Domingo 2 de Adviento B - 'Preparen el Camino del Señor': Comentarios de Sabios y Santos I para ayudarnos a preparar la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
A su disposición
Exégesis: P. Joseph M. Lagrange, O.P. - Misión de Juan Bautista y su
predicación (Lc 3, 1-18; Mc 1, 8; Mt 3, 1-12)
Comentario Teológico: Catecismo de Iglesia Católica
Santos Padres: San Jerónimo - Preparad los caminos del Señor
Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S.J. - El papel de San Juan Bautista
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La conversión del Adviento Mc 1,
1-8
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
COMENTARIOS A Las Lecturas del Domingo
Exégesis: P. Joseph M. Lagrange, O.P. - Misión de Juan Bautista y su
predicación (Lc 3, 1-18; Mc 1, 8; Mt 3, 1-12)
«En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo gobernador de Judea
Poncio Pilato, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo tetrarca
de Iturea y de la provincia de Traconitide, y Lisanias tetrarca de Abilene,
bajo el gran sacerdote Anás y [bajo el gran sacerdote] Caifás, la palabra de
Dios fue dirigida a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto» (Lc 3, 1-2).
¡Singular unión esta que pone en el mismo plano a Tiberio, emperador,
omnipotente, y a Lisanias, principillo ignorado! Para comprenderlo es
necesario ir a donde el evangelista nos lleva, al desierto, cerca de las
riberas del Jordán. El valle en esta parte se ensancha, formando una especie
de circo, pero está dominado de ambos lados por altas colinas. Es el único
punto del globo que está aproximadamente 350 metros bajo el nivel del mar.
Por el norte, el horizonte está cerrado por la Montaña del Viejo, el
Djébel-ech-cheikh, el antiguo Hermón, cuyas nieves brillan en invierno y en
primavera. Se diría que no hay nada detrás de esta montaña del Septentrión,
donde los semitas ponían la morada de la corte divina. Al sur está el mar
Muerto exhalando olores de betún y azufre en sus orillas. Con frecuencia
aparece velado por una neblina, que se espesa hacia el mediodía, como si
fueran jirones de la nube que derramó la destrucción sobre Sodoma y Gomorra.
El Jordán no es, como otros ríos, un límite; es más bien un punto de unión,
tanto para los habitantes de las dos riberas como para las aguas que
descienden de sus colinas. Las dos riberas fueron dadas a Israel. Y he ahí
por qué, después de nombrar al señor del mundo romano, cuyos años de imperio
suministraba una fecha oficial que se imponía a todos, san Lucas enumera
estos pequeños estados del país de uno y otro lado del Jordán, cuyo centro
de gravedad era Jerusalén, situado en la ribera occidental.
Allí se halla Judea, reino propio de David, donde la vida religiosa y
nacional volvió a resurgir después de la cautividad de Babilonia; de suerte
que los israelitas se convirtieron en habitantes de Judea o, como nosotros
los llamamos, judíos. Verdadero lugar del espíritu de toda la raza, es
también el más vigilado, y Roma quiso que estuviese bajo su inmediata
tutela, administrado por el romano Poncio Pilato. Al norte, la Galilea, a la
que le habían anexionado una parte del otro lado del Jordán, la Perea,
estaba bajo el cetro de Herodes, conservando una aparente independencia. El
nombre de rey le hubiese venido demasiado grande a tan pequeño príncipe. Era
tetrarca, es decir, estaba al frente de la cuarta parte del país, sin que se
preocupase de saber si este término corriente resultaba en verdad de una
división en cuatro partes. De hecho, no hallamos más que otros dos
tetrarcas: a Filipo, que gobernaba frente a Herodes, al nordeste, del otro
lado del Jordán, y a Lisanias, cuyo pequeño estado cierra la perspectiva de
la dominación de Israel por el norte.
Pero fuera y por encima de estos príncipes temporales, san Lucas quiso
nombrar al Sumo Sacerdote, único lazo que unía aún a los descendientes de
Israel. Este Sumo Sacerdote era Caifás, elevado por el favor del procurador
romano, Valerio Grato. El respeto debido al sucesor de Aarón alcanzaba aún a
Anás, Sumo Sacerdote depuesto, que el mismo Caifás, su yerno, estaba
obligado a reverenciar.
No hay ningún dato político que no esté sólidamente fundado en los
documentos históricos y se podría decir sobre el terreno. Si la erudición
contemporánea ha querido levantar un caramillo a san Lucas sobre el nombre
de Lisanias, dos inscripciones descubiertas en la región de Abil, antigua
Abilene, le han dado la razón.
Aunque esta misma ciencia no esté de acuerdo en el cómputo de los años de
Tiberio, puede juzgarse razonablemente que su decimoquinto año había
comenzado el 1 de octubre del año 27 de la era cristiana. Fue, sin duda,
poco después de esta fecha cuando Juan apareció predicando en toda la región
del Jordán. «Andaba vestido de pieles de camello y con un cinto de cuero
alrededor de los lomos, y comía langostas y miel silvestre» (Mc 1, 6).
El romano, envuelto en su toga, reconocía al filósofo discípulo la visión
del más ardiente profeta. En otro tiempo, los enviados del rey Ococías
habían dicho a su señor: «Hemos encontrado a un hombre en nuestro camino,era velludo y un cinto de cuero ceñía su cintura (2 R 1, 8). Y dijo el rey:
«Es Elías, el Tesbita». Este aparato exterior, por mucho tiempo respetado,
había caído en desprecio, a causa del descrédi-to que sobre sí habían
atraído tantos falsos profetas. Cubrirse con manto de pieles era exponerse
al sarcasmo: era aparecer como impostor. En otro tiempo había dicho
Zacarías: «Y será que, cuando alguno profetizare, le dirán su padre y su
madre: no vivirás porque has hablado mentira en nombre de Yahvé;... y
acaecerá en aquel tiempo que todos los profetas se avergonzarán de su visión
cuando profetizaren: ni nunca más se vestirán de manto velloso para mentir»
(Za 13, 3-4).
La profecía estaba muerta, y los falsos profetas cesaron de revestirse con
su oropel mentiroso. Sólo después de largo silencio, en tiempos de elegancia
y urbanidad, cerca de Jericó, la ciudad dada por Antonio a Cleopatra por la
belleza de sus aromáticos jardines, reedificada cuyo pequeño estado Cierra
la perspectiva de la dominación de Israel por el norte.
Pero fuera y por encima de estos príncipes temporales, san Lucas quiso
nombrar al Sumo Sacerdote, único lazo que unía aún a los descendientes de
Israel. Este Sumo Sacerdote era Caifás, elevado por el favor del procurador
romano, Valerio Grato. El respeto debido al sucesor de Aarón alcanzaba aún a
Más, Sumo Sacerdote depuesto, que el mismo Caifás, su yerno, estaba obligado
a reverenciar.
No hay ningún dato político que no esté sólidamente fundado en los
documentos históricos y se podría decir sobre el terreno. Si la erudición
contemporánea ha querido levantar un caramillo a san Lucas sobre el nombre
de Lisanias, dos inscripciones descubiertas en la región de Abil, antigua
Abilene, le han dado la razón'.
Aunque esta misma ciencia no esté de acuerdo en el cómputo de los años de
Tiberio, puede juzgarse razonablemente que su decimoquinto año había
comenzado el 1 de octubre del año 27 de la era cristiana. Fue, sin duda,
poco después de esta fecha cuando Juan apareció predicando en toda la región
del Jordán. «Andaba vestido de pieles de camello y con un cinto de cuero
alrededor de los lomos, y comía langostas y miel silvestre» (Mc 1, 6).
El romano, envuelto en su toga, reconocía al filósofo discípulo la visión
del más ardiente profeta. En otro tiempo, los enviados del rey Ococías
habían dicho a su señor: «Hemos encontrado a un hombre en nuestro camino,
era velludo y un cinto de cuero ceñía su cintura (2R 1, 8). Y dijo el rey:
«Es Elías, el Tesbita». Este aparato exterior, por mucho tiempo respetado,
había caído en desprecio, a causa del descrédi-to que sobre sí habían
atraído tantos falsos profetas. Cubrirse con manto de pieles era exponerse
al sarcasmo: era aparecer como impostor. En otro tiempo había dicho
Zacarías: «Y será que, cuando alguno profetizare, le dirán su padre y su
madre: no vivirás porque has hablado mentira en nombre de Yahvé; ... y
acaecerá en aquel tiempo que todos los profetas se avergonzarán de su visión
cuando profetizaren: ninunca más se vestirán de manto velloso para mentir»
(Za, 13, 3-4).
La profecía estaba muerta, y los falsos profetas cesaron de revestirse con
su oropel mentiroso. Sólo después de largo silencio, en tiempos de elegancia
y urbanidad, cerca de Jericó, la ciudad dada por Antonio a Cleopatra por la
belleza de sus aromáticos jardines, reedificada por Herodes para estación
invernal en los confines de la suntuosidad y el desierto, se levanta Juan,
nuevo Elías por sus hábitos y no menos audaz por la libertad de sus
invectivas. Tan potente era su voz, que el desierto se conmovió, y sus
rumores se extendieron hasta las ciudades de la tierra alta. ¿Será la hora
de Dios? Se sabía, desde la profecía de Amós, que «el Señor no hará nada sin
que revele sus secretos a sus siervos los profetas. Bramando el león, ¿quién
no temerá? Hablando el Señor Yahvé, ¿quién no profetizará?» (Am 3, 7-8). En
efecto, decía Juan: «¡Haced penitencia porque el reino de Dios está cerca!»
(Mt, 3, 2).
En otro tiempo, cuando de los labios de un profeta brotaba la llamada a
penitencia, el pueblo se recogía: la nación entera había pecado, ya adorando
los dioses extranjeros, ya asociando prácticas impuras al culto del Dios
santísimo: se derruían los altares consagrados a Baal, se quemaban los
árboles de Astarté y se limpiaba el santuario. Yahvé perdonaba y el pueblo
quedaba libre.
Los tiempos habían cambiado. El mundo, antes de los sucesores de Alejandro,
jamás había presenciado el extraño espectáculo de un pueblo que rehusaba
postrarse ante los dioses del vencedor. Los Macabeos habían hecho esto y
habían arrojado al muladar los dioses de Grecia. Por eso Dios les había dado
la independencia frente al extranjero y el poder sobre sus hermanos. Después
de la nueva dedicación del Templo, continuaba el culto según las ceremonias
sagradas: cada día los sacerdotes hacían el sacrificio, y las solemnidades
se celebraban con la pompa prescrita. La nación nada tenía que reprocharse,
¿por qué entonces este llamamiento a la penitencia?
Lo comprendían, sin embargo, las almas escogidas, porque la religión había
llegado a ser, si no más interior, al menos más individual. Cada uno se
sentía responsable delante de Dios, y era la superioridad manifiesta de la
religión de Israel, su intransigencia moral, que ni el oro ni el poder
habían logrado doblegar. Era ésta la tradición de los antiguos profetas,
menos cuidadosos de atraer al Templo rebaños de víctimas que de excitar en
el corazón de los israelitas sentimientos de compunción y de temor filial y
más aún, tal vez, porque era el punto difícil, moverlos al amor a sus
prójimos.
“¿No sabéis cuál es el ayuno que yo quiero?
Dice el Señor Iahvé:
que partas tu pan con el hambriento,
y a los pobres sin albergue recojas en tu casa;
que cuando vieres al desnudo lo cubras
y no te escondas de tu carne.
Entonces nacerá tu luz como el alba»
(Is 58, 6-8).
La conciencia de muchos israelitas estaba bastante despierta para que fueran
insensibles a tales acentos, y los que se consideraban culpables sentían la
necesidad de hacer penitencia. Los maestros sabían muy bien, y eran los
primeros en proclamarlo, que la penitencia era la disposición esencial
requerida antes de la llegada del Mesías, que debía por sí mismo fundar el
reino de Dios.
El aspecto de un hijo de los antiguos profetas, austero, sobrio hasta
abstenerse del modesto alimento del pan cotidiano, sus presentimientos que
penetraban los síntomas del tiempo, su acento patético, todos esos rasgos
que hoy harían sonreír a espíritus ligeros o fuertes, eran la expresión
espontánea e impetuosa de los antiguos profetas de Israel. Aun entonces en
las ciudades acaso hubieran tenido a Juan por un hombre pobre de espíritu;
atemorizaba, conmovía y aterraba las almas cuando su voz se elevaba sobre
las dunas estériles o a lo largo de los tamarindos del Jordán, sobre las
rápidas aguas, sobre los recuerdos milagrosos, haciendo oír su llamamiento
tradicional, ¡Penitencia!, por última vez antes que llegue la hora de Dios.
Había, sin embargo, algo de singular en la predicación de Juan: invitaba al
bautismo. La penitencia debía empezar por un signo sensible, del cual era él
el ministro. En su presencia se sumergían en el agua, de modo que
apareciesen como lavados por él mismo. Ser bautizado era ser lavado
enteramente. La erudición moderna, preocupada demasiadas veces en reemplazar
las iniciativas del genio por la lenta evolución de todo el mundo, no sabe
qué pensar de los orígenes de este rito. No es que las purificaciones por el
agua hayan faltado en la antigüedad. El agua limpia quita las manchas,
devuelve al cuerpo una cierta pureza. La inocencia de las costumbres es
naturalmente comparada a la pureza del cuerpo. El baño es, pues, un símbolo
de retorno a una vida sin mancha. Lo que el bautismo es para el cuerpo, es
la penitencia para el alma. Venid, pues, decía Juan, a recibir el bautismo,
como para dar testimonio a Dios y a los hombres de vuestro arrepentimiento.
Los judíos debían comprender esto al igual que los gentiles; pero entre
aquéllos, los lavados de los utensilios, y aun los de los alimentos y los
mismos baños que tomaban, tenían por fin sobre todo ponerse en estado de
pureza ritual: un pueblo santo debía evitar toda suciedad, no sólo la que
inspira repugnancia, sino también el contagio más misterioso que proviene de
cualquier contacto profano. No se sabe que hayan llevado más lejos el
simbolismo. El baño era, a lo más, una preparación de los prosélitos para la
circuncisión; pero no era en el seno del judaísmo un signo sensible de
penitencia y de renovación de vida.
Sin embargo, al lado de los que representaban la ortodoxia, y al margen de
la Ley, se habían formado ciertos grupos, que daban un valor considerable a
la pureza más perfecta de alma y cuerpo: se les llamaba esenios. Los
antiguos comentaristas habían imaginado que en el desierto de Judá, Juan
había recibido sus lecciones y había sido imbuido en sus escrúpulos. La
crítica se sonrió de esta conjetura, pero he aquí que exagera más inventando
una secta de baptistas antes del mismo Bautista. Los antiguos mandeos,
habitantes hoy de las riberasdel Tigris, por encima de Basora, que pasan en
el agua una parte de su existencia, habrían dado una suerte de culto al
agua, a la que atribuían cierta virtud divina para devolver al alma,
contaminada por el cuerpo, su prístina pureza. Juan habría sido su
discípulo, pero tan aventajado, que sería su principal maestro, el
reformador, ya que no el fundador de una religión, de la cual el
Cristianismo habría tomado su bautismo.
Esta conjetura queda desvanecida por el acuerdo de dos testimonios: el del
Nuevo Testamento y el del historiador Josefo. El retrato del Juan del
Evangelio aparecerá a nuestros ojos con los rasgos de un israelita fiel a su
Ley. Es el mismo que nos conservó Josefo. Herodes Antipas temió el
movimiento desencadenado por Juan, pero solamente porque veía en él un
movimiento revolucionario. En cuanto al bautis-mo, Juan no le atribuía
ninguna eficacia para la remisión de los pecados: lo consideraba solamente
como símbolo de la purificación del alma por la justicia. Josefo da, pues,
un testimonio preciso y decisivo sobre la naturaleza del bautismo de Juan,
el mismo que, como veremos, da el Bautista. Sin embargo, si el bautismo no
tenía virtud propia para perdonar los pecados, se consideraba como paso
decisivo de penitencia e indicio manifiesto de arrepentimiento, que
alcanzaba de Dios la mise-ricordia y el perdón: por eso iba acompañado de la
confesión de las faltas. Había allí aún otra cosa nueva. Al reconocerse
culpable no solamente delante de Dios, en el secreto de su corazón, sino
también delante de aquel que atrevidamente se presentaba como ministro de la
penitencia cuyo heraldo era, el hijo de Israel daba una prueba de su
sinceridad en volver a Dios. Confesar las faltas contra la Ley divina era
comprometerse a no volverlas a cometer más. Debían esperar que la obediencia
a la voz de Dios resonando en los acentos del profeta, el cumplimiento de un
rito exterior de pureza, la confesión y la detestación de los desórdenes,
moverían el corazón de Dios a la misericordia. Él sólo llama a los pecadores
para atraerlos a sí y perdonarlos.
¿Se habrían hecho inútiles los sacrificios ofrecidos por los pecados en el
Templo? Sabemos que estos sacrificios prescritos para casos particulares
tenían por fin reparar una falta, haciendo reinar de nuevo el orden legal.
Juan no los mandaba, pero no tenemos ningún indicio de que los reprobase.
Una cosa era el cumplimiento de las ceremonias y de los mandatos, y otra el
movimiento de los corazones hacia Dios, para que se dignase establecer su
reino. El reino de loscielos que predicaba el Bautista era el mismo reino de
Dios. La expresión de reino de los cielos, propia de san Mateo, es la que
debía usar todo israelita piadoso que se cuidaba de no repetir con demasiada
frecuencia el nombre de Dios, común a todos los países, porque el nombre de
Dios de Israel, del Señor Yahvé, estaba severamente prohibido pronunciarlo.
Decían «los cielos» porque el hebreo usa el plural para designar el
singular, como nosotros decimos «las tinieblas» y no la tiniebla.
Debiéramos, pues, traducir «del cielo», a no ser que imitemos a los griegos
en su servil traducción. ¡Cuántas veces oímos decir: el Cielo lo ha querido;
es preciso inclinar la cabeza a las órdenes del Cielo!
La dificultad, por tanto, de la expresión está solamente en el primer
término. En francés, y lo mismo en español, decimos el reinado para señalar
el poder, la autoridad que se ejerce, y así decimos el reinado de las leyes
y llamamos reino a la región, al estado gobernado por un rey. En hebreo, y
lo mismo en griego, se emplea la misma palabra para designar las dos cosas,
de modo que en el Antiguo Testamento se debe determinar en cada caso el
sentido, lo cual no siempre es fácil. Lo mismo pasa en el Evangelio, y ya
veremos de qué matices apenas perceptibles se ha revestido esta palabra. En
la predicación del Bautista el significado no es dudoso. Anunciaba que Dios
iba a inaugurar su reinado, que era precisamente lo que esperaban los
judíos. La historia antigua les recordaba el tiempo en que ellos no habían
querido el reinado de Dios. Entonces el profeta Samuel les notificaba su
voluntad santa, y en la paz como en la guerra, Israel no tenía que mostrarsequejoso de tal régimen. El pueblo, no obstante, no se sentía satisfecho
viviendo en medio de tantas naciones que tenían reyes: en la Edad Media, los
ducados aspiraban a ser reinos. Se quejó Dios de que su pueblo no quisiera
que reinase más sobre él, pero accedió a sus deseos (1 S 8, 1-22).
Querían un rey, para que fuese al frente de ellos y los guiase en la guerra.
Pero las guerras, si fueron victorias en tiempos de David, se convirtieron
en constantes derrotas, no pocas veces vergonzosas para Israel. El rey no
sólo reemplazó a Dios, le combatió muchas veces juzgando de buena política
rendir homenaje a los dioses, sin duda muy poderosos, de los grandes
imperios. La dinastía de David se eclipsó con la independencia de Judá,
esclavizada en adelante por los persas, y después por los griegos de Egipto
y de Siria. El heroísmo de los Macabeos les mereció la diadema real. Esta
nueva dinastía, brote de una reacción fervorosa, si no hizo alianza con los
dioses extranjeros, adoptó casi insensiblemente las formas de una monarquía
profana, sin cuidarse lo bastante de que prevalecieran los derechos de Dios,
y acabó por ceder el lugar a un hombre de sospechoso origen, aquel Herodes,
cuyo verdadero Dios era Augusto, árbitro de sus destinos.
Dios, sin embargo, no había abandonado a su pueblo. Le había dicho muchas
veces, por sus profetas y por sus salmistas, que establecería su reinado
personal. La familia de David subiría al trono. El horizonte de las
profecías se terminaba en un descendiente del santo rey, el Mesías, el
Ungido del Señor, rey como David y sus sucesores, pero únicamente dedicado a
hacer reinar al Señor.
Esta promesa era objeto de fe para los más fervorosos de Israel. Si se
quiere medir el punto de perfección moral a que habían llegado la fidelidad
de las familias piadosas, el heroísmo de los últimos mártires, merced a las
continuadas revelaciones de castigos empapados en misericordia, es necesario
comparar este ideal con el que habían concebido los más esclarecidos sabios
del pueblo más culto. Sí, Platón había soñado con un estado organizado donde
reinase la justicia interior, y hasta había emprendido personalmente la
realización de esta empresa en sus tres animosos viajes a Sicilia; pero
volvió descorazonado, no atreviéndose a hablar de su sueño, por otra parte
tan incoherente como todos los sueños, y nadie esperaba la reforma moral de
un estado organizado por el filósofo. El estado aspiraba a hacer reinar el
orden y la paz, lo cual era ya mucho y era cuanto se le podía pedir. Dios
hubiera podido hacer mucho más y, ante todo, darse a conocer como principio
de santidad y de toda justicia, como origen de mandamientos justos y como
razón suprema de toda la vida moral. Todo esto se presentía. Pero decir,
comolos pitagóricos, «imita y sigue a Dios» y continuar adorando a los
dioses del paganismo, ¿no era la suprema ironía o la inconsciencia de un
pensamiento quimérico? ¡Cuánto más claro se veía todo en Israel! El Dios que
había creado el mundo era el único Señor, y era Él a quien había que servir
como a verdadero Rey. Pero, haciéndose los hombres sordos a su voz, le fue
forzoso manifestarse para que fuera reconocido y tomara posesión de su
reino. Era lo que se le suplicaba.
La fórmula de las dieciocho bendiciones se compuso después de la ruina de
Jerusalén; pero ya hacía más de un siglo que la oración que brotaba
incesante de todo israelita piadoso era: «¡Reina, Señor, sobre nosotros,
pero tú solo!».
El reino de Dios era deseado con toda el alma por los judíos piadosos y por
los oyentes del Bautista. Sin embargo, el «tú solo» no era en verdad sincero
en los labios de muchos, porque todo buen israelita esperaba reinar con Dios
sobre todas las naciones castigadas y reducidas a esclavitud. En fin, Dios
reina, es el único que tiene derecho a reinar; pero necesita la cooperación
de ministros: ¡está tan lejos en su gloria inaccesible! Si reina sobre algo,
es únicamente porque Israel acepta su dominación y la da a conocer, y
seguirá haciendo lo mismo, y con más justa razón, cuando los injustos
dominadores de Israel estén rendidos a sus plantas. Este sentir de sus
corazones lo conocía muy bien el Bautista y no lo podía sufrir.
En toda conmoción de las masas entran en escena los elementos más diversos,
pero no tienen importancia: lo que importa son los sentimientos de los
directores. Esta porción selecta está lejos de serlo siempre bajo todos sus
aspectos. No suele ser la parte más espontánea, ni la más sincera, ni la más
desinteresada en las manifestaciones que suponen abnegación, voluntad
generosa, entusiasmo e ímpetu avasallador. A esa clase directora, a los
fariseos, es a quienes primero se dirige
el Bautista, según lo describen los Evangelios. Poco a poco veremos a los
fariseos y saduceos proyectar su figura en el luminoso telón de nuestros
relatos.
Su primera entrada fue recibida, diríamos nosotros, con una injuria.
«¡Raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado a huir de la ira venidera? Haced,pues, frutos dignos de penitencia y no os deis importancia, diciéndoos a
vosotros mismos: tenemos a Abrahán por padre, porque yo os digo que Dios
puede suscitar hijos de Abrahán aun de estas piedras» (Mt 3, 7-9).
Se indigna para salvar. La víbora, sin dejarse ver, muerde y mata, y la
animosidad contra ella nace de la compasión por sus víctimas. El pueblo
humilde, a quien los fariseos despreciaban, los miraba como los intérpretes
autorizados de la Ley divina; y no sospechando en ellos nada malo, no podía
preservarse del veneno de su doctrina. Este veneno, denunciado por san Juan,
es el orgullo que los hace considerarse instrumentos de que Dios no puede
prescindir. Son hijos de Abrahán; Abrahán fue el depositario de las promesas
hechas en su favor; la omnipotencia divina estaba sujeta a sus personas.
Pretensión intolerable al hombre religioso, que sondea lo que él es,
miserable y, además, pecador, delante del Infinito. Abrahán había creído en
la promesa, pero en su humildad se había postrado hasta juntar el rostro con
la tierra (Gn 17, 3). Se creían ellos los indispensables y por este orgullo
ridículo provocaban el castigo. Confiados de que Dios no los dejaría
perecer, por temor de destruir su culto, iban a sostener una lucha
desesperada y perecer en ella. Juan lo presentía o lo sabía de Dios: «El
hacha está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen
fruto será cortado y echado en el fuego» (Mt 3, 10).
Era, pues, un tiempo precioso para hacer penitencia, y la primera señal de
arrepentimiento era humillarse, es decir, colocar, antes que su persona, la
soberanía infinita de Dios, que podía de aquellas piedras desprendidas de
las rocosas colinas suscitar verdaderos hijos de Abrahán, no según la carne,
sino imitadores de su fe, humildes en su confianza.
¿Quién no había de creer, al oír esta ruda invectiva, que Juan, fascinado
por la inminencia del juicio, dado por entero a la misión del último
profeta, sobreexcitado por sus rigurosos ayunos y vigilias, iba a invitar a
su auditorio a algo extraordinario? Judas, el Galileo, únicamente había
querido admitir como jefe y señor a Dios y arrastró a los judíos a la
rebelión. Otros, no queriendo correr los peligros de una atroz represión o
dejándolo todo a Dios, proponían un ayuno de tres días. Después de lo cual
decía Taxo a sus siete hijos: «Escondámonos en una cueva y mura-mos». ¿O era
necesario acometer alguna empresa extraordinaria para maltratar el cuerpo
hasta extenuarlo? Los que habían confesado sus pecados y estaban dispuestos
a abrazar una vida agradable a Dios se preguntaban esto a sí mismos. Pero
este Juan, que Renán comparó a un yogui de la India, respondía con la
discreción de un prudente director de conciencia. No había que adelantar la
hora de Dios, sería insensata tentativa, ni esperarla con desalentadora
actitud. Debían practicar la justicia y el amor: «El que tiene dos túnicas,
reparta con el que no tiene, y el que tiene que comer, haga lo mismo» (Lc 3,
16). Él, asceta, ni viste túnica ni se alimenta de ricos manjares. Nada pide
para sí: pide para sus hermanos, según el espíritu más puro de los profetas
(Is 58, 7).
Pero algunas profesiones, ¿no están más expuestas a la solicitación del
pecado? Los publicanos se presentan y le dicen: «Maestro, ¿qué debemos
hacer?» La opinión pública, sin duda, les hubiera respondido: «Renunciar a
ese oficio de rapiña». En efecto, en él, la tentación era fuerte y continua.
El Estado arrendaba a los particulares la recaudación de ciertos impuestos,
como las aduanas. Los grandes postores, llamados arrendatarios generales
bajo el antiguo régimen, encargaban a su vez a los empleados subalternos
cobrar los impuestos. Éstos, o para hacer méritos delante de sus amos, o
defraudando a la vez al público y a sus patronos, exigían impuestos
desorbitados. Los israelitas se exponían, además, al contacto impuro de los
extranjeros. Los mismos labradores, a quienes los fariseos despreciaban a
causa de su ignorancia, eran menos despreciables. Es verdad que para evitar
actuaciones demasiado arbitrarias, los príncipes establecieron tarifas
públicas, como la de Palmira, recientemente hallada. Con esta arma, el
comerciante estaba tan bien defendido entonces como en nuestros días en que
las tarifas están expuestas al público.
Pero, en fin, no todos sabían leer, y las aduanas de Palestina no estaban
muy bien organizadas, y así el fraude era fácil y la vigilancia impotente.
Los buenos recaudadores de contribuciones eran raros, y a todos se les
consideraba como una mancha en Israel. Juan, a ninguno de éstos dice:
«Sígueme», pues su misión no es hacer prosélitos; solamente les dice: «No
exijáis más de lo que está fijado».
Llegaron, en fin, aquellos a que ordinariamente se llamaban soldados, aunque
tienen fama de cometer fácilmente actos de violencia, de robo y de pillaje,
no acostumbraban hacer las falsas delaciones de que nos habla san Lucas. Más
que soldados eran policías empleados como fuerza armada, bien para cobrar
los impuestos directos, bien para servir de defensa al Gobierno y de apoyo a
los mismos publicanos. Seguramente eran israelitas, pues los extranjeros no
eran invitados por Juan a la penitencia, y preguntan si también ellos deben
dar muestras patentes de penitencia. Juan les dice: «A nadie molestéis y
contentaos con vuestra paga» (Lc 3, 14).
En otro tiempo, Moisés, cuya faz airada inspiraba espanto, era el hombre de
más dulce carácter aun cuando su honor fuese tirado por los suelos, si no se
ofendía la gloria de Dios (Nm 12, 3). Así san Juan, terrible en sus
amenazas, pero indulgente con las buenas voluntades, rehusará con dulcísima
voz el honor que no le pertenece.
Acudían a él de toda la llanura del Jordán, tanto los que vivían en las
casas suntuosas de Jericó como los que moraban bajo tiendas en la falda de
los montes de Moab: llegaban de toda Judea y aun de la misma Jerusalén, en
donde toda aquella efervescencia había de originar necesariamente la
cuestión fatídica: ¿Sería Juan el Mesías? Había en sus modales una
austeridad que hería las imaginaciones. ¿Sería cier-to que era hijo de
Zacarías? Había aparecido de repente, saliendo del desierto, como un enviado
de Dios, venido tal vez de lo alto. No hacía milagros, pero más bien que
milagros, lo que se esperaba del Mesías era que les liberara del yugo
extranjero. Su potente voz sacudía la somnolencia de las masas; a la hora
menos pensada, les daría tal vez la señal para la lucha y para la victoria.
Las conjeturas se hacían y se deshacían con la misma facilidad, antes de ser
formuladas rigurosamente por los guardianes de la doctrina.
El pueblo fue el primero en presentarle la cuestión: su bautismo, ¿no sería
la primera señal del Mesías? ¿No era él el Mesías? Juan se dio prisa en
desengañarlo, pero proclamando al mismo tiempo que la proximidad del reino
de Dios significaba bien a las claras la proximidad del Mesías. «Viene en
pos de mí el que es más poderoso que yo, al cual no soy digno de desatarle,
postrado en tierra, la correa de las sandalias. Yo, a la verdad, os he
bautizado con agua, más Él os bautizará en el Espíritu Santo» (Mc 1, 7-8).
San Mateo y san Lucas dicen: «En el Espíritu Santo y por el fuego».
Aquí «por el fuego» es sólo una imagen, pues no se puede suponer un bautismo
más perfecto que el del Espíritu Santo. El bautismo en el Espíritu Santo es
comparado a un bautismo de fuego. El agua lava, pero no tiene la virtud de
quitar todas las manchas. Lo que es pasado por el fuego, si no es consumido
por él, es semejante al oro que sale perfectamente purificado del crisol. El
bautismo del Espíritu es un bautismo más perfecto, pues llega a las
profundidades del alma, porque el alma hecha pura por el arrepentimiento, es
como una nueva creación del Espíritu Santo (Sal 51, 12-13).
Pasando de una imagen a otra con movilidad oriental, Juan compara ahora la
obra de la purificación al oficio de harnero. En el reino del Mesías sólolos justos reinarán con Él. ¿Qué hacer para separarlos de los malos? Lo que
hace el segador para limpiar su parva. Arrojada con el bieldo al aire, cae
el grano que es más pesado cerca, en tanto que la paja es transportada lejos
por el soplo del viento. Cae, sin embargo, se la amontona y se la quema, en
tanto que el buen grano es guardado en el granero. Esta vez el fuego no
purifica ni se le debe apagar. Ahora se observan las cosas desde otro punto
de vista, pues aunque se emplee la misma imagen del fuego, no hay
encadenamiento lógico ni sucesión de tiempo: el que no sea purificado por el
fuego del Espíritu Santo será pasto de las llamas semejantes a aquellas que
consumen la paja. El queha de bautizar en el Espíritu Santo es el mismo que
inmediatamente separará los buenos de los malos. De no entender las imágenes
así romperían toda ilación, no atribuyendo al Mesías la completa realización
de su empresa. El Mesías domina todas las edades, volviendo al fin después
de una primera obra, cuya duración no está señalada, pues abarca el período
mesiánico del Espíritu.
(LAGRANGE,Vida de Jesucristo según el evangelio, Edibesa Madrid 1999, 56-69)
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Comentario Teológico: Catecismo de Iglesia Católica
III LA CONVERSION DE LOS BAUTIZADOS
1427 Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del
anuncio del Reino: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca;
convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15). En la predicación de la
Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a
Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la
conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el
Bautismo (cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es
decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.
1428 Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la
vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida
para toda la Iglesia que "recibe en su propio seno a los pecadores" y que
siendo "santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante,busca
sin cesar la penitencia y la renovación" (LG 8). Este esfuerzo de conversión
no es sólo una obra humana. Es el movimiento del "corazón contrito" (Sal
51,19), atraído y movido por la gracia (cf Jn 6,44; 12,32) a responder al
amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cf 1 Jn 4,10).
1429 De ello da testimonio la conversión de S. Pedro tras la triple negación
de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las
lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor,
la triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda
conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la
llamada del Señor a toda la Iglesia: "¡Arrepiéntete!" (Ap 2,5.16).
S. Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, en la
Iglesia, "existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las
lágrimas de la Penitencia" (Ep. 41,12).
IV LA PENITENCIA INTERIOR
1430 Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la
penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores "el saco y la
ceniza", los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón,
la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia permanecen
estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la
expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de
penitencia (cf Jl 2,12-13; Is 1,16-17; Mt 6,1-6. 16-18).
1431 La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida,
un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con
el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones
que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de
cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en
la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y
tristeza saludables que los Padres llamaron "animi cruciatus" (aflicción del
espíritu), "compunctio cordis" (arrepentimiento del corazón) (cf Cc. de
Trento: DS 1676-1678; 1705; Catech. R. 2, 5, 4).
1432 El corazón del hombre es rudo y endurecido. Es preciso que Dios dé al
hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una
obra de la gracia de Dios que hace volver a él nuestros corazones:
"Conviértenos, Señor, y nos convertiremos" (Lc 5,21). Dios es quien nos da
la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios,
nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza
a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón
humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf Jn
19,37; Za 12,10).
Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos
cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra
salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento
(S. Clem. Rom. Cor 7,4).
1433 Después de Pascua, el Espíritu Santo "convence al mundo en lo
referente al pecado" (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el
que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es
el Consolador (cf Jn 15,26) que da al corazón del hombre la gracia del
arrepentimiento y de la conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, DeV
27-48).
V DIVERSAS FORMAS DE PENITENCIA EN LA VIDA CRISTIANA
1434 La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy
variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el
ayuno, la oración, la limosna (cf. Tb 12,8; Mt 6,1-18), que expresan la
conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los
demás. Junto a la purificación radical operada por el Bautismo o por el
martirio, citan, como medio de obtener el perdón de los pecados, los
esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de
penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo (cf St 5,20), la
intercesión de los santos y la práctica de la caridad "que cubre multitud de
pecados" (1 P 4,8).
1435 La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de
reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la
justicia y del derecho (Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras
faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el
examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los
sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la
cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cf
Lc 9,23).
1436 Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias
encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía, pues en ella se hace
presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son
alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; "es el
antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de
pecados mortales" (Cc. de Trento: DS 1638).
1437 La lectura de la Sagrada Escritura, la oración de la Liturgia de las
Horas y del Padre Nuestro, todo acto sincero de culto o de piedad reaviva en
nosotros el espíritu de conversión y de penitencia y contribuye al perdón de
nuestros pecados.
1438 Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el
tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son
momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia (cf SC 109-110;
CIC can. 1249-1253; CCEO 880-883). Estos tiempos son particularmente
apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales,
las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias
como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras
caritativas y misioneras).
1439 El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito
maravillosamente por Jesús en la parábola llamada "del hijo pródigo", cuyo
centro es "el Padre misericordioso" (Lc 15,11-24): la fascinación de una
libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que
el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación
profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear
alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los
bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable
ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la
alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión.
El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta
vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que
vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de
Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el
abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de
belleza.
(Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1427 – 1439)
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Santos Padres: San Jerónimo - Preparad los caminos del Señor
Aquel ser viviente, que en el Apocalipsis de San Juan y en el comienzo del
libro de Ezequiel aparece cuatriforme, por tener cara de hombre, cara de
toro, cara de león, y cara de águila, tiene también en este lugar su
significado: en Mateo se descubre la cara de hombre, en Lucas la de toro, en
Juan la de águila; a Marcos lo representa el león, que ruge en el desierto.
Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Conforme está escrito en
Isaías el profeta: Voz que clama en el desierto: preparad los caminos del
Señor, rectificad sus sendas . El que clama en el desierto ciertamente es el
león, a cuya voz tiemblan los animales todos, corren en tropel y no son
capaces de huir. Considerad al mismo tiempo que Juan el Bautista es llamado
la voz, y nuestro Señor Jesucristo la palabra: el siervo precede al Señor.
«Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios.»Por tanto, no del hijo
de José. El comienzo del Evangelio es el final de la ley: acaba la ley y
comienza el Evange-lio.
Conforme está escrito en Isaías el profeta: Mira, envío mi mensajero delante
de ti, el que ha de preparar tu camino. Conforme está escrito en Isaías. En
cuanto soy capaz de recordar y buscar en mi mente, repasando con la máxima
atención tanto la traducción de los setenta como los mismos textos hebreos,
nunca he podido encontrar que esto esté escrito en el profeta Isaías. Lo de:
«Mira, envío mi mensajero delante de ti», está escrito, sin embargo, al
final del profeta Malaquías ,¿cómo es que el evangelista Marcos dice aquí
«conforme está escrito en el profeta Isaías?» Los evangelistas hablaban
inspirados por el Espíritu Santo. Y Marcos, que esto escribe, no es menos
que los demás. En efecto, el apóstol Pedro dice en su carta: «Os saluda la
elegida como vosotros, así como mi hijo Marcos» . ¡Oh apóstol Pedro, tu hijo
Marcos, hijo no según la carne, sino según el espíritu, instruido en las
cosas espirituales, ignora esto! Y lo que está escrito en un lugar, lo
asigna a otro. «Conforme está escrito en el profeta Isaías: Mira, envío mi
mensajero delante de ti». Porfirio,aquel impío, que escribió contra nosotros
y que vomitó su rabia en muchos libros, se ocupa de este pasaje en su libro
decimocuarto, y dice: «Los evangelistas fueron hombres tan ignorantes, no
sólo en las cosas del mundo, sino incluso en las di-vinas Escrituras, que lo
escrito por un profeta lo atribuyen a otro». Esta es su objeción. ¿Qué le
responderemos nosotros? Gracias a vuestras oraciones me parece haber
encontrado la solución. Conforme está escrito en el profeta Isaías. ¿Qué es
lo que está escrito en el profeta Isaías? «Voz que clama en el desierto:
Preparad el camino del señor, enderezad sus sendas». Esto es lo que está
escrito en Isaías . Ahora bien, esta misma afirmación se halla expuesta más
ampliamente en otro profeta. El evangelista mismo dice: Este es Juan el
Bautista, de quien también Malaquías dijo: «Mira, envío mi mensajero delante
de ti, el que ha de preparar tu camino». Por tanto, lo que dice que está
escrito en Isaías, se refiere a este pasaje: «Voz del que dama en el
desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas». Para probar
que Juan era el mensajero, que había sido enviado, no quiso Marcos recurrir
a su propia palabra, sino a la profecía del profeta.
Apareció Juan bautizando en el desierto, proclamando un bautismo de
conversión... " . Juan apareció: nuestro Dios existía. Lo que apareció, dejó
de ser y, antes de aparecer, no existió. Por el contrario, el que existía
existía antes y existía siempre y nunca ha tenido principio. Por ello, de
Juan el Bautista se dice apareció, mientras del Señor y Salvador se dice
existía. Cuando se dice existía significa que no tiene principio. Él mismo
es el que dijo: «El que me ha enviado» :pues el ser no tuvo principio.
Apareció Juan en el desierto, bautizando y predicando. En el desierto
apareció la voz que tenía que anunciar al señor: otra cosa no debía
proclamar sino la venida del Salvador. Apareció Juan en el desierto. ¡Feliz
innovación: abandonar a los hombres, buscar a los ángeles, dejar las
ciudades y encontrar a Cristo en la soledad! Apareció Juan en el desierto,
bautizando y predicando: bautizaba con su mano, predicaba con su palabra. El
bautismo de Juan precedió al bautismo del Salvador. Del mismo modo como Juan
el Bautista fue el precursor del Señor y Salvador, así también su bautismo
fue el precursor del bautismo del Salvador. Aquél se dio en la penitencia,
éste en la gracia. Allí se otorga la penitencia y el perdón, aquí la
victoria.
Acudía a él gente de toda la región de Judea" . A Juan acude Judea, acude
Jerusalén; más a Jesús, el Señor y Salvador, acude todo el mundo. «En Judá
Dios es conocido, grande es su nombre en Israel» . A Juan, pues, acuden
Judea y Jerusalén, más al Salvador acude todo el mundo.
Venían todos y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus
pecados . Eran bautizados por Juan. Juan el Bautista ofrece la sombra de la
ley, por ello los judíos son bautizados sólo según la ley. Venían de
Jerusalén y eran bautizados por él en el Jordán, el río que baja. Pues la
ley baja: aunque bautiza, es, sin embargo, de abajo. Jordán significa esto:
río que baja, mientras que nuestro señor, y toda la Trinidad, es de arriba.
Alguien podría decir: si la ley es de abajo, ¿no es también de abajo el
Señor, que fue bautizado en el Jordán? Fue bautizado en el Jordán
justamente, pues guardó los preceptos de la ley. Del mismo modo como fue
circuncidado según la ley, según la ley fue bautizado.
Juan llevaba un vestido de piel de camello, y se alimentaba de langostas y
miel silvestre . Así como los apóstoles son los primeros entre los
sacerdotes, Juan el Bautista es el primero entre los monjes. Y, como nos
transmiten los escritos hebreos y puede todavía recordarse, también en las
listas de los sacerdotes se nombra a Juan entre los pontífices. De este modo
queda claro que aquel varón fue no sólo un santo, sino también un sacerdote.
Leemos, además, en el Evangelio de San Lucas que Juan era de linaje
sacerdotal. «Hubo, dice, un sacerdote llamado Zacarías..., que en el turno
de su grupo...» . Esto, propiamente hablando, no puede referirse más que a
los príncipes de los sacerdotes, es decir a los pontífices. ¿Por qué he
dicho todo esto? Para que sepamos que el que sabía que Cristo iba a venir
era sacerdote y, sin embargo, no buscaba a Cristo en el templo, sino en el
desierto, donde habíase retirado de la multitud. Para los ojos que esperan a
Cristo, ninguna otra cosa merece la atención más que Cristo. Y Juan llevaba
su vestido hecho de pelo de camello: no de lana, para que no pudieras pensar
que eran vestidos delicados. Nuestro Señor mismo da testimonio en el
evangelio del ascetismo de Juan. «Los que visten con elegancia, dice el
Señor, están en los palacios de los reyes» .
Tratemos ahora de descubrir, con la ayuda de vuestras oraciones, el sentido
espiritual del texto.«Tenía Juan un vestido hecho de pelos de camello con un
cinturón de cuero a sus lomos» . Juan mismo dice: «Es preciso que él crezca
y yo disminuya. El que tiene la esposa es el esposo; pero el amigo del
esposo se alegra mucho, si ve al esposo» . Y dice además: «Detrás de mí
viene el que es más fuerte que yo; yo no soy digno de desatarle la correa de
sus sandalias» .Lo de «Es preciso que él crezca y yo disminuya» equivale a
decir: es preciso que el Evangelio crezca y yo, la ley, disminuya. Llevaba
Juan, es decir, la ley en Juan, un vestido hecho de pelos de camello: no
podía llevar la túnica propia del cordero, de quien se dice: «He aquí el
cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo» ,y también:
«Como oveja fue llevado a la muerte» .Bajo la ley no podemos llevar la
túnica propia de aquel cordero. Y bajo la ley llevaba Juan un cinturón de
cuero, porque los judíos consideran pecado solamente el cometido de obra; lo
contrario de nuestro Señor Jesús, que en el Apocalipsis de Juan aparece en
medio de siete candelabros, llevando un cinturón de oro, y no en los lomos,
sino en el pecho .La ley se ciñe a los lomos, mientras que Cristo, es decir,
el Evangelio y la virtud de los monjes no sólo condena los actos
libidinosos, sino incluso los malos pensamientos. Aquí —en el Evangelio— no
está permitido pecar ni siquiera de pensamiento, allí —en la ley—sólo es reo
de pecado quien de hecho haya cometido fornicación. En verdad, os digo: Todo
el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su
corazón . «Está escrito en la ley, dice Jesús, no cometerás adulterio» .Este
es el cinturón que se ciñe a los lomos. «Pues yo os digo: Todo el que mira a
una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón». Este es
el cinturón de oro, que se ciñe al pecho.
Llevaba un vestido de pelos de camello y «comía langostas y miel silvestre».
La langosta es un animal pequeño, intermedio entre las aves y los reptiles,
pues no despega de tierra lo suficiente; aunque se eleva un poco, salta más
bien que vuela, e incluso, cuando se ha elevado un poco de tierra, cae de
nuevo al suelo, al fallarle las alas. Así también, la ley parecía alejarse
un poco del error de la idolatría, mas no era capaz de volar al cielo.Nunca
se habla en la ley del reino de los cielos. ¿Queréis saber por qué el reino
de los cielos sólo se predica en el Evangelio? «Haced penitencia, dice,
porque está cerca el reino de los cielos» .Así, pues, la ley elevaba un poco
a los hom-bres de tierra, pero no podía llevarlos al cielo. «Donde esté el
cuerpo, allí se reunirán las águilas» . Esto respecto a las langostas.
También comía miel, no de la cultivada, sino de la silvestre, entre las
fieras, entre las bestias; no en casa, no en la Iglesia, sino fuera de la
Iglesia. En la ley llegaba a su fin la miel silvestre, de ahí que nunca
hallemos escrito que la miel haya sido ofrecida en los sacrificios. Tal vez
alguien se sorprenda y diga: ¿Por qué, siendo ofrecidos a Dios en sacrificio
el aceite, la harina, el carnero, el cordero, la sangre de los animales, y
demás cosas, sólo la miel no es ofrecida? En definitiva, ¿qué dice la
Escritura? Todo lo que se ofrezca en sacrificio, ofrézcase sazonado con sal
. «Que vuestra conversación esté sazonada con sal» . La miel no se ofrece en
absoluto. Y todo lo que haya tocado —se dice—, será impuro. La miel es signo
delplacer y la sensualidad: el placer conduce siempre a la muerte y no
agrada nunca a Dios. Cuanto consigo trae dulzura no se ofrece a Dios en
sacrificio. La miel es ciertamente dulce por sí misma y, por despertar con
su dulzura los sen-tidos, se equipara al placer, a la pasión, a la lascivia.
Cierto que la miel procede de las flores, que surgen por doquier, pero si te
fijas bien, entre las mismas flores hay cadáveres, podredumbre y cosas
semejantes... Por tanto, la miel no sólo procede de las flores, sino también
de todo lo voluptuoso. Parece ciertamente agradable, más si sabes discernir
el peligro, es en realidad mortal. ¿Por qué he dicho esto? Porque en la ley
estaban los comienzos, mientras que en el Evangelio está la perfección.
Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle,
inclinándome, la correa de sus sandalias . Aquí aparece claramente un signo
de humildad; es como decir: no soy digno siquiera de ser su siervo. Pero en
estas sencillas palabras se nos revela otro misterio. Leemos en el Éxodo, en
el Deuteronomio y en el libro de Ruth que cuando alguien se negaba a tomar
por mujer a la viuda de su hermano, quien le seguía en orden de parentesco,
ante los jueces y los ancianos le decía: a ti te corresponde el matrimonio,
tú eres quien debe tomarla por mujer. Si se negaba, la misma a quien no
quería tomar por esposa le quitaba su sandalia, le golpeaba en la cara y le
escupía. De este modo podía ya casarse con el otro. Esto se hacía para
pública deshonra —interpretando de momento el texto al pie de la letra— a
fin de que si alguien fuera a rechazar a una mujer especialmente por ser
pobre, el miedo a esta pública deshonra le hiciera desistir. Por tanto, aquí
se nos revela el sacerdocio. Juan mismo dice: «el que tiene a la esposa es
el esposo» . Él tiene por esposa a la Iglesia, yo soy simplemente el amigo
del esposo: no puedo, siguiendo la ley, desatar la correa de su sandalia,
porque él no ha rechazado a la Iglesia por esposa.
Yo os bautizo con agua , yo soy un servidor, él es el Creador y el Señor. Yo
os ofrezco agua. Yo, que soy criatura, ofrezco una criatura; él, que es
increado, da al increado. Yo os bautizo con agua, ofrezco lo que se ve; él
lo que no se ve. Yo, que soy visible, doy agua visible; él, que es
invisible, da el Espíritu invisible.
(SAN JERÓNIMO, Comentario al evangelio de San Marcos,Comentario a Mc 1, 8,
Ciudad Nueva Madrid 1988, pág. 19-27)
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Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S.J. - El papel de San Juan Bautista
La figura de Juan Bautista, rancia y agreste, domina toda la perspectiva del
Adviento. Y es que en verdad el Bautista sólo se explica por su respecto a
Cristo. Su concepci��n extraordinaria, fruto de un seno estéril, fue el
preludio de la concepción virginal del Señor; su nacimiento, tan alegre y
festivo, anunció la dichosa Navidad de Jesús; precedió al Señor en la
manifestación de su vida pública, despejándole el camino mediante su
predicación y su bautismo de penitencia; dio testimonio del Cordero de Dios
delante de la multitud de los judíos; y, finalmente, su cabeza mártir,
adornando el plato real de la venganza, fue una patética profecía de la
inmolación del Cordero de Dios, Cabeza de la Iglesia.
Juan constituye el lazo de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Al
decir de San Pedro Crisólogo, es "el broche precioso que fija sobre el pecho
de Cristo, Pontífice eterno, el doble manto de la Ley y de la Gracia". El
Bautista es el adviento hecho persona. Todo Juan es adviento. Por eso a él
confía la Iglesia el cuidado de preparar las próximas navidades. Siempre
seguirá siendo el precursor de la llegada de Jesús, no sólo en el ámbito
individual sino en el campo más vasto de la historia. Ya que, según
consideramos el domingo pasado, el tiempo de Adviento tiene también por fin
prepararnos para la venida última del Señor, disponernos a su Parusía
gloriosa. De ahí que la misión del Bautista no haya quedado cancelada con la
Encarnación histórica del Hijo de Dios sino que se continúa durante todos
los siglos de la vida de la Iglesia hasta la vuelta del Señor. Siempre Juan
seguirá ejerciendo desde el cielo su oficio de preparar a las almas para que
en ellas nazca el Señor, o en ellas renazca, siempre será aquel que clamará:
"Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos", como lo había predicho
Isaías. "Precursor en su nacimiento, precursor en su muerte —enseña San
Ambrosio— sigue San Juan caminando sin cesar delante del Señor. Y quizás su
acción se hace sentir en nuestra vida actual, en este día, más de lo que nos
imaginamos". Nada más normal, porque la vocación providencial de los santos
no se agota con la fase terrestre de su existencia, así como el oficio
maternal de María no se clausuró al reclinar a su Hijo en el pesebre. Toca,
pues, a Juan Bautista preparar en nosotros el camino del Señor, rectificar
los senderos tortuosos de nuestras almas y allanar sus montículos, para que
Cristo encuentre expedito el camino, libre de obstáculos, de modo que pueda
hacer serenamente su ingreso en nuestro interior e invadirlo con su gracia
luminosa.
¿Qué papel ocupa San Juan Bautista en la trama de la redención? Toda la
historia de la salvación puede ser considerada como una historia de amor
entre Dios y los hombres, una historia de matrimonio espiritual entre Dios y
su pueblo. Es éste un tema que aparece con frecuencia ya en el Antiguo
Testamento, donde Yahvé gustaba dirigirse a su pueblo en términos nupciales.
En la perspectiva del Nuevo, Cristo ocupa el lugar del Señor en el Antiguo.
Él es el Esposo del nuevo Pueblo de Dios. El Esposo esperado. Luego de un
largo adviento, el Verbo se hace carne para desposarse con la Iglesia. Así
lo enseña San Pablo en ocasión de recordar los deberes que tienen los
maridos para con sus mujeres: "Maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo
amó a su Iglesia y se entregó por ella... a fin de presentársela a sí
gloriosa, sin mancha ni arruga".
Pues bien, Juan Bautista dijo de sí mismo
que era el amigo del esposo: "Yo no soy el Mesías sino que he sido enviado
delante de él. El que tiene esposa es el esposo; el amigo del esposo, que le
acompaña y le oye, se alegra grandemente al oír la voz del esposo. Pues así
mi gozo es cumplido. Conviene que él crezca y que yo disminuya". Juan se
presenta, pues, como "el amigo del esposo". Esta expresión no indica sólo
una relación de simple amistad sino que en el ambiente judío era un término
técnico que servía para designar a aquella persona que en la celebración de
los matrimonios estaba encargada de conducir a la novia hasta su futuro
esposo. El oficio delamigo incluía también los actos preparatorios de la
concertación matrimonial. Todavía en su casa paterna, la joven prometida
tomaba un baño, luego se vestía, se adornaba con joyas, y finalmente era
conducida a la casa del novio; a partir de ese momento ya podía considerarse
desposada. Tocaba precisamente al "amigo del esposo" el cuidado de preparar
a la novia y llevarla a la casa del esposo.
Juan, el precursor de Cristo, es el amigo del Esposo. El preparó al pueblo —
la esposa— exhortándolo a la conversión y a las buenas obras, adornándolo
con las joyas de las virtudes, bañándolo en su bautismo de penitencia para
el perdón de los pecados. "Toda la gente de Judea y todos los habitantes de
Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán,
confesando sus pecados", nos dice el evangelio de hoy. Finalmente condujo al
pueblo —a la esposa— hacia Cristo: nos refiere la Escritura que al oír el
testimonio de Juan, dos de sus discípulos siguieron a Jesús. Y así hicieron
otros más adelante. Todos se iban tras el esposo.
Juan Bautista no era el esposo sino "el amigo del esposo". El preparó a la
novia, la engalanó, la condujo hasta Cristo. Gozándose al enterarse de que
sus discípulos lo abandonaban para seguir a Jesús, para desposarse con
Jesús, el Bautista quiso permanecer, hasta el último, fiel a su misión. Por
eso nunca su gloria resplandece tanto como cuando se pierde entre las brumas
de la historia, mientras señala por última vez al Señor: Conviene que él
crezca y que yo disminuya. Y desaparece en las sombras. Porque Cristo era la
luz; él solamente había venido para dar testimonio de la luz. Como el lucero
de la mañana señala el fin de la noche y el principio del día, el Bautista
fue el lucero antes del Alba, la voz antes de la Palabra.
Amados hermanos, pronto nos acercaremos a recibir el Cuerpo del Señor.
Mientras nos vamos aproximando al altar, pidámosle al Señor que la práctica
de la magnanimidad, de esa virtud que llevó al Bautista a decir la verdad a
los poderosos del mundo, rellene los barrancos cobardes de nuestras almas; y
que la práctica de la humildad, de esa virtud que llevó al Bautista a desear
el crecimiento del Señor aun a costa de su aparente dilución, allane los
montículos de nuestra soberbia. Y que cuando entre el Señor en nuestros
corazones para el desposorio místico de la Eucaristía, los encuentre
bautizados y enjoyados por intercesión de aquel que fue llamado el amigo del
Esposo, a quien sean la gloria y el imperio por los siglos de los siglos.
Amén.
(Sáenz a.,Palabra y Vida, Ciclo B, Segundo Domingo de Adviento, Gladius
Buenos Aires 1993, 11-15)
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La conversión del Adviento
Mc 1, 1-8
Marcos cita en su Evangelio dos profecías del Antiguo
Testamento, una de Malaquías[1] y otra de Isaías[2] y las cita libremente:
Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino. Voz
del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus
sendas.
En esta profecía podemos reflexionar sobre dos aspectos: el precursor y el
lugar donde predica.
El precursor, al cual se refiere Marcos, es Juan Bautista.
Juan Bautista se prepara en el desierto durante treinta años para anunciar y
disponer al pueblo de Israel a la venida del Mesías esperado.
Juan se presenta “proclamando un bautismo de conversión para perdón de los
pecados”. Juan predica la conversión, la cual, se manifiesta exteriormente
recibiendo su bautismo. Su bautismo no perdonaba los pecados pero si
preparaba para el perdón que traería Jesús. Juan se presenta al estilo de
los antiguos profetas, vestido rústicamente, alimentándose pobremente y
desde el comienzo con la verdad. Se manifiesta como el precursor y enseña
humildemente la grandeza del que proclama. Su bautismo es preparatorio, con
agua, el de Jesús es con Espíritu Santo, purificador. El sólo es un simple
servidor, un esclavo, Jesús es el Señor y es más fuerte que él,
infinitamente más fuerte que él.
Esta es la condición del precursor. Y también todo el que quiera ser
precursor, y creo que todos estamos llamados de una manera u otra a ser
precursores porque todos podemos llevar a Cristo a nuestros hermanos, todos
podemos preparar un buen camino para que llegue Cristo a quien lo necesite.
La condición del precursor es manifestar una vida conforme con las palabras
que predica y sinceridad a su misión para no empañar su vocación de
precursor, en una palabra humildad. Juan manifiesta la clara conciencia que
tenía de su misión de precursor cuando les dice a sus discípulos “es preciso
que Él crezca y yo disminuya”[3]. Juan cumple su misión y sin dar lugar a
confusiones desaparece. Ha cumplido la voluntad de Dios.
Juan predica la conversión. Lo primero que debemos considerar en nosotros es
este aspecto. ¿Qué cosas tenemos que convertir en nosotros? El Evangelio usa
la palabra metanoia que significa cambio de manera de pensar. ¡Cuántos
pensamientos y criterios hay en nosotros que están en contradicción de los
de Cristo y se asemejan a los del mundo! En esto hay mucho para convertir en
nuestra vida.
Juan fue muy fuerte en su predicación general llamando a la conversión.
Apostrofaba a sus oyentes diciéndoles: raza de víboras, árboles sin frutos
que sirven solo para el fuego, falsos hijos de Abraham, objeto de ira. Sin
embargo, en las consultas que le hacían sobre su conversión personal los
exhortaba al cumplimiento fiel de su deber de estado. Evaluemos nuestro
cumplimiento del deber de estado. ¿Qué es el deber de estado? Lo que cada
uno tiene por principal función en la vida: una profesión, una obligación de
estudio, la atención de una familia, la autoridad familiar, la maternidad,
la paternidad, la filiación, el trabajo honesto y hecho con responsabilidad,
en una palabra lo que nos ha tocado como vocación en esta vida. Aquí tenemos
que exigirnos, aquí está el punto de conversión, porque no puede ser buen
cristiano el que no cumple su obligación personal cristianamente. Vemos
gente muy comprometida con la Iglesia y decimos que buen cristiano, será
buen cristiano verdaderamente si cumple su deber de estado. Ser fieles a
nuestro deber de estado y ser fieles realizándolo por amor a Cristo. Y en el
cumplimiento fiel de nuestro deber de estado hay muchas oportunidades para
ser precursores de Cristo. Cuando en el trabajo un cristiano sobresale por
hacer las cosas con perfección, por cumplir bien los horarios, por tener una
conversación amena y edificante, por vivir con alegría, por no quejarse y
ser generoso aunque no lo obliguen, etc., o un padre de familia sobresale
por interesarse por la educación virtuosa de los hijos, por amar a su esposa
y respetarla, por interesarse por la armonía en el hogar, por hacer de su
casa un lugar cálido y acogedor para todos los miembros de la familia. O un
agricultor que da testimonio ayudando a sus vecinos, siendo amable con
ellos, siendo generoso y no altercando con ellos por boberías, no
desconfiando de todos sino confiando en ellos como nuestro Padre del cielo,
rezando en el trabajo, pidiéndole a Dios por sus cosechas y dándole gracias,
ofreciendo las primicias, etc.
Cumpliendo bien nuestro deber de estado somos precursores de Cristo.
¡Cuántas personas se cuestionan el buen ejemplo o mal ejemplo de los
cristianos! ¡Cuántos se acercan a Cristo si nos ven semejantes a Cristo
aunque nunca les dirijamos una palabra! Los buenos ejemplos arrastran.
La conversión nos prepara para que venga Cristo a nosotros con mayor
intensidad y también nos hace precursores de Cristo para con nuestros
hermanos.
Juan predicaba en el desierto y allí iban los israelitas a escucharlo. En
este tiempo de Adviento y en todo tiempo el desierto es el lugar
privilegiado para encontrarse con Jesús, para escuchar su voz. El desierto
material es bueno pero no está al alcance de todos pero sí el desierto
interior. Hay que buscar momentos durante el día o al menos semanalmente,
aunque sean momentos cortos, para encontrarse con Jesús en el corazón. No
podemos encontrar intensamente a Jesús en el bullicio exterior. Nos unimos a
Él en el trabajo. Lo encontramos en el surco, en la cocina, en los hijos, en
el vecino, en la calle, en el mercado, pero para escuchar mejor su voz, hay
que bajar al interior del corazón. Toda la historia de la Iglesia y también
de Israel manifiesta la preferencia del Señor para comunicarse con los
hombres en el desierto, en silencio y soledad. Juan llevaba las almas y les
predicaba en el desierto. El se había retirado al desierto desde niño para
prepararse a su misión, Jesús se retiró al desierto antes de comenzar su
vida pública y durante ella varias veces se retiraba a los montes en soledad
para comunicarse con su Padre.
Aprovechemos este tiempo para tener un contacto más íntimo con Jesús. Mirar
a Jesús que viene. Viene pobre, humilde, en el silencio, ignorado, en dolor
y compararme con El, contemplar sus virtudes y las mías, ¡cuánto para
convertir! El Evangelio nos relata la infancia de Jesús, en los misterios
gozosos del rosario los contemplamos, allí podemos preparar nuestra alma
para la conversión, tomemos una virtud de Jesús niño, tratemos de imitarla
en algo concreto, en privarnos de gastos superfluos, en no desconsolarnos
cuando nos dejen solos, en no enojarnos cuando no nos salgan las cosas como
queremos, en no afligirnos porque no nos tengan en cuenta, no nos escuchen,
nos ignoren.
Aprendamos a aceptar la voluntad de Dios en las pequeñas cruces de cada día.
Busquemos interiorizarnos en estos días para recibir mejor a Jesús que se
acerca. El Pesebre[4] nos recuerda un encuentro que se conmemora cada año
desde que Jesús nació entre los hombres y nos anuncia un encuentro que se
aproxima, que es cierto y que es sumamente consolador. Jesús vendrá
nuevamente a nuestro encuentro para vivir con nosotros para siempre.
Preparemos un Pesebre en nuestro corazón, un Pesebre más hermoso que el del
año pasado.
Este es el mensaje de Juan Bautista, que aparece para anunciarnos que Cristo
viene y quiere que lo imitemos porque infinidad de hermanos nuestros no
saben que Cristo quiere nacer en sus corazones. Nosotros en nuestra pobreza
y con nuestras limitaciones y rudezas podemos ser precursores de Cristo para
tantos que lo desean pero no saben dónde buscarlo.
Notas
[1] 3, 1
[2] 40, 3
[3] Jn 3, 30
[4] Belén en España.
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EJEMPLOS
Obediencia
Yo recuerdo como uno de los momentos solemnes de mi existencia
aquel en que, puestas mis manos en las del obispo, dije "Prometo". Desde
entonces me he sentido comprometido para toda la vida y jamás he pensado que
se tratara de una ceremonia sin importancia.
Espero que los sacerdotes de Roma piensen lo mismo. A ellos y a los
religiosos, San Francisco de Sales les recordaría el ejemplo de San Juan
Bautista, que vivió en la soledad, lejos del Señor, aun con su gran deseo de
estar cercano a Él. ¿Por qué? Por obediencia. "Sabía -escribe el Santo- que
encontrar al Señor fuera de la obediencia es perderlo" (F. de Sales,
Oeuvres, Annecy, 1896, p. 321) (Juan Pablo I, Aloc. 23-IX-1978).
El esposo
(Cuenta S. Ambrosio un caso conocido por él de una joven que fue
fuerte en su vocación de consagrarse como virgen a Cristo, ante la oposición
de sus padres). Y, volviéndose a sus parientes, ella añade: "Pierden el
tiempo brindándome un desposorio que rechazo. ¿No ven que ya he celebrado
mis bodas? Pero aunque todavía fuese libre, ¿qué esposo me ofrecen? Yo
quiero el mejor de todos: Si el que me preparan es rico, poderoso y de noble
condición, no lo será tanto como el que yo elegí, que en riquezas, poderío y
dignidad vence a cuanto puede imaginarse en lo creado" (S. Ambrosio, Sobre
las vírgenes, 1).