LA EUCARISTÍA, Palabras de Juan Pablo II durante la audiencia general de este
miércoles 11 oct 2000 1. «Por Cristo, con él y en él, a ti Dios Padre omnipotente, en la
unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria». Esta proclamación de
alabanza trinitaria sella en toda celebración eucarística la oración del Canon.
La Eucaristía, de hecho, es el perfecto «sacrificio de alabanza», la
glorificación más elevada que surge de la tierra hacia el cielo, «fuente y
cumbre de toda la vida cristiana en la que [los hijos de Dios] ofrecen [al
Padre] la víctima divina y se ofrecen a sí mismos con ella» («Lumen Gentium», n
11). En el Nuevo Testamento, la Carta a los Hebreos nos enseña que la liturgia
cristiana es ofrecida por un «sumo sacerdote santo, inocente, incontaminado,
apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos», que elevó una
vez para siempre el único sacrificio «ofreciéndose a sí mismo» (cf. Hebreos
7,26-27). «Ofrezcamos sin cesar --dice la Carta--, por medio de él, a Dios un
sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que celebran su
nombre» (Hebreos 13, 15). Queremos evocar hoy brevemente los dos temas del
sacrificio y de la alabanza que se encuentran en la Eucaristía, «sacrificium
laudis».. La Eucaristía, sacrificio de Cristo 2. En la Eucaristía se actualiza, ante todo, el sacrificio de
Cristo. Jesús está realmente presente bajo las especies del pan y del vino,
como él mismo nos asegura: «Este es mi cuerpo... Esta es mi sangre» (Mateo 26,
27-28). Pero el Cristo que está presente en la Eucaristía es el Cristo que ya
ha sido glorificado, el que en el Vienes Santo se ofreció a sí mismo en la
cruz. Algo que subrayó con las palabras que pronunció sobre el cáliz del vino:
«ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de
los pecados» (Mateo 26, 28; cf. Marcos 14, 24; Lucas 22, 20). Si se examinan
estas palabras a la luz de su contexto bíblico, surgen dos referencias
significativas. La primera es la locución «sangre derramada» que, como
atestigua el lenguaje bíblico (cf. Génesis 9, 6), es sinónimo de muerte
violenta. La segunda es la aclaración «por muchos» aludiendo a los
destinatarios de la sangre derramada. La alusión nos remonta a un texto
fundamental para la relectura cristiana de las Sagradas Escrituras, el cuarto
canto de Isaías: con su sacrificio, «entregándose a sí mismo a la muerte», el
Siervo del Señor «cargaba con el pecado de muchos» (Isaías 53, 12; Hebreos 9,
28; 1 Pedro 2, 24). 3. La misma dimensión de sacrificio y de redención de la
Eucaristía se expresa con las palabras de Jesús sobre el pan en la Última Cena,
tal y como son referidas por la tradición de Lucas y de Pablo: «Este es mi
cuerpo que será entregado por vosotros» (Lucas 22, 19; cf. 1 Corintios 11, 24).
También en este caso, se hace referencia a la entrega en sacrificio del Siervo
del Señor, según el pasaje ya evocado de Isaías (53, 12): «Se entregó a sí
mismo a la muerte...; llevaba el pecado de muchos e intercedía por los
pecadores». La Eucaristía es, por tanto, un sacrificio: sacrificio de la
redención y, al mismo tiempo, de la nueva alianza, como creemos y como profesan
claramente también las Iglesias de Oriente. «El sacrificio de hoy --afirmó hace
siglos la Iglesia griega, en el Sínodo Constantinopolitano contra Sotérico de
1156-1157-- es como el que un día ofreció el unigénito Verbo Divino encarnado,
se ofrece hoy como entonces, siendo un sólo y único sacrificio» (Carta
apostólica «Dominicae Cenae», n. 9). 4. La Eucaristía, como sacrificio de la nueva alianza, constituye
un desarrollo y cumplimiento de la alianza celebrada en el Sinaí, cuando Moisés
derramó la mitad de la sangre de las víctimas del sacrificio sobre el altar,
símbolo de Dios, y la otra mitad sobre la asamblea de los hijos de Israel (cf.
Éxodo 24, 5-8). Esta «sangre de la alianza» unía íntimamente a Dios y al hombre
en un lazo de solidaridad. Con la Eucaristía la intimidad se hace total, el
abrazo entre Dios y el hombre alcanza su culmen. Es el cumplimiento de la «nueva
alianza» que había predicho Jeremías (31, 31-34): un pacto en el espíritu y en
el corazón que la Carta a los Hebreos destaca precisamente basándose en el
oráculo del profeta, uniéndolo al sacrificio único y definitivo de Cristo (cf.
Hebreos 10,14-17). Eucaristía, sacrificio de alabanza 5. Llegados a este punto, podemos ilustrar otra afirmación: la
Eucaristía es un sacrificio de alabanza. Esencialmente orientado a la comunión
plena entre Dios y el hombre, «el sacrificio eucarístico es la fuente y el culmen
de todo el culto de la Iglesia y de toda la vida cristiana. Los fieles
participan con mayor plenitud en el sacrificio de acción de gracias,
propiciación, de impetración y de alabanza no sólo cuando ofrecen al Padre con
todo su corazón, en unión con el sacerdote, la víctima sagrada y, en ella, se
ofrecen a sí mismos, sino también cuando reciben la misma víctima en el
sacramento» (Sagrada Congregación para los Ritos, «Eucharisticum Mysterium», n.
3 e). Como dice el término mismo en su etimología griega, la Eucaristía
es «agradecimiento»; en ella el Hijo de Dios une a sí la humanidad redimida en
un canto de acción de gracias y de alabanza. Recordamos que la palabra hebrea
«todah», traducida como «alabanza», significa también «agradecimiento». El sacrificio
de alabanza era un sacrificio de acción de gracias (cf. Salmo 50[49], 14. 23).
En la Última Cena, para instituir la Eucaristía, Jesús dio gracias a su Padre
(cf. Mateo 26, 26-27 y paralelos); este es el origen del nombre de este
sacramento. Unión entre Dios y el hombre 6. «En el sacrificio eucarístico, toda la creación amada por Dios
es presentada al Padre a través de la muerte y resurrección de Cristo»
(Catecismo de la Iglesia Católica 1359). Uniéndose al sacrificio de Cristo, la
Iglesia en la Eucaristía da voz a la alabanza de toda la creación. A esto le
debe corresponder el compromiso de cada fiel de ofrecer su existencia, su
«cuerpo» --como dice Pablo-- «en sacrificio viviente, santo y grato a Dios»
(Romanos 12, 1), en una comunión plena con Cristo. De este modo, una misma vida
une Dios con el hombre, Cristo crucificado y resucitado por todos y el
discípulo llamado a entregarse totalmente a Él. El poeta francés Paul Claudel eleva un canto a esta comunión
íntima de amor, poniendo en boca de Cristo estas palabras: «Ven conmigo, donde
yo estoy en ti mismo, / y te daré la llave de la existencia. Allá donde estoy,
allá eternamente/ está el secreto de tu origen... / (...). ¿Acaso no son tus
manos las mías? / Y tus pies, ¿no están clavados en la misma cruz? / ¡Yo he
muerto, yo he resucitado de una vez para siempre! Nosotros estamos muy cerca el
uno del otro / (...). ¿Cómo es posible separarte de mí/ sin que tú me rompas el
corazón?» («La Messe là-bas»). Traducción realizada por Zenit.
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