Domingo de Ramos C: Comentarios de Sabios y Santos - con ellos preparamos la acogido de la Palabra de Dios
Recursos adicionales para la prepación
Comentario Teológico: Benedicto XVI - La entrada en Jerusalén
Santos Padres: San León Magno - La admirable virtud del Crucificado
Aplicación: P. Alfredo Sáenz, SJ. - Vayamos y muramos con él
Aplicación: San Juan Pablo II - Domingo de Ramos
Aplicación: Benedicto XVI - Domingo de Ramos
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Domingo de Ramos
Aplicación:P. Leonardo Castellani - Domingo de Ramos
Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Domingo de Ramos en la Pasión del Señor - Año C Lc 22:14-23, 56
Aplicación: Directorio Homilético - Domingo de Ramos y de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
Comentarios a Las Lecturas del Domingo
Comentario Teológico: Benedicto XVI - La entrada en Jerusalén
El Evangelio de Juan refiere que Jesús celebró tres fiestas de Pascua
durante el tiempo de su vida pública: una primera en relación con la
purificación del templo (2,13-25); otra con ocasión de la multiplicación de
los panes (6,4); y, finalmente, la Pascua de la muerte y resurrección (p.
ej. 12,1; 13,1), que se ha convertido en «su» gran Pascua, en la cual se
funda la fiesta cristiana, la Pascua de los cristianos. Los Sinópticos han
transmitido información solamente de una Pascua: la de la cruz y la
resurrección; para Lucas, el camino de Jesús se describe casi como un único
subir en peregrinación desde Galilea hasta Jerusalén.
Es ante todo una «subida» en sentido geográfico: el Mar de Galilea está
aproximadamente a 200 metros bajo el nivel del mar, mientras que la altura
media de Jerusalén es de 760 metros sobre el nivel del mar. Como peldaños de
esta subida, cada uno de los Sinópticos nos ha transmitido tres profecías de
Jesús sobre su Pasión, aludiendo con ello también a la subida interior, que
se va desarrollando a lo largo del camino exterior: el ir caminando hacia el
templo como el lugar donde Dios quiso «establecer» su nombre, como se
describe en el Libro delDeuteronomio (12,11; 14,23).
La última meta de esta «subida» de Jesús es la entrega de sí mismo en la
cruz, una entrega que reemplaza los sacrificios antiguos; es la subida que
la Carta a los Hebreos califica como un ascender, no ya a una tienda hecha
por mano de hombre, sino al cielo mismo, es decir, a la presencia de Dios
(9,24). Esta ascensión hasta la presencia de Dios pasa por la cruz, es la
subida hacia el «amor hasta el extremo» (cf.Jn 13,1), que es el verdadero
monte de Dios.
Naturalmente, la meta inmediata de la peregrinación de Jesús es Jerusalén,
la Ciudad Santacon su templo y la «Pascua de los judíos», como la llama Juan
(2,13). Jesús se había puesto en camino junto con los Doce, pero poco a poco
se fue uniendo a ellos un grupo creciente de peregrinos; Mateo y Marcos nos
dicen que, ya al salir de Jericó, había una «gran muchedumbre» que seguía a
Jesús (Mt 20,29; cf. Mc 10,46).
En este último tramo del recorrido hay un episodio que aumenta la
expectación por lo que está a punto de ocurrir, y que pone a Jesús de un
modo nuevo en el centro de atención de quienes lo acompañan. Un mendigo
ciego, llamado Bartimeo, está sentado junto al camino. Se entera de que
entre los peregrinos está Jesús y entonces se pone a gritar sin cesar: «Hijo
de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc10,47). En vano tratan de
tranquilizarlo y, al final, Jesús le invita a que se acerque. A su súplica
—«Rabbuní, ¡que pueda ver!»—, Jesús le contesta: «Anda, tu fe te ha curado».
Bartimeo recobró la vista «y le seguía por el camino» (Mc10,48-52). Una vez
que ya podía ver, se unió a la peregrinación hacia Jerusalén. De repente, el
tema «David», con su intrínseca esperanza mesiánica, se apoderó de la
muchedumbre: este Jesús con el que iban de camino ¿no será acaso
verdaderamente el nuevo David? Con su entrada en la Ciudad Santa, ¿no habrá
llegado la hora en que Él restablezca el reino de David?
Los preparativos que Jesús dispone con sus discípulos hacen crecer esta
expectativa. Jesús llega al Monte de los Olivos desde Betfagé y Betania, por
donde se esperaba la entrada del Mesías. Manda por delante a dos discípulos,
diciéndoles que encontrarían un borrico atado, un pollino, que nadie había
montado. Tienen que desatarlo y llevárselo; si alguien les pregunta el
porqué, han de responder: «El Señor lo necesita» (Mc 11,3; Lc 19,31). Los
discípulos encuentran el borrico, se les pregunta —como estaba previsto— por
el derecho que tienen para llevárselo, responden como se les había ordenado
y cumplen con el encargo recibido. Así, Jesús entra en la ciudad montado en
un borrico prestado, que inmediatamente después devolverá a su dueño.
Todo esto puede parecer más bien irrelevante para el lector de hoy, pero
para los judíos contemporáneos de Jesús está cargado de referencias
misteriosas. En cada uno de los detalles está presente el tema de la realeza
y sus promesas. Jesús reivindica el derecho del rey a requisar medios de
transporte, un derecho conocido en toda la antigüedad (cf. Pesch,
Markusevangelium, II, p. 180). El hecho de que se trate de un animal sobre
el que nadie ha montado todavía remite también a un derecho real. Y, sobre
todo, se hace alusión a ciertas palabras del Antiguo Testamento que dan a
todo el episodio un sentido más profundo.
En primer lugar, las palabras de Génesis 49,10s,la bendición de Jacob, en
las que se asigna am Judá el cetro, el bastón de mando, que no le será
quitado de sus rodillas «hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a
quien los pueblos deben obediencia». Sc dice de Él que ata su borriquillo a
la vid (49,11).Por tanto, el borrico atado hace referencia al que tiene que
venir, al cual «los pueblos deben obediencia».
Más importante aún es Zacarías 9,9, el texto que Mateo y Juan citan
explícitamente para hacer comprender el «Domingo de Ramos»: «Decid a la hija
de Sión: mira a tu rey, que viene a ti humilde, montado en un asno, en un
pollino, hijo de acémila» (Mt 21,5;cf. Za 9,9; Jn 12,15).Ya hemos
reflexionado ampliamente sobre el sentido de estas palabras del profeta para
comprender la figura de Jesús al comentar la bienaventuranza de los
humildes, de los mansos (cf. primera parte, pp. 108-112). Él es un rey que
rompe los arcos de guerra, un rey de la paz y un rey de la sencillez, un rey
de los pobres. Y hemos visto, en fin, que gobierna un reino que se extiende
demar a mar y abarca toda la tierra (cf. ibíd., p. 109); esto nos ha
recordado el nuevo reino universal de Jesús que, en las comunidades de la
fracción del pan, es decir, en la comunión con Jesucristo, se extiende de
mar a mar como reino de su paz (cf. ibíd., p. 112). Todo esto no podía verse
entonces, pero lo que, oculto en la visión profética, había sido apenas
vislumbrado desde lejos, resulta evidente en retrospectiva.
Por ahora retengamos esto: Jesús reivindica, de hecho, un derecho regio.
Quiere que se entienda su camino y su actuación sobre la base de las
promesas del Antiguo Testamento, que se hacen realidad en Él. El Antiguo
Testamento habla de Él, y viceversa: Él actúa y vive de la Palabra de Dios,
no según sus propios programas y deseos. Su exigencia se funda en la
obediencia a los mandatos del Padre. Sus pasos son un caminar por la senda
de la Palabra deDios. Al mismo tiempo, la referencia a Zacarías 9,9excluye
una interpretación «zelote» de la realeza: Jesús no se apoya en la
violencia, no emprende una insurrección militar contra Roma. Su poder es de
carácter diferente: reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios, que Él
considera el único poder salvador.
Volvamos al desarrollo de la narración. Cuando se lleva el borrico a Jesús,
ocurre algo inesperado: los discípulos echan sus mantos encima del borrico;
mientras Mateo (21,7) y Marcos (11,7) dicen simplemente que «Jesús se
montó», Lucas escribe: «Y le ayudaron a montar» (19,35). Ésta es la
expresión usada en el Primer Libro de los Reyes cuando narra el acceso de
Salomón al trono de David, su padre. Allí se lee que el rey David ordena al
sacerdote Zadoc, al profeta Natán y a Benaías: «Tomad con vosotros los
veteranos de vuestro señor, montad a mi hijo Salomón sobre mi propia mula y
bajadle a Guijón. El sacerdote Zadoc y el profeta Natán lo ungirán allí como
rey de Israel...» (1,33s).
También el echar los mantos tiene su sentido en la realeza de Israel (cf. 2
R 9,13). Lo que hacen los discípulos es un gesto de entronización en la
tradición de la realeza davídica y, así, también en la esperanza mesiánica
que se ha desarrollado a partir de ella. Los peregrinos que han venido con
Jesús a Jerusalén se dejan contagiar por el entusiasmo de los discípulos;
ahora alfombran con sus mantos el camino por donde pasa. Cortan ramas de los
árboles y gritan palabras del Salmo 118, palabras de oración de la liturgia
de los peregrinos de Israel que en sus labios se convierten en una
proclamación mesiánica: «¡Hosanna, bendito el que viene en el nombre del
Señor! ¡Bendito el Reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en
las alturas!» (Mc 11,9s; cf. Sal 118,25s).
Esta aclamación la han transmitido los cuatro evangelistas, aunque con sus
variantes específicas. Estas diferencias no son irrelevantes para la
historia de la transmisión y la visión teológica de cada uno de los
evangelistas, pero no es necesario que nos ocupemos aquí de ellas. Tratamos
solamente de comprender las líneas esenciales de fondo, teniendo en cuenta,
además, que la liturgia cristiana ha acogido este saludo, interpretándolo a
la luz de la fe pascual de la Iglesia.
Ante todo, aparece la exclamación: «¡Hosanna!». Originalmente, ésta era una
expresión de súplica, como: «¡Ayúdanos!». En el séptimo día de la fiesta de
las Tiendas, los sacerdotes, dando siete vueltas en torno al altar del
incienso, la repetían monótonamente para implorar la lluvia. Pero, así como
la fiesta de las Tiendas se transformó de fiesta de súplica en una fiesta de
alegría, la súplica se convirtió cada vez más en una exclamación de júbilo
(cf. Lohse, ThWNT, IX, p. 682).
La palabra había probablemente asumido también un sentido mesiánico ya en
los tiempos de Jesús. Así, podemos reconocer en la exclamación «¡Hosanna!»
una expresión de múltiples sentimientos, tanto de los peregrinos que venían
con Jesús como de sus discípulos: una alabanza jubilosa a Dios en el momento
de aquella entrada; la esperanza de que hubiera llegado la hora del Mesías,
y al mismo tiempo la petición de que fuera instaurado de nuevo el reino de
David y, con ello, el reinado de Dios sobre Israel.
La palabra siguiente del Salmo 118, «bendito el que viene en el nombre del
Señor», perteneció en un primer tiempo, como se ha dicho, a la liturgia de
Israel para los peregrinos y con ella se los saludaba a la entrada de la
ciudad o del templo. Lo demuestra también la segunda parte del versículo:
«Os bendecimos desde la casa del Señor». Era una bendición que los
sacerdotes dirigían y casi imponían sobre los peregrinos a su llegada. Pero
con el tiempo la expresión «que viene en el nombre del Señor» había
adquirido un sentido mesiánico. Más aún, se había convertido incluso en la
denominación de Aquel que había sido prometido por Dios. De este modo, de
una bendición para los peregrinos la expresión se transformó en una alabanza
a Jesús, al que se saluda como al que viene en nombre de Dios, como el
Esperado y el Anunciado por todas las promesas.
La referencia específicamente davídica, que se encuentra solamente en el
texto de Marcos, nos presenta tal vez en su modo más originario la
expectativa de los peregrinos en aquellos momentos. Lucas, que escribe para
los cristianos procedentes del paganismo, ha omitido completamente el
«Hosanna» y la referencia a David, reemplazándola con una exclamación que
alude a la Navidad: «¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!» (19,38; cf.
2,14). De los tres Evangelios sinópticos, pero también de Juan, se deduce
claramente que la escena del homenaje mesiánico a Jesús tuvo lugar al entrar
en la ciudad, y que sus protagonistas no fueron los habitantes de Jerusalén,
sino los que acompañaban a Jesús entrando con Él en la Ciudad Santa.
Mateo lo da a entender de la manera más explícita, añadiendo después de la
narración del Hosanna dirigido a Jesús, hijo de David, el comentario: «Al
entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: "¿Quién es
éste?". La gente que venía con él decía: "Es Jesús, el profeta de Nazaret de
Galilea"» (21,10s). El paralelismo con el relato de los Magos de Oriente es
evidente. Tampoco entonces se sabía nada en la ciudad de Jerusalén sobre el
rey de los judíos que acababa de nacer; esta noticia había dejado a
Jerusalén «trastornada» (Mt 2,3). Ahora se «alborota»: Mateo usa la palabra
eseísthe (seíö), que expresa el estremecimiento causado por un terremoto.
Algo se había oído hablar del profeta que venía de Nazaret, pero no parecía
tener ninguna relevancia para Jerusalén, no era conocido. La multitud que
homenajeaba a Jesús en la periferia de la ciudad no es la misma que pediría
después su crucifixión. En esta doble noticia sobre el no reconocimiento de
Jesús —una actitud de indiferencia y de inquietud a la vez—, hay ya una
cierta alusión a la tragedia de la ciudad, que Jesús había anunciado
repetidamente, y de modo más explícito en su discurso escatológico.
Pero en Mateo hay también otro texto importante, exclusivamente suyo, sobre
la acogida de Jesús en la Ciudad Santa. Después de la purificación del
templo, algunos niños repiten en el templo las palabras del homenaje a
Jesús: «¡Hosanna al hijo de David!» (21,15). Jesús defiende la aclamación de
los niños ante los «sumos sacerdotes y los escribas» haciendo referencia al
Salmo 8,3: «De la boca de los niños y de los que aún maman has sacado una
alabanza». Volveremos de nuevo sobre esta escena en la reflexión sobre la
purificación del templo. Tratemos aquí de comprender lo que Jesús ha querido
decir con la referencia al Salmo 8, una alusión con la cual ha abierto una
vasta perspectiva histórico-salvífica.
Lo que quería decir resulta muy claro si recordamos el episodio sobre los
niños presentados a Jesús «para que los tocara», descrito por todos los
evangelistas sinópticos. Contra la resistencia de los discípulos, que
quieren defenderlo frente a esta intromisión, Jesús llama a los niños, les
impone las manos y los bendice. Y explica luego este gesto diciendo: «Dejad
que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos
es el Reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como
un niño, no entrará en él» (Mc10,13-15). Los niños son para Jesús el ejemplo
por excelencia de ese ser pequeño ante Dios que esnecesario para poder pasar
por el «ojo de una aguja», a lo que hace referencia el relato del joven rico
en el pasaje que sigue inmediatamente después (Mc 10,17-27).
Poco antes había ocurrido el episodio en el que Jesús reaccionó a la
discusión sobre quién era el más importante entre los discípulos poniendo en
medio a un niño, y abrazándole dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi
nombre, me acoge a mí» (Mc 9,33-37). Jesús se identifica con el niño, Él
mismo se ha hecho pequeño. Como Hijo, no hace nada por sí mismo, sino que
actúa totalmente a partir del Padre y de cara a Él.
Si se tiene en cuenta esto, se entiende también la perícopa siguiente, en la
cual ya no se habla de niños, sino de los «pequeños»; y la expresión «los
pequeños» se convierte incluso en la denominación de los creyentes, de la
comunidad de los discípulos de Jesús (cf. Mc 9,42). Han encontrado este
auténtico ser pequeño en la fe, que reconduce al hombre a su verdad.
Volvemos con esto al «Hosanna» de los niños. A la luz del Salmo 8, la
alabanza de los niños aparece como una anticipación de la alabanza que sus
«pequeños» entonarán en su honor mucho más allá de esta hora.
En este sentido, con buenas razones, la Iglesia naciente pudo ver en dicha
escena la representación anticipada de lo que ella misma hace en la
liturgia. Ya en el texto litúrgico postpascual más antiguo que conocemos —en
la Didaché, en torno al año 100—, antes de la distribución de los sagrados
dones aparece el «Hosanna» junto con el «Maranatha»: «¡Venga la gracia y
pase este mundo! ¡Hosanna al Dios de David! ¡Si alguno es santo, venga!; el
que no lo es, se convierta. ¡Maranatha! Amén» (10,6).
También el Benedictus fue incluido muy pronto en la liturgia: para la
Iglesia naciente el «Domingo de Ramos» no era una cosa del pasado. Así como
entonces el Señor entró en la Ciudad Santa a lomos del asno, así también la
Iglesia lo veía llegar siempre nuevamente bajo la humilde apariencia del pan
y el vino.
La Iglesia saluda al Señor en la Sagrada Eucaristía como el que ahora viene,
el que ha hecho su entrada en ella. Y lo saluda al mismo tiempo como Aquel
que sigue siendo el que ha de venir y nos prepara para su venida. Como
peregrinos, vamos hacia Él; como peregrino, Él sale a nuestro encuentro y
nos incorpora a su «subida» hacia la cruz y la resurrección, hacia la
Jerusalén definitiva que, en la comunión con su Cuerpo, ya se está
desarrollando en medio de este mundo.
(Ratzinger, J. – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Segunda Parte, Ediciones
Encuentro, Madrid, 2011, p. 11 – 22)
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Santos Padres: San León Magno - La admirable virtud del Crucificado
Ya llegó amadísimos, la fiesta, tan deseada y suspirada por nosotros y por
todo el mundo, de la Pasión del Señor, que no sufre el que enmudezcamos
entre los transportes de las alegrías espirituales, pues aunque es difícil
hablar digna y convenientemente muchas veces del mismo tema, sin embargo, no
es facultativo del sacerdote privar al pueblo fiel de su predicación,
tratándose de un tan grave misterio de la divina misericordia. Siendo la
materia en sí misma inefable, por lo mismo proporciona recursos para hablar,
y nunca faltará qué decir no agotándose la materia del asunto que se trata.
Humíllese, pues, la humana flaqueza ante la gloria de Dios y declárese
siempre impotente para exponer las obras de la misericordia divina.
Agudicemos nuestros sentidos, quede en suspenso nuestro discurso y nos
falten las palabras; es conveniente que nos demos cuenta de la pobreza de
nuestro entendimiento para sentir rectamente la majestad de Dios. Por el
hecho de decir el profeta: Buscad al Señor y esforzaos, buscad siempre su
rostro (Sal 104, 4), nadie crea que hallará todo lo que busca, no sea que
deje de acercarse a él, si deja de encaminarse hacia él. Ahora bien, entre
todas las obras de Dios ante las cuales desfallece la admiración humana,
¿hay otra que tanto satisfaga a la contemplación del alma y que sea superior
a sus fuerzas como la pasión del Salvador? Y cuantas veces meditamos en su
omnipotencia, que le hace ser igual y de la misma esencia que el Padre, nos
parece más admirable en Dios su humildad que su poder, y más difícilmente se
comprende el anonadamiento de la divina majestad que la exaltación suprema
de su forma de siervo. Pero mucho aprovecha para nuestra inteligencia el que
aun siendo una cosa el creador y otra la criatura, una la divinidad
inviolable y otra la carne pasible, las propiedades de cada naturaleza se
junten en una sola persona, y por tanto, ya en sus desfallecimientos, ya en
sus exaltaciones, del mismo es la afrenta del que es la gloria.
Con esta regla de fe, amados hermanos, que recibimos en el mismo comienzo
del símbolo por la autoridad de los Apóstoles, confesamos que nuestro Señor
Jesucristo, al que decimos Hijo único de Dios Padre Todopoderoso, es el
mismo que nació también por virtud del Espíritu Santo de María virgen, ni
nos apartamos de su majestad cuando creemos que fue crucificado, muerto y
resucitó al tercer día.
Todas las cosas que son de Dios, y del hombre las cumplieron a su vez la
Humanidad y la Deidad, y al juntarse la naturaleza impasible a la pasible ni
el poder pudo sufrir mengua de la debilidad (de la naturaleza humana) ni la
debilidad pudo llegar hasta donde el poder. Con razón Pedro fue alabado por
el Señor al confesar esta unión (de naturaleza), pues, al preguntar el
Señor, que pensaban de él sus discípulos, adelantándose rápidamente a todos
dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Lo cual supo, no porque se lo
revelaran la carne y la sangre, que suelen servir de obstáculo a los ojos
interiores, sino el mismo Espíritu del Padre, que obra en el corazón del
creyente, para que estando de antemano preparado para gobernar la Iglesia
aprendiese primero lo que había de enseñar después y en confirmación de la
firmeza de su fe mereciera oír: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. La
fortaleza de la fe cristiana, que edificada sobre la roca inexpugnable no
teme las puertas de la muerte 27, confiesa que nuestro Señor Jesucristo es a
la vez verdadero Dios y verdadero hombre; que el mismo es el Hijo de la
Virgen, que el creador de la madre; el mismo el nacido en la plenitud de los
siglos y el autor de los tiempos; el mismo el Señor de todos los poderes y
el que pertenece a la raza de los mortales, el mismo el que jamás conoció el
pecado y el que por haberse revestido con la carne pecadora murió en
sacrificio por los pecadores.
El cual, para librar al género humano de las ligaduras de la primera
prevaricación, encubrió al perverso y soberbio enemigo hubiese podido
conocer la determinación de la divina misericordia, hubiese pretendido mejor
sosegar los ánimos de los judíos con la mansedumbre, que encenderlos con el
odio para no perder el dominio sobre tantos esclavos, que tan poco se
preocupaban de su liberación. Más su misma maldad le engañó y condujo al
suplicio al Hijo de Dios, que habría de convertirse en remedio para todos
los humanos. Derramó la sangre del justo, que sería el precio del rescate
del mundo. Tomó el Señor los trabajos que por su propia voluntad había
elegido. Consintió que se posasen sobre él las manos de aquellos
enloquecidos, que mientras servían a su propio crimen obedecían a los
mandatos del Redentor. Siendo tan grandes los afectos de su piedad que pedía
al Padre desde la cruz no venganza, sino perdón para ellos, mientras decía:
Padre, perdónalos, porque no saben lo que se hacen (Lc 23, 34). Y fue tanto
el poder de esta oración, que la predicación del Apóstol Pedro convirtió a
penitencia a muchos de los que habían gritado: su sangre caiga sobre
nosotros y sobre nuestros hijos (Mt 27, 25), y en un día fueron bautizados
cerca de tres mil judíos y formaron una sola alma y un solo corazón,
dispuestos ya a morir por aquel a quien poco antes pedían que fuera
crucificado.
Tal perdón no llegó a alcanzarlo el traidor Judas, pues como hijo de la
perdición, que tenía el diablo a su derecha, se entregó a la desesperación
antes de que Cristo consumase el misterio de su redención. Pues habiendo
muerto el Señor por todos los pecadores, seguramente que también éste
hubiera podido conseguir remedio si no se hubiera dado tanta prisa a
ahorcarse. Más en tan malvado corazón, y en aquellos momentos entregado a
los fraudes y robos y a tratos parricidas, nunca llegaron a penetrar las
muestras de la misericordia del Salvador. Escuchó con incrédulos oídos las
palabras del Señor cuando decía: No he venido a llamar a los justos, sino a
los pecadores. El Hijo del hombre ha venido a salvar y buscar lo que se
había perdido (Lc 5, 32). Ni había llegado a comprender toda la clemencia de
Cristo, quien no sólo curaba las enfermedades de los cuerpos sino las
heridas de las almas debilitadas, cuando dijo al paralítico: Ten confianza,
hijo mío, se te acaban de perdonar tus pecados (Mt 9, 3), e igualmente a la
adúltera traída a su presencia: Tampoco yo te condenaré, vete y ya no peques
más (Jn 8, 11) demostrando con todas sus acciones que aquella su venida al
mundo era como Salvador y no como Juez. Pero lejos de entenderlo así el
impío traidor, se revolvió contra sí mismo no con pensamientos de
arrepentimiento, sino con furor de asesino, para que quien había vendido al
autor de la vida a sus propios matadores, en agravante de su condenación
muriese pecando.
Por lo tanto, cuanto los falsos testigos y los sanguinarios príncipes y los
impíos sacerdotes hicieron cohorte inexperta es para que todas las edades lo
reprueben y a la vez lo bendigan. La cruz de Cristo, así como era de cruel
en el pensamiento de los judíos, así es de admirable por la virtud del
Crucificado. Todo un pueblo se enfurece contra uno y es Cristo quien se
compadece de todos. Lo que es causado por la crueldad es aceptado de buena
voluntad, para que el mismo crimen cumpla los designios divinos. De donde
síguese -que toda la serie de hechos narrados claramente en el Evangelio,
con tal disposición los debe escuchar el oído, que, dando fe a los
acontecimientos ocurridos al tiempo de la pasión del Señor, entendamos que
no sólo hemos alcanzado la perfecta remisión de los pecados por Cristo, sino
también hemos recibido un ejemplo de santidad para imitar.
(San León Magno, Sermones Escogidos, Sermón XI: De la Pasión del Señor.
(62), Apostolado Mariano España 1990, 73-6)
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Aplicación: P. Alfredo Sáenz, SJ. - Vayamos y muramos con él
La liturgia de este domingo nos pone en contacto con dos hechos de la vida
de nuestro Redentor: su entrada triunfal en la Ciudad Santa —entrada
procesional de un Rey de condición divino-humana— y el relato de la Pasión
de este Rey. Pasión que no está desvinculada de la entrada triunfal, ya que
por este camino, el de la humillación, será entronizado, tomará posesión de
este reino.
Previo a este reconocimiento público de Cristo como Rey en medio de vivas y
hosannas al Hijo de David, ángeles, judíos y gentiles habían ya dado
testimonio de su entrada en este mundo. Es cierto que al encarnarse, ocultó
su condición en la humildad. Sin embargo, ya desde entonces era verdadero
rey. Así lo declaró el arcángel Gabriel a la Santísima Virgen: "Él será
grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de
David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no
tendrá fin". Algo semejante se dijo a los pastores: "Os ha nacido hoy, en la
ciudad de David, un salvador, que es el Cristo, Señor". Y cuando los Magos
se ponen en su busca, no dudan en calificarlo como rey: "¿Dónde está el rey
de los judíos que acaba de nacer?".
A lo largo de su vida y enseñanza pública, Jesucristo iría haciendo conocer
la naturaleza de su reino y el modo como lo conquistaría y consolidaría.
Ahora, en este día de su entrada triunfal en Jerusalén, se nos muestra lleno
de majestad, marchando decidido y solemne hacia su trono, el de la Cruz,
para que se cumpla lo profetizado: "Reinará desde un madero".
Al iniciar la Semana Santa debemos incorporarnos a todos aquellos que a lo
largo de los siglos lo han aclamado como rey, así como confirmar nuestra
decisión de seguirlo por el camino real de la santa Cruz. En estos días
venerables de la Semana Santa, la Iglesia nos hace experimentar una serie de
sentimientos paradojales. Gozo, por la presencia del Salvador que nos
obtendrá el perdón; dolor ante el Cristo al que crucifican por nuestros
pecados; tristeza, porque va a la cruz por nuestra culpa; alegría, porque
con San Pablo cada uno de nosotros puede decir: "Me amó y se entregó por
mí". Muere el justo e inocente para que nosotros obtengamos el perdón y la
vida".
Toda la vida de Cristo es un marchar hacia Jerusalén, hacia el Templo, el
lugar de los sacrificios. Él mismo es el Templo, la Víctima y el Sacerdote.
Él mismo es nuestra Pascua. Sube a Jerusalén a celebrar la verdadera y
definitiva Pascua anunciada por los Profetas, figurada en culto de la
antigua alianza, y esperada ansiosamente por nuestros padres en la fe.
Pascua verdadera y definitiva que es el paso de la esclavitud del hombre
viejo a la libertad de los hijos de Dios, de la situación de enemigos a la
de hijos del Padre eterno, de la muerte a la vida.
El Misterio Pascual, tema central de estos días, no fue algo imprevisto o
improvisado en la vida de Cristo. No fue un obstáculo a su obra. Los
evangelios nos refieren que varias veces lo había predicho a los que lo
seguían. "A partir de ese día, comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos
que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los
sumos sacerdotes y los escribas, que debía ser condenado a muerte y que
resucitaría al tercer día". No en vano, una vez resucitado, les diría a los
de Emaús: "¿No era necesario acaso que el Mesías sufriese así para entrar en
su gloria?".
Sus mismos enemigos lo profetizarían. Caifás, por ejemplo, haciendo conocer
la voluntad del Padre con respecto a Cristo: "Vosotros no sabéis nada, ni
caéis en la cuenta que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no que
perezca toda la nación". De este modo señalaba que Cristo "iba a morir por
la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los
hijos de Dios que estaban dispersos".
Cristo lo sabía y lo deseaba. Lo había declarado directamente y también de
modo figurativo. Él mismo había dicho que a Él se refería la serpiente
elevada en alto por Moisés, que curaba a quienes la miraban, infectados por
el veneno del pecado. Él era el Templo que sería destruido al ser
crucificado y al tercer día sería reedificado. Él, como Jonás, estaría tres
días en el seno de la tierra, para luego ser devuelto vivo. Claramente había
profetizado que cuando fuera elevado en alto, atraería a todos hacia Él. De
este misterio que nos aprestamos a revivir litúrgicamente brotan todos los
beneficios obtenidos por Cristo, según lo señala San Pablo: "Como por la
transgresión de uno solo llegó la condenación a todos, así también por la
justicia de uno solo llega a todos la justificación de la vida".
Toda la vida de Cristo fue un decidido caminar de Belén al Calvario. No
faltaron, por cierto, quienes quisieron interferir en su decisión, evitando
que diera cumplimiento a lo que Él llamaba "mi hora". En primer lugar, el
mismo demonio, cuando lo tentó en el desierto; luego Pedro, después de
reconocerlo como el Mesías, Hijo de Dios; asimismo las muchedumbres, cuando
después de la multiplicación de los panes lo quisieron hacer rey, debiendo
el Señor huir. También nosotros corremos el peligro de querer apartar a
Cristo del camino de la Cruz. Si bien El ya lo recorrió cumplidamente, con
frecuencia lo dejamos solo, no cargando nuestra propia cruz, bajándonos de
ella, avergonzándonos de ser cireneos de Cristo, o pretendiendo inventar un
cristianismo sin cruz.
Grande ha de haber sido la compasión que experimentó Cristo al contemplar la
multitud que lo aclamaba y vitoreaba jubilosa. Eran sinceros en su alabanza,
pero ignoraban la necesidad de ser redimidos, ignoraban el sentido del drama
pascual. Así lo querían a Cristo, como rey vencedor, no como rey coronado de
espinas. Mientras tanto, el Señor pensaría en su interior que "nadie tiene
mayor amor que el que da la vida por sus amigos". Pero esto no podía ser
entendido por ellos. Bien ha escrito el Kempis: "Tiene ahora Jesús muchos
que quieren poseer su reino de los cielos, pero pocos que quieran llevar su
cruz. Halla muchos amigos de su consolación; pocos, de su tribulación. Halla
muchos compañeros de su mesa; pocos, de su ayuno. Todos quisieran gozar con
Él; pocos quieren padecer algo por Él. Muchos siguen a Jesús hasta partir el
pan; pocos, hasta beber el cáliz de la Pasión. Muchos admiran sus milagros;
pocos siguen la ignominia de la cruz".
Jesús se resiste a buscar otro camino, hecho "obediente hasta la muerte y
muerte de cruz". Cristo no renunciará, por cierto, a ser Rey de los
individuos, de las familias, de las ciudades y de los soberanos del mundo.
Si desistiera de ello, estaríamos perdidos. Él no busca ser dueño de
tierras, poder y riquezas, ya que todo es suyo. Lo que Él quiere es ganarse
el corazón, tanto de los individuos como de las sociedades, a ver si de una
vez por todas dejamos de oponerle resistencia. No quiere dominar por la
fuerza, sino suscitando nuestro amor, porque es rey de amor. No quiere
esclavos, sino seres y sociedades libres del pecado, de las pasiones y de
las cosas. Quiere hacemos reinar con Él. Por eso desea que le sirvamos, ya
que servirlo es reinar.
Pero para reinar con Él deberemos imitarlo en su gesto victimal, poniendo
también sobre nuestros hombros la cruz de cada día, tomando cotidianamente
sobre nuestras espaldas su yugo, que es suave, y su carga, que es ligera. Él
nos da el ejemplo. Va delante nuestro. Siendo Dios se hizo hombre, siendo
Rey se hizo servidor, siendo justo se hizo pecado, siendo inocente se hizo
maldito por nosotros. Tomó nuestra cruz para que nosotros tomásemos la suya.
Hoy la Iglesia, como en otro tiempo Juan Bautista, nos lo señala
diciéndonos: "He ahí el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo".
Si no lo reconocemos como Redentor, si no nos reconocemos pecadores, no
podrá perdonamos. Su pasión se volverá ineficaz a causa de nuestra soberbia.
En lugar de aquellas alfombras y ramas verdes, pongámonos nosotros mismos en
su camino para que pisotee nuestros pecados, para que se enseñoree
majestuosamente de nuestra persona y de nuestras obras con nuestro
consentimiento amoroso.
Sube hoy el Señor a Jerusalén, acompañado de sus discípulos y de las
multitudes atraídas por su fama, sus milagros, su enseñanza y su
misericordia. Son las últimas manifestaciones de su gloria. Desde ahora en
adelante su divinidad comenzará a eclipsarse y las multitudes a alejarse de
Él, sin exceptuar a los discípulos, los de entonces y los de todos los
tiempos. Deber nuestro es formar parte de aquel cortejo real, pero
prosiguiendo nuestra marcha hasta el monte Calvario, permaneciendo allí no
como acusadores, sino acusándonos; no pidiéndole que baje de la cruz, sino
inmolándonos juntamente con Él, a semejanza de su Madre, María Santísima; no
impidiendo su muerte, sino ofreciendo su sacrificio; acompañándolo en la
pena para luego seguirlo en la gloria.
Continuaremos ahora el Santo Sacrificio de la Misa. Hagamos propios los
sentimientos de Cristo, que se dirige al Calvario lleno de serenidad, pues
no está haciendo otra cosa que la voluntad de su Padre. Hagamos menos pesada
la tristeza que experimenta al considerar que su Pasión será ineficaz para
muchos, a causa de la dureza de sus corazones. Y al recibir su cuerpo
inmolado digamos con los apóstoles: "Vayamos y muramos con Él".
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994,
p. 114-118)
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Aplicación: San Juan Pablo II - Domingo de Ramos
Cristo, junto con sus discípulos, se acerca a Jerusalén. Lo hace como los
demás peregrinos, hijos e hijas de Israel, que en esta semana, precedente a
la Pascua, van a Jerusalén. Jesús es uno de tantos.
Este acontecimiento, en su desarrollo externo, se puede considerar, pues,
normal. Jesús se acerca a Jerusalén desde el Monte llamado de los Olivos, y
por lo tanto viniendo de las localidades de Betfagé y de Betania. Allí da
orden a dos discípulos de traerle un borrico. Les da las indicaciones
precisas: dónde encontrarán el animal y cómo deben responder a los que
pregunten por qué lo hacen. A los que preguntan por qué desatan al borrico,
les responden: “El Señor tiene necesidad de él” (Lc 19,31), y esta respuesta
es suficiente. El borrico es joven; hasta ahora nadie ha montado sobre él.
Jesús será el primero. Así, pues, sentado sobre el borrico, Jesús realiza el
último trecho del camino hacia Jerusalén. Sin embargo, desde cierto momento,
este viaje, que en sí nada tenía de extraordinario, se cambia en una
verdadera “entrada solemne en Jerusalén”.
Las palabras de veneración según el Evangelio de San Lucas, dicen así:
“Bendito el que viene, el Rey, en nombre del Señor. Paz en el cielo y gloria
en las alturas” (Lc 19,38).
El hecho de que Jesús sube hacia Jerusalén con sus discípulos asume un
significado mesiánico. Los detalles que forman el marco del acontecimiento,
demuestran que en él se cumplen las profecías. Demuestran también que pocos
días antes de la Pascua, en ese momento de su misión pública, Jesús logró
convencer a muchos hombres sencillos en Israel. Le seguían los más cercanos,
los Doce, y además una muchedumbre: “Toda la muchedumbre de los discípulos”,
como dice el Evangelista Lucas (19,37), la cual hacía comprender sin
equívocos que veía en Él al Mesías.
Jesús al subir de este modo hacia Jerusalén, se revela a Sí mismo
completamente ante aquellos que preparan el atentado contra su vida. Por lo
demás, se había revelado desde ya hacía tiempo, al confirmar con los
milagros todo lo que proclamaba y al enseñar, como doctrina de su Padre,
todo lo que enseñaba. Las lecturas litúrgicas de las últimas semanas lo
demuestran de manera clara: la “entrada solemne en Jerusalén” constituye un
paso nuevo y decisivo en el camino hacia la muerte, que le preparan los
ancianos de los representantes de Israel.
Las palabras que dice “toda la muchedumbre” de peregrinos, que subían a
Jerusalén con Jesús, no podían menos de reforzar las inquietudes del
Sanedrín y de apresurar la decisión final.
El Maestro es plenamente consciente de esto. Todo cuanto hace, lo hace con
esta conciencia, siguiendo las palabras de la Escritura, que ha previsto
cada uno de los momentos de su Pascua.
Jesús de Nazaret se revela, pues, según las palabras de los Profetas, que Él
sólo ha comprendido en toda su plenitud. Esta plenitud permaneció velada
tanto a “la muchedumbre de los discípulos”, que a lo largo del camino hacia
Jerusalén cantaban “Hosanna”, alabando “a Dios a grandes voces por todos los
milagros que habían visto” (Lc 19,37), como a esos Doce más cercanos a Él. A
estos últimos, el amor por Cristo no les permite admitir un final doloroso;
recordemos cómo en una ocasión dijo Pedro: “Esto no te sucederá jamás” (Mt
16,22).
En cambio, para Jesús las palabras del Profeta son claras hasta el fin, y se
revelan con toda la plenitud de su verdad; y Él mismo se abre ante esta
verdad con toda la profundidad de su espíritu. La acepta totalmente. No
reduce nada. En las palabras de los Profetas encuentra el significado justo
de la vocación del Mesías: de su propia vocación. Encuentra en ellas la
voluntad del Padre.
“El Señor Dios me ha abierto los oídos, y yo no me resisto, no me echo
atrás” (Is.50,5).
De este modo la liturgia del Domingo de Ramos contiene ya en sí la dimensión
plena de la pasión: la dimensión de la Pascua.
“He dado mis espaldas a los que me herían, mis mejillas a los que me
arrancaban la barba. Y no escondí mi rostro ante las injurias y los esputos”
(Is 50,6).
“Al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza... me taladran
las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Se reparten mi ropa, echan a
suerte mi túnica” (Sal 21(22),8.17-19).
En medio de las exclamaciones de la muchedumbre, del entusiasmo de los
discípulos que, con las palabras de los Profetas, proclaman y confiesan en
Él al Mesías, sólo Él, Cristo, lee hasta el fondo lo que sobre Él han
escrito los Profetas.
Y todo lo que han dicho y escrito se cumple en Él con la verdad interior de
su alma. Él, con la voluntad y el corazón, está ya en todo lo que, según las
dimensiones externas del tiempo, le queda todavía por delante. Ya en este
cortejo triunfal, en su “entrada en Jerusalén”, Él es “obediente hasta la
muerte y muerte de cruz” (Fil.2,8).
Entre la voluntad del Padre, que lo ha enviado, y la voluntad del Hijo hay
una profunda unión plena de amor, un beso interior de paz y de redención. En
este beso, en este abandono sin límites, Jesucristo que es de naturaleza
divina, se despoja de Sí mismo y toma la condición de siervo, humillándose a
Sí mismo (cfr. Fil. 2,6-8). Y permanece en este abatimiento, en esta
expoliación de su fulgor externo, de su divinidad y de su humanidad, llena
de gracia y de verdad. ÉL, Hijo del hombre, va, con esta aniquilamiento y
expoliación, hacia los acontecimientos que se cumplirán, cuando su
abajamiento, expoliación, aniquilamiento revistan precisas formas
exteriores: recibirá salivazos, será flagelado, insultado, escarnecido,
rechazado del propio pueblo, condenado a muerte, crucificado, hasta que
pronuncien el último: “todo está cumplido”, entregando el espíritu en las
manos del Padre.
Esta es la entrada “interior” de Jesús en Jerusalén, que se realiza dentro
de su alma en el umbral de la Semana Santa.
En cierto momento se le acercan los fariseos que no pueden soportar más las
exclamaciones de la muchedumbre en honor de Cristo, que hace su entrada en
Jerusalén, y dicen: “Maestro, reprende a tus discípulos”; Jesús contestó:
“Os digo que, si ellos callasen, gritarían las piedras” (Lc 19,39-40).
En esta ciudad (Roma) no faltan las piedras que hablan de cómo ha llegado
aquí la cruz de Cristo y de cómo ha echado sus raíces en esta capital del
mundo antiguo.
Que nuestros corazones y nuestras conciencias griten más fuerte que ellas.
(Domingo de Ramos, 30 de marzo de 1980)
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Aplicación:
Benedicto XVI - Domingo de Ramos
Queridos hermanos y hermanas:
En la procesión del domingo de Ramos nos unimos a la multitud de los
discípulos que, con gran alegría, acompañan al Señor en su entrada en
Jerusalén. Como ellos, alabamos al Señor aclamándolo por todos los prodigios
que hemos visto. Sí, también nosotros hemos visto y vemos todavía ahora los
prodigios de Cristo: cómo lleva a hombres y mujeres a renunciar a las
comodidades de su vida y a ponerse totalmente al servicio de los que sufren;
cómo da a hombres y mujeres la valentía para oponerse a la violencia y a la
mentira, para difundir en el mundo la verdad; cómo, en secreto, induce a
hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, a suscitar la reconciliación
donde había odio, a crear la paz donde reinaba la enemistad.
La procesión es, ante todo, un testimonio gozoso que damos de Jesucristo, en
el que se nos ha hecho visible el rostro de Dios y gracias al cual el
corazón de Dios se nos ha abierto a todos. En el evangelio de san Lucas, la
narración del inicio del cortejo cerca de Jerusalén está compuesta en parte,
literalmente, según el modelo del rito de coronación con el que, como dice
el primer libro de los Reyes, Salomón fue revestido como heredero de la
realeza de David (cf. 1 R 1, 33-35). Así, la procesión de Ramos es también
una procesión de Cristo Rey: profesamos la realeza de Jesucristo,
reconocemos a Jesús como el Hijo de David, el verdadero Salomón, el Rey de
la paz y de la justicia.
Reconocerlo como rey significa aceptarlo como aquel que nos indica el
camino, aquel del que nos fiamos y al que seguimos. Significa aceptar día a
día su palabra como criterio válido para nuestra vida. Significa ver en él
la autoridad a la que nos sometemos. Nos sometemos a él, porque su autoridad
es la autoridad de la verdad. La procesión de Ramos es —como sucedió en
aquella ocasión a los discípulos— ante todo expresión de alegría, porque
podemos conocer a Jesús, porque él nos concede ser sus amigos y porque nos
ha dado la clave de la vida. Pero esta alegría del inicio es también
expresión de nuestro "sí" a Jesús y de nuestra disponibilidad a ir con él a
dondequiera que nos lleve. Por eso, la exhortación inicial de la liturgia de
hoy interpreta muy bien la procesión también como representación simbólica
de lo que llamamos "seguimiento de Cristo": "Pidamos la gracia de seguirlo",
hemos dicho.
La expresión "seguimiento de Cristo" es una descripción de toda la
existencia cristiana en general. ¿En qué consiste? ¿Qué quiere decir en
concreto "seguir a Cristo"?
Al inicio, con los primeros discípulos, el sentido era muy sencillo e
inmediato: significaba que estas personas habían decidido dejar su
profesión, sus negocios, toda su vida, para ir con Jesús. Significaba
emprender una nueva profesión: la de discípulo. El contenido fundamental de
esta profesión era ir con el maestro, dejarse guiar totalmente por él. Así,
el seguimiento era algo exterior y, al mismo tiempo, muy interior. El
aspecto exterior era caminar detrás de Jesús en sus peregrinaciones por
Palestina; el interior era la nueva orientación de la existencia, que ya no
tenía sus puntos de referencia en los negocios, en el oficio que daba con
qué vivir, en la voluntad personal, sino que se abandonaba totalmente a la
voluntad de Otro.
Estar a su disposición había llegado a ser ya una razón de vida. Eso
implicaba renunciar a lo que era propio, desprenderse de sí mismo, como
podemos comprobarlo de modo muy claro en algunas escenas de los evangelios.
Pero esto también pone claramente de manifiesto qué significa para nosotros
el seguimiento y cuál es su verdadera esencia: se trata de un cambio
interior de la existencia. Me exige que ya no esté encerrado en mi yo,
considerando mi autorrealización como la razón principal de mi vida.
Requiere que me entregue libremente a Otro, por la verdad, por amor, por
Dios que, en Jesucristo, me precede y me indica el camino. Se trata de la
decisión fundamental de no considerar ya los beneficios y el lucro, la
carrera y el éxito como fin último de mi vida, sino de reconocer como
criterios auténticos la verdad y el amor. Se trata de la opción entre vivir
sólo para mí mismo o entregarme por lo más grande. Y tengamos muy presente
que verdad y amor no son valores abstractos; en Jesucristo se han
convertido en persona. Siguiéndolo a él, entro al servicio de la verdad y
del amor.
Perdiéndome, me encuentro.
Volvamos a la liturgia y a la procesión de Ramos. En ella la liturgia prevé
como canto el Salmo 24, que también en Israel era un canto procesional usado
durante la subida al monte del templo. El Salmo interpreta la subida
interior, de la que la subida exterior es imagen, y nos explica una vez más
lo que significa subir con Cristo. "¿Quién puede subir al monte del Señor?",
pregunta el Salmo, e indica dos condiciones esenciales. Los que suben y
quieren llegar verdaderamente a lo alto, hasta la altura verdadera, deben
ser personas que se interrogan sobre Dios, personas que escrutan en torno a
sí buscando a Dios, buscando su rostro.
Queridos jóvenes amigos, ¡cuán importante es hoy precisamente no dejarse
llevar simplemente de un lado a otro en la vida, no contentarse con lo que
todos piensan, dicen y hacen, escrutar a Dios y buscar a Dios, no dejar que
el interrogante sobre Dios se disuelva en nuestra alma, el deseo de lo que
es más grande, el deseo de conocerlo a él, su rostro...!
La otra condición muy concreta para la subida es esta: puede estar en el
lugar santo "el hombre de manos inocentes y corazón puro". Manos inocentes
son manos que no se usan para actos de violencia. Son manos que no se
ensucian con la corrupción, con sobornos. Corazón puro: ¿cuándo el corazón
es puro? Es puro un corazón que no finge y no se mancha con la mentira y la
hipocresía; un corazón transparente como el agua de un manantial, porque no
tiene dobleces. Es puro un corazón que no se extravía en la embriaguez del
placer; un corazón cuyo amor es verdadero y no solamente pasión de un
momento.
Manos inocentes y corazón puro: si caminamos con Jesús, subimos y
encontramos las purificaciones que nos llevan verdaderamente a la altura a
la que el hombre está destinado: la amistad con Dios mismo.
El salmo 24, que habla de la subida, termina con una liturgia de entrada
ante el pórtico del templo: "¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen
las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria". En la antigua
liturgia del domingo de Ramos, el sacerdote, al llegar ante el templo,
llamaba fuertemente con el asta de la cruz de la procesión al portón aún
cerrado, que a continuación se abría. Era una hermosa imagen para ilustrar
el misterio de Jesucristo mismo que, con el madero de su cruz, con la fuerza
de su amor que se entrega, ha llamado desde el lado del mundo a la puerta de
Dios; desde el lado de un mundo que no lograba encontrar el acceso a Dios.
Con la cruz, Jesús ha abierto de par en par la puerta de Dios, la puerta
entre Dios y los hombres. Ahora ya está abierta. Pero también desde el otro
lado, el Señor llama con su cruz: llama a las puertas del mundo, a las
puertas de nuestro corazón, que con tanta frecuencia y en tan gran número
están cerradas para Dios. Y nos dice más o menos lo siguiente: si las
pruebas que Dios te da de su existencia en la creación no logran abrirte a
él; si la palabra de la Escritura y el mensaje de la Iglesia te dejan
indiferente, entonces mírame a mí, al Dios que sufre por ti, que
personalmente padece contigo; mira que sufro por amor a ti y ábrete a mí, tu
Señor y tu Dios.
Este es el llamamiento que en esta hora dejamos penetrar en nuestro corazón.
Que el Señor nos ayude a abrir la puerta del corazón, la puerta del mundo,
para que él, el Dios vivo, pueda llegar en su Hijo a nuestro tiempo y
cambiar nuestra vida. Amén.
(Plaza de San Pedro, XXII Jornada Mundial de la Juventud, Domingo 1 de abril
de 2007)
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Domingo de Ramos
Muchos que aclamaron a Jesús como rey de Israel el domingo de ramos pidieron
el viernes santo que Jesús fuera crucificado.
En Jerusalén la gente exaltada por los signos de Jesús lo aclama como el
Mesías y aunque entró en Jerusalén con aspecto humilde, montado en un asno,
el pueblo lo reconoció como el Enviado: “¡Bendito el Rey que viene en nombre
del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas”. Y Jesús quiso ser
aclamado rey y entrar en la Ciudad Santa y en su templo como el Mesías, el
hijo de David.
La fe de la turba era una fe superficial tan superficial que pocos días
después iba a desaparecer y se iba a volver incredulidad. La turba fue
manejada por una minoría que ostentaba el poder, a la cual, Jesús estorbaba.
No ha cambiado mucho la situación hoy. Quizá se ha empeorado. La gente sigue
siendo manejada, pero más sutilmente, por una minoría que ostenta el poder.
En la gente también se incluyen no solo el pueblo sino también personas que
deberían conocer el manejo que hace esta minoría y denunciarla. Esa minoría
sigue crucificando a Jesús y a sus fieles seguidores.
Los medios masivos de comunicación influyen en la mentalidad de las
personas, de tal manera, que hacen una verdadera inversión de valores.
La mayoría tiene la razón… Todos lo hacen, debe estar bien… Que tiene de
malo si todos lo hacen… frases que se usan con mucha frecuencia. Son una
falacia. La mayoría se puede equivocar y hoy mucho más porque la mayoría no
piensa y se mueve por lo que le dan pensado.
Las decisiones que hay que tomar respecto de la sociedad deben buscar el
bien común y no se pueden resolver por la opinión de la mayoría, porque la
mayoría, es manejada por una minoría que busca el interés propio. Tampoco se
pueden resolver por plebiscitos y referéndum que se hacen en el pueblo, sin
saber el pueblo sobre lo que se trata, con cuestionamientos engañosos para
lograr un objetivo que está determinado de antemano. Y aunque la resolución
fuese contraria a lo que quiere esa minoría, la resolución suele ser
tergiversada por el fraude. Estas concesiones que hacen los dirigentes para
que participe el pueblo, son casi siempre, una mentira disfrazada de
democracia.
Hay que tener cuidado para no dejarse engañar. Hay que preguntar al que debe
responder con verdad y no dejarse llevar por cualquier viento de doctrina,
evitar la información nociva y la superflua y ser críticos de las noticias
que se escuchan si es que vale la pena escuchar alguna.
¿De dónde viene el cambio de mentalidad en casi todos los países del mundo?
Del bombardeo permanente que hacen los medios de comunicación sobre las
personas. Medios conducidos por un grupo que le conviene por propio interés
manejar a las masas y con un objetivo concreto: crucificar a Cristo y sus
enseñanzas. Hacerlo desaparecer y al cristianismo con Él.
El pueblo aclama a Jesús y lo entroniza en el templo. Jesús quiere ser
reconocido como el “enviado del Padre” y por eso aunque callara la gente las
piedras gritarían contra la voluntad de los que se oponen a su aclamación.
Frente a Pilatos Jesús se abandona a la voluntad del Padre y el Padre
permite que pidan su crucifixión. Esta vez los fariseos se oponen a que viva
y Dios lo permite para que se cumplan sus eternos designios. “Crucifícale”
dicen a Pilatos. Lo hacen movidos por una minoría que quiere la muerte de
Jesús y que la tiene determinada de antemano usando todos los medios para
cumplir sus planes siniestros.
Aunque la mayoría pide la crucifixión la mayoría se equivoca y se pone del
lado de la mentira, del error. Sólo Jesús posee la verdad porque es la
Verdad y así lo confiesa ante Pilatos.
¡Cuántas veces hemos sido en nuestra vida aquel pueblo de Jerusalén! Hemos
aclamado a Jesús delante de otros y delante de nosotros mismos como rey de
nuestro corazón y otras tantas lo hemos negado con nuestros pecados y lo
hemos crucificado. Nos hemos dejado llevar por los criterios del mundo, de
la mayoría y hemos sido infieles a Cristo. Hemos preferido el error y la
mentira a la Verdad y al Santo de Dios.
Gota tras gota se perfora la piedra. Escuchar uno y otro día las máximas
mundanas termina por deshacer nuestras máximas cristianas. Es una realidad y
la estamos viendo. Nuestra sociedad ha cambiado de manera de pensar y para
mal. ¿Por qué para mal? Porque se ha alejado de Cristo y por tanto de la
Verdad. Fuera de la Verdad sólo hay tinieblas y oscuridad y en ellas reina
el que es mentiroso desde el principio, el padre de la mentira.
Notas
Lc 19, 38
Cf. Mt 21, 9
Cf. Meinvielle, De Lamennais a Maritain, Theoria
Buenos Aires 1949, 213-214. Voy a poner la cita textualmente: “¿Quién forma
la opinión pública en las sociedades modernas, quién es el motor que está
detrás de las muchedumbres pasivas e inermes que no se agitarían si no
hubiese quien las agite? ¿Qué respira el pueblo sino lo que le proporciona
la propaganda?, y ¿quién maneja la propaganda sino los detentores
misteriosos de la banca, de la opinión, de intereses internacionales? ¿A qué
conduce esta pretensión quimérica de una muchedumbre autogobernándose sino a
entregar todos los pueblos del mundo a oscuras fuerzas internacionales que,
moviendo y agitando desde la sombra, los encontrados apetitos de la masa
popular, quiebran la resistencia orgánica de las sociedades y permiten
imponer en el universo el reinado legal de la fuerza y de la astucia?
¿Sostenemos entonces que hay que gobernar contra
el consentimiento de la multitud, contra la opinión pública? No,
precisamente; porque sobre todo, hoy que las sociedades secretas
internacionales detentan el poder público efectivo, ello haría imposible el
mantenimiento del poder que tal se propusiera. Pero sostenemos, sí, que
únicamente se ha de enseñar como verdad católica que el bien común es la ley
de la ciudad al cual debe someterse el pueblo, aunque no le guste;
sostenemos también que sólo sobre esta base puede ser feliz un pueblo y que
si llegase el caso en que se sintiera tan anarquizado y convulsionado que no
aguantare su cumplimiento, sería un pueblo pervertido y desgraciado, sin
otra suerte que consumirse en la anarquía o entregarse esclavo a un amo
astuto y fuerte”.
Es una forma de intervención directa del pueblo
en las decisiones políticas. Enciclopedia GER.
Institución radical de democracia directa y neta
inspiración pactista roussoniana, por la que se somete a votación popular un
acto normativo. Enciclopedia GER.
Cf. Lc 19, 40
Cf. Lc 21, 21
Cf. Mt 27, 20; Mc 15, 11
Cf. Jn 18, 37
Cf. Jn 14, 6
Jn 6, 69
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Aplicación:P. Leonardo Castellani - Domingo de Ramos
En la misa de hoy la Iglesia lee el "Passio", o sea la Pasión según San
Mateo, empezando por la entrada de los Ramos, el Domingo, primer día
laborable de la semana para los judíos.
La Pasión de Cristo se predica el Viernes Santo; y la verdad es que yo no me
animo a predicar la Pasión en 10 minutos; de manera que hablaré solamente
del comienzo, la entrada triunfal en Jerusalén públicamente y formalmente
como "el Mesías".
Este es el final de la campaña de Cristo llevada a término con una singular
energía. Como hombre y como héroe (digamos, como "jefe"), Cristo tenía tres
cosas que hacer: 19) corregir y completar la Ley de Moisés; 2Q) manifestarse
como el Mesías esperado; 39) redimir a los hombres del pecado por su Pasión
y Muerte en Cruz; eso hizo durante su vida pública, y puso el broche
apretado en esta última semana: las dos primeras, el Domingo, Lunes, Martes,
Miércoles y Jueves; la última, el Viernes, en unas 15 horas.
Hay tantas cosas en estos días, que parece imposible haya habido tiempo;
pero es que los Evangelistas en este punto anotaron simplemente TODO. En
general, Cristo en estos días predicó en el Templo y por la noche se fue a
orar al Oliveto; pero el Domingo se fue a Betania al atardecer, y el
Miércoles parece haber permanecido oculto. El Martes Santo es el día colmado
de cosas y también el Jueves.
Las cosas son principalmente éstas: la Segunda Limpieza del Templo y después
milagros en el Templo y choque con los Sacerdotes — cuatro parábolas
importantes, terminativas, acerca de la condena de Israel y del fin del
mundo; el lloro sobre Jerusalén y el Sermón Parusíaco; cuatro discusiones
con los Fariseos y los Saduceos que le hacen cuestiones insidiosas; la
tremenda condena e imprecación contra el fariseísmo, llamada el Elenco
contra Fariseos, o sea los Ocho Ayes; y después la preparación de la Última
Cena al mismo tiempo que la condena a muerte, secreta, de los Pontífices, y
el pacto con Judas. Los Magnates de Jerusalén habían encontrado por fin el
modo satisfactorio de la perpetración del crimen.
Todas estas cosas no son casuales, siguen tranquilamente el designio de
Cristo, Cristo cierra su campaña. La entrada triunfal en la Capital no fue
casual: Cristo la preparó: mandó a sus discípulos a buscar la asna y el
pollino sobre el cual montó; sabía dónde estaban, y los Discípulos fueron
avisados de decir al dueño: "El Maestro los necesita"... "Mira, Jerusalén,
tu Rey viene a ti - Pobre y manso - Montado en un pollino - Hijo de la que
está bajo yugo", había predicho el Profeta Zacarías. El burro no era montura
desdorosa en Palestina, donde no hay caballos, era incluso montura de los
Reyes: burros y mulas de gran alzada: la mula del Rey David, la mula de
Santa Teresa, la mula malacara del Cura Brochero.
Los Discípulos comenzaron la aclamación y comenzaron a avisar a las gentes,
las cuales fueron aumentando en todo el camino desde el Cedrón, y al llegar
al Centro eran "muchedumbre", dice el Evangelista. Y la aclamación era
dirigida al Mesías: "Bendito el Hijo de David; he aquí que entra el Rey, el
designado de Dios", frases que tenían un solo significado entre ellos. Los
Discípulos creían que había llegado el Triunfo definitivo, la restauración
del Reino de Israel con Cristo como Rey y ellos como Ministros.
Cristo no resistió a esta aclamación, antes bien al contrario la preparó:
era necesaria a su misión. Dos veces los sacerdotes le mandaron que hiciese
callar a su gente, que andaba profiriendo (según ellos) disparates y
blasfemias. La primera vez Cristo respondió: "si yo acallo a éstos, hablarán
las piedras". La segunda vez: " ¿No habéis leído en la Escritura: De la boca
de los niños y de los lactantes yo sacaré una perfecta alabanza?", dando a
entender que los que aclamaban eran gente sencilla y humilde comparable a
niños; con, por supuesto, una cantidad de chiquilines barulleros y gritones,
como suele suceder. Pero su alabanza era "perfecta", es decir, VERDADERA.
La multitud no era perfecta: nunca lo es. Aquí hay una cosa importante: no
es la misma esta multitud que la otra del Viernes Santo que pide la muerte
de Cristo. El exégeta de la Escritura tiene que ser un poco "detective", es
decir, considerar el conjunto de los hechos y dese conjunto deducir otro
hecho que no está allí, como Sherlock Holmes. Los autores dicen vulgarmente
que era la misma muchedumbre "todo el pueblo de Jerusalén", como la revista
"Esquiú": no fue así; los partidarios de Cristo se asustaron y se
escondieron; por eso dije no eran perfectos.
Yo mismo puse en mi libro una reflexión que es falsa: "Vean cómo es el
pueblo de voluble y cambiadizo; hoy aclama a uno como Rey y mañana desea
asesinarlo, como a Hipólito Yrigoyen". Eso pasa a veces desde luego; y el
poeta Robert Browning hizo un hermoso poema sobre este tema. Pero aquí no
fue el caso: los que gritaron: "Crucifícalo, crucifícalo" el Viernes no eran
los mismos que habían gritado: "Hijo de David" el Domingo. Eran dos
fracciones del pueblo de Israel.
Aquí se ve una cosa importante: la gravedad de la cobardía de los Apóstoles
y de San Pedro. Antes a mí me parecía que el pecado de San Pedro no era tan
grave como para llorarlo toda la vida: haber negado a Cristo por miedo
delante de una criada y cuatro soldados. Ahora no: pues si los partidarios
de Cristo no se hubieran empavorecido podían haberlo librado de la
Crucifixión, simplemente repitiendo lo del domingo pasado; ni siquiera era
necesario derramar sangre. Pero la multitud no obra sino dirigida por jefes;
los jefes naturales de los partidarios de Cristo eran los Apóstoles; y el
jefe de los apóstoles era San Pedro. Si San Pedro en vez de huir después de
cortar la oreja a Malco, hubiese dado instrucciones a los Apóstoles y ellos
hubiesen corrido entre el pueblo avisando que habían aprehendido a Cristo
con muy malas intenciones otro gallo nos cantara mejor que el que nos cantó.
Pedro era la cabeza de la Iglesia; y la ley que Cristo había puesto a su
Iglesia era que sus discípulos debían dar testimonio dél. Si yo por caso
dijere desde el púlpito un error o una herejía (Dios me guarde) no es lo
mismo que si el Papa la dijera desde su cátedra —lo cual nunca sucederá. Si
yo dijera por miedo que, por ejemplo, la supresión de la natalidad es
permitida al cristiano (como dicen ahora algunos sacerdotes en Buenos Aires)
no es lo mismo que Paulo VI —aunque éstos tienen la arrogancia de pequeños
Paulos Sextos. Y dése modo, en la circunstancia, dado lo que era Cristo y
dado lo que era Pedro (pues un jefe tiene responsabilidades que no tiene un
soldado), la cobardía de Pedro tuvo consecuencias terroríficas. Sucedió lo
que sucedió, lo que tenía que suceder por supuesto; y Cristo lo sabía. Pero
el historiador sabe poco que sabe solamente lo que sucedió y no lo que
hubiera podido suceder; porque lo que hubiera podido suceder descubre el
sentido de lo que sucedió.
Así por ejemplo, si el Conde de Mirabeau no hubiese muerto temprano,
probablemente envenenado por los masones, la revolución Francesa se hubiera
evitado: hubiese podido ser evitada.
Así Cristo cumplió su campaña; y fue con tedio, temor y tristeza pero con
firmísimo ánimo a la muerte. Este es el sentido de la penúltima palabra en
la Cruz: "consummatum est", como dicen nuestras Biblias: "todo está
acabado", pero como dice la palabra original "tetélestai" equivale a lo que
decimos vulgarmente: "¡listo!" o "¡terminado!". Pero la palabra griega tiene
más nutrido sentido, significa "concluido con perfección, lograda está la
meta", "téleion". Cristo arrojó una mirada a toda su vida, desde Belén a la
Cruz, mientras recitaba el Psalmo 21 que comienza:
"¡Dios mío, Dios mío!
¿Por qué me has abandonado?"
y vio que estaba hecha su campaña y cumplidas todas las profecías.
¿Por qué Dios lo había abandonado? ¿Por qué la Redención del Hombre tenía
que hacerse a través dese torbellino de tormentos y orgía de horrores? Aquí
hay que bajar la cabeza e incluso cerrar los ojos. ¿No podía Dios hacer la
Redención de otra manera, a menos costo? Todos los teólogos dicen que sí
podía: que una sola gota de sangre, una sola lágrima del Hombre Dios bastaba
para limpiar de lacerias "el mundo, el mar y las estrellas", dice el himno
de Santo Tomás: "terra, pontus, sidera". ¿Por qué entonces desa terrible
manera?
Sólo podemos decir lo que dice un poeta argentino, Ignacio Anzoátegui: que
Cristo dice a cada uno de nosotros:
"No temas, yo temeré por ti".
A los pecadores que absolvió, a la Magdalena, por ejemplo, Cristo nunca
dijo: —Vete a hacer penitencia. Les dijo: —Vete y no peques más: la
penitencia la hago YO.
En suma, Cristo tenía que hacer la imposible conjunción del invierno y de la
primavera; y así juntó aquí en menos de tres días el invierno y la noche
oscura con el amanecer de la alborada de la Resurrección. Que para Él no fue
amanecer sino pleno día, pero para nosotros es amanecer.
(Castellani, DOMINGUERAS PRÉDICAS, Jauja Mendoza, 1997, 99-103)
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Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Domingo de Ramos en la Pasión
del Señor - Año C Lc 22:14-23, 56
1. Hoy el pueblo de Jerusalén aclama al Señor con gritos de HOSANNA, y con
palmas de olivo.
2.- A los pocos días, ese mismo pueblo grita ¡¡CRUCIFÍCALE!!
3.- Es notable la volubilidad del pueblo. Cómo se deja manipular por los
agitadores.
4.- Eso mismo pasa hoy día. Los mismo en conflictos sociales, políticos o
anticatólicos.
5.- Es frecuente que en los MEDIOS DE COMUNICACIÓN SOCIAL se ataque a la
Iglesia, y se la calumnie.
6.- Hay que saber defenderse.
7.- A veces se nos quieren imponer modas opuestas a la moral cristiana:
aceptación del adulterio o de los matrimonios homosexuales, etc.
8.- La iglesia no puede cambiar su moral según las modas de cada época.
9.- El Evangelio es para todas las épocas.
10.- La fidelidad al Evangelio puede exigirnos ir contracorriente, y a veces
hasta sacrificar la vida.
11.- Así lo han hecho muchos mártires en la Historia de la iglesia. Dar la
vida por Cristo merece la pena.
12.- Lo triste es que muchos católicos de hoy prefieren seguir las modas del
tiempo aunque no supongan grandes sacrificios.
13.- Estamos necesitados de católicos que den testimonio de su fidelidad al
Evangelio.
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Aplicación: Directorio Homilético - Domingo de Ramos y de la Pasión
de Nuestro Señor Jesucristo
CEC 557-560: la entrada de Jesús en Jerusalén
CEC 602-618: la Pasión de Cristo
CEC 2816: el señorío de Cristo proviene de su Muerte y Resurrección
CEC 654, 1067-1068, 1085, 1362: el Misterio Pascual y la Liturgia
La subida de Jesús a Jerusalén
557 "Como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su
voluntad de ir a Jerusalén" (Lc 9, 51; cf. Jn 13, 1). Por esta decisión,
manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había
repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección (cf. Mc 8, 31-33; 9,
31-32; 10, 32-34). Al dirigirse a Jerusalén dice: "No cabe que un profeta
perezca fuera de Jerusalén" (Lc 13, 33).
558 Jesús recuerda el martirio de los profetas que habían sido muertos en
Jerusalén (cf. Mt 23, 37a). Sin embargo, persiste en llamar a Jerusalén a
reunirse en torno a él: "¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como
una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido!" (Mt 23,
37b). Cuando está a la vista de Jerusalén, llora sobre ella y expresa una
vez más el deseo de su corazón:" ¡Si también tú conocieras en este día el
mensaje de paz! pero ahora está oculto a tus ojos" (Lc 19, 41-42).
La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén
559 ¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las
tentativas populares de hacerle rey (cf. Jn 6, 15), pero elige el momento y
prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de "David, su
Padre" (Lc 1,32; cf. Mt 21, 1-11). Es aclamado como hijo de David, el que
trae la salvación ("Hosanna" quiere decir "¡sálvanos!", "Danos la
salvación!"). Pues bien, el "Rey de la Gloria" (Sal 24, 7-10) entra en su
ciudad "montado en un asno" (Za 9, 9): no conquista a la hija de Sión,
figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la
humildad que da testimonio de la Verdad (cf. Jn 18, 37). Por eso los
súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños (cf. Mt 21, 15-16; Sal 8,
3) y los "pobres de Dios", que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a
los pastores (cf. Lc 19, 38; 2, 14). Su aclamación "Bendito el que viene en
el nombre del Señor" (Sal 118, 26), ha sido recogida por la Iglesia en el
"Sanctus" de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la
Pascua del Señor.
560 La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el
Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su
Resurrección. Con su celebración, el domingo de Ramos, la liturgia de la
Iglesia abre la Semana Santa.
2816 En el Nuevo Testamento, la palabra "basileia" se puede traducir por
realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar,
nombre de acción). El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el
Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la
muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Ultima
Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la
gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre:
"Dios le hizo pecado por nosotros"
602 En consecuencia, S. Pedro pudo formular así la fe apostólica en el
designio divino de salvación: "Habéis sido rescatados de la conducta necia
heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una
sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo,
predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos
tiempos a causa de vosotros" (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres,
consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5,
12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf.
Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del
pecado (cf. Rm 8, 3), Dios "a quien no conoció pecado, le hizo pecado por
nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Co 5, 21).
603 Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn
8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8,
29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado
hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: "Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho
así solidario con nosotros, pecadores, "Dios no perdonó ni a su propio Hijo,
antes bien le entregó por todos nosotros" (Rm 8, 32) para que fuéramos
"reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo" (Rm 5, 10).
Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal
604 Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su
designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a
todo mérito por nuestra parte: "En esto consiste el amor: no en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como
propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). "La prueba de
que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por
nosotros" (Rm 5, 8).
605 Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este
amor es sin excepción: "De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre
celestial que se pierda uno de estos pequeños" (Mt 18, 14). Afirma "dar su
vida en rescate por muchos" (Mt 20, 28); este último término no es
restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del
Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia,
siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha
muerto por todos los hombres sin excepción: "no hay, ni hubo ni habrá hombre
alguno por quien no haya padecido Cristo" (Cc Quiercy en el año 853: DS
624).
III CRISTO SE OFRECIO A SU PADRE POR NUESTROS PECADOS
Toda la vida de Cristo es ofrenda al Padre
606 El Hijo de Dios "bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del
Padre que le ha enviado" (Jn 6, 38), "al entrar en este mundo, dice: ... He
aquí que vengo ... para hacer, oh Dios, tu voluntad ... En virtud de esta
voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre
del cuerpo de Jesucristo" (Hb 10, 5-10). Desde el primer instante de su
Encarnación el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión
redentora: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar
a cabo su obra" (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús "por los pecados del
mundo entero" (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el
Padre: "El Padre me ama porque doy mi vida" (Jn 10, 17). "El mundo ha de
saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado" (Jn 14,
31).
607 Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima
toda la vida de Jesús (cf. Lc 12,50; 22, 15; Mt 16, 21-23) porque su Pasión
redentora es la razón de ser de su Encarnación: "¡Padre líbrame de esta
hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!" (Jn 12, 27). "El cáliz que
me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?" (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz
antes de que "todo esté cumplido" (Jn 19, 30), dice: "Tengo sed" (Jn 19,
28).
"El cordero que quita el pecado del mundo"
608 Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los
pecadores (cf. Lc 3, 21; Mt 3, 14-15), vio y señaló a Jesús como el "Cordero
de Dios que quita los pecados del mundo" (Jn 1, 29; cf. Jn 1, 36). Manifestó
así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio
al matadero (Is 53, 7; cf. Jr 11, 19) y carga con el pecado de las
multitudes (cf. Is 53, 12) y el cordero pascual símbolo de la Redención de
Israel cuando celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14;cf. Jn 19, 36; 1 Co 5,
7). Toda la vida de Cristo expresa su misión: "Servir y dar su vida en
rescate por muchos" (Mc 10, 45).
Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre
609 Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los
hombres, "los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1) porque "Nadie tiene mayor
amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Tanto en el
sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y
perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2,
10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su
muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar:
"Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente" (Jn 10, 18). De aquí la
soberana libertad del Hijo de Dios cuando él mismo se encamina hacia la
muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53).
Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su vida
610 Jesús expresó de forma suprema la ofrenda libre de sí mismo en la cena
tomada con los Doce Apóstoles (cf Mt 26, 20), en "la noche en que fue
entregado"(1 Co 11, 23). En la víspera de su Pasión, estando todavía libre,
Jesús hizo de esta última Cena con sus apóstoles el memorial de su ofrenda
voluntaria al Padre (cf. 1 Co 5, 7), por la salvación de los hombres: "Este
es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros" (Lc 22, 19). "Esta es mi
sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los
pecados" (Mt 26, 28).
611 La Eucaristía que instituyó en este momento será el "memorial" (1 Co 11,
25) de su sacrificio. Jesús incluye a los apóstoles en su propia ofrenda y
les manda perpetuarla (cf. Lc 22, 19). Así Jesús instituye a sus apóstoles
sacerdotes de la Nueva Alianza: "Por ellos me consagro a mí mismo para que
ellos sean también consagrados en la verdad" (Jn 17, 19; cf. Cc Trento: DS
1752, 1764).
La agonía de Getsemaní
612 El cáliz de la Nueva Alianza que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse
a sí mismo (cf. Lc 22, 20), lo acepta a continuación de manos del Padre en
su agonía de Getsemaní (cf. Mt 26, 42) haciéndose "obediente hasta la
muerte" (Flp 2, 8; cf. Hb 5, 7-8). Jesús ora: "Padre mío, si es posible, que
pase de mí este cáliz .." (Mt 26, 39). Expresa así el horror que representa
la muerte para su naturaleza humana. Esta, en efecto, como la nuestra, está
destinada a la vida eterna; además, a diferencia de la nuestra, está
perfectamente exenta de pecado (cf. Hb 4, 15) que es la causa de la muerte
(cf. Rm 5, 12); pero sobre todo está asumida por la persona divina del
"Príncipe de la Vida" (Hch 3, 15), de "el que vive" (Ap 1, 18; cf. Jn 1, 4;
5, 26). Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre
(cf. Mt 26, 42), acepta su muerte como redentora para "llevar nuestras
faltas en su cuerpo sobre el madero" (1 P 2, 24).
La muerte de Cristo es el sacrificio único y definitivo
613 La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo
la redención definitiva de los hombres (cf. 1 Co 5, 7; Jn 8, 34-36) por
medio del "cordero que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29; cf. 1 P 1, 19)
y el sacrificio de la Nueva Alianza (cf. 1 Co 11, 25) que devuelve al hombre
a la comunión con Dios (cf. Ex 24, 8) reconciliándole con El por "la sangre
derramada por muchos para remisión de los pecados" (Mt 26, 28;cf. Lv 16,
15-16).
614 Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los
sacrificios (cf. Hb 10, 10). Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el
Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos con él (cf. Jn 4, 10). Al
mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por
amor (cf. Jn 15, 13), ofrece su vida (cf. Jn 10, 17-18) a su Padre por medio
del Espíritu Santo (cf. Hb 9, 14), para reparar nuestra desobediencia.
Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia
615 "Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos
pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán
constituidos justos" (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús
llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que "se dio a sí mismo en
expiación", "cuando llevó el pecado de muchos", a quienes "justificará y
cuyas culpas soportará" (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y
satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Cc de Trento: DS 1529).
En la cruz, Jesús consuma su sacrificio
616 El "amor hasta el extremo"(Jn 13, 1) es el que confiere su valor de
redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de
Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida (cf. Ga 2,
20; Ef 5, 2. 25). "El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió
por todos, todos por tanto murieron" (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque
fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de
todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en
Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza
a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la
humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.
617 "Sua sanctissima passione in ligno crucis nobis justif icationem meruit"
("Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la
justificación")enseña el Concilio de Trento (DS 1529) subrayando el carácter
único del sacrificio de Cristo como "causa de salvación eterna" (Hb 5, 9). Y
la Iglesia venera la Cruz cantando: "O crux, ave, spes unica" ("Salve, oh
cruz, única esperanza", himno "Vexilla Regis").
Nuestra participación en el sacrificio de Cristo
618 La Cruz es el único sacrificio de Cristo "único mediador entre Dios y
los hombres" (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, "se
ha unido en cierto modo con todo hombre" (GS 22, 2), él "ofrece a todos la
posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este
misterio pascual" (GS 22, 5). El llama a sus discípulos a "tomar su cruz y a
seguirle" (Mt 16, 24) porque él "sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para
que sigamos sus huellas" (1 P 2, 21). El quiere en efecto asociar a su
sacrificio redentor a aquéllos mismos que son sus primeros beneficiarios(cf.
Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su
Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento
redentor (cf. Lc 2, 35):
Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo
(Sta. Rosa de Lima, vida)
Respondió: «Os digo que si éstos se callan gritarán las piedras.
A medida que avanzaba, la gente se aglomeraba al lado del camino y
comenzaron a alabar a Jesús diciendo: "¡Bendito el Rey que viene en el
nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas! Estaban creando
mucho alboroto y algunos de los líderes religiosos se molestaron. Le
pidieron a Jesús que acallara a sus seguidores. Jesús les respondió: "Les
aseguro que si ellos se callan, las piedras gritarán."
Me pregunto, ¿si estas rocas pudieran gritar en esta mañana, qué dirían? Una
podría contar de cómo un pequeño pastor llamado David usó una piedra pequeña
para matar a un gigante para demostrar que podemos llegar a hacer cualquier
cosa cuando Dios está con nosotros.
Otra podría decirnos cómo el profeta Elías usó piedras para hacer un altar a
Dios. El altar fue usado para probar, mediante un sacrificio ofrecido, que
Dios es el único verdadero Dios.
Esta roca podría contarnos cómo Salomón usó rocas para construir un templo
precioso para que la gente adorara a Dios.
Aún más, otra de las rocas podría recordarnos que Jesús contó una historia
una vez sobre un hombre sabio que construyó su casa sobre una roca. Cuando
vinieron las tormentas, la casa en la roca se mantuvo firme.
Pero también una persona puede ser roca. Cuando Pedro respondió a la
pregunta de Jesús acerca de quién creían que era, diciendo: "Tu eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo". Jesús le contestó: "Tú eres Pedro y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia". ¿Quién es hoy esta piedra, el sucesor de
Pedro? ¡El Papa!
Sí, estas piedras podrían tener muchas historias que contarnos, pero no le
permitiremos que lo hagan. Tú y yo fuimos creados para alabar y adorar a
nuestro Dios y mientras lo hagamos no habrá necesidad de que estas rocas
griten.
Querido Señor, sabemos que tu prefieres escucharnos alabarte que escuchar un
concierto de rocas. Así que Señor, ¡exaltamos tu nombre en lo alto! Amén.