Padre Cantalamessa: La experiencia de la salvación de Cristo hoy
Preparación a la Navidad por el predicador de la Casa Pontificia, el
padre Raniero Cantalamessa OFM Cap. sobre el tema «Nosotros predicamos a
Cristo Jesús como Señor (2 Corintios 4,5). La fe en Cristo hoy». Cuarta
predicación de Adviento
“HOY OS HA NACIDO UN SALVADOR”
1. ¿Qué salvador para el hombre?
En una de las últimas Navidades, asistía a la Misa de medianoche presidida
por el Papa en San Pedro. Llegó el momento del canto de la Calenda:
«Muchos siglos desde la creación del mundo...
Trece siglos tras la marcha desde Egipto...
En el año 752 de la fundación de Roma...
En el año 42 del imperio de César Augusto,
Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, habiendo sido concebido por
obra del Espíritu Santo, pasados nueve meses, nació en Belén de Judea de la
Virgen María, hecho hombre».
Llegados a estas últimas palabras experimenté lo que se llama «la unción de
la fe»: una repentina claridad interior por la cual te dices a ti mismo:
«¡Es verdad! ¡Es todo verdad! No son sólo palabras. Dios ha venido
verdaderamente a nuestra tierra». Una conmoción inesperada me atravesó por
completo, mientras sólo podía decir: «¡Gracias, Santísima Trinidad, y
gracias también a ti, Santa Madre de Dios!». Esta íntima certeza desearía
compartir con vosotros, venerables padres y hermanos, en esta última
meditación que tiene por tema la experiencia de la salvación de Cristo hoy.
Apareciéndose a los pastores la noche de Navidad, el ángel les dijo: «Os
anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy,
en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,10-12). El
título de Salvador no le fue atribuido a Jesús durante su vida. No había
necesidad de ello, estando su contenido expresado ya, para un judío, por el
título de Mesías. Pero en cuanto la fe cristiana se asoma al mundo pagano,
el título adquiere una importancia decisiva, en parte precisamente para
oponerse a la costumbre de llamar así al emperador o a ciertas divinidades
así denominadas salvadoras, como Esculapio.
Algo ya en el Nuevo Testamento, en vida de los apóstoles. Mateo se preocupa
de subrayar que el nombre «Jesús» significa, precisamente, «Dios salva» (Mt
1,21). Pablo ya llama a Jesús «salvador» (Flp 3,20); Pedro, en los Hechos de
los Apóstoles, precisará que Él es el único salvador, fuera del cual «en
ningún otro hay salvación» (Hch 4,12), y Juan pondrá en boca de los
samaritanos la solemne profesión de fe: «Nosotros mismos hemos oído y
sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo» (Jn 4,42).
El contenido de esta salvación consiste sobre todo en la remisión de los
pecados, pero no solamente. Para Pablo aquella abraza la redención final
también de nuestro cuerpo (Flp 3,20). La salvación obrada por Cristo tiene
un aspecto negativo que consiste en la liberación del pecado y de las
fuerzas del mal, y un aspecto positivo que consiste en el don de la vida
nueva, de la libertad de los hijos de Dios, del Espíritu Santo y en la
esperanza de la vida eterna.
La salvación en Cristo no fue, sin embargo, para las primeras generaciones
cristianas, sólo una verdad creída por revelación; fue sobre todo una
realidad experimentada en la vida y gozosamente proclamada en el culto.
Gracias a la Palabra de Dios y a la vida sacramental, los creyentes se
sienten vivir en el misterio de salvación obrado en Cristo: salvación que se
configura, poco a poco, como liberación, como iluminación, como rescate,
como divinización, etcétera. Es un dato primordial y pacífico que casi nunca
los autores sienten necesidad de demostrar.
En esta doble dimensión –de verdad revelada y de experiencia vivida-- la
idea de la salvación desarrolló un papel decisivo en conducir a la Iglesia a
la plena verdad sobre Jesucristo. La soteriología fue el arado que trazó el
surco a la cristología; fue como la hélice que arrastra el avión e impulsa
la nave. A las grandes definiciones dogmáticas de los concilios se llegó
haciendo uso de la experiencia de salvación que los creyentes tenían de
Cristo. Su contacto, decían, nos diviniza; por lo tanto, debe ser él mismo
Dios. «Nosotros no seríamos liberados del pecado y de la maldición, escribe
Atanasio, si no fuera por naturaleza carne humana la que el Verbo asumió; ni
el hombre sería divinizado si el Verbo que se hizo carne no fuera de la
misma naturaleza del Padre» [1].
La relación entre cristología y soteriología está mediada, en la época
patrística, por la antropología, por lo cual se debe decir que a una
diferente comprensión del hombre le corresponde siempre una presentación
distinta de la salvación de Cristo. El proceso se desarrolla a través de
tres grandes preguntas. Primera: ¿qué es el hombre y dónde reside su mal?
Segunda pregunta: ¿qué tipo de salvación es necesaria para un hombre así?
Tercera pregunta: ¿cómo debe estar hecho el Salvador para poder realizar tal
salvación? En base a la respuesta diferente dada a estas preguntas vemos
delinearse una compresión diversa de la persona de Cristo y de su salvación.
En la escuela alejandrina, por ejemplo, donde predomina una visión
platónica, el mal del hombre, la parte más necesitada de salvación, es su
carne, y he aquí entonces que todo el énfasis caerá sobre la encarnación
como el momento en que, asumiendo la carne, el Verbo de Dios la libera de la
corrupción y la diviniza. En esta línea uno de ellos, Apolinar de Laodicea,
irá tan allá como para afirmar que el Verbo no asumió un alma humana, porque
el alma no tiene necesidad de ser salvada siendo por sí misma una chispa del
Logos eterno. En Cristo el alma racional es sustituida por el Logos en
persona; no hay necesidad de que haya una chispa de Logos donde está el
Logos entero.
En la escuela antioquena, donde predomina más bien el pensamiento de
Aristóteles, o en cualquier caso una visión menos platónica, el mal del
hombre será visto, al contrario, precisamente en su alma y en particular en
su voluntad rebelde. Y he aquí entonces que se insistirá en la plena
humanidad de Cristo y en su misterio pascual. Es en ello donde, con su
obediencia hasta la muerte, Cristo salva al hombre. Haciendo la síntesis de
estas dos instancias la Iglesia, en Calcedonia, llegará a una idea completa
de Cristo y de su salvación.
La fe cristiana no se limita sin embargo a responder a las expectativas de
salvación del ambiente en el que opera, sino que crea y dilata toda
expectativa. Así vemos que al dogma platónico y gnóstico de la salvación
«por la carne», la Iglesia opone con firmeza el dogma de la salvación «de la
carne», predicando la resurrección de los muertos; a una vida más allá de la
tumba infinitamente más débil que la vida presente y devorada por la
nostalgia de ella, privada como está de un objetivo y de un centro de
atracción, la fe cristiana opone la idea de una vida futura infinitamente
más plena y duradera en la visión de Dios.
2. ¿Existe aún necesidad de un salvador?
Decía en la primera meditación que, respecto a la fe en Cristo, en muchos
aspectos nos encontramos hoy próximos a la situación de los orígenes y
podemos aprender de entonces cómo re-evangelizar un mundo que vuelve a ser
en gran parte pagano. Debemos también hoy plantearnos aquellas tres
preguntas: ¿qué idea se tiene hoy del hombre y de su mal? ¿Qué tipo de
salvación es necesaria para un hombre así? ¿Cómo anunciar a Cristo de forma
que responda a tales expectativas de salvación?
Simplificando al máximo, como se está obligado a hacer en una meditación,
podemos identificar, fuera de la fe cristiana, dos grandes posturas ante la
salvación: la de las religiones y la de la ciencia.
Para las así llamadas nuevas religiones, cuyo fondo común se encuentra en el
movimiento «New Age», la salvación no viene desde fuera, sino que está
potencialmente en el hombre mismo; consiste en entrar en sintonía, o en
vibración, con la energía y la vida de todo el cosmos. No hay necesidad por
lo tanto de un salvador, sino, a lo más, de maestros que enseñen el camino
de la autorrealización. No me detengo en esta postura porque fue confutada
de una vez por todas por la afirmación de Pablo que hemos comentado la vez
pasada: «Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, pero son
justificados gratuitamente por la fe en Cristo».
Reflexionemos en cambio en el desafío que llega a la fe en general y a la
cristiana en particular desde la ciencia no creyente. La versión actualmente
más en boga del ateísmo es la denominada científica que el biólogo francés
Jacques Monod hizo popular con su libro «El azar y la necesidad». «La
antigua alianza está infringida –son las conclusiones del autor; el hombre
finalmente sabe que está solo en la inmensidad del Universo del que ha
surgido por casualidad. Su deber, como su destino, no está escrito en ningún
lugar. Nuestro número ha salido de la ruleta».
En esta visión el problema de la salvación ni siquiera se plantea; aquél es
un residuo de esa mentalidad «animista», como la llama el autor, que
pretende ver objetivos y metas en un universo que avanza en cambio en la
oscuridad, dirigido sólo por la casualidad y por la necesidad. La única
salvación es la ofrecida por la ciencia y consiste en el conocimiento de
cómo son las cosas, sin ilusiones auto-consoladoras. «Las sociedades
modernas --escribe— están construidas sobre la ciencia. A ella deben su
riqueza, su poder y la certeza de que riquezas y poderes aún mayores serán
un día accesibles al hombre, si él lo quiere (...). Provistas de todo poder,
dotadas de todas las riquezas que la ciencia les ofrece, nuestras sociedades
intentan aún vivir y enseñar sistemas de valores, ya minados en la base por
esta misma ciencia» [2].
Mi intención no es discutir estas teorías, sino sólo dar una idea del
contexto cultural en el que estamos llamados actualmente a anunciar la
salvación de Cristo. Una observación, sin embargo, debemos hacer. Admitamos
que «nuestro número ha salido de una ruleta», que la vida es el resultado de
una combinación casual de elementos inanimados. Pero para extraer los
números de la ruleta, se necesita que alguien los haya puesto ahí. ¿Quién ha
proporcionado por casualidad los ingredientes con los que trabajar? Es una
observación antigua y banal, pero a la cual ningún científico hasta ahora ha
sabido dar una respuesta, excepto aquella expeditiva que la cuestión para él
no se plantea.
Una cosa es cierta e incontrovertible: la existencia del universo y del
hombre no se explica por sí sola. Podemos renunciar a buscar una explicación
ulterior más que la que es capaz de dar la ciencia, pero no decir que se ha
explicado todo sin la hipótesis de Dios. La casualidad explica, como mucho,
el cómo, no el qué del universo. Explica que sea así como es, no el hecho
mismo de que existe. La ciencia no creyente no elimina el misterio, sólo le
cambia el nombre: en vez de Dios lo llama casualidad.
El desmentido más significativo a las tesis de Monod considero que ha venido
precisamente de aquella ciencia a la cual la humanidad, según él, debería
confiar ya su propio destino. Son los propios científicos de hecho los que
reconocen hoy que la ciencia no es capaz de responder sola a todos los
interrogantes y necesidades del hombre, y a buscar el diálogo con la
filosofía y la religión, los «sistemas de valores» que Monod considera
antagonistas irreducibles de la ciencia. Lo vemos, por lo demás, con
nuestros propios ojos: a los extraordinarios éxitos de la ciencia y de la
técnica no le sigue necesariamente una convivencia humana más libre y
pacífica en nuestro planeta.
El libro de Monod demuestra, en mi opinión, que cuando un científico quiere
sacar conclusiones filosóficas de sus análisis científicos (sean éstos de
biología o astrofísica) los resultados no son mejores que cuando los
filósofos pretendían sacar conclusiones científicas de sus análisis
filosóficos.
3. Cristo nos salva del espacio
¿Cómo podemos anunciar de forma significativa la salvación de Cristo en este
nuevo contexto cultural? Espacio y tiempo, las dos coordenadas dentro de las
cuales se desarrolla la vida del hombre en la tierra, han sufrido una
dilatación y una aceleración tan brusca que hasta el creyente tiene vértigo.
Los «siete cielos» del hombre antiguo, cada uno un poco por encima del otro,
se han convertido, mientras tanto, en 100 mil millones de galaxias, cada una
de ellas compuesta de 100 mil millones de estrellas, distantes una de otra
en miles de millones de años luz; los cuatro mil años desde la creación del
mundo de la Biblia se han transformado en 14 mil millones de años...
Considero que la fe en Cristo no sólo resiste a este choque, sino que ofrece
a quien cree en Él la posibilidad de sentirse en su propia casa en las
dilatadas dimensiones del universo, libre y gozoso «como un niño en brazos
de su madre».
La fe en Cristo nos salva ante todo de la inmensidad del espacio. Vivimos en
un universo cuya magnitud ya no alcanzamos ni a imaginar ni a cuantificar, y
cuya expansión continúa sin pausa, hasta perderse en el infinito. Un
universo, nos dice la ciencia, soberanamente ignorante e indiferente a lo
que se desarrolla en la tierra.
Pero no es esto lo que incide más en la conciencia de la gente corriente. Es
el hecho de que en la misma tierra, con el acontecimiento de la comunicación
de masa, el espacio se ha dilatado de golpe en torno al hombre, haciéndole
sentir aún más pequeño e insignificante, como un actor desorientado en una
inmensa escena.
Cine, televisión, Internet, nos ponen ante los ojos en cada momento lo que
podríamos ser y no somos, lo que otros hacen y nosotros no hacemos. Nace de
ahí una sensación de resignada frustración y aceptación pasiva de la propia
suerte, o bien, al contrario, una necesidad obsesiva de salir del anonimato
e imponerse a la atención de los demás. En el primer caso se vive del
reflejo de la vida ajena y, como persona, uno se transforma en admirador y
fan de alguien; en el segundo se reduce la vida a carrera.
La fe en Cristo nos libera de la necesidad de abrirnos paso, de evadir a
cualquier coste nuestro límite para ser alguien; nos libera también de la
envidia de los grandes, nos reconcilia con nosotros mismos y con nuestro
lugar en la vida, nos da la posibilidad de ser felices y de estar plenamente
realizados allí donde nos encontremos. «¡Y el Verbo se hizo carne, y puso su
Morada entre nosotros!» (Jn 1,14). Dios, el infinito, vino y viene
continuamente hacia ti, allí donde estés. La venida de Cristo en la
encarnación, mantenida viva en los siglos por la Eucaristía, hace de cada
lugar el primer lugar. Con Cristo en el corazón uno se siente en el centro
del mundo, incluso en el pueblo más perdido de la tierra.
Esto explica por qué tantos creyentes, hombres y mujeres, pueden vivir
ignorados por todos, desempeñar los oficios más humildes del mundo o hasta
encerrarse en clausura y sentirse, en esta situación, las personas más
felices y realizadas de la tierra. Una de estas claustrales, la beata María
de Jesús Crucificado, conocida con el nombre de Pequeña Árabe por su origen
palestino y su estatura menuda, al regresar a su sitio después de haber
recibido la comunión, se le oía exclamar para sí, en voz baja: «Ahora tengo
todo, ahora tengo todo».
Hoy adquiere para nosotros un significado nuevo el hecho de que Cristo no
haya venido en esplendor, poder y majestad, sino pequeño, pobre; que haya
elegido por madre a «una humilde doncella», que no haya vivido en una
metrópolis de la época, Roma, Alejandría o incluso Jerusalén, sino en una
aldea perdida de Galilea, ejerciendo el humilde oficio de carpintero. En
aquel momento el verdadero centro del mundo no estaba ni en Roma ni en
Jerusalén, sino en Belén, «la más pequeña aldea de Judea», y después de ella
en Nazaret, el pueblo del que se decía que «no podía salir nada bueno».
Lo que decimos de la sociedad en general vale con mayor razón para nosotros,
personas de Iglesia. La certeza de que Cristo está con nosotros dondequiera
que estemos nos libera de la necesidad obsesiva de subir, hacer carrera,
ocupar los puestos más elevados. Nadie puede decir que esté del todo exento
de experimentar en sí tales sentimientos y deseos naturales (¡menos que
menos los predicadores!), pero el pensamiento de Cristo nos ayuda al menos a
reconocerlos y a luchar contra ellos para que jamás se conviertan en el
motivo dominante de nuestra actuación. El fruto maravilloso de ello es la
paz.
4. Cristo nos salva del tiempo
El segundo ámbito en el que se hace experiencia de la salvación de Cristo es
el del tiempo. Desde este punto de vista nuestra situación no ha cambiado
mucho de la de los hombres del tiempo de los apóstoles. El problema es
siempre el mismo y se llama la muerte. La salvación de Cristo es comparada
por Pedro a la de Noé del diluvio que «engulló a todos» (1 P 3,20 s.) y es
por ello que está representado entre los mosaicos de esta capilla, como
momento de la historia de la salvación. Pero existe un diluvio siempre en
acto en el mundo: el del tiempo que, como el agua, todo sumerge y barre a
todos, una generación tras otra.
Un poeta español del siglo XIX, Gustavo Adolfo Bécquer, expresó de modo
admirable la percepción que el hombre tiene de sí mismo frente a la muerte.
«Gigante ola que el viento / riza y empuja en el mar. / Y rueda y pasa, y no
sabe / qué playa buscando va.
Luz que en cercos temblorosos / brilla, próxima a expirar, / ignorándose
cuál de ellos / el último brillará.
Eso soy yo, que al acaso / cruzo el mundo, sin pensar / de dónde vengo, ni a
dónde / mis pasos me llevarán» [3].
Existen actualmente psicólogos de fama que ven en el rechazo de la muerte el
verdadero resorte de todo el actuar humano, de aquí también el instinto
sexual, situado por Freud en la base de todo, no sería más que una de las
manifestaciones [4]. El hombre bíblico se consolaba con la certeza de
sobrevivir en la prole; el hombre pagano con la de sobrevivir en la fama:
«Non omnis moriar, no moriré del todo, decía Horacio. Exegi monumentum aere
perennius», he levantado (con mi poesía) un monumento más duradero que el
bronce.
Hoy se acude más bien a la supervivencia de la especie. «La supervivencia de
cada individuo –escribe Monod-- no tiene importancia alguna para la
afirmación de una determinada especie; ésta está confiada a la capacidad de
dar origen a una descendencia abundante a su vez capaz de sobrevivir y
reproducirse» [5]. Una variante de la visión marxista, basada, en esta
ocasión, en la biología en vez de hacerlo en el materialismo dialéctico,
pero en uno y otro caso la esperanza de sobrevivir en la especie se ha
revelado insuficiente para aplacar la angustia del hombre frente a la propia
muerte.
El filósofo Miguel de Unamuno (que también era un pensador «laico»), a un
amigo que le reprochaba, como si fuera orgullo y presunción, su búsqueda de
eternidad, respondía en estos términos: «Yo no digo que merezcamos un más
allá ni que la lógica nos lo muestre; digo que lo necesito, merézcalo o no.
Y nada más. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de
eternidad, y que sin ella me es igual todo. Y sin ella ni hay alegría de
vivir... Es muy cómodo esto de decir: “¡Hay que vivir!”, “¡Hay que
contentarse con la vida!” ¿Y los que no nos contentamos con ella?» [6]. No
es quien desea la eternidad, decía el mismo pensador, el que muestra no amar
la vida, sino quien no la desea, desde el momento en que se resigna tan
fácilmente al pensamiento de que esa deba acabar.
¿Qué tiene que decir la fe cristiana sobre todo ello? Algo sencillo y
grandioso: que la muerte existe, que es el mayor de nuestros problemas,
¡pero que Cristo ha vencido a la muerte! La muerte humana ya no es la misma
de antes, un hecho decisivo ha intervenido. Ella ha perdido su aguijón, como
una serpiente cuyo veneno ya sólo es capaz de adormecer a la víctima por
alguna hora, pero no matarla. La muerte ya no es un muro ante el cual todo
se rompe; es un paso, esto es, una Pascua. Es un «pasar a lo que no pasa»,
diría Agustín [7].
Jesús de hecho –y aquí está el gran anuncio cristiano— no murió sólo para
sí, no nos dejó sólo un ejemplo de muerte heroica, como Sócrates. Hizo algo
bien distinto: «Uno murió por todos» (2 Co 5,14), exclama San Pablo, y
también: «Él experimentó la muerte por el bien de todos» (Hb 2,9). «El que
cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,25). Afirmaciones extraordinarias
que no nos hacen gritar de alegría sólo porque no las tomamos lo
suficientemente en serio y lo bastante a la letra como deberíamos.
El cristianismo no se abre camino en las conciencias con el miedo a la
muerte; se abre camino con la muerte de Cristo. Jesús vino a liberar a los
hombres del temor a la muerte, no a acrecentarlo. El Hijo de Dios asumió
carne y sangre como nosotros, «para aniquilar mediante la muerte al señor de
la muerte, es decir, al diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte,
estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Hb 2,14 s).
La prueba de que todo esto no es «ilusión auto-consoladora», además de la
resurrección de Cristo, es el hecho de que el creyente experimenta ya ahora,
en el momento en que cree, algo de esta victoria sobre la muerte. El verano
pasado prediqué en una parroquia anglicana de Londres. La iglesia estaba
llena de chicos y chicas. Hablaba de la resurrección de Cristo y en cierto
momento, después de que había expuesto todos los argumentos para apoyarla,
tuve la inspiración de dirigir a los presentes una pregunta: «¿Cuántos de
vosotros consideran poder decir como el ciego de nacimiento: “yo estaba
ciego, pero ahora veo”, “yo estaba muerto, pero ahora vivo”?». Un bosque de
manos se alzó aún antes de que acabara la pregunta. Algunos procedían de
años de droga, de cárcel, de vida desesperada e intentos de suicidio; otros,
al contrario, de carreras prometedoras en el campo de los negocios y del
espectáculo.
A los íntimos que manifestaban inquietud por su futuro y sus condiciones de
salud, alzando la cabeza en su silla de ruedas, un día, hacia el final de su
vida, Juan Pablo II repitió por sorpresa, con voz profunda, la frase de
Horacio: Non omnis moriar, no moriré del todo. Pero en su boca aquella tenía
ya otro significado.
5. Cristo «mi salvador»
No basta sin embargo que yo reconozca a Cristo como «salvador del mundo»; es
necesario que le reconozca como «mi Salvador». Es un momento que ya no se
olvida aquel en el que se hace este descubrimiento y se recibe esta
iluminación. Se comprende entonces qué intentaba decir el Apóstol con las
palabras: «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero
de ellos soy yo» (1 Tm 1,15).
La experiencia de salvación que se tiene con Cristo está maravillosamente
ejemplificada en el episodio de Pedro, que se hunde en el lago. Nosotros
pasamos a diario por la experiencia de hundirnos: en el pecado, en la
tibieza, en el desaliento, en la incredulidad, en la duda, en la rutina...
La fe misma es un caminar al borde de un barranco, con la sensación
constante de que a cada momento podríamos perder el equilibrio y
precipitarnos al vacío.
En estas condiciones es un inmenso consuelo descubrir que cada vez está la
mano de Cristo dispuesta a levantarte, si sólo la buscas y la aferras. Se
puede llegar hasta a una cierta alegría íntima al encontrase débiles y
pecadores, como la que la liturgia canta la noche de Pascua en el «Exultet»:
«O felix culpa quae talem ac tantum meruit habere Redemptorem»! Felices
también nosotros de poseer tal Salvador.
Termino aquí, venerables padres y hermanos, mis reflexiones de Adviento
sobre la fe en Cristo en el mundo de hoy. Escribiendo contra los herejes
docetistas de su tiempo, quienes negaban la encarnación del Verbo y su
verdadera humanidad, Tertuliano profirió el grito: «No quitéis al mundo su
única esperanza», parce unicae spei totius orbis. [8]
Es el grito pesaroso que debemos repetir a los hombres de hoy, tentados de
prescindir de Cristo. Es Él, todavía hoy, la única esperanza del mundo.
Cuando el apóstol Pedro nos exhorta a «dar razón de la esperanza que está en
nosotros», nos exhorta a hablar a los hombres de Cristo porque es Él la
razón de nuestra esperanza.
Debemos recrear las condiciones para una recuperación de la fe en Cristo.
Reproducir el impulso de fe del que nació el símbolo de Nicea. El cuerpo de
la Iglesia produjo en aquella ocasión un esfuerzo supremo, elevándose, en la
fe, por encima de todos los sistemas humanos y de todas las resistencias de
la razón. Después quedó el fruto de este esfuerzo, el símbolo de fe. La
marea se levantó una vez a un nivel máximo y de ello quedó la señal en la
roca. Pero es necesario que se repita el levantamiento, no basta la señal.
No basta repetir el credo de Nicea; hay que renovar el impulso de fe que se
tuvo entonces en la divinidad de Cristo y del que no ha habido otro igual en
los siglos.
En espera de proclamarlo públicamente, doblando la rodilla, la noche de
Navidad, me permito invitar a todos a recitar ahora, en latín, el artículo
de fe sobre Jesús. Es el más bello regalo que podemos hacer a Cristo que
viene, el que siempre buscaba en vida. También hoy Él pregunta a sus más
íntimos colaboradores: «¿Vosotros quién creéis que soy yo?». Y nosotros,
alzándonos en pié, respondemos:
Credo in unum Dominum Jesum Christum, Filium Dei unigenitum. Et ex Patre
natum ante omnia saecula. Deum de Deo, lumen de lumine, Deum verum de Deo
vero. Genitum, non factum, consubstantialem Patri: per quem omnia facta
sunt. Qui propter nos homines, et propter nostram salutem descendit de
coelis. Et incarnatus est de spiritu sancto ex Maria Virgine: et homo factus
est.
[Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre
antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios
verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por
quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación
bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la
Virgen, y se hizo hombre. N de la t.]
¡Feliz Navidad a todos!
---------------------------------------
[1] S. Atanasio, Apología contra Arianos, I,70.
[2] J. Monod, Il caso e la necessità [El azar y
la necesidad] , Est Mondadori, Milán, 1970, págs. 136-7.
[3] Gustavo A. Bécquer, Obras completas, p. 426.
[4] Cf. E. Becker, Il rifiuto della morte [El
rechazo de la muerte] , Ed. Paoline, Roma 1982.
[5] J. Monod, Il caso e la necessità, Milán,
1970.
[6] M. de Unamuno, Cartas a J. Ilundain; en Rev.
Univ. Buenos Aires, 9, pp. 135. 150.
[7] S. Agustín, Tratados sobre Juan, 55, 1.
[8] Tertuliano, De carne Christi 5, 3 (CC 2, p.
881).