Domingo 12 del Tiempo Ordinario Ciclo A - Iglesia del Hogar: en Familia, como Iglesia doméstica, preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
1.1. Primera Lectura: Jeremías 20,10-13
1.2 Segunda Lectura: Romanos 5, 12-15
1.3 Evangelio: San Mateo 10, 26-33
6. Leamos la Biblia con la Iglesia.
7.2 Óyeme, porque te invoco (Salmo 4
adaptado)
7.3. No se ensoberbece, Señor, mi corazón (Salmo130
adaptado)
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
1. Introducción
a la Palabra
1.1.
Jr
20,10-13: “Libró la vida del pobre de manos de los impíos”
Cuando el trabajo de uno se realiza tratando con los hombres día y
noche, surge irrecusablemente el deseo ardiente de la soledad. Todos los días tratar
con personas, escuchar sus problemas, animarles en avanzar, en no dejarse
vencer, todo esto agota las fuerzas psíquicas de resistencia y las reservas de
energías del que trata de estar al servicio de los demás. Quiera o no los problemas
ajenos le afectan a uno a no ser que te
transformes en puro funcionario que sólo cumple con su deber y toma en serio a
las personas.
Un día tuve la oportunidad de vivir 10 días en completa soledad. No
tendría que hablar con nadie. Podría hacer lo que me diera la gana. Nadie me
estorbaría. ¡Con qué ilusión inicié estos días de retiro! Pero después de
cinco, seis días sentí que el hombre no puede vivir a solas, a no ser que tenga
vocación de ermitaño. Lo constatemos continuamente entre las personas ancianas.
Su miedo es la soledad.
El profeta Jeremías nos describe
una soledad aún más terrible: la soledad
que es producto del odio de los demás.
Le han hecho el “vacío”, como dicen jóvenes, y lo acechan para poder
asestarle el golpe de gracia. Lo que impresiona es que el profeta en medio de
sus angustias invita a cantar al Señor. Tan grande es su confianza en Dios. Este es el mensaje de esta
lectura. Tengamos confianza en Dios que no nos abandonará. Me recuerda a
aquella persona que había conseguido la tarjeta de recomendación de un
personaje muy influyente antes de entrevistarse con el interlocutor temido. Al
llegar a la puerta del lugar de la entrevista se acordó que podía tener mucho
más confianzas en Dios que en la tarjeta. La rompió y entró… Después de la lectura miremos un poco las cosas que nos dan miedo.
Cantemos al Señor que librará la vida
del pequeño de las manos de los impíos.
1.2
Rm 5,12-15: “El
don no se puede comparar con la caída”
¿Saben de qué muere la gente? No es por el cáncer, ni por la hemiplejia
ni por el infarto. La gente muere del pecado. Dios había creado un mundo para la vida y los hombres hacemos todo lo posible
para malograrlo y para destruir este mundo como Dios lo tenía pensado. No les echemos la culpa a Adán y Eva, ni a
nuestros antepasados. Nosotros somos
igual de culpables porque pecamos y destruimos el mundo que debería transmitirnos
la vida eterna. Con cada pecado nuestro decimos “Amén” al pecado de Adán y Eva.
Ni siquiera estuvimos enterados de su historia y ya pecamos.
Imaginemos que no haya muerte en el mundo que conocemos. Aumentarían continuamente
los crímenes, el hambre, la miseria, las guerras, los odios y la contaminación.
Cada hombre que nace aporta sus pecados. Menos mal que Dios le pone punto final a nuestras fechorías y nos permite
morir.
Frente a estos diversos tipos de destrucción
Dios no se hace el resentido que se retira
desilusionado de la creación estropeada
por el hombre. Le pone un remedio que está en total desproporción con el crimen
del hombre. Hubiera bastado un ángel con poder para golpear con la vara a los
pecadores y para limpiar la porquería que deja cada pecado. Perdón por la
expresión, pero no hay expresión suficientemente escandalizadora que nos haga
entender la desproporción. Dios envía a su Hijo no para poner orden sino para
que él cargue las podredumbres, violencias, egoísmos y lujurias del hombre para
hacer desbordar su misericordia divina.
Esta lectura quiere darnos ánimo frente al miedo existencial que vivimos
todos: el terror ante la muerte. Hay muchos santos, inclusive San Pablo,
que anhelaron morir pronto porque se
creyeron la palabra y la promesa de Dios.
Si mirando su corazón, descubre que la muerte lo aterroriza, tenga por
seguro que no tiene fe y no conoce a Dios. ¿No le gustaría dejar de sufrir y
dejar de hacer sufrir a los demás? ¿No le gustaría dejar de pecar y dejar de
aumentar el cerro de estiércol de malvivir cuyo hedor aterroriza aún más?
Sugerimos que tome uno de los remedios que vienen en seguida, o a lo
mejor todos y, por fin, comenzará a disfrutar aunque tímidamente de una vida
sin miedo.
·
Vaya a confesarse
·
Converse con sus familiares sobre su muerte y cómo quisiera vivir este momento decisivo
·
Lea la Biblia para convencerse que morir es pasar a la vida
·
Dé más importancia a la oración de todos los días
·
Preocúpese más de los demás. ¿A quiénes no ha prestado atención
últimamente?
·
Cada vez que sienta miedo camine adelante pisando la muerte.
¿Cómo? Alabando a Dios
·
Crea en su corazón, o por lo menos pida poder creer, lo que
va a leer.
1.3
Mt 10,26-33: “No tengáis miedo a los que pueden matar
el cuerpo”
Hay personas que dicen que los hombres vivimos y nos movemos únicamente a
base de nuestros miedos profundos, que toda nuestra vida es una única defensa
para no tener que morir. Hasta las que personas que más quieres, te hacen morir
cuando no te tratan como tú lo esperas. Hay libros gruesos que quieren probar
esto. ¿Quién no tiene miedo? dicen.
Hasta al más sereno o valiente experimenta que en el fondo de su corazón
hay sentimientos de angustia. El miedo es algo instintivo, es un sentimiento
que Dios ha puesto dentro de nuestro ser para que no arriesguemos
imprudentemente nuestra vida. Sin embargo, cuando este miedo desborda sus
límites justos, entones el hombre entra en el terror. Ya sabemos que hay
quienes juegan con la muerte. Y este prurito es como una droga para ellos. También
tenemos miedo que no nos quieran, que nos respeten, que no nos acepten. Y estos
miedos nos hacen retroceder cuando deberíamos vivir nuestra fe con intrepidez. Jesús nos dice que
tengamos miedo sólo a una cosa: Al que puede destruir el alma y arrojarlo al
infierno. He ahí, lo que nos indica el objetivo que debe tener el miedo en
nuestra vida.
El evangelio me recuerda el día que comenzamos un retiro que de buenas a
primeras nos chocó. El sacerdote que lo dirigía, comentando este evangelio, se
arrancó unos pelos de su cabellera
frondosa diciendo: “Dios ha contado todos los pelos de mi cabeza porque me ama
y cuida. Me los he arrancado por amor a ustedes para chocarlos un poco, sí,
pero ante todo para que tomen la palabra de Dios en serio”.
¿Cómo hacer para que la persecución, el miedo y el terror no nos impidan
vivir nuestra fe? Para los que viven todos los días su fe encontrarán que es
f��cil porque ante los pequeños problemas el Señor nos da valentía y, al
ejercitarnos en su amor, se fortalece nuestra alma y venceremos al terror. Es como aquel señor de
la antigüedad que compró un ternero apenas nacido y lo cargaba todos los días.
Al final de un año el hombre era capaz de cargar un toro entero porque sus
fuerzas habían crecido conforme crecía el ternero para convertirse en potente
toro. ¿De qué tienes miedo? Conversa con el Señor y cree el evangelio.
2. Reflexionemos
2. 1 Los Padres
La región de los muertos.
Jesús, pues, pasó la puerta oscura, de la que nadie vuelve. Murió
realmente. Este es el misterio propio del Sábado Santo que confesamos en el símbolo
de los apóstoles: “Descendió a los infiernos”.
Es una expresión en que apenas nos detenemos hoy en día, un punto de fe
al margen de nuestra atención. La causa
se entiende fácilmente. Tal expresión corresponde a una imagen distinta del
mundo. Para los judíos y para los griegos gentiles, morir quería decir bajar al
sheol, al hades, al mundo subterráneo, al reino de los muertos. Esto quiere
aquí decir la palabra “infiernos”. No es el lugar de los malos sino el reino de
los muertos adonde van a parar buenos y malos. Se tenía, pues, una idea más o
menos espacial de un lugar habitado por los hombres donde, por lo demás, todo
era distinto que en el mundo, porque todo allí estaba “muerto”.
Para nuestra conciencia de creyentes de hoy estar muerto no significa estar ligado a un
determinado lugar. La muerte existe, pero ¿dónde? Sencillamente no lo sabemos.
En conclusión, la frase “descendió a los infiernos” está compuesta de
conceptos que ya no son los nuestros. Sin embargo, la verdad de fe sigue en
pie. Nuestro deber es expresarla ahora en nuestra actual imagen del mundo. Esta
quiere decir dos cosas: primero, algo que pertenece más bien al Viernes Santo; luego,
algo que entra ya en el ámbito de Pascua.
Lo primero es la verdad que Jesús murió efectivamente. Al decir,
“descendió a los infiernos”, se quería decir que Jesús estuvo realmente muerto,
que pasó por la humillación de estar muerto, separado de esta vida, excluido
del mundo que sigue viviendo.
Jesús pasó por la muerte real, y nosotros tenemos el consuelo de que por
muy honda que sea nuestra caída en el oscuro abismo de la muerte, nada podrá
impedir que Jesús, que pasó por él, nos haga ver que en el fondo de este abismo
se halla vida eterna. En Antiguo Testamento se pensaba que Dios cuidaba ya de los
que habían bajado al sheol; ahora se nos ha revelado que, aun en la muerte, el
Señor está con nosotros.
Pero aún hay otro aspecto. Puesto que Jesús “reúne con los padres”, es
decir, se junta con la masa de los muertos, el pensamiento de la Iglesia se
dirige a la humanidad difunta, de la que Dios se preocupa. Y así nos damos
cuenta que Jesús comunicó la rendición a la masa de los muertos, inmediatamente
después de su propia muerte. “Y por el (espíritu) fue a predicar a los espíritus encarcelados, a los que en
otro tiempo rehusaron creer, cuando la paciencia de Dios daba largas, mientras
que en los días de Noé se preparaba el arca…”
(1 Pe 3, 19-20).
El juicio y la redención se destinan a todos los hombres. Los muertos
“que aguardan” reciben la salvación eterna; los que aguardan en el sheol. No sabemos ni dónde ni cómo. La
Escritura habla de ello con mucha sobriedad.
(Catecismo Holandés).
2.2 Con los hijos
La muerte y el juicio particular.
En tiempos de persecuciones, el
santo obispo Cipriano fortalecía a sus fieles con las siguientes palabras:
“Solamente teme a la muerte aquel que no conoce a Jesucristo”. Cuando llegó el
día en que él mismo fuera llevado ante los jueces y escuchó su sentencia de
muerte, dijo: “Gracias a Dios”. En el lugar de la ejecución se arrodilló por vez postrera para orar.
Luego se puso en pie, mandó pagar
veinticinco monedas de oro al verdugo, se vendó él mismo los ojos y recibió el golpe mortal.
Todos los hombres deben morir
porque Adán, nuestro primer padre, pecó. ”Por un hombre entró el pecado al
mundo, y por el pecado, la muerte” (Rm 5, 12). Jesucristo aceptó la muerte en
perfecta obediencia y purísimo amor. Según su ejemplo nosotros debemos aceptar la muerte del Padre celestial, obedientes y sumisos.
Jesucristo, con su muerte, ganó la vida eterna por nosotros. El ha dado
un nuevo sentido a la muerte. Para el que vive en Cristo, la muerte es ahora la
puerta de la vida eterna.
No sabemos cuándo ni dónde moriremos. Pero sí sabemos una cosa: si
morimos como hijos de Dios, estaremos eternamente salvos; si morimos en pecado
mortal, estamos eternamente perdidos. Por eso es necesario vivir siempre como
hijos de Dios y de esta manera estaremos siempre preparados para morir.
En la muerte, nuestra alma se separa del cuerpo. El cuerpo es entregado
a la tierra y se descompone. Nuestra alma no puede descomponerse porque es espíritu. Inmediatamente después de la
muerte, nuestra alma comparece ante el tribunal de Dios. Debe dar cuenta a Dios
de todos sus pensamientos, palabras y obras, y de la omisión del bien. Este
juicio es el juicio particular. “Está establecido que los hombres mueran una
vez, y después de esto el juicio” (Hb 9,27). Después del juicio particular el alma
va al cielo, o al purgatorio, o al infierno. Recordemos la frase de Santa
Teresa del Niño Jesús: “No será la muerte que me viene a buscar sino el buen
Dios”.
(Catecismo alemán).
4. Vivencia
familiar
Podemos aprovechar este momento para hablar de los miedos que escondemos
en nuestro corazón. Es curioso que, cuando hablamos de nuestros miedos, muchas
veces pierden su apremio, se hacen más llevaderas. Para
motivar el diálogo podemos darle a cada
uno un papel que contiene las siguientes frases a completar:
Me da miedo….
Tengo miedo de hacer…
Las personas que me dan miedo…
Las circunstancias que me dan miedo…
5. Nos habla
la Iglesia.
El Misterio de la Muerte
El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con dolor la disolución progresiva del cuerpo. Pero el máximo
tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste
a aceptar la perspectiva de la ruina
total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que lleva, por ser irreducible
a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la
técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del
hombre; la prórroga de la longevidad, que hoy proporciona la biología no puede
satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón
humano.
Mientras toda imaginación fracaso ante la muerte, la Iglesia,
aleccionada por la Revelación divina, enseña que el hombre ha sido creado por Dios
para un destino feliz situado más allá de
las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la
muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será
vencida cuando el omnipotente y misericordioso
Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado
y llama al hombre a adherirse a Él con la total plenitud de su ser en la perpetua
comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado, el que ha
ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia
muerte. Para todo hombre que reflexione, la
fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al
interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre y al mismo tiempo,
ofrece la posibilidad de una comunión
con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la
esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera.
(Concilio Vaticano II, “El Gozo y la Esperanza”, n.
18)
6. Leamos la Biblia con
la Iglesia.
Día Año impar Año par Evangelio
Lunes Génesis 12, 1-9 2.Libro
de Reyes 17,5-8.13-15ª.18 Mateo 7, 1-5
Martes Génesis 13, 2.5-18 2.Libro de Reyes 19, 9b-11.14-21. 31-35ª.36 Mateo 7, 6.12-14
Miércoles Génesis
15,1-12.17-18 2.Libro de Reyes
22,8-13; 23,1-3 Mateo 7, 15-20
Jueves Génesis 16,1-13.15-16 2.Libro de Reyes 24,8-17 Mateo 7, 21-29
Viernes Génesis
17,1.9-10.15-22 2.Libro de Reyes
25,1-12 Mateo 8, 1-4
Sábado Génesis 18, 1-5 Lamentaciones 2,2.10-14.18-19 Mateo
8, 5-17
7. Oraciones
7.1 Prohibido
mendigar
Señor, no sé si debo rezarte. Hace unos meses que me lo pregunto sin
atrever a confesármelo. ¿Tiene Dios algo que ver con mi negocio de vendedor de
madera? ¿Debería intervenir para que yo gane más dinero y mi cliente lo pierda?
¿Para hacerme a mí más hábil y a mi cliente más ciego?
Tengo la impresión de ser un mendigo prohibido por el mundo moderno.
¡Basta de limosnas celestiales! ¡Que trabaje todo el mundo y que nadie trafique
con la piedad del oro o con el favor injusto de un patrón celestial! ¡Prohibido
mendigar!
¿No soy, cuando te rezo, Señor, un mendigo incorregible? Si ya no
pidiese tu ayuda, ¿seguirías existiendo para mí? No es que me vaya muy bien
cuando te pido cosas, pero si dejo de hacerlo… ¿Qué hacer,
Señor entonces?
Sí, conozco tu respuesta. He reflexionado pero no logro comprenderla.
Tengo que buscar otra fórmula, si es preciso que aprender a “poner en Dios mis preocupaciones”, como dice San
Pedro. No cesar de hacerte partícipe de
todo lo que constituye mi vida, con sus cosas grandes y pequeñas. Hablarte de mis
negocios de maderas, pero sin esperar
que muevas un dedo en mi favor, sin favoritismo. Hablarte de todo para poner mi existencia entre tus manos como
lo hacía Caty cuando estábamos
comprometidos. Recuerdo que me sentía transformado.
¿Está prohibido mendigar? Lo que nunca podrán prohibir es amar, amarte,
Señor.
7.2 Óyeme, porque
te invoco (Salmo 4 adaptado)
Óyeme porque te invoco, Dios de mi
inocencia.
Tú me librarás del campo de concentración.
¿Hasta cuándo los líderes seréis
insensatos?
¿Hasta cuándo dejaréis de hablar con
slogans y de decir pura propaganda?
Son muchos que dicen: ¿Quién nos
librará de sus armas atómicas?
Haz
brilla Señor tu rostro sobre las bombas.
Tú le diste a mi corazón una alegría
mayor que el vino que beben en sus fiestas.
Apenas me acuesto estoy dormido y no
tengo pesadilla ni insomnio
Y no veo los espectros de mis
víctimas.
No necesito analgésicos porque tú,
Señor, me das seguridad.
(Cardenal)
7.3. No se
ensoberbece, señor mi corazón (Salmo130 adaptado)
No se ensoberbece, Señor, mi
corazón.
No quiero ser millonario ni ser
líder ni ser primer ministro.
Ni ansío puestos públicos ni corro detrás
de las condecoraciones.
Yo no tengo propiedades ni libreta de
cheques ni seguros de vida.
Estoy seguro como un niño dormido en
los brazos de su madre…
Confíe Israel en el Señor (y no en
los líderes).
(Cardenal)