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¿Por qué el miedo a la paz?

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¿Por qué el miedo a la paz? Denuncia del Terrorismo

 

El profesor Pereña escribe 
acerca de la denuncia que hace 
Benedicto XVI del terrorismo

El lema que escogió el teólogo Joseph Ratzinger al ser nombrado arzobispo de Munich fue Cooperador de la verdad, método que aplicó el cardenal Ratzinger en los 23 años en los que colaboró con Juan Pablo II, y que le valieron tantos insultos, pues en la dictadura del relativismo lo más políticamente incorrecto era la verdad

El método Ratzinger se ha convertido ahora en el programa de gobierno de su pontificado. La verdad es el parámetro que el Papa Benedicto XVI ha presentado a los sectores de la Iglesia, tanto conservadores como progresistas, por utilizar dos términos familiares, pero equívocos. En esto consiste esa llamada revolucionaria contribución al servicio de la paz que el Papa está ofreciendo para evitar el anunciado choque de civilizaciones.

En su mensaje de Pascua repetía: «Las relaciones entre los Estados y dentro de los Estados son justas en la medida en que respetan la verdad. Pero cuando se ultraja la verdad, la paz queda amenazada, el Derecho comprometido, y entonces, por lógica consecuencia, se desencadenan las injusticias». 

A partir de 1968, el terrorismo se ha convertido en una forma especial de violencia. Ha multiplicado sus fuentes de agresividad, y sus posibilidades de destrucción son infinitas. Se ha puesto en juego la supervivencia misma de la Humanidad. Y ya es hora de que se pase del tópico y de la propaganda sensacionalista, a opciones más claras y definidas, de responsabilidad moral y política, en la lucha contra el terrorismo. Porque hoy más que nunca existe el grave riesgo de que el material fisible caiga en manos de políticos extremistas o de grupos terroristas. 

No bastan ya las convenciones o convenios internacionales, ni son suficientes las promesas o simples compromisos técnicos, con argumentos también técnicos, que terminan casi siempre en falsas esperanzas de paz. Hay que enfrentarse de una vez con los problemas de fondo.

No pocos españoles, los nuevos pacifistas del terrorismo político, empezaron por cuestionar sus viejas alianzas con el proyecto de transformar antiguos compromisos de guerra en improvisados procesos de paz contra la violencia terrorista. ¿Pero es que podemos llegar a convencernos, honesta y sinceramente, de que su proceso de paz puede también provocar un futuro de paz sin violencia terrorista?

El atentado de Madrid del 11-M provocó entre nosotros la más grave crisis de nuestra democracia y conciencia nacional. El terrorismo político de ETA ya había abierto una brecha más peligrosa todavía para la convivencia de los españoles. El drama de muchos de estos nuevos pacifistas consiste en que se sienten obligados a proseguir el llamado proceso de paz con medios para hacer la guerra, mientras otros, también nuevos pacifistas, empiezan a convencerse de que el terrorismo político puede considerarse como un medio lícito de paz en defensa de «intereses legítimos y derechos históricos legalmente reconocidos».
El proceso de paz, proclamado primero por los terroristas, ha sido calificado de trampa y de chantaje. Acuñando palabras, los nuevos pacifistas del lenguaje sólo provocan confusión, y sus víctimas acaban por rendirse al miedo y al terror de los que matan, dispuestos como están siempre a negociar con la libertad ajena, bajo el pretexto de una supuesta reconciliación que haga posible la reintegración nacional. 

En tertulias y mensajes paralelos se miente y se escarba en el pasado, con el fin de distraer nuestra atención de los errores del presente. Todos hablan de paz, todos dicen que quieren la paz, pero ¿de qué paz hablan y para quiénes y cuándo y a qué precio? Porque la paz verdadera, que todos queremos, es práctica y realista, porque es la única posible en estas difíciles circunstancias de nuestro país; no queremos ni estamos dispuestos a aceptar una paz que se pierda en la utopía de principios abstractos y bellas declaraciones. 

Son ya muchos los españoles que se rebelan contra el cinismo de tantos políticos, que se aprovechan de situación tan anómala para imponer sus ideologías, manipular las conciencias y para hipotecar la libertad; y todo se hace con el reiterado empeño de aislar al adversario político hasta romper o provocar nuevas alianzas. 

La reconciliación nacional es responsabilidad de todos los españoles. Nadie puede quedar legalmente excluido; y la moral nos obliga especialmente como católicos, por el grave compromiso de la Iglesia con el problema vasco desde sus orígenes, en el desarrollo, continuidad y resistencia. Porque ellos, en cuanto cristianos y para defender su cristianismo que sentían amenazado, han sido sus principales responsables.

Porque este clave proceso de paz se interpreta como verdadero testimonio cristiano, cuando tantos demócratas acomplejados por el miedo y la amenaza dejen de jugar a democracia, siendo tan fáciles en transigir y tolerar el olvido de las víctimas, cuando tan celosos se muestran en dar pruebas de respeto para con los derechos de los verdugos y cómplices políticos. Jamás podrá hacerse de la paz un negocio, sujeto al mercadeo de vergonzosas transacciones por intereses políticos. La paz es un valor moral y nunca podrá ser el precio de la rendición ni de la esclavitud. Llegaremos incluso a la generosidad del perdón y de la reconciliación, pero nunca será lícito hacerlo mercantilizando con la dignidad humana. La esperanza de la paz únicamente puede mantenerse a base de renuncias mutuas y mutuas concesiones, siempre que éstas sean razonables y posibles realmente, aunque no siempre sean las ideales ni las más deseadas. 

Benedicto XVI, Papa alemán en Polonia, terminaba su peregrinación por la paz, el pasado 28 de mayo, en el campo de exterminio nazi de Auschwitz, en la celda de san Maximiliano Kolbe; para después recitar, en alemán, la oración que empieza: «Señor, Tú eres el Dios de la paz, Tú eres la misma paz». ¿Pero en qué consistía este nuevo mensaje de paz? El 1 de enero de 2006, había lanzado ya su primer mensaje de paz a todo el orbe. Pretendía él transmitir la tradicional doctrina de la Iglesia católica sobre la paz en la verdad, pero sin maquillarla ni falsearla. 

«Jesús ha resucitado y nos da la paz. Él mismo es la paz». Éste fue su segundo mensaje de Pascua. Con la esperanza y el amor del Cristo resucitado, según la interpretación del Papa, se da la mayor mutación en la historia de la Humanidad, por la que surge un mundo nuevo de paz y confianza para una época vieja marcada por la inquietud y la incertidumbre. 

La convicción de que Dios es amor había convertido su mensaje de paz en un verdadero programa de gobierno. No era sólo el título de su primera encíclica. Anunciaba en ella «el nuevo Evangelio de la paz», que los más sorprendidos tacharon de revolucionario. Porque el cristianismo, a decir del Papa, no es un sistema ético o ideológico. El cristianismo es un encuentro personal con Jesús vivo. 

Es un programa de paz que empieza por denunciar a los poderosos y señores de la tierra que pisotean a los pobres en su dignidad sagrada de persona y hasta ignoran los derechos fundamentales del hombre.

En nombre de la Santa Sede, pide el Papa a los Jefes de Estado respeto para el Derecho Internacional Humanitario. Y concluía el día de la Jornada Mundial por la Paz con este llamamiento angustioso contra el terrorismo: «Hoy en día, la verdad de la paz sigue estando en peligro y es negada de manera dramática por el terrorismo que, con sus amenazas y acciones criminales, es capaz de tener al mundo en estado de ansiedad e inseguridad». 

Denunciaba la terrible responsabilidad de los terroristas, tanto de los verdugos que asesinan, como de sus cómplices que les apoyan; y condenaba la insensatez de sus planes de muerte, por más que se pretenda a veces justificar el terrorismo en nombre del Evangelio, y hasta se amontonen citas de autores católicos, con grave escándalo de la conciencia cristiana. 

Identifica el Papa dos raíces de la actividad terrrorista: el nihilismo, que niega la existencia de cualquier verdad, y el fundamentalismo religioso, que pretende imponerla mediante la violencia. «Quien mata con atentados terroristas cultiva sentimientos de desprecio hacia la Humanidad, manifestando desesperación ante la vida y el futuro; desde esta perspectiva, se puede odiar y destruir todo».

Y Benedicto XVI, como antes lo había hecho Juan Pablo II, denunciaba enérgicamente la aberración de quienes pretenden imponer con violencia la propia convicción sobre la verdad, en vez de proponerla a la libre aceptación de los demás. 

La persona es para el cristiano la cumbre de todo lo creado; su dignidad, como reflejo de la imagen divina que lleva indeleble en su ser, es superior a todas las cosas. Ninguna razón de orden científico, económico, político o social puede justificar un cambio en su función de sujeto a objeto. El amor cristiano implica el reconocimiento de la dignidad y de los derechos del prójimo. Ésta es la clave que debe informar nuestro proceso de paz, posible en la verdad, mediante la justicia y por medio del amor.


Luciano Pereña
politólogo y jurista
A&O 2006

 

 


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