante una reflexión cada vez más profunda, bajo la guía del
Espíritu Santo, sobre el contenido de la fe misma. Es al servicio de
esta "búsqueda creyente de la comprensión de la fe" donde se sitúa,
de modo específico, la vocación del teólogo en la Iglesia: "Entre
las vocaciones suscitadas por el Espíritu en la Iglesia --leemos en
la Instrucción Donum veritatis-- se distingue la del teólogo, que
tiene la función especial de lograr, en comunión con el Magisterio,
una comprensión cada vez más profunda de la Palabra de Dios
contenida en la Escritura inspirada y transmitida por la Tradición
viva de la Iglesia. Por su propia naturaleza la fe interpela la
inteligencia, porque descubre al hombre la verdad sobre su destino y
el camino para alcanzarlo. Aunque la verdad revelada supere nuestro
modo de hablar y nuestros conceptos sean imperfectos frente a su
insondable grandeza (cf. Ef 3, 19), sin embargo, invita a nuestra
razón --don de Dios otorgado para captar la verdad--a entrar en el
ámbito de su luz, capacitándola así para comprender en cierta medida
lo que ha creído. La ciencia teológica, que busca la inteligencia de
la fe respondiendo a la invitación de la voz de la verdad, ayuda al
Pueblo de Dios, según el mandamiento del apóstol (cf. 1 Pe 3, 15), a
dar cuenta de su esperanza a aquellos que se lo piden"
Para definir
la identidad misma y, por consiguiente, realizar la misión propia de
la teología, es fundamental reconocer su íntimo y vivo nexo con la
Iglesia, su misterio, su vida y misión: "La teología es ciencia
eclesial, porque crece en la Iglesia y actúa en la Iglesia... Está
al servicio de la Iglesia y por lo tanto debe sentirse dinámicamente
inserta en la misión de la Iglesia, especialmente en su misión
profética" Por su naturaleza y dinamismo, la teología auténtica sólo
puede florecer y desarrollarse mediante una convencida y responsable
participación y "pertenencia" a la Iglesia, como "comunidad de fe",
de la misma manera que el fruto de la investigación y la
profundización teológica vuelve a esta misma Iglesia y a su vida de
fe.
110.
Cuanto se ha dicho hasta ahora acerca de la teología en general,
puede y debe ser propuesto de nuevo para la teología moral,
entendida en su especificidad de reflexión científica sobre el
Evangelio como don y mandamiento de vida nueva, sobre la vida según
"la verdad en el amor" (Ef 4, 15), sobre la vida de santidad de la
Iglesia, o sea, sobre la vida en la cual resplandece la verdad del
bien llevado hasta su perfección. No sólo en el ámbito de la fe,
sino también y de modo inseparable en el ámbito de la moral,
interviene el Magisterio de la Iglesia, cuyo cometido es "discernir,
por medio de juicios normativos para la conciencia de los fieles,
los actos que en sí mismos son conformes a las exigencias de la fe y
promueven su expresión en la vida, como también aquellos que, por el
contrario, por su malicia son incompatibles con estas exigencias"
Predicando los mandamientos de Dios y la caridad de Cristo, el
Magisterio de la Iglesia enseña también a los fieles los preceptos
particulares y determinados, y les pide considerarlos como
moralmente obligatorios en conciencia. Además, desarrolla una
importante tarea de vigilancia, advirtiendo a los fieles de la
presencia de eventuales errores, incluso sólo implícitos, cuando la
conciencia de los mismos no logra reconocer la exactitud y la verdad
de las reglas morales que enseña el Magisterio.
Se inserta
aquí la función específica de cuantos por mandato de los legítimos
Pastores enseñan teología moral en los Seminarios y Facultades
Teológicas. Ellos tienen el grave deber de instruir a los fieles
especialmente a los futuros pastores-- acerca de todos los
mandamientos y las normas prácticas que la Iglesia declara con
autoridad. No obstante los eventuales límites de las argumentaciones
humanas presentadas por el Magisterio, los teólogos moralistas están
llamados a profundizar las razones de sus enseñanzas, a ilustrar los
fundamentos de sus preceptos y su obligatoriedad, mostrando su mutua
conexión y la relación con el fin último del hombre. Compete a los
teólogos moralistas exponer la doctrina de la Iglesia y dar, en el
ejercicio de su ministerio, el ejemplo de un asentimiento leal,
interno y externo, a la enseñanza del Magisterio sea en el campo del
dogma como en el de la moral. Uniendo sus fuerzas para colaborar con
el Magisterio jerárquico, los teólogos se empeñarán por clarificar
cada vez mejor los fundamentos bíblicos, los significados éticos y
las motivaciones antropológicas que sostienen la doctrina moral y la
visión del hombre propuestas por la Iglesia.
111.
El servicio que los teólogos moralistas están llamados a ofrecer en
la hora presente es de importancia primordial, no sólo para la vida
y la misión de la Iglesia, sino también para la sociedad y la
cultura humana. Compete a ellos, en conexión íntima y vital con la
teología bíblica y dogmática, subrayar en la reflexión científica
"el aspecto dinámico que ayuda a resaltar la respuesta que el hombre
debe dar a la llamada divina en el proceso de su crecimiento en el
amor, en el seno de una comunidad salvífica. De esta forma, la
teología moral alcanzará una dimensión espiritual interna,
respondiendo a las exigencias de desarrollo pleno de la "imago Dei"
que está en el hombre, y a las leyes del proceso espiritual descrito
en la ascética y mística cristianas".
Ciertamente,
la teología moral y su enseñanza se encuentran hoy ante una
dificultad particular. Puesto que la doctrina moral de la Iglesia
implica necesariamente una dimensión normativa, la teología moral no
pueden reducirse a un saber elaborado sólo en el contexto de las así
llamadas ciencias humanas. Mientras éstas se ocupan del fenómeno de
la moralidad como hecho histórico y social, la teología moral, aun
sirviéndose necesariamente también de los resultados de las ciencias
del hombre y de la naturaleza, no está en absoluto subordinada a los
resultados de las observaciones empírico-formales o de la
comprensión fenomenológica. En realidad, la pertinencia de las
ciencias humanas en teología moral siempre debe ser valorada con
relación a la pregunta primigenia: ¿Qué es el bien o el mal? ¿Qué
hacer para obtener la vida eterna?
112.
El teólogo moralista debe aplicar, por consiguiente, el
discernimiento necesario en el contexto de la cultura
prevalentemente científica y técnica actual, expuesta al peligro del
pragmatismo y del positivismo. Desde el punto de vista teológico,
los principios morales no son dependientes del momento histórico en
el cual vienen a la luz. El hecho de que algunos creyentes actúen
sin observar las enseñanzas del Magisterio o, erróneamente,
consideren su conducta como moralmente justa cuando es contraria a
la ley de Dios declarada por sus Pastores, no puede constituir un
argumento válido para rechazar la verdad de las normas morales
enseñadas por la Iglesia. La afirmación de los principios morales no
es competencia de los métodos empírico-formales. La teología moral,
fiel al sentido sobrenatural de la fe, sin rechazar la validez de
tales métodos,--pero sin limitar tampoco a ellos su perspectiva--,
mira sobre todo a la dimensión espiritual del corazón humano y su
vocación al amor divino.
En efecto,
mientras las ciencias humanas, como todas las ciencias
experimentales, parten de un concepto empírico y estadístico de
"normalidad", la fe enseña que esta normalidad lleva consigo las
huellas de una caída del hombre desde su condición originaria, es
decir, está afectada por el pecado. Sólo la fe cristiana enseña al
hombre el camino del retorno "al principio" (cf. Mt 19, 8), un
camino que con frecuencia es bien diverso del de la normalidad
empírica. En este sentido, las ciencias humanas, no obstante todos
los conocimientos de gran valor que ofrecen, no pueden asumir la
función de indicadores decisivos de las normas morales. El Evangelio
es el que revela la verdad integral sobre el hombre y sobre su
camino moral y, de esta manera, instruye y amonesta a los pecadores,
y les anuncia la misericordia divina, que actúa incesantemente para
preservarlos tanto de la desesperación de no poder conocer y
observar plenamente la ley divina, cuanto de la presunción de
poderse salvar sin mérito. Además, El les recuerda la alegría del
perdón, solo el cual da la fuerza para reconocer una verdad
liberadora en la ley divina, una gracia de esperanza, un camino de
vida.
113.
La enseñanza de la doctrina moral implica la asunción consciente de
estas responsabilidades intelectuales, espirituales y pastorales.
Por esto, los teólogos moralistas, que aceptan la función de enseñar
la doctrina de la Iglesia, tienen el grave deber de educar a los
fieles en este discernimiento moral, en el compromiso por el
verdadero bien y en el recurrir confiadamente a la gracia divina.
Si la
convergencia y los conflictos de opinión pueden constituir
expresiones normales de la vida pública en el contexto de una
democracia representativa, la doctrina moral no puede depender
ciertamente del simple respeto de un procedimiento; en efecto, ésta
no viene determinada en modo alguno por las reglas y formas de una
deliberación de tipo democrático. El disenso, a base de
contestaciones calculadas y de polémicas a través de los medios de
comunicación social, es contrario a la comunión eclesial y a la
recta comprensión de la constitución Jerárquica del Pueblo de Dios.
En la oposición a la enseñanza de los Pastores no se puede reconocer
una legítima expresión de la libertad cristiana ni de las
diversidades de los dones del Espíritu Santo. En este caso, los
Pastores tienen el deber de actuar de conformidad con su misión
apostólica, exigiendo que sea respetado siempre el derecho de los
fieles a recibir la doctrina católica en su pureza e integridad: "El
teólogo, sin olvidar jamás que también es un miembro del Pueblo de
Dios, debe respetarlo y comprometerse a darle una enseñanza que no
lesione en lo más mínimo la doctrina de la fe".
Nuestras responsabilidades como
Pastores
114.
La responsabilidad de la fe y la vida de fe del Pueblo de Dios pesa
de forma peculiar y propia sobre los Pastores, como nos recuerda el
Concilio Vaticano II: "Entre las principales funciones de los
obispos destaca el anuncio del Evangelio. En efecto, los obispos son
los predicadores del Evangelio que llevan nuevos discípulos a
Cristo. Son también los maestros auténticos, por estar dotados de la
autoridad de Cristo. Ellos predican al pueblo que tienen confiado la
fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica y la
iluminan con la luz del Espíritu Santo. Sacando del tesoro de la
Revelación lo nuevo y lo viejo (cf. Mt 13, 52), hacen que dé frutos
y con su vigilancia alejan los errores que amenazan a su rebaño (cf.
2 Tim 4, 14)".
Nuestro
común deber, y antes aún nuestra común gracia, es enseñar a los
fieles, como Pastores y Obispos de la Iglesia, lo que los conduce
por el camino de Dios, de la misma manera como el Señor Jesús hizo
un día con el joven del Evangelio. Respondiendo a su pregunta: "¿Qué
he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?", Jesús ha remitido
a Dios, Señor de la creación y de la Alianza; ha recordado los
mandamientos morales, ya revelados en el Antiguo Testamento; indicó
el espíritu y la radicalidad de ellos invitando a su seguimiento en
la pobreza, la humildad y el amor: "Ven, y sígueme!". La verdad de
esta doctrina tuvo su culmen en la Cruz con la sangre de Cristo: se
ha convertido, por el Espíritu Santo, en la ley nueva de la Iglesia
y de todo cristiano.
Esta
"respuesta" a la pregunta moral es confiada de modo particular por
Jesucristo a nosotros, Pastores de la Iglesia, llamados a hacerla
objeto de nuestra enseñanza, mediante el cumplimiento de nuestro
"munus propheticum". Al mismo tiempo, nuestra responsabilidad de
Pastores, ante la doctrina moral cristiana, debe ejercerse también
bajo la forma del "munus sacerdotale": esto ocurre cuando
dispensamos a los fieles los dones de gracia y santificación como
medio para obedecer a la ley santa de Dios, y cuando con nuestra
oración constante y confiada sostenemos a los creyentes para que
sean fieles a las exigencias de la fe y vivan según el Evangelio
(cf. Col 1, 9-12 ) . La doctrina moral cristiana debe constituir,
sobre todo hoy, uno de los ámbitos privilegiados de nuestra
vigilancia pastoral, del ejercicio de nuestro "munus regale".
115.
En efecto, es la primera vez que el Magisterio de la Iglesia expone
con cierta amplitud los elementos fundamentales de esa doctrina,
presentando las razones del discernimiento pastoral necesario en
situaciones prácticas y culturales complejas y hasta críticas.
A la luz de
la Revelación y de la enseñanza constante de la Iglesia y
especialmente del Concilio Vaticano II, he evocado brevemente los
rasgos esenciales de la libertad, los valores fundamentales
relativos a la dignidad de la persona y a la verdad de sus actos,
hasta el punto de poder reconocer, al obedecer a la ley moral, una
gracia y un signo de nuestra adopción en el Hijo único (cf. Ef 1,
4-6). Particularmente, con esta encíclica se proponen valoraciones
sobre algunas tendencias actuales en la teología moral. Las doy a
conocer ahora, en obediencia a la palabra del Señor que ha confiado
a Pedro el encargo de confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22, 32), para
iluminar y ayudar nuestro común discernimiento.
Cada uno de
nosotros conoce la importancia de la doctrina que representa el
núcleo de las enseñanzas de esta Encíclica y que hoy volvemos a
recordar con la autoridad del sucesor de Pedro. Cada uno de nosotros
puede advertir la gravedad de cuanto está en juego, no sólo para
cada persona sino también para toda la sociedad, con la reafirmación
de la universalidad e inmutabilidad de los mandamientos morales y,
en particular, de aquellos que prohiben siempre y sin excepción los
actos intrínsecamente malos.
Al reconocer
tales mandamientos, el corazón cristiano y nuestra caridad pastoral
escuchan la llamada de Aquel que "nos amó primero" (1 Jn 4, 19).
Dios nos pide ser santos como El es santo (cf. Lev 19, 2), de ser
perfectos --en Cristo-- como El es perfecto (cf. Mt 5, 48): la
exigente firmeza del mandamiento se basa en el inagotable amor
misericordioso de Dios (cf. Lc 6, 36), y la finalidad del
mandamiento es conducirnos, con la gracia de Cristo, por el camino
de la plenitud de la vida propia de los hijos de Dios.
116.
Como Obispos, tenemos el deber de vigilar para que la Palabra de
Dios sea enseñada fielmente. Forma parte de nuestro ministerio
pastoral, amados hermanos en el Episcopado, vigilar sobre la
transmisión fiel de esta enseñanza moral y recurrir a las medidas
oportunas para que los fieles sean preservados de cualquier doctrina
y teoría contraria a ello. Todos somos ayudados en esta tarea por
los teólogos; sin embargo, las opiniones teológicas no constituyen
la regla ni la norma de nuestra enseñanza. Su autoridad deriva, con
la asistencia del Espíritu Santo y en comunión "cum Petro et sub
Petro", de nuestra fidelidad a la fe católica recibida de los
Apóstoles. Como Obispos tenemos la obligación grave de vigilar
personalmente para que la "sana doctrina" (1 Tim. 1, 10) de la fe y
la moral sea enseñada en nuestras diócesis.
Una
responsabilidad particular tienen los Obispos en lo que se refiere a
las instituciones católicas. Ya se trate de organismos para la
pastoral familiar o social, o bien de instituciones dedicadas a la
enseñanza o a los servicios sanitarios, los Obispos pueden erigir y
reconocer estas estructuras y delegar en ellas algunas
responsabilidades; sin embargo, nunca están exonerados de sus
propias obligaciones. Compete a ellos, en comunión con la Santa
Sede, la función de reconocer, o retirar en casos de grave
incoherencia, el apelativo de "católico" a escuelas, universidades o
clínicas, relacionadas con la Iglesia.
117.
En el corazón del cristiano, en el núcleo más secreto del hombre,
resuena siempre la pregunta que el joven del Evangelio dirigió un
día a Jesús: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida
eterna?" (Mt 19, 16). Pero es necesario que cada uno la dirija al
Maestro "bueno", porque es el único que puede responder en la
plenitud de la verdad, en cualquier situación, en las circunstancias
más diversas. Y cuando los cristianos le dirigen la pregunta que
brota de sus conciencias, el Señor responde con las palabras de la
Nueva Alianza confiada a su Iglesia. Ahora bien, como dice el
Apóstol de sí mismo, nosotros somos enviados "a predicar el
Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de
Cristo" (1 Cor 1, 17). Por esto, la respuesta de la Iglesia a la
pregunta del hombre tiene la sabiduría y la fuerza de Cristo
crucificado, la Verdad que se dona.
Cuando los
hombres presentan a la Iglesia los interrogantes de su conciencia,
cuando los fieles se dirigen a los Obispos y a los Pastores, en su
respuesta está la voz de Jesucristo, la voz de la verdad sobre el
bien y el mal. En la palabra pronunciada por la Iglesia resuena, en
lo íntimo de las personas, la voz de Dios, que "solo es el Bueno"
(Mt 19, 17), que solo "es amor" (1 Jn 4, 8.16).
En la unción
del Espíritu, sus palabras suaves y exigentes se hacen luz y vida
para el hombre. El apóstol Pablo nos invita de nuevo a la confianza,
porque "nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para
ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del
Espíritu ... El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del
Señor, allí está la libertad. Mas todos nosotros, que con el rostro
descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos
vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así
es como actúa el Señor, que es Espíritu" (2 Cor 3, 59. 17-18).
CONCLUSION
María Madre de misericordia
118.
Al concluir estas consideraciones, encomendamos a María, Madre de
Dios y Madre de misericordia, nuestras personas, los sufrimientos y
las alegrías de nuestra existencia, la vida moral de los creyentes y
de los hombres de buena voluntad, las investigaciones de los
estudiosos de moral.
María es
Madre de misericordia porque Jesucristo, su Hijo, es enviado por el
Padre como revelación de la Misericordia de Dios (cf. Jn 3, 16-18).
El ha venido no para condenar sino para perdonar, para derramar
misericordia (cf. Mt 9, 13). Y la misericordia más grande radica en
su estar en medio de nosotros y en la llamada que nos ha dirigido
para encontrarlo y proclamarlo, junto con Pedro, como "el Hijo de
Dios vivo" (Mt 16, 16). Ningún pecado del hombre puede cancelar la
misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su fuerza
victoriosa, con tal de que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado
hace resplandecer con mayor fuerza el amor del Padre que, para
rescatar al esclavo, ha sacrificado a su Hijo: su misericordia para
nosotros es redención. Esta misericordia alcanza la plenitud con el
don del Espíritu Santo, que genera y exige la vida nueva. Por
numerosos y grandes que sean los obstáculos opuestos por la
fragilidad y el pecado del hombre, el Espíritu, que renueva la faz
de la tierra (cf. Sal 104 [103], 30), posibilita el milagro del
cumplimiento perfecto del bien. Esta renovación, que capacita para
hacer lo que es bueno, noble, bello, grato a Dios y conforme a su
voluntad, es en cierto sentido el colofón del don de la
misericordia, que libera de la esclavitud del mal y da la fuerza
para no pecar más. Mediante el don de la vida nueva, Jesús nos hace
participes de su amor y nos conduce al Padre en el Espíritu.
119.
Esta es la consoladora certeza de la fe cristiana, a la cual ella
debe su profunda humanidad y su extraordinaria sencillez. A veces,
en las discusiones sobre los nuevos y complejos problemas morales,
puede parecer como si la moral cristiana fuese en sí misma demasiado
difícil: ardua para ser comprendida y casi imposible de practicarse.
Esto es falso, porque--en términos de sencillez evangélica--ella
consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el
abandonarse a El, en el dejarse transformar por su gracia y ser
renovados por su misericordia, que se alcanzan en la vida de
comunión de su Iglesia. "Quien quiera vivir--nos recuerda san
Agustín--, tiene en donde vivir, tiene de donde vivir. Que se
acerque, que crea, que se deje incorporar para ser vivificado. No
rehuya la compañía de los miembros" Con la
luz del
Espíritu, cualquier persona puede entenderlo, incluso la menos
erudita, sobre todo quien sabe conservar un "corazón entero" (Sal 86
[85], 11). Por otra parte, esta sencillez evangélica no exime de
afrontar la complejidad de la realidad, pero puede conducir a su
comprensión más verdadera porque el seguimiento de Cristo
clarificará progresivamente las características de la auténtica
moralidad cristiana y dará, al mismo tiempo, la fuerza vital para su
realización. Vigilar para que el dinamismo del seguimiento de Cristo
se desarrolle de modo orgánico, sin que sean falsificadas o
soslayadas sus exigencias morales--con todas las consecuencias que
ello comporta--es tarea del Magisterio de la Iglesia. Quien ama a
Cristo observa sus mandamientos (cf. Jn 14, 15).
120.
María es también Madre de misericordia porque Jesús le confía su
Iglesia y toda la humanidad. A los pies de la Cruz, cuando acepta a
Juan como hijo; cuando, junto con Cristo, pide al Padre el perdón
para aquéllos que no saben lo que hacen (cf. Lc 23, 34), María, en
perfecta docilidad al Espíritu, experimenta la riqueza y
universalidad del amor de Dios, que le dilata el corazón y le
capacita para abrazar a todo el género humano. De este modo, se nos
entrega como Madre de todos y de cada uno de nosotros. Se convierte
en la Madre que nos alcanza la misericordia divina.
María es
signo luminoso y ejemplo preclaro de vida moral: "la vida de ella
sola es enseñanza para todos", escribe san Ambrosio, que
dirigiéndose en particular a las vírgenes, pero en un horizonte
abierto a todos, afirma: "El primer deseo ardiente de aprender lo da
la nobleza del maestro. Y ¿quién es más noble que la Madre de Dios o
más espléndida que Aquélla que fue elegida por el mismo Esplendor?"
Vive y realiza la propia libertad donándose a Dios y acogiendo en sí
el don de Dios. Hasta el momento del nacimiento, custodia en su seno
virginal al Hijo de Dios hecho hombre, lo nutre, lo hace crecer y lo
acompaña en aquel gesto supremo de libertad que es el sacrificio
total de la propia vida. Con el don de sí misma, María entra
plenamente en el designio de Dios, que se entrega al mundo.
Acogiendo y meditando en su corazón acontecimientos que no siempre
puede comprender (cf. Lc 2, 19), se convierte en el modelo de todos
aquéllos que escuchan la palabra de Dios y la cumplen (cf. Lc 11,
28) y merece el título de "Sede de la Sabiduría". Esta Sabiduría es
Jesucristo mismo, el Verbo eterno de Dios, que revela y cumple
perfectamente la voluntad del Padre (cf. Heb 10, 5-10).
María invita
a todo ser humano a acoger esta Sabiduría. También nos dirige la
orden dada a los sirvientes en Caná de Galilea durante el banquete
de bodas: "Haced lo que él os diga" (Jn 2, 5).
María
condivide nuestra condición humana pero con total transparencia a la
gracia de Dios. No habiendo conocido el pecado, está en condiciones
de compadecerse de toda debilidad. Comprende al hombre pecador y lo
ama con amor de Madre. Precisamente por esto se pone de parte de la
verdad y condivide el peso de la Iglesia en el recordar
constantemente a todos las exigencias morales. Por el mismo motivo,
no acepta que el hombre pecador sea engañado por quien pretende
amarlo justificando su pecado, pues sabe que, de este modo, se
vaciaría de contenido el sacrificio de Cristo, su Hijo. Ninguna
absolución, incluso la ofrecida por complacientes doctrinas
filosóficas o teológicas, puede hacer verdaderamente feliz al
hombre: sólo la Cruz y la gloria de Cristo resucitado pueden dar paz
a su conciencia y salvación a su vida.
María, /
Madre de misericordia, / cuida de todos para que no se haga inútil /
la cruz de Cristo, / para que el hombre / no pierda el camino del
bien, / no pierda la conciencia del pecado y crezca / en la
esperanza en Dios, / "rico en misericordia" (Ef 2, 4), / para que
haga libremente las buenas obras / que El le asignó (cf. Ef 2, 10)
y, / de esta manera, toda su vida sea / "un himno a su gloria" (Ef
1, 12). |