Javier Láinez
"Ni se mencione entre vosotros..."
Palabra, IV.01
>> Vivir la
delicadeza en un ambiente indelicado
Todos los lugares del mundo en el que hay
y ha habido cristianos, han notado –a pesar de las vueltas y revueltas
de la Historia– el influjo de la doctrina del Maestro en sus fieles y,
de rebote, en los demás ciudadanos.
«Convivir con los paganos no es tener sus mismas costumbres.
Convivimos con todos, nos alegramos con ellos porque tenemos en común
la naturaleza, no las supersticiones. Tenemos la misma alma, pero no
el mismo comportamiento; somos coposeedores del mundo, no del error»,
advertía Tertuliano.
En los países de vieja raigambre cristiana ha venido creciendo, como
una ola negra y desafiante, el avance de un secularismo que amenaza
con anegarlo todo. La imposición de usos y estilos sociales alejados
del planteamiento cristiano, obliga a los creyentes a aceptar un
desafío similar al de los primeros seguidores del Evangelio.
Algo huele a podrido...
Hemos contemplado cómo, en las últimas dos o tres décadas, los medios
de comunicación airean alegremente unos modelos de vida y de
convivencia plagados de concesiones a la frivolidad y la sensualidad,
cuando no de un descarado erotismo. No sólo en el cine o en los
programas más chabacanos de la televisión, sino con frecuencia en los
coloquios informales de gente que se considera culta: el aire de
algunas conversaciones e intervenciones públicas y privadas se ha
poblado de groseras obscenidades.
Para algunos, esa es otra de las conquistas de una sociedad abierta,
tolerante, liberada de tabúes y de estrecheces, que sabe expresarse
con espontaneidad y considera superados buena parte de los
convencionalismos del buen gusto y la educación. No me refiero a decir
un taco más o menos convincente al hilo de un diálogo vivo, sino a la
manera de enfocar correctamente lo que consideramos decente o
impúdico.
Por desgracia, esta manera de pensar se ha extendido en gran parte de
los medios de difusión y de publicidad. Todos lo hemos comprobado al
ver los anuncios, al hojear una revista o un periódico, al navegar por
internet... Con frecuencia podemos tropezar con un señor que, muy
serio, trata de convencernos del mérito literario de una novela
pornográfica, o de la presunta normalidad con que los telediarios nos
muestran a las esqueléticas modelos de las pasarelas enseñando muchas
más cosas que la ropa que se supone debían lucir.
En nombre de una pretendida naturalidad se producen auténticas
agresiones al pudor, a la elegancia estética y al mismo núcleo sagrado
de la sexualidad humana. Lo grave no es tanto que haya gente
desvergonzada, sino que los demás terminemos por aceptar –de buena o
mala gana– que la presunta liberación ha ganado la partida y que ya
somos suficientemente modernos como para seguir pensando igual que
nuestras abuelas. La vergüenza ha cambiado de bando y ahora padece
acoso el que pretende que, al menos en público, se guarden las formas.
Los primeros cristianos
Como les ocurrió a los primeros cristianos, los de ahora también
estamos llamados por vocación a purificar los ambientes paganizados. Y
como les ocurrió a los llamémosles "segundos cristianos" –los que
rescataron a Europa de la barbarie desencadenada tras la caída de
Roma, en lo que Juan Pablo II llama la segunda evangelización–,
habremos de convivir con el desafío de quienes pretenden imponer un
estilo de vida que reivindica una ética parecida a la de los Hunos o
la moral libertaria de los Vándalos. El cristiano debe codearse con
todo ello, qué duda cabe, pero también está obligado por vocación a
mejorar lo que encuentra. En eso consiste la llamada bautismal a ser
sal, luz y fermento.
Por mucho que pretenda imponerse un pensamiento único, débil o
políticamente correcto, no tenemos por qué desbaratar un regalo que
hemos recibido. La hermosura de la vida conyugal, el carácter sagrado
de la sexualidad, el valor de la santa pureza, de la castidad y del
celibato por el Reino de los Cielos, el candor de la virginidad, la
inocencia del pudor y de la modestia y un largo etcétera son los
frutos sabrosos de entender el amor humano a lo divino. Frutos que
traen consigo enormes energías humanas de madurez, de vida feliz y de
alegría. Frutos que necesitan ciertamente la ayuda de la gracia para
crecer en sazón, y que no son ajenos al sacrificio personal para
llegar a cuajar. Pero que son un tesoro sembrado en nuestros corazones
desde la creación de la primera pareja humana, que alcanza todo su
esplendor y significado a raíz de la Encarnación del Verbo.
Ya el mismo San Pablo ponía en guardia a los cristianos de Efeso y les
enseñaba cuál era el camino para deambular entre la lujuria que
marcaba el ambiente en el que vivían: «La fornicación y toda impureza
o avaricia, ni se nombren entre vosotros, ni palabras torpes, ni
conversaciones vanas o tonterías que no convienen» (Ef. 5, 3-4).
Porque, contra lo que pudiera parecer, el aire que tuvieron que
respirar aquellos primeros era aún más nauseabundo que el actual. Tan
podridas llegaron a estar las costumbres que uno se asombra de la
dureza que emplea el Apóstol para extirpar ese cáncer de las primeras
comunidades de Corinto. Puede leerse en el epistolario de San Pablo el
fulminante anatema contra un incestuoso, y la reprimenda a los que
habían disimulado esa actitud, pocos capítulos antes del himno a la
caridad (1 Cor 5, 1-13 y 6, 9-11).
Si bien es cierto que el cristianismo enseña un camino de amor,
también lo es que ante la dureza de corazón vale más cortar por lo
sano. Así, el consejo para mezclarse con los que alardean de andar
engolfados en la gula, la lujuria o la avaricia es taxativo: «Con
esos, ni comer siquiera» (1 Cor 5, 11). San Pablo , ha aprendido de su
Maestro. Jesús, que no tiene remilgos a la hora de hablar con todo
tipo de pecadores, publicanos y prostitutas, e incluso con el pagano
Pilatos, al lascivo Herodes ni siquiera le dirija la palabra (cfr. Lc
23, 9).
Hermosura de la santa pureza
A pesar de conocer la fragilidad de nuestra naturaleza caída y de la
fuerza que puede tener la tentación en algunas circunstancias, todo
bautizado sabe que «existe un vínculo entre la pureza del corazón, del
cuerpo y de la fe» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2518). Con la
ayuda de la gracia, un hombre de fe puede muy bien sumarse a esta
pelea y poner los medios que buenamente pueda para que en su entorno
social gane terreno el respeto al hombre y a la mujer, a su papel en
la sexualidad y en la vida, a su condición de persona y de hijo de
Dios. Como advirtió el Beato Josemaría Escrivá: «Hace falta una
cruzada de virilidad y de pureza que contrarreste y anule la labor
salvaje de quienes creen que el hombre es una bestia. –Y esa cruzada
es obra vuestra» (Camino, 121).
Lógicamente esta batalla habrá de comenzar en la propia familia y en
los medios que cada uno tenga más a mano. Educar a los hijos para que
sepan desenvolverse en un ambiente hostil a su fe es una tarea ardua,
pero apasionante. Difundir entre los parientes, amigos y colegas de
trabajo nuestro modo de pensar, sin acritud ni celo amargo –la pureza
viaja en las alas de la caridad–, pero también sin acobardadas
concesiones a la vulgaridad, no deja de ser otro gran reto.
Escriba Vd. esa carta
Hace ya muchos años, un conocido dramaturgo animaba en un diario
nacional a enviar cartas a los directores de los medios de
comunicación. Calculaba el impacto que esas opiniones tenían en ellos
y en los demás lectores. Basta leer la sección de cartas de cualquier
periódico para comprobar que es una de las más vivas. La influencia de
una sola de esas cartas es tal que en casi ninguna empresa seria deja
de existir hoy día un departamento de atención al cliente o incluso de
defensor del espectador, oyente o lector.
Los ciudadanos tenemos un peso imponente entre los que navegan en la
superficie de los índices y del pulso de la opinión pública.
Cualquiera puede, por ejemplo, escribir unas líneas a determinada
empresa, informando amablemente de que dejará de comprar sus productos
debido al carácter sexista o inmoral de sus campañas de publicidad;
puede manifestar su contrariedad ante una información periodística
sesgada, desgarrada o morbosa; y puede, en fin, protestar porque en
algunas horas a su alcance, la televisión difunde imágenes, lenguajes
o contenidos que resultan perturbadores para sus hijos.
El ejercicio de este derecho –que muchas veces es un deber– hace mucho
bien. Precisamente en una sociedad que alardea de ser pluralista y
tolerante, no vamos a ser los cristianos los únicos gratuitamente
agredidos.
Enseñar en positivo
Al igual que para vivirla, para hablar de la santa pureza es necesario
guardar una exquisita fidelidad a la doctrina de Cristo. Pero, a la
vez, es necesario saber divulgar la buena noticia sin caer en meras
tácticas defensivas o limitarse a denunciar la impureza. Es más, con
frecuencia se observa que algunos tratan de reproducir el tono o los
modos de mal gusto, con la excusa de que desean hacerse entender, o
para mostrar que uno está al cabo de la calle. No es ese el estilo de
Cristo ni tampoco parece apropiado caer en la vulgaridad para
denunciarla. Hay que tirar por elevación.
Los jóvenes crecen recibiendo un innegable influjo negativo de algunos
programas de radio, de ciertas películas del cine o la televisión y de
no pocas canciones de moda. Pero no es buena táctica husmear por esos
lodazales para ir parcheando respuestas y desmentidos a toda la basura
que navega a la deriva. Hay que tomar la iniciativa y vacunar a las
personas, sin alarmismos, pero con la misma seriedad que ponen en
práctica las autoridades sanitarias para prevenir infecciones o
epidemias.
Habrá que ofrecer, por tanto, toda la verdad del Evangelio de la vida
y del amor humanos con argumentos y modelos de conducta que estimulen
a un camino de excelencia acorde con las enseñanzas del Maestro. La
lucha y la vida de los primeros cristianos, con su manera de obrar
basada en el amor, con su audacia de ir contracorriente, con el rastro
del buen olor de Cristo a su paso (cfr. 2 Cor 2, 15), es un buen
ejemplo y un ideal atractivo para el milenio recién comenzado.
Todos somos conscientes de que, en la actualidad, el lenguaje y el
modo de tratar todo lo relacionado con la sexualidad humana es mucho
más desenvuelto y aún más crudo que hace años. No debemos amilanarnos.
El mensaje cristiano es de tal fuerza que ningún complejo podrá jamás
arruinar su hermosura y su vigor. Ahora bien, como dice Juan Pablo II,
en éste y en otros campos harán falta testigos de la fe, gente que
haga vida de su vida esta lucha hermosa y esta cruzada de virilidad y
de feminidad, de apuesta para permitir que se refleje, con la ayuda de
la gracia, la vida de la Trinidad en nuestros cuerpos.
No faltará quien piense que estas líneas abogan por un retorno de la
mojigatería o la ñoñez. No es así. El buen gusto y la elegancia son
–digámoslo así– un patrimonio de la Humanidad y, desde luego, el
cristianismo ha contribuido grandemente a ensalzar la belleza en todas
las artes, sin perder por ello el respeto que merecen el cuerpo humano
y su sexualidad. Abogar por un ambiente más sano y más digno en los
medios de comunicación y en los distintos foros de la sociedad vendría
a ser, más bien, una especie de ecologismo ético, que no desentona
entre las muchas iniciativas ciudadanas que tratan de mejorar las
condiciones de vida en los opulentos países civilizados.
Modos de vivir y de dar vida
Frente al reto de un mundo que pretende volver la espalda a Dios y con
frecuencia termina por volver la espalda al hombre mismo, los padres,
los pastores y los educadores habrán de trabajar duro, con un espíritu
optimista y alentador. Porque se les plantea la estupenda tarea de
iluminar, de dar ejemplo de vida, de sembrar convicciones hondas y
seguras.
A las jóvenes generaciones hay que animarlas también a descubrir la
carga positiva que encierra la hombría de bien, el delicado respeto
ante el misterio de la vida, la conducta recta, limpia y coherente que
conduce al santo sacramento del matrimonio, la maravilla de extender
entre un ambiente con frecuencia infecto, ese buen olor de Cristo de
hombres y mujeres conscientes de su dignidad de hijos de Dios.
Cuando oímos hablar del hombre moderno, cabe preguntarse a qué hombre
nos estamos refiriendo. Responde el Papa: al hombre caído y redimido,
sin duda. Porque los avances científicos y técnicos no cambian su
sustancia antropológica. Pues bien, si partimos de que tenemos
debilidades y una cierta inclinación al pecado, y contamos con la que
está cayendo en el terreno de la moralidad, no estarán de más algunas
precauciones elementales.
Después de ver lo que les estamos haciendo a las pobres vacas locas y
la cantidad de precauciones que nos hacen tomar las autoridades,
resulta muy adecuada alguna vigilancia para evitar que se nos cuelen
como por ósmosis actitudes y comportamientos muy difundidos en
relación con la sexualidad. ¿Para qué transigir con la falta de
educación y de elegancia humana? Sin necesidad de maltratar a nadie,
habremos de estar atentos con la forma de hablar. Se puede, con
cariño, corregir al que alardea de ser grosero con la excusa de
parecer espontáneo, al que pretende dar carta de naturaleza a unas
expresiones burdas o con doble sentido que frivolizan o ningunean el
valor del sexo y de la afectividad, al que machaca sin misericordia la
fe en el amor.
Sembrar paz y alegría
También en los escritos, en las cartas, en los correos electrónicos,
abundan las procacidades. Una respuesta amable pero firme a un amigo
guasón, puede que le haga recapacitar.
Lo mismo vale para el vestido o para los atuendos desenfadados del
verano. Si se trata de nuestros hijos, habrá que armarse de paciencia
y de mano izquierda. Es un asunto importante, porque la persona se
muestra por su indumentaria.
Y, por supuesto, con las canciones, las películas o los videojuegos
que manejan los jóvenes. No sólo hay que enseñar a cortar con ello.
Hay que hacerles valorar que lo artístico o lo lúdico deja de ser
bueno cuando no es, a la vez, hermoso lo que conlleva siempre
sencillez y carencia de afectación.
Lo que muchos de los productos destinados a los más jóvenes tratan de
comercializar, es un modo de vida y un planteamiento sentimental muy
alejado de lo que un cristiano coherente sabe que es la verdad de la
existencia humana. Aunque lo disfracen de glamour, de liberación y de
autenticidad, no es difícil ver al lobo bajo semejante piel de oveja.
Es comercio y, no pocas veces, comercio sin escrúpulos.
La palestra está esperando nuestro combate. Un combate cordial,
sociable, pero sin tregua. Lucharemos con caridad, como el Señor
enseña a los suyos. «Eso fueron los primeros cristianos y eso hemos de
ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz
y de la alegría que Jesús nos ha traído» (B. Josemaría Escrivá, Es
Cristo que pasa, 30). Porque sin caridad, sin amor, ni la pureza ni el
amor humano tienen sentido. Sería una decencia seca, sin alma, quizá
aséptica y moralizante, pero no sería cristiana.
Acabamos con San Juan Crisóstomo: «Cristo nos ha dejado en la tierra
para que seamos faros que iluminen, doctores que enseñen; para que
cumplamos nuestro deber de levadura; para que nos comportemos como
ángeles, como anunciadores entre los hombres; para que seamos adultos
entre los menores, hombres espirituales entre los carnales, a fin de
ganarlos; que seamos simiente y demos hermosos frutos».
Javier Láinez
Revista Palabra, nº 442-443, abril 2001 |