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La castidad
El lenguaje del amor |
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El hombre consciente y libre dirige su vida, ¿hacia dónde? Hacia donde
le indique su inteligencia animada por su corazón.
El ser humano, rico en valores –que desarrolla hasta la virtud–, es capaz de buscarlos, de encontrarlos, y es libre para adherirse a ellos o no. La castidad es una de esas virtudes que vale por sí, que cuesta porque es preciada, y que llena porque, con lo que exige, la recompensa es siempre mayor. Pero el casto no nace, se hace, implica un proceso de educación. Cada forma de vida, condición y vocación, precisa su educación en la castidad y, todas, dentro de la misma sociedad, la nuestra |
Carmen María
Imbert
Comencemos con una ilustración muy sencilla, pero curiosa; la de la estupidez
en la que vivimos. Y es que, a pesar de que he visto a muchas personas
criticando la castidad, a veces furiosamente en contra, y otras, las menos,
defendiéndola con discursos débiles, nunca he visto a ninguno empezar
preguntándose qué es la castidad. Emiten una mueca burlona al escuchar su
nombre, la denigran con críticas negativas, la hacen añicos y exhiben los
trozos como muestras, pero nunca la miran a los ojos. Nadie se pregunta,
aunque sólo sea por curiosidad humana, qué es, o por qué es, o por qué la
mayoría de la Humanidad cree que debe ser lo que no es. Para no caer en la
misma estupidez, empecemos definiéndola.
Si acudimos al diccionario de la Real Academia, la castidad se define como «la
virtud del que se abstiene de todo goce sexual, o se atiene a lo que se
considera como lícito». Pero si consideramos esta virtud desde su dimensión
plena y positiva, no como una negación de otra realidad, es necesario hacer
justicia y completarla. El Catecismo de la Iglesia católica responde así en el
número 2.339: «La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es
una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre
controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace
desgraciado».
Todos estamos llamados a la castidad, a disfrutar del valor de la castidad.
Todos, sin discriminaciones. Por eso se puede hablar de castidad en la
juventud, castidad en el matrimonio, castidad en la consagración, castidad en
la ancianidad, castidad en la viudedad. Y en todo caso ocurre lo mismo: la
persona que va más allá de los valores útiles o vitales y llega a los
espirituales, en este caso, al vivir la castidad, conoce en sus propias carnes
lo que significa el amor pleno. Ahí radica el valor de esta virtud, en que
sirve de lupa de aumento ampliando las potencias humanas hasta realizar
plenamente a la persona.
Virtud que vale y cuesta
A todo ser humano le atrae la idea de ser él mismo, de controlar la
situación, de llevar las riendas. Quizá ésta sensación sea mayor si lo que
gobierna es lo más preciado, lo más suyo. En la persona lo más valioso es su
corazón, su capacidad de amar. La castidad es precisamente esa virtud de
gobierno, control, dominio, esa gimnasia del corazón que mantiene en forma la
dimensión sexual de la persona y su posibilidad de mayor amor.
Los malos ojos con los que se ha mirado con frecuencia esta virtud responden
al ser perezoso que llevamos dentro, a la ley del mínimo esfuerzo. No es fácil
amar, a pesar de la falsa apariencia que, en películas, series, novelas y
foros diversos, se le ha dado a esta cualidad humana, reduciéndola, en la
mayoría de los casos, al aspecto genital. Una falsedad repetida y repetida, no
se convierte en verdad, pero se manifiesta como algo normal, al menos
normalmente aceptado, que, con la insistente repetición, pasa de normal a
normativo: «Si no haces el amor con él, es que no le quieres de verdad».
Confusión, complejos y pobreza personal se dan al sesgar esta capacidad de la
persona. Sólo los que piensan por sí mismos, y no les piensan, los que viven
libres sin el lastre del qué dirán, o peor, qué pienso que pensarán, son
capaces de dar el salto a lo auténtico, aunque, como se dijo más arriba, no
sea fácil, aunque suponga exigencia, porque vale la pena, como sintetizó el
filósofo francés Maurice Blondel: «El amor es lo que de verdad hace que
seamos».
El escritor y periodista inglés con más sentido común, inteligencia y
elocuencia, sazonado todo con una abundancia generosa de sentido del humor,
Gilbert K. Chesterton explica: «En todas las épocas y pueblos, el control
normal y real de la natalidad se llama control de uno mismo». Esto mismo se
puede referir a la castidad, control de uno mismo desde la raíz. Pero eso
cuesta, y pocos, muy pocos, serán capaces de proclamar y defender esta
práctica, porque no es fácil, supone un esfuerzo como todo lo que vale. Sólo
aquellos pioneros, aquellos que quieran a las personas por ellas y no por lo
que tienen, tendrán el valor de proclamar la castidad, si les dejan. El
teólogo y jesuita español padre Juan Antonio Martínez-Camino escribió un
artículo en enero de 1999, con motivo de la campaña contra el sida que, bajo
el eslogan publicitario Si te lías... úsalo, animaba a los jóvenes madrileños
al llamado sexo seguro, equiparado al preservativo. Envió el artículo a un
diario español de tirada nacional que se autodefine como independiente, y que
nunca se publicó, ¿por miedo, complejo, estrechez? «La Iglesia predica la
castidad. La sexualidad humana no es ni una evasión, ni un objeto de consumo;
es cauce maravilloso para expresar un amor verdadero. La castidad no es la
represión de la sexualidad, sino la fuerza virtuosa que le da sentido humano.
Lo cual, como todo lo que vale, tiene un precio». La Iglesia es una de esos
pocos que se atreven a mostrar el beneficio de la castidad. Y precisamente
cuando falla en esto en alguno de sus miembros, es la sociedad misma, que para
sí desprecia esta virtud, la que se apresura a recordárselo, a exigírselo,
quizá porque en el fondo no se desprecie la castidad, sino el esfuerzo que se
precisa para vivirla. Ejemplos de esto hemos tenido no hace mucho, pero son
tan viejos como la vida misma, y de ellos es bueno aprender. Uno de los casos
más escandalosos dentro de la Historia ha sido el de aquel joven de Hipona al
que, con el tiempo y su virtud, se le conoce por san Agustín. En su libro
Confesiones declara que había una cosa que lo detenía: el miedo a no ser capaz
de ser casto: «Las cosas más frívolas y de menor importancia, que solamente
son vanidad de vanidades, esto es, mis amistades antiguas, ésas eran las que
me detenían, y como tirándome de la ropa parece que me decían en voz baja:
Pues qué, ¿nos dejas y nos abandonas? ¿Desde este mismo instante no hemos de
estar contigo jamás? ¿Desde este punto nunca te será permitido esto ni
aquello? Pero ¡qué cosas eran las que me sugerían, y yo explico solamente con
las palabras, esto ni aquello!»
Sobre lo erótico
La tesis cristiana consiste en afirmar la unidad de las dimensiones: el ethos
(es decir, el respeto y el amor a la persona por sí misma, en la acogida y en
el don de sí) es la forma madura del eros. Ethos y eros, lejos de
contraponerse como enemigos, están llamados a encontrarse y a fructificar
juntos. Precisamente subordinándose al ethos, el eros se conserva y se
mantiene. La castidad implica una justa valoración del cuerpo y de la
sexualidad, que no es represión, ni tampoco idolatría. La ética cristiana
recuerda que no está en el cuerpo, reductivamente considerado, la clave de la
verdadera felicidad, ni tampoco de lo sexual. Ésta está sobre todo en la
totalidad de la persona, en la que está impresa la imagen de Dios, llamada a
vivir el don de sí y la acogida del otro y a expresar así, también mediante la
sexualidad, aquella comunión de personas, que se hace semejante, en algún
modo, a la perfección de la vida de amor de la Santísima Trinidad.
Livio Melina
Vice-Presidente del Instituto Juan Pablo II
Castidad en la juventud
La juventud es el período de vida en que más se necesita de esta virtud, precisamente porque es cuando se experimentan los tirones hormonales y pasionales más fuertes, como vientos impetuosos que parecen difíciles de controlar. Es aquí donde comienza a tomar rumbo propio la vida, y dar un paso en falso en este momento tiene consecuencias de mayor trascendencia. El joven lleno de pasión cae en el error –si no se le educa a tiempo y sin complejos– de creer que puede separar perfectamente el plano psicológico del espiritual y del biológico; y que puede no vivir en castidad sin que tenga consecuencias. Es una tara del educador de hoy. |
No se habla de
castidad al joven porque –se dice– no lo va a entender, no lo puede vivir y,
lo más absurdo, se le puede frustrar. Precisamente –apunta el psicólogo vienés
Victor Frank–, «uno de los desarreglos psíquicos que padecen muchas de las
personas actualmente no es la llamada represión sexual, como pensaba Freud y
buena parte de sus epígonos, ni el complejo de inferioridad como afirmaba
Adler, sino el vacío interior que sigue a la pérdida del sentido de la vida».
Hoy, más que nunca, el alto porcentaje de jóvenes que pierden el sentido de
vivir, o al menos viven como a rastras, se debe a un vaciamiento progresivo de
amor en su relación con los demás, a un pretender separar sexo de amor; más
aún, a pensar que son sinónimos. Y si las consecuencias no se perciben en la
juventud, queda un lastre para cuando se es adulto, con una inmadurez
afectiva, que ya no sólo le hará fracasar en sus relaciones futuras, sino que,
como el ser humano es una unidad, afectarán a otros campos de la vida, con el
asombro de quien lo padece, que no acertará a reconocer cuál es la causa de
tal enfermedad.
Al joven se le educa, y se autoeduca, en la castidad cuando se le educa la
voluntad. Esa capacidad de ponerse metas pequeñas que apuntan a un fin más
alto. Sin voluntad el joven está condenado a la tiranía del capricho, y ésta
puede ser mortal para su sexualidad. El joven no conoce su futuro, y por mucho
que lo intenten adivinar horóscopos y tarot, lo cierto es que él es el único
albañil de su porvenir. Necesita, por supuesto, de algún que otro arquitecto
que le indique. Lo que haga con su corazón, las muescas que le vaya haciendo,
aun sin saber el alcance que pueden tener, más tarde o más temprano habrá que
curarlas. El psiquiatra Enrique Rojas, en su estudio sobre la personalidad y
la autoestima titulado ¿Quién eres?, habla del inmaduro afectivo: «No sabe
decir que no a los nuevos e inesperados afectos con los que puede romper el
equilibrio de la pareja, porque le resultan divertidos y le alejan de la
monotonía. Esta filosofía del me apetece convierte a la persona inmadura en
veleta giratoria y sin rumbo, en alguien zarandeado por el estímulo
inmediato». La responsabilidad entonces no recae en el uso del preservativo,
sino que la asume el joven que preserva su integridad.
Castidad en el noviazgo
La castidad se hace más necesaria todavía en el noviazgo. No es una razón de papeles, sino de un marco de referencia donde existe la entrega total; un Te amo que implica no terminarse en el tiempo, es decir, una entrega de la persona y una acogida del otro con totalidad, y eso incluye también la dimensión pública. Si no se hace así, ni se tiene ni se recibe, ni se acoge. La Madre Teresa de Calcuta, en unas palabras dirigidas a los novios, les proponía que el regalo mayor que podían hacerse el día de su boda era el regalo de su propia virginidad. Pero hay muchos casos de novios que acuden al matrimonio con una experiencia sexual ya vivida que anuncia la dificultad para que esto se dé. Esa dificultad de vivir la castidad en el noviazgo no radica en la debilidad, ante la que contamos siempre con el sacramento del Perdón, que cura las heridas y restablece la pureza del amor, haciéndolo más fuerte y capaz de lo mejor. Hay que reconocer que otros planteamientos que, en principio, parecen liberar más a la persona, la están condenando a vivir en manos, únicamente, de su propia libertad y, por tanto, condenada a sus errores. Los novios que entienden que las relaciones prematrimoniales son un egoísmo consentido a dúo, que imposibilita comprender la densidad de la entrega conyugal, han puesto ya los cimientos sólidos y resistentes de un edificio que difícilmente se lo llevarán las mareas propias de la vida matrimonial. |
A pesar de lo que
se diga o, mejor, de lo que cuenten, la castidad es la única forma de
conseguir un amor amplio, más allá de lo biológico, no amando sólo con el
cuerpo sino con el corazón, más allá del Carpe diem. La castidad es una virtud
moral, y, por tanto, requiere, además de la gracia, un esfuerzo. No es
imposible, y aunque aterra ver cómo se repite y se pregona su
impracticabilidad en series, películas, programas y distintos medios con
estrechez de horizonte, aterra más aún su llamativa tendencia a generalizar
esa estrechez.
Ecología sexual en el trabajo
El valor del
pudor y la serenidad en los encuentros mujer-hombre ofrecen la posibilidad de
evitar situaciones no deseadas y siempre de lamentables consecuencias.
Una cultura del pudor, de la prudencia en las relaciones dentro del ámbito
laboral y profesional, separando lo personal de lo específicamente laboral,
sin confusiones o enredos desafortunados, además de una difusión de los
valores cristianos, ayudará a crear una cultura serena y respetuosa.
Las experiencias y pistas de profesionales veteranas pueden ayudar a decidir
qué es lo más prudente en cada caso. Además existe una legislación española al
respecto que puede facilitar la defensa también legal de los derechos
inviolables de la mujer. Se debe contribuir a la difusión de una cultura que
favorezca la virtud cristiana de la castidad en la línea del Catecismo de la
Iglesia católica, que enfatiza la conveniencia de crear una nueva cultura, de
limpieza o ecología sexual frente al hedonismo dominante.
Rafael Hernández Urigüen
en Una ética para secretarias y ayudantes de dirección (ed. Grafite)
Virtud que llena |
El corazón del
célibe, del consagrado, requiere y necesita humildad, oración, mortificación,
penitencia, silencio y guarda de sentidos. Todo, desde una ascesis que guarde
lo más preciado, lo más sensible, lo más débil, el corazón. Cantaré, cantaré
incansablemente, aunque tenga que sacar mis rosas entre espinas. Ascesis, sí,
esa palabra que a algunos se les atraganta y a muchos les da libertad de
espíritu y de cuerpo; ascesis que se concreta en un constante trabajo por
purificar el corazón. La maduración afectiva que estabiliza una vida
consagrada no se consigue en un día. Es el producto de una lenta
multiplicación de pequeñas victorias. Requiere delicadeza que potencie la
dimensión esponsal de la consagración, y entusiasmo apasionante por una misión
que llena la vida. El mayor riesgo es mantenerse ocioso. El consagrado que
precie su corazón sabe que debe estar siempre ocupado, vivir la vida y no
dejar que la vida le viva a él.
La política para la castidad del consagrado respecto a las demás personas se
resume, a la luz de Las Cautelas de san Juan de la Cruz, en la igualdad de
trato; en las manifestaciones exteriores y en los afectos del corazón,
dirigir, quizá forzando en un primer momento, amar de forma ecuánime y
magnánima; no caer en ninguno de los dos extremos: ni preferir a unas personas
más que a otras, ni profesionalizar la vocación no amando a cada persona en
particular. Sencillo y complicado a un tiempo; necesario siempre. La solución:
enamorarse de Cristo. Ya lo decía el santo Claudio de la Colombière: «Para
hacer mucho por Dios es necesario ser todo suyo». «¿Quieres conservar tu
corazón puro? –preguntaba el jesuita padre Tomás Morales–. Entrégalo a todos
sin dárselo a nadie».
Es difícil entender por medio de qué contorsiones de pensamiento retorcido se
ve malo lo que es bueno, y al revés; es lo que ocurre respecto a la castidad.
Cabe discernir, como lo hacía Cervantes en labios de don Quijote: «Ni todos
los que se llaman caballeros lo son del todo en todo; que unos son de oro,
otros de alquimia, y otros parecen caballeros; pero no todos pueden estar al
toque de la piedra de la verdad. Hombres bajos hay que revientan por parecer
caballeros, y caballeros altos hay que a posta mueren por parecer hombres
bajos; aquéllos se levantan o con la ambición o con la virtud, éstos se abajan
o con la flojedad o con el vicio; y es menester aprovecharnos del conocimiento
discreto para distinguir estas dos maneras de caballeros, tan parecidos en los
nombres y tan distantes en las acciones».
No se trata de empeñarse simplemente en defender la virtud de la castidad. Lo
que debe quedar claro es que es tan fácil defenderla hoy como en tiempos de
Cristo. Es un don del todo fuera del tiempo; difícil en todas las épocas,
imposible en ninguna.
Cortesía de Alfa y Omega, Semanario Católico de Información Nº 360/26-VI-2003
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