La curación según pentecostales y católicos
Informe preparado por
monseñor Juan Usma Gómez,
del Consejo Pontificio para la
Promoción de la Unidad de los Cristianos
El lema de la Semana de oración por la unidad de los cristianos de este año:
"Hace oír a los sordos y hablar a los mudos" (Mc 7, 31-37) nos remite a uno
de los temas aparentemente más controvertidos en las relaciones entre
católicos y pentecostales: la curación. En efecto, juntamente con el hablar
en lenguas, la insistencia —llena de expectativas— que se pone en las
curaciones milagrosas constituye uno de los "modos pentecostales" que
suscitan sorpresa y perplejidad acerca de su legitimidad y su sentido
propiamente cristiano.
Casi en todas partes del mundo, la promesa de curación se ha convertido en
un leitmotiv con el que las comunidades pentecostales y carismáticas atraen
a nuevos miembros (este hecho se ha constatado también durante los cuatro
seminarios sobre el ecumenismo organizados por el Consejo Pontificio para la
Promoción de la Unidad de los Cristianos en Brasil, Kenia, Senegal y Corea).
Aun admitiendo que esa visión es parcial, debemos reconocer que la promesa o
anuncio de curaciones realizadas constituye uno de los recursos más
"eficaces" para atraer a la gente en nuestros días. Ser curados o ser
testigos de una curación realizada en la comunidad de pertenencia resulta
cada vez más importante.
Si tomamos la Sagrada Escritura, vemos inmediatamente que los evangelios
recogen muchos relatos de curaciones. Indudablemente, la compasión de Cristo
con los enfermos y sus numerosas curaciones de enfermos de todo tipo son un
signo claro de que "Dios ha visitado a su pueblo" (Lc 7, 16) y de que "el
reino de Dios está cerca" (Mt 10, 7; Lc 10, 9). Ciertamente, el ministerio
de Jesús se realizaba a través de palabras autorizadas y obras poderosas.
Las curaciones que llevaba a cabo no eran simples obras taumatúrgicas; sin
excepción, estaban vinculadas a la fe del enfermo y se transformaban en
experiencias mesiánicas (cf. Mt 8, 6-10; 9, 21-22, 27-30; Mc 2, 4-5; 10,
50-52, Lc 17, 17-22; Jn 9, 1), aunque no siempre las reconocían como obras
buenas los que rodeaban a los enfermos (cf. Mc 2, 4-9; Jn 9, 13-40).
Sin embargo, en las narraciones del Nuevo Testamento Jesús no es el único
que cura. Jesús mismo da a los Apóstoles el poder de curar. Los Apóstoles y
otros, en el cumplimiento de su misión y como parte de ella, obran
curaciones en nombre de Jesús; nunca como manifestación de su poder personal
o para sus fines propios (cf. Hch 8, 13; 9, 36-43; 14, 8-11). Además, san
Pablo, en su carta a los Corintios, habla de un carisma especial de curación
que el Espíritu Santo da a algunos creyentes para que se manifieste la
fuerza de la gracia que proviene del Resucitado (cf. 1 Co 12, 9. 28. 30).
Hasta aquí todo parece claro. Pedir la salud del cuerpo y del alma es una
práctica conocida desde siempre en la Iglesia. Más aún, repasando las
páginas del Catecismo de la Iglesia católica, leemos que: "El Señor
Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los
pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo, quiso que su
Iglesia continuase, con la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y
de salvación, incluso en sus propios miembros" (n. 1421). Los pentecostales
comparten plenamente esa afirmación; con todo, conviene notar que en el
Catecismo con ella se introduce el capítulo dedicado a "los sacramentos de
curación", es decir, el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación,
y el de la Unción de los enfermos.
Para un católico pedir la curación es legítimo. En efecto, la Iglesia en
varios momentos y con ritos diversos reza plegarias litúrgicas con esta
intención. Son bien conocidos los santos taumaturgos y los diversos lugares
de oración donde se dan innumerables testimonios de curaciones milagrosas.
Por consiguiente, pedir la gracia de la curación no es ajeno a la praxis
católica. Sin embargo, esto no debe llevar al cristiano a olvidar que no hay
mayor mal que el pecado y que nada tiene peores consecuencias para los
pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero (cf. ib., n. 1488).
La recuperación de la salud es importante si ayuda a la salvación espiritual
(cf. Mt 9, 5-8). La curación es una gracia, pero la enfermedad no es
necesariamente ausencia de ella: la unión del enfermo a la pasión de Cristo
es fundamental para su bien y para el bien de la Iglesia (cf. Col 1, 24).
Los evangélicos y pentecostales tienen una visión diferente. Se habla a
veces de diversas teologías de la curación, que en general vinculan la
curación a la expiación de Cristo. Aunque se suele estimular de alguna
manera la expectativa de curación y aunque el ministerio de curación se
considera un elemento legítimo del evangelismo, con frecuencia algunos
líderes pentecostales ponen en guardia a los fieles y protestan contra
ciertas prácticas ilegítimas que, ocultándose tras promesas de curación,
miran a proyectos personales que están muy lejos del Evangelio. "La mayor
amenaza para el movimiento pentecostal carismático en los últimos veinte
años de este siglo (el siglo XX) será el éxito y la ruina de los "reinos
personales", pues cuando se desplomen, como sucederá inevitablemente, se
desplomará con ellos la fe de aquellos cuya mirada no esté puesta en Jesús"
(W. MacDonald, The Cross versus Personal Kingdom, Pneuma 3/2, Fall 1982, en:
W. Hollenweger, Pentecostalism: Originis and Developments Worldwide, Peabody
1997, p. 230).
La aparición de curanderos, hombres y mujeres, cuyas actuaciones resultan
aún más notorias gracias a los medios de comunicación social y a la
realización de grandes reuniones, ha suscitado problemas doctrinales y
pastorales muy urgentes para todos los cristianos.
Los curanderos modernos, definidos como pertenecientes sobre todo a la
tercera ola del pentecostalismo ("third wavers"), se remiten a diversas
tradiciones cristianas. Pero algunos de estos "tele-evangelistas" actúan más
bien como tele-vendedores de productos religiosos, con un consiguiente
beneficio económico, y a menudo en sus promesas de curaciones se percibe el
engaño y el intento de explotar la buena fe de las personas necesitadas. En
esta lógica es muy elevado el riesgo de una moderna "simonía" (cf. Hch 8,
18-25).
Suscitan perplejidad el uso caprichoso del presunto "carisma de curación" y
las revelaciones personales que a menudo indican la curación realizada o la
dificultad puesta por algunos de los presentes que impide que se produzca la
liberación del maligno. Refiriéndose a los pasajes del Nuevo Testamento, los
curanderos se definen con frecuencia como exorcistas; por tanto, la
curación, más que restablecimiento de la salud, es ante todo liberación del
maligno.
Aun admitiendo la buena intención de las personas que ponen en ellos su
confianza, pueden surgir algunas dudas sobre la gratuidad y la solidez de la
fe de esas personas, que más que depender de Jesucristo parece depender de
milagros, curaciones y actuaciones de líderes. Así el Evangelio pasa a un
segundo plano.
También en la Iglesia católica, bajo el influjo del movimiento carismático,
las oraciones de curación rezadas en grupo son bastante comunes. La
Congregación para la Doctrina de la Fe publicó, el 14 de septiembre del año
2000, la "Instrucción sobre las oraciones para obtener de Dios la curación",
destinada a los obispos con el fin de orientar a los fieles en esta materia;
pretende favorecer lo que hay de bueno y corregir lo que conviene evitar. La
instrucción comprende una parte doctrinal sobre las gracias de curación y
las oraciones para obtenerla, y presenta al final disposiciones
disciplinarias al respecto (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 1 de diciembre de 2000, pp. 17-19).
Sobre la curación en la Iglesia, el diálogo internacional
católico-pentecostal, en su segunda fase, expresó algunas reflexiones que
siguen siendo válidas, aunque el tema requiere una ulterior profundización
común con el fin de evitar juicios injustos. Por lo que concierne a la
curación, católicos y pentecostales concuerdan (cf. Diálogo internacional
católico-pentecostal, Relación final 1997-1982, nn. 31-40; original en:
Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos,
Information Service 55, 1984, II-III) en: la necesidad de la cruz (la
búsqueda de la curación no es una simple búsqueda de bienestar); la curación
es un signo del Reino; implica a la persona en su totalidad; la espera
confiada de recibir la gracia de una curación no es contraria a la vida
cristiana; Cristo es quien cura. Sin embargo, no hay acuerdo ni convergencia
en cuanto al aspecto sacramental y, en consecuencia, sobre la importancia
del ministro ordenado por lo que atañe a los sacramentos de curación y en
particular al sacramento de la Unción de los enfermos.
También hoy Cristo hace oír a los sordos y hablar a los mudos. También hoy
se concede a algunos creyentes el carisma de la curación. Pero, aun
reconociendo la posibilidad de la curación, pues estamos convencidos de que
para Dios nada hay imposible, no podemos considerar los milagros de curación
como condición necesaria para nuestra fe cristiana: no es necesario ver para
creer (cf. Jn 20, 24-29).
Por tanto, el discernimiento espiritual es aún más necesario para descubrir
cuál es el ministerio auténtico. "A causa de la fragilidad humana, de la
presión de grupo y de otros factores, es posible que el creyente sea
inducido a error en su conciencia acerca de la intención y la influencia del
Espíritu en sus acciones. Por este motivo, es fundamental establecer los
criterios para confirmar y convalidar la actuación auténtica del "Espíritu
de verdad" (cf. 1 Jn 4, 1-6)" (Diálogo internacional católico-pentecostal,
Relación final 1972-1976, n. 40; original en Information Service 55,
1976/III).
En nuestros tiempos, los carismas y los dones del Espíritu Santo resultan
cada vez más visibles; a veces incluso podríamos decir que excesivamente.
Esta situación requiere una orientación a fin de que la gente aprenda a
identificar adecuadamente los carismas y de que estos sean realmente
ejercitados para el bien de toda la Iglesia (cf. 1 Co 12-14). Proporcionar
elementos de discernimiento espiritual debería contribuir a detectar la
autenticidad de una experiencia espiritual y su conformidad con la doctrina
de la Iglesia, evitando así desviaciones e iluminando las "experiencias
espirituales" de los creyentes.
Termino esta reflexión haciendo una invitación a leer, estudiar y analizar
la relación final de la quinta fase del Diálogo católico-pentecostal, que se
publicará próximamente. El texto ofrecerá la posibilidad de recorrer, sobre
la base de fuentes bíblicas y patrísticas, el camino de fe, conversión,
discipulado, experiencia comunitaria, y percibir la acción del Espíritu
Santo (de modo especial con respecto al bautismo en el Espíritu). Los
miembros del Diálogo presentan reflexiones comunes sobre cada uno de estos
aspectos en la situación actual, tratando de destacar no sólo la belleza de
la vida cristiana, sino también su dinamismo desde los orígenes. El
documento está articulado en tres puntos: cómo se llega a ser cristiano
según la Biblia; qué sucedió durante el período patrístico; y cuáles son los
enfoques pastorales actuales de ambas comunidades.