El Compendio de la Doctrina Social y LOS DESAFÍOS DEL DESARROLLO CON EQUIDAD EN AMÉRICA LATINA
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MÉXICO, D.F.,
21 de noviembre de 2005.
Sr. José Antonio Ocampo
Secretario General Adjunto
para Asuntos Económicos y Sociales
de las Naciones Unidas
en el Seminario Continental
del Consejo Pontificio "Justicia y Paz"
Me honra enormemente esta invitación a participar en este lanzamiento en
América Latina de este Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Fui
educado con dicha doctrina, que forma hoy parte esencial de mi bagaje
religioso y humano. A través de ella aprendí firmemente el concepto de
justicia social, la manera como dicho concepto encarna la profunda visión
cristiana de la igualdad de las personas y, no menos importante, que la
justicia es el nombre de la paz.
Estos conceptos me sirvieron más tarde para entender también el profundo
significado de los conceptos de derechos humanos, en su doble dimensión de
derechos civiles y políticos y de derechos económicos, sociales y
culturales, que forman uno de los pilares de la Organización de las Naciones
Unidas, en la cual he tenido el privilegio de trabajar durante los últimos
ocho años. Me sirvieron, además, para entender firmemente, como economista,
que el funcionamiento del sistema económico tiene que estar subordinado a
objetivos sociales más amplios y, que de no hacerla, las tendencias a la
desigualdad que genera el mercado pueden reproducir y ampliar formas
injustas de organización social que generan tensiones sociales que no pocas
veces siembran las semillas que terminan por destruir la paz.
Poco puedo contribuir a dilucidar las profundidades de la doctrina social de
la iglesia, pero puedo aportar algunas reflexiones que se derivan de la
atalaya privilegiada de las Naciones Unidas. Espero que estas reflexiones
sirvan para enriquecer la labor que ustedes tienen, como pastores, para
difundir la visión que encarna la doctrina social de la Iglesia.
Déjenme comenzar expresando de la manera más categórica el mensaje principal
que quiero trasmitirles. Vivimos una era en que las oportunidades económicas
y sociales se reparten de manera muy desigual, tanto entre los países y como
entre las personas, dando lugar a múltiples tendencias hacia la desigualdad.
Esta realidad ha sido ilustrada ampliamente en un informe reciente de las
Naciones Unidas, El dilema de la desigualdad.
Frente a tensiones similares que se enfrentaron en etapas anteriores de la
historia del capitalismo moderno, y como respuesta así mismo a los
movimiento sociales, los sistemas políticos de diversos países del mundo
terminaron por desarrollar mecanismos de acción estatal que buscaban
precisamente compensar las tensiones distributivas resultantes. Sin embargo,
la era actual se caracteriza por la crisis de estos Estados de bienestar,
así como un rechazo ideológico a ellos por parte de los defensores del nuevo
orden económico. Se caracteriza también por el debilitamiento mismo de la
capacidad de los Estados nacionales de incidir sobre fuerzas que generan
estas tensiones distributivas, que se originan en muchos casos en el propio
proceso de globalización, sin que hayan sido sustituidas o complementadas
por otras instituciones de carácter mundial igualmente eficaces.
Estas tensiones tienen características propias en una región, como América
Latina, donde se insertan en sociedades que eran ya altamente desiguales, de
hecho, en promedio, las más desiguales del mundo. Desde una perspectiva más
positiva, vivimos una etapa inédita de la historia de la democracia política
latinoamericana. La subsistencia por un período prolongado de regímenes
políticos representativos en un conjunto amplio de países ha tenido efectos
positivos en otras materias, en particular, entre los temas que son objeto
de mi presentación, en la tendencia positiva en materia de gasto público
social.
Sin embargo, nuestros sistemas democráticos enfrentan no sólo sus propios
problemas sino también el desafio inédito que enfrentan todos los Estados
modernos de mediar unas tensiones distributivas acrecentadas por el nuevo
orden económico global.
Pennítanme detallarles algunos hechos de la realidad económica y social
latinoamericana y algunas reflexiones sobre las políticas sociales antes de
regresar a los desafiosque encarna el nuevo orden global.
Una mirada sucinta a la realidad social latinoamericana.
El reciente infonne de la CEPAL y otras agencias de las Naciones Unidas
sobre el avance de la región en el cumplimiento de los Objetivos de
Desarrollo del Milenio de la ONU, presentan un panorama de luces y sombras
en materia social que de manera muy sintética se puede resumir en tres
conjuntos de consideraciones.
La primera se relaciona con los aspectos positivos que se derivan de la
evolución del gasto público social y de la ampliación de los servicios
sociales del Estado. En efecto, el gasto público social ha aumentado en
promedio del 10.1 % del PIB en 1990 a 13 .9% del PIB a comienzos de la
década actual. Además, el esfuerzo correspondiente ha sido mayor en los
países que tenían los menores niveles de gasto en 1990, con lo cual, pese a
las grandes disparidades en los niveles de gasto social de los distintos
países que caracterizan a la región se han reducido ligeramente en los
últimos quince años.
La tendencia al aumento del gasto social se ha reflejado en la tendencia
positiva que han experimentado los indicadores que dependen más
estrechamente de él. Éste es el caso de la universalización de la educación
primaria, aunque subsisten problemas de retención escolar. Se ha avanzado
también en la extensión de la cobertura de la educación preescolar, crítica
para igualar las oportunidades de los niños más pobres, así como en la
extensión de la cobertura de la educación secundaria y terciaria.
América Latina muestra también avance en materia nutricional, así como en la
reducción de la mortalidad infantil y en la cobertura de los sistemas de
acueducto. En temas de equidad de género, cumple ya la meta de acceso
igualitario de las mujeres en el sistema educativo y ha mostrado avances,
todavía insuficientes, en el acceso de la mujer al poder político. En
relación con los objetivos trazados internacionalmente, la región tiene
mayores problemas en materia de mortalidad materna, que es en cualquier caso
baja en relación con otros países en desarrollo, así como en el freno a la
extensión del SIDA.
También muestra algunos atrasos en la extensión de los sistemas de
alcantarillado o saneamiento básico, particularmente en las zonas rurales.
Esto me lleva a mi segundo conjunto de consideraciones: los principales
problemas no provienen tanto de la política social, donde se encuentran los
avances mencionados, sino de los resultados del funcionamiento del sistema
económico. Sus principales manifestaciones son la insuficiente generación de
empleo y la subsistencia de altos niveles de pobreza medida como la
proporción de la población que se encuentra por debajo de un cierto umbral
de ingreso mínimo. En materia de empleo, tanto el desempleo abierto como la
informalidad laboral -es decir, las actividades de baja remuneración y
productividad e inadecuada protección social-son mayores hoy que hace quince
años (10% vs. 6.9% en 1990, en el primer caso, y 46.7% vs. 42.8% en el
segundo).
Aunque la mezcla difiere de país en país, casi todos han mostrado un
deterioro en alguna de estas dos dimensiones, o en ambas.
Algo similar ocurre en materia de pobreza medida por ingreso. Según las
estadísticas de la CEPAL, la proporción de la población latinoamericana que
vive por , debajo de la línea de pobreza alcanzaba en el 2004 al 42.9% de la
población, una proporción todavía superior a la de 1980, cuando era del
40.5%, pese a que el ingreso por habitante supera al de entonces en un 8%.
La población en extrema pobreza, 96 millones de personas, todavía alcanza a
cerca del 18.6% de la población. Esta es una cifra irritante ya que, dados
los niveles de desarrollo intermedio que caracteriza a la mayoría de los
países latinoamericanos, no sólo es posible reducir la pobreza extrema a la
mitad, como lo establecen las metas internacionales, sino erradicarla.
Esto me lleva al tercer conjunto de consideraciones, que tienen que ver las
profundas desigualdades distributivas que caracterizan a los países de la
región. Estas desigualdades no sólo las mayores del mundo sino que se ha
ampliaron en quizás la mitad de los países latinoamericanos en la década
pasada y en casi todos en alguna de las tres últimas décadas. El aumento del
desempleo y la informalidad laboral ha sido una de las causas recientes de
dicha tendencia, como lo ha sido el aumento casi generalizado en la brecha
de remuneraciones entre el sector formal e informal, y entre trabajadores
calificados y no calificados, como parte, por lo demás, de tendencias
virtualmente
universales.
Las desigualdades en la distribución del ingreso se reflejan de
distintas maneras.
Algunas de sus dimensiones más preocupantes son las raciales y étnicas: los
indígenas y afro-descendientes tienen niveles de pobreza que en promedio
duplican a los de los blancos. La pobreza rural es, además, entre dos y tres
veces superior a la urbana. Estas desigualdades permean todas las
dimensiones que hemos analizado: el acceso a la educación es menor para los
estratos de menores ingresos, y la calidad de la educación que reciben es
menor. Sus oportunidades laborales son más reducidas. A través de estos
mecanismos, se bloquean los limitados mecanismos de movilidad ascendente que
tienen nuestras sociedades y, más bien, se generan las condiciones por medio
de las cuales las
desigualdades se reproducen de generación en generación.
El desarrollo social y su relación con el desarrollo económico
¿Qué hacer frente a esta realidad? La experiencia internacional y la
historia
latinoamericana misma indican que el desan-ollo social debe concebir_e como
el producto de tres factores básicos:
(1) una política social de largo plazo, destinada a incrementar la
equidad y garantizar la inclusión;
(2) un crecimiento económico estable que genere un
volumen adecuado de empleos de calidad y un ambiente favorable para el
progreso de las pequeñas empresas; y
(3) una reducción del dualismo o heterogeneidad estructural que caracteriza
a los sectores productivos, es decir la existencia de inmensas brechas
productivas entre distintas actividades económicas y entre distintos agentes
productivos.
La globalización ha aumentado las tensiones en todas estas esferas.
En particular, ha desplazado la demanda de mano de obra hacia el sector más
calificado, ha generado nuevas tensiones entre competitividad y empleo, ha
reforzado la heterogeneidad de las estructuras productivas y ha creado
nuevos riesgos sociales. Teniendo en cuenta estos conflictos, la política
social debería hacer hincapié en tres áreas fundamentales: la educación, el
empleo y la protección social integral, incluyendo en este último caso la
protección contra los riesgos de salud. A su vez, los esquemas
institucionales que se diseñen deben estar acompañados de una ampliación de
la expresión política de los sectores más pobres, así como de un incremento
en los canales de participación. La primera es esencial para que los
intereses de estos sectores sean tomados debidamente en cuenta en las
decisiones que los afectan. La participación permite, por su parte, que las
comunidades se conviertan en actores protagónicos de su propio destino.
Los progresos en materia de educación, empleo y protección social se
refuerzan mutuamente. La educación es la mejor vía para superar la
reproducción intergeneracional de la pobreza, y cobra aún más importancia en
vista de la creciente necesidad de contar con recursos humanos capaces de
participar en las nuevas modalidades de producir, competir y convivir. El
trabajo es un elemento clave de la integración social, como factor de
realización personal y como fuente de ingresos. A los riesgos tradicionales
de salud y envejecimiento se agregan hoy los crecientes riesgos laborales
relacionados con la inestabilidad macroeconómica, la adaptación a las nuevas
tecnologías y formas de organización del trabajo, y la mayor competencia
internacional productivas entre distintas actividades económicas y entre
distintos agentes productivos.
La globalización ha aumentado las tensiones en todas estas esferas. En
particular, ha desplazado la demanda de mano de obra hacia el sector más
calificado, ha generado nuevas tensiones entre competitividad y empleo, ha
reforzado la heterogeneidad de las estructuras productivas y ha creado
nuevos riesgos sociales. Teniendo en cuenta estos conflictos, la política
social debería hacer hincapié en tres áreas fundamentales: la educación, el
empleo y la protección social integral, incluyendo en este último caso la
protección contra los riesgos de salud. A su vez, los esquemas
institucionales que se diseñen deben estar acompañados de una ampliación de
la expresión.. política de los sectores más pobres, así como de un
incremento en los canales de participación. La primera es esencial para que
los intereses de estos sectores sean tomados debidamente en cuenta en las
decisiones que los afectan. La participación permite, por su parte, que las
comunidades se conviertan en actores protagónicos de su propio destino.
Los progresos en materia de educación, empleo y protección social se
refuerzan mutuamente. La educación es la mejor vía para superar la
reproducción intergeneracional de la pobreza, y cobra aún más importancia en
vista de la creciente necesidad de contar con recursos humanos capaces de
participar en las nuevas modalidades de producir, competir y convivir. El
trabajo es un elemento clave de la integración social, como factor de
realización personal y como fuente de ingresos. A los riesgos tradicionales
de salud y envejecimiento se agregan hoy los crecientes riesgos laborales
relacionados con la inestabilidad macroeconómica, la adaptación a las nuevas
tecnologías y formas de organización del trabajo, y la mayor competencia
internacional.
El primer componente de la política social debe ser, por lo tanto, una
estrategia educativa ambiciosa, basada en la universalización de la
educación pública básica de calidad y en políticas selectivas orientadas
hacia los sectores más pobres. Los esfuerzos deberán concentrarse en ofrecer
cobertura universal, de preferencia hasta la educación media, y reducir las
diferencias de calidad de la educación en función del origen socioeconómico
de los estudiantes. También es preciso desarrollar nuevas formas de
aprendizaje, que actualmente pasan, en gran medida, por la participación en
redes, y el uso de tecnologías de la información y las comunicaciones. Pero
no basta con modernizar los soportes educativos. Aún más necesario es
desarrollar, en congruencia con estos nuevos soportes, las funciones
cognitivas superiores, orientando el aprendizaje a la identificación y
solución de problemas, la capacidad de reflexión, la creatividad y la
capacidad de planificar e investigar, funciones indispensables en un medio
saturado de información.
Los objetivos de una estrategia educativa van, en cualquier caso, más allá
de estas dimensiones económicas asociadas a la acumulación de "capital
humano". En efecto, la educación es también un elemento decisivo del
desarrollo democrático y de una ciudadanía sólida y, en términos más
amplios, de realización personal. Sus efectos sobre la equidad han sido,
además, sobredimensionados en los debates recientes. Así, en una sociedad
altamente segmentada, la educación es también un instrumento de
segmentación. Más aún, una generación inadecuada de empleos de calidad puede
derrotar los esfuerzos que se realicen en el ámbito de la educación, tanto
en términos de
acumulación de capital humano (que en situaciones extremas, emigra, y en
circunstancias más normales queda subempleado) y de equidad (la segmentación
laboral multiplica los efectos de la segmentación educativa).
Las políticas laborales deben basarse en el convencimiento de que la
creación de puestos de trabajo sólo es sostenible cuando las actividades
económicas son competitivas a largo plazo. La reconversión productiva y la
creciente movilidad laboral exigen la puesta en práctica de políticas
activas de capacitación laboral, a fin de crear oportunidades de adaptación
de los trabajadores a las nuevas demandas del mercado laboral. Por otra
parte, dada la importancia de la micro y pequeña empresa y la heterogeneidad
creciente que caracteriza a las estructuras productivas, es necesario poner
en marcha políticas especiales, dirigidas a garantizar el acceso de estas
empresas a la tecnología, al capital y a las capacidades de gestión, y crear
encadenamientos productivos entres estas empresas y las de mayor tamaño.
Además, los ministerios de trabajo deberían adoptar políticas que
contribuyan a fomentar la autorregulación de los actores sociales (diálogo
social) y prestar especial atención a los trabajadores no incorporados a los
sectores modernos (informales y desempleados) y a aquellos que tienen
dificultades particulares para insertarse al mercado de trabajo (jóvenes,
mujeres, discapacitados). Con tal fin, dichos ministerios deberían recuperar
su función de entidades rectoras de la política laboral, hoy en día
capturada en la mayoría de los países por los Ministerios de Hacienda.
La protección social es indispensable para mitigar los efectos de los
"riesgos negativos" (enfermedad, vejez, desempleo y, el peor de todos, la
desnutrición) y permitir, por el contrario, que todos los miembros de la
sociedad puedan. asumir con mayor determinación los "riesgos positivos",
sobre todo los relacionados con la innovación y la creatividad. El objetivo
esencial de la protección social debe ser desarrollar sistemas de seguridad
social universales, solidarios e integrales, que permitan, en el largo
plazo, construir Estados de Bienestar. El fortalecimiento de la
universalidad exige disminuir la notable inequidad en el acceso y la calidad
de los servicios. La solidaridad debe asegurarse mediante un conjunto de
contribuciones obligatorias, subsidios cruzados entre distintos estratos de
ingreso y grupos de riesgo, y transferencias públicas. La demanda que
enfrenta América Latina en esta área es enonne ya que, al atraso histórico
de la región en la cobertura de los riesgos tradicionales, se suman ahora
nuevos problemas, entre otros la vulnerabilidad laboral y de ingresos.
Además, la amplitud del empleo informal y el desempleo imponen límites a la
universalización de la protección social basada en los esquemas
tradicionales. Por este motivo, se deben introducir mecanismos combinados y
complementarios de seguro, que sean consistentes con las diversas formas de
vinculación laboral, lo que favorecería la movilidad y ofrecería protección
ante perturbaciones de origen externo o interno.
La enonne disparidad de ingresos que caracteriza a los países de América
Latina plantea una importante demanda en todas estas áreas. Esto exige
mantener los esfuerzos por aumentar el gasto social, particularmente en
aquellos países que mantienen niveles de gasto social bajos. El informe
reciente sobre los Objetivos de Desarrollo del Milenio sugiere que el nivel
mínimo de gasto social debería ser el 10% del PIB: siete países
latinoamericanos se encuentran por debajo de este umbral. La comparación de
los niveles relativamente altos de gasto social en Panamá y Costa Rica con
respecto a los de los otros países centroamericanos y República Dominicana,
indica que es posible aumentar el de estos últimos; lo mismo indican los
mayores niveles de gasto social en Colombia en comparación con Perú y
Ecuador, o los de Brasil con los de México. Todas estas comparaciones
indican, además, que el aumento del gasto público social exigirá aumentar
los niveles de tributación en los países que se encuentran rezagados,
incluyendo mayores niveles de tributación a la renta de las personas y las
empresas.
Para lograr estos objetivos, es necesario superar, tanto los esquemas
segmentados de protección característicos del pasado, como la visión
compensatoria de la política social que se ha venido extendiendo en las dos
últimas décadas. Esto es esencial para romper las barreras de la
segmentación social, que tiende a reproducirse en la política social tanto
como en otros ámbitos de nuestra realidad. En efecto, la profundización de
un sistema dual de servicios sociales, en el cual alIado de servicios de
calidad para sectores
privilegiados de la población, se ofrecen servicios deficientes para los
sectores excluidos, se está convirtiendo en uno de los mecanismos más
peligrosos de reproducción de la desigualdad social en nuestra región. En
este sentido, los sistemas de subsidios a los hogares condicionados a la
asistencia escolar, así como a chequeos médicos, especialmente para madres
embarazadas, constituyen una innovación importante en la política social,
pero como complemento y nunca como sustituto de políticas universales de
educación y protección social.
Los dos últimos determinantes del progreso social mencionados al comienzo de
esta sección pertenecen al ámbito de la política y los procesos económicos.
Esto indica que la búsqueda de mayores niveles de bienestar para la
población exige un crecimiento económico dinámico, pero éste resulta
insuficiente cuando los patrones de desarrollo estos últimos; lo mismo
indican los mayores niveles de gasto social en Colombia en comparación con
Perú y Ecuador, o los de Brasil con los de México. Todas estas comparaciones
indican, además, que el aumento del gasto público social exigirá aumentar
los niveles de tributación en los países que se encuentran rezagados,
incluyendo mayores niveles de tributación a la renta de las personas y las
empresas. Para lograr estos objetivos, es necesario superar, tanto los
esquemas segmentados de protección característicos del pasado, como la
visión compensatoria de la política social que se ha venido extendiendo en
las dos últimas décadas. Esto es esencial para romper las barreras de la
segmentación social, que tiende a reproducirse en la política social tanto
como en otros ámbitos de nuestra realidad. En efecto, la profundización de
un sistema dual de servicios sociales, en el cual alIado de servicios de
calidad para sectores privilegiados de la población, se ofrecen servicios
deficientes para los sectores excluidos, se está convirtiendo en uno de los
mecanismos más peligrosos de reproducción de la desigualdad social en
nuestra región. En este sentido, los sistemas de subsidios a los hogares
condicionados a la asistencia escolar, así como a chequeos médicos,
especialmente para madres embarazadas, constituyen una innovación importante
en la política social, pero como complemento y nunca como sustituto de
políticas universales de educación y protección social.
Los dos últimos determinantes del progreso social mencionados al comienzo de
esta sección pertenecen al ámbito de la política y los procesos económicos.
Esto indica que la búsqueda de mayores niveles de bienestar para la
población exige un crecimiento económico dinámico, pero éste resulta
insuficiente cuando los patrones de desarrollo económico generan tendencias
distributivas desfavorables, como una y otra vez lo ha reiterado la
experiencia latinoamericana. En estas condiciones, la política social, por
acertada que sea, no puede corregir estas tendencias adversas. Expresado de
otra manera, esto implica que el cumplimiento de los objetivos sociales del
desarrollo no se puede lograr sin incidir sobre el funcionamiento de los
mercados o, expresado en otros
términos, que será imposible avanzar en el desarrollo social si los
objetivos sociales no se colocan en el centro de la política económica.
Un crecimiento económico dinámico es un elemento necesano -aunque no
suficiente-para la generación de un volumen adecuado de empleos de calidad.
Pensar que se puede garantizar este resultado en ausencia de crecimiento, ya
sea mediante la flexibilización de los mercados de trabajo o, en el enfoque
opuesto, mediante mayor protección legal de los empleos, no sólo es una
ilusión: puede resultar contraproducente.
En efecto, la historia regional indica que la flexibilización laboral en
condiciones de lento dinamismo económico puede generar algunos puestos de
trabajo adicionales, pero a costa de la precarización de un contingente
mucho mayor de puestos de trabajo. A su vez, en un contexto de lento
crecimiento económico, la excesiva protección legal se convierte en un
mecanismo de fuerte segmentación social. La adecuada combinación de
adaptabilidad de los trabajadores y las empresas al cambio, por una parte, y
la estabilidad laboral, por otra, es uno de los retos más complejos de la
política económica y social contemporánea; las políticas laborales ya
mencionadas, y no sólo la flexibilidad en los contratos laborales deben
contribuir a la búsqueda del equilibrio apropiado.
Un crecimiento económico lento afecta la equidad por otro canal de
importancia decisiva en los países en desarrollo: el dualismo o
heterogeneidad de las estructuras productivas. El creciente dualismo en las
estructuras productivas ha sido, en efecto, una de las características de
América Latina en los años noventa: la región generó empresas capaces de
integrarse exitosamente a la economía global, pero al mismo tiempo
aumentaron las actividades informales. En realidad, la experiencia reciente
indica que no existen mecanismos automáticos que garanticen que la rápida
innovación tecnológica en sectores dinámicos se traduzca en un crecimiento
económico de carácter general. Los encadenamientos entre los sectores
líderes y el resto de la economía son, por lo tanto, importantes, no sólo
para el crecimiento sino también para la equidad.
Esto resalta el papel de una buena distribución de los activos productivos.
De hecho, la evidencia demuestra que una buena distribución de activos, que
genere un universo de pequeñas empresas sólidas, está asociado a una mejor
distribución del ingreso y a una menor concentración del poder en general.
Por lo tanto, las políticas destinadas a democratizar el acceso a los
activos productivos -capital, tecnología, capacitación y tierras-son
imprescindibles, tanto en términos de crecimiento como de equidad. Entre
estas políticas se cuentan las de desarrollo rural, incluidas reformas
agrarias modernas, y aquellas destinadas a formalizar las microempresas, uno
de cuyos elementos esenciales es la expansión gradual de los sistemas de
seguridad social a los trabajadores de pequeñas empresas y a quienes laboran
por cuenta propia. La relación existente entre desarrollo económico y
social, es indispensable diseñar marcos integrados de política.
Estos marcos deben considerar explícitamente la relación entre desarrollo y
equidad, pero también las que existen entre distintas políticas sociales
(refuerzo mutuo entre distintas políticas sociales, sobre todo a través de
programas integrados de erradicación de la pobreza) y entre políticas
económicas (en particular, políticas para facilitar la creación de empleo y
el desarrollo de sectores dinámicos de pequeñas empresas).
Uno de los puntos más débiles en esta esfera es la falta de instituciones
que promuevan la integralidad. Estas instituciones deben crear, en primer
término, normas que faciliten la "visibilidad" de los efectos sociales de
las políticas económicas. Esto exige, entre otras cosas, que las autoridades
macroeconómicas, incluidos los bancos centrales, examinen periódicamente los
efectos esperados de sus políticas sobre el empleo' y los ingresos de los
sectores más pobres; normas que exijan que los proyectos de ley de
presupuesto y de reforma tributaria incorporen un análisis de los efectos
distributivos del gasto público o los mayores tributos; y la obligación de
las entidades públicas encargadas de la política tecnológica, industrial o
agropecuaria de analizar regularmente a quienes benefician sus programas.
Este es sólo el punto de partida hacia el diseño de sistemas eficaces de
coordinación entre las autoridades económicas y sociales, en los que las
prioridades sociales se incorporen en el centro mismo del diseño de la
política económica, es decir de la política monetaria, fiscal, productiva o
tecnológica.
Más aún, cada vez es más evidente que sólo mediante una estrategia integral
de este tipo será posible consolidar el desarrollo económico. En efecto, el
mundo no ha conocido hasta ahora sociedades industrializadas con los niveles
de desigualdad de ingresos y segmentación social que caracterizan a la
mayoría de los países.
latinoamericanos. La desigualdad social se ha convertido, de hecho, en una
verdadera trampa al desarrollo, en la medida en que la marginalización de
grupos amplios de la población de los frutos del desarrollo económico limita
la acumulación de capital humano
y reduce la acumulación de capital de las pequeñas empresas, rurales y
urbanas. Las conexiones positivas entre desarrollo económico y equidad y,
por el contrario, los efectos negativos de la inequidad sobre el desarrollo
económico- han sido el centro de atención del reciente Informe de Desarrollo
Mundial del Banco Mundial.
Las dimensiones globales Como lo señaló recientemente las Naciones Unidas en
su informe "El dilema de la desigualdad", la escasa generación de empleo, la
creciente informalidad laboral y la tendencia al deterioro de la
distribución del ingreso son problemas virtualmente universales. Dos datos
ilustran categóricamente esta afirmación: el 88% de la población del mundo
vive en países donde la distribución del ingreso se ha deteriorado en el
último cuarto de siglo; y aunque la globalización ha ofrecido oportunidades
a algunos países en desarrollo, la brecha entre los países industrializados
y los más pobres se ha duplicado en los últimos treinta años.
Frente a la fuerza de estas fuerzas distributivas adversas, la globalización
ha conllevado también la extensión gradual de principios éticos comunes y
objetivos internacionales de carácter social, consagrados tanto en las
declaraciones y convenios internacionales de derechos humanos, como en las
declaraciones y planes de acción de las cumbres de las Naciones Unidas. Los
Objetivos de Desarrollo del Milenio son una de las expresiones fundamentales
de ello. Estos objetivos y principios internacionales latinoamericanos. La
desigualdad social se ha convertido, de hecho, en una verdadera trampa al
desarrollo, en la medida en que la marginalización de grupos amplios de la
población de los frutos del desarrollo económico limita la acumulación de
capital humano y reduce la acumulación de capital de las pequeñas empresas,
rurales y urbanas. Las conexiones positivas entre desarrollo económico y
equidad y, por el contrario, los efectos negativos de la inequidad sobre el
desarrollo económico- han sido el centro de atención del reciente Informe de
Desarrollo Mundial del Banco Mundial.
Las dimensiones globales
Como lo señaló recientemente las Naciones Unidas en su informe "El dilema de
la desigualdad", la escasa generación de empleo, la creciente informalidad
laboral y la tendencia al deterioro de la distribución del ingreso son
problemas virtualmente universales. Dos datos ilustran categóricamente esta
afirmación: el 88% de la población del mundo vive en países donde la
distribución del ingreso se ha deteriorado en el último cuarto de siglo; y
aunque la globalización ha ofrecido oportunidades a algunos países en
desarrollo, la brecha entre los países industrializados y los más pobres se
ha duplicado en los últimos treinta años.
Frente a la fuerza de estas fuerzas distributivas adversas, la globalización
ha conllevado también la extensión gradual de principios éticos comunes y
objetivos internacionales de carácter social, consagrados tanto en las
declaraciones y convenios internacionales de derechos humanos, como en las
declaraciones y planes de acción de las cumbres de las Naciones Unidas. Los
Objetivos de Desarrollo del Milenio son una de las expresiones fundamentales
de ello. Estos objetivos y principios internacionales representan, en un
sentido profundo, las "dimensiones sociales de la globalización", para
utilizar los términos de un canocido infarme de la Organización
Internacional del Trabajo. Estos procesos se arraigan, además, en una
trayectoria de luchas de la sociedad civil internacional por los derechos
humanos, la equidad social, la igualdad de género, la protección del media
ambiente y, más recientemente, la globalización de la solidaridad y el
"derecha a ser diferente" (la pluralidad cultural).
Estas procesos han sido favorables para la extensión mundial de los
regímenes democráticas y de una visión amplia de ciudadanía, basada en el
respeto de los derechos civiles y palíticas, así como de los derechos
económicos, sociales y culturales. Sin embargo, la caincidencia de este
proceso can la liberalización de las fuerzas del mercado, ha generado
tensianes, sin que se hayan creado los mecanismos para atenuadas. La razón
básica de ella es que el proceso de globalización, al tiempo que ha
promovido, en años recientes, la democracia y el establecimientO' de metas
sociales de carácter internacional, ha erosionado la capacidad de acción de
los gobiernos. Ha retenido en manos de los Estados nacionales la compleja
tarea de mantener la cohesión social, pero con márgenes de acción limitadas
para hacerla.
Más aún, aunque el alcance internacianal de las declaraciones y convenciones
sobre derechos humanos, así como los compromisos internacionales adoptados
en las cumbres mundiales, puede considerarse coma la definición, sin duda
incipiente, de un cancepto de ciudadanía global, no ha habido un tránsito'
pleno de una institucionalidad nacional a una internacianal. En efectO', el
respeto a las derechos humanos y la -responsabilidad para los logros en
materia social siguen siendo responsabilidades mujeres y los grupos étnico
s) y los compromisos adquiridos en las cumbres mundiales de las Naciones
Unidas, con los que están estrechamente relacionados.
Esta exigibilidad política puede ceder paso progresivamente, en algunos
casos calificados, a la posibilidad de que los ciudadanos puedan exigir
judicialmente el cumplimiento de sus derechos económicos, sociales y
culturales, y de otros compromisos
sociales internacionales, tanto en tribunales nacionales como en tribunales
internacionales competentes. Europa ha sido la única región del mundo donde
el paso hacia el reconocimiento judicial de los derechos sociales. En todos
los casos, los compromisos y su consecuente exigibilidad deben concordar con
el grado de desarrollo de los países y, en particular, con su capacidad para
alcanzar metas que puedan beneficiar efectivamente a todos los ciudadanos.
Por otra parte, es importante reconocer que la responsabilidad por la plena
vigencia de los derechos y metas sociales supera las fronteras de lo
estatal. Por este motivo, la propia comunidad internacional ha dado el paso
a iniciativas novedosas de diverso tipo, entre las que se cuenta el concepto
de responsabilidad social de las empresas. Una de las expresiones concretas
de ello es el Pacto Mundial (Global Compact) de las Naciones Unidas,
mediante el cual las empresas que lo suscriben se comprometen a promover el
respeto de los derechos humanos en su ámbito de acción, al cumplimiento de
los derechos laborales básicos, a la protección del medio ambiente y, más
recientemente, a combatir la corrupción. Este proceso ha estado acompañado
de iniciativas estrictamente privadas, tanto por parte de sectores
empresariales como de movimientos sociales de distinto origen. Estos
principios y compromisos de responsabilidad social de las empresas han
comenzado a ser sujetos a un seguimiento regular por parte de distintas
organizaciones. Vale la pena destacar, sin embargo, que existe todavía
amplia controversia entre quienes (principalmente organizaciones no
gubernamentales) abogan por esquemas de responsabilidad empresarial de
carácter obligatorio y aquellos (las organizaciones empresariales) que los
consideran como marcos voluntarios que definen "mejores prácticas" que se
irán extendiendo a través de la emulación.
Por otra parte, las acentuadas desigualdades y asimetrías del orden global
indican que la globalización económica no logrará el propósito de contribuir
a la convergencia de los niveles de desarrollo de los distintos países si no
está acompañada de flujos de recursos que estén orientados explícitamente a
este objetivo. La Unión Europea ha sido, indudablemente, el proceso
internacional en el que estos principios se han plasmado más claramente, a
través de su política de "cohesión social". No existe, sin embargo, ningún
proceso similar fuera del ámbito europeo.
A nivel global, el elemento crítico para la materialización de los derechos
y metas mundiales en materia social ha sido y seguirá siendo la asistencia
oficial para el desarrollo. Esta debería proporcionarse de conformidad con
los compromisos adquiridos en el seno de las Naciones Unidas (destinar en
asistencia oficial el equivalente al 0.7% del Producto Interno Bruto de los
países desarrollados) y los criterios básicos definidos en la Cumbre de
Monterrey sobre Financiación para el Desarrollo de 2002: dar prioridad a la
lucha contra la pobreza y la "pertenencia" de las estrategias y políticas de
desarrollo económico y social por parte de los países que las adoptan. Los
compromisos adquiridos en 2005 en materia de asistencia oficial para el
desarro110 -un aumento de dicha asistencia de un monto anual de US$80.000
mil1ones en 2004 a US$130.000 millones en
2010, destinado la mitad de esta suma a África al Sur del Sahara-representan
un avance notable en este campo. Será importante, por lo tanto, que dichos
compromisos se materialicen yse garantice al mismo tiempo que se destinen a
programas efectivos de gasto social en los países más pobres y no sólo a
otros gastos que no se reflejan en un aumento de dicho gasto (condonación de
deuda externa, asistencia técnica y asistencia
humanitaria). Cabe anotar, además, que el compromiso adquirido por los
países de la Unión Europea de alcanzar la meta del 0.7% del PIB no ha sido
acompañado de un compromiso similar por parte de los otros países
industrializados.
A manera de conclusión.
Permítanme concluir estas reflexiones con un retorno a los temas que
mencioné al comienzo de mi presentación. La centralidad que tienen para las
Naciones Unidas los derechos humanos, en su doble dimensión de derechos
civiles y políticos, y de derechos económicos, sociales y culturales,
implica que su visión de desarro110 tiene una raíz profundamente ética.
Las consecuencias de esta perspectiva son mucho más profundas de lo que la
mayoría de los economistas está dispuesta a aceptar. Significa
fundamentalmente que el sistema económico debe estar subordinado a objetivos
sociales más amplios. Esta afirmación resalta, además, la necesidad de
enfrentar en el mundo contemporáneo las poderosas fuerzas centrífugas que
caracterizan al ámbito privado. Efectivamente, en muchos países
contemporáneos, la población viene perdiendo el sentido de pertenencia a la
sociedad, de identificación con propósitos colectivos y de creación de lazos
de solidaridad. Este hecho pone de manifiesto la importancia de "crear
sociedad", una conciencia más amplia de los derechos y responsabilidades
sociales de la personas. Para ello será necesario volver a las raíces éticas
de la acción de la persona humana en la sociedad. La Doctrina Social de la
Iglesia es una de las mayores contribuciones a esta tarea.