Solemnidad de Pentecostés - Comentarios de Sabios y Santos II: Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Santa Misa
Santos
Padres: San Agustín - La venida del Espíritu.
Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - Pentecostés
Aplicación: San Juan XXIII - Recibiréis el Espíritu Santo y seréis mis
tesigos
Aplicación: San Juan Pablo II - Cuando venga el Consolador
Aplicación: P. Jorge Loring S.I. - Domingo de Pentecostés - Año B
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas de la solemnidas
Santos Padres: San Agustín - La venida del Espíritu.
1. Hoy celebramos la santa festividad del día sagrado en que vino el
Espíritu Santo. La fiesta, grata y alegre, nos invita a deciros algo sobre
el don de Dios, sobre la gracia de Dios y la abundancia de su misericordia
para con nosotros, es decir, sobre el mismo Espíritu Santo. Hablo a
condiscípulos en la escuela del Señor. Tenemos un único maestro, en el que
todos somos uno; quien, para evitar que podamos vanagloriarnos de nuestro
magisterio, nos amonestó con estas palabras: No dejéis que los hombres os
llamen maestro, pues uno es vuestro maestro: Cristo. Bajo la autoridad de
este maestro, que tiene en el cielo su cátedra —pues hemos de ser instruidos
en sus escritos—, poned atención a lo poco que voy a decir, sí me lo concede
quien me manda hablaros. Quienes ya lo sabéis, recordadlo; quienes lo
ignoráis, aprendedlo. Con frecuencia estimula al espíritu dotado de una
santa curiosidad el que la fragilidad y debilidad humana sea admitida a
investigar tales misterios. Ciertamente es admitida. Lo que está oculto en
las Escrituras, no lo está para negar el acceso a ello, sino más bien para
abrirlo a quien llame, según las palabras del mismo Señor: Pedid, y
recibiréis; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Con frecuencia,
pues, al espíritu de los interesados en estas cosas le intriga por qué el
Espíritu Santo prometido fue enviado a los cincuenta días de su pasión y
resurrección.
2. Ante todo, exhorto a vuestra caridad a que no sea perezosa en reflexionar
un poquito sobre las razones por las que dijo el Señor: Él no puede venir
sin que yo me vaya. Como si —por hablar a modo carnal—, como si Cristo el
Señor tuviese algo guardado en el cielo y lo confiase al Espíritu Santo que
venía de allí, y, por tanto, él no pudiese venir a nosotros antes de que
volviera aquél para confiárselo; o como si nosotros no pudiéramos soportar a
ambos a la vez o fuéramos incapaces de tolerar la presencia de uno y otro; o
como si uno excluyera al otro, o como si, cuando vienen a nosotros,
sufrieran ellos estrecheces en vez de dilatarnos nosotros. ¿Qué significa,
pues: Él no puede venir sin que yo me vaya? Os conviene, dijo, que yo me
vaya; pues, si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. Escuche vuestra
caridad lo que estas palabras significan, según yo he entendido o creo haber
entendido, o según he recibido por don suyo. Hablo lo que creo. Yo pienso
que los discípulos estaban centrados en la forma humana de Jesús, y en
cuanto hombre, el afecto humano los tenía apresados en el hombre. El, en
cambio, quería que su amor fuese más bien divino, para transformarlos de
esta forma, de carnales, en espirituales, cosa que no consigue el hombre más
que por don del Espíritu Santo. Algo así les dice: «Os envío un don que os
transforme en espirituales, es decir, el don del Espíritu Santo. Pero no
podéis llegar a ser espirituales si no dejáis de ser carnales. Más dejaréis
de ser carnales si desaparece de vuestros ojos mi forma carnal para que se
incruste en vuestros corazones la forma de Dios.» Esta forma humana, o sea,
esta forma de siervo, por la que el Señor se anonadó a sí mismo, tomando la
forma de siervo; esta forma humana tenía cautivado el afecto del siervo
Pedro cuando temía que muriese aquel a quien tanto amaba. Amaba, en efecto,
a Jesucristo el Señor, pero como un hombre a otro hombre, como hombre carnal
a otro hombre carnal, y no como espiritual a la majestad. ¿Cómo lo
demostramos? Pues, habiendo preguntado el Señor a sus discípulos quién decía
la gente que era él y habiéndole recordado ellos las opiniones ajenas, según
las cuales unos decían que era Juan, otros que Elías, o Jeremías, o uno de
los profetas, les pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Y Pedro, él
solo en nombre de los demás, uno por todos, dijo: Tú eres Cristo, el Hijo
del Dios vivo. ��Estupenda y verísima respuesta! En atención a la misma
mereció escuchar: Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque no te lo reveló la
carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Puesto que tú me
dijiste, yo te digo; dijiste antes, escucha ahora; proclamaste tu confesión,
recibe la bendición. Así, pues, también yo te digo: «Tú eres Pedro»; dado
que yo soy la piedra, tú eres Pedro, pues no proviene «piedra» de Pedro,
sino Pedro de «piedra», como «cristiano» de Cristo, y no Cristo de
«cristiano». Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; no sobre Pedro, que
eres tú, sino sobre la piedra que has confesado. Edificaré mi Iglesia: te
edificaré a ti, que al responder así te has convertido en figura de la
Iglesia. Esto y las demás cosas las escuchó por haber dicho: Tú eres Cristo,
el Hijo del Dios vivo; como recordáis, había oído también: No te lo ha
revelado la carne ni la sangre, es decir, el razonamiento, la debilidad, la
impericia humana, sino mi Padre que está en los cielos. A continuación
comenzó el Señor Jesús a predecir su pasión y a mostrarles cuánto iba a
sufrir de parte de los impíos. Ante esto, Pedro se asustó y temió que al
morir Cristo pereciera el Hijo del Dios vivo. Ciertamente, Cristo, el Hijo
del Dios vivo, el bueno del bueno, Dios de Dios, el vivo del vivo, fuente de
la vida y vida verdadera, había venido a perder a la muerte, no a perecer él
de muerte. Con todo, Pedro, siendo hombre y, como recordé, lleno de afecto
humano hacia la carne de Cristo, dijo: Ten compasión de ti, Señor. ¡Lejos de
ti el que eso se cumpla! Y el Señor rebate tales palabras con la respuesta
justa y adecuada. Como le tributó la merecida alabanza por la anterior
confesión, así da la merecida corrección a este temor. Retírate, Satanás, le
dice. ¿Dónde queda aquello: Dichoso eres, Simón, hijo de Juan? Distingue sus
palabras cuando lo alaba y cuando lo corrige; distingue las causas de la
confesión y del temor. La de la confesión: No te lo ha revelado la carne ni
la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. La causa del temor: Pues no
gustas las cosas de Dios, sino las de los hombres. ¿No vamos a querer, pues,
que a los tales se les diga: Os conviene que yo me vaya. Pues, si no me voy,
el Paráclito no vendrá a vosotros? Hasta que no se sustraiga a vuestra
mirada carnal esta forma humana, jamás seréis capaces de comprender, sentir
o pensar algo divino. Sea suficiente lo dicho. De aquí la conveniencia de
que se cumpliese su promesa respecto al Espíritu Santo después de la
resurrección y ascensión de Jesucristo el Señor. Haciendo referencia al
mismo Espíritu Santo, Jesús había exclamado y dicho: Quien tenga sed, que
venga a mí y beba, y de su seno fluirán ríos de agua viva. A continuación,
hablando en propia persona, dice el mismo evangelista Juan: Esto lo decía
del Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Pues aún no se había
otorgado el Espíritu, porque Jesús aún no había sido glorificado. Así, pues,
una vez glorificado nuestro Señor Jesucristo con su resurrección y
ascensión, envió al Espíritu Santo.
3. Como nos enseñan los libros santos, el Señor pasó con sus discípulos
cuarenta días después de su resurrección, apareciéndoseles para que nadie
pensara que era una ficción la verdad de la resurrección del cuerpo,
entrando a donde estaban ellos y saliendo, comiendo y bebiendo. Más a los
cuarenta días, lo que celebramos hace exactamente diez, en su presencia
ascendió a los cielos, prometiendo que volvería tal como se iba. Lo que
significa que será juez en la misma forma humana en la que fue juzgado.
Quiso enviar el Espíritu en un día distinto al de su ascensión; no ya
después de dos o tres días, sino después de diez. Esta cuestión nos compele
a investigar y preguntarnos por algunos misterios encerrados en los números.
Los cuarenta días resultan de multiplicar 10 por 4. En este número, según me
parece, se nos confía un misterio. Hablo en cuanto hombre a hombres, y
justamente se nos llama expositores de las Escrituras, no afirmadores de
nuestras propias opiniones. Este número 40, que contiene cuatro veces el 10,
significa, según me parece, este siglo que ahora vivimos y atravesamos, y en
el que nos hallamos envueltos por el pasar del tiempo, la inestabilidad de
las cosas, la marcha de unos y la llegada de otros; por la rapacidad
momentánea y por cierto fluir de las cosas sin consistencia. En este número,
pues, está simbolizado este siglo, en atención a las cuatro estaciones que
completan el año o a los mismos cuatro puntos cardinales del mundo,
conocidos por todos y frecuentemente mencionados por la Sagrada Escritura:
De oriente a occidente y del norte al sur. A lo largo de este tiempo y de
este mundo, divididos ambos en cuatro partes, se predica la ley de Dios,
cual número 10. De aquí que, ante todo, se nos confía el decálogo, pues la
ley se encierra en diez preceptos, porque parece que este número contiene
cierta perfección.
El que cuenta, llega en orden ascendente hasta él, y luego vuelve a comenzar
con el 1 para llegar de nuevo al 10 y volver al 13 , tanto si se trata de
centenas como de millares o de cifras superiores: a base de añadir decenas,
se forma la selva infinita de los números. Así, pues, la ley perfecta,
indicada en el número 10, predicada en todo el mundo, que consta de cuatro
partes, es decir, 10 multiplicado por 4, da como resultado 40. Mientras
vivimos en este siglo, se nos enseña a abstenernos de los deseos mundanos;
esto es lo que significa el ayuno de cuarenta días, conocido por todos bajo
el nombre de cuaresma. Esto te lo ordenó la ley, los profetas y el
Evangelio. Como lo manda la ley, Moisés ayunó cuarenta días; como lo mandan
los profetas, ayunó Elías cuarenta días; y como lo manda el Evangelio, ayunó
cuarenta días Cristo el Señor. Cumplidos otros diez días después de los
cuarenta que siguieron a la resurrección, solamente diez días, no 10
multiplicado por 4, vino el Espíritu Santo, para que con la ayuda de la
gracia pueda cumplirse la ley. En efecto, la ley sin la gracia es letra que
mata. Pues, si se hubiese dado una ley, dice, que pudiese vivificar, la
justicia procedería totalmente de la ley. Pero la Escritura encerró todo
bajo pecado, para que la promesa se otorgase a los creyentes por la fe en
Jesucristo. Por eso, la letra mata; el Espíritu, en cambio, vivifica; no
para que cumplas otros preceptos distintos de los que se te ordenan en la
letra; pero la letra sola te hace culpable, mientras que la gracia libra del
pecado y otorga el cumplimiento de la letra. En consecuencia, por la gracia
se hace realidad la remisión de todos los pecados y la fe que actúa por la
caridad. No penséis, pues, que por haber dicho: La letra mata, se ha
condenado a la letra. Significa solamente que la letra hace culpables. Una
vez recibido el precepto, si te falta la ayuda de la gracia, inmediatamente
advertirás no sólo que no cumples la ley, sino que además eres culpable de
su transgresión. Pues donde no hay ley, tampoco hay transgresión. Al decir:
La letra mata; el Espíritu, en cambio, vivifica, no se dice nada en contra
de la ley, cual si se la condenara a ella y se alabase al espíritu; lo que
se dice es que la letra mata, pero la letra sola, sin la gracia. Tomad un
ejemplo. Con idéntica forma de hablar se ha dicho: La ciencia infla. ¿Qué
significa que la ciencia infla? ¿Se condena la ciencia? Si infla, nos sería
mejor permanecer en la ignorancia. Mas como añadió: La caridad, en cambio,
edifica, del mismo modo que antes había añadido: El Espíritu, en cambio,
vivifica, y debe entenderse que la letra sin el Espíritu mata y con él
vivifica, así también la ciencia sin caridad infla, mientras que la caridad
con ciencia edifica. Así, pues, se envió al Espíritu Santo para que pudiera
cumplirse la ley y se hiciese realidad lo que había dicho el mismo Señor: No
vine a derogar la ley, sino a cumplirla. Esto lo concede a los creyentes, a
los fieles y a aquellos a quienes otorga el Espíritu Santo. En la medida en
que uno se hace capaz de él, en esa misma medida adquiere facilidad para
cumplir la ley.
4. Estoy diciendo a vuestra caridad algo que también vosotros podréis
considerar y ver fácilmente: que la caridad cumple la ley. El temor al
castigo hace que el hombre la cumpla, pero todavía como si fuera un esclavo.
En efecto, si haces el bien porque temes sufrir un mal o si evitas hacer el
mal porque temes sufrir otro mal, si alguien te garantizase la impunidad,
cometerías al instante la iniquidad. Si se te dijera: «Estate tranquilo;
ningún mal sufrirás, haz esto», lo harías. Sólo el temor al castigo te
echaría atrás, no el amor a la justicia. Aún no actuaba en ti la caridad.
Considera, pues, cómo obra la caridad. Amemos al que tememos de manera que
lo temamos con un amor casto. También la mujer casta teme a su esposo. Pero
distingue entre temor y temor. La esposa casta teme que la abandone el
marido ausente; la esposa adúltera teme ser sorprendida por la llegada del
suyo. La caridad, pues, cumple la ley, puesto que el amor perfecto expulsa
el temor; es decir, el temor servil, que procede del pecado, pues el casto
temor del Señor permanece por los siglos de los siglos. Si, pues, la caridad
cumple la ley, ¿de dónde proviene esa caridad? Haced memoria, prestad
atención, y ved que la caridad es un don del Espíritu Santo, pues el amor de
Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos
ha dado. Con toda razón, pues, envió Jesucristo el Señor al Espíritu Santo
una vez cumplidos los diez días, número en que simboliza también la
perfección de la ley, puesto que gratuitamente nos concede cumplir la ley
quien no vino a derogarla, sino a cumplirla.
5. El Espíritu Santo, en cambio, suele confiársenos en las Sagradas
Escrituras no ya bajo el número 10, sino bajo el 7; la ley, en el número 10,
y el Espíritu Santo, en el 7. La relación entre la ley y el 10 es conocida;
la relación entre el Espíritu Santo y el 7 vamos a recordarla. Antes que
nada, en el primer capítulo del libro denominado Génesis se mencionan las
obras de Dios. Se hace la luz; se hace el cielo, llamado firmamento, que
separa unas aguas de las otras; aparece la tierra seca, se separa el mar de
la tierra, y se otorga a ésta la fecundidad de toda clase de especies; se
crean los astros, el mayor y el menor, el sol y la luna, y todos los demás;
las aguas producen los seres que le son propios, y la tierra los suyos; se
crea al hombre a imagen de Dios. Dios completa todas sus obras en el sexto
día, pero no se oye hablar de santificación al enumerar a todas y cada una
de tales obras. Dijo Dios: Hágase la luz, y la luz se hizo, y vio Dios que
la luz era buena. No se dijo: «Santificó Dios la luz.» Hágase el firmamento,
y se hizo, y vio Dios que era bueno; tampoco aquí se dijo que hubiera sido
santificado el firmamento. Y para no perder el tiempo en cosas evidentes,
dígase lo mismo de las demás obras, incluidas las del sexto día, con la
creación del hombre a imagen de Dios; se las menciona a todas, pero de
ninguna se dice que fuera santificada. Mas, llegados al día séptimo, en el
que nada se creó, sino que se hace referencia al descanso de Dios, Dios lo
santificó. La primera santificación va unida al séptimo día; examinados
todos los textos de la Escritura, allí se la encuentra por primera vez.
Donde se menciona el descanso de Dios se insinúa también nuestro propio
descanso. En efecto, el trabajo de Dios no fue tal que requiriera descanso,
ni santificó aquel día en que está permitido no trabajar como
congratulándose con un día de vacaciones después del trabajo. Esta forma de
pensar es carnal. Aquí se hace referencia al descanso que ha de seguir a
nuestras buenas obras, de la misma manera que se menciona el descanso de
Dios después de haber hecho buenas todas las cosas. Pues Dios creó todas las
cosas, y he aquí que eran muy buenas. Y en el séptimo día descansó Dios de
todas las buenas obras que había hecho. ¿Quieres descansar también tú? Haz
antes obras de todo punto buenas. Así, la observancia carnal del sábado y de
las demás prescripciones se dio a los judíos como ritos llenos de
simbolismo. Se les impuso un cierto descanso; haz tú lo que simboliza aquel
descanso. El descanso espiritual es la tranquilidad del corazón,
tranquilidad que proviene de la serenidad de la buena conciencia. En
conclusión, quien no peca es quien observa verdaderamente el sábado. Y a los
que se les ordena guardar el sábado, se les da también este precepto: No
haréis ninguna obra servil. Todo el que comete pecado es siervo del pecado.
Así, pues, el número 7 está dedicado al Espíritu Santo, como el 10 a la ley.
Esto lo insinúa también el profeta Isaías allí donde dice: Lo llenará el
Espíritu de sabiduría y entendimiento —vete contándolo—, de consejo y
fortaleza, de ciencia y de piedad, el espíritu del temor de Dios. Como
presentando la gracia espiritual en orden descendente hasta nosotros,
comienza con la sabiduría y concluye con el temor; nosotros, en cambio, al
tender o ascender de abajo arriba, debemos comenzar por el temor y terminar
con la sabiduría, pues el temor del Señor es el comienzo de la sabiduría.
Sería cosa larga y superior a mis fuerzas, aunque no a vuestra avidez, el
recordar todos los testimonios acerca del número 7 en relación con el
Espíritu Santo. Baste, pues, con lo dicho.
6. Considerad ahora con atención cómo era necesario que se nos trajese a la
memoria y se confiase a nuestra reflexión, según hemos ya mostrado, el
número 10, puesto que la ley se cumple mediante la gracia del Espíritu
Santo, y el número 7 en atención a esa misma gracia del Espíritu Santo. Al
enviar al Espíritu Santo diez días después de su ascensión, Cristo nos
confiaba en el número 10 la misma ley que ordenaba cumplir. ¿Dónde
encontraremos aquí que se nos confíe el número 7 en atención, sobre todo, al
Espíritu Santo? En el libro de Tobías verás que la misma fiesta, es decir,
la de Pentecostés, constaba de algunas semanas. ¿Cómo? Multiplica el número
7 por sí mismo, o sea, 7 por 7, como se aprende en la escuela; 7 por 7 dan
49. Estando así las cosas, al 49, que resulta de multiplicar 7 por 7, se
añade uno más para obtener el 50 —Pentecostés—, y de esta forma se nos
encarece la unidad. En efecto, el mismo Espíritu nos reúne y nos congrega,
razón por la que dejó como primera señal de su venida el que cuantos lo
recibieron hablaron también cada uno las lenguas de todos. La unidad del
cuerpo de Cristo se congrega a partir de todas las lenguas, es decir,
reuniendo a todos los pueblos extendidos por la totalidad del orbe de la
tierra. Y el hecho de que cada uno hablase entonces en todas las lenguas,
era un testimonio a favor de la unidad futura en todas ellas. Dice el
Apóstol: Soportándoos mutuamente en el amor —esto es, la caridad—,
esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. En
consecuencia, puesto que el Espíritu Santo nos convierte de multiplicidad en
unidad, se le apropia por la humildad y se le aleja por la soberbia. Es agua
que busca un corazón humilde, cual lugar cóncavo donde detenerse; en cambio,
ante la altivez de la soberbia, como altura de una colina, rechazada, va en
cascada. Por eso se dijo: Dios resiste a los soberbios y, en cambio, a los
humildes les da su gracia. ¿Qué significa les da su gracia? Les da el
Espíritu Santo. Llena a los humildes, porque en ellos encuentra capacidad
para recibirlo.
7. Como el interés de vuestra caridad es una ayuda para mi debilidad ante el
Señor nuestro Dios, escuchad algo más, cuya dulzura, una vez expuesto, se
corresponde con su oscuridad sí no le acompaña la explicación. Así al menos
me parece a mí. Antes de su resurrección, cuando los eligió como discípulos,
el Señor les mandó que echasen las redes al mar. Las echaron, y capturaron
una cantidad innumerable de peces, hasta el punto de que las redes se
rompían y las barcas cargadas se hundían. No les indicó a qué parte debían
echarlas, sino que les dijo solamente: Echad las redes. Pues, si les hubiese
mandado echarlas a la derecha, hubiese dado a entender que sólo se habían
capturado peces buenos; si a la izquierda, sólo peces malos. Puesto que se
echaron indistintamente, ni sólo a la derecha ni sólo a la izquierda, se
cogieron peces buenos y malos. Aquí está simbolizada la Iglesia del tiempo
presente, es decir, la Iglesia en este mundo. En efecto, también aquellos
siervos enviados a llamar a los invitados salieron y llevaron a cuantos
encontraron, buenos y malos, y se llenó de comensales el banquete de bodas.
Ahora, pues, están juntos buenos y malos. Si las redes no se rompen, ¿cómo
es que hay cismas? Si las naves no están sobrecargadas de peso, ¿cómo la
Iglesia está casi siempre agobiada por los escándalos de multitud de hombres
carnales, en alboroto continuo y perturbador? Lo dicho lo hizo el Señor
antes de su resurrección. Una vez resucitado, en cambio, encontró a sus
discípulos pescando como la vez anterior; él mismo les mandó echar las
redes; pero no a cualquier lado o indistintamente, puesto que ya había
tenido lugar la resurrección. Después de ésta, en efecto, su cuerpo, es
decir, la Iglesia, ya no tendrá malos consigo. Echad, les dijo, las redes a
la derecha. Ante su mandato, echaron las redes a la derecha, y capturaron un
número determinado de peces. En aquellos otros de los que no se indica el
número, en quienes se simbolizaba la Iglesia del tiempo presente, parece
cumplirse el texto: Lo anuncié y hablé, y se multiplicaron por encima del
número. Se advierte, pues, que había algunos que excedían del número,
superfluos en cierta manera; más, con todo, se les recoge. En la segunda
pesca, en cambio, los peces capturados son grandes y un número fijo. Quien
así lo hiciere, dijo, y así lo enseñare, será llamado grande en el reino de
los cielos. Se capturaron, pues, 153 peces grandes. Esta cifra no se
menciona en balde; ¿a quién no le causa intriga? Si en verdad no hubiera
querido enseñarnos nada el Señor, o no hubiese dicho: Echad las redes, o
nada le hubiese interesado a él el echarlas a la derecha. Este número 153
significa algo, y correspondió al evangelista decirlo, como poniendo los
ojos en la primera pesca, en que las redes rotas simbolizaban los cismas,
puesto que en la Iglesia de la vida eterna no habrá cisma alguno, porque no
habrá disensión; todos serán grandes, porque estarán llenos de caridad;
como, volviendo los ojos a lo que sucedió la primera vez, que simbolizaba
los cismas, el evangelista tuvo a bien precisar, a propósito de esta segunda
pesca, que, a pesar de ser tan grandes, no se rompieron las redes. El
significado de la parte derecha ya está manifiesto al indicar que todos eran
buenos. También está dicho qué simbolizaba el que fueran grandes: Quien así
lo hiciere y así lo enseñare, será llamado grande en el reino de los cielos.
También se mencionó el significado de que no se rompieran las redes, a
saber, que entonces no habrá cismas. ¿Y el número 153? Con toda certeza,
este número no indica cuántos serán los santos. Los santos no serán 153,
puesto que sólo contando los que no se mancharon con mujeres, se llega a
144.000. Este número, como si de un árbol se tratara, parece brotar de
cierta semilla. La semilla de este número grande es un número menor, a
saber, 17. El número 17 da 153 si, contando desde el 1 hasta el 17, sumas
cada cifra a la anterior, pues si te limitas a enumerarlos todos sin
sumarlos, te quedarás con sólo 17; pero si cuentas de la siguiente manera: 1
más 2 son 3; más 3, 6; más 4 y más 5, 15, etc., cuando llegues al 17
llevarás en tus dedos 153. Ahora haz memoria ya de lo que antes recordé y os
indiqué y considera a quiénes y qué significa el número 10 y el 7. El 10, la
ley; el 7, el Espíritu Santo. De todo lo cual, ¿no hemos de entender que han
de estar en la Iglesia de la resurrección eterna, donde no habrá cismas ni
temor a la muerte, puesto que tendrá lugar después de la resurrección; que
han de estar allí, repito, y que han de vivir eternamente con el Señor los
que hayan cumplido la ley por la gracia del Espíritu Santo y don de Dios,
cuya fiesta celebramos?
(SAN AGUSTÍN, Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 270, 1-7, BAC Madrid 1983,
748-63)
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Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - Pentecostés
Lecturas: Hech. 2, 1-11; 1 Cor. 12, 3-7. 12-13; Jn. 20, 19-23
Con el misterio de Pentecostés se cierra el ciclo de la redención: el envío
del Espíritu es el último acto de Cristo como redentor. Ello es lo que
recordamos en este día. Sin embargo, las fiestas litúrgicas no se resuelven
en el mero recuerdo de los hechos salvíficos. Cada fiesta contiene una
gracia peculiar. La de hoy involucra una nueva efusión del Espíritu Santo
sobre nosotros.
El hecho histórico es conocido de todos. Antes de subir al cielo, Jesús
había encargado a sus apóstoles que fuesen por todo el mundo enseñando y
bautizando. Pero ellos se sentían impedidos por timidez y cobardía para
tamaña empresa. Por eso debían permanecer en oración, junto con la Santísima
Virgen, en espera del Espíritu de fortaleza que Jesús les había prometido.
Diez días después de la Ascensión del Señor llegó el día anhelado, en
coincidencia con la fiesta judía de Pentecostés que, junto con Pascua y
Tabernáculos, era una de las tres grandes fiestas judías, fiesta agraria de
las primicias de la cosecha, y a la vez fiesta que conmemoraba la entrega de
las tablas de la Ley en el monte Sinaí. Las calles de Jerusalén bullían con
la presencia multitudinaria de los peregrinos llegados de todos los rincones
del Imperio. Y en la apartada calle donde estaba el Cenáculo sucedió lo
preanunciado. El Espíritu invadió la casa como viento impetuoso y reposó
sobre los apóstoles. Ellos ya vivían en gracia; más aún, ya habían recibido
el Espíritu en orden al perdón de los pecados, como nos los relata el
evangelio de hoy; pero ahora quedaron llenos del Espíritu Santo, el cual
llevó a su plenitud el sentido de la fiesta judía: porque El era la nueva
ley inscrita en los corazones, El presentaba la primicia de la cosecha que
es Cristo resucitado.
Es el mismo Espíritu que, reposando sobre las aguas primitivas, suscitara la
primera creación, como leemos en el Génesis: "el Espíritu se cernía sobre la
superficie de las aguas". Es el mismo Espíritu figurado en la paloma que,
luego del diluvio, regresara al arca anunciando la reconciliación para una
generación renacida de la madera y del agua. Es el mismo Espíritu que,
descansando sobre el seno de María, lo fecundó para nuestra salvación, y que
luego se posaría sobre Jesús en el Jordán. Ese mismo Espíritu se da ahora,
en Pentecostés, con toda su plenitud. Antes no podía darse del todo, porque
Jesús aún no había sido glorificado. Ese Espíritu se posesionó plenamente
del cuerpo del Señor el día de su resurrección, glorificando aquella carne
que el mismo Jesús calificara de "flaca" antes de la prueba.
Y así el Espíritu pasa del cuerpo glorificado del Señor a su cuerpo total, a
la Iglesia, resumida como en un haz en los Apóstoles. La Iglesia de entonces
se reducía a un puñado, pero ya hablaba en las lenguas de todo el orbe:
figura inequívoca de su inclaudicable catolicidad. El intento orgulloso de
Babel, hasta cuya torre los hombres se allegaron acarreando las piedras de
su soberbia, había traído la confusión de lenguas: cuando los hombres
quisieron entenderse contra Dios acabaron por no entenderse entre sí.
Pentecostés es Babel a la inversa. Al orgullo del género humano que
destruyendo su unidad primigenia originó la división en diversas lenguas, se
contrapone la humildad de quienes ponen la diversidad de sus lenguas al
servicio de la unidad de la Iglesia. Algunos dijeron que estaban llenos de
vino, pero ahora se trataba del vino nuevo de la vid que es Cristo, nuevo
odre de los nuevos tiempos. Embriagados, sí, pero de Espíritu Santo.
Reavivemos hoy la gracia de nuestro Bautismo en virtud del cual recibimos
por vez primera al Espíritu Santo. Así nos lo dice San Pablo en la segunda
lectura de hoy: "Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar
un solo Cuerpo... y todos hemos bebido de un mismo Espíritu". Aquel día nos
cubrió el agua, y nos fecundó el Espíritu: el agua no hizo sino tocar lo
exterior del cuerpo, pero el Espíritu penetró y recorrió todos los
repliegues de nuestra alma, así como el fuego penetra lentamente el hierro
candente. Reavivemos también hoy la gracia de nuestra Confirmación, merced a
la cual recibimos nuevamente al Espíritu, pero esta vez en orden al
testimonio, el mismo Espíritu que recibieron los profetas y los apóstoles, y
que nos hace reyes, sacerdotes y profetas en medio del mundo en que vivimos;
el Espíritu que es lengua de fuego porque enciende, ilumina y se propaga por
intermedio nuestro.
En el Cenáculo todos quedaron llenos del Espíritu Santo, la Virgen María,
Pedro, Santiago. Pero cada cual en orden a una misión específica. Igualmente
sucede ahora: el Espíritu se derrama sobre la Iglesia para que cada uno de
sus miembros cumpla su misión peculiar; así obra milagros por los santos,
propaga la verdad por los predicadores, es virgen en la castidad de unos,
imita la unión entre Cristo y la Iglesia en el matrimonio de otros. Lo hemos
oído de San Pablo: "En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien
común". Cada cual tiene su don. Pero el alma es la misma, el Espíritu es
idéntico. Como sucede en nuestro cuerpo físico, cuyos miembros son
numerosos, pero cuya alma es única. También en el orden sobrenatural somos
un Cuerpo en un Espíritu.
El Espíritu que nos penetró en el Bautismo y en la Confirmación no debe
caducar en nosotros. Dice la Escritura: "Guardaos de contristar al Espíritu
Santo, en el cual habéis sido sellados para el día de redención". Ese
Espíritu permanece en nuestro corazón. No para convertimos en grandes
pensadores, ni para enseñarnos nada sustancialmente nuevo, sino para
ilustrarnos desde adentro. Es la voz interior, la iluminación espiritual,
que nos permite consentir a la voz exterior de Cristo y de la Iglesia. El
Espíritu quiere seguir inspirándonos. Quiere ser viento en nuestra alma, que
invada nuestro cenáculo interior. Quiere encendernos e iluminarnos, quiere
hacer de nosotros su templo. Y sobre todo El, que es el Enviado por
excelencia, quiere transformamos en sus enviados "para renovar la faz de la
tierra". Tal es nuestra misión.
Si, como hemos visto, es cierto que esta fiesta mira al pasado, tiene
también un respecto al futuro. Esperamos un Pentecostés final, cuando Dios
sea todo en todos, el día de la cosecha definitiva, el día terminal en que
el Espíritu llene toda la casa de la historia con la llama de su caridad,
con el fuego de su Juicio.
En espera de ese acontecimiento final, nos acercaremos hoy a recibir el
Cuerpo glorificado del Señor de cuyo costado beberemos el Espíritu.
Pidámosle entonces que la comunión de su Cuerpo sea para nosotros un nuevo
Pentecostés. Que cuando esté en nuestro interior, infunda, desde adentro,
sobre cada uno de nosotros, su Espíritu de fortaleza, y nos embriague con su
sobria efusión. Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de cuantos
recibimos a Cristo con el fuego de tu amor, y crea en nosotros un corazón
nuevo, capaz de renovar la faz de la tierra. Amén.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993,
p. 160-163)
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Aplicación: San Juan XXIII - Recibiréis el Espíritu Santo y seréis
mis testigos
Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y
seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Jadea, en Samaria y hasta los
extremos de la tierra (Act. 1, 8.).
Venerables hermanos y queridos hijos:
El último encuentro de Jesús Resucitado con sus Apóstoles y discípulos fue
verdaderamente un festín de gracias y de alegría. Las expresiones de San
Lucas "convescens", "loquens de regno Dei" compendian toda su belleza y
encanto.
Mandato dado a sus íntimos de no abandonar la ciudad sino de permanecer en
Sión, para esperar al Espíritu Santo que el Padre enviaría: "quem mittet
Pater in nomine meo" (Io. 14, 26); seguridad del testimonio que ellos darían
después al Rabí, divino vencedor de la muerte y dueño del futuro "Eritis
mihi testes in Ierusalem et in omni Iudea et Samaria et usque ad ultimum
terrae" (Act. 1, 8).
¡Oh, qué palabras las que dirigió Jesús a los primeros confidentes de sus
pensamientos y de su corazón y qué fragmento luminoso y lleno de colorido
sobre el futuro de su Iglesia: "eritis mihi testes", en tono profético y
solemne, como una investidura para continuar el apostolado confiado a los
suyos por el advenimiento de su reino de redención y salvación entre todos
los pueblos y en el transcurso de todos los siglos!
El Reino de Cristo y la historia de la Iglesia
De hecho, el reino de Cristo Jesús, Hijo de Dios, Verbo Encarnado, Señor del
Universo, comenzó desde allí, desde allí la historia de la Iglesia Católica
y Apostólica, una y santa, se puso en camino para dar ese testimonio. Han
transcurrido veinte siglos. Graves y peligrosas vicisitudes provenientes de
la debilidad humana amenazaron con frecuencia aquí y allá la firmeza de esta
admirable institución: dificultades en su camino, pruebas e incertidumbres
por el abandono de algunos, parecieron poner en grave riesgo a veces el
carácter de su unidad, pero la sucesión apostólica jamás ha sido rota: la
túnica de Cristo permaneció inconsútil aunque no faltasen en tiempos
difíciles angustias de alguna desgarradura peligrosa.
Es que la palabra de Jesús sigue siendo vivificante en su Iglesia. El
prodigio se renueva siempre con mayor difusión de gracia sobre cada uno de
los fieles, a veces en forma misteriosa y grandiosa sobre todo el cuerpo
social.
Queridos hijos: Todavía la palabra tranquilizadora de este "eritis mihi
testes" que une con divino acento los acordes a toda la sustancia viva de
los dos Testamentos: la misteriosa sucesión del pasado, del presente, del
porvenir. Jesús, el Rabí divino está en medio y reúne en su persona, en sus
enseñanzas, en su sangre, la gloria de su realeza.
"Eritis mihi testes". Testimonio doble: testimonio de Jesús ante sus más
íntimos, siempre "Dominus et Magister" en la evidencia de la sublime
doctrina, en la sucesión de los milagros hechos, en el Sacrificio cruento,
en la Resurrección victoriosa, en la profusión incesante de gracia y de amor
para el hombre perdonado, para toda la humanidad redimida y elevada de nuevo
a la sublimidad de una familia divina: "de Virgine natus, nobis id est mundo
largitus suam Deitatem".
Doble testimonio de elevación y salvación
El otro testimonio es el testimonio de los discípulos de Jesús y de sus
sucesores, dado al Divino Maestro a lo largo de los siglos, a la
continuación de su obra redentora desde Jerusalén hasta los más apartados
confines del mundo.
Sí, "eritis mihi testes" es siempre la palabra, la nota sublime que une de
nuevo los acordes del Antiguo con todo el Nuevo Testamento. A ella responden
como un eco, cual poema divino y humano, apóstoles y evangelistas,
pontífices y mártires, padres y doctores de la Iglesia, héroes y sagradas
vírgenes, juventudes y experiencias antiguas y modernas, hijos de toda raza
y color, de toda procedencia ética y social, todos aclamando a Cristo que
había anunciado por “os suum promissionem Patri”, fecundadora por el
Espíritu de toda gracia de apostolado a su Iglesia “usque ad consummationem
saeculi”.
Este primer Pentecostés cuyo recuerdo celebramos hoy, he aquí que sigue
derramando todavía, después de veinte siglos, su luz sobre nuestras cabezas;
encendiendo en nuestros corazones la misma llama con que se alegraron los
primeros discípulos del Señor al solo anuncio del Espíritu Santo que el
Padre enviaría, respondiendo a las invocaciones que se elevaban del Cenáculo
unidas a las de María, madre de Jesús.
Ciertamente, venerables hermanos y queridos hijos, el "eritis mihi testes"
va a hallar una nueva y más solemne aplicación de la promesa de Jesús a sus
discípulos; después de dos mil años todavía vivos, más numerosos que nunca,
todavía palpitantes de afecto y entusiasmo apostólico en derredor suyo.
La reunión litúrgica de hoy —al contemplarla se recrea la vista y exulta el
corazón— compuesta de ancianos venerables y jóvenes dispuestos para el
ejercicio y a las tareas del ministerio sacerdotal, representa a todo el
mundo. Pero ¿no llega a ser la representación, el primer atisbo del
espectáculo que la gracia del Señor quiere reunir en esta colina del
Vaticano el 11 de octubre para suscitar con ello un nuevo ímpetu por la
santificación de la Jerarquía, del clero y del pueblo, para iluminar a las
gentes, para aliento vivificador de toda la actividad humana?
Pronto el mundo podrá ver con sus ojos lo que es el Concilio.; qué
maravillas sabe ofrecer la Santa Iglesia católica en la luz de su divino
Fundador Jesús, cómo la quiso, la hizo y a lo largo de los siglos sigue
vivificándola entregada a la salvación de todas las almas y de todas las
gentes; irradiante esplendor de celestial-doctrina y tesoros de gracia y a
través del sacrificio, camino de paz aquí abajo y de gloria imperecedera por
los siglos sempiternos.
Dejad, queridos hijos, que sobre estas relaciones de la Santa Iglesia con
Cristo, que la sostiene como la ha fundado, sigamos haciendo alguna
indicación que sirva de común edificación y al mismo tiempo de preparación
individual y colectiva al gran acontecimiento cuya espera es tan alegre y
deseada.
El Concilio Vaticano Segundo quiere lograr en forma espontánea y de
aplicación amplísima expresar lo que Cristo representa todavía y hoy más que
nunca como luz y sabiduría, como dirección y estímulo, como consuelo y
mérito de sufrimiento humano en la vida presente y garantía de la futura.
El testimonio de la Iglesia universal quiere dirigirse a Jesús como al
"Dominus et Magister" de todos y de cada uno, al "Pastor Bonus" siempre
procurando a su grey alimento de gracia, pan espiritual para preservarle de
los peligros y, finalmente, al "Sacerdos et Hostia" para memoria y
continuación de su sacrificio por la humanidad y los sufrimientos de la
vida, graves en todo tiempo, pero más graves cuando hay que reconocer causas
o consecuencias de opresión de la persona humana y de sus fundamentales e
inalienables libertades.
En esta luz de doctrina, de seguridad y mérito, la perfecta fidelidad del
cristiano se siente estimulada a la profesión de fe sincera y de
correspondencia absoluta entre pensamiento y acción y toca el corazón del
que anhela una conducta digna de vida para defensa de comunes ideales y
logro de legítimas aspiraciones,
Esta triple irradiación de luz celestial que Jesucristo, maestro, pastor,
sacerdote, reverbera sobre el rostro de su Iglesia tiene una significación
que no escapa a nadie, y más aún puede invitar a todos a situarse en la
exacta perspectiva para comprender, conforme a la más acreditada jerarquía
de valores, lo que vale la vida para el hombre, incluso simplemente hombre,
lo que vale más que para el hombre para el cristiano perfecto.
Confiada espera de la humanidad
Con sentimiento de confiada espera asistimos hoy a nuevos fenómenos. Es
cierto que, después de desaparecidas las distancias, abiertos los caminos a
la conquista del espacio, intensificada la investigación científica y
exaltada la producción técnica, ahora descubrimos en el hombre un estado de
ánimo realmente sorprendente.
Nos parece poder decir que el hombre de estudio y de acción de este
atormentado siglo, atormentado por dos guerras mundiales y por otros
innumerables conflictos de índole diversa, ya no es tan orgulloso de sí
mismo y de sus conquistas; no está tan seguro como en los siglos dieciocho y
diecinueve de poder alcanzar la felicidad en la tierra y mucho menos de
lograr por sí solo, con su talento y energías, a aplacar las angustias, a
desechar los temores, a superar las debilidades que siempre amenazan con
vencerlo.
Hablemos más claramente. Después de todas las manifestaciones de la
literatura contemporánea surge un gemido y los poderosos de la tierra
reconocen no poder levantar al hombre, no poderlo llevar a ese reino de
felicidad y de prosperidad que siempre es su aspiración ardiente.
Jamás la Iglesia Católica ha dicho a la humanidad que quiere librarla de la
dura ley del dolor y de la muerte. Y no ha intentado engañarla ni le ha
facilitado el lastimoso remedio de la ilusión. Al contrario, ha continuado
afirmando que la vida es peregrinación y ha enseñado a sus hijos a unirse al
canto de esperanza que resuena todavía en el mundo.
Ahora que el hombre, corno aterrado por los progresos científicos
alcanzados, consciente en definitiva que ninguna conquista le podrá
proporcionar la felicidad, ahora que se suceden, alternándose y
eliminándose, todos los que prometían inútilmente eterna juventud y fácil
prosperidad, es providencial y muy natural que la Iglesia levante su voz
solemne y persuasiva y ofrezca a todos los hombres el consuelo de la
doctrina y de esa cristiana convivencia que prepara los esplendores de la
alegría eterna para la cual ha sido formado el hombre.
En ningún modo intimidada por las dificultades que encuentran sus hijos y
que se deslizan en el servicio que quiere prestar a la verdad, a la justicia
y al amor, siempre fiel a las consignas de su Divino Fundador, la Iglesia
Santa quiere hablar todavía de El, por consiguiente, a la humanidad; de
Cristo Jesús, Maestro Pastor, Víctima y sacrificio de expiación y redención.
«Dominus et Magister»
No todos los puntos, numéricamente, de la doctrina católica serán explicados
de nuevo en el próximo Concilio, sino con especial cuidado los referentes a
las verdades fundamentales puestas en tela de juicio o en oposición con las
contradicciones del pensamiento moderno como derivación de los errores de
siempre, pero penetrados de diferente manera. El hombre que desentraña las
profundidades de la ciencia y busca el punto de contacto entre el cielo y la
tierra, sabe que ninguna cuestión permanece insoluble por la doctrina
apostólica, que ninguna solución se ofrece con entendimiento polémico o con
facilidad presuntuosa. La verdad resplandece desde arriba, pero alcanzar la
cima no supone esfuerzo para nadie cuando está animado de voluntad decidida
y libre de vínculos opresores.
La Iglesia, continuando en dar testimonio de Jesucristo, nada quiere quitar
al hombre, no le niega la posesión de sus conquistas y el mérito de los
esfuerzos realizados, pero quiere ayudarle a encontrarse, a reconocerse, a
alcanzar aquella plenitud de conocimientos y de convicciones que ha sido en
todo tiempo anhelo de los hombres sabios, incluso al margen de la divina
revelación.
En este inmenso espacio de actividad que se abre ante él, la Iglesia abraza
con solicitud maternal a todo hombre y quiere persuadirle a que acepte el
divino mensaje cristiano que da orientación segura a la vida individual y
social.
Veinte Concilios ecuménicos, innumerables concilios nacionales y
provinciales y sínodos diocesanos han aportado una valiosa contribución al
conocimiento de una o más verdades de índole teológica o moral.
El Concilio Vaticano Segundo se presenta a la catolicidad, a la humanidad,
en la firmeza del Credo apostólico proclamado por inmensa asamblea y con la
experiencia de una ilustración doctrinal, además de universal, en una visión
de conjunto que responde mejor al alma del tiempo moderno, y será éste un
acertado testimonio de la enseñanza de Cristo evocado por la Iglesia a la
tradición singular, especialmente del Vaticano Primero, del Tridentino, del
Lateranense Cuarto, gloria preclara del papa Inocencio III (1215), a la
tradición de todos los concilios que señalaron triunfo de verdad penetrada y
hecha penetrar con ardor en el cuerpo social.
«Christus Pastor»
Os podemos asegurar, queridos hijos, que este nuestro Concilio Vaticano
Segundo pretende y quiere ser sobre todo gran testimonio y búsqueda de los
rasgos característicos del Buen Pastor.
A la inmensa grey cristiana y católica nunca faltó el sostenimiento que ya
el Divino Redentor proporcionaba a las muchedumbres: oración y liturgia,
doctrina evangélica, sacramentos y manifestaciones múltiples de actividad
pastoral.
La llamada a la vida cristiana y por ella a la vida divina que es
penetración de gracia, está dirigida a todos.
Cristo por el servicio del Apóstol Pedro y de sus Sucesores y colaboradores,
obispos y clero, está siempre elevándolos a la dignidad de hijos adoptivos
de Dios. Las fuentes abiertas por El son inagotables; los modos de
comunicación con cada una de las almas, algunas veces inescrutables.
El que desea orientar las aspiraciones de su entendimiento, sabe que puede
descansar en la contemplación de las verdades eternas; el que tiene
necesidad de expresar los sentimientos del alma se sumerge en la oración y
el canto; el que tiene verdaderamente hambre y sed de justicia se dirige con
confianza serena a los sacramentos que son signos sensibles productivos de
la gracia. Para ellos todo está santificado: el hombre desde el comienzo al
fin de la peregrinación terrena y en todas las manifestaciones individuales
y colectivas.
La Iglesia sigue los pasos del Buen Pastor en su místico peregrinar de
pueblo en pueblo y de casa en casa.
Ella sale del recinto cerrado de sus cenáculos y a imitación y testimonio de
su divino Fundador recorre todos los caminos del mundo, ni sabe contener el
fervor del Pentecostés continuado que la invade y la lleva a conducir a su
grey a los pastos exuberantes de vida eterna.
Esta es la tarea de la Iglesia católica y apostólica: reunir a los hombres
que los egoísmos y estrecheces podrían mantener dispersos: enseñarles a
orar, llevarlos a la contrición de los pecados y al perdón, alimentarlos con
el Pan eucarístico, reforzar la unión recíproca con el vínculo de la
caridad.
La Iglesia no pretende asistir todos los días a la milagrosa transformación
operada en los apóstoles y discípulos del primer Pentecostés, no lo pretende
pero trabaja por ello y pide constantemente a Dios que se renueve el
prodigio.
No se maravilla de que los hombres no comprendan en seguida su lenguaje; que
se sienten tentados a reducir al pequeño esquema de su vida y de sus
intereses personales el código perfecto de la salvación individual y del
progreso social y que a veces aminoran el paso; sigue exhortando,
suplicando, estimulando.
La Iglesia enseña que no puede haber discontinuidad ni ruptura entre la
práctica religiosa individual y las manifestaciones de la vida social.
Depositaria como es de la verdad, quiere penetrarlo todo y obtener la gracia
de santificarlo todo en el ámbito doméstico, cívico, internacional.
Uno de los motivos de gran consuelo del humilde sucesor de San Pedro en
estos meses de preparación al Concilio, es la comprobación de la
jubilosísima acogida que por doquier en el mundo sigue haciendo honor a la
encíclica Mater et Magistra.
Esta puede considerarse como una síntesis inapreciable y valiosa de doctrina
moral pastoral y una excelente introducción a aquellas orientaciones
dirigidas a las conciencias cristianas en materia de economía informada en
los principios de justicia y de caridad humana y evangélica.
La Santa Iglesia justamente pide a sus hijos que no rehúyan el grave
compromiso de cooperar en la instauración de tal convivencia de fraternidad
de la cual el Salvador Divino, el "Bonus Pastor animarum" ha dado enseñanzas
y ejemplos de incomparable significación.
«Christus Sacerdos et Hostia»
Queridos hijos: Nuestra conversación religiosa nos ha permitido mirar
adelante, desde los fulgores de Pentecostés, hacia los surcos de la Reunión
Conciliar del próximo octubre.
El espíritu alegre de sentirnos unidos a Cristo en evocación de excelente y
fecundo apostolado, al cual responde, como al paso de Jesús por los caminos
de Jerusalén, la muchedumbre que aplaude sus enseñanzas y sus milagros,
tiene, sin embargo, que someterse a sentimientos de tristeza por otros
espectáculos de los que la vista no logra apartarse y el corazón se
conmueve.
Pensamos en los nombres topográficos de las palabras de Jesús relativos a
las condiciones actuales: Jerusalén, Judea, Samaria y "usque ad ultimum
terrae".
Palestina, donde resonó su voz, apenas conserva las huellas de su paso, Sus
enseñanzas se han quitado de allí y todavía el Libro de ambos Testamentos
hace resonar en el mundo el nombre de países que no pertenecieron a Cristo
jamás o no pertenecen ya. Jerusalén la ciudad santa de las divinas promesas
y las regiones que la rodean y los territorios limítrofes son en gran parte
ajenos a una misión sagrada que les fue anunciado primero.
El gran misterio que desgarra nuestra alma está incluido, pues, en la
historia de los pueblos que acogieron y luego repudiaron a Cristo y de otros
que le negaron obstinadamente y de algunos en los cuales por ley del Estado
nunca abrogada, ni siquiera ahora que en las asambleas internacionales se
proclama el respeto de todas las libertades, se niega a Cristo y a su
doctrina el derecho de ciudadanía.
Y qué decir de aquellas naciones en las que el apostolado se ha reducido o
se está reduciendo a lamentable recuerdo y los espíritus abatidos no se
atreven prever en breve plazo el éxito de un renovado movimiento de acción
pastoral para luz de cada alma y pura dirección de las familias y de los
pueblos.
Esto aclara el significado de otra verdad que los discípulos de Cristo no
quieren olvidar: para el cristiano la verdadera alegría, incluso cuando va
acompañada de prudentes propósitos, fácilmente encuentra tristezas y
contradicciones.
Está escrito en el Libro Sagrado que Jesús al contemplar a Jerusalén desde
lo alto sintió deshacerse el corazón y los ojos en llanto.
¡Cuántas ciudades y naciones al contemplarlas en las páginas de su historia
y a la luz de las maravillas de su pasado, maravillas de santidad y de
heroísmo, de piedad religiosa y de triunfo de caridad, que las hicieron
célebres, evocan un eco de tristeza: el "tenebrae factae sunt... Velum
templi scissum est!" (Luc. 23, 44, 45), de la muerte de Cristo.
Vosotros comprendéis, venerables hermanos y queridos hijos, la significación
de dolorosa actualidad que guardan estas graves palabras. Y sobre todo esto,
como testimonio perfecto de los ejemplos de Cristo, la Iglesia católica
muestra la ley del perdón aplicada en expresión de expiación, de
misericordia y de esperanza.
La visión del cenáculo con María y los Apóstoles
Hoy se renueva la visión del Cenáculo donde María oraba y esperaba el
Espíritu Santo junto con los Apóstoles y Discípulos. Este conmovedor
recuerdo del Libro Sagrado que nos lleva a buscar en todo el mundo y
especialmente en el Oriente cristiano los templos levantados en honor y
nombre de la Madre de Dios. Estén abiertos o cerrados al culto esos templos
encierran en las piedras la súplica de los siglos, la angustiosa oración de
nuestros días para alcanzar de Dios que los hombres sigan o aprendan de
nuevo a levantar los ojos al ciclo y a esperar de allí la bendición y la
consagración para el trabajo y el progreso que aquí abajo en el surco que
sigue abierto en los corazones, de la gran tradición antigua.
Reflexionad, queridos hijos, Cristo, Verbo de Dios hecho hombre, palabra de
verdad y de amor ha anunciado al mundo. Y este Cristo bendito que ha
derramado su caridad y dispensado los dones de la gracia celestial, este
Cristo se ve reducido al silencio por la negativa y los pecados de los
hombres y de las naciones.
Este silencio que recuerda el más sublime momento del rito litúrgico
eucarístico a veces es oración desgarradora, otras disciplina de prudencia.
El tercer testimonio de Cristo que llevar "usque ad ultimum terrae",
acompaña a este dolor que el entremezclarse de múltiples causas con
frecuencia ajenas y pospuestas unas a otras nace profundo e indecible.
No es necesario más explicaciones. Estamos, pues, llamados a dar testimonio
de Cristo que en el Sacrificio eucarístico renueva la inmolación del
Calvario.
De la celebración y del éxito del Concilio quiere afirmarse la también
devoción a la Cruz, al sacrificio cruento y místico. Así se sitúa en su
lugar exacto nuestro testimonio al Divino Maestro.
Llegados a este punto sólo nos queda, venerables hermanos, acoger con
vosotros la santa poesía de Pentecostés, las vibraciones de los corazones
hacia el próximo Concilio y la evocación del triple testimonio que dar de
Jesucristo.
Estos mismos sentimientos nos complacemos en comunicarlos especialmente a
vosotros, jóvenes candidatos a sacerdocio o recién ordenados, cuyo corazón
reposa exultante en la palabra de El, que os llamaba a participar en su
apostolado y sacrificio.
Representantes como sois de todas las gentes ¡oh, cómo resplandece vuestra
hermosa juventud ofrecida a El en holocausto, Verbo de Dios, Rey glorioso e
inmortal de los siglos y de los pueblos! También a vosotros, pues, también a
vosotros se dirige la palabra del Señor, "eritis mihi testes".
¡Sed benditos, que seáis bien acogidos por vuestros hermanos y podáis
mostrar al mundo con vuestra estola inmaculada el título más alto y
expresivo de vuestra consagración en esta vida y en la otra para salvación
de todos.
Nuestra invocación al Espíritu Santo quiere asociarse ahora a la oración de
nuestra celestial Madre María que asistió a las alegrías de la infancia de
Jesús y a los dolores de su sacrificio. De aquí la súplica, adquiere valor y
adopta un tono de entusiasmo.
Oración
¡Oh Santo Espíritu Paráclito, perfecciona en nosotros la obra comenzada por
Jesús, haz fuerte y continua la oración que elevamos en nombre de todo el
mundo: acelera para cada uno de nosotros el tiempo de una profunda vida
interior; da impulso a nuestro apostolado que quiere llegar a todos los
hombres y a todos los pueblos, redimidos con la Sangre de Cristo y todos
herencia suya. Mortifica en nosotros la presunción natural y elévanos a las
regiones de la santa humildad, del verdadero temor de Dios, del generosa
ánimo. Que ningún lazo terreno nos impida hacer honor a nuestra vocación;
ningún interés, por negligencia nuestra, debilite las exigencias de la
justicia; que ningún cálculo estreche los espacios inmensos de la caridad
dentro de las estrecheces de los pequeños egoísmos. Que todo sea grande en
nosotros: la búsqueda y el culto de la verdad, la prontitud para el
sacrificio hasta la cruz y la muerte, y que todo, finalmente, responda a la
última oración del Hijo al Padre Celestial y a aquella efusión que de Ti, oh
Santo Espíritu del amor, el Padre y el Hijo desearon sobre la Iglesia y
sobre las instituciones, sobre cada una de las almas y de los pueblos. Amén,
amén, alleluia, alleluia!
(Solemnidad de Pentecostés, Basílica Vaticana, Domingo 10 de junio de 1962)
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Aplicación: San Juan Pablo II - Cuando venga el Consolador
1. "Cuando venga el Consolador, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu
de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí" (Jn 15, 26).
Estas son las palabras que el evangelista san Juan recogió de los labios de
Cristo en el Cenáculo, durante la última Cena, en la víspera de la pasión.
Resuenan con singular intensidad para nosotros hoy, solemnidad de
Pentecostés de este Año jubilar, cuyo contenido más profundo nos revelan.
Para captar este mensaje esencial es preciso permanecer en el Cenáculo, como
los discípulos.
Por eso la Iglesia, también gracias a una oportuna selección de los textos
litúrgicos, ha permanecido en el Cenáculo durante el tiempo de Pascua. Y
esta tarde, la plaza de San Pedro se ha transformado en un gran Cenáculo, en
el que nuestra comunidad se ha reunido para invocar y acoger el don del
Espíritu Santo.
La primera lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, nos ha
recordado lo que sucedió en Jerusalén cincuenta días después de la Pascua.
Antes de subir al cielo, Cristo había encomendado a los Apóstoles una gran
tarea: "Id (...) y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar
todo lo que yo os he mandado" (Mt 28, 19-20). También les había prometido
que, después de su marcha, recibirían "otro Consolador", que les enseñaría
todo(cf. Jn 14, 16. 26).
Esta promesa se cumplió precisamente el día de Pentecostés: el Espíritu,
bajando sobre los Apóstoles, les dio la luz y la fuerza necesarias para
hacer discípulos a todas las gentes, anunciándoles el evangelio de Cristo.
De este modo, en la fecunda tensión entre Cenáculo y mundo, entre oración y
anuncio, nació y vive la Iglesia.
2. Cuando el Señor Jesús prometió el Espíritu Santo, habló de él como el
Consolador, el Paráclito, que enviaría desde el Padre (cf. Jn 15, 26). Se
refirió a él como el "Espíritu de la verdad", que guiaría a la Iglesia hacia
la verdad completa (cf. Jn 16, 13). Y precisó que el Espíritu Santo daría
testimonio de él (cf. Jn 15, 26). Pero en seguida añadió: "Y también
vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo" (Jn
15, 27). En el momento en que el Espíritu desciende en Pentecostés sobre la
comunidad reunida en el Cenáculo, comienza este doble testimonio: el del
Espíritu Santo y el de los Apóstoles.
El testimonio del Espíritu es divino en sí mismo: proviene de la profundidad
del misterio trinitario. El testimonio de los Apóstoles es humano:
transmite, a la luz de la revelación, su experiencia de vida junto a Jesús.
Poniendo los fundamentos de la Iglesia, Cristo atribuye gran importancia al
testimonio humano de los Apóstoles. Quiere que la Iglesia viva de la verdad
histórica de su Encarnación, para que, por obra de los testigos, en ella
esté siempre viva y operante la memoria de su muerte en la cruz y de su
resurrección.
3. "También vosotros daréis testimonio" (Jn 15, 27). La Iglesia, animada por
el don del Espíritu, siempre ha sentido vivamente este compromiso y ha
proclamado fielmente el mensaje evangélico en todo tiempo y en todos los
lugares. Lo ha hecho respetando la dignidad de los pueblos, su cultura y sus
tradiciones, pues sabe bien que el mensaje divino que se le ha confiado no
se opone a las aspiraciones más profundas del hombre; antes bien, ha sido
revelado por Dios para colmar, por encima de cualquier expectativa, el
hambre y la sed del corazón humano. Precisamente por eso, el Evangelio no
debe ser impuesto, sino propuesto, porque sólo puede desarrollar su eficacia
si es aceptado libremente y abrazado con amor.
Lo mismo que sucedió en Jerusalén con ocasión del primer Pentecostés,
acontece en todas las épocas: los testigos de Cristo, llenos del Espíritu
Santo, se han sentido impulsados a ir al encuentro de los demás para
expresarles en las diversas lenguas las maravillas realizadas por Dios. Eso
sigue sucediendo también en nuestra época. Quiere subrayarlo la actual
jornada jubilar, dedicada a la "reflexión sobre los deberes de los católicos
hacia los demás hombres: anuncio de Cristo, testimonio y diálogo".
La reflexión que se nos invita a hacer no puede menos de considerar, ante
todo, la obra que el Espíritu Santo realiza en las personas y en las
comunidades. El Espíritu Santo esparce las "semillas del Verbo" en las
diferentes tradiciones y culturas, disponiendo a las poblaciones de las
regiones más diversas a acoger el anuncio evangélico. Esta certeza debe
suscitar en los discípulos de Cristo una actitud de apertura y de diálogo
con quienes tienen convicciones religiosas diversas. En efecto, es necesario
ponerse a la escucha de cuanto el Espíritu puede sugerir también a los
"demás". Son capaces de ofrecer sugerencias útiles para llegar a una
comprensión más profunda de lo que el cristiano ya posee en el "depósito
revelado". Así, el diálogo podrá abrirle el camino para un anuncio más
adecuado a las condiciones personales del oyente.
4. De todas formas, lo que sigue siendo decisivo para la eficacia del
anuncio es el testimonio vivido. Sólo el creyente que vive lo que profesa
con los labios, tiene esperanzas de ser escuchado. Además, hay que tener en
cuenta que, a veces, las circunstancias no permiten el anuncio explícito de
Jesucristo como Señor y Salvador de todos. En este caso, el testimonio de
una vida respetuosa, casta, desprendida de las riquezas y libre frente a los
poderes de este mundo, en una palabra, el testimonio de la santidad, aunque
se dé en silencio, puede manifestar toda su fuerza de convicción.
Es evidente, asimismo, que la firmeza en ser testigos de Cristo con la
fuerza del Espíritu Santo no impide colaborar en el servicio al hombre con
los seguidores de las demás religiones. Al contrario, nos impulsa a trabajar
junto con ellos por el bien de la sociedad y la paz del mundo.
En el alba del tercer milenio, los discípulos de Cristo son plenamente
conscientes de que este mundo se presenta como "un mapa de varias
religiones" (Redemptor hominis, 11). Si los hijos de la Iglesia permanecen
abiertos a la acción del Espíritu Santo, él les ayudará a comunicar,
respetando las convicciones religiosas de los demás, el mensaje salvífico
único y universal de Cristo.
5. "Él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque
desde el principio estáis conmigo" (Jn 15, 26-27). Estas palabras encierran
toda la lógica de la Revelación y de la fe, de la que vive la Iglesia: el
testimonio del Espíritu Santo, que brota de la profundidad del misterio
trinitario de Dios, y el testimonio humano de los Apóstoles, vinculado a su
experiencia histórica de Cristo. Uno y otro son necesarios. Más aún, si lo
analizamos bien, se trata de un único testimonio: el Espíritu sigue hablando
a los hombres de hoy con la lengua y con la vida de los actuales discípulos
de Cristo.
En el día en que celebramos el memorial del nacimiento de la Iglesia,
queremos elevar una ferviente acción de gracias a Dios por este testimonio
doble y, en definitiva, único, que abraza a la gran familia de la Iglesia
desde el día de Pentecostés. Queremos darle gracias por el testimonio de la
primera comunidad de Jerusalén, que, a través de las generaciones de los
mártires y de los confesores, ha llegado a ser a lo largo de los siglos la
herencia de innumerables hombres y mujeres de todo el mundo.
La Iglesia, animada por la memoria del primer Pentecostés, reaviva hoy la
esperanza de una renovada efusión del Espíritu Santo. Asidua y concorde en
la oración con María, la Madre de Jesús, no deja de invocar: "Envía tu
Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra" (Sal 103, 30).
Veni, Sancte Spiritus: Ven, Espíritu Santo, enciende en los corazones de tus
fieles la llama de tu amor.
Sancte Spiritus, veni!
(Vigilia de Pentecostés, Sábado 10 de junio de 2000)
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Aplicación: P. Jorge Loring S.I. - Domingo de Pentecostés - Año B
1.- San Juan dice que Dios es AMOR.
2.-A Dios no puede faltarle nada que le sea esencial.
3.- Si Dios es AMOR necesita ALGUIEN a quien amar.
4.- Y esto desde toda la eternidad.
5.- Por eso Dios es TRINO.
6.- Esto ilumina el misterio de LA SANTÍSIMA TRINIDAD.
7.- El misterio consiste en que siendo un sólo DIOS VERDADERO, en Él hay
tres personas distintas: EL PADRE, EL HIJO Y EL ESPÍRITU SANTO.
8.- Aunque no pretendemos entender a la perfección el misterio, hay
comparaciones que lo iluminan.
9.- Es tradicional lo del triángulo: en el triángulo cada ángulo abarca
completamente el triángulo entero, lo mismo que cada persona de la SANTÍSIMA
TRINIDAD es el mismo Dios.
10.- También es bonito lo de las tres cerillas: tres cerillas unidas y
encendidas, cada cerilla posee la misma llama que las otras dos.
11.- Cada vez que nos santiguamos honramos a la Santísima Trinidad. Así
empezamos las oraciones, la Santa Misa, los sacramentos y muchas obras. Y al
persignarnos hacemos una cruz en la frente refiriéndonos al Padre que está
sobre todo, otra en la boca indicando al Hijo que es la Palabra del Padre, y
otra sobre el corazón simbolizando al Espíritu Santo que es Amor.