Domingo 5 de Pascua B - Comentarios de Sabios y Santos II: Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada en la Misa Dominical
Recursos adicionales para la preparación
Directorio Homilético: V Domingo de Pascua
Exégesis: Joseph M. Lagrange, O. P. - Jesús es la verdadera vid
Comentario Teológico: Benedicto XVI - La vid y el vino
Santos Padres: San Agustín - Tratados sobre el Evanelio de San Juan
Aplicación:
P. Alfredo Saenz, S.J. - Yo soy la vid
Aplicación: San Juan Pablo II - “El que permanece en mí y yo en él, ése da
fruto abundante” (Jn 15,5).
Aplicación: Gustavo Pascual, I.V.E - Permanecer en Jesús
Aplicación: P. Jorge Loring S.I. - sin mí no pueden hacer nada
Ejemplos
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
Acerca de Las Lecturas del Domingo
Directorio Homilético I: Quinto domingo de Pascua
55. Desde el V domingo de Pascua la dinámica de las lecturas bíblicas se
traslada de la celebración de la Resurrección del Señor a la preparación del
momento culminante del Tiempo de Pascua, y a la Venida del Espíritu Santo en
Pentecostés. El hecho de que los pasajes evangélicos de estos domingos estén
todos extraídos de los discursos de Cristo al final de la Última Cena,
manifiesta su profundo significado eucarístico. Las lecturas y las oraciones
ofrecen al homileta la ocasión de exponer cual es la función del Espíritu
Santo en el camino que vive la Iglesia. Los párrafos del Catecismo que
conciernen "al Espíritu y la Palabra de Dios en el tiempo de las promesas"
(CEC 702-716) se refieren a las lecturas de la Vigilia pascual, relacionadas
con la obra del Espíritu Santo, mientras que los párrafos que consideran el
tema "el Espíritu Santo y la Iglesia en la Liturgia" (CEC 1091-1109) pueden
servir de ayuda al homileta para ilustrar cómo el Espíritu Santo hace
presente en la Liturgia el Misterio Pascual de Cristo.
(CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO, Directorio Homilético, 2014, nº 55)
Párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica sugeridos por Directorio
Homilético
Quinto domingo de Pascua
CEC 2746-2751: la oración de Cristo en la Última Cena
CEC 736, 755, 787, 1108, 1988, 2074: Cristo es la vid, nosotros los
sarmientos
CEC 953, 1822-1829: la caridad
LA ORACION DE LA HORA DE JESUS
2746 Cuando ha llegado su hora, Jesús ora al Padre (cf Jn 17). Su oración,
la más larga transmitida por el Evangelio, abarca toda la Economía de la
creación y de la salvación, así como su Muerte y su Resurrección. Al igual
que la Pascua de Jesús, sucedida "una vez por todas", permanece siempre
actual, de la misma manera la oración de la "hora de Jesús" sigue presente
en la Liturgia de la Iglesia.
2747 La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración
"sacerdotal" de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable
de su sacrificio, de su "paso" [pascua] hacia el Padre donde él es
"consagrado" enteramente al Padre (cf Jn 17, 11. 13. 19).
2748 En esta oración pascual, sacrificial, todo está "recapitulado" en El
(cf Ef 1, 10): Dios y el mundo, el Verbo y la carne, la vida eterna y el
tiempo, el amor que se entrega y el pecado que lo traiciona, los discípulos
presentes y los que creerán en El por su palabra, la humillación y la
Gloria. Es la oración de la unidad.
2749 Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su
sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la
"hora de Jesús" llena los últimos tiempos y los lleva hacia su consumación.
Jesús, el Hijo a quien el Padre ha dado todo, se entrega enteramente al
Padre y, al mismo tiempo, se expresa con una libertad soberana (cf Jn 17,
11. 13. 19. 24) debido al poder que el Padre le ha dado sobre toda carne. El
Hijo que se ha hecho Siervo, es el Señor, el Pantocrator. Nuestro Sumo
Sacerdote que ruega por nosotros es también el que ora en nosotros y el Dios
que nos escucha.
2750 Si en el Santo Nombre de Jesús, nos ponemos a orar, podemos recibir en
toda su hondura la oración que él nos enseña: "Padre Nuestro". La oración
sacerdotal de Jesús inspira, desde dentro, las grandes peticiones del
Padrenuestro: la preocupación por el Nombre del Padre (cf Jn 17, 6. 11. 12.
26), el deseo de su Reino (la Gloria; cf Jn 17, 1. 5. 10. 24. 23-26), el
cumplimiento de la voluntad del Padre, de su Designio de salvación (cf Jn
17, 2. 4 .6. 9. 11. 12. 24) y la liberación del mal (cf Jn 17, 15).
2751 Por último, en esta oración Jesús nos revela y nos da el "conocimiento"
indisociable del Padre y del Hijo
(cf Jn 17, 3. 6-10. 25) que es el misterio mismo de la vida de oración.
736 Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar
fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos "el fruto
del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad,
fidelidad, mansedumbre, templanza"(Ga 5, 22-23). "El Espíritu es nuestra
Vida": cuanto más renunciamos a nosotros mismos (cf. Mt 16, 24-26), más
"obramos también según el Espíritu" (Ga 5, 25):
Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos
restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción
filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la
gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la
gloria eterna (San Basilio, Spir. 15,36).
755 "La Iglesia es labranza o campo de Dios (1 Co 3, 9). En este campo crece
el antiguo olivo cuya raíz santa fueron los patriarcas y en el que tuvo y
tendrá lugar la reconciliación de los judíos y de los gentiles (Rm 11,
13-26). El labrador del cielo la plantó como viña selecta (Mt 21, 33-43
par.; cf. Is 5, 1-7). La verdadera vid es Cristo, que da vida y fecundidad a
a los sarmientos, es decir, a nosotros, que permanecemos en él por medio de
la Iglesia y que sin él no podemos hacer nada (Jn 15, 1-5)".
II LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO La Iglesia es comunión con Jesús
787 Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida (cf. Mc.
1,16-20; 3, 13-19); les reveló el Misterio del Reino (cf. Mt 13, 10-17); les
dio parte en su misión, en su alegría (cf. Lc 10, 17-20) y en sus
sufrimientos (cf. Lc 22, 28-30). Jesús habla de una comunión todavía más
íntima entre él y los que le sigan: "Permaneced en Mí, como yo en vosotros
... Yo soy la vid y vosotros los sarmientos" (Jn 15, 4 -5). Anuncia una
comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: "Quien come
mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él" (Jn 6, 56).
La comunión del Espíritu Santo
1108 La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica
es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es
como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (cf Jn
15,1-17; Ga 5,22). En la Liturgia se realiza la cooperación más íntima entre
el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu de Comunión permanece
indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento
de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto d el
Espíritu en la Liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y
comunión fraterna (cf 1 Jn 1,3-7).
1988 Por el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo,
muriendo al pecado, y en su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos
miembros de su Cuerpo que es la Iglesia (cf 1 Co 12), sarmientos unidos a la
Vid que es él mismo (cf Jn 15,1-4):
Por el Espíritu Santo participamos de Dios. Por la participación del
Espíritu venimos a ser partícipes de la naturaleza divina...Por eso,
aquellos en quienes habita el Espíritu están divinizados (S. Atanasio, ep.
Serap. 1,24).
"Sin mí no podéis hacer nada"
2074 Jesús dice: "Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece
en mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada"
(Jn 15,5). El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida
fecundada por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo,
participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador
mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros
hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e
interior de nuestro obrar. "Este es el mandamiento mío: que os améis los
unos a los otros como yo os he amado" (Jn
15,12).
953 La comunión de la caridad : En la "comunión de los santos" "ninguno de
nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo" (Rm 14,
7). "Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es
honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois
el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte" (1 Co 12, 26-27).
"La caridad no busca su interés" (1 Co 13, 5; cf. 10, 24). El menor de
nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta
solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la
comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión.
La caridad
1822 La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas
las cosas por él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor
de Dios.
1823 Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13,34). Amando a
los suyos "hasta el fin" (Jn 13,1), manifiesta el amor del Padre que ha
recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que
reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: "Como el Padre me amó, yo
también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Y también:
"Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado"
(Jn 15,12).
1824 Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los
mandamientos de Dios y de Cristo: "Permaneced en mi amor. Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor" (Jn 15,9 -10; cf Mt
22,40; Rm 13,8-10).
1825 Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía enemigos (cf Rm
5,10). El Señor nos pide que amemos como él hasta nuestros enemigos (cf Mt
5,44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc
10,27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9,37) y a los pobres como a él
mismo (cf Mt 25,40.45).
El apóstol S. Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: "La
caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa. no es
jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita;
no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la
verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta (1 Co
13,4-7).
1826 "Si no tengo caridad -dice también el apóstol- nada soy...". Y todo lo
que es privilegio, servicio, virtud misma..."si no tengo caridad, nada me
aprovecha" (1 Co 13,1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la
primera de las virtudes teologales: "Ahora subsisten la fe, la esperanza y
la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad" (1 Co
13,13).
1827 El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la
caridad. Esta es "el vínculo de la perfección" (Col 3,14); es la forma de
las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su
práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de
amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.
1828 La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la
libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un
esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal,
sino como un hijo que responde al amor del "que nos amó primero" (1 Jn
4,19):
O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición
del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a
mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que
manda...y entonces estamos en la disposición de hijos (S. Basilio, reg. fus.
prol. 3).
1829 La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la
práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la
reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:
La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para
conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos
(S. Agustín, ep. Jo. 10,4).
Exégesis: Joseph M. Lagrange, O. P. - Jesús es la verdadera vid
La primera instrucción que aquí nos da Jesús cambia de rumbo, tiene por
objeto la unión de Cristo con sus discípulos, comparada a la verdadera vid
con sus sarmientos, y se consigue por la caridad de unos con otros. Como si
Jesús acabase en aquellos momentos de escoger a los suyos, pondera el honor
de la elección y el lazo de amor creado entre ellos. Tal vez el primer
diseño del discurso debiera trasladarse a cuando eligió a los Doce. Pero se
comprende mejor la insistencia sobre la unión del amor cuando acababa de
revelárseles la presencia espiritual de Jesús entre los suyos, y el acento
de melancólica ternura en vísperas de su separación. Brotan entonces dulces
y frescas las primeras impresiones del momento, en que los amigos sienten
que se aman, y el acento varonil de abnegación frente a la muerte. La
comparación de la vid es una alegoría. Jesús es la vid su Padre, el viñador;
los discípulos, los sarmientos que se nutren de la savia de la vid, que dan
fruto gracias a aquella savia; los sarmientos que se secan son cortados, y
desde ese momento ya sólo valen para el fuego. Un buen viñador no deja que
la vid crezca a voluntad, la limpia, corta los brotes parásitos para que dé
más fruto. Así son las pruebas enviadas por Dios. Es también el viñador que
corta los sarmientos, pero este punto no tiene aplicación en el orden moral:
Jesús siempre respeta el libre arbitrio: «No podéis dar fruto si no estáis
en mí». Los que permanecen con Él, lo aman y dan mucho fruto, porque sin Él
nada pueden hacer. Los que con Él no estuvieren, es por culpa de ellos, y se
les arrojará como leña inútil, y para que no estorben se les echará al
fuego. Sombría perspectiva ésta. Pero el Salvador no se para aquí. ¿Por qué
han de temer sus discípulos? Les concederá cuanto pidan, porque ése es el
deseo del Padre y es su propia gloria, que den mucho fruto: entonces,
verdaderamente, serán sus discípulos.
La alegoría de la vid estaba terminada, y Jesús había dicho a qué personas
se aplicaba. Faltaba por explicar lo que significaba para los hombres «vivir
en otro», ser como las ramas unidas al tronco para aspirar la savia, y hacer
así saber a los suyos lo que esperaba de ellos. Todo lo esclarece una sola
palabra: la caridad, el afecto, que es aquí amistad. Dios Padre ama a su
Hijo, y este amor eterno se manifestó particularmente cuando deseó que su
Hijo se hiciese hombre. Desde entonces el Hijo debía cumplir los mandatos
del Padre para testificarle su amor. De esta misma manera ha amado Jesús a
sus discípulos y quiere que ellos le prueben su amor, guardando sus
mandamientos. ¡Son amados! Que sus corazones salten de gozo al oír esta
palabra que ninguna otra iguala. Es la suprema alegría del Cristianismo, que
nada se la puede alterar. Predica la disciplina, la abnegación, la
aceptación de todos los sacrificios; todo esto no importa al que se siente
amado, y cuyas tristezas se cambian en alegría. El amor que desciende del
Padre va más allá de cada discípulo, es menester que se difunda entre ellos.
No es un amor de juego, es un don de sí mismo, que en Jesús llega hasta el
sacrificio de la vida; se lo trae discretamente a la memoria, y que ningún
amor puede ser mayor. ¡Qué singular prerrogativa de las cosas hechas por
amor! Obedecer es oficio de criado y, sin embargo, dice Jesús a sus
discípulos: «Vosotros sois mis amigos, si hiciereis lo que yo os mando». Y
seguro de su docilidad: «No os llamaré más siervos..., yo os llamo amigos,
porque os he dado a conocer cuanto he oído a mi Padre», la palabra eterna
del amor. A ellos toca continuar llamándose sus siervos, porque no debían
olvidar que antes que ellos se unieran a Él les había elegido, y no ellos a
Él, aunque han sido los primeros en adherírsele con confianza. Pero esa
elección es el mejor estímulo para ir a donde los había de enviar, a
cosechar el fruto que muy bien conocían: llevar al hombre al reino de Dios.
Serán sus servidores, y lo serán siempre, pero servidores que están seguros
de obtener de Él cuanto pidan, pues por esto son sus amigos. Sólo les exige
que se amen los unos a los otros.
Lo que les dice es poco, pero encierra el secreto de la vida espiritual y el
germen de todo apostolado. Los amigos de Jesús vivirían en adelante de su
vida y realizarían su obra. Están en Dios por caridad, y esta caridad es
amor de amistad y el mandamiento por excelencia
Toda la teología de la gracia está aquí encerrada: su desarrollo es
admirable, pero ¡es tan clara y sabrosa en su fuente!...
(LAGRANGE, Vida de Jesucristo según el evangelio, Edibesa Madrid 1999, pág.
459-61)
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Comentario Teológico: Benedicto XVI - La vid y el vino
Mientras el agua es un elemento fundamental para la vida de todas las
criaturas de la tierra, el pan de trigo, el vino y el aceite de oliva son
dones típicos de la cultura mediterránea. El canto solemne de la creación,
el Salmo 104, habla en primer lugar de la hierba, que Dios ha pensado para
el ganado, y después menciona lo que Dios regala al hombre a través de la
tierra: el pan que se obtiene de la tierra, el vino que le alegra el corazón
y, finalmente, el aceite, que da brillo a su rostro. Luego habla otra vez
del pan que lo fortalece (cf. vv. 14s). Los tres grandes dones de la tierra
se han convertido, junto con el agua, en los elementos sacramentales
fundamentales de la Iglesia, en los cuales los frutos de la creación se
convierten en vehículos de la acción de Dios en la historia, en «signos»
mediante los cuales Él nos muestra su especial cercanía.
Los tres dones presentan características distintas entre sí y, por ello,
cada uno tiene una función diferente de signo. El pan, preparado en su forma
más sencilla con agua y harina de trigo molida —a lo que se añade
naturalmente el fuego y el trabajo del hombre— es el alimento básico. Es
propio tanto de los pobres como de los ricos, pero sobre todo de los pobres.
Representa la bondad de la creación y del Creador, pero al mismo tiempo la
humildad de la sencillez de la vida cotidiana. En cambio, el vino representa
la fiesta; permite al hombre sentir la magnificencia de la creación. Así, es
propio de los ritos del sábado, de la Pascua, de las bodas. Y nos deja
vislumbrar algo de la fiesta definitiva de Dios con la humanidad, a la que
tienden todas las esperanzas de Israel. «El Señor todopoderoso preparará en
este monte [Sión] para todos los pueblos un festín... un festín de vinos de
solera... de vinos refinados.» (Is 25, 6). Finalmente, el aceite proporciona
al hombre fuerza y belleza, posee una fuerza curativa y nutritiva. En la
unción de profetas, reyes y sacerdotes, es signo de una exigencia más
elevada.
El aceite de oliva —por lo que he podido apreciar— no aparece en el
Evangelio de Juan. El costoso «aceite de nardo», con el que el Señor fue
ungido por María en Betania antes de su pasión (cf. Jn 12, 3), era
considerado de origen oriental. En esta escena aparece, por una parte, como
signo de la santa prodigalidad del amor y, por otra, como referencia a la
muerte y a la resurrección. El pan lo encontramos en la escena de la
multiplicación de los panes, ampliamente documentada también por los
sinópticos, e inmediatamente después en el gran sermón eucarístico del
Evangelio de Juan. El don del vino nuevo se encuentra en el centro de la
boda de Caná (cf. 2, 1-12), mientras que, en sus sermones de despedida,
Jesús se presenta como la verdadera vid (cf. 15, 1-10).
(…)
Mientras la historia de Caná trata del fruto de la vid con su rico
simbolismo, en Juan 15 —en el contexto de los sermones de despedida— Jesús
retoma la antiquísima imagen de la vid y lleva a término la visión que hay
en ella. Para entender este sermón de Jesús es necesario considerar al menos
un texto fundamental del Antiguo Testamento que contiene el tema de la vid y
reflexionar brevemente sobre una parábola sinóptica afín, que recoge el
texto veterotestamentario y lo transforma. En Isaías 5, 1-7 nos encontramos
una canción de la viña. Probablemente el profeta la ha cantado con ocasión
de la fiesta de las Tiendas, en el marco de la alegre atmósfera que
caracterizaba su celebración, que duraba ocho días (cf. Dt 16, 14). Uno se
puede imaginar cómo en las plazas, entre las chozas de ramas y hojas, se
ofrecía todo tipo de representaciones, y cómo el profeta apareció entre los
que celebraban la fiesta anunciándoles un canto de amor: el canto de su
amigo y su viña. Todos sabían que la «viña» era la imagen de la esposa (cf.
Q 2, 15; 7, 13); así, esperaban algo ameno que correspondiera al clima de la
fiesta. Y, en efecto, el canto empezaba bien: el amigo tenía una viña en un
suelo fértil, en el que plantó cepas selectas, y hacía todo lo imaginable
para su buen desarrollo. Pero después cambió la situación: la viña le
decepcionó y en vez de fruto apetitoso no dio sino pequeños agracejos que no
se podían comer. Los oyentes entienden lo que eso significa: la esposa había
sido infiel, había defraudado la confianza y la esperanza, el amor que había
esperado el amigo. ¿Cómo continuará la historia? El amigo abandona la viña
al pillaje, repudia a la esposa dejándola en la deshonra que ella misma se
había ganado.
Ahora está claro: la viña, la esposa, es Israel, son los mismos
espectadores, a los que Dios ha mostrado el camino de la justicia en la
Torá; estos hombres a los que había amado y por los que había hecho de todo,
y que le han correspondido quebrantando la Ley y con un régimen de
injusticias. El canto de amor se convierte en amenaza de juicio, finaliza
con un horizonte sombrío, con la imagen del abandono de Israel por parte de
Dios, tras el cual no se ve en ese momento promesa alguna. Se hace alusión a
la situación que, en la hora angustiosa en que se verifique, se describe en
el lamento ante Dios del Salmo 80: «Sacaste una vid de Egipto, expulsaste a
los gentiles, y la trasplantaste; le preparaste el terreno... ¿Por qué has
derribado su cerca para que la saqueen los viandantes...?» (vv. 9-13). En el
Salmo, el lamento se convierte en súplica: «Cuida esta cepa que tu diestra
plantó..., Dios de los ejércitos, restáuranos, que brille tu rostro y nos
salve» (v. 16-20).
Tras los profundos cambios históricos que tuvieron lugar a partir del
exilio, todavía era ésta fundamentalmente la situación antigua y nueva que
Jesús se encontró en Israel, y habló al corazón de su pueblo. En una
parábola posterior, ya cercano a su pasión, retoma el canto de Isaías
modificándolo (cf. Mc 12, 1-12). Sin embargo, en sus palabras ya no aparece
la vid como imagen de Israel; Israel está ahora representado más bien por
los arrendatarios de una viña, cuyo dueño ha marchado y reclama desde lejos
los frutos que le corresponden. La historia de la lucha siempre nueva de
Dios por y con Israel se muestra en una sucesión de «criados» que, por
encargo del dueño, llegan para recoger la renta, su parte de la vendimia. En
el relato, que habla del maltrato, más aún, del asesinato de los criados,
aparece reflejada la historia de los profetas, su sufrimiento y lo
infructuoso de sus esfuerzos.
Finalmente, en un último intento, el dueño envía a su «hijo querido», el
heredero, quien como tal también puede reclamar la renta ante los jueces y,
por ello, cabe esperar que le presten atención. Pero ocurre lo contrario:
los viñadores matan al hijo precisamente por ser el heredero; de esta
manera, pretenden adueñarse definitivamente de la viña. En la parábola,
Jesús continúa: «¿Qué hará el dueño de la viña? Acabará con los labradores y
arrendará la viña a otros» (Mc 12, 9)
En este punto la parábola, como ocurre también en el canto de Isaías, pasa
de ser un aparente relato de acontecimientos pasados a referirse a la
situación de los oyentes. La historia se convierte de repente en actualidad.
Los oyentes lo saben: Él habla de nosotros (cf. v. 12). Al igual que los
profetas fueron maltratados y asesinados, así vosotros me queréis matar:
hablo de vosotros y de mí.
La exégesis moderna acaba aquí, trasladando así de nuevo la parábola al
pasado. Aparentemente habla sólo de lo que sucedió entonces, del rechazo del
mensaje de Jesús por parte de sus contemporáneos; de su muerte en la cruz.
Pero el Señor habla siempre en el presente y en vista del futuro. Habla
precisamente también con nosotros y de nosotros. Si abrimos los ojos, todo
lo que se dice ¿no es de hecho una descripción de nuestro presente? ¿No es
ésta la lógica de los tiempos modernos, de nuestra época? Declaramos que
Dios ha muerto y, de esta manera, ¡nosotros mismos seremos dios! Por fin
dejamos de ser propiedad de otro y nos convertimos en los únicos dueños de
nosotros mismos y los propietarios del mundo. Por fin podemos hacer lo que
nos apetezca. Nos desembarazamos de Dios; ya no hay normas por encima de
nosotros, nosotros mismos somos la norma. La «viña» es nuestra. Empezamos a
descubrir ahora las consecuencias que está teniendo todo esto para el hombre
y para el mundo...
Regresemos al texto de la parábola. En Isaías no había en este punto promesa
alguna en perspectiva; en el Salmo, en el momento en que se cumple la
amenaza, el dolor se convierte en oración. Ésta es la situación de Israel,
de la Iglesia y de la humanidad que se repite siempre. Una y otra vez
volvemos a estar en la oscuridad de la prueba, pudiendo clamar a Dios:
«¡Restáuranos!». En las palabras de Jesús, sin embargo, hay una promesa, una
primera respuesta a la plegaria: «¡Cuida esta cepa!». El reino se traspasa a
otros siervos: esta afirmación es tanto una amenaza de juicio como una
promesa. Significa que el Señor mantiene firmemente en sus manos su viña, y
que ya no está supeditado a los criados actuales. Esta amenaza-promesa
afecta no sólo a los círculos dominantes de los que y con los que habla
Jesús. Es válida también en el nuevo pueblo de Dios. No afecta a la Iglesia
en su conjunto, es cierto, pero sí a las Iglesias locales, siempre de nuevo,
tal como muestra la palabra del Resucitado a la Iglesia de Efeso:
«Arrepiéntete y vuelve a tu conducta primera. Si no te arrepientes, vendré a
ti y arrancaré tu candelabro de su puesto.» (Ap 2,5).
Pero a la amenaza y la promesa del traspaso de la viña a otros criados sigue
una promesa mucho más importante. El Señor cita el Salmo 118,22: «La piedra
que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». La muerte del
Hijo no es la última palabra. Aquel que han matado no permanece en la
muerte, no queda «desechado». Se convierte en un nuevo comienzo. Jesús da a
entender que El mismo será el Hijo ejecutado; predice su crucifixión y su
resurrección, y anuncia que de El, muerto y resucitado, Dios levantará una
nueva edificación, un nuevo templo en el mundo.
Se abandona la imagen de la cepa y se reemplaza por la imagen del edificio
vivo de Dios. La cruz no es el final, sino un nuevo comienzo. El canto de la
viña no termina con el homicidio del hijo. Abre el horizonte para una nueva
acción de Dios. La relación con Juan 2, con las palabras sobre la
destrucción del templo y su nueva construcción, es innegable. Dios no
fracasa; cuando nosotros somos infieles, El sigue siendo fiel (cf. 2 Tm
2,13). El encuentra vías nuevas y más anchas para su amor. La cristología
indirecta de las primeras parábolas queda superada aquí gracias a una
afirmación cristológica muy clara.
La parábola de la viña en los sermones de despedida de Jesús continúa toda
la historia del pensamiento y de la reflexión bíblica sobre la vid, dándole
una mayor profundidad. «Yo soy la verdadera la vid» (Jn 15,1), dice el
Señor. En estas palabras resulta importante sobre todo el adjetivo
«verdadera». Con mucho acierto dice Charles K. Barrett: «Fragmentos de
significado a los que se alude veladamente mediante otras vides, aparecen
aquí recogidos y explicitados a través de Él. Él es la verdadera vid» (p.
461). Pero el elemento esencial y de mayor relieve en esta frase es el «Yo
soy»: el Hijo mismo se identifica con la vid, Él mismo se ha convertido en
vid. Se ha dejado plantar en la tierra. Ha entrado en la vid: el misterio de
la encarnación, del que Juan habla en el Prólogo, se retoma aquí de una
manera sorprendentemente nueva. La vid ya no es una criatura a la que Dios
mira con amor, pero que no obstante puede también arrancar y rechazar. El
mismo se ha hecho vid en el Hijo, se ha identificado para siempre y
ontológicamente con la vid.
Esta vid ya nunca podrá ser arrancada, no podrá ser abandonada al pillaje:
pertenece definitivamente a Dios, a través del Hijo Dios mismo vive en ella.
La promesa se ha hecho irrevocable, la unidad indestructible. Éste es el
nuevo y gran paso histórico de Dios, que constituye el significado más
profundo de la parábola: encarnación, muerte y resurrección se manifiestan
en toda su magnitud. «Cristo Jesús, el Hijo de Dios... no fue primero "sí" y
luego "no"; en Él todo se ha convertido en un "sí"; en Él todas las promesas
de Dios han recibido un "sí"» (2 Co 1, 19s): así es como lo expresa san
Pablo.
El hecho es que la vid, mediante Cristo, es el Hijo mismo, es una realidad
nueva, aunque, una vez más, ya se encontraba preparada en la tradición
bíblica. El Salmo 80, 18 había relacionado estrechamente al «Hijo del
hombre» con la vid. Pero, puesto que ahora el Hijo se ha convertido Él mismo
en la vid, esto comporta que precisamente de este modo sigue siendo una cosa
sola con los suyos, con todos los hijos de Dios dispersos, que El ha venido
a reunir (cf. Jn 11, 52). La vid como atributo cristológico contiene también
en sí misma toda una eclesiología. Significa la unión indisoluble de Jesús
con los suyos que, por medio de El y con Él, se convierten todos en «vid», y
que su vocación es «permanecer» en la vid. Juan no conoce la imagen de Pablo
del «cuerpo de Cristo». Sin embargo, la imagen de la vid expresa
objetivamente lo mismo: la imposibilidad de separar a Jesús de los suyos, su
ser uno con Él y en Él. Así, las palabras sobre la vid muestran el carácter
irrevocable del don concedido por Dios, que nunca será retirado. En la
encarnación Dios se ha comprometido a sí mismo; pero al mismo tiempo estas
palabras nos hablan de la exigencia de este don, que siempre se dirige de
nuevo a nosotros reclamando nuestra respuesta.
Como hemos dicho antes, la vid ya no puede ser arrancada, ya no puede ser
abandonada al pillaje. Pero en cambio hay que purificarla constantemente.
Purificación, fruto, permanencia, mandamiento, amor, unidad: éstas son las
grandes palabras clave de este drama del ser en y con el Hijo en la vid, un
drama que el Señor con sus palabras nos pone ante nuestra alma.
Purificación: la Iglesia y el individuo siempre necesitan purificarse. Los
actos de purificación, tan dolorosos como necesarios, aparecen a lo largo de
toda la historia, a lo largo de toda la vida de los hombres que se han
entregado a Cristo. En estas purificaciones está siempre presente el
misterio de la muerte y la resurrección. Hay que recortar la autoexaltación
del hombre y de las instituciones; todo lo que se ha vuelto demasiado grande
debe volver de nuevo a la sencillez y a la pobreza del Señor mismo.
Solamente a través de tales actos de mortificación la fecundidad permanece y
se renueva.
La purificación tiende al fruto, nos dice el Señor. ¿Cuál es el fruto que Él
espera? Veamos en primer lugar el fruto que Él mismo ha producido con su
muerte y resurrección. Isaías y toda la tradición profética habían dicho que
Dios esperaba uvas de su viña y, con ello, un buen vino: una imagen para
indicar la justicia, la rectitud, que se alcanza viviendo en la palabra de
Dios, en la voluntad de Dios; la misma tradición habla de que Dios, en lugar
de eso, no encuentra más que agracejos inútiles y para tirar: una imagen de
la vida alejada de la justicia de Dios y que tiende a la injusticia, la
corrupción y la violencia. La vid debe dar uva de calidad de la que se pueda
obtener, una vez recogida, prensada y fermentada, un vino de calidad.
Recordemos que la imagen de la vid aparece también en el contexto de la
Última Cena. Tras la multiplicación de los panes Jesús había hablado del
verdadero pan del cielo que Él iba a dar, ofreciendo así una interpretación
anticipada y profunda del Pan eucarístico. Resulta difícil imaginar que con
las palabras sobre la vid no aluda tácitamente al nuevo vino selecto, al que
ya se había referido en Caná y que Él ahora nos regala: el vino que vendría
de su pasión, de su amor «hasta el extremo» (/« 13, 1). En este sentido,
también la imagen de la vid tiene un trasfondo eucarístico; hace alusión al
fruto que Jesús trae: su amor que se entrega en la cruz, que es el vino
nuevo y selecto reservado para el banquete nupcial de Dios con los hombres.
Aunque sin citarla expresamente, la Eucaristía resulta así comprensible en
toda su grandeza y profundidad. Nos señala el fruto que nosotros, como
sarmientos, podemos y debemos producir con Cristo y gracias a Cristo: el
fruto que el Señor espera de nosotros es el amor —el amor que acepta con Él
el misterio de la cruz y se convierte en participación de la entrega que
hace de sí mismo— y también la verdadera justicia que prepara al mundo en
vista del Reino de Dios.
Purificación y fruto van unidos; sólo a través de las purificaciones de Dios
podemos producir un fruto que desemboque en el misterio eucarístico,
llevando así a las nupcias, que es el proyecto de Dios para la historia.
Fruto y amor van unidos: el fruto verdadero es el amor que ha pasado por la
cruz, por las purificaciones de Dios. También el «permanecer» es parte de
ello. En Juan 15,1-10 aparece diez veces el verbo griego ménein
(permanecer). Lo que los Padres llaman perseverantia —el perseverar
pacientemente en la comunión con el Señor a través de todas las vicisitudes
de la vida— aquí se destaca en primer plano. Resulta fácil un primer
entusiasmo, pero después viene la constancia también en los caminos
monótonos del desierto que se han de atravesar a lo largo de la vida, la
paciencia de proseguir siempre igual aun cuando disminuye el romanticismo de
la primera hora y sólo queda el «sí» profundo y puro de la fe. Así es como
se obtiene precisamente un buen vino. Agustín vivió profundamente la fatiga
de esta paciencia después de la luz radiante del comienzo, después del
momento de la conversión, y precisamente de este modo conoció el amor por el
Señor y la inmensa alegría de haberlo encontrado.
Si el fruto que debemos producir es el amor, una condición previa es
precisamente este «permanecer», que tiene que ver profundamente con esa fe
que no se aparta del Señor. En el versículo 7 se habla de la oración como un
factor esencial de este permanecer: a quien ora se le promete que será
escuchado. Rezar en nombre de Jesús no es pedir cualquier cosa, sino el don
fundamental que, en sus sermones de despedida, Él denomina como «la
alegría», mientras que Lucas lo llama Espíritu Santo (cf. Lc 11, 13), lo que
en el fondo significa lo mismo. Las palabras sobre el permanecer en el amor
remiten al último versículo de la oración sacerdotal de Jesús (cf. Jn 17,
26), vinculando así también el relato de la vid al gran tema de la unidad,
que allí el Señor presenta como una súplica al Padre.
(Joseph Ratzinger – Bendicto XVI, Jesús de Nazaret I, Editorial Planeta,
Santiago de Chile, 2007, p. 294 – 295.301 – 310)
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Santos Padres: San Agustín - Tratados sobre el Evanelio de San Juan
TRATADO 80
1. En este lugar del Evangelio, hermanos, dice el Señor que Él es la vid, y
sus discípulos los sarmientos; y lo dice en cuanto Él es la cabeza de la
Iglesia y nosotros miembros suyos, como Mediador entre Dios y los hombres,
el hombre Cristo Jesús. La misma naturaleza tienen la vid y los sarmientos;
y siendo El Dios, cuya naturaleza no podemos tener nosotros, se hizo hombre
para que en El la vid fuese la naturaleza humana, de la cual nosotros
pudiésemos ser los sarmientos. ¿Qué quiere significar diciendo: Yo soy la
vid verdadera? ¿Acaso al añadir verdadera hacía referencia a aquella vid de
la cual se ha tomado el ejemplo? Se llama vid en virtud de alguna semejanza,
no por tener sus propiedades, al modo que se llama oveja, cordero, león,
piedra, piedra angular y otras cosas parecidas, que son cosas reales y de
las cuales se toman estas semejanzas, no sus propiedades. Pero, cuando dice
que es la Vid verdadera, ciertamente quiere distinguirse de aquella otra de
la cual dice: ¿Cómo te has vuelto amarga, vid extraña? Porque ¿cómo ha de
ser verdadera la vid que ha producido espinas, cuando de ella se esperaban
las uvas?
2. Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el agricultor. Todo sarmiento que
en mí no lleve fruto, lo cortará; y aquel que lleve fruto, lo podará para
que dé más frutos. ¿Son acaso la misma cosa la vid y el agricultor? Cristo
es la vid, en cuanto dice: El Padre es mayor que yo; pero en cuanto dice: Yo
y el Padre somos una sola cosa, también Él es agricultor. Y no un agricultor
como aquellos que exteriormente ejercen el ministerio de su trabajo, sino
que da también el incremento interno. Porque ni el que planta ni el que
riega hacen nada; todo lo hace Dios, que da el crecimiento. Y Cristo es
Dios, porque el Verbo era Dios; y por esto El y el Padre son una sola cosa;
y aunque el Verbo se hizo carne, que antes no era, permanece siendo lo que
era. Y habiendo dicho que el Padre, como un agricultor, arranca los
sarmientos infructuosos y poda los fructíferos para que den más fruto, añade
en seguida para demostrar que también El hace la poda: Ya vosotros estáis
limpios por la doctrina que os he enseñado. Ahí le tenéis cómo El hace la
limpia de los sarmientos que es oficio del agricultor y no de la vid; y,
además, convierte a los sarmientos en operarios, porque, aunque ellos no den
el crecimiento, contribuyen a él con su trabajo; pero poniendo no de lo
suyo, porque sin mí nada podéis hacer. Escucha la confesión de ellos mismos:
¿Qué es Apolo, qué es Pablo? Obreros que os han llevado a la fe, según lo
que Dios dio a cada cual. Yo he plantado, Apolo ha regado; todo esto según
lo que Dios dio a cada uno, y, por lo tanto, no de lo suyo. Pero lo que
sigue, es decir, que Dios dio el crecimiento, lo hace Dios, no por su medio,
sino por sí mismo directamente. Y este ministerio sobrepasa los límites de
la humana flaqueza, excede el poder de los ángeles y pertenece enteramente a
la Trinidad agricultura. Ya vosotros estáis limpios, pero debéis ser
purgados: Si no estuviesen limpios, no hubieran podido dar fruto; más al que
da fruto lo poda el viñador para que dé más fruto. Lleva fruto, porque está
limpio; pero para que lo dé más abundante, aún será purgado. Y ¿quién en
esta vida tiene tal limpieza que no necesite limpiarse más y más? "Cuando
decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no hay
verdad en nosotros; pero, si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es El
para perdonarnos y limpiarnos de toda mancha". Limpie El a los que ya están
limpios, o sea, a los frugíferos, para que, cuanto más limpios, sean más
fecundos.
3. Ya vosotros estáis limpios en virtud de la doctrina que os he enseñado.
¿Por qué no dice que estáis limpios por el bautismo, con que habéis sido
lavados, y dice, en cambio, por la palabra que os he hablado, sino porque
también la palabra limpia con el agua? Quita la palabra ¿qué es el agua sino
agua? Se junta la palabra al elemento y se hace el sacramento, que es como
una palabra visible. Esto mismo había dicho cuando lavó los pies a los
discípulos: El que está lavado, sólo necesita lavar los pies para quedar
enteramente limpio. ¿Y de dónde le viene al agua tanta virtud, que con el
contacto del cuerpo lave el corazón, sino por la eficacia de la palabra, no
de la palabra pronunciada, sino de la palabra creída? Porque, en la misma
palabra, una cosa es el sonido, que pasa, y otra la virtud, que permanece.
Esta es, dice el Apóstol, la palabra de fe que os predicamos: que, si
confesáis con la lengua al Señor Jesús y creéis en vuestro corazón que Dios
le resucitó de entre los muertos, seréis salvos, porque la fe del corazón
justifica, y la confesión oral sirve para salvarse. Por lo cual se lee en
los Actos de los Apóstoles: Limpiando sus corazones por la fe. Y el
bienaventurado San Pedro en su carta: A vosotros os salva el bautismo; no la
limpieza de las manchas del cuerpo, sino la disposición de la buena
conciencia. Esta es la palabra de fe que os predicamos, que sin duda
consagra el bautismo para que pueda limpiar. Cristo, que es con nosotros vid
y con el Padre es el labrador, amó a la Iglesia y se entregó por ella. Lee
al Apóstol y considera lo que añade: Limpiándola en la palabra con la
ablución para santificarla. En vano se pretendería limpiar con el agua que
se deja caer si no se le juntase la palabra. Y esta palabra de fe es de
tanto valor en la Iglesia de Dios, que por ella limpia al creyente, al
oferente, al que bendice, al que toca, aunque sea un tierno infante, que aún
no puede creer con el corazón para justificarse ni hacer la confesión de
boca para salvarse. Todo esto se hace por la palabra, de la cual dice el
Señor: Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado.
TRATADO 81
1. Dijo Jesús que él era la vid; sus discípulos, los sarmientos, y el
agricultor, el Padre; y sobre ello ya he disertado según mis alcances.
Continuando en la lectura de hoy hablando de El mismo, que es la vid, y de
los sarmientos, que son sus discípulos, dice: Permaneced vosotros en mí, y
yo en vosotros; pero no de igual modo El en ellos que ellos en El. Ambas
permanencias son de provecho para ellos, no para El; porque de tal modo
están los sarmientos en la vid, que, sin darle ellos nada a ella, reciben de
ella la savia que les da vida; en cambio, la vid está en los sarmientos
proporcionándoles el vital alimento, sin recibir nada de ellos. Y de la
misma manera, tener a Cristo y permanecer en Cristo es útil para los
discípulos, no para Cristo; porque, arrancado un sarmiento, puede brotar
otro de la raíz viva, pero el sarmiento cortado no puede tener vida sin la
raíz.
2. Luego añade: Al modo que el sarmiento no puede de suyo producir fruto si
no está unido a la vid, así tampoco vosotros si no estáis unidos a mí. Viva
imagen de la gracia, hermanos; con ello instruye a los humildes y tapa la
boca de los soberbios. Que repliquen, si son tan osados, los que, ignorando
la justicia de Dios, intentan poner la suya como norma, sin sujetarse a la
de Dios. Que respondan los que en todo buscan su placer, pareciéndoles que
Dios no les es necesario para ejecutar cualquiera obra buena. ¿No van en
contra de la verdad los hombres de corazón corrompido, réprobos en la fe,
que no responden ni hablan sino la maldad, diciendo que de Dios tenemos el
ser hombres, pero que depende de nosotros mismo el ser justos? ¿Qué decís
vosotros, ilusos, que no consolidáis, sino que derrocáis el libre albedrío
de su alto pedestal por vuestra vana presunción, hundiéndolo en un abismo
profundo? Decís que el hombre por sí mismo puede hacerse justo: ésa es la
altura de vuestra vanidad. Pero la Verdad va en contra vuestra, cuando dice:
El sarmiento, de suyo, no puede producir fruto si no está unido a la vid.
Corred ahora por lugares abruptos y, no hallando donde fijar el pie,
precipitaos en vuestras parlerías, llenas de viento: éstas son las vanidades
de vuestra presunción. Pero escuchad lo que sigue, y horrorizaos si aún
queda en vosotros algo de sentido común. El que cree poder dar fruto por sí
mismo, no está unido a la vid; quien no está unido a la vid no está unido a
Cristo, y el que no está unido a Cristo no es cristiano: éste es el abismo
donde os habéis sumergido.
3. Repasad una y mil veces las siguientes palabras de la Verdad: Yo soy la
vid, y vosotros los sarmientos. El que está en mí y yo en él, éste dará
mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer. Y para evitar que alguno
pudiera pensar que el sarmiento puede producir algún fruto, aunque escaso,
después de haber dicho que éste dará mucho fruto, no dice que sin mí poco
podéis hacer, sino que dijo: Sin mí NADA podéis hacer. Luego, sea poco, sea
mucho, no se puede hacer sin Aquel sin el cual no se puede hacer nada. Y si
el sarmiento da poco fruto, el agricultor lo purgará para que lo dé más
abundante; pero, si no permanece unido a la vid, no podrá producir de suyo
fruto alguno. Y puesto que Cristo no podría ser la vid si no fuese hombre,
no podía comunicar esta virtud a los sarmientos si no fuese también Dios.
Pero, como nadie puede tener vida sin la gracia, y sólo la muerte cae bajo
el poder del libre albedrío, sigue diciendo: El que no permaneciere en mí,
será echado fuera, como el sarmiento, y se secará, lo cogerán y lo arrojarán
al fuego y en él arderá. Los sarmientos de la vid son tanto más
despreciables fuera de la vid, cuanto son más gloriosos unidos a ella, y,
como dice el Señor por el profeta Ezequiel, cortados de la vid, son
enteramente inútiles al agricultor y no sirven para hacer con ellos ninguna
obra de arte. El sarmiento ha de estar en uno de estos dos lugares, o en la
vid o en el fuego; si no está en la vid, estará en el fuego. Permanezca,
pues, en la vid para librarse del fuego.
4. Si permaneciereis en mí, y mis palabras permanecieren en vosotros,
pediréis cuanto quisiereis y os será concedido. Estando unidos a Cristo,
¿qué pueden querer sino aquello que no es indigno de Cristo? Queremos unas
cosas por estar unidos a Cristo y queremos otras por estar aún en este
mundo. Y, por el hecho de vivir en este mundo, algunas veces nos viene la
idea de pedir cosas cuyo perjuicio desconocemos. Pero nunca tengamos el
deseo de que nos sean concedidas, si queremos permanecer en Cristo, el cual
no nos concede sino aquello que nos conviene. Permaneciendo, pues, en El y
teniendo en nosotros sus palabras, pediremos cuanto queramos, y todo nos
será concedido. Porque, si no obtenemos lo que pedimos, es porque no pedimos
lo que en El permanece ni lo que se encierra en sus palabras, que permanecen
en nosotros, sino que pedimos lo que desea nuestra codicia y la flaqueza de
la carne, que no se hallan en El, ni en ellas permanecen sus palabras, entre
las cuales está la oración en la que nos enseñó a decir: Padre nuestro, que
estás en los cielos. En nuestras peticiones no nos salgamos de las palabras
y del sentido de esta oración, y obtendremos cuanto pedimos. Porque sólo
entonces permanecen en nosotros sus palabras, cuando cumplimos sus preceptos
y vamos en pos de sus promesas. Pero cuando sus palabras están sólo en la
memoria, sin reflejarse en nuestro modo de vivir, somos como el sarmiento
fuera de la vid, que no recibe la savia de la raíz. A esta diferencia hace
alusión el Salmo cuando dice: Guardan en la memoria sus preceptos para
cumplirlos. Muchos hay que los conservan en su memoria para menospreciarlos
o para escarnecerlos y atacarlos. En estos tales no permanecen las palabras
de Cristo; tienen contacto con ellas, pero no están a ellas adheridos, y,
por lo tanto, no les reportarán beneficios, sino que les servirán de
testigos adversos. Y porque de tal modo están en contacto con ellas que no
permanecen en su cumplimiento, las tienen solamente para ser juzgados por
ellas.
SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de San Juan (t. XIV), Tratados 80 y
81, BAC Madrid 19652, 362-69)
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Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - Yo soy la vid
El domingo pasado el Señor se nos presentó bajo la figura del pastor, "Yo
soy el Buen Pastor". Ahora nos dice: "Yo soy la vid". Pareciera como si
quisiese manifestársenos a través de metáforas. Tan rico es su interior, tan
variadas son las facetas de su personalidad. Comentemos esta nueva imagen.
I. Yo soy la vio vosotros los sarmientos, dice el Señor. La imagen de la vid
es familiar en las Sagradas Escrituras. Ya en el Antiguo Testamento, para
hablar de Israel en sus relaciones con Dios, los profetas y los salmos
recurrieron a la comparación de la viña y de su labrador. Jesús retorna hoy
este simbolismo. Y no lo hace gratuitamente, ya que Él es el nuevo Israel.
Toda la historia de Israel estaba destinada a mostrar cómo el hombre era
impotente por sí mismo para dar el fruto que Dios esperaba de él. Hasta que
apareció la vid definitiva, Cristo: Yo soy la Vid, la verdadera, cuyo
anticipo y figura era el antiguo Israel, la Vid capaz de producir realmente
el fruto esperado, la Iglesia: "vosotros sois los sarmientos". La Iglesia es
su viña, o mejor, la viña de su Padre: "mi Padre es el viñador".
Cristo es, pues, la verdadera Vid. Cristo considerado no sólo en cuanto
hombre sino como Verbo encarnado, hombre y Dios, principio de la gracia y
cabeza de la Iglesia, capaz de comunicar a los hombres su propia vida.
Porque así como la vid no es el tronco separado de sus ramas, así Cristo no
es la vid de su Padre independientemente de su influjo sobre aquellos que de
El reciben la vida sobrenatural. Dios se hizo hombre para que nosotros nos
injertásemos en El, en su humanidad y, a través de ella, recibiésemos la
vida divina.
Ponderemos este misterio, amados hermanos. Es impresionante. En otros
lugares del Nuevo Testamento se habla de la Iglesia como de un edificio
construido sobre la piedra angular que es Cristo. Es una buena comparación:
nos unimos a Cristo por yuxtaposición. Pero acá la similitud es más
espléndida, si cabe. Nos adherimos a Cristo como los sarmientos se adhieren
a su tronco. Cristo no es algo lejano, que está allá, distante: es nuestra
vida. Permanecemos unidos con El de manera íntima, orgánica, merced a una
savia común, la vida de la gracia, la vida divina que corre por esa gran
Planta que es la Iglesia, por cada uno de nosotros, sus sarmientos.
2. Mi Padre corta todos los sarmientos que no dan fruto, sigue diciendo el
Señor. Porque el que no da fruto significa con ello que es una rama seca,
por la que no corre la vida divina. Fuera de Cristo sólo hay sequedad. Y
Dios Padre, el viñador, separa las ramas inútiles. Porque nunca se planta
una vid para adorno. La vid es esencialmente fructífera. Por más cualidades
que yo tenga en el plano humano, si no llevo frutos de vida eterna, yo mismo
me separo del tronco, de Cristo.
Como se sabe, hay diversas maneras de distanciarse de Cris-to. El pecado
mortal impide totalmente la irrigación sobrenatural, nos convierte en una
rama seca, estéril. Pero también las faltas veniales, las mediocridades
constantes son como una arterioesclerosis: la gracia, que es la sangre de la
vida espiritual, no corre con facilidad por las venas del alma. Lo que no
está, en Cristo se agosta. Y lo que no acepta a Cristo se va marchitando
poco a poco. Pensemos si no conservamos en nuestra vida regiones todavía
paganas, aún no iluminadas por aquel que es la luz, aún no sometidas al
báculo de aquel que es el pastor, aún no impregnadas por aquel que es la
vida. En nosotros, muchas cosas pueden haberse secado, muchas cosas pueden
estar al margen de Dios.
3. Al que da fruto, [el Padre] lo poda para que dé más todavía, nos dice
Jesús. Palabras duras. Pero, en el fondo, consoladoras. En mi experiencia de
sacerdote he aprendido que muchas veces las almas más santas, las más
entregadas a Dios, son las que más sufren, no sólo enfermedades sino sobre
todo terribles dramas interiores. Es una paradoja, que se nos hace siempre
difícil de entender. De acuerdo a nuestros esquemas, el que es bueno debería
estar cómodo en este mundo. Y no es así. Sino más bien al revés. Los
predilectos de Dios son a veces los que más padecen, los que sufren más
podas, según lo afirma hoy el Señor: Dios los podará para que den más fruto.
Como el cuchillo que corta, que deja la carne al vivo, el Padre poda nuestra
alma: señal de que nos considera, señal de que alimenta sobre nosotros
alguna ilusión, señal de que espera un fruto más sabroso, que seamos más de
lo que somos.
Y notemos que no sólo "permite" que se nos pode, sino que El mismo es a
veces quien nos poda. No vaya a ser que nosotros le pidamos fructificar,
pero luego protestemos contra la tijera que nos poda, olvidando las manos
divinas que la manejan. Aprendamos, hermanos, a besar la mano del Dios que
nos prueba. Es nuestro Padre, que quiere nuestro bien, y el bien de la
Iglesia. ¡Ay de aquel que no sufre en algún momento la poda de Dios! Gracias
a esa poda, caen de nosotros las ramas inútiles, los retoños que dificultan
el paso triunfal de la vida de Cristo, las hojas secas de nuestra voluntad
propia, de nuestros deseos vacuos, infantiles a veces.
4. Permaneced en mí, como yo permanezco en vosotros, agrega el Señor. ¡Qué
admirable expresión! El en nosotros. Nosotros en El. Ser cristiano no es
sólo imitar a Cristo, sino ante todo "ser-en-Cristo". Cristo en nosotros:
impregnando con su vida divina nuestra vida humana. Nosotros en Cristo:
penetrando siempre más en el interior de su corazón, en sus entrañas,
entrañándonos siempre más.
5. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de
mí, nada podéis hacer, concluye Jesús. "El que permanece en mí", creyendo,
amando, perseverando, "y yo en él", iluminando, ayudando, dando la
perseverancia, ése "da mucho fruto". San Juan se ha referido a esta mutua
inhesión en la segunda lectura de hoy: "El que cumple los mandamientos
permanece en Dios, y Dios permanece en él". Cumplir los mandamientos no es
otra cosa que practicar la caridad, es decir, "dar fruto".
Volvamos a la frase del Señor: "Separados de mí nada podéis hacer". Palabras
difíciles de comprender si nos quedamos en el plano puramente racional. No
es que podamos hacer poco, sino nada, absolutamente nada, en el orden de la
gracia, se entiende, en el orden sobrenatural. En cambio, permaneciendo en
Cristo "daremos mucho fruto". Estamos, pues, llamados a crecer, a crecer
entrañados en Cristo para edificación de la Iglesia. Crecer a través de los
gestos y acciones de nuestra vida cotidiana, de esa vida monótona y
prosaica, en la fidelidad a nuestro deber de estado. El deseo de crecer en
la vida espiritual, el anhelo de fructificar es clara señal de que el alma
permanece todavía joven. Dar fruto, crecer, para expresar nuestro amor a
Cristo, para edificar a la Iglesia. No para relamernos en nuestras virtudes,
en nuestras presuntas virtudes. La manera más eficaz de hacerlo es aceptando
con paciencia, y si es posible con alegría, las sucesivas podas de Dios. Si
ha habido una poda en este mundo ha sido la Poda del mismo Cristo,
abofeteado, pisoteado, hecho gusano por nosotros en la cruz. ¡Pero cuán
abundante fue el fruto!
Pronto nos acercaremos a recibir el Cuerpo del Señor. Su carne es el grano
de trigo que se hace alimento nuestro en la Eucaristía. Él es la Vid, de la
que brota el vino que da vida al mundo, el vino divino, la Sangre de Cristo,
que embriaga nuestros corazones con la sobreabundancia de Dios. Él ha dicho:
"El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él". Que
penetre en nuestro interior para allí permanecer, para que allí se arraigue,
se implante cada vez más. De tal modo que también nosotros permanezcamos en
El, pudiendo así fructificar. Que nos haga crecer en El, hacia el interior
de Él, al punto de que sus afectos se vayan haciendo nuestros afectos, sus
voluntades las nuestras, sus criterios nuestros criterios. De modo que al
terminar nuestra vida podamos decir con el Apóstol: "Vivo, o mejor, ya no
soy yo quien vivo, sino que es Cristo el que vive en mí".
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993,
p. 144-148)
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Aplicación: San Juan Pablo II - “El que permanece en mí y yo en él, ése da
fruto abundante” (Jn 15,5).
Estas palabras del Evangelio de la liturgia de hoy nos introducen una vez
más en el misterio pascual de Jesucristo. La Iglesia medita constantemente
este misterio; sin embargo, lo hace de modo especial durante los cincuenta
días que median entre la Pascua y Pentecostés, cuando la Iglesia naciente
recibió en plenitud la fuerza del Espíritu de vida, que fue enviado a los
discípulos de parte de Jesús resucitado, sentado a la diestra del Padre.
La resurrección de Cristo es la revelación de la Vida que no conoce los
límites de la muerte (tal como sucede para la vida humana y para toda vida
en la tierra).
La vida que se revela en la resurrección de Cristo es la vida divina. Al
mismo tiempo es vida para nosotros: para el hombre, para la humanidad. La
resurrección del Señor es, en efecto, el punto culminante de toda la
economía de la salvación. Precisamente la liturgia de este domingo pone de
relieve de modo particular esta verdad, sobre todo, mediante la alegoría de
la verdadera vid y los sarmientos.
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos (Jn 15,5), dice Cristo a los
Apóstoles en el marco del gran discurso de despedida en el Cenáculo.
Por estas palabras del Señor vemos cuán estrecha e íntima debe ser la
relación entre Él y sus discípulos, casi formando un único ser viviente, una
única vida. Sin embargo inmediatamente después, Jesús precisa nuestra
relación de total dependencia respecto a Él: “Sin mí no podéis hacer nada”
(Jn 15,5). Hubiera podido decir igualmente: “Sin mí no podéis ni siquiera
vivir, ni siquiera existir”. Efectivamente, todo nuestro ser es de Dios. Él
es nuestro creador. El hombre que intente prescindir de Dios, es como el
sarmiento separado de la vid: “se seca; luego lo recogen y lo echan al fuego
y arde” (Jn 15,6).
Unidos a Cristo, vivimos de su misma vida divina y obtenemos lo que pidamos;
separados de Él, nuestra existencia se hace estéril y carente de sentido.
Este vínculo orgánico entre Cristo y los discípulos tiene, a la vez, su
referencia al Padre. “Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador” (Jn
15,1).
En la alegoría, Cristo coloca esta referencia al Padre en el primer lugar,
porque toda la unión orgánica vivificante de los sarmientos con la vid tiene
su primer principio y su último fin en la relación con el Padre: Él es el
labrador. Cristo es principio de vida, en cuanto que Él mismo ha salido del
Padre (cfr. Jn 8,42), el cual tiene en sí mismo la vida (Jn 5,26). En
definitiva es el Padre quien se preocupa de los sarmientos, dándoles un
trato diverso, según que den o no den fruto, es decir, según que estén
vitalmente insertados, o no, en la vid que es Cristo.
Si queremos dar fruto para nuestra salvación y para la de los demás, si
queremos ser fecundos en obras buenas con miras al reino, tenemos que
aceptar ser podados por el Padre, es decir, ser purificados, y, por lo
mismo, robustecidos. Dios permite a veces que los buenos sufran más,
precisamente porque sabe que puede contar con ellos, para hacerlos todavía
más ricos de buenos frutos. Lo importante es huir de la pretensión de dar
fruto por nosotros solos. Lo que hace falta es mantener, más que nunca, en
el momento de la prueba, nuestra unión orgánica con Jesús-Vid.
La lectura de la primera Carta de San Juan manifiesta este vínculo
vivificante del sarmiento con la vid, por parte de las obras, del
comportamiento, de la conciencia... por parte del corazón.
Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él (1 Jn 3,24).
Estos mandamientos se resumen en el deber de amar con obras según verdad (1
Jn 3,18), es decir, según esa verdad que nos da el creer en el nombre de su
Hijo Jesucristo.
Si nos comprometemos en este sentido quedaremos insertados en la vid y
tranquilizaremos nuestra conciencia ante Él, en el caso de que nuestra
conciencia nos condene (1 Jn 3,20). Conseguimos la paz de la conciencia,
cuando nos reconciliamos con Dios y con los hermanos “no de palabra ni de
boca, sino con obras y según verdad” (1 Jn 3,18).
Esta paz es un don de Dios, de su misericordia que nos perdona. “Él es mayor
que nuestra conciencia y conoce todo” (1 Jn 3,20): Dios tiene en sí una
fuente de vida mucho más potente que la de nuestro corazón: si somos
sarmientos en peligro de separarnos, sólo Él puede insertarnos de nuevo en
la vid. Si hemos roto la relación con Él a causa del pecado, sólo Él puede
reconciliarnos consigo, con tal de que, naturalmente, nosotros lo queramos.
La alegoría de la vid y los sarmientos tiene en la liturgia de hoy, una rica
elocuencia pascual. Esta elocuencia es fundamental para cada uno de nosotros
que somos discípulos de Cristo. Sólo de Cristo-Vid nace la vitalidad. Los
sarmientos, sin un vínculo orgánico con Él, no tienen vida.
La siembra de la Palabra de Dios dará frutos abundantes, en la medida en que
ella suponga ese “vínculo orgánico” con Cristo, del que he hablado
repetidamente, y una ferviente devoción a la Madre de Dios.
Particular -particularísimo- es este vínculo que existe entre Cristo-Vid y
su Madre. También María Santísima es -de manera semejante a Cristo- “vid
fecunda” (cfr. Sal 127/128,3), que engendra al “Autor de la vida” (Hch
3,15). Entre todas las criaturas, María es la que da más fruto, porque es el
sarmiento más alimentado por Jesús-Vid. Entre María y Jesús se da, pues, un
“mirabile commercium”, un maravilloso intercambio, un recíproco, único e
incomparable flujo de vida y de fecundidad, que irradia al infinito sobre
toda la humanidad sus maravillosos efectos de vida y fecundidad.
La Bienaventurada Virgen es el ejemplo más alto de la criatura que
“permanece en Dios” y en la que Dios “permanece”, habita como en un templo.
Ella, pues, más que nadie, realiza las palabras del Señor: “Permaneced en mí
y yo en vosotros” (Jn 15,4).
A Ella, que está más íntimamente unida al Hijo resucitado, a su Madre,
confío esta exhortación. “El que permanece en mí -dice el Redentor- da mucho
fruto” (Jn 15,5).
(Homilía en la parroquia de Santa María de “Setteville”, 5 de Mayo de 1985)
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Aplicación: Gustavo Pascual, I.V.E - Permanecer en Jesús
La Vid y los sarmientos es una alegoría que Jesús enseña a sus discípulos en
la despedida antes de su Pasión. Se refiere a la unión entre el alma y
Jesús. Jesús es la Vid y nosotros los sarmientos.
¿Qué vid es Jesús? Jesús no es la vid selecta sacada de Egipto y plantada en
Canaán que no dio frutos. Jesús no es la vid que cercaron los profetas, que
le hicieron un lagar y que no dio uvas sino agrazones. Una analogía de la
verdadera vid fue Israel, la vid amada por Dios y llamada a dar buenos
frutos. Isaías canta a Israel, la viña del Señor, un canto de amor de parte
de Dios[1]. Dios plantó a su pueblo amado, lo cuidó, lo separó de los demás
pueblos para que diese frutos de santidad y dio frutos amargos. Dios repudió
a su viña y la abandonó en manos de sus enemigos. Los profetas volvieron a
recordar a Israel a lo largo de su historia la elección divina y su
infidelidad. “Israel era Vid frondosa, acumulaba frutos: cuanto más fruto
producía, más multiplicaba los altares; cuanto mejor era su tierra, mejores
estelas construía”[2], “Yo te había plantado de cepa selecta, toda entera de
simiente legítima. Pues ¿cómo te has mudado en sarmiento de vid
bastarda?”[3], “podad sus sarmientos, porque no son de Yahvé”[4]. También
Ezequiel[5] habla de la vid que es el pueblo elegido.
El salmista[6] también hace referencia al tema de la viña que es el Israel
carnal y su infidelidad a su elección divina. Sin embargo, deja entrever en
los versículos finales a la verdadera vid: el Mesías prometido y el Nuevo
Israel de Dios[7].
“Yo soy la vid verdadera”. Jesús se proclama a sí mismo la verdadera vid,
cuyo fruto, el verdadero Israel, no causará decepción a las esperanzas
divinas[8].
El elemento esencial y de mayor relieve en la frase “Yo soy la vid
verdadera” es el “Yo soy”. El Hijo mismo se identifica con la vid, El mismo
se ha convertido en vid. Se ha dejado plantar en la tierra por su
Encarnación. El Padre mismo se ha hecho vid en el Hijo, se ha identificado
para siempre y ontológicamente con la vid.
Esta vid ya no podrá ser arrancada porque es el mismo Dios que vive en el
Hijo, la vid verdadera.
Jesús es la Vid verdadera, la única Vid. Es la Vid que da vida eterna a
todos los hombres y que embriaga de júbilo con el soplo del Espíritu. Es la
Vid que triturada purifica de toda mancha de pecado.
¿Qué sarmientos somos nosotros? Sarmientos que solos, separados de la Vid,
perecemos y nada podemos hacer. Sarmientos que necesitan de poda permanente
para conservar la dulzura de la Vid.
Jesús por su infinita misericordia ha querido unirnos, injertarnos en El y
por ambos corre la misma vida divina, la vida de la gracia. Jesús quiere que
permanezcamos unidos a Él, que mane de Él su gracia y corra por nosotros y
por Él demos muchos frutos.
¿Es importante para nosotros vivir unidos a Jesús? Es vital. Jesús mismo lo
enseña en la alegoría. Si el sarmiento no está unido a la vid se seca[9],
muere, no puede hacer nada[10]. Debemos permanecer unidos a Jesús.
Jesús no quiere separarse jamás de nosotros. El ha muerto por cada uno de
nosotros, para que tengamos vida en El. Por parte de Jesús no hay deseo de
separación. Le costó mucho injertarnos en su vida.
Jesús quiere permanecer unido a nosotros. Quiere que obedezcamos sus
mandamientos, en especial, el del amor, para permanecer unidos a Él porque
cumpliendo sus mandamientos permanecemos en su amor y así nos mantenemos
unidos a Él.
La separación y el adulterio vienen por nuestra parte, cuando preferimos
otra cosa en vez de Jesús. Ese adulterio es el pecado y produce en nosotros
la separación con Jesús y la muerte. Así ocurre con el sarmiento separado de
la vid, se seca y muere, y sólo sirve para el fuego.
¿Cómo permanecer unidos a Jesús? Cumpliendo sus mandamientos, haciendo lo
que tenemos que hacer. Si permanecemos unidos a Jesús, tendremos vida,
daremos frutos, seremos libres y glorificaremos al Padre celestial. Ya estar
vivo es importante, dar fruto mucho mejor. Qué alegría tiene el que regresa
de la vendimia trayendo en sus manos muchos frutos. Al volver vuelven
cantando trayendo los racimos[11].
El sarmiento permanece unido a la vid, pero a veces no da fruto porque es
muy débil. Primero tiene que profundizar su vida en la unión a la vid.
Cuando llegue el tiempo de la madurez, en la unión con la vid, dará fruto.
Para profundizar la unión con Jesús el Padre poda. Si el sarmiento no se
poda pierde la fuerza que le da la vid y lleva pocos frutos o ningún fruto o
frutos agrios. Cuando el sarmiento es podado da más frutos porque la vid
obra mejor a través de él. Así nosotros con Cristo. Si el Padre nos poda,
nuestra unión con Cristo será mayor y llevaremos más frutos, “si el grano de
trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho
fruto”[12]. La poda nos purifica y nos une más a la Vid. El Padre quiere
purificarnos para que nos unamos más a Jesús y así llevemos más frutos y
frutos de mayor valor, uvas dulces, dignas de tal Vid.
En la vida espiritual no siempre se ven los frutos en el exterior, eso será
si lo quiere Dios. Pueden haber frutos que se den en el alma, y ni siquiera
el alma lo perciba, porque son de otro orden.
Muchas veces, nos limitamos a estar unidos a la vid. Pero, el Señor quiere
frutos. Al que no da fruto lo corta. En la vida espiritual, dicen los
autores espirituales, el que no avanza retrocede. Si nos estancamos,
volvemos atrás, y corremos el riesgo de terminar separándonos de la vid.
Hay que echar raíces profundas. Hay que injertarse con fuerza en Jesús.
Debemos tener un trato más personal y más íntimo con Jesús. Creciendo en la
escucha de sus enseñanzas y en el cumplimiento de sus mandamientos. Siendo
cada vez más amigos de Jesús.
La savia, la vida que corre por la vid y los sarmientos es la misma. Es la
misma vida de Dios. Somos hijos en el Hijo.
Unidos a Jesús daremos muchos frutos. La unión con Jesús, por ser unión de
amigos, está basada en el amor de amistad y donde hay amor suceden grandes
cosas. Donde hay amor los frutos son abundantes.
Esta es la nueva vida que nos trae Jesús resucitado.
Permanecer en Jesús para dar fruto (v. 4.5)
Permanecer en Jesús para tener vida.
Permanecer en Jesús para conseguir lo que queramos.
Permanecer en Jesús para dar gloria a Dios.
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Aplicación: P. Jorge Loring S.I. - sin mí no pueden hacer nada
1.- En este Evangelio se nos narra la parábola de la vid y los sarmientos:
«sin mí, nada podéis hacer».
2.-En orden a la vida eterna sólo vale lo que se hace en gracia.
3.- Las obras hechas en gracia valen más que las mayores obras humanas.
4.- Las mismas obras en gracia deben su eficacia a la ayuda divina.
5.- Por eso hay que pedir la ayuda de Dios.
6.- Pero no pretender que Dios haga lo que nosotros podemos hacer.
7.- Dios quiere nuestra colaboración. Dijo San Agustín y lo repite el
Concilio de Trento: «Dios quiere que hagamos lo que podamos, le pidamos lo
que no podamos y Él nos ayudará para que podamos».
8.- Pero si no ponemos lo que podemos, Dios no suplirá lo que debemos hacer.
9.- Dios pone casi todo, nosotros ponemos casi nada; pero dios no pone su
«casi todo» si nosotros no ponemos nuestro «casi nada».
10.-Por eso si unimos nuestra oración a nuestra colaboración, el éxito es
seguro.
11.- Y si el éxito no se logra, es porque Dios no quiere, y si Dios no
quiere, nosotros tampoco debemos quererlo.
12.- es muy bonita la frase del jesuita P. Rubio, recientemente canonizado
por el Papa Juan Pablo II: «Hacer lo que Dios quiere y querer lo que Dios
hace».
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Ejemplos
Como grandes pecadores
Muchos se preguntan asombrados, mis hermanos: ¿Cómo es posible que los
santos que servían a Dios sin ofenderle, que eran tan amigos y familiares
suyos, pudieran considerarse y tenerse con verdad por grandes pecadores y
siervos desaprovechados e inútiles? ¿Saben cómo?
Cuando un rayo de sol entra en una habitación se ven los átomos que andaban
invisibles por ella; los que no se ven son los átomos que han quedado a la
sombra.
Así los santos, como eran alumbrados por la luz de Dios, al resplandor de su
claridad divina, ven sus muy pequeños defectos, los cuales por ser tan
menudos como átomos no se pueden ver en la sombra. Pero a la luz de Dios
veían la gravedad de sus culpas, aún veniales, considerando la grandeza del
Señor y su pequeñez de hombres. En cambio los pecadores no se humillan por
sus culpas porque no las ven viviendo como viven en la sombra.
(Cortesía: iveargentina.org y otros)