El pudor, salvaguardia de la dignidad humana
Autor: Alfonso López Quintás, Catholic.net
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No pocas personas estiman que la exhibición corpórea debe ser permitida
porque la contraponen al tabú, no al pudor, con los valores positivos que
éste encierra para la personalidad humana. El término “tabú” apenas indica
nada preciso: se limita a sugerir un ámbito de realidades o acciones
prohibidas, intocables. Su misma oscuridad le confiere poder estratégico,
porque el vocablo “prohibición” se opone a “permiso”, “apertura”,
“libertad”, vocablos que están cargados de prestigio en la sociedad actual.
Esta contraposición deja al término “tabú” –y al término “pudor”, en cuanto
rehuye el exhibicionismo- en una situación desairada.
Conviene, por ello, esforzarse en dar a cada término su sentido preciso. El
pudor tiene un valor funcional, relativo al sentido que otorgamos a nuestra
vida al relacionarnos con otras personas. No trata sólo ni principalmente de
ocultar algunas partes del cuerpo, sino de darles el trato respetuoso que
merecen. El pudor vela las partes del cuerpo que denominamos “íntimas” por
estar en relación directa con actos personales que no tienen sentido en la
esfera pública, sino sólo en la esfera privada de la relación dual a la que
está confiada la creación de nuevas vidas.
No faltan actualmente quienes parecen sentir complacencia en quebrantar las
normas del pudor, a las que tachan de ñoñas y obsoletas. “El cuerpo no es
malo –proclaman como algo obvio-; todas sus partes tienen el mismo valor y
deben contemplarse con normalidad”.
· En el nivel biológico, esta afirmación es cierta. Cada parte del cuerpo
realiza la función que le compete y está, por ello, plenamente justificada.
De ahí que en las consultas médicas se muestre el cuerpo con toda
espontaneidad, sin necesidad de sonrojarse, pues la desnudez presenta aquí
un sentido ético positivo por ser necesaria para la curación de la persona.
· En el nivel lúdico o creativo, el cuerpo es “la palabra del espíritu”, el
lugar viviente de la realización del hombre como persona. No es un útil a su
servicio, ni un instrumento de instrumentos. Te doy la mano para saludarte y
en ella vibra toda mi persona. Cuando dos personas se abrazan, no estamos
sólo ante dos cuerpos que se entrelazan, sino, al mismo tiempo y en un nivel
superior, ante dos personas que crean un campo de afecto mutuo. Esta
simultaneidad es posible porque los cuerpos no son únicamente algo material;
son ámbitos, fuentes de posibilidades, realidades expresivas vivificadas por
ese hálito de vida enigmático que llamamos alma. No hay en el mundo ni un
solo objeto o instrumento que tenga semejante poder de hacer presente a una
persona. Pensemos en la expresividad de un gesto, una sonrisa, una palabra
amable…, y veremos que el cuerpo humano supera inmensamente todos los
objetos, los útiles, los instrumentos, los materiales de un tipo u otro.
Si nos hacemos cargo del poder que tiene el cuerpo humano de remitir a
realidades superiores que en él se hacen de algún modo presentes y en él
actúan, advertiremos que, al unirse sexualmente dos personas, no realizan un
mero ayuntamiento corpóreo; crean una relación personal que debe estar
cargada de sentido. En toda relación amorosa, el cuerpo juega un papel
expresivo singular. No es una especie de trampolín para pasar hacia algo que
está más allá de él, como cuando oímos o comunicamos una noticia. En este
caso, lo importante es tomar nota de lo que se comunica. Apenas importa
quién lo hace y de qué forma. En la relación amorosa, en cambio, el cuerpo
se hace valer, es vehículo indispensable de la presencia de quienes
manifiestan su afecto.
El cuerpo participa activamente en las relaciones amorosas íntimas.
Intimidad significa aquí que tú y yo estamos fundando una relación de
encuentro en la cual tú no estás fuera de mí ni frente a mí. Los dos estamos
en un mismo campo de interacción y enriquecimiento mutuo, y actuamos con
espontaneidad, sinceridad, apertura de espíritu, confianza, fidelidad y
cordialidad. Ese campo de juego común es para nosotros algo singular,
irrepetible, incanjeable, único en el mundo. Por eso no puede ser
comprendido de veras sino por quienes lo están creando en cada momento, pues
el encuentro es fuente de luz, y, al encontrarnos, vamos descubriendo lo que
somos, los ideales que impulsan nuestras vidas, los sentimientos que suscita
nuestro trato, el sentido que va cobrando nuestra existencia.
Lo que significa nuestra vida en la intimidad sólo nos es accesible a
nosotros, no a quienes se encuentran fuera de ella. Consiguientemente,
exhibir lo que sucede en ese recinto privado no tiene el menor sentido, es
insensato. Puede tener un significado, en cuanto significa un incentivo
erótico para quienes lo contemplan; pero no tiene sentido reducir una
parcela de la vida privada de unas personas a mero incentivo para enardecer
los instintos. Una realidad digna de respeto en sí misma es tomada como mero
medio para unos fines y, por ello, degradada.
Figurémonos que en la puerta de una habitación de un hotel hay una cerradura
a la antigua usanza, y se te ocurre contemplar a su través un acto íntimo
realizado por una pareja. Si alguien te sorprende, te sonrojas, porque sabes
que tal acción es indigna de una persona adulta. Lo es por carecer de
sentido. Nadie te ha prohibido realizar semejante acto. Ni se trata,
tampoco, de un tabú. Sencillamente, intuyes que tal gesto no tiene sentido,
aunque tenga un significado -el de saciar una curiosidad morbosa-. Lo que de
verdad expresa el acto que contemplas sólo puede ser comprendido por quienes
lo realizan. Contemplarlo desde fuera es sacarlo de contexto; constituye una
profanación.
Tal profanación acontece a diario en algunos espectáculos y medios de
comunicación. Las páginas de los diarios y las revistas, así como las
pantallas de cine y televisión vienen a ser gigantescos ojos de cerradura
por los que millones de personas se adentran en la intimidad de otros seres.
Como éstos suelen exhibirse voluntariamente a cambio de una gratificación
económica, convierten su intimidad en un medio para lograr fines ajenos a la
misma, la rebajan de rango, la envilecen, literalmente la prostituyen. Este
verbo español procede del latino “prostituere”, que significa poner en
público, poner en venta.
Los espectadores debemos considerar si es digno participar en tal proceso de
envilecimiento. Recordemos que el sentido del tacto es el más posesivo.
Agarrar algo con la mano y “tenerlo en un puño” es signo de posesión. Al
tacto le sigue en poder posesivo la mirada, que es una especie de tacto a
distancia. “Si no lo veo, no lo creo”, solemos decir, ya que ver equivale a
palpar la realidad de algo. Por eso, dejarse ver es, en cierta medida,
dejarse poseer. Y, viceversa, mirar supone un intento de poseer. Pero
intentar poseer lo que de por sí exige respeto, estima y colaboración
significa un rebajamiento injusto y presenta –como sabemos- una condición
sádica.
Cuando Orfeo –en el conocido mito- recobró a su amada Eurídice del reino de
los muertos, fue advertido de que, para retenerla junto a sí, debería no
mirarle al rostro durante una noche. En la literatura y la mitología, la
noche simboliza un período de prueba. Mirar indica el afán de poseer. El
rostro es el lugar en que vibra el ser entero de una persona. A Orfeo se le
vino a decir que para crear una relación estable, auténtica, con Eurídice
debía renunciar al deseo de poseerla y adoptar una actitud de respeto,
estima y voluntad de colaboración.
Ofrecer a las miradas ajenas las partes íntimas del cuerpo implica dejarse
poseer en lo que tiene uno de más peculiar, propio y personal. Protegerse
pudorosamente de miradas extrañas no indica ñoñería, aceptación de tabúes,
sometimiento a preceptos religiosos irracionales –como se dice a veces
banalmente-. Significa evitar que lo más genuino de la propia persona sea
rebajado de rango y convertido en pasto erótico. El pudor tiene un sentido
eminentemente positivo. No consiste tanto en ocultar una parte de nuestra
superficie corpórea cuanto en salvaguardarnos del uso irrespetuoso,
manipulador, posesivo, de nuestras fuerzas creadoras, a fin de estar
disponibles para la creación de formas elevadas de unidad o encuentro.
No tiene el menor sentido afirmar que se practica el exhibicionismo para
“liberarse” de normas y tabúes, porque, si una norma es juiciosa y fomenta
nuestro desarrollo personal, prescindir de ella supone perder todas las
posibilidades creativas que nos otorga. Ofrecer la intimidad a un público
anónimo, como si fuera un mero objeto de contemplación, un espectáculo,
significa renunciar al encuentro personal. Constituye, por tanto, una
degradación.
A tal degradación se exponen quienes contemplan escenas fuertemente eróticas
en las pantallas de televisión o cine. Si alguien piensa que este acto no es
degradante porque las personas contempladas se exhiben libremente a cambio
de una retribución pecuniaria, debe pensar que vender la intimidad significa
rebajar el propio cuerpo a la condición de medio para el logro de un fin. La
consecuencia de este envilecimiento, provocado por el vértigo de la
ambición, es la tristeza y la amargura. Se comprende el rictus amargo de los
rostros que figuran en las imágenes pornográficas.