Pablo, modelo de conversión evangélica
Primera predicación de Adviento
a la Curia Romana que,
en presencia de Benedicto XVI
Padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap.
"Lo que podría ser una ganancia, lo he considerado
una perdida con motivo de Cristo".?
El Año Paulino es una gracia grande para la Iglesia, pero representa también
un peligro: el de quedarse en Pablo, en su personalidad, su doctrina, sin
dar el paso sucesivo de él a Cristo. El Santo Padre ha puesto en guardia
contra este riesgo en la misma homilía con la que ha abierto el año Paulino,
y lo reafirmaba en la audiencia general del 2 de julio: "Y éste es el fin
del año Paulino: aprender de san Pablo, aprender la fe, aprender a Cristo".
Ha sucedido muchas veces en el pasado, hasta dar lugar a la tesis absurda
según la cual Pablo, no Cristo, sería el verdadero fundador del
cristianismo. Jesucristo habría sido para Pablo lo que Sócrates para Platón:
un pretexto, un nombre, bajo el cual poner el propio pensamiento.
El apóstol, como antes de él Juan el Bautista, señala hacia uno "más grande
que él", del que no se considera digno siquiera de ser apóstol. Esa tesis es
la tergiversación más completa y la ofensa más grave que se pueda hacer al
apóstol Pablo. Si volviera a la vida, reaccionaría contra esta tesis con la
misma vehemencia con la que reaccionó frente a un malentendido análogo de
los corintios: "¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido
bautizados en el nombre de Pablo?" (1 Cor 1,13).
Otro obstáculo que debemos superar nosotros los creyentes, es el de
quedarnos en la doctrina de Pablo sobre Cristo, sin dejarnos contagiar de su
amor y de su fuego por él. Pablo no quiere ser para nosotros sólo un sol de
invierno que ilumina pero no calienta. El propósito en cambio de sus cartas
es el de llevar a los lectores no sólo al conocimiento, sino también al amor
y a la pasión por Cristo.
A este segundo objetivo quisieran contribuir las tres meditaciones del
Adviento de este año, a partir de ésta de hoy en la que reflexionaremos
sobre la conversión de san Pablo, el acontecimiento que, tras la muerte y
resurrección de Cristo, mayormente ha influido en el futuro del
cristianismo.
1. La conversión de Pablo vista por dentro
La mejor explicación de la conversión de san Pablo es la que da él mismo
cuando habla del bautismo cristiano como ser "bautizados en la muerte de
Cristo", "sepultados junto con él" para resucitar con él y "caminar en una
vida nueva" (cf. Romanos 6, 3-4). Él ha vivido en sí mismo el misterio
pascual de Cristo, en torno al cual gravitará a continuación todo su
pensamiento. Hay también analogías externas impresionantes. Jesús permaneció
tres días en el sepulcro; durante tres días, Saulo vivió como un muerto: no
podía ver, estar de pie, comer, después en el momento del bautismo sus ojos
volvieron a abrirse, pudo comer y retomó las fuerzas, volvió a la vida (cf.
Hechos 9,18).
Inmediatamente después de su bautismo, Jesús se retiró al desierto y también
Pablo, después de ser bautizado por Ananías, se retiró al desierto de
Arabia, es decir, al desierto alrededor de Damasco. Los exegetas calculan
que entre el acontecimiento en el camino de Damasco y el inicio de su
actividad pública en la Iglesia hay una decena de años de silencio en la
vida de Pablo. Los judíos lo buscaban para matarlo, los cristianos no se
fiaban aún y le tenían miedo. Su conversión recuerda a la del cardenal
Newman, a quien sus antiguos hermanos en la fe anglicanos consideraban un
tránsfuga, y a quien los católicos miraban con sospecha por sus ideas nuevas
y audaces.
El apóstol hizo un noviciado largo; su conversión no duró unos pocos
minutos. Y en su kenosis, en este tiempo de vaciamiento y de silencio, es
donde acumuló esa energía rompedora y esa luz que un día derramará sobre el
mundo.
De la conversión de Pablo tenemos dos descripciones distintas: una que
describe el acontecimiento, por así decirlo, desde fuera, en clave
histórica, y otra que describe el acontecimiento desde dentro, en clave
psicológica o autobiográfica. El primer tipo es el que encontramos en las
diversas narraciones que se leen en los Hechos de los Apóstoles. A él
pertenecen también algunos esbozos que el propio Pablo hace del
acontecimiento, explicando cómo de perseguidor se transformó en apóstol de
Cristo (cf. Gal 1, 13-24).
Al segundo tipo pertenece el capítulo 3 de la Carta a los Filipenses, donde
el Apóstol describe lo que ha significado para él, subjetivamente, el
encuentro con Cristo, lo que era antes y lo que ha llegado a ser a
continuación; en otras palabras, en qué ha consistido, esencial y
religiosamente, el cambio realizado en su vida. Nosotros nos concentramos en
este texto que, por analogía con la obra de san Agustín, podríamos definir
"las confesiones de san Pablo".
En todo cambio hay un terminus a quo y un terminus ad quem, un punto de
partida y un punto de llegada. El apóstol describe ante todo el punto de
partida, lo que era antes:
"Si algún otro cree poder confiar en la carne, más yo. Circuncidado el
octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de
hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la
Iglesia; en cuanto a la justicia del la Ley, intachable" (Filipenses 3,
4-6).
?Uno puede equivocarse fácilmente al leer esta descripción: éstos no eran
títulos negativos, sino los máximos títulos de santidad de aquel tiempo. Con
ellos se habría podido abrir en seguida el proceso de canonización de Pablo,
su hubiera existido en aquella época. Es como decir hoy de uno: bautizado el
octavo día, perteneciente a la estructura por excelencia de la salvación, la
Iglesia católica, miembro de la orden religiosa más austera de la Iglesia
(¡esto eran los fariseos!), observantísimo de la Regla....
En cambio, en el texto hay un punto y aparte que divide en dos la página y
la vida de Pablo. Comienza con un "pero" adversativo que crea un contraste
total:
"Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de
Cristo. Y más aún, juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y
las tengo por basura para ganar a Cristo" (Filipenses 3, 7-8).
Tres veces repite el nombre de Cristo en este breve texto. El encuentro con
él ha dividido su vida en dos, ha creado un antes y un después. Un encuentro
personalísimo (es el único texto donde el apóstol usa el singular "mio", no
"nuestro" Señor) y un encuentro existencial más que mental. Nadie podrá
nunca conocer a fondo qué sucedió en aquel breve diálogo: "¡Saulo, Saulo!"
"¿Quién eres, Señor?" "Yo soy Jesús". Una "revelación", la define él
(Gálatas 1, 15-16). Fue una especie de fusión a fuego, un relámpago de luz
que aún hoy, habiendo pasado dos mil años, ilumina al mundo.
Un cambio de mente
Intentemos analizar el contenido del acontecimiento. Fue sobre todo un
cambio de mente, de pensamiento, literalmente una metanoia. Pablo había
creído hasta entonces poderse salvar y ser justo ante Dios mediante la
observancia escrupulosa de la ley y de las tradiciones de sus padres. Ahora
entiende que la salvación se obtiene de otro modo. Quiero ser hallado, dice,
"no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe
de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe" (Fl 3, 8-9).
Jesús le hizo experimentar en sí mismo lo que un día proclamaría a toda la
Iglesia: la justificación por gracia mediante la fe (cf. Gal 2,15-16; Rom 3,
21 ss.).
Leyendo el capítulo tercero de la Carta a los Filipenses, me viene a la
mente una imagen: un hombre camina de noche en un bosque cerrado a la
pequeña luz de una vela, poniendo atención a que no se apague; caminando,
llega el alba, surge el sol, la pequeña luz de la vela palidece, hasta que
no le sirve más y la tira. La lucecita vacilante era su propia justicia. Un
día, en la vida de Pablo, salió el sol de la justicia, Cristo el Señor, y
desde aquel momento no ha querido otra luz que la suya.
No se trata de un punto más, sino del corazón del mensaje cristiano; él lo
definirá como "su evangelio", hasta el punto de declarar anatema a quien se
atreviera a predicar un evangelio distinto, aunque fuese un ángel o él mismo
(cf. Gal 1, 8-9). ¿Por qué tanta insistencia? Porque en ello consiste la
novedad cristiana, lo que la distingue de cualquier otra religión o
filosofía religiosa. Toda propuesta religiosa comienza diciendo a los
hombres lo que tienen que hacer para salvarse o para obtener la
"Iluminación". El cristianismo no empieza diciendo a los hombres lo que
tienen que hacer, sino lo que Dios ha hecho por ellos en Cristo Jesús. El
cristianismo es la religión de la gracia.
Hay lugar -y cuánto- para los deberes y para la observancia de los
mandamientos, pero después, como respuesta a la gracia, no como su causa o
su precio. Uno no se salva por sus buenas obras, aunque no se salvará sin
sus buenas obras. Es una revolución de la cual, a distancia de dos mil años,
aún nos cuesta tomar conciencia. Las polémicas teológicas sobre la
justificación mediante la fe de la Reforma en adelante lo han obstaculizado
a menudo más que favorecido, al mantener el problema a nivel teórico, de
tesis de escuelas contrapuestas, en lugar de ayudar a los creyentes a hacer
experiencia de ello en sus vidas.
"Convertíos y creed en el evangelio"
Pero debemos plantearnos una pregunta crucial: ¿quién es el inventor de este
mensaje? Si hubiera sido el apóstol Pablo, entonces tendrían razón quienes
decían que él, y no Jesús, es el fundador del cristianismo. Pero el inventor
no es él; él no hace otra cosa que expresar en términos elaborados y
universales un mensaje que Jesús expresaba con su típico lenguaje, hecho de
imágenes y de parábolas.
Jesús comenzó su predicación diciendo: "El tiempo se ha cumplido y el Reino
de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15). Con
estas palabras enseñaba ya la justificación por la fe. Antes de él,
convertirse significaba siempre "volver atrás" (como indica el mismo término
hebreo shub); significaba volver a la alianza violada, mediante una
observancia renovada de la ley. "Convertíos a mí [...], volved de vuestro
camino perverso", decía Dios en los profetas (Zc 1, 3-4; Jr 8, 4-5).
Convertirse, por tanto, tiene un significado principalmente ascético, moral
y penitencial, y se realiza cambiando de conducta de vida. La conversión se
ve como condición para la salvación; el sentido es: convertíos y seréis
salvados; convertíos y la salvación vendrá a vosotros. Este es el
significado predominante que la palabra conversión tiene en los mismos
labios de Juan el Bautista (cf. Lc 3, 4-6). Pero en la boca de Jesús, este
significado moral pasa a segundo plano (al menos al principio de su
predicación), respecto a un significado nuevo, hasta entonces desconocido.
También en ello se manifiesta el salto de época que se verifica entre la
predicación de Juan el Bautista y al de Jesús
Convertirse ya no significa volver atrás, a la antigua alianza y a la
observancia de la ley, sino dar un salto adelante, entrar en la nueva
alianza, aferrar este Reino que ha aparecido, entrar en él a través de la
fe. "Convertíos y creed" no significa dos cosas distintas y sucesivas, sino
la misma acción: convertíos, es decir, creed; ¡convertíos creyendo! "Prima
conversio fit per fidem", dirá santo Tomás de Aquino, la primera conversión
consiste en creer.
Dios ha tomado en él la iniciativa de la salvación: ha hecho venir su Reino;
el hombre debe sólo acoger, en la fe, la oferta de Dios y vivir, a
continuación, sus exigencias. Es como un rey que abre la puerta de su
palacio, donde hay preparado un gran banquete y, estando en el umbral,
uinvita a todos a entrar diciendo: "¡Venid, todo está preparado!". Es el
aspecto que resuena en todas las llamadas parábolas del Reino: la hora tan
esperada ha llegado, tomad la decisión que salva, ¡no dejéis escapar la
ocasión!
El Apóstol dice lo mismo con la doctrina de la justificación por la fe. La
única diferencia se debe a lo que ha sucedido, en ese tiempo, entre la
predicación de Jesús y la de Pablo: Cristo fue rechazado y muerto por los
pecados de los hombres. La fe "en el Evangelio" ("creed en el Evangelio"),
ahora se configura como fe "en Jesucristo", "en su sangre" (Rm 3, 25).
Lo que el Apóstol expresa mediante el adverbio "gratuitamente" (dorean) o
"por gracia", Jesús lo decía con imágenes del recibir el reino como un niño,
es decir como un don, sin hacer méritos, apoyándose solo en el amor de Dios,
como los niños se apoyan en el amor de sus padres.
Se discute desde hace tiempo entre los exégetas si se debe seguir hablando
de la conversión de san Pablo; algunos prefieren hablar de "llamada" más que
de conversión. Hay quien quisiera que se aboliera incluso la fiesta de la
conversión de san Pablo, desde el momento en que conversión indica un
alejamiento y un renegar de algo, mientras que un hebreo que se convierte, a
diferencia del pagano, no debe renegar de nada, no debe de pasar de los
ídolos al culto del Dios verdadero.
A mí me parece que estamos ante un falso problema. En primer lugar no hay
oposición entre conversión y llamada: la llamada supone la conversión, no la
sustituye, como la gracia no sustituye a la libertad. Pero sobre todo hemos
visto que la conversión evangélica o significa renegar de algo, un volver
atrás, sino un acoger algo nuevo, dar un salto adelante. ¿A quién hablaba
Jesús cuando decía "Convertíos y creed en el Evangelio?" ¿Acaso no hablaba a
los hebreos? A esta misma conversión se refiere el Apóstol con las palabras:
"Cuando se dé la conversión al Señor, ese velo será quitado" (2Cor 3,16).
La conversión de Pablo se nos presenta, en esta luz, como el modelo mismo de
la verdadera conversión cristiana, que consiste ante todo en aceptar a
Cristo, en "volverse" a él mediante la fe. Ésta supone un encontrar antes
que un dejar. Jesús no dice: un hombre vendió todo lo que tenía y se puso a
buscar un tesoro escondido; dice: un hombre encontró un tesoro y por eso lo
vendió todo.
Una experiencia vivida
En el documento de acuerdo entre la Iglesia católica y la Federación mundial
de las Iglesias luteranas, presentado solemnemente en la Basílica de san
Pedro por Juan Pablo II y el arzobispo de Uppsala en 1999, hay una
recomendación final que me parece de una importancia vital. Dice
sustancialmente esto: ha llegado el momento de hacer de esta gran verdad una
experiencia vivida por los creyentes, y no más un objeto de disputas
teológicas entre sabios, como ha sucedido en el pasado.
La celebración del año paulino nos ofrece una ocasión propicia para hacer
esta experiencia. Ella puede dar un espaldarazo a nuestra vida espiritual,
un descanso y una libertad nuevas. Charles Péguy contaba, en tercera
persona, la historia del mayor acto de fe de su vida. Un hombre, dice (y se
sabe que este hombre era él mismo) tenía tres hijos y un mal día cayeron
enfermos, los tres juntos. Entonces había hecho un acto de audacia. Al
pensar en ello se admiraba también un poco y hay que decir que había sido
verdaderamente un acto arriesgado. Como se cogen tres niños del suelo y se
ponen juntos, casi jugando, en los brazos de su madre o de su niñera que se
ríe y grita, diciendo que son demasiados y no tendrá fuerzas para llevarlos,
así él, audaz como un hombre, había cogido -se entiende, con la oración- a
sus tres niños enfermos y tranquilamente los había puesto en los brazos de
Aquella que lleva todos los dolores del mundo: "Mira -decía- te los doy, me
giro y me voy para que no me los devuelvas. Ya no los quiero, fíjate bien.
Debes encargarte tú de ellos". (Sin metáforas, había ido de peregrinación a
pie desde París a Chartres para confiar a la Virgen a sus tres niños
enfermos). Desde aquel día todo fue bien, porque era la Santa Virgen la que
se ocupaba de ellos. Es curioso que no todos los cristianos hagan esto. Es
muy simple, pero nunca se piensa en lo simple.
La historia nos sirve en este momento para ilustrar la idea de un acto de
audacia, porque se trata de algo parecido. La clave de todo, se decía, es la
fe. Pero hay diversos tipos de fe: está la fe-asentimiento del intelecto, la
fe-confianza, la fe-estabilidad, como la llama Isaías (7, 9): ¿de qué fe se
trata, cuando se habla de la justificación "mediante la fe"? Se trata de una
fe totalmente esecial: la fe-apropiación.
Escuchemos, sobre este punto, a san Bernardo: "Yo -dice. Lo que no puedo
obtener por mí mismo, me lo apropio (¡usurpo!) con confianza del costado
atravesado del Señor, porque está lleno de misericordia. Mi mérito, por eso,
es la misericordia de Dios. No me faltan méritos, mientras él sea rico en
misericordia. Que si las misericordias del Señor son muchas (Sal 119, 156),
yo también abundaré en méritos. ¿Y que decir de mi justicia? Oh, Señor,
recordaré solamente tu justicia. De hecho ella es también mía, porque tú
eres para mí justicia de parte de Dios". Está escrito también que "Cristo
Jesús... se ha convertido para nosotros en sabiduría, justicia,
santificación y redención (l Cor l, 30). ¡Para nosotros, no para sí mismo!
San Cirilo de Jerusalén expresaba, con otras palabras, la misma idea del
acto de audacia de la fe: "¡Oh bondad extraordinaria de Dios hacia los
hombres! Los justos del Antiguo Testamento agradaron a Dios en las fatigas
de largos años; pero lo que ellos llegaron a obtener, tras un largo y
heroico servicio agradable a Dios, Jesús te lo da en el breve espacio de una
hora. De hecho, su tú crees que Jesucristo es el Señor y que Dios lo ha
resucitado de entre los muertos, te salvarás y serás introducido en el
paraíso por el mismo que introdujo al buen ladrón".
Imagina, escribe el Cabasilas desarrollando una imagen de san Juan
Crisóstomo, que haya tenido lugar en el estadio una lucha épica. Un valiente
ha afrontado a un cruel tirano y, con gran fatiga y sufrimiento, lo ha
vencido. Tu no has combatido, no te has agotado ni sufrido heridas. Pero si
admiras al valiente, si te alegras con él en su victoria, si le tejes
coronas, provocas y agitas por él a la asamblea, si te inclinas con alegría
ante el triunfador, le besas la cabeza y le das la mano, en resumen, si
tanto lo aclamas que consideras tuya su victoria, yo te digo que tendrás
ciertamente parte en el premio del vencedor.
Pero hay más: supón que el vencedor no tenga necesidad alguna para sí mismo
de premio que ha conquistado, sino que desea, más que ninguna cosa, ver
honrado a su autor, y considera como premio de su combate la coronación del
amigo, en tal caso, ¿ese hombre no obtendrá la corona, aunque no se haya
agotado ni haya sido herido? ¡Ciertamente la obtendrá! Y bien, así sucede
entre Cristo y nosotros. Aún no habiendo trabajado y luchado -aun no
teniendo mérito alguno-, con todo, por medio de la fe nosotros aclamamos a
la lucha de Cristo, admiramos su victoria, honramos su trofeo que es la
cruz, y mostramos por el valiente un amor vehemente e inefable; hacemos
nuestras sus heridas y su muerte. Y así se obtiene la salvación.
La liturgia de Navidad nos hablará del "santo intercambio", del sacrum
commercium entre nosotros y Dios realizado en Cristo. La ley de todo
intercambio se expresa en la fórmula: lo que es mío es tuyo y lo que es tuyo
es mío. De ahí deriva que lo que es mío, es decir el pecado, la debilidad,
pasa a ser de Cristo; y lo que es de Cristo, es decir la santidad, pasa a
ser mío. Ya que nosotros pertenecemos a Cristo más que a nosotros mismos
(cf.1 Cor 6, 19-20), se sigue, escribe el Cabasilas, que a la inversa, la
santidad de Cristo nos pertenece más que nuestra propia santidad. Y esto es
remontar en la vida espiritual. Su descubrimiento no se hace, habitualmente,
al principio, sino al final del propio itinerario espiritual, cuando se han
experimentado los demás caminos y se ha visto que no llevan muy lejos.
En la Iglesia católica tenemos un medio privilegiado para tener experiencia
concreta y cotidiana de este sagrado intercambio y de la justificación por
la gracia, mediante la fe;: los sacramentos. Cada vez que yo me acerco al
sacramento de la reconciliación tengo experiencia de ser justificado por
gracia, ex opere operato, como decimos en teología. Subo al templo, digo a
Dios: "Oh Dios, ten piedad de mí que soy un pecador" y, como el publicano,
vuelvo a casa "justificado" (Lc 18,14), perdonado, con el alma
resplandeciente, como en el momento en que salí de la fuente bautismal.
Que san Pablo, en este año dedicado a él, nos obtenga la gracia de hacer
como es este acto de audacia de la fe.