Catequesis de Juan Pablo II (18 de Abril de 2001) 1. La
tradicional audiencia general del miércoles hoy se ve inundada por la alegría
luminosa de la Pascua. En estos días la Iglesia celebra con júbilo el gran
misterio de la Resurrección. Es una alegría profunda e inextinguible, fundada
en el don, que nos hace Cristo resucitado, de la Alianza nueva y eterna, una
alianza que permanece porque él ya no muere más. Una alegría que no sólo se
prolonga durante la octava de Pascua, considerada por la liturgia como un solo
día, sino que se extiende a lo largo de cincuenta días, hasta Pentecostés. Más
aún, llega a abarcar todos los tiempos y lugares. Durante este
período, la comunidad cristiana es invitada a hacer una experiencia nueva y más
profunda de Cristo resucitado, que vive y actúa en la Iglesia y en el mundo. 2. En este
espléndido marco de luz y alegría propias del tiempo pascual, queremos
detenernos ahora a contemplar juntos el rostro del Resucitado, recordando y
actualizando lo que no dudé en señalar como "núcleo esencial" de la
gran herencia que nos ha dejado el jubileo del año 2000. En efecto, como
subrayé en la carta apostólica Novo millennio ineunte, "si quisiéramos
descubrir el núcleo esencial de la gran herencia que nos deja la experiencia
jubilar, no dudaría en concretarlo en la contemplación del rostro de Cristo
(...), acogido en su múltiple presencia en la Iglesia y en el mundo, y
confesado como sentido de la historia y luz de nuestro camino" (n. 15). Como en el
Viernes y en el Sábado santo contemplamos el rostro doloroso de Cristo, ahora
dirigimos nuestra mirada llena de fe, de amor y de gratitud al rostro del
Resucitado. La Iglesia, en estos días, fija su mirada en ese rostro, siguiendo
el ejemplo de san Pedro, que confiesa a Cristo su amor (cf. Jn 21, 15-17), y de
san Pablo, deslumbrado por Jesús resucitado en el camino de Damasco (cf. Hch 9,
3-5). La liturgia
pascual nos presenta varios encuentros de Cristo resucitado, que constituyen
una invitación a profundizar en su mensaje y nos estimulan a imitar el camino
de fe de quienes lo reconocieron en aquellas primeras horas después de la
resurrección. Así, las piadosas mujeres y María Magdalena nos impulsan a llevar
solícitamente el anuncio del Resucitado a los discípulos (cf. Lc 24, 8-10, Jn
20, 18). El Apóstol predilecto testimonia de modo singular que precisamente el
amor logra ver la realidad significada por los signos de la resurrección: la
tumba vacía, la ausencia del cadáver, los lienzos funerarios doblados. El amor
ve y cree, y estimula a caminar hacia Aquel que entraña el pleno sentido de todas
las cosas: Jesús, que vive por todos los siglos. 3. En la
liturgia de hoy la Iglesia contempla el rostro del Resucitado compartiendo el
camino de los dos discípulos de Emaús. Al inicio de esta audiencia, hemos
escuchado un pasaje de esta conocida página del evangelista san Lucas. Aunque sea
con dificultad, el camino de Emaús lleva del sentido de desolación y extravío a
la plenitud de la fe pascual. Al recorrer este itinerario, también a nosotros
se nos une el misterioso Compañero de viaje. Durante el trayecto, Jesús se nos
acerca, se une a nosotros en el punto donde nos encontramos y nos plantea las
preguntas esenciales que devuelven al corazón la esperanza. Tiene muchas cosas
que explicar a propósito de su destino y del nuestro. Sobre todo revela que
toda existencia humana debe pasar por su cruz para entrar en la gloria. Pero
Cristo hace algo más: parte para nosotros el pan de la comunión, ofreciendo la
Mesa eucarística en la que las Escrituras cobran su pleno sentido y revelan los
rasgos únicos y esplendorosos del rostro del Redentor. 4. Después de
reconocer y contemplar el rostro de Cristo resucitado, también nosotros, como
los dos discípulos, somos invitados a correr hasta el lugar donde se encuentran
nuestros hermanos, para llevar a todos el gran anuncio: "Hemos visto al
Señor" (Jn 20, 25). "En su
resurrección hemos resucitado todos" (Prefacio pascual II): he aquí la
buena nueva que los discípulos de Cristo no se cansan de llevar al mundo, ante
todo mediante el testimonio de su propia vida. Este es el don más hermoso que
esperan de nosotros nuestros hermanos en este tiempo pascual. Por eso,
dejémonos conquistar por el atractivo de la resurrección de Cristo. Que la
Virgen María nos ayude a gustar plenamente la alegría pascual: una alegría que,
según la promesa del Resucitado, nadie podrá arrebatarnos y no tendrá fin (cf.
Jn 16, 23). |