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Domingo de Pascua 5 A - Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical 

Recursos adicionales para la preparación

 

A su disposición

Directorio Homilético: Quinto domingo de Pascua

Exégesis: San Juan Pablo II - "Creed en Dios, creed también en mí"

Comentario Teológico: Directorio Homilético

Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Las palabras de Jesús en la Última Cena

Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - El camino que conduce al Padre (Jn 14,1-12)

Aplicación: S.S. Francisco p.p. Enfrentar los problemas en la Iglesia

Aplicación: San Juan Pablo II - "Yo soy el camino y la verdad y la vida" (Jn 14,6).

Aplicación: Benedicto XVI - Jesús es el camino, la verdad y la vida

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. No se turbe vuestro corazón Jn 14, 1-6

 

 

¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

 

comentarios a Las Lecturas del Domingo

 

Directorio Homilético: Quinto domingo de Pascua

CEC 2746-2751: la oración de Jesús en la Última Cena
CEC 661, 1025-1026, 2795: Cristo abre para nosotros el camino del cielo
CEC 151, 1698, 2614, 2466: creer en Jesús
CEC 1569-1571: la ordenación de los diáconos
CEC 782, 803, 1141, 1174, 1269, 1322: “la estirpe elegida, el sacerdocio real”

LA ORACION DE LA HORA DE JESUS

2746 Cuando ha llegado su hora, Jesús ora al Padre (cf Jn 17). Su oración, la más larga transmitida por el Evangelio, abarca toda la Economía de la creación y de la salvación, así como su Muerte y su Resurrección. Al igual que la Pascua de Jesús, sucedida "una vez por todas", permanece siempre actual, de la misma manera la oración de la "hora de Jesús" sigue presente en la Liturgia de la Iglesia.

2747 La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración "sacerdotal" de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su "paso" hacia el Padre donde él es "consagrado" enteramente al Padre (cf Jn 17, 11. 13. 19).

2748 En esta oración pascual, sacrificial, todo está "recapitulado" en El (cf Ef 1, 10): Dios y el mundo, el Verbo y la carne, la vida eterna y el tiempo, el amor que se entrega y el pecado que lo traiciona, los discípulos presentes y los que creerán en El por su palabra, la humillación y la Gloria. Es la oración de la unidad.

2749 Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la "hora de Jesús" llena los últimos tiempos y los lleva hacia su consumación. Jesús, el Hijo a quien el Padre ha dado todo, se entrega enteramente al Padre y, al mismo tiempo, se expresa con una libertad soberana (cf Jn 17, 11. 13. 19. 24) debido al poder que el Padre le ha dado sobre toda carne. El Hijo que se ha hecho Siervo, es el Señor, el Pantocrator. Nuestro Sumo Sacerdote que ruega por nosotros es también el que ora en nosotros y el Dios que nos escucha.

2750 Si en el Santo Nombre de Jesús, nos ponemos a orar, podemos recibir en toda su hondura la oración que él nos enseña: "Padre Nuestro". La oración sacerdotal de Jesús inspira, desde dentro, las grandes peticiones del Padrenuestro: la preocupación por el Nombre del Padre (cf Jn 17, 6. 11. 12. 26), el deseo de su Reino (la Gloria; cf Jn 17, 1. 5. 10. 24. 23-26), el cumplimiento de la voluntad del Padre, de su Designio de salvación (cf Jn 17, 2. 4 .6. 9. 11. 12. 24) y la liberación del mal (cf Jn 17, 15).

2751 Por último, en esta oración Jesús nos revela y nos da el "conocimiento" indisociable del Padre y del Hijo (cf Jn 17, 3. 6-10. 25) que es el misterio mismo de la vida de oración.


661 Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Solo el que "salió del Padre" puede "volver al Padre": Cristo (cf. Jn 16,28). "Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre" (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la "Casa del Padre" (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Solo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, "ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino" (MR, Prefacio de la Ascensión).


1025 Vivir en el cielo es "estar con Cristo" (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven "en El", aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17):

Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino (San Ambrosio, Luc. 10,121).

1026 Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha "abierto" el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en El y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a El.


2795 El símbolo del cielo nos remite al misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. El está en el cielo, es su morada, la Casa del Padre es por tanto nuestra "patria". De la patria de la Alianza el pecado nos ha desterrado (cf Gn 3) y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver (cf Jr 3, 19-4, 1a; Lc 15, 18. 21). En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra (cf Is 45, 8; Sal 85, 12), porque el Hijo "ha bajado del cielo", solo, y nos hace subir allí con él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión (cf Jn 12, 32; 14, 2-3; 16, 28; 20, 17; Ef 4, 9-10; Hb 1, 3; 2, 13).

Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios

151 Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que él ha enviado, "su Hijo amado", en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: "Creed en Dios, creed también en mí" (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn 1,18). Porque "ha visto al Padre" (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27).


1698 La referencia primera y última de esta catequesis será siempre Jesucristo que es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Contemplándole en la fe, los fieles de Cristo pueden esperar que él realice en ellos sus promesas, y que amándolo con el amor con que él nos ha amado hagan las obras que corresponden a su dignidad:

Os ruego que penséis que Jesucristo, Nuestro Señor, es vuestra verdadera Cabeza, y que vosotros sois uno de sus miembros. El es con relación a vosotros lo que la cabeza es con relación a sus miembros; todo lo que es suyo es vuestro, su espíritu, su Corazón, su cuerpo, su alma y todas sus facultades, y debéis usar de ellos como de cosas que son vuestras, para servir, alabar, amar y glorificar a Dios. Vosotros y él sois como los miembros y su cabeza. Así desea él ardientemente usar de todo lo que hay en vosotros, para el servicio y la gloria de su Padre, como de cosas que son de él (S. Juan Eudes, cord. 1,5).


2614 Cuando Jesús confía abiertamente a sus discípulos el misterio de la oración al Padre, les desvela lo que deberá ser su oración, y la nuestra, cuando haya vuelto, con su humanidad glorificada, al lado del Padre. Lo que es nuevo ahora es "pedir en su Nombre" (Jn 14, 13). La fe en El introduce a los discípulos en el conocimiento del Padre porque Jesús es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6). La fe da su fruto en el amor: guardar su Palabra, sus mandamientos, permanecer con El en el Padre que nos ama en El hasta permanecer en nosotros. En esta nueva Alianza, la certeza de ser escuchados en nuestras peticiones se funda en la oración de Jesús (cf Jn 14, 13-14).


2466 En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó toda entera. "Lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14), él es la "luz del mundo" (Jn 8,12), la Verdad (cf Jn 14,6). El que cree en él, no permanece en las tinieblas (cf Jn 12,46). El discípulo de Jesús, "permanece en su palabra", para conocer "la verdad que hace libre" (cf Jn 8,31-32) y que santifica (cf Jn 17,17). Seguir a Jesús es vivir del "Espíritu de verdad" (Jn 14,17) que el Padre envía en su nombre (cf Jn 14,26) y que conduce "a la verdad completa" (Jn 16,13). Jesús enseña a sus discípulos el amor incondicional de la Verdad: "Sea vuestro lenguaje: `sí, sí'; `no, no'" (Mt 5,37).


La ordenación de los diáconos, “en orden al ministerio”

1569 "En el grado inferior de la jerarquía están los diáconos, a los que se les imponen las manos 'para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio'" (LG 29; cf CD 15). En la ordenación al diaconado, sólo el obispo impone las manos, significando así que el diácono está especialmente vinculado al obispo en las tareas de su "diaconía" (cf S. Hipólito, trad. ap. 8).

1570 Los diáconos participan de una manera especial en la misión y la gracia de Cristo (cf LG 41; AA 16). El sacramento del Orden los marcó con un sello (carácter) que nadie puede hacer desaparecer y que los configura con Cristo que se hizo "diácono", es decir, el servidor de todos (cf Mc 10,45; Lc 22,27; S. Policarpo, Ep 5,2). Corresponde a los diáconos, entre otras cosas, asistir al obispo y a los presbíteros en la celebración de los divinos misterios sobre todo de la Eucaristía y en la distribución de la misma, asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo, proclamar el evangelio y predicar, presidir las exequias y entregarse a los diversos servicios de la caridad (cf LG 29; cf. SC 35,4; AG 16).

1571 Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia latina ha restablecido el diaconado "como un grado particular dentro de la jerarquía" (LG 29), mientras que las Iglesias de Oriente lo habían mantenido siempre. Este diaconado permanente, que puede ser conferido a hombres casados, constituye un enriquecimiento importante para la misión de la Iglesia. En efecto, es apropiado y útil que hombres que realizan en la Iglesia un ministerio verdaderamente diaconal, ya en la vida litúrgica y pastoral, ya en las obras sociales y caritativas, "sean fortalecidos por la imposición de las manos transmitida ya desde los Apóstoles y se unan más estrechamente al servicio del altar, para que cumplan con mayor eficacia su ministerio por la gracia sacramental del diaconado" (AG 16).

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Exégesis: San Juan Pablo II - "Creed en Dios, creed también en mí"

1. Los hechos que hemos analizado en la catequesis anterior son en su conjunto elocuentes y prueban la conciencia de la propia divinidad, que Jesús demuestra tener cuando se aplica a Sí mismo el nombre de Dios, los atributos divinos, el poder juzgar al final sobre las obras de todos los hombres, el poder perdonar los pecados, el poder que tiene sobre la misma ley de Dios. Todos son aspectos de la única verdad que Él afirma con fuerza, la de ser verdadero Dios, una sola cosa con el Padre. Es lo que dice abiertamente a los judíos, al conversar libremente con ellos en el templo, el día de la fiesta de la Dedicación: “Yo y el Padre somos una misma cosa” (Jn 10, 30). Y, sin embargo, al atribuirse lo que es propio de Dios, Jesús habla de Sí mismo como del “Hijo del hombre”, tanto por la unidad personal del hombre y de Dios en Él, como por seguir la pedagogía elegida de conducir gradualmente a los discípulos, casi tomándolos de la mano, a las alturas y profundidades misteriosas de su verdad. Como Hijo del hombre no duda en pedir: “Creed en Dios, creed en mí” (Jn 14, 1).

El desarrollo de todo el discurso de los capítulos 14-17 de Juan, y especialmente las respuestas que da Jesús a Tomás y a Felipe, demuestran que cuando pide que crean en Él, se trata no sólo de la fe en el Mesías como el Ungido y el Enviado por Dios, sino de la fe en el Hijo que es de la misma naturaleza que el Padre. “Creed en Dios, creed también en mí” (Jn 14, 1).

2. Estas palabras hay que examinarlas en el contexto del diálogo de Jesús con los Apóstoles en la última Cena, narrado en el Evangelio de Juan. Jesús dice a los Apóstoles que va a prepararles un lugar en la casa del Padre (cf. Jn 14, 2-3). Y cuando Tomás le pregunta por el camino para ir a esa casa, a ese nuevo reino, Jesús responde que Él es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6). Cuando Felipe le pide que muestre el Padre a los discípulos, Jesús replica de modo absolutamente unívoco: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo nos las hablo de mí mismo; el Padre que mora en mí hace sus obras. Creedme, que yo estoy en el Padre y el Padre en mí; a lo menos, creedlo por las obras” (Jn 14, 9-11).

La inteligencia humana no puede rechazar esta declaración de Jesús, si no es partiendo ya a priori de un prejuicio antidivino. A los que admiten al Padre, y más aún, lo buscan piadosamente, Jesús se manifiesta a Sí mismo y des dice: ¡Mirad, el Padre está en mí!

3. En todo caso, para ofrecer motivos de credibilidad, Jesús apela a sus obras: a todo lo que ha llevado a cabo en presencia de los discípulos y de toda la gente. Se trata de obras santas y muchas veces milagrosas, realizadas como signos de su verdad. Por esto merece que se tenga fe en Él. Jesús lo dice no sólo en el círculo de los Apóstoles, sino ante todo el pueblo. En efecto, leemos que, al día siguiente de la entrada triunfal en Jerusalén, la gran multitud que había llegado para las celebraciones pascuales, discutía sobre la figura de Cristo y la mayoría no creía en Jesús, “aunque había hecho tan grandes milagros en medio de ellos” (Jn 12, 37). En un determinado momento “Jesús, clamando, dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado, y el que me ve, ve al que me ha enviado” (Jn 12, 44). Así, pues, podemos decir que Jesucristo se identifica con Dios como objeto de la fe que pide y propone a sus seguidores. Y les explica: “Las cosas que yo hablo, las hablo según el Padre me ha dicho” (Jn 12, 50): alusión clara a la fórmula eterna por la que el Padre genera al Verbo-Hijo en la vida trinitaria.

Esta fe, ligada a las obras y a las palabras de Jesús, se convierte en una “consecuencia lógica” para los que honradamente escuchan a Jesús, observan sus obras, reflexionan sobre sus palabras. Pero éste es también el presupuesto y la condición indispensable que exige el mismo Jesús a los que quieren convertirse en sus discípulos o beneficiarse de su poder divino.

4. A este respecto, es significativo lo que Jesús dice al padre del niño epiléptico, poseído desde la infancia por un “espíritu mudo” que se desenfrenaba en él de modo impresionante. El pobre padre suplica a Jesús: “Si algo puedes, ayúdanos por compasión hacia nosotros. Díjole Jesús: ¡Si puedes! Todo es posible al que cree. Al instante, gritando, dijo el padre del niño: ¡Creo! Ayuda a mi incredulidad” (Mc 9, 22-23). Y Jesús cura y libera a ese desventurado. Sin embargo, pide al padre del muchacho una apertura del alma a la fe. Eso es lo que le han dado a lo largo de los siglos tantas criaturas humildes y afligidas que, como el padre del epiléptico, se han dirigido a Él para pedirle ayuda en las necesidades temporales, y sobre todo en las espirituales.

5. Pero allí donde los hombres, cualquiera que sea su condición social y cultural, oponen una resistencia derivada del orgullo e incredulidad, Jesús castiga esta actitud suya no admitiéndolos a los beneficios concedidos por su poder divino. Es significativo e impresionante lo que se lee de los nazarenos, entre los que Jesús se encontraba porque había vuelto después del comienzo de su ministerio, y de haber realizado los primeros milagros. Ellos no sólo se admiraban de su doctrina y de sus obras, sino que además “se escandalizaban de Él”, o sea, hablaban de Él y lo trataban con desconfianza y hostilidad, como persona no grata.

“Jesús les decía: ningún profeta es tenido en poco sino en su patria y entre sus parientes y en su familia. Y no pudo hacer allí ningún milagro fuera de que a algunos pocos dolientes les impuso las manos y los curó. Él se admiraba de su incredulidad” (Mc 6, 4-6). Los milagros son “signos” del poder divino de Jesús.

Cuando hay obstinada cerrazón al reconocimiento de ese poder, el milagro pierde su razón de ser. Por lo demás, también Él responde a los discípulos, que después de la curación del epiléptico preguntan a Jesús porqué ellos, que también habían recibido el poder del mismo Jesús, no consiguieron expulsar al demonio. El respondió: “Por vuestra poca fe: porque en verdad os digo, que si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: Vete de aquí allá, y se iría, y nada os sería imposible” (Mt 17, 19-20). Es un lenguaje figurado e hiperbólico, con el que Jesús quiere inculcar a sus discípulos la necesidad y la fuerza de la fe.

6. Es lo mismo que Jesús subraya como conclusión del milagro de la curación del ciego de nacimiento, cuando lo encuentra y le pregunta: “¿Crees en el Hijo del hombre? Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en El? Díjole Jesús: le estás viendo; es el que habla contigo. Dijo él: Creo, Señor, y se postró ante él” (Jn 9, 35-38). Es el acto de fe de un hombre humilde, imagen de todos los humildes que buscan a Dios (cf. Dt 29, 3; Is 6, 9 ss.; Jer 5, 21; Ez 12, 2): él obtiene la gracia de una visión no sólo física, sino espiritual, porque reconoce al “Hijo del hombre”, a diferencia de los autosuficientes que confían únicamente en sus propias luces y rechazan la luz que viene de lo alto y por lo tanto se autocondenan, ante Cristo y ante Dios, a la ceguera (cf. Jn 9, 39-41).

7. La decisiva importancia de la fe aparece aún con mayor evidencia en el diálogo entre Jesús y Marta ante el sepulcro de Lázaro: “Díjole Jesús: Resucitará tu hermano. Marta le dijo: Sé que resucitará en la resurrección, en el último día. Díjole Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú esto? Díjole ella (Marta): Sí, Señor; yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que ha venido a este mundo” (Jn 11, 23-27).

Y Jesús resucita a Lázaro como signo de su poder divino, no sólo de resucitar a los muertos porque es Señor de la vida, sino de vencer la muerte, El, que como dijo a Marta, ¡es la resurrección y la vida!

8. La enseñanza de Jesús sobre la fe como condición de su acción salvífica se resume y consolida en el coloquio nocturno con Nicodemo, “un jefe de los judíos” bien dispuesto hacia Él y a reconocerlo como “maestro de parte de Dios” (Jn 3, 2). Jesús mantiene con él un largo discurso sobre la “vida nueva” y, en definitiva, sobre la nueva economía de la salvación fundada en la fe en el Hijo del hombre que ha de ser levantado “para que todo el que crea en él tenga la vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio a su unigénito Hijo, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 15-16).

Por lo tanto, la fe en Cristo es condición constitutiva de la salvación, de la vida eterna. Es la fe en el Hijo unigénito -consubstancial al Padre- en quien se manifiesta el amor del Padre. En efecto, “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Jn 3, 17). En realidad, el juicio es inmanente a la elección que se hace, a la adhesión o al rechazo de la fe en Cristo: “El que cree en él no será juzgado; el que no cree, ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Jn 3, 18).

Al hablar con Nicodemo, Jesús indica en el misterio pascual el punto central de la fe que salva: “Es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en él tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15). Podemos decir también que éste es el “punto crítico” de la fe en Cristo. La cruz ha sido la prueba definitiva de la fe para los Apóstoles y los discípulos de Cristo. Ante esa “elevación” había que quedar conmovidos, como en parte sucedió.

 Pero el hecho de que Él “resucitó al tercer día” les permitió salir victoriosos de la prueba final. Incluso Tomás, que fue el último en superar la prueba pascual de la fe, durante su encuentro con el Resucitado, prorrumpió en esa maravillosa profesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). Como ya en ese otro tiempo Pedro en Cesarea de Filipo (cf. Mt 16, 16), así también Tomás en este encuentro pascual deja explotar el grito de la fe que viene del Padre: Jesús crucificado y resucitado es “Señor y Dios”.

9. Inmediatamente después de haber hecho esta profesión de fe y de la respuesta de Jesús proclama la bienaventuranza de aquellos “que sin ver creyeron” (Jn 20, 29). Juan ofrece una primera conclusión de su Evangelio: “Muchas otras señales hizo Jesús en su presencia de los discípulos, que no están escritas en este libro para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20, 30-31).

Así pues, todo lo que Jesús hacía y enseñaba, todo lo que los Apóstoles predicaron y testificaron, y los Evangelistas escribieron, todo lo que la Iglesia conserva y repite de su enseñanza, debe servir a la fe, para que, creyendo, se alcance la salvación. La salvación -y por lo tanto la vida eterna- está ligada a la misión mesiánica de Jesucristo, de la cual deriva toda la “lógica” y la “economía” de la fe cristiana. Lo proclama el mismo Juan desde el prólogo de su Evangelio: “A cuantos lo recibieron (al Verbo) dióles poder de venir a ser hijos de Dios: “A aquellos que creen en su nombre” (Jn 1, 12).
(San Juan Pablo II, Catequesis en la Audiencia General, 21 de octubre de 1987)


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Comentario Teológico: Directorio Homilético

55. Desde el V domingo de Pascua la dinámica de las lecturas bíblicas se traslada de la celebración de la Resurrección del Señor a la preparación del momento culminante del Tiempo de Pascua, y a la Venida del Espíritu Santo en Pentecostés. El hecho de que los pasajes evangélicos de estos domingos estén todos extraídos de los discursos de Cristo al final de la Última Cena, manifiesta su profundo significado eucarístico.

Las lecturas y las oraciones ofrecen al homileta la ocasión de exponer cual es la función del Espíritu Santo en el camino que vive la Iglesia. Los párrafos del Catecismo que conciernen «al Espíritu y la Palabra de Dios en el tiempo de las promesas» (CEC 702-716) se refieren a las lecturas de la Vigilia pascual, relacionadas con la obra del Espíritu Santo, mientras que los párrafos que consideran el tema «el Espíritu Santo y la Iglesia en la Liturgia» (CEC 1091-1109) pueden servir de ayuda al homileta para ilustrar cómo el Espíritu Santo hace presente en la Liturgia el Misterio Pascual de Cristo.
(Congregación para el Culto Divino, Directorio Homilético, 2014, nº 55)

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Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Las palabras de Jesús en la Última Cena

Decía el profeta a los judíos: Tú tenías rostro de mujer descarada*1, puesto que tratas con todos en forma impudente. Por lo visto, tal cosa puede con todo derecho decirse no sólo de aquella ciudad, sino de todos cuantos imprudentemente se oponen a la verdad. Como Felipe dijera: Muéstranos al Padre, Cristo le responde: Felipe: ¿tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me has conocido? Y a pesar de todo, los hay que tras de semejantes expresiones todavía separan las substancias del Padre y del Hijo; y eso que no podrás encontrar vecindad más apretada. No faltaron herejes que por ellas fueron a dar al error de Sabelio.

Por nuestra parte, dejando a un lado a unos y a otros, como opuestos impíamente a la verdad, examinamos el exacto sentido de las palabras. Felipe: hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces? Pero ¿qué es esto? ¿Acaso eres tú el Padre por el cual yo pregunto? Responde Cristo: ¡No! Por eso no dijo: No lo has conocido; sino: No me has conocido, queriendo declarar tan sólo que no es el Hijo otra cosa sino lo que es el Padre, pero permaneciendo Hijo. ¿Por qué se atrevió Felipe a semejante pregunta? Había dicho Cristo: Si me conocéis a Mí, también habéis conocido al Padre. Y lo mismo había dicho varias veces a los judíos. Ahora bien, pues así los judíos como Pedro con frecuencia habían preguntado a Jesús quién era el Padre, y lo mismo había hecho Tomás, pero ninguno había recibido una respuesta clara, sino que aún ignoraban quién era, Felipe, para no parecer molesto, ni molestar a Jesús tratándolo a la manera de los judíos, en cuanto dijo: Muéstranos al Padre, añadió enseguida: Y eso nos basta. Ya no preguntamos más.

Cristo había dicho: Si me conocéis a Mí también habéis conocido a mi Padre, de modo que El por Sí mismo manifestaba al Padre. Pero Felipe invirtió el orden diciendo: Muéstranos al Padre, como si ya conociera a Cristo exactamente. Cristo no accedió, sino que lo volvió al camino, persuadiéndolo a conocer al Padre por el mismo Jesús. Felipe quería verlo con los ojos corporales, tal vez porque sabía que los profetas habían visto a Dios. Pero, oh Felipe, advierte que eso se ha dicho hablando al modo humano y craso. Por eso decía Cristo: A Dios nadie lo vio jamás*2; y también: Todo el que oye el mensaje del Padre, viene a mí*3. Y luego: Vosotros jamás habéis oído mi voz, ni jamás habéis visto mi rostro*4. Y en el Antiguo Testamento: Nadie puede ver mi rostro y seguir viviendo*5.

¿Qué le responde Cristo?: Felipe: ¿tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me has conocido? No le dice: Y no me has visto, sino: No me has conocido. Pero, Señor: ¿es acaso a Ti a quien quiero conocer? Yo quiero ahora conocer a tu Padre ¿y Tú me dices: no me has conocido? ¡No hay lógica en esto! Y sin embargo la hay y muy exacta. Puesto que el Hijo es una misma cosa con el Padre, aunque permaneciendo Hijo, lógicamente Jesús manifiesta en Sí al Padre. Pero enseguida, distinguiendo las Personas, dice: El que me ha visto a Mí también ha visto al Padre, para que nadie diga que una misma Persona es Padre y es Hijo. Si el Hijo fuera al mismo tiempo Padre, no diría: Quien a Mí me ve también a Él lo ve.

Más ¿por qué no le dijo: Pides un imposible para quien es puro hombre? ¡Eso sólo a Mí me es posible! Como Felipe había dicho: Eso nos basta, como si ya lo viera, Cristo le declara que ni a El mismo lo ha conocido; pues si hubiera podido conocer a Cristo habría conocido al Padre ya. De otro modo: Ni a Mí ni al Padre puede alguno conocernos. Felipe buscaba el conocimiento mediante la vista; y como pensaba que ya conocía a Cristo, quería ver del mismo modo al Padre. Cristo le declara que ni a El mismo lo conoce.

Si alguien en estas palabras quiere entender por conocimiento la visión, no lo contradiré. Pues dice Cristo: El que me conoce, conoce también al Padre. Pero no es eso lo que quiere significar Cristo, sino demostrar su consubstancialidad con el Padre. Como si dijera: El que conozca la substancia mía, conoce por lo mismo al Padre. Instarás: pero ¿qué solución es ésa? También el que ve las creaturas conoce a Dios. Sin embargo, todos ven las creaturas y las conocen, pero a Dios no. Investiguemos qué es lo que Felipe anhela ver. ¿Es acaso la sabiduría del Padre o su bondad? ¡De ninguna manera! Sino qué cosa es Dios en su misma substancia. A esto responde Cristo: El que me ve a Mí. Quien ve las creaturas no ve la substancia de Dios. Cristo dice: El que me ve ha visto al Padre. Si El fuera de otra substancia no lo habría aseverado.

Para usar de un lenguaje más craso, nadie que no conozca el oro puede ver en la plata la substancia del oro, puesto que es imposible conocer una naturaleza en otra distinta. De modo que con razón Cristo increpó a Felipe y le dijo: Tanto tiempo he estado con vosotros. Como si le dijera: Tantas enseñanzas has recibido, tantos milagros has visto realizados por mi autoridad propia, cosas todas privativas de la divinidad y que solamente el Padre hace, como la remisión de los pecados, la revelación de lo íntimo y secreto, las resurrecciones, la creación de los miembros hecha mediante un poco de lodo ¿y no me has conocido?

Como estaba Cristo vestido de nuestra carne, dice: No me has conocido. ¿Has visto al Padre? No busques más. En Mí lo has visto. Si me has visto ya no investigues más con vana curiosidad: en Mi mismo lo has visto. ¿No crees que yo estoy en el Padre? Es decir: ¿que yo me presento en su misma substancia? Las cosas que Yo os manifiesto no son invención mía. ¿Adviertes la suma vecindad y cómo son una misma y única substancia? El Padre que mora en mí El mismo realiza las obras. Mira cómo pasa a las obras habiendo comenzado por las palabras. Lógicamente debió decir: Él es quien pronuncia las palabras; pero es que toca aquí dos cosas: la doctrina y los milagros; o también quiere decir que las palabras mismas ya son obras.

Mas ¿cómo hace el Padre esas obras? Porque en otro lugar dice Cristo: Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis*6. ¿Por qué aquí dice que es el Padre quien las hace? Es para indicar con esto que no hay intermedio entre el Padre y el Hijo. Es decir: No procede el Padre de un modo y Yo de otro; puesto que en otra parte asevera: Mi Padre en todo momento trabaja y Yo también trabajo*7. En ese pasaje indica no haber ninguna diferencia, y aquí declara de nuevo lo mismo.

No te extrañes que las palabras a primera vista parezcan algo rudas. Pues las dijo después de haber dicho a Felipe: ¿No crees? dando a entender que en tal forma atemperaba sus expresiones que arrastraran a Felipe a la fe. Conocía los corazones de sus discípulos. ¿Creéis que Yo estoy en el Padre y el Padre está en Mí? Convenía que vosotros, en oyendo Padre e Hijo, no preguntarais más, para confesar enseguida ser ambos una sola y la misma substancia. Pero si eso no os basta para demostrar la igualdad de honor y la consubstancialidad, aprendedlo recurriendo a las obras. Aquello de: Quien me ha visto también ha visto a mi Padre, si se hubiera referido a las obras, no habría añadido ahora: A lo menos por las obras creedme.

Luego, declarando que puede no únicamente estas obras, sino otras mucho mayores que éstas, lo hace mediante una hipérbole. Porque no dice: Puedo hacer obras mayores que éstas, sino lo que es mucho más admirable: Puedo comunicar a otros el poder de hacer obras superiores a éstas: En verdad, en verdad os digo: El que cree en Mí hará también las obras que Yo hago; y aún mayores que éstas, porque Yo voy al Padre. Quiere decir: En vuestras manos estará en adelante hacer milagros, porque Yo ya me voy.

Una vez que hubo conseguido con su discurso lo que intentaba, dice: Y todo cuando pidiereis en mi nombre lo haré, para que sea glorificado el Padre en el Hijo. ¿Adviertes cómo de nuevo Él es el que obra? Pues dice: Lo haré. Y no dijo: Rogaré a mi Padre, sino: Para que sea glorificado el Padre en Mí. En otra parte decía: Dios lo glorificará en Sí mismo. En cambio aquí dice: El glorificará al Padre. Porque así, cuando se vea que el Hijo puede grandes obras, el Engendrador será glorificado.

¿Qué significa: En mi nombre? Lo que luego los apóstoles decían: En nombre de Jesucristo, levántate y camina. Pues todos los milagros que ellos obraban era El quien los hacía; y la mano del Señor estaba con ellos. Porque dice: Lo haré. ¿Adviertes el poder absoluto? Los milagros que mediante otros se verifican, El los hace; ¿y no podrá hacer los que El mismo obra si no es dándole poder el Padre? ¿Quién podría afirmar tal cosa? Más ¿por qué añade esto? Para confirmar sus palabras y manifestar que las anteriores las dijo atemperándose.

Lo que sigue: Voy al Padre, significa: No perezco, en mi propia dignidad permanezco; estoy en los Cielos. Todo esto lo decía para consolarlos. Como era verosímil que sintieran en su ánimo alguna tristeza, pues no tenían aún una noción justa de la resurrección, con variadas palabras les promete que ellos comunicarán a otros esas mismas cosas y continuamente cuida de ellos y les declara que El permanecerá siempre; y no sólo que permanecerá, sino que incluso demostrará un poder aún mayor.

En consecuencia, vayamos en pos de Él y tomemos nuestra cruz. Pues aun cuando ahora no amenaza ninguna persecución, pero es tiempo de otro género de muerte. Porque dice Pablo: Mortificad vuestros miembros, que son vuestra porción terrena*8. Apaguemos la concupiscencia, reprimamos la ira, quitemos la envidia. Este es un sacrificio en víctima viva; sacrificio que no acaba en ceniza, ni se expande como el humo, ni necesita leña ni fuego ni espada. Porque tiene en sí el fuego y la espada, que es el Espíritu Santo. Usa de este cuchillo y circuncida todo lo inútil, todo lo extraño de tu corazón. Abre tus oídos que estaban cerrados. Porque las enfermedades espirituales y las perversas pasiones suelen cerrar las puertas de los oídos.

El ansia de riquezas no permite oír las palabras de la limosna. La envidia, si se echa encima, aparta las enseñanzas acerca de la caridad; y cualquier otra enfermedad de ésas torna al alma perezosa para todo. Quitemos, pues, esas malas pasiones. Basta con quererlo y todas se apagan. No nos fijemos, os ruego, en que el anhelo de riquezas es una tiranía. La tiranía verdadera la constituye nuestra apatía y pereza. Muchos hay que aseveran no saber qué cosa es la plata, puesto que semejante codicia no es innata y connatural. Las inclinaciones naturales se nos infunden desde el principio. En cambio, durante mucho tiempo se ignoró lo que fueran el oro y la plata.

Entonces ¿de dónde vino semejante codicia? De la vanagloria y de la extrema indolencia. Porque de las pasiones, hay unas que son necesarias, otras connaturales, otras que no son ni lo uno ni lo otro. Por ejemplo: las que si no se satisfacen perece la vida, son necesarias y connaturales, como la del alimento, la bebida y el sueño. En cambio, el amor sensual de los cuerpos se dice connatural, pero no es necesario, puesto que muchos lo han superado y no han perecido. Por lo que mira a la codicia del dinero, ni es connatural ni necesaria, sino adventicia y superflua.

Si queremos no nos dominará. Hablando Cristo acerca de la virginidad, dice: El que pueda entender que entienda*9. Pero acerca de las riquezas no se expresa lo mismo, sino que dice: El que no renunciare a todo lo que posee*10 no es digno de mí. Cristo exhorta a lo que es fácil; pero en lo que supera las fuerzas de muchos lo deja a nuestro arbitrio. Entonces ¿por qué nos privamos de toda defensa? El esclavo de pasiones vehementes no sufrirá tan graves castigos; pero el que se hace esclavo de pasiones más débiles, queda sin posible defensa.

¿Qué responderemos al Juez cuando nos diga: Me viste hambriento y no me diste de comer? ¿Qué excusa tendremos? ¿Objetaremos nuestra pobreza? Pero no somos más pobres que la viuda aquella que venció en generosidad a todos con los dos óbolos que dio de limosna. Dios no exige en los dones la magnitud, sino el fervor de la voluntad; lo cual forma parte de su providencia. Admiremos su bondad y ofrezcamos, en consecuencia, lo que nos sea posible. Así, tras de alcanzar grande clemencia de parte de Dios, así en esta vida como en la futura, podemos disfrutar de los bienes prometidos, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sea la gloria por los siglos de los siglos.–Amén.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Explicación del Evangelio de San Juan (2), Homilía LXXIV (LXXIII), Tradición México 1981, p. 254-59)

*1- Jr 3, 3
*2- Jn 1, 18
*3- Jn 7, 45
*4- Jn 5, 37
*5- Ex 33, 20
*6- Jn 10, 37
*7- Jn 5, 17
*8- Col 3, 5
*9- Mt 19, 12
*10- Lc 14, 33


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Aplicación: P. José A. Marcone, I.V.E. - El camino que conduce al Padre (Jn 14,1-12)

Introducción

Dice el Directorio Homilético: “A partir del V domingo de Pascua la dinámica de las lecturas bíblicas se traslada de la celebración de la Resurrección del Señor a la preparación del momento culminante del Tiempo de Pascua, y a la Venida del Espíritu Santo en Pentecostés”*1. Esto quiere decir que los evangelios de los cuatro primeros domingos de Pascua fueron elegidos para celebrar la Resurrección de Cristo, mientras que los domingos siguientes, del V al VII, fueron elegidos para preparar la Ascensión de Cristo a los cielos y la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.

Los textos de los evangelios de los domingos V a VII de Pascua están tomados del Discurso de Jesús en la Última Cena, y esto por dos razones. En primer lugar, porque este discurso está dirigido especialmente a los creyentes en Cristo*2, a los discípulos de Cristo. Y, en segundo lugar, porque es el lugar donde Jesús habla con mayor claridad acerca de su partida hacia el Padre y de su envío del Espíritu Santo. Al mismo tiempo de anunciar esos dos eventos Jesús los interpreta. De esta manera estos textos del último discurso de Jesús dicho durante la Última Cena son una excelente introducción para prepararse al triunfo total de Cristo: Ascensión y envío del Espíritu Santo.

El domingo de hoy, domingo V, nos prepara más especialmente al triunfo ‘oficial’ de Cristo: su Ascensión y su exaltación a la derecha del Padre. Por lo tanto, el tono o el cariz del domingo de hoy consiste en la alegría por la resurrección de Cristo que nos prepara para celebrar con gran gozo la Ascensión de Jesús y nuestra propia ascensión al final de los tiempos.

1. Jesús anuncia su partida de este mundo y su vuelta al Padre

En el evangelio de hoy Jesucristo habla acerca de su partida de este mundo por su pasión y muerte y acerca de su retorno al Padre por su resurrección y su ascensión. Éste es el tema fundamental del evangelio de hoy.

Lo primero que hace Jesucristo al empezar a hablar es afirmar con fuerza su divinidad: “Creéis en Dios, creed también en mí” (Jn 14,1). Dice San Juan Pablo II respecto a este versículo: “Cuando Jesús pide que crean en Él, se trata no sólo de la fe en el Mesías como el Ungido y el Enviado por Dios, sino de la fe en el Hijo que es de la misma naturaleza que el Padre”*3.

E inmediatamente les anuncia que se va al Padre pero que volverá por segunda vez revestido de gloria para salvar a sus elegidos. Esto es lo que significan estas palabras que hemos leído hoy: “Cuando yo haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros” (Jn 14,3).

En la Última Cena Jesucristo llega a su más honda humillación pues en el lavatorio de los pies asume la forma de siervo, como Él mismo lo dice (Jn 13,16). El lavatorio de los pies es el símbolo del abajamiento más profundo de Jesús y es, al mismo tiempo, símbolo de su pasión y muerte*4. Pero llegado el punto más bajo de su anonadamiento (cf. Filp 2,7) comienza su ascenso al Padre a través de la resurrección y ascensión a la derecha del Padre.

Ante una pregunta del Apóstol Tomás, Jesucristo explica el modo que tiene el cristiano de participar de su resurrección y ascensión, y de ese modo llegar al Padre. Ese modo es Él mismo. Él es el camino porque es la verdad encarnada del Padre y es Él el que da la vida que viene del cielo, la vida sobrenatural. La fe en que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, perfecto Dios y perfecto hombre es la que abre el acceso a la glorificación integral del hombre, cuerpo y alma.

2. Significado eucarístico del evangelio de hoy

El trozo del evangelio que hemos leído hoy, aunque no parezca, está lleno de referencias eucarísticas. Y nosotros debemos hacerlas resaltar dado que, como dice el Directorio Homilético, “la gozosa celebración de los cincuenta días que culminan en Pentecostés es para los homiletas un tiempo excelente para tejer vínculos entre las Escrituras y la Eucaristía”*5.

La primera referencia eucarística del evangelio de hoy es el simple hecho de que se trata de palabras dichas por Jesús en la Última Cena, es decir, apenas unos momentos después de haber instituido la Eucaristía, haber celebrado su Sacrificio, haber ordenado a los primeros ministros de ese sacramento y haber comunicado su Cuerpo y su Sangre a los presentes. Sus apóstoles, con quienes conversa en el evangelio de hoy, acababan de comulgar su Cuerpo y su Sangre. Por eso dice el Directorio Homilético: “El hecho de que los pasajes evangélicos de estos domingos estén todos extraídos de los discursos de Cristo al final de la Última Cena, manifiesta su profundo significado eucarístico”*6.

La segunda referencia a la Eucaristía es que las palabras que Jesús dice en el evangelio de hoy acerca de su partida de este mundo por su pasión y muerte, y acerca de su triunfo por la resurrección y ascensión se realizan de una manera verdadera, real y sustancial en la Eucaristía. La Eucaristía no es solamente el Sacrificio de Cristo, no es solamente el sacramento de la muerte del Señor, sino que es el sacramento del Misterio Pascual completo, que incluye la resurrección y la ascensión a la derecha del Padre. Por eso, la Eucaristía es también sacramento de la Ascensión, de la cual habla el evangelio de hoy. La Eucaristía es un signo sacramental, es decir, eficaz de las palabras de Cristo acerca de su Ascensión. La Ascensión del Señor expresada con palabras en el evangelio de hoy se plasma de una manera concreta y artística, podríamos decir, en la celebración de la Eucaristía. La Eucaristía es la Ascensión de Cristo.

La tercera referencia a la Eucaristía del evangelio de hoy es la ausencia de Judas Iscariote de entre los Doce. En efecto, en 13,18-30 se narra que Judas, instigado por el diablo, sale de la sala para denunciar y traicionar a Jesús delante de los sacerdotes judíos. El contexto en que Judas consuma su decisión de traicionar a Jesús es totalmente eucarístico.

Jesús introduce el anuncio de la traición de Judas citando un texto del Salmo 41,10: “Yo conozco a los que he elegido; pero tiene que cumplirse la Escritura: El que come mi pan ha alzado contra mí su talón” (Jn 13,18)*7. La expresión ‘mi pan’ hace mención, sin duda, a la Eucaristía*8. La palabra ‘talón’ hace referencia a Gén 3,15, donde Yahveh reprende a Satanás (la serpiente) recordándole que el Hijo de la Mujer le aplastará la cabeza con el talón*9. Esta citación del Sal 41,10 dicha por Cristo y referida al traidor Judas expresa que Satanás, a través de su sicario Judas, busca dar vuelta la profecía de Yahveh y ahora quiere ser él, Satanás, el que aplaste con su talón a Cristo. Por algo se dice que el diablo es el mono de Dios. Pero hay un matiz muy importante: el Cristo que Satanás quiere aplastar con su talón es el Cristo Eucarístico. Esta acusación de Cristo contra Judas (‘el que come mi pan alzó contra mí su talón’) es signo y revelación de la lucha eterna que Satanás moverá contra la Eucaristía a lo largo de todos los siglos*10.

Si ponemos en contacto el texto de Jn 13,18 con Jn 6,64 y 6,71 quedará en evidencia que la razón principal de la traición de Judas no fue la avaricia sino la falta de fe en la Eucaristía. En efecto, en el capítulo 6 de San Juan, Jesús anuncia que va a dar de comer su propio Cuerpo y de beber su propia Sangre, lo cual provoca el abandono de muchos de sus discípulos (Jn 6,66). Entonces San Juan dice: “Jesús sabía desde un principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar” (Jn 6,64), con lo cual manifiesta explícitamente que Judas no creyó en la promesa de la Eucaristía. Y casi inmediatamente Jesús dice: “¿No os he elegido yo a vosotros, los Doce? Y uno de vosotros es un diablo” (Jn 6,70). Y el evangelista San Juan explica: “Hablaba de Judas, hijo de Simón Iscariote, porque éste le iba a entregar, uno de los Doce” (Jn 6,71). Queda clarísimo entonces que el gran pecado de Judas fue no haber creído en la Eucaristía y, a causa de esa falta de fe, fue tentado e instigado por el diablo para que traicionara a Jesús*11.

Judas será zarandeado por el diablo y a causa de su falta de fe en la Eucaristía sucumbió a sus instigaciones. San Pedro también será zarandeado por el diablo, como el mismo Cristo lo dijo (Lc 22,31-32) y tambaleará cuando niegue a su Señor por tres veces (Mc 14,66-872). Pero la fe en la Eucaristía que manifestó cuando Jesús la prometió (“Señor, sólo Tú tienes palabras de vida eterna”, Jn 6,68) y la comunión hecha esa misma noche con buena conciencia hicieron que no sucumbiera a la instigación de Satanás, se arrepiente, llora y vuelve al redil. Judas se separó de Jesús y lo traicionó; Pedro, venciendo las tentaciones de separarse de Jesús, se unió con más fuerza a Él y llegó a una unión máxima. Y todo tuvo su punto de partida y su vigor en el rechazo del misterio de la Eucaristía o en la fe humilde en el misterio de la Eucaristía. El cristiano que cree y ama la Eucaristía puede hacer frente al zarandeo de Satanás y salir airoso.

La cuarta referencia del evangelio de hoy a la Eucaristía es la relación que tiene con Jn 14,20, dado que Jn 14,20 es continuación del evangelio de hoy. Y Jn 14,20, según San Hilario, tiene significado eucarístico. En efecto, en Jn 14,10 (evangelio de hoy) Jesús le dice a Felipe: “¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?”. Y casi como continuación de este texto dice Jesús en Jn 14,20: “Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros”.

Respecto a esto dice San Hilario: “Si se hubiera referido sólo a la unidad de voluntades, no hubiera usado esa cierta gradación y orden al hablar de la consumación de esta unidad, que ha empleado para que creamos que Él está en el Padre por su naturaleza divina, que nosotros, por el contrario, estamos en Él por su nacimiento corporal (por la Encarnación), y que él a su vez, está en nosotros por el misterio del sacramento de la Eucaristía”*12. El ‘yo estoy en vosotros’, según San Hilario, se refiere al hecho que Jesús está en los Apóstoles porque ellos acaban de comulgar su Cuerpo y su Sangre. Por eso, dice San Hilario, “debemos estar convencidos que permanece en nosotros de un modo connatural” por el sacramento de la Eucaristía. “Hasta qué punto esta unidad es connatural en nosotros lo atestigua Él mismo con estas palabras: El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él. Para estar en Él, tiene Él que estar en nosotros, ya que sólo él mantiene asumida en su persona la carne de los que reciben la suya”*3.

La quinta referencia a la Eucaristía en el evangelio de hoy la encontramos cuando Jesucristo nos dice que Él es el camino porque Él es la vida sobrenatural de las almas. Y esa vida solamente puede recibirse a través de la Eucaristía: “El pan que yo les voy a dar, es mi carne por la vida del mundo. En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre” (Jn 6,51. 53-54. 57-58).

Conclusión

El domingo de hoy está orientado todo él a prepararnos para participar y compartir con Cristo su triunfo pascual absoluto, es decir, su sentarse a la derecha del Padre para asumir el dominio pleno sobre todas las cosas, no sólo según su divinidad sino también según su humanidad. Este domingo nos prepara a ser partícipes de la Ascensión del Señor.

Pero he aquí que la Ascensión la tenemos al alcance de nuestra mano. En efecto, dentro de pocos instantes consagraremos el pan y el vino que se convertirán en Cristo resucitado y ascendido a los cielos. La Ascensión que Jesucristo nos anunció en el evangelio la tendremos de una manera verdadera y real en esta Eucaristía. Participando digna y activamente de esta Santa Misa nos hacemos partícipes de la Ascensión del Señor y así nos preparamos para el triunfo total de Cristo.

En el evangelio de hoy Jesucristo nos dijo que Él es el camino para llegar al Padre porque Él es la verdad del Padre que se ha hecho carne, la verdad del Padre que se ha hecho hombre. Y si Jesús es el camino, no hay camino más corto y más seguro para llegar al Padre que comulgar su Cuerpo y su Sangre. Al unirnos a Cristo a través de la comunión eucarística llevamos a cumplimiento nuestra propia ascensión para estar junto al Padre. Al unirnos a Cristo en la comunión ascendemos con Él a los cielos y nos unimos al Padre. Por eso dice San Hilario: “Así tenemos acceso a la unidad con el Padre, ya que, estando Él en el Padre por generación natural, también nosotros estamos en Él de un modo connatural, por su presencia permanente y connatural en nosotros” a través del sacramento de la Eucaristía.

Al decir Cristo ‘Yo soy el camino, la verdad y la vida’ está diciendo ‘Yo soy la Eucaristía’. La Eucaristía es el camino, la verdad y la vida.


*1- Congregación para el Clero, Directorio Homilético, 2014, nº 55.
*2- “Los discursos de los primeros doce capítulos estaban dirigidos sobre todo a los no creyentes. Ahora, el cuarto evangelio trata de focalizar nuestra atención sobre el mensaje de Jesús a los creyentes” (Brown, R., Il Vangelo e le lettere di Giovanni. Breve commentario, Editrice Queriniana, Brescia, 1994, p. 104; traducción nuestra).
*3- San Juan Pablo II, Catequesis en la Audiencia General, 21 de octubre de 1987, nº 1.
*4- También es símbolo del Bautismo.
*5- Congregación para el Clero, Directorio Homilético, 2014, nº 54.
*6- Congregación para el Clero, Directorio Homilético, 2014, nº 55.
*7- La biblia denominada “El Libro del Pueblo de Dios”, traducción de los argentinos Levoratti y Trusso, que es la traducción que ha adoptado el leccionario oficial de uso en Argentina, traduce: “El que comparte mi pan se volvió contra mí”. Sin embargo, el verbo ‘compartir’ está absolutamente ausente del original griego. El verbo que se usa es el verbo trógo, que significa ‘comer masticando’. Además, el original hebreo del Sal 41,10 que cita Jesucristo dice: ‘okel, que es el participio presente del verbo ‘akal, que significa ‘comer’, es decir, ‘el que come’ y no ‘el que comparte’. Esta biblia comete otro grosero error de traducción al borrar del texto del original griego del evangelio la palabra ptérna, que significa ‘talón’. El texto griego dice: ho trógon mou tòn árton epêren ep’ emè tèn ptérnan autoû, cuya traducción literal es: “El que come mi pan alzó contra mí su talón”. Por otro lado, el texto hebreo de Sal 41,10, trae la palabra ‘aqeb, que significa ‘talón’. Como veremos ahora, estas precisiones textuales son muy importantes porque tocan a la esencia del texto.
*8- Raymond Brown piensa que hace mención explícita a la Eucaristía e, incluso, sostiene, con pocos argumentos, que es posible que en ese lugar del evangelio de San Juan se encontraba el relato de la institución de la Eucaristía, que habría sido corrida al capítulo 6 posteriormente. Si bien no es atendible, a mi modo de ver, esta teoría (porque el Discurso del Pan de Vida en el capítulo 6 está perfectamente engarzado con la multiplicación de los panes), sí es de mucho valor el hecho de que R. Brown ponga este v.18, que es citación del Sal.41,10, en relación directa con la Eucaristía (cf. Brown, R., Il Vangelo e le lettere di Giovanni…, p. 101).
*9- Dice R. Brown: “Puede ser que en el extraño detalle del ‘talón’, en el v. 18 -el cual recuerda a la serpiente del Génesis que insidia el talón y es aplastada por la descendencia que nacerá de la mujer- Juan vea un elemento de la lucha titánica entre el Salvador y la serpiente, prevista desde los orígenes de la historia” (Brown, R., Il Vangelo e le lettere di Giovanni…, p. 102-103).
*10- El Beato Clemente Marchisio tiene un libro donde explica las características de la lucha de Satanás contra la Eucaristía, Beato Clemente Marchisio, La Santísima Eucaristía combatida por el Satanismo, Turín, Agosto de 1894.
*11- Dice R. Brown: “Para Juan y para Lucas, la verdadera causa de la traición de Judas no fue la avaricia, sino la instigación satánica (cf. Lc 22,1-4)” (Brown, R., Il Vangelo e le lettere di Giovanni…, p. 99). El texto de Lc 22,1-4 es el siguiente: “Se acercaba la fiesta de los Ázimos, llamada Pascua. Los sumos sacerdotes y los escribas buscaban cómo hacerle desaparecer, pues temían al pueblo. Entonces Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era del número de los Doce; y se fue a tratar con los sumos sacerdotes y los jefes de la guardia del modo de entregárselo”.
*12- San Hilario, Tratado sobre la Santísima Trinidad, Libro 8, 14; PL 10, 246-249.
*13- San Hilario, además, en el trozo recién citado dice que la Eucaristía genera en nosotros una unidad con Cristo análoga a la unidad entre el Hijo y el Padre en la Trinidad. Por la Eucaristía Cristo está en nosotros de un modo connatural, análogo al modo connatural en que una Persona está en la otra en la Trinidad.
"Alegrémonos todos en el Señor al celebrar esta solemnidad en honor de todos los Santos, de la cual se alegran los ángeles y juntos alaban al Hijo de Dios",

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Aplicación: S.S. Francisco p.p. Enfrentar los problemas en la Iglesia

Hoy la lectura de los Hechos de los Apóstoles nos hace ver que también en la Iglesia de los orígenes surgen las primeras tensiones y las primeras divergencias. En la vida, los conflictos existen, la cuestión es cómo se afrontan. Hasta ese momento la unidad de la comunidad cristiana había sido favorecida por la pertenencia a una única etnia, y a una única cultura, la judía. Pero cuando el cristianismo, que por voluntad de Jesús está destinado a todos los pueblos, se abrió al ámbito cultural griego, faltaba esa homogeneidad y surgieron las primeras dificultades. En ese momento creció el descontento, había quejas, corrían voces de favoritismos y desigualdad de trato. Esto sucede también en nuestras parroquias. La ayuda de la comunidad a las personas necesitadas —viudas, huérfanos y pobres en general—, parecía privilegiar a los cristianos de origen judío respecto a los demás.

Entonces, ante este conflicto, los Apóstoles afrontaron la situación: convocaron a una reunión abierta también a los discípulos, discutieron juntos la cuestión. Todos. Los problemas, en efecto, no se resuelven simulando que no existan. Y es hermosa esta confrontación franca entre los pastores y los demás fieles. Se llegó, por lo tanto, a una subdivisión de las tareas. Los Apóstoles hicieron una propuesta que fue acogida por todos: ellos se dedicarán a la oración y al ministerio de la Palabra, mientras que siete hombres, los diáconos, proveerán al servicio de las mesas de los pobres. Estos siete no fueron elegidos por ser expertos en negocios, sino por ser hombres honrados y de buena reputación, llenos de Espíritu Santo y de sabiduría; y fueron constituidos en su servicio mediante la imposición de las manos por parte de los Apóstoles.

Y, así, de ese descontento, de esa queja, de esas voces de favoritismo y desigualdad de trato, se llegó a una solución. Confrontándonos, discutiendo y rezando, así se resuelven los conflictos en la Iglesia. Confrontándonos, discutiendo y rezando. Con la certeza de que las críticas, la envidias y los celos no podrán jamás conducirnos a la concordia, a la armonía o a la paz. También allí fue el Espíritu Santo quien coronó este acuerdo; y esto nos hace comprender que cuando dejamos la conducción al Espíritu Santo, Él nos lleva a la armonía, a la unidad y al respeto de los diversos dones y talentos. ¿Habéis entendido bien? Nada de críticas, nada de envidias, nada de celos. ¿Entendido?

Que la Virgen María nos ayude a ser dóciles al Espíritu Santo, para que sepamos estimarnos mutuamente y converger cada vez más profundamente en la fe y en la caridad, teniendo el corazón abierto a las necesidades de los hermanos.
(Regina Coeli, 18 de mayo de 2014)


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Aplicación: San Juan Pablo II - “Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14,6).

La alegría de la Pascua se deriva del hecho de que Cristo, con la potencia de su cruz y de su resurrección, nos lleva al Padre. Y en la casa de su Padre hay muchas moradas. Él va a preparar una morada para nosotros (Jn 14,1).

La alegría de la resurrección se transforma ya claramente en la espera del retorno de Cristo al cielo. Y esto suscita cierta tristeza y cierto miedo. Por lo cual, el Salvador dice: “No perdáis la calma” (Jn 14,1).

La resurrección del Señor ha abierto una perspectiva clara de los destinos últimos del hombre en Dios. Cristo nos guía hacia estos destinos con la potencia del Espíritu Santo. Nos preparamos a la Ascensión y juntamente a Pentecostés.

Cristo es el camino: nadie va al Padre sino por Él (cf. Jn 14,6).

El Apóstol Felipe, con sencillez, pero también con curiosidad ansiosa, pide al maestro Divino: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Da la impresión de estar escuchando la pregunta que atormenta al hombre de siempre, necesitado de certidumbre y seguridad, deseoso de encontrarse con Dios. Jesús responde con firme autoridad: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre que permanece en mí, Él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí”. Jesús subraya la perfecta identidad de naturaleza entre Él y el Padre, y por lo tanto, la identidad de pensamiento (lo que yo os digo no lo hablo por mi cuenta) y de acción (el Padre que permanece en mí, Él mismo hace las obras), aun dentro de la distinción de las divinas Personas.

Jesús parece reprochar a Felipe por su pregunta: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe?” Pero más que un reproche, era una constatación de las dificultades que la razón humana experimenta ante el misterio. Efectivamente, nos encontramos aquí en la cumbre del misterio trinitario y sólo conociendo profundamente a Jesucristo y aceptando todo su mensaje, es posible conocer a Dios como Padre, que revela su amor con la creación y la redención. Sólo Jesús es el camino hacia el Padre; sólo Jesús nos hace conocer el misterio trascendente de la Santísima Trinidad y el misterio inmanente de la Providencia de Dios, que está presente en la historia de los hombres con el proyecto de salvación, que nos trae su amor, su misericordia y su perdón.

El Apóstol Tomás plantea luego, con idéntica sencillez, la segunda pregunta igualmente fundamental, referente al destino del hombre: “Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?”. Jesús responde, con igual claridad, que Él retorna al Padre, a la casa del Padre, adonde todos están llamados a entrar, porque para todos hay un lugar asignado. El camino es Él mismo, con la verdad que ha revelado y la gracia sacramental que ha traído con la encarnación y la redención. La concepción cristiana de la vida es radicalmente escatológica, es decir, proyectada más allá del tiempo y de la historia: cada uno debe negociar apasionadamente los talentos propios durante la existencia, en espera del lugar feliz y eterno en la casa del Padre: “Volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros”. Y Jesús concluye dirigiéndonos también a nosotros su palabra decisiva: “Creed en Dios y creed también en mí”. Únicamente Jesús es la luz. ¡Él sólo es la Verdad!

Cristo nos lleva al Padre, convirtiéndose en piedra angular de la Iglesia, esto es, del templo espiritual.

La segunda lectura, tomada de la primera Carta de San Pedro, nos hace meditar en la Iglesia y en la misión de
los laicos en la Iglesia.

Jesús quiso elegir a Pedro y a los Apóstoles y fundar sobre ellos y sus sucesores la Iglesia, dándoles sus mismos poderes divinos y entregándoles la Verdad revelada, para su transmisión íntegra, su desarrollo con la asistencia del Espíritu Santo y su defensa contra los errores. Pero es también evidente, como dice Pedro, que la “Piedra angular” del edificio espiritual es Él, Cristo: piedra viva, escogida, preciosa y “el que crea en ella no quedará defraudado”. En otro contexto, también San Pablo afirma “... la piedra era Cristo” (1 Cor 10,4).

Sobre esta “piedra angular”, que por desgracia muchos rechazan con daño común, ya que no puede ser eliminada, todos los seguidores de Cristo están llamados a ser piedras vivas para la construcción del edificio espiritual, “formando un sacerdocio sagrado para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo”. Grande es, pues, la dignidad y grande la responsabilidad de cada uno de los cristianos. “El honor es para vosotros los creyentes -escribe San Pedro-. Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa”.

Así, pues, Cristo es el camino y nosotros caminamos en Él hacia el Padre, hacia la casa del Padre. En Él: con la fuerza de su cruz y de la resurrección. Con la fuerza de su Evangelio y de la Eucaristía.

Y simultáneamente Cristo es piedra angular: nos lleva al Padre en la comunidad del Pueblo “adquirido por Dios” (1 Pe. 2,9), haciéndonos “piedras vivas para la construcción de un edificio espiritual” (1 Pe 2,5).

Cristo nos conduce a los destinos definitivos en Dios por medio de la misma Iglesia, que Él fundó sobre los Apóstoles, como lo testimonia la primera lectura.

Mediante una múltiple participación de la diaconía de la Iglesia construimos, como piedras vivas, un edificio espiritual. La piedra angular sigue siendo siempre la redención: el servicio de la cruz y de la resurrección de Cristo. De ella sacamos todos la vida y la salvación.

Conservad profundamente en el corazón la verdad salvífica que la Iglesia proclama en el V domingo de Pascua.

Que se consolide en vuestra conciencia. Que guíe vuestro comportamiento. Cristo es el camino, la verdad y la vida. ¡Caminemos por este camino! ¡Amemos esta verdad! ¡Vivamos esta vida!

“Que no se turbe vuestro corazón” (Jn 14,1,27). Dejad que os impregne esta fortaleza que brota de la resurrección del Señor. La victoria es nuestra fe (cf. 1 Jn 5,4).
(Homilía en la parroquia Santa María Auxiliadora, 20 de mayo de 1984)


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Aplicación: Benedicto XVI - Jesús es el camino, la verdad y la vida

En el Evangelio que acabamos de escuchar, Jesús dice a sus Apóstoles que tengan fe en Él, porque Él es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Cristo es el camino que conduce al Padre, la verdad que da sentido a la existencia humana, y la fuente de esa vida que es alegría eterna con todos los Santos en el Reino de los cielos. Acojamos estas palabras del Señor. Renovemos nuestra fe en Él y pongamos nuestra esperanza en sus promesas.

Con esta invitación a perseverar en la fe de Pedro (cf. Lc 22,32; Mt 16,17), les saludo a todos con gran afecto.

La primera lectura de hoy, tomada de los Hechos de los Apóstoles, habla de las tensiones lingüísticas y culturales que había en la primitiva comunidad eclesial. Al mismo tiempo, muestra el poder de la Palabra de Dios, proclamada autorizadamente por los Apóstoles y acogida en la fe, para crear una unidad capaz de ir más allá de las divisiones que provienen de los límites y debilidades humanas. Se nos recuerda aquí una verdad fundamental: que la unidad de la Iglesia no tiene más fundamento que la Palabra de Dios, hecha carne en Cristo Jesús, Nuestro Señor. Todos los signos externos de identidad, todas las estructuras, asociaciones o programas, por válidos o incluso esenciales que sean, existen en último término únicamente para sostener y favorecer una unidad más profunda que, en Cristo, es un don indefectible de Dios a su Iglesia.

La primera lectura muestra, además, como vemos en la imposición de manos sobre los primeros diáconos, que la unidad de la Iglesia es “apostólica”, es decir, una unidad visible fundada sobre los Apóstoles, que Cristo eligió y constituyó como testigos de su resurrección, y nacida de lo que la Escritura denomina “la obediencia de la fe” (Rm 1,5; Hch 6,7).

“Autoridad”… “obediencia”. Siendo francos, estas palabras no se pronuncian hoy fácilmente. Palabras como éstas representan “una piedra de tropiezo” para muchos de nuestros contemporáneos, especialmente en una sociedad que justamente da mucho valor a la libertad personal. Y, sin embargo, a la luz de nuestra fe en Cristo, “el camino, la verdad y la vida”, alcanzamos a ver el sentido más pleno, el valor e incluso la belleza de tales palabras. El Evangelio nos enseña que la auténtica libertad, la libertad de los hijos de Dios, se encuentra sólo en la renuncia al propio yo, que es parte del misterio del amor. Sólo perdiendo la propia vida, como nos dice el Señor, nos encontramos realmente a nosotros mismos (cf. Lc 17,33). La verdadera libertad florece cuando nos alejamos del yugo del pecado, que nubla nuestra percepción y debilita nuestra determinación, y ve la fuente de nuestra felicidad definitiva en Él, que es amor infinito, libertad infinita, vida sin fin. “En su voluntad está nuestra paz”.

Por tanto, la verdadera libertad es un don gratuito de Dios, fruto de la conversión a su verdad, a la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32). Y dicha libertad en la verdad lleva consigo un modo nuevo y liberador de ver la realidad. Cuando nos identificamos con “la mente de Cristo” (cf. Fil 2,5), se nos abren nuevos horizontes. A la luz de la fe, en la comunión de la Iglesia, encontramos también la inspiración y la fuerza para llegar a ser fermento del Evangelio en este mundo. Llegamos a ser luz del mundo, sal de la tierra (cf. Mt 5,13-14), encargados del “apostolado” de conformar nuestras vidas y el mundo en que vivimos cada vez más plenamente con el plan salvador de Dios.

La magnífica visión de un mundo transformado por la verdad liberadora del Evangelio queda reflejada en la descripción de la Iglesia que encontramos en la segunda lectura de hoy. El Apóstol nos dice que Cristo, resucitado de entre los muertos, es la piedra angular de un gran templo que también ahora se está edificando en el Espíritu. Y nosotros, miembros de su cuerpo, nos hacemos por el Bautismo “piedras vivas” de ese templo, participando por la gracia en la vida de Dios, bendecidos con la libertad de los hijos de Dios, y capaces de ofrecer sacrificios espirituales agradables a él (cf. 1 P 2,5). ¿Qué otra ofrenda estamos llamados a realizar, sino la de dirigir todo pensamiento, palabra o acción a la verdad del Evangelio, o a dedicar toda nuestra energía al servicio del Reino de Dios? Sólo así podemos construir con Dios, sobre el cimiento que es Cristo (cf. 1 Co 3,11). Sólo así podemos edificar algo que sea realmente duradero. Sólo así nuestra vida encuentra el significado último y da frutos perdurables.

“Ustedes son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que les llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa” (1 P 2,9). Estas palabras del Apóstol Pedro no sólo nos recuerdan la dignidad que por gracia de Dios tenemos, sino que también entrañan un desafío y una fidelidad cada vez más grande a la herencia gloriosa recibida en Cristo (cf. Ef 1,18). Nos retan a examinar nuestras conciencias, a purificar nuestros corazones, a renovar nuestro compromiso bautismal de rechazar a Satanás y todas sus promesas vacías. Nos retan a ser un pueblo de la alegría, heraldos de la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5) nacida de la fe en la Palabra de Dios y de la confianza en sus promesas.

En esta tierra, ustedes y muchos de sus vecinos rezan todos los días al Padre con las palabras del Señor: “Venga tu Reino”. Esta plegaria debe forjar la mente y el corazón de todo cristiano de esta Nación. Debe dar fruto en el modo en que ustedes viven su esperanza y en la manera en que construyen su familia y su comunidad. Debe crear nuevos “lugares de esperanza” (cf. Spe salvi, 32ss) en los que el Reino de Dios se haga presente con todo su poder salvador.

Además, rezar con fervor por la venida del Reino significa estar constantemente atentos a los signos de su presencia, trabajando para que crezca en cada sector de la sociedad. Esto quiere decir afrontar los desafíos del presente y del futuro confiados en la victoria de Cristo y comprometiéndose en extender su Reino. Comporta no perder la confianza ante resistencias, adversidades o escándalos. Significa superar toda separación entre fe y vida, oponiéndose a los falsos evangelios de libertad y felicidad. Quiere decir, además, rechazar la falsa dicotomía entre la fe y la vida política, pues, como ha afirmado el Concilio Vaticano II, “ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios” (Lumen gentium, 36). Esto quiere decir esforzarse para enriquecer la sociedad y la cultura americanas con la belleza y la verdad del Evangelio, sin perder jamás de vista esa gran esperanza que da sentido y valor a todas las otras esperanzas que inspiran nuestra vida.

En el Evangelio de hoy, el Señor promete a los discípulos que realizarán obras todavía más grandes que las suyas (cf. Jn 14,12). Unamos, pues, nuestras plegarias a la suya, como piedras vivas del templo espiritual que es su Iglesia una, santa, católica y apostólica. Dirijamos nuestra mirada hacia él, pues también ahora nos está preparando un sitio en la casa de su Padre. Y, fortalecidos por el Espíritu Santo, trabajemos con renovado ardor por la extensión de su Reino.

“Dichosos los creyentes” (cf. 1 P 2,7). Dirijámonos a Jesús. Sólo Él es el camino que conduce a la felicidad eterna, la verdad que satisface los deseos más profundos de todo corazón, y la vida trae siempre nuevo gozo y esperanza, para nosotros y para todo el mundo. Amén.
(Yankee Stadium, Bronx, Nueva York, 20 de abril de 2008)

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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E.. No se turbe vuestro corazón Jn 14, 1-6

“No se turbe vuestro corazón” ¿A quién dice esto Jesús? A sus apóstoles pero también a nosotros. ¿Por qué estaba turbado el corazón de los apóstoles? Porque se quedaban solos en este mundo, al menos eso pensaban, y porque sabían que tenían que luchar solos contra el mundo y todos los enemigos si querían alcanzar la vida eterna.

Dice la Biblia de Jerusalén que una situación similar experimentaron los israelitas antes de entrar a la tierra prometida. Desconfiaban y eso que Dios les había manifestado por sus obras que los precedía y los guardaba de todos sus enemigos*1.

Jesús también acompaña a sus apóstoles aunque haya partido al cielo porque está con nosotros “hasta el fin del mundo” y nos librará de todos nuestros enemigos porque nos precede en todo.

Además les dice a los apóstoles que se va al cielo a prepararles morada porque allí hay muchas, una para cada uno. Cuando haya preparado la morada volverá a buscarlos para llevarlos con Él para siempre.

Es decir, que todos los que están con Cristo, los que luchan con Él, los que lo siguen, alcanzarán el cielo y será el mismo Cristo el que los lleve al cielo porque Cristo quiere llevarnos a todos con él a la casa de su Padre.
Él nos pide que creamos en Él como creemos en el Padre, que confiemos, porque Él nos librará en la batalla contra el mundo y Él nos llevará al cielo.

¡Qué hermosa promesa que nos hace Cristo! ¡Qué enorme fuente de consuelo! Saber que Cristo se interesa por nosotros y quiere darnos su vida eterna. Él nos prepara mansión en el cielo, es decir, el intercede ante el Padre para que nosotros vayamos construyendo una morada en el cielo con nuestras buenas obras y cuando la prepare, porque Él es el primer Hacedor, Él es el que nos inspira y nos da fuerza para obrar el bien. Él mismo vendrá a buscarnos en el momento de la muerte para llevarnos al cielo.

No temamos, no nos creamos desamparados, no pensemos que Cristo se fue al cielo y no está aquí con nosotros. Él está cerca de nosotros, en nosotros mismos, para combatir contra el mundo porque ha vencido al mundo y para obrar en nosotros nuestra santificación.

Le dice Tomás que no saben a dónde va. No saben a dónde va porque están distraídos. Cristo los está diciendo: se va a las moradas del Padre, al cielo. Es decir, conocen el destino.

La pregunta de Tomás es lógica. Si no conocen el destino ¿cómo van a conocer el camino? Pero Cristo les dice una vez más el destino “nadie va al Padre” y les dice el camino: “sino por mí”. Aunque antes lo ha dicho con toda claridad: “Yo soy el camino”. Y al decir esto está diciendo que es un camino único porque no hay más que un solo camino divino: este es Jesús. ¿Camino divino? Camino divino y esencial “Yo soy”. Nadie puede ir al cielo, llegar al Padre, sino por este camino. Y es camino único porque quién podrá decir “Yo soy el camino” sino el Hijo encarnado

Yo soy el camino que lleva a la verdad eterna, a la verdad que aquieta nuestra sed de sabiduría y que lleva a la vida y no a cualquier vida sino a la vida del Padre y del Hijo, a la vida eterna.

¿Por dónde quieres ir? Yo soy el camino. ¿A dónde quieres ir? Yo soy la verdad. ¿En dónde quieres permanecer? Yo soy la vida. Todo hombre comprende la verdad y la vida, pero no todos encuentran el camino. Hasta los mismos filósofos del mundo vieron que Dios es la vida eterna, y que es la verdad digna de saberse. Más el Verbo de Dios, que con el Padre es verdad y vida, se hizo el camino tomando la humanidad. Camina por esta humanidad para llegar a Dios, porque preferible es tropezar en este camino, a marchar fuera de la vía recta*2.

Construirse una morada en el cielo es posible sólo siguiendo a Cristo. Siguiendo su caminar, el camino que Él ha abierto con su vida, camino que ha marcado como Verbo Encarnado. Imitar a Cristo es caminar a la Verdad y a la Vida. Imitar a Cristo es caminar su camino. Es caminar por Él.

En otro pasaje más adelante*3 les dice: “no se turbe vuestro corazón ni se acobarde” porque Jesús nos deja su paz, nos da su paz y esta paz de Jesús no la puede arrebatar ni el mundo ni satanás.

La paz del mundo es una paz falsa que lleva consigo la intranquilidad de la conciencia, en cambio, la paz de Jesús pacifica el alma y la deja en un estado de tranquilidad absoluta, de alegría y gozo, de libertad.

La paz del mundo es pasajera. Se da por un tiempo cuando obtenemos la quietud de nuestras apetencias desordenadas pero pasado esta trae el remordimiento y la intranquilidad, en cambio, la paz de Jesús es permanente y nadie la puede arrebatar a no ser que nosotros la perdamos porque nos separamos voluntariamente de Jesús.

La paz del mundo se muestra atractiva a causa de las máximas del mundo que se nos van metiendo en la mente. Poco a poco podemos ceder a esa forma de ser del mundo, difícil de describir pero fácil para entrampar, y luego apetecemos la paz que nos promete, una paz ilusoria y engañosa.

La paz de Cristo es atractiva cuando la experimentamos y se da cuando cumplimos su voluntad, sus mandatos. Si logramos, y es una gracia, la paz de Cristo no la queremos dejar, tan hermosa es. Sin embargo, en esta vida esta paz de Cristo se logra en la lucha contra las malas pasiones que quieren liberarse del suave yugo de Cristo. La paz permanente y estable sólo se dará en el cielo.


*1- Cf. Jsalén. a Jn 14, 1
*2- Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea, San Agustín a Jn 14, 6
*3- Jn 14, 27

(cortesia iveargentina.org)

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