Combatir juntos los males del mundo: Congreso de Movimientos Populares (Papa Francisco)
En un largo
discurso de casi una hora ante
los asistentes al Congreso de Movimientos Populares en Santa Cruz en
Bolivia, el Papa Francisco quiso pedir
perdón "no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por los crímenes
contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América".
Francisco consideró que para
combatir las "nuevas formas de colonialismo" (un
tema en el que a menudo el Papa incluye el consumismo, la cultura
del descarte,
el aborto y la mentalidad contraceptiva, la ideología de género y el
desprecio a los ancianos) era
necesario condenar los abusos del colonialismo antiguo.
Fue un planteamiento tan rotundo como confuso, porque mezcló
las ofensas "de la propia iglesia" con las de los europeos en América, se
remitió a palabras de Juan Pablo II sobre los pecados de los hijos de la
iglesia en la historia (los de cualquier bautizado en cualquier momento) y
no quedó claro si se refería sólo a la época de conquista (siglo XV y XVI) o
a todo el periodo hasta la independencia de los países americanos. Además, a
lo escrito en el discurso, Francisco
añadió, para compensar, unos párrafos improvisados defendiendo el papel de
la Iglesia en
aquellos años.
Esto es lo que pronunció Francisco en voz alta sobre el "colonialismo":
»Digamos
NO entonces a las viejas y nuevas formas de colonialismo.
Digamos SÍ al encuentro entre pueblos y culturas. Felices
los que trabajan por la paz. Y
aquí quiero detenerme en un tema importante. Porque alguno podrá decir, con
derecho, que «cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de ciertas
acciones de la Iglesia». Les digo, con pesar: se
han cometido muchos y graves pecados contra los pueblos originarios de
América en nombre de Dios.
Lo han reconocido mis antecesores, lo ha dicho el CELAM, el Consejo
Episcopal Latinoamericano, y también quiero decirlo. Al igual que San Juan
Pablo II pido que la Iglesia y cito lo que dijo Él «se
postre ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus
hijos»
[Es
una cita de la «Incarnationis
mysterium» de 1998 de Juan Pablo II, párrafo 11: "la purificación de la
memoria pide a todos un acto de valentía y humildad para reconocer las
faltas cometidas por quienes han llevado y llevan el nombre de cristianos";
se refiere a cualquier época y a todos los bautizados. Nota de ReL].
»Y quiero decirles, quiero
ser muy claro,
como lo fue San Juan Pablo II: pido
humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por
los crímenes contra los pueblos originarios durante
la llamada conquista de América.
»Y
junto a este pedido de perdón y para ser justos también quiero que
recordemos amillares de sacerdotes, obispos que se opusieron
fuertemente a la lógica de la espada con la fuerza de la cruz. Hubo
pecado y abundante, pero no pedimos perdón y por eso pido perdón, pero allí
también donde hubo abundante pecado, sobreabundó la gracia a través de esos
hombres de esos pueblos originarios.
»También les pido a todos, creyentes y no creyentes, que se acuerden de
tantos Obispos, sacerdotes y laicos que predicaron y predican la buena
noticia de Jesús con coraje y mansedumbre, respeto y en paz. No
me quiero olvidar de las monjitas que anónimamente van a los barrios pobres
llevando un mensaje de paz y dignidad, que
en su paso por esta vida dejaron conmovedoras obras de promoción humana y de
amor, muchas veces junto a los pueblos indígenas o acompañando a los propios
movimientos populares incluso hasta el martirio.
La parte en
azul es
la que improvisó Francisco.
Precedentes de otros papas
El Papa Benedicto XVI en 2007 habló de que “el
deber de mencionar aquellos crímenes injustificables (cometidos
contra la población indígena) condenados
ya entonces por misioneros como Bartolomé de las Casas y teólogos como
Francisco de Vitoria (...)
no debe impedir reconocer con gratitud la maravillosa obra que ha llevado a
cabo la gracia divina entre esas poblaciones a lo largo de estos siglos”.
Este es un
tema que Juan Pablo II, con motivo del V Centenario en 1992, desarrolló así en
su discurso
a los obispos latinoamericanos:
»Desde los primeros pasos de la evangelización, la Iglesia católica, movida
por la fidelidad al Espíritu de Cristo, fue defensora
infatigable de los indios, protectora
de los valores que había en sus culturas, promotora de humanidad frente a
los abusos de colonizadores a veces sin escrúpulos. La
denuncia de las injusticias y atropellos por obra de Montesinos, Las Casas,
Córdoba, fray Juan del Valle y
tantos otros, fue como un clamor que propició una legislación inspirada en
el reconocimiento del valor sagrado de la persona.
»La conciencia cristiana afloraba con valentía profética en esa cátedra de
dignidad y de libertad que fue, en la
Universidad de Salamanca, la Escuela de Vitoria y en tantos eximios
defensores de los nativos, en España y en América Latina. Nombres
que son bien conocidos y que con ocasión del V Centenario han sido
recordados con admiración y gratitud.
»Por mi parte, y para precisar los perfiles de la verdad histórica poniendo
de relieve las raíces cristianas y la identidad católica del Continente,
sugerí que se celebrara un Simposio Internacional sobre la Historia de la
Evangelización de América, organizado por la Pontificia Comisión para
América Latina. Los
datos históricos muestran que se llevó a cabo una válida, fecunda y
admirable obra evangelizadora y
que, mediante ella, se abrió camino de tal modo en América la verdad sobre
Dios y sobre el hombre que, de hecho, la
evangelización misma constituye una especie de tribunal de acusación para
los responsables de aquellos abusos.
Francisco y la organización que "hace mucho"
Por su parte, en el largo discurso del Papa Francisco, el Pontífice
argentino animó también a los asistentes y a sus asociaciones y militantes a
organizarse para combatir los males del mundo.
"¿Qué
puede hacer ese estudiante, ese joven, ese militante, ese misionero que
patea las barriadas y
los parajes con el corazón lleno de sueños pero casi sin ninguna solución
para mis problemas?”, planteó. A continuación, el Papa, entre aplausos,
contestó su propia pregunta: “¡Mucho!
Pueden hacer mucho. Ustedes,
los más humildes, los explotados, los pobres y excluidos, pueden y hacen
mucho. Me atrevo a decirles que el futuro de la humanidad está, en gran
medida, en sus manos, en su
capacidad de organizarse y promover alternativas creativas, en la búsqueda
cotidiana de «las tres T» (trabajo, techo, tierra). ¡No
se achiquen!”
Acabó su discurso dieciendo: "Les pido que recen por mí. Y si
alguno de ustedes no puede rezar, con todo respeto, les pido que me piense
bien y me mande buena onda".
Discurso completo del Papa a los movimientos populares en La Paz, tal como
lo pronunció
Hermanos, hermanas. Buenas tardes a todos.
Hace algunos meses nos reunimos en Roma y tengo presente ese primer
encuentro nuestro. Durante este tiempo los he llevado en mi corazón y en mis
oraciones. Me alegra verlos de nuevo aquí, debatiendo los mejores caminos
para superar las graves situaciones de injusticia que sufren los excluidos
en todo el mundo. Gracias Señor Presidente Evo Morales por acompañar tan
decididamente este Encuentro.
Aquella vez en Roma sentí algo muy lindo: fraternidad, garra, entrega, sed
de justicia. Hoy, en Santa Cruz de la Sierra, vuelvo a sentir lo mismo.
Gracias por eso. También he sabido por medio del Pontificio Consejo Justicia
y Paz que preside el Cardenal Turkson, que son muchos en la Iglesia los que
se sienten más cercanos a los movimientos populares. ¡Me alegra tanto! Ver
la Iglesia con las puertas abiertas a todos Ustedes, que se involucre,
acompañe y logre sistematizar en cada diócesis, en cada Comisión de Justicia
y Paz, una colaboración real, permanente y comprometida con los movimientos
populares. Los invito a todos, Obispos, sacerdotes y laicos, junto a las
organizaciones sociales de las periferias urbanas y rurales, a profundizar
ese encuentro.
Dios permite que hoy nos veamos otra vez. La Biblia nos recuerda que Dios
escucha el clamor de su pueblo y quisiera yo también volver a unir mi voz a
la de Ustedes: “Las famosas tres T”: tierra, techo y trabajo para todos
nuestros hermanos y hermanas. Lo dije y lo repito: son derechos sagrados.
Vale la pena, vale la pena luchar por ellos. Que el clamor de los excluidos
se escuche en América Latina y en toda la tierra.
Primero de todo.
1. Empecemos reconociendo que necesitamos un cambio. Quiero aclarar, para
que no haya malos entendidos, que hablo de los problemas comunes de todos
los latinoamericanos y, en general también de toda la humanidad. Problemas
que tienen una matriz global y que hoy ningún Estado puede resolver por sí
mismo. Hecha esta aclaración, propongo que nos hagamos estas preguntas:
- ¿Reconocemos que las cosas no andan bien en un mundo donde hay tantos
campesinos sin tierra, tantas familias sin techo, tantos trabajadores sin
derechos, tantas personas heridas en su dignidad?
- ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando estallan tantas guerras
sin sentido y la violencia fratricida se adueña hasta de nuestros barrios?
¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando el suelo, el agua, el aire y
todos los seres de la creación están bajo permanente amenaza?
Entonces, digámoslo sin miedo: necesitamos y queremos un cambio.
Ustedes –en sus cartas y en nuestros encuentros– me han relatado las
múltiples exclusiones e injusticias que sufren en cada actividad laboral, en
cada barrio, en cada territorio. Son tantas y tan diversas como tantas y
diversas sus formas de enfrentarlas. Hay, sin embargo, un hilo invisible que
une cada una de esas exclusiones, ¿podemos reconocerlo? Porque no se trata
de cuestiones aisladas. Me pregunto si somos capaces de reconocer que estas
realidades destructoras responden a un sistema que se ha hecho global.
¿Reconocemos que este sistema ha impuesto la lógica de las ganancias a
cualquier costo sin pensar en la exclusión social o la destrucción de la
naturaleza?
Si esto así, insisto, digámoslo sin miedo: queremos un cambio, un cambio
real, un cambio de estructuras. Este sistema ya no se aguanta, no lo
aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las
comunidades, no lo aguantan los Pueblos… Y tampoco lo aguanta la Tierra, la
hermana Madre Tierra como decía San Francisco.
Queremos un cambio en nuestras vidas, en nuestros barrios, en el pago chico,
en nuestra realidad más cercana; también un cambio que toque al mundo entero
porque hoy la interdependencia planetaria requiere respuestas globales a los
problemas locales. La globalización de la esperanza, que nace de los Pueblos
y crece entre los pobres, debe sustituir esta globalización de la exclusión
y la indiferencia.
Quisiera hoy reflexionar con Ustedes sobre el cambio que queremos y
necesitamos. Saben que escribí recientemente sobre los problemas del cambio
climático. Pero, esta vez, quiero hablar de un cambio en el otro sentido. Un
cambio positivo, un cambio que nos haga bien, un cambio –podríamos decir–
redentor. Porque lo necesitamos.
Sé que Ustedes buscan un cambio y no sólo ustedes: en los distintos
encuentros, en los distintos viajes he comprobado que existe una espera, una
fuerte búsqueda, un anhelo de cambio en todos los Pueblos del mundo. Incluso
dentro de esa minoría cada vez más reducida que cree beneficiarse con este
sistema reina la insatisfacción y especialmente la tristeza. Muchos esperan
un cambio que los libere de esa tristeza individualista que esclaviza.
El tiempo, hermanos, hermanas, el tiempo parece que se estuviera agotando;
no alcanzó el pelearnos entre nosotros, sino que hasta nos ensañamos con
nuestra casa. Hoy la comunidad científica acepta lo que hace, ya desde hace
mucho tiempo denuncian los humildes: se están produciendo daños tal vez
irreversibles en el ecosistema.
Se está castigando a la tierra, a los pueblos y las personas de un modo casi
salvaje. Y detrás de tanto dolor, tanta muerte y destrucción, se huele el
tufo de eso que Basilio de Cesarea llamaba «el estiércol del diablo». La
ambición desenfrenada de dinero que gobierna. Ese es el estiércol del
diablo. El servicio para el bien común queda relegado. Cuando el capital se
convierte en ídolo y dirige las opciones de los seres humanos, cuando la
avidez por el dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la
sociedad, condena al hombre, lo convierte en esclavo, destruye la
fraternidad interhumana, enfrenta pueblo contra pueblo y, como vemos,
incluso pone en riesgo esta nuestra casa común.
No quiero extenderme describiendo los efectos malignos de esta sutil
dictadura: ustedes los conocen. Tampoco basta con señalar las causas
estructurales del drama social y ambiental contemporáneo. Sufrimos cierto
exceso de diagnóstico que a veces nos lleva a un pesimismo charlatán o a
regodearnos en lo negativo. Al ver la crónica negra de cada día, creemos que
no hay nada que se puede hacer salvo cuidarse a uno mismo y al pequeño
círculo de la familia y los afectos.
¿Qué puedo hacer yo, cartonero, catadora, pepenador, recicladora frente a
tantos problemas si apenas gano para comer? ¿Qué puedo hacer yo artesano,
vendedor ambulante, transportista, trabajador excluido si ni siquiera tengo
derechos laborales? ¿Qué puedo hacer yo, campesina, indígena, pescador que
apenas puedo resistir el avasallamiento de las grandes corporaciones? ¿Qué
puedo hacer yo desde mi villa, mi chabola, mi población, mi rancherío cuando
soy diariamente discriminado y marginado? ¿Qué puede hacer ese estudiante,
ese joven, ese militante, ese misionero que patea las barriadas y los
parajes con el corazón lleno de sueños pero casi sin ninguna solución para
sus problemas?
Pueden hacer mucho. Pueden hacer mucho. Ustedes, los más humildes, los
explotados, los pobres y excluidos, pueden y hacen mucho. Me atrevo a
decirles que el futuro de la humanidad está, en gran medida, en sus manos,
en su capacidad de organizarse y promover alternativas creativas, en la
búsqueda cotidiana de «las tres T» ¿De acuerdo? (trabajo, techo, tierra) y
también, en su participación protagónica en los grandes procesos de cambio,
Cambios nacionales, cambios regionales y cambios mundiales. ¡No se achiquen!
2. Ustedes son sembradores de cambio. Aquí en Bolivia he escuchado una frase
que me gusta mucho: «proceso de cambio». El cambio concebido no como algo
que un día llegará porque se impuso tal o cual opción política o porque se
instauró tal o cual estructura social. Dolorosamente sabemos que un cambio
de estructuras que no viene acompañado de una sincera conversión de las
actitudes y del corazón termina a la larga o a la corta por burocratizarse,
corromperse y sucumbir.
Por eso me gusta tanto la imagen del proceso, los procesos, donde la pasión
por sembrar, por regar serenamente lo que otros verán florecer, remplaza la
ansiedad por ocupar todos los espacios de poder disponibles y ver resultados
inmediatos. La opción es por generar proceso y no por ocupar espacios. Cada
uno de nosotros no es más que parte de un todo complejo y diverso
interactuando en el tiempo: pueblos que luchan por una significación, por un
destino, por vivir con dignidad, por «vivir bien». Dignamente, en ese
sentido.
Ustedes, desde los movimientos populares, asumen las labores de siempre
motivados por el amor fraterno que se revela contra la injusticia social.
Cuando miramos el rostro de los que sufren, el rostro del campesino
amenazado, del trabajador excluido, del indígena oprimido, de la familia sin
techo, del migrante perseguido, del joven desocupado, del niño explotado, de
la madre que perdió a su hijo en un tiroteo porque el barrio fue copado por
el narcotráfico, del padre que perdió a su hija porque fue sometida a la
esclavitud; cuando recordamos esos «rostros y esos nombres» se nos
estremecen las entrañas frente a tanto dolor y nos conmovemos… Todos nos
conmovemos, porque «hemos visto y oído», no la fría estadística sino las
heridas de la humanidad doliente, nuestras heridas, nuestra carne. Eso es
muy distinto a la teorización abstracta o la indignación elegante. Eso nos
conmueve, nos mueve y buscamos al otro para movernos juntos. Esa emoción
hecha acción comunitaria no se comprende únicamente con la razón: tiene un
plus de sentido que sólo los pueblos entienden y que da su mística
particular a los verdaderos movimientos populares.
Ustedes viven cada día, empapados, en el nudo de la tormenta humana. Me han
hablado de sus causas, me han hecho parte de sus luchas ya desde Buenos
Aires y yo se los agradezco. Ustedes, queridos hermanos, trabajan muchas
veces en lo pequeño, en lo cercano, en la realidad injusta que se les impuso
y a la que no se resignan, oponiendo una resistencia activa al sistema
idolátrico que excluye, degrada y mata.
Los he visto trabajar incansablemente por la tierra y la agricultura
campesina, por sus territorios y comunidades, por la dignificación de la
economía popular, por la integración urbana de sus villas, por la
autoconstrucción de viviendas y el desarrollo de infraestructura barrial, y
en tantas actividades comunitarias que tienden a la reafirmación de algo tan
elemental e innegablemente necesario como el derecho a «las tres T»: tierra,
techo y trabajo.
Ese arraigo al barrio, a la tierra, al oficio, al gremio, ese reconocerse en
el rostro del otro, esa proximidad del día a día, con sus miserias porque
las hay, las tenemos y sus heroísmos cotidianos, es lo que permite ejercer
el mandato del amor, no a partir de ideas o conceptos sino a partir del
encuentro genuino entre personas, necesitamos instaurar esta cultura del
encuentro porque ni los conceptos ni las ideas se aman; se aman las
personas.
La entrega, la verdadera entrega surge del amor a hombres y mujeres, niños y
ancianos, pueblos y comunidades… rostros y nombres que llenan el corazón. De
esas semillas de esperanza sembradas pacientemente en las periferias
olvidadas del planeta, de esos brotes de ternura que lucha por subsistir en
la oscuridad de la exclusión, crecerán árboles grandes, surgirán bosques
tupidos de esperanza para oxigenar este mundo.
Veo con alegría que ustedes trabajan en lo cercano, cuidando los brotes;
pero, a la vez, con una perspectiva más amplia, protegiendo la arboleda.
Trabajan en una perspectiva que no sólo aborda la realidad sectorial que
cada uno de ustedes representa y a la que felizmente está arraigado, sino
que también buscan resolver de raíz los problemas generales de pobreza,
desigualdad y exclusión.
Los felicito por eso. Es imprescindible que, junto a la reivindicación de
sus legítimos derechos, los Pueblos y sus organizaciones sociales construyan
una alternativa humana a la globalización excluyente. Ustedes son
sembradores del cambio. Que Dios les dé coraje, alegría, perseverancia y
pasión para seguir sembrando. Tengan la certeza que tarde o temprano vamos
de ver los frutos.
A los dirigentes les pido: sean creativos y nunca pierdan el arraigo a lo
cercano, porque el padre de la mentira sabe usurpar palabras nobles,
promover modas intelectuales y adoptar poses ideológicas, pero si ustedes
construyen sobre bases sólidas, sobre las necesidades reales y la
experiencia viva de sus hermanos, de los campesinos e indígenas, de los
trabajadores excluidos y las familias marginadas, seguramente no se van a
equivocar.
La Iglesia no puede ni debe ser ajena a este proceso en el anuncio del
Evangelio. Muchos sacerdotes y agentes pastorales cumplen una enorme tarea
acompañando y promoviendo a los excluidos en todo el mundo, junto a
cooperativas, impulsando emprendimientos, construyendo viviendas, trabajando
abnegadamente en los campos de la salud, el deporte y la educación. Estoy
convencido que la colaboración respetuosa con los movimientos populares
puede potenciar estos esfuerzos y fortalecer los procesos de cambio.
Y tengamos siempre presente en el corazón a la Virgen María, una humilde
muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio,
una madre sin techo que supo transformar una cueva de animales en la casa de
Jesús con unos pañales y una montaña de ternura. María es signo de esperanza
para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Yo
rezo a la virgen tan venerada por el pueblo boliviano para que permita que
este Encuentro nuestro sea fermento de cambio. El cura habla largo parece
¿no? Nooo (responden todos).
3. Por último quisiera que pensemos juntos algunas tareas importantes para
este momento histórico, porque queremos un cambio positivo para el bien de
todos nuestros hermanos y hermanas, eso lo sabemos. Queremos un cambio que
se enriquezca con el trabajo mancomunado de los gobiernos, los movimientos
populares y otras fuerzas sociales, eso también lo sabemos. Pero no es tan
fácil definir el contenido del cambio, podría decirse, el programa social
que refleje este proyecto de fraternidad y justicia que esperamos, no es
fácil de definir.
En ese sentido, no esperen de este Papa una receta. Ni el Papa ni la Iglesia
tienen el monopolio de la interpretación de la realidad social ni la
propuesta de soluciones a los problemas contemporáneos. Me atrevería a decir
que no existe una receta. La historia la construyen las generaciones que se
suceden en el marco de pueblos que marchan buscando su propio camino y
respetando los valores que Dios puso en el corazón.
Quisiera, sin embargo, proponer tres grandes tareas que requieren el
decisivo aporte del conjunto de los movimientos populares:
3.1. La primera tarea es poner la economía al servicio de los Pueblos: Los
seres humanos y la naturaleza no deben estar al servicio del dinero. Digamos
NO a una economía de exclusión e inequidad donde el dinero reina en lugar de
servir. Esa economía mata. Esa economía excluye. Esa economía destruye la
Madre Tierra.
La economía no debería ser un mecanismo de acumulación sino la adecuada
administración de la casa común. Eso implica cuidar celosamente la casa y
distribuir adecuadamente los bienes entre todos. Su objeto no es únicamente
asegurar la comida o un “decoroso sustento”. Ni siquiera, aunque ya sería un
gran paso, garantizar el acceso a «las tres T» por las que ustedes luchan.
Una economía verdaderamente comunitaria, podría decir, una economía de
inspiración cristiana, debe garantizar a los pueblos dignidad «prosperidad
sin exceptuar bien alguno» (1) Esta última frase la dijo el Papa Juan XXIII
hace 50 años. Jesús dice en el evangelio que aquel que le dé espontáneamente
un vaso de agua cuando tiene sed será acogido en el reino de los cielos.
Esto implica «las tres T» pero también acceso a la educación, la salud, la
innovación, las manifestaciones artísticas y culturales, la comunicación, el
deporte y la recreación.
Una economía justa debe crear las condiciones para que cada persona pueda
gozar de una infancia sin carencias, desarrollar sus talentos durante la
juventud, trabajar con plenos derechos durante los años de actividad y
acceder a una digna jubilación en la ancianidad. Es una economía donde el
ser humano en armonía con la naturaleza, estructura todo el sistema de
producción y distribución para que las capacidades y las necesidades de cada
uno encuentren un cauce adecuado en el ser social. Ustedes, y también otros
pueblos, resumen este anhelo de una manera simple y bella: «vivir bien». Que
no es lo mismo que ver pasar la vida.
Esta economía no es sólo deseable y necesaria sino también posible. No es
una utopía ni una fantasía. Es una perspectiva extremadamente realista.
Podemos lograrlo. Los recursos disponibles en el mundo, fruto del trabajo
intergeneracional de los pueblos y los dones de la creación, son más que
suficientes para el desarrollo integral de «todos los hombres y de todo el
hombre». (2)
El problema, en cambio, es otro. Existe un sistema con otros objetivos. Un
sistema que además de acelerar irresponsablemente los ritmos de la
producción, además de implementar métodos en la industria y la agricultura
que dañan la Madre Tierra en aras de la «productividad», sigue negándoles a
miles de millones de hermanos los más elementales derechos económicos,
sociales y culturales. Ese sistema atenta contra el proyecto de Jesús.
Contra la Buena Noticia que trajo Jesús.
La distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no es
mera filantropía. Es un deber moral. Para los cristianos, la carga es aún
más fuerte: es un mandamiento. Se trata de devolverles a los pobres y a los
pueblos lo que les pertenece.
El destino universal de los bienes no es un adorno discursivo de la doctrina
social de la Iglesia. Es una realidad anterior a la propiedad privada. La
propiedad, muy en especial cuando afecta los recursos naturales, debe estar
siempre en función de las necesidades de los pueblos. Y estas necesidades no
se limitan al consumo. No basta con dejar caer algunas gotas cuando lo
pobres agitan esa copa que nunca derrama por sí sola. Los planes
asistenciales que atienden ciertas urgencias sólo deberían pensarse como
respuestas pasajeras, coyunturales. Nunca podrán sustituir la verdadera
inclusión: ésa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y
solidario.
Y en este camino, los movimientos populares tienen un rol esencial, no sólo
exigiendo y reclamando, sino fundamentalmente creando. Ustedes son poetas
sociales: creadores de trabajo, constructores de viviendas, productores de
alimentos, sobre todo para los descartados por el mercado mundial.
He conocido de cerca distintas experiencias donde los trabajadores unidos en
cooperativas y otras formas de organización comunitaria lograron crear
trabajo donde sólo había sobras de la economía idolátrica y vi que algunos
están aquí. Las empresas recuperadas, las ferias francas y las cooperativas
de cartoneros son ejemplos de esa economía popular que surge de la exclusión
y, de a poquito, con esfuerzo y paciencia, adopta formas solidarias que la
dignifican. ¡Y qué distinto es eso a que los descartados por el mercado
formal sean explotados como esclavos!
Los gobiernos que asumen como propia la tarea de poner la economía al
servicio de los pueblos deben promover el fortalecimiento, mejoramiento,
coordinación y expansión de estas formas de economía popular y producción
comunitaria.
Esto implica mejorar los procesos de trabajo, proveer infraestructura
adecuada y garantizar plenos derechos a los trabajadores de este sector
alternativo. Cuando Estado y organizaciones sociales asumen juntos la misión
de «las tres T» se activan los principios de solidaridad y subsidiariedad
que permiten edificar el bien común en una democracia plena y participativa.
3.2. La segunda tarea, eran 3, es unir nuestros Pueblos en el camino de la
paz y la justicia.
Los pueblos del mundo quieren ser artífices de su propio destino. Quieren
transitar en paz su marcha hacia la justicia. No quieren tutelajes ni
injerencias donde el más fuerte subordina al más débil. Quieren que su
cultura, su idioma, sus procesos sociales y tradiciones religiosas sean
respetados.
Ningún poder fáctico o constituido tiene derecho a privar a los países
pobres del pleno ejercicio de su soberanía y, cuando lo hacen, vemos nuevas
formas de colonialismo que afectan seriamente las posibilidades de paz y de
justicia porque «la paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del
hombre, sino también en los derechos de los pueblos particularmente el
derecho a la independencia» (3)
Los pueblos de Latinoamérica parieron dolorosamente su independencia
política y, desde entonces llevan casi dos siglos de una historia dramática
y llena de contradicciones intentando conquistar una independencia plena.
En estos últimos años, después de tantos desencuentros, muchos países
latinoamericanos han visto crecer la fraternidad entre sus pueblos. Los
gobiernos de la Región aunaron esfuerzos para hacer respetar su soberanía,
la de cada país y la del conjunto regional, que tan bellamente, como
nuestros Padres de antaño, llaman la «Patria Grande». Les pido a ustedes,
hermanos y hermanas de los movimientos populares, que cuiden y acrecienten
esa unidad. Mantener la unidad frente a todo intento de división es
necesario para que la región crezca en paz y justicia.
A pesar de estos avances, todavía subsisten factores que atentan contra este
desarrollo humano equitativo y coartan la soberanía de los países de la
«Patria Grande» y otras latitudes del planeta. El nuevo colonialismo adopta
diversa fachadas. A veces, es el poder anónimo del ídolo dinero:
corporaciones, prestamistas, algunos tratados denominados «de libres
comercio» y la imposición de medidas de «austeridad» que siempre ajustan el
cinturón de los trabajadores y de los pobres.
Los obispos latinoamericanos lo denunciamos con total claridad en el
documento de Aparecida cuando afirman que «las instituciones financieras y
las empresas transnacionales se fortalecen al punto de subordinar las
economías locales, sobre todo, debilitando a los Estados, que aparecen cada
vez más impotentes para llevar adelante proyectos de desarrollo al servicio
de sus poblaciones». Hasta aquí la cita. (4) En otras ocasiones, bajo el
noble ropaje de la lucha contra la corrupción, el narcotráfico o el
terrorismo –graves males de nuestros tiempos que requieren una acción
internacional coordinada– vemos que se impone a los Estados medidas que poco
tienen que ver con la resolución de esas problemáticas y muchas veces
empeora las cosas.
Del mismo modo, la concentración monopólica de los medios de comunicación
social que pretende imponer pautas alienantes de consumo y cierta
uniformidad cultural es otra de las formas que adopta el nuevo colonialismo.
Es el colonialismo ideológico. Como dicen los Obispos de África, muchas
veces se pretende convertir a los países pobres en «piezas de un mecanismo y
de un engranaje gigantesco». (5)
Hay que reconocer que ninguno de los graves problemas de la humanidad se
puede resolver sin interacción entre los Estados y los pueblos a nivel
internacional. Todo acto de envergadura realizado en una parte del planeta
repercute en todo en términos económicos, ecológicos, sociales y culturales.
Hasta el crimen y la violencia se han globalizado. Por ello ningún gobierno
puede actuar al margen de una responsabilidad común.
Si realmente queremos un cambio positivo, tenemos que asumir humildemente
nuestra interdependencia, es decir, nuestra sana interdependencia. Pero
interacción no es sinónimo de imposición, no es subordinación de unos en
función de los intereses de otros. El colonialismo, nuevo y viejo, que
reduce a los países pobres a meros proveedores de materia prima y trabajo
barato, engendra violencia, miseria, migraciones forzadas y todos los males
que vienen de la mano… precisamente porque al poner la periferia en función
del centro les niega el derecho a un desarrollo integral. Y eso hermanos es
inequidad y la inequidad genera violencia que no habrá recursos policiales,
militares o de inteligencia capaces de detener.
Digamos NO entonces a las viejas y nuevas formas de colonialismo. Digamos SÍ
al encuentro entre pueblos y culturas. Felices los que trabajan por la paz.
Y aquí quiero detenerme en un tema importante. Porque alguno podrá decir,
con derecho, que «cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de ciertas
acciones de la Iglesia». Les digo, con pesar: se han cometido muchos y
graves pecados contra los pueblos originarios de América en nombre de Dios.
Lo han reconocido mis antecesores, lo ha dicho el CELAM El Consejo Episcopal
Latinoamericano y también quiero decirlo. Al igual que San Juan Pablo II
pido que la Iglesia y cito lo que dijo Él «se postre ante Dios e implore
perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos» (6). Y quiero
decirles, quiero ser muy claro, como lo fue San Juan Pablo II: pido
humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por
los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de
América.
Y junto a este pedido de perdón y para ser justos también quiero que
recordemos a millares de sacerdotes, obispos que se opusieron fuertemente a
la lógica de la espada con la fuerza de la cruz. Hubo pecado y abundante,
pero no pedimos perdón y por eso pido perdón, pero allí también donde hubo
abundante pecado, sobreabundó la gracia a través de esos hombres de esos
pueblos originarios. También les pido a todos, creyentes y no creyentes, que
se acuerden de tantos Obispos, sacerdotes y laicos que predicaron y predican
la buena noticia de Jesús con coraje y mansedumbre, respeto y en paz; No me
quiero olvidar de las monjitas que anónimamente van a los barrios pobres
llevando un mensaje de paz y dignidad, que en su paso por esta vida dejaron
conmovedoras obras de promoción humana y de amor, muchas veces junto a los
pueblos indígenas o acompañando a los propios movimientos populares incluso
hasta el martirio.
La Iglesia, sus hijos e hijas, son una parte de la identidad de los pueblos
en Latinoamérica. Identidad que tanto aquí como en otros países algunos
poderes se empeñan en borrar, tal vez porque nuestra fe es revolucionaria,
porque nuestra fe desafía la tiranía del ídolo dinero. Hoy vemos con espanto
cómo en Medio Oriente y otros lugares del mundo se persigue, se tortura, se
asesina a muchos hermanos nuestros por su fe en Jesús. Eso también debemos
denunciarlo: dentro de esta tercera guerra mundial en cuotas que estamos
viviendo, hay una especie de -fuerzo la palabra- genocidio en marcha que
debe cesar.
A los hermanos y hermanas del movimiento indígena latinoamericano, déjenme
transmitirle mi más hondo cariño y felicitarlos por buscar la conjunción de
sus pueblos y culturas, eso que yo llamo poliedro, una forma de convivencia
donde las partes conservan su identidad construyendo juntas la pluralidad
que no atenta, sino que fortalece la unidad. Su búsqueda de esa
interculturalidad que combina la reafirmación de los derechos de los pueblos
originarios con el respeto a la integridad territorial de los Estados nos
enriquece y nos fortalece a todos.
3. 3. Y la tercera tarea, tal vez la más importante que debemos asumir hoy,
es defender la Madre Tierra.
La casa común de todos nosotros está siendo saqueada, devastada, vejada
impunemente. La cobardía en su defensa es un pecado grave. Vemos con
decepción creciente como se suceden una tras otra cumbres internacionales
sin ningún resultado importante. Existe un claro, definitivo e impostergable
imperativo ético de actuar que no se está cumpliendo. No se puede permitir
que ciertos intereses –que son globales pero no universales– se impongan,
sometan a los Estados y organismos internacionales, y continúen destruyendo
la creación.
Los Pueblos y sus movimientos están llamados a clamar, a movilizarse, a
exigir –pacífica pero tenazmente– la adopción urgente de medidas apropiadas.
Yo les pido, en nombre de Dios, que defiendan a la Madre Tierra. Sobre éste
tema me he expresado debidamente en la Carta Encíclica Laudato si’ que creo
que les será dada al finalizar. Tengo dos páginas y media en esta cita, pero
(como resumen basta (verificar y falta)
4. Para finalizar, quisiera decirles nuevamente: el futuro de la humanidad
no está únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes potencias
y las élites. Está fundamentalmente en manos de los Pueblos; en su capacidad
de organizar y también en sus manos que riegan con humildad y convicción
este proceso de cambio. Los acompaño. Y cada uno Digamos juntos desde el
corazón: ninguna familia sin vivienda, ningún campesino sin tierra, ningún
trabajador sin derechos, ningún pueblo sin soberanía, ninguna persona sin
dignidad, ningún niño sin infancia, ningún joven sin posibilidades, ningún
anciano sin una venerable vejez.
Sigan con su lucha y, por favor, cuiden mucho a la Madre Tierra. Rezo por
ustedes, rezo con ustedes y quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los
acompañe y los bendiga, que los colme de su amor y los defienda en el camino
dándoles abundantemente esa fuerza que nos mantiene en pie: esa fuerza es la
esperanza, y una cosa importante la esperanza que no defrauda, gracias.
Y, por favor, les pido que recen por mí. Y si alguno de ustedes no puede
rezar, con todo respeto, les pido que me piense bien y me mande buena onda.
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(1) Juan XXIII, Carta enc. Mater et Magistra (15 mayo 1961), 3: AAS 53
(1961), 402.
(2) Pablo VI, Carta enc. Popolorum progressio, n. 14.
(3) Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de
la Iglesia, 157.
(4) V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (2007), Documento
Conclusivo, Aparecida, 66
(5) Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre
1995), 52: AAS 88 (1996), 32-33; Id., Cart enc. Sollicitudo rei socialis (30
diciembre 1987), 22: AAS 80 (1988), 539.
(6) Juan Pablo II, Bula Incarnationis mysterium, 11.