Domingo 3 Tiempo Ordinario B: Comentarios de Sabios y Santos - Preparemos con ellos la Fiesta del Domingo
Recursos adicionales para la preparación
Comentarios a su disposición
Exégesis: R.P. Severiano del Páramo, S.J. Resumen de la Predicación de Jesús - El llamamiento de los primeros discípulos
Exégesis: P. Juan de Maldonado
Exégesis: Manuel de Tuya
Comentario
Teológico: San Juan Pablo Magno: Conversión - Penitencia
Magisterio: San Juan Pablo II - La vocación
Catecismo de la Iglesia Católica: Conversión - Confesión
Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Por qué se retira Jesús al ser encarcelado Juan...
Aplicación: R.P. Gustavo Pascual, I.V.E. “La conversión”
Aplicación: Cardenal Gomá - El Llamado
Aplicación: P. Lehman - La Vocación
Aplicación: ¡Convertíos y creed en el Evangelio!
Giovanni Papini: La Historia de Cristo
Ejemplos Predicables: Celo por las almas
Exégesis: R.P. Severiano del Páramo, S.J.
Resumen de la predicación de Jesús (Mc 1,14-15 = Mt 4,12-17; Lc 4,14-15)
14. Después de haber sido entregado...: Se entiende a la prisión. El Evangelio de Dios: Dios, más probablemente, es un genitivo subjetivo. La buena nueva procedente de Dios.
15. Se ha cumplido el tiempo es una frase escatológica. Ante esta frase que proclama el tiempo ya como cumplido, los hechos precedentes deben considerarse como el cumplimiento, cuyo efecto dura.
El tiempo es determinado en los consejos de Dios. Cuando Jesús anunciaba el reino de Dios, esta expresión despertaba, sin duda, en las mentes judías, hechas a la lectura de los libros sagrados y de la literatura extra bíblica, una realidad bien concreta. El reino de Dios tenía ya un sentido precisado por la Escritura.
Que Yahvé era el Rey de Israel fue una idea muy antigua en el pueblo escogido (Num 23,21; Jue 8,23; 1 Sam 8,12, etc.).
Pero la expresión reino de Yahvé (Dan 2,44; Sal 145,11-12), o las expresiones equivalentes Yahvé reina (Is 52,7; Sal 93,1; 96,10; 97,1; 99,1) o Yahvé rey (Sal 98,6), a través de la historia y a consecuencia de múltiples acontecimientos, vino a concretarse en un significado muy particular; vino a tener un significado netamente escatológico, designando los tiempos venideros, en que, por una intervención maravillosa de Dios, se habían de cumplir todas las profecías y el pueblo escogido había de entrar a participar de los bienes prometidos. Esta esperanza palpita en toda la literatura de la última época.
Dos aspectos comprendía la noción del reino de Yahvé. Ese reino iría precedido de un juicio divino que abatiría a todos los malvados, todas las potencias hostiles, el reino del mal en una palabra. Y entonces comenzaría la era dichosa del reino de Dios, reino de justicia y de paz.
Jesús habló del reino como futuro (14,25; Lc 11,2, etc.), pero también como presente en sí mismo y su ministerio (Lc 7,18-23; 10,23s; 11,20.31s).
“hgguken”: Se discute si significa ha llegado o se ha acercado. En sentido de ha llegado lo entiende Dodd, autor de la teoría de la escatología realizada. Pero parece más probable se ha acercado (cf. bibliografía). Jesús proclama la nueva situación, que consiste en llevar adelante la lucha contra Satán en el poder del Espíritu.
Mientras Juan en su profecía anuncia un futuro, Jesús anuncia ya lo que ha sucedido: Se ha cumplido o se ha acercado. El tiempo perfecto para anunciar el acercamiento de una consumación escatológica futura. El reino se ha movido de una vaga distancia a una posición cercana. Ese parece ser el significado propio del perfecto.
Se confirma este significado si tenemos también en cuenta el uso que hacen del verbo “eggizw “ los LXX precisamente en la sección del Deutero-Isaías que está en el trasfondo de esta primera parte del evangelio de Marcos (cf. Is 50,8; 51,5; 56,1).
Allí la proximidad de la salvación que anuncia el Deutero-Isaías se refiere a la vuelta del destierro. La vuelta todavía no ha tenido lugar, pero ya se encuentra actuante en las victorias preliminares de Ciro (Is 41,25, etc.), que son signos de la restauración inminente.
Es la misma situación que refleja Marcos 1,15 respecto del reino: el reino no ha venido todavía, pero es tal su proximidad, que ya se siente actuante en la persona de Jesús. El acto decisivo llegará cuando Jesús cumpla, con su muerte redentora, la misión del Siervo isaiano, para la cual fue solemnemente investido por la voz celeste en la escena del bautismo.
El llamamiento de los primeros discípulos (1,16-20 = Mt 4,18-22; Lc 5,1-11)
Toda esta subsección hasta 3,20 se podría llamar «vocación de los discípulos y curaciones» (v.16-18). Se refiere aquí la vocación de cuatro discípulos: Simón y Andrés, Santiago y Juan. El escenario es junto al lago Tiberíades o mar de Galilea (21 kms. de largo por 11 de ancho, rodeado de montañas). Marcos da solamente el hecho desnudo y omite muchas cosas. Jesús ya no era, sin duda, un desconocido para los discípulos a quienes llama. Los pasos psicológicos de la vocación están omitidos. En el AT véase 3 Re 19,19-21.
La frase pescadores de hombres, teniendo en cuenta el sentido de la metáfora en algunos textos del AT (Am 4,2; Hab 1,14-15; Jer 16,16) y del mismo NT (Mt 13,47-49), se puede entender con sentido escatológico. Los discípulos son llamados a congregar a los hombres para el juicio inminente. Este sentido estará de acuerdo con la idea de la inminencia del reino y del juicio que se encuentra en la predicación del Bautista y de Jesús.
La metáfora más tarde tomó un sentido misionero.
19-20. La perfección de la respuesta, por lo que se refiere a la vocación de los hijos del Zebedeo, se expresa diciendo que dejaron a su padre en la barca con los jornaleros y se fueron detrás de él. Se emplea la expresión que en el rabinismo designa al discípulo.
Marcos parece tener en la mente una respuesta para toda la vida.
(DEL PÁRAMO S., La Sagrada Escritura, Evangelios, BAC Madrid 1964, I, pp. 344-346)
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Exégesis
Manuel de Tuya
Cristo comienza su predicación. 1,14-15
Mc y Mt advierten que este relato tiene lugar «después» de la prisión de Juan, que es muy posterior (Jn 3,22ss; 4,1-3), y que supone ya la vida pública de Cristo. Lo que pretende aquí Mc es presentar un esbozo de lo que va a ser la misión de Cristo; Cristo viene a Galilea. Mt hace ver que se establece en Cafarnaúm (Mt 4, 12.13), abandonado ya Nazaret. Pero este viaje de Cristo, en su vida pública, a Galilea es el segundo. En el primero, el Bautista aún no había sido encarcelado (Jn 3,24; 4,3). Los evangelistas cuentan este viaje conforme al plan general de su evangelio y destacando episodios distintos. Pero los tres sinópticos presentan este modo general de la predicación y gira apostólica de Cristo por toda Galilea. El tema que Mc recoge es esquemático, pero en él sintetiza el fondo de su predicación. Mc lo presenta en forma rítmica:
«El tiempo es cumplido,
y el reino de Dios próximo;
haced penitencia
y creed en el Evangelio».
La «plenitud de los tiempos» (Gál 4,4) para el establecimiento del pleno reinado de Dios, anunciado en las profecías, ya llegaba. Era la misión de Cristo al ir a «sembrarlo» por toda Galilea.
La expresión «el tiempo es cumplido», lo mismo que «el reino de Dios» eran frases escatológicas. En el ambiente judío evocaban, al punto, el mesianismo y las maravillas a él anejas.
Es discutido el sentido exacto de la palabra éggiken, por lo mismo puede significar que el reino de Dios «se aproxima, que «llegó». Si se tiene en cuenta el uso de esta palabra en Isaías, en la versión de los LXX, y la dependencia que de aquel pasaje tiene esta palabra en los sinópticos (Is 50,8; 51,5; 56, I), el sentido aquí es el de una inminente proximidad. En los evangelios, Cristo unas veces habla del reino como ya llegado (lo identifica con su persona y sus actos) y otras lo deja ver como en un próximo futuro.
Ante esta expectativa e inminencia, se piden dos cosas: «arrepentirse» (metanoeîte), en el sentido de cambiar de modo de pensar, dejando la mala conducta moral y lo que pudiesen ser prejuicios de interpretación «tradicional» sobre el Mesías; y «creed en el Evangelio», en la buena nueva que Cristo va a enseñar. Será la fe que salva (Mc 16,16). Esta última frase no excluiría una formulación literaria muy marcada de Mc, o en boca de un catequista. En su redacción actual, una de estas dos conclusiones parecería más natural. «Evangelio», además, es término eclesiástico.
Vocación de los primeros discípulos. 1,16-20
Mc, lo mismo que Mt, presenta un cuadro binario y casi idéntico de esta «vocación» de Pedro y Andrés, Santiago y Juan. La redacción literaria de estas dobles «vocaciones» tiene una forma en todo semejante. El primer contacto con estas vocaciones lo tuvo Cristo en el Jordán (Jn 1,35-51). La redacción está sometida a un esquematismo literario perceptible, como se indicó en la «introducción» a Mc.
V.20. Mc añade un dato de interés. Ante el llamamiento de Cristo, Juan y Santiago dejaron a su padre Zebedeo en la barca, «con los jornaleros» (metà tan misthotón). La palabra usada (misthós) indica una retribución a sueldo por un trabajo. Se ve que el padre de Juan y Santiago, dentro de la modestia de un pescador de Galilea, tenía un cierto desahogo económico: eran propietarios de «redes» (Mt 4,21), sin duda, de algunas barcas, y tenía «jornaleros» para sus faenas.
Por Lc (5,10) se sabe también que entre Pedro y Juan y Santiago, al menos, tenían establecida una cierta «sociedad» de pesca.
Desde antiguo es discutido si este relato de Mt-Mc es el mismo que, a continuación de la pesca milagrosa, narra Lc (5, 1-11) o es distinto. Aunque más completo el de Lc, con dos escenas, en la segunda está latiendo el relato de Mt-Mc.
(Profesores de Salamanca, Manuel de Tuya, Biblia Comentada, B.A.C., Madrid, 1964, pág. 629-631)
Exégesis:
P. Juan de Maldonado
Después que fue entregado Juan, vino Jesús a Galilea.
El modo de hablar aquí San Marcos, y lo mismo San Mateo (4, 12) y San Lucas (4, 14), parece indicar que esta retirada de Cristo sucedió en seguida de aquellos cuarenta días que estuvo en el desierto. En cambio, San Juan (4, 43) da a entender más bien que tuvo lugar mucho tiempo después; no solamente por referir antes la primera vocación de los apóstoles y el bautismo administrado por ellos (que dio ocasión a los fariseos de mostrar su envidia y a Cristo de retirarse a Galilea), la predicación y milagros de Cristo en Judea, pues, aunque los refiera anteriormente, pudieran entenderse como anticipados por el narrador; sino, además, porque claramente dice que Cristo vino entonces a Galilea acompañado de sus discípulos.
Esta dificultad depende en gran parte de otra, a saber: si esta vuelta a Galilea de que habla aquí San Juan es la misma que describen los otros tres evangelistas. Porque, si realmente es una misma, no hay duda que no sucedió en seguida. La prisión de Juan, ni luego de volver Cristo del desierto se dirigió a Galilea, como se deduce con toda evidencia de la narración de San Juan. Pero, si no se trata de una misma vuelta a Galilea, entonces queda incierto si acaso predicó Cristo algún tiempo en Judea, después de la primera vocación de los apóstoles, antes de retirarse a Galilea, o si más bien se volvió en seguida, como escriben los tres evangelistas sinópticos. Opinan San Agustín y San Beda que es un mismo viaje; pero es de notar que San Beda supone que antes vino Cristo a Galilea y allí reunió a los apóstoles, el cual viaje, aunque pasado en silencio por los evangelistas, se podría suponer por algunos indicios. De buena gana asentiría con autores tan buenos, si lo permitiese la razón. Mas me parece cosa clara y evidente que, en ocasión de aquel viaje de que habla San Juan, ya habían sido llamados los apóstoles, y, en cambio, en el otro de que hablan los tres evangelistas sinópticos, todavía no lo habían sido; pues describen aquel regreso de Cristo a Galilea en tal forma que parece claro que no tenía entonces consigo a los apóstoles, sino que los reunió luego de venir a Galilea.
Queda todavía por resolver la dificultad de si Juan fue entregado mientras estaba Cristo en el desierto o luego que volvió de allí y fue a Galilea antes de empezar a predicar en la Judea. Acerca de esto último parece quitarnos toda duda el texto de San Juan (3, 22-24), donde se lee abiertamente que durante algún tiempo, coincidiendo con Cristo, Juan predicaba y bautizaba. Pues antes de ir a Galilea comenzó a predicar en Judea y reunir discípulos que administrasen en su nombre el bautismo; y llegó a reunir tantos, que causó envidia en los discípulos de Juan, como nota el cuarto evangelista (3, 26): Se llegaron a Juan y le dijeron: "Maestro, aquel que estaba contigo en el Jordán y de quien diste testimonio, he aquí que ahora está bautizando y atrae a todos a sí." Entonces, ¿por qué San Mateo, San Marcos y San Lucas no hacen la menor mención de esta primera predicación del Evangelio? La razón de esta omisión no nos puede constar a nosotros, habiéndola callado ellos; pero se podría alegar alguna conjetura probable y no rebuscada, a saber: que, viviendo y predicando todavía Juan, esta predicación de Cristo se puede considerar en cierto modo como privada; pues aquel tiempo en que predican a la vez Cristo y Juan, como coincidencia de la Ley y el Evangelio, viene a ser como el crepúsculo intermedio entre la noche y el día, y en el cual brillando ya, de alguna manera, como sol el Evangelio, no había salido aquél, por decirlo así, del todo; luego que desapareció Juan, salió del todo este sol, ocultando la Ley con sus destellos. Según esto, San Mateo, San Marcos y San Juan señalan el principio del Evangelio cuando Cristo reunió junto a sí a los apóstoles, como su familia, y los constituyó ministros del Evangelio; pues desde entonces aparece ya, no como un particular, sino como verdadero caudillo y maestro, que actúa por sí mismo y por medio de sus
apóstoles, enviados a predicar por diversos lugares como a banderas desplegadas. Así se entendería que Cristo hubiera huido de Judea a Galilea por razones parecidas. Primeramente, al ser encarcelado Juan, como narran San Mateo y San Marcos, ya que San Lucas habla sólo del viaje de Cristo a Galilea, sin mencionar la prisión de Juan. Y después, cuando volvió de Galilea a Judea, reunidos ya los discípulos, y aumentó allí tanto su número mediante su predicación y bautismo, que los fariseos comenzaron a temerlo más aún que a Juan, siendo su envidia la ocasión de que volviera de nuevo a Galilea (Jn. 4, 1-3): Luego que conoció Jesús que los fariseos comentaban que reunía más discípulos que Juan, abandonó Judea y vino de nuevo a Galilea. Y tal vez quiere indicar San Juan un primer viaje, al decir aquí que vino de nuevo a Galilea; aunque bien sé que por este adverbio de nuevo, otra vela, se puede significar no un viaje anterior, sino sencillamente un retorno a Galilea, de donde había venido. Es un hebraísmo, que en otra ocasión queda explicado.
Podría tener aún alguna duda un lector menos ejercitado, tropezando en aquella frase: Luego que supo, etc., más discípulos que Juan. ¿Cómo se entiende que hacía Jesús más discípulos que Juan, si se refiere a un tiempo en que Juan ya había muerto? Porque antes de la primera partida de Cristo a Galilea había sido encarcelado Juan, más aún, decapitado. Me parece buena observación la de algunos sabios comentaristas: lo que dice de los muchos discípulos ganados por Jesús no es en comparación de los que entonces hiciera todavía Juan, sino de los que había hecho mientras vivía.
¿Por qué vino Jesús precisamente a Galilea y no a otra región, a pesar del peligro que suponía estar en los dominios de Herodes, el asesino de Juan? Queda ya explicado en el Comentario de San Mateo (4, 12).
Predicando el Evangelio del reino de Dios.
La explicación de estas palabras y todo lo que sigue, lo puede ver el lector ampliamente explicado en nuestro Comentario de San Mateo (4, 17-23). Sólo añadiremos aquí brevemente alguna cosa que quedó por explicar.
Que se ha cumplido el tiempo.
Es decir, el tiempo determinado en los profetas para la venida del Mesías y el establecimiento del reino de los cielos, en particular según los vaticinios de Jacob (Gén. 49, 10) y del profeta Daniel (9, 24). En este sentido escribe San Pablo (Gál. 4, 4): Luego que llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, hecho de mujer, sometido a la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley. Así lo nota Eutimio.
Haced penitencia.
Así traduce la Vulgata el verbo griego original, como en otras ocasiones (cf. Mt. 3, 2; 4, 17; 11, 20-21; 12, 41; en este mismo Evangelio, 6, 12; y en San Lucas, 3, 3; 13, 3-5; 15, 7-10; 16, 30; 17, 3). La diversa manera de traducir aquí en latín esta misma palabra griega, y lo mismo en otro pasaje de los Hechos (3, 19), no sé ciertamente a qué puede obedecer. Prefiero confesar mi ignorancia en esto antes que tachar de ligero a algún intérprete antiguo y sensato. Me parece poco fundado quererlo explicar con Teofilacto, como si hubiera diversidad en la predicación de penitencia hecha por Cristo y por Juan; como si la misma exhortación Haced penitencia, en labios de Juan significase la conversión de los pecados y en los de Cristo la conversión de la Ley al Evangelio. Pues la intención ele. Juan, según su misión, era apartar a los hombres poco a poco de la Ley para llevarlos a Cristo; y, por su parte, Cristo, como Redentor que era de los pecados, más bien que apartar a los hombres de la observancia de la Ley, se esforzaba en apartarlos del pecado. ¿Cómo iba a enseñar a otros a menospreciar la Ley quien mientras vivió en este mundo, como observa San Crisóstomo, la observó con toda exactitud?
Junto al mar de Galilea.
San Lucas lo llama lago de Genesaret (5, 1). Se llamaba vulgarmente mar por sus dimensiones, como consta también por San Mateo (4, 48) 2.
Vio a Simón y Andrés.
Refiere San Lucas que, habiendo allí varias barquillas, subió a la de Simón, pues quería hacerle pescar en su propia barca y con sus propias redes. Lo que aquí se dice de la vocación de los apóstoles lo explicamos ya en San Mateo (4, 18).
Echando sus redes al mar.
Coincide la narración con la de San Mateo, aunque la de San Lucas varía un poco (5, 2): Los pescadores habían bajado (de la barca) y limpiaban sus redes. Se puede creer que estos que lavaban las redes eran distintos de los que echaban las redes al mar. Pues, siendo muchos, unos se ocuparían en echar las redes al mar, como afirman San Mateo y San Marcos, y otros en componer las que estuvieran rotas o aflojadas, como dice luego San Marcos (v. 19) y San Mateo (4, 21); otros, finalmente, en lavarlas, como escribe San Lucas.
Y entran en Cafarnaún.
San Mateo narra esta entrada en Cafarnaún en el capítulo 4, versículo 13, en seguida de llegar a Galilea, antes de la elección de los discípulos. Esta ciudad fue como la sede del Evangelio, donde Jesús estaba de ordinario ejerciendo su ministerio, de modo que se podía llamar con razón su ciudad. San Mateo (9, 1) narra cómo desde aquí recorría toda la Galilea, predicando y haciendo milagros, después de la elección de los apóstoles (9, 23-24), hasta llegar su fama a los confines mismos de Siria. Todo esto lo omite San Marcos, para venir luego a lo que era más importante para su intento. Esta entrada en Cafarnaún de que habla en este lugar, se ha de entender después de su recorrido a través de Galilea.
Y en seguida.
El primer día de sábado, tan pronto como fue posible reunirse la sinagoga. Da a entender el evangelista la diligencia y ardor con que predicaba Cristo el Evangelio, sin la menor dilación, luego que se podía.
Los sábados.
Todos los sábados, aprovechando la reunión de los judíos para leer la ley de Moisés. Entiendo el plural del evangelista en este caso por cada sábado, como se lee a veces en los hebreos, v. gr., Sal. 6, 2, 7: In matutinis meditabor in te, es decir, "todas las mañanas", o también en las vigilias de cada noche (como los soldados se levantan para sus guardias), "me levantaba yo para meditar tu ley". Quiere indicar el evangelista, como antes digo, que no dejó pasar Cristo ningún momento ni ocasión en que pudiera ayudar a los hombres, y por eso nota el lugar y el tiempo. Cafarnaún, ciudad marítima, concurrida y llena de publicanos y negociantes, y, por tanto, corrompida de costumbres, como acontece en las ciudades junto al mar; el tiempo: el día de sábado, en el que los judíos se reunían en la sinagoga, al modo como los cristianos se reúnen en los templos el domingo. Así se deduce de San Lucas (4, 16; 13, 10), Hechos de los Apóstoles (13, 4), etc. Se ve por lo dicho que no es cierto lo que algunos intérpretes modernos afirman; a saber, que cuando los evangelistas ponen el nombre de sábado en singular, significa el último día de la semana; pero en plural equivale a todos los días de la semana. Ya refutamos en otro lugar esta opinión con numerosos ejemplos (Mt. 28, 1).
Y habiendo entrado en la sinagoga, les enseñaba.
Era permitido a cualquiera de los que asistían a la sinagoga levantarse y decir lo que se le ocurría a propósito de lo leído (cf. Le. 4, 16 ss.; Act. 13, 15, etc.). A esta costumbre parece aludir San Pablo en su primera a los Corintios (14, 30). San Mateo habla con más vaguedad, diciendo que Cristo predicaba en las sinagogas de Galilea (4, 23).
Y se admiraban de su doctrina.
Esta admiración del pueblo al escuchar a Cristo la notan también San Lucas (4, 32) y San Mateo (7, 28), donde explicamos lo que trae a este propósito.
Pues enseñaba como quien tiene autoridad.
Aunque no lo hubiera dicho expresamente el evangelista, se dejaba entender la diferencia entre Cristo y los escribas, fariseos y demás doctores judíos; pero aquí se ve una verdadera antítesis (cf. Mt. 7, 29).
Y no al modo de los escribas.
Da mayor énfasis lo que añade San Mateo: sus escribas (7, 29); es decir, aquellos mismos a quienes los judíos tanto ponderaban y con tanta reverencia oían. Esta autoridad y eficacia que se admiraba en Jesucristo, a diferencia de los escribas, tenía varios y firmes fundamentos. Primero, que Cristo enseñaba como legislador, y, en cambio, los, escribas como meros intérpretes, y no del todo seguros. Esto indican las mismas frases de Cristo en más de una ocasión; v. gr.: Habéis oído que se dijo a los antiguos... Yo, en cambio, os digo... (Mt. 5, 21, etc). Así opinan San Crisóstomo, San Beda, Teofilacto y Eutimio. Además, por la sinceridad con que Cristo hablaba, no pretendiendo otra cosa que la salvación de los hombres, y no sus aplausos o dones, como dirá luego de sí San Pablo, su discípulo e imitador (2 Cor. 12, 14): No busco vuestras cosas, sino a vosotros; y en otro lugar: ¿Acaso busco la complacencia de los hombres y no la de Dios? Si lo que pretendo es complacer a los hombres, no sería siervo de Cristo (Gál. 1, 10). Los que andan con tal sinceridad, hablan con verdadera libertad y como quien tiene autoridad. Los escribas y fariseos, al contrario, se dejaban dominar por la codicia y la ambición, como les echaba en cara el mismo Cristo en otra ocasión (12, 40, y Mt. 23, 14): ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que consumís las casas de las viudas con largas oraciones; o, como añade San Lucas, simulando una oración prolongada (Lc. 20, 47). Así lo explican Teofilacto y Eutimio. Finalmente, porque Cristo confirmaba con su ejemplo lo mismo que enseñaba, y éste es el argumento más convincente y el que más arrastra los ánimos. "Exhortar y dar normas de virtud es camino largo; el mejor y más breve es el ejemplo", decía Séneca. Así lo explican San Gregorio y Teofilacto. "Se enseña con imperio (dice aquél) cuando
se practica antes que se diga. Sufre mengua la enseñanza cuando la conciencia traba la lengua. Y por esto se lee del mismo Señor que "enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas y fariseos". Por eso podía hablar como nadie, con autoridad excepcional, porque no tenía que reprocharse ningún defecto por flaqueza". Algunos entienden esta potestad de que habla el evangelista de los milagros que acompañaban la doctrina, cosa que no podían hacer los escribas y fariseos. Y no me parece improbable; pues así se lee más abajo que se admiraban de su doctrina: ¿Qué nueva doctrina es ésta, pues manda a los mismos espíritus inmundos y le obedecen? Este poder le hacía hablar con toda seguridad y confianza, como notamos antes (2. 8-9) y se ve en San Mateo (9, 4 ss.) y San Lucas (5, 22 ss.): ¿Qué pensáis interiormente en vuestro corazón? ¿Qué os parece más fácil, decir al paralítico: "Te son perdonados tus pecados", o decir: "Levántate y anda"? Pues para qüe veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra de perdonar los pecados—dice al paralítico—: "A tí te lo digo: toma tu lecho y vete a tu casa." Y se levantó y se fué a su casa.
(P. Juan de Maldonado, Comentarios a San Marcos y San Lucas, BAC, Madrid, 1954, p. 43-50)
Comentario Teológico: San Juan Pablo Magno
La penitencia - metánoia
1. Hablar de RECONCILIACIÓN y PENITENCIA es, para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, una invitación a volver a encontrar —traducidas al propio lenguaje— las mismas palabras con las que Nuestro Salvador y Maestro Jesucristo quiso inaugurar su predicación: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc.1, 15) esto es, acoged la Buena Nueva del amor, de la adopción como hijos de Dios y, en consecuencia, de la fraternidad.
¿Por qué la Iglesia propone de nuevo este tema, y esta invitación?
El ansia por conocer y comprender mejor al hombre de hoy y al mundo contemporáneo, por descifrar su enigma y por desvelar su misterio; el deseo de poder discernir los fermentos de bien o de mal que se agitan ya desde hace bastante tiempo; todo esto, lleva a muchos a dirigir a este hombre y a este mundo una mirada interrogante. Es la mirada del historiador y del sociólogo, del filósofo y del teólogo, del psicólogo y del humanista, del poeta y del místico; es sobre todo la mirada preocupada —y a pesar de todo cargada de esperanza— del pastor.
Dicha mirada se refleja de una manera ejemplar en cada página de la importante Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo y, de modo particular, en su amplia y penetrante introducción. Se refleja igualmente en algunos Documentos emanados de la sabiduría y de la caridad pastoral de mis venerados Predecesores, cuyos luminosos pontificados estuvieron marcados por el acontecimiento histórico y profético de tal Concilio Ecuménico.
Al igual que las otras miradas, también la del pastor vislumbra, por desgracia, entre otras características del mundo y de la humanidad de nuestro tiempo, la existencia de numerosas, profundas y dolorosas divisiones.
Un mundo en pedazos
2. Estas divisiones se manifiestan en las relaciones entre las personas y los grupos, pero también a nivel de colectividades más amplias: Naciones contra Naciones y bloques de Países enfrentados en una afanosa búsqueda de hegemonía. En la raíz de las rupturas no es difícil individuar conflictos que en lugar de resolverse a través del diálogo, se agudizan en la confrontación y el contraste.
Indagando sobre los elementos generadores de división, observadores atentos detectan los más variados: desde la creciente desigualdad entre grupos, clases sociales y Países, a los antagonismos ideológicos todavía no apagados; desde la contraposición de intereses económicos, a las polarizaciones políticas; desde las divergencias tribales a las discriminaciones por motivos socio religiosos.
Por lo demás, algunas realidades que están ante los ojos de todos, vienen a ser como el rostro lamentable de la división de la que son fruto, a la vez que ponen de manifiesto su gravedad con irrefutable concreción. Entre tantos otros dolorosos fenómenos sociales de nuestro tiempo podemos traer a la memoria:
la conculcación de los derechos fundamentales de la persona humana; en primer lugar el derecho a la vida y a una calidad de vida digna; esto es tanto más escandaloso en cuanto coexiste con una retórica hasta ahora desconocida sobre los mismos derechos;
las asechanzas y presiones contra la libertad de los individuos y las colectividades, sin excluir la tantas veces ofendida y amenazada libertad de abrazar, profesar y practicar la propia fe;
las varias formas de discriminación: racial, cultural, religiosa, etc.; la violencia y el terrorismo;
el uso de la tortura y de formas injustas e ilegítimas de represión; — la acumulación de armas convencionales o atómicas; la carrera de armamentos, que implica gastos bélicos que podrían servir para aliviar la pobreza inmerecida de pueblos social y económicamente deprimidos;
la distribución inicua de las riquezas del mundo y de los bienes de la civilización que llega a su punto culminante en un tipo de organización social en la que la distancia en las condiciones humanas entre ricos y pobres aumenta cada vez más. La potencia arrolladora de esta división hace del mundo en que vivimos un mundo desgarrado hasta en sus mismos cimientos.
Por otra parte, puesto que la Iglesia —aun sin identificarse con el mundo ni ser del mundo— está inserta en el mundo y se encuentra en diálogo con él, no ha de causar extrañeza si se detectan en el mismo conjunto eclesial repercusiones y signos de esa división que afecta a la sociedad humana. Además de las escisiones ya existentes entre las Comunidades cristianas que la afligen desde hace siglos, en algunos lugares la Iglesia de nuestro tiempo experimenta en su propio seno divisiones entre sus mismos componentes, causadas por la diversidad de puntos de vista y de opciones en campo doctrinal y pastoral. También estas divisiones pueden a veces parecer incurables.
Sin embargo, por muy impresionantes que a primera vista puedan aparecer tales laceraciones, sólo observando en profundidad se logra individuar su raíz: ésta se halla en una herida en lo más íntimo del hombre. Nosotros, a la luz de la fe, la llamamos pecado; comenzando por el pecado original que cada uno lleva desde su nacimiento como una herencia recibida de sus progenitores, hasta el pecado que cada uno comete, abusando de su propia libertad.
Nostalgia de reconciliación
3. Sin embargo, la misma mirada inquisitiva, si es suficientemente aguda, capta en lo más vivo de la división un inconfundible deseo, por parte de los hombres de buena voluntad y de los verdaderos cristianos, de recomponer las fracturas, de cicatrizar las heridas, de instaurar a todos los niveles una unidad esencial. Tal deseo comporta en muchos una verdadera nostalgia de reconciliación, aun cuando no usen esta palabra.
Para algunos se trata casi de una utopía que podría convertirse en la palanca ideal para un verdadero cambio de la sociedad; para otros, por el contrario, es objeto de una ardua conquista y, por tanto, la meta a conseguir a través de un serio esfuerzo de reflexión y de acción. En cualquier caso, la aspiración a una reconciliación sincera y durable es, sin duda alguna, un móvil fundamental de nuestra sociedad como reflejo de una incoercible voluntad de paz; y —por paradójico que pueda parecer— lo es tan fuerte cuanto son peligrosos los factores mismos de división.
Mas la reconciliación no puede ser menos profunda de cuanto es la división. La nostalgia de la reconciliación y la reconciliación misma serán plenas y eficaces en la medida en que lleguen —para así sanarla— a aquella laceración primigenia que es la raíz de todas las otras, la cual consiste en el pecado.
La mirada del Sínodo
4. Por lo tanto, toda institución u organización dedicada a servir al hombre e interesada en salvarlo en sus dimensiones fundamentales, debe dirigir una mirada penetrante a la reconciliación, para así profundizar su significado y alcance pleno, sacando las consecuencias necesarias en orden a la acción.
A esta mirada no podía renunciar la Iglesia de Jesucristo. Con dedicación de Madre e inteligencia de Maestra, ella se aplica solícita y atentamente, a recoger de la sociedad, junto con los signos de la división, también aquellos no menos elocuentes y significativos de la búsqueda de una reconciliación.
Ella, en efecto, sabe que le ha sido dada, de modo especial, la posibilidad y le ha sido asignada la misión de hacer conocer el verdadero sentido —profundamente religioso— y las dimensiones integrales de la reconciliación, contribuyendo así, aunque sólo fuera con esto, a aclarar los términos esenciales de la cuestión de la unidad y de la paz.
(…)
El término y el concepto mismo de penitencia son muy complejos. Si la relacionamos con metánoia, al que se refieren los sinópticos, entonces penitencia significa el cambio profundo de corazón bajo el influjo de la Palabra de Dios y en la perspectiva del Reino (Mt.4, 17; Mc.1, 15). Pero penitencia quiere también decir cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón, y en este sentido el hacer penitencia se completa con el de dar frutos dignos de penitencia (cf. Lc.3, 8); toda la existencia se hace penitencia orientándose a un continuo caminar hacia lo mejor. Sin embargo, hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de penitencia. En este sentido, penitencia significa, en el vocabulario cristiano teológico y espiritual, la ascesis, es decir, el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla (Cf. Mt 16, 24-26; Mc 8, 34-36; Lc 9, 23-25); para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo (cf. Ef 4,23); para superar en sí mismo lo que es carnal, a fin de que prevalezca lo que es espiritual (cf. 1Cor 3,1-20); para elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está Cristo.(14) La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano.
En cada uno de estos significados penitencia está estrechamente unida a reconciliación, puesto que reconciliarse con Dios, consigo mismo y con los demás presupone superar la ruptura radical que es el pecado, lo cual se realiza solamente a través de la transformación interior o conversión que fructifica en la vida mediante los actos de penitencia.
(…)
La mirada del Sínodo no ignora los actos de reconciliación (algunos de los cuales pasan casi inobservados a fuer de cotidianos) que en diversas medidas sirven para resolver tantas tensiones, superar tantos conflictos y vencer pequeñas y grandes divisiones reconstruyendo la unidad. Mas la preocupación principal del Sínodo era la de encontrar en lo profundo de estos actos aislados su raíz escondida, o sea, una reconciliación, por así decir fontal, que obra en el corazón y en la conciencia del hombre.
El carisma y, al mismo tiempo, la originalidad de la Iglesia en lo que a la reconciliación se refiere, en cualquier nivel haya de actuarse, residen en el hecho de que ella apela siempre a aquella reconciliación fontal. En efecto, en virtud de su misión esencial, la Iglesia siente el deber de llegar hasta las raíces de la laceración primigenia del pecado, para lograr su curación y restablecer, por así decirlo, una reconciliación también primigenia que sea principio eficaz de toda verdadera reconciliación. Esto es lo que la Iglesia ha tenido ante los ojos y ha propuesto mediante el Sínodo.
De esta reconciliación habla la Sagrada Escritura, invitándonos a hacer por ella toda clase de esfuerzos (2Cor 5, 20); pero al mismo tiempo nos dice que es ante todo un don misericordioso de Dios al hombre (Rom 5, 11; cf. Col 1, 20). La historia de la salvación —tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época— es la historia admirable de la reconciliación: aquella por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados.
La reconciliación se hace necesaria porque ha habido una ruptura —la del pecado— de la cual se han derivado todas las otras formas de rupturas en lo más íntimo del hombre y en su entorno.
Por tanto la reconciliación, para que sea plena, exige necesariamente la liberación del pecado, que ha de ser rechazado en sus raíces más profundas. Por lo cual una estrecha conexión interna viene a unir conversión y reconciliación; es imposible disociar las dos realidades o hablar de una silenciando la otra.
El Sínodo ha hablado, al mismo tiempo, de la reconciliación de toda la familia humana y de la conversión del corazón de cada persona, de su retorno a Dios, queriendo con ello reconocer y proclamar que la unión de los hombres no puede darse sin un cambio interno de cada uno. La conversión personal es la vía necesaria para la concordia entre las personas (17) Cuando la Iglesia proclama la Buena Nueva de la reconciliación, o propone llevarla a cabo a través de los Sacramentos, realiza una verdadera función profética, denunciando los males del hombre en la misma fuente contaminada, señalando la raíz de las divisiones e infundiendo la esperanza de poder superar las tensiones y los conflictos para llegar a la fraternidad, a la concordia y a la paz a todos los niveles y en todos los sectores de la sociedad humana. Ella cambia una condición histórica de odio y de violencia en una civilización del amor; está ofreciendo a todos el principio evangélico y sacramental de aquella reconciliación fontal, de la que brotan todos los demás gestos y actos de reconciliación, incluso a nivel social.
De tal reconciliación, fruto de la conversión, deseo tratar en esta Exhortación. (…)
En la primera parte me propongo tratar de la Iglesia en el cumplimiento de su misión reconciliadora, en la obra de conversión de los corazones en orden a un renovado abrazo entre el hombre y Dios, entre el hombre y su hermano, entre el hombre y todo lo creado. En la segunda parte se indicará la causa radical de toda laceración o división entre los hombres y, ante todo, con respecto a Dios: el pecado. Por último señalaré aquellos medios que permiten a la Iglesia promover y suscitar la reconciliación plena de los hombres con Dios y, por consiguiente, de los hombres entre sí.
(B. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Post-sinodal Reconciliatio et Paenitentia, 1984, nº 1-4)
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Comentario Teológico: San Juan Pablo Magno
La penitencia - metánoia
1. Hablar de RECONCILIACIÓN y PENITENCIA es, para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, una invitación a volver a encontrar —traducidas al propio lenguaje— las mismas palabras con las que Nuestro Salvador y Maestro Jesucristo quiso inaugurar su predicación: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc.1, 15) esto es, acoged la Buena Nueva del amor, de la adopción como hijos de Dios y, en consecuencia, de la fraternidad.
¿Por qué la Iglesia propone de nuevo este tema, y esta invitación?
El ansia por conocer y comprender mejor al hombre de hoy y al mundo contemporáneo, por descifrar su enigma y por desvelar su misterio; el deseo de poder discernir los fermentos de bien o de mal que se agitan ya desde hace bastante tiempo; todo esto, lleva a muchos a dirigir a este hombre y a este mundo una mirada interrogante. Es la mirada del historiador y del sociólogo, del filósofo y del teólogo, del psicólogo y del humanista, del poeta y del místico; es sobre todo la mirada preocupada —y a pesar de todo cargada de esperanza— del pastor.
Dicha mirada se refleja de una manera ejemplar en cada página de la importante Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo y, de modo particular, en su amplia y penetrante introducción. Se refleja igualmente en algunos Documentos emanados de la sabiduría y de la caridad pastoral de mis venerados Predecesores, cuyos luminosos pontificados estuvieron marcados por el acontecimiento histórico y profético de tal Concilio Ecuménico.
Al igual que las otras miradas, también la del pastor vislumbra, por desgracia, entre otras características del mundo y de la humanidad de nuestro tiempo, la existencia de numerosas, profundas y dolorosas divisiones.
Un mundo en pedazos
2. Estas divisiones se manifiestan en las relaciones entre las personas y los grupos, pero también a nivel de colectividades más amplias: Naciones contra Naciones y bloques de Países enfrentados en una afanosa búsqueda de hegemonía. En la raíz de las rupturas no es difícil individuar conflictos que en lugar de resolverse a través del diálogo, se agudizan en la confrontación y el contraste.
Indagando sobre los elementos generadores de división, observadores atentos detectan los más variados: desde la creciente desigualdad entre grupos, clases sociales y Países, a los antagonismos ideológicos todavía no apagados; desde la contraposición de intereses económicos, a las polarizaciones políticas; desde las divergencias tribales a las discriminaciones por motivos socio religiosos.
Por lo demás, algunas realidades que están ante los ojos de todos, vienen a ser como el rostro lamentable de la división de la que son fruto, a la vez que ponen de manifiesto su gravedad con irrefutable concreción. Entre tantos otros dolorosos fenómenos sociales de nuestro tiempo podemos traer a la memoria:
la conculcación de los derechos fundamentales de la persona humana; en primer lugar el derecho a la vida y a una calidad de vida digna; esto es tanto más escandaloso en cuanto coexiste con una retórica hasta ahora desconocida sobre los mismos derechos;
las asechanzas y presiones contra la libertad de los individuos y las colectividades, sin excluir la tantas veces ofendida y amenazada libertad de abrazar, profesar y practicar la propia fe;
las varias formas de discriminación: racial, cultural, religiosa, etc.; la violencia y el terrorismo;
el uso de la tortura y de formas injustas e ilegítimas de represión; — la acumulación de armas convencionales o atómicas; la carrera de armamentos, que implica gastos bélicos que podrían servir para aliviar la pobreza inmerecida de pueblos social y económicamente deprimidos;
la distribución inicua de las riquezas del mundo y de los bienes de la civilización que llega a su punto culminante en un tipo de organización social en la que la distancia en las condiciones humanas entre ricos y pobres aumenta cada vez más. La potencia arrolladora de esta división hace del mundo en que vivimos un mundo desgarrado hasta en sus mismos cimientos.
Por otra parte, puesto que la Iglesia —aun sin identificarse con el mundo ni ser del mundo— está inserta en el mundo y se encuentra en diálogo con él, no ha de causar extrañeza si se detectan en el mismo conjunto eclesial repercusiones y signos de esa división que afecta a la sociedad humana. Además de las escisiones ya existentes entre las Comunidades cristianas que la afligen desde hace siglos, en algunos lugares la Iglesia de nuestro tiempo experimenta en su propio seno divisiones entre sus mismos componentes, causadas por la diversidad de puntos de vista y de opciones en campo doctrinal y pastoral. También estas divisiones pueden a veces parecer incurables.
Sin embargo, por muy impresionantes que a primera vista puedan aparecer tales laceraciones, sólo observando en profundidad se logra individuar su raíz: ésta se halla en una herida en lo más íntimo del hombre. Nosotros, a la luz de la fe, la llamamos pecado; comenzando por el pecado original que cada uno lleva desde su nacimiento como una herencia recibida de sus progenitores, hasta el pecado que cada uno comete, abusando de su propia libertad.
Nostalgia de reconciliación
3. Sin embargo, la misma mirada inquisitiva, si es suficientemente aguda, capta en lo más vivo de la división un inconfundible deseo, por parte de los hombres de buena voluntad y de los verdaderos cristianos, de recomponer las fracturas, de cicatrizar las heridas, de instaurar a todos los niveles una unidad esencial. Tal deseo comporta en muchos una verdadera nostalgia de reconciliación, aun cuando no usen esta palabra.
Para algunos se trata casi de una utopía que podría convertirse en la palanca ideal para un verdadero cambio de la sociedad; para otros, por el contrario, es objeto de una ardua conquista y, por tanto, la meta a conseguir a través de un serio esfuerzo de reflexión y de acción. En cualquier caso, la aspiración a una reconciliación sincera y durable es, sin duda alguna, un móvil fundamental de nuestra sociedad como reflejo de una incoercible voluntad de paz; y —por paradójico que pueda parecer— lo es tan fuerte cuanto son peligrosos los factores mismos de división.
Mas la reconciliación no puede ser menos profunda de cuanto es la división. La nostalgia de la reconciliación y la reconciliación misma serán plenas y eficaces en la medida en que lleguen —para así sanarla— a aquella laceración primigenia que es la raíz de todas las otras, la cual consiste en el pecado.
La mirada del Sínodo
4. Por lo tanto, toda institución u organización dedicada a servir al hombre e interesada en salvarlo en sus dimensiones fundamentales, debe dirigir una mirada penetrante a la reconciliación, para así profundizar su significado y alcance pleno, sacando las consecuencias necesarias en orden a la acción.
A esta mirada no podía renunciar la Iglesia de Jesucristo. Con dedicación de Madre e inteligencia de Maestra, ella se aplica solícita y atentamente, a recoger de la sociedad, junto con los signos de la división, también aquellos no menos elocuentes y significativos de la búsqueda de una reconciliación.
Ella, en efecto, sabe que le ha sido dada, de modo especial, la posibilidad y le ha sido asignada la misión de hacer conocer el verdadero sentido —profundamente religioso— y las dimensiones integrales de la reconciliación, contribuyendo así, aunque sólo fuera con esto, a aclarar los términos esenciales de la cuestión de la unidad y de la paz.
(…)
El término y el concepto mismo de penitencia son muy complejos. Si la relacionamos con metánoia, al que se refieren los sinópticos, entonces penitencia significa el cambio profundo de corazón bajo el influjo de la Palabra de Dios y en la perspectiva del Reino (Mt.4, 17; Mc.1, 15). Pero penitencia quiere también decir cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón, y en este sentido el hacer penitencia se completa con el de dar frutos dignos de penitencia (cf. Lc.3, 8); toda la existencia se hace penitencia orientándose a un continuo caminar hacia lo mejor. Sin embargo, hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de penitencia. En este sentido, penitencia significa, en el vocabulario cristiano teológico y espiritual, la ascesis, es decir, el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla (Cf. Mt 16, 24-26; Mc 8, 34-36; Lc 9, 23-25); para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo (cf. Ef 4,23); para superar en sí mismo lo que es carnal, a fin de que prevalezca lo que es espiritual (cf. 1Cor 3,1-20); para elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está Cristo.(14) La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano.
En cada uno de estos significados penitencia está estrechamente unida a reconciliación, puesto que reconciliarse con Dios, consigo mismo y con los demás presupone superar la ruptura radical que es el pecado, lo cual se realiza solamente a través de la transformación interior o conversión que fructifica en la vida mediante los actos de penitencia.
(…)
La mirada del Sínodo no ignora los actos de reconciliación (algunos de los cuales pasan casi inobservados a fuer de cotidianos) que en diversas medidas sirven para resolver tantas tensiones, superar tantos conflictos y vencer pequeñas y grandes divisiones reconstruyendo la unidad. Mas la preocupación principal del Sínodo era la de encontrar en lo profundo de estos actos aislados su raíz escondida, o sea, una reconciliación, por así decir fontal, que obra en el corazón y en la conciencia del hombre.
El carisma y, al mismo tiempo, la originalidad de la Iglesia en lo que a la reconciliación se refiere, en cualquier nivel haya de actuarse, residen en el hecho de que ella apela siempre a aquella reconciliación fontal. En efecto, en virtud de su misión esencial, la Iglesia siente el deber de llegar hasta las raíces de la laceración primigenia del pecado, para lograr su curación y restablecer, por así decirlo, una reconciliación también primigenia que sea principio eficaz de toda verdadera reconciliación. Esto es lo que la Iglesia ha tenido ante los ojos y ha propuesto mediante el Sínodo.
De esta reconciliación habla la Sagrada Escritura, invitándonos a hacer por ella toda clase de esfuerzos (2Cor 5, 20); pero al mismo tiempo nos dice que es ante todo un don misericordioso de Dios al hombre (Rom 5, 11; cf. Col 1, 20). La historia de la salvación —tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época— es la historia admirable de la reconciliación: aquella por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados.
La reconciliación se hace necesaria porque ha habido una ruptura —la del pecado— de la cual se han derivado todas las otras formas de rupturas en lo más íntimo del hombre y en su entorno.
Por tanto la reconciliación, para que sea plena, exige necesariamente la liberación del pecado, que ha de ser rechazado en sus raíces más profundas. Por lo cual una estrecha conexión interna viene a unir conversión y reconciliación; es imposible disociar las dos realidades o hablar de una silenciando la otra.
El Sínodo ha hablado, al mismo tiempo, de la reconciliación de toda la familia humana y de la conversión del corazón de cada persona, de su retorno a Dios, queriendo con ello reconocer y proclamar que la unión de los hombres no puede darse sin un cambio interno de cada uno. La conversión personal es la vía necesaria para la concordia entre las personas (17) Cuando la Iglesia proclama la Buena Nueva de la reconciliación, o propone llevarla a cabo a través de los Sacramentos, realiza una verdadera función profética, denunciando los males del hombre en la misma fuente contaminada, señalando la raíz de las divisiones e infundiendo la esperanza de poder superar las tensiones y los conflictos para llegar a la fraternidad, a la concordia y a la paz a todos los niveles y en todos los sectores de la sociedad humana. Ella cambia una condición histórica de odio y de violencia en una civilización del amor; está ofreciendo a todos el principio evangélico y sacramental de aquella reconciliación fontal, de la que brotan todos los demás gestos y actos de reconciliación, incluso a nivel social.
De tal reconciliación, fruto de la conversión, deseo tratar en esta Exhortación. (…)
En la primera parte me propongo tratar de la Iglesia en el cumplimiento de su misión reconciliadora, en la obra de conversión de los corazones en orden a un renovado abrazo entre el hombre y Dios, entre el hombre y su hermano, entre el hombre y todo lo creado. En la segunda parte se indicará la causa radical de toda laceración o división entre los hombres y, ante todo, con respecto a Dios: el pecado. Por último señalaré aquellos medios que permiten a la Iglesia promover y suscitar la reconciliación plena de los hombres con Dios y, por consiguiente, de los hombres entre sí.
(B. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Post-sinodal Reconciliatio et Paenitentia, 1984, nº 1-4)
Magisterio: San Juan Pablo II: La vocación
El evangelio nos muestra que Jesús, desde el comienzo de su vida pública, llama a algunos hombres para que lo sigan. Esta llamada no se expresa necesariamente con palabras: puede realizarse simplemente mediante la fascinación que ejerce la personalidad de Jesús en las personas con quienes se encontraban, como en el caso de los dos primeros discípulos, según la narración del evangelio de Juan. Andrés y su compañero (que parece ser el mismo evangelista), que ya eran discípulos de Juan Bautista, se sienten fascinados y casi cautivados por aquel que se les presenta como «el cordero de Dios»; y enseguida lo siguen, sin que Jesús les haya dirigido ni siquiera una palabra. Cuando Jesús les pregunta: «¿Qué buscáis?», le responden con otra pregunta: «Maestro, ¿dónde vives?». Y entonces reciben la invitación que cambiará su vida: «Venid y lo veréis» (Jn 1, 38-39).
Pero, en general, la expresión más característica de la llamada es la palabra: «Sígueme» (Mt 8, 22; 9, 9; 19, 21; Mc 2, 14, 10, 21; Lc 9, 59; 18, 22; Jn 1, 43; 21, 19). Esa palabra manifiesta la iniciativa de Jesús. Con anterioridad, quienes deseaban seguir la enseñanza de un maestro, elegían a la persona de la que querían convertirse en discípulos. Por el contrario, Jesús, con esa palabra: «Sígueme», muestra que es él quien elige a los que quiere tener como compañeros y discípulos. En efecto, más tarde dirá a los Apóstoles: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16).
En esta iniciativa de Jesús aparece una voluntad soberana, pero también un amor intenso. El relato de la llamada dirigida al joven rico permite vislumbrar ese amor. Allí se lee que, cuando el joven afirma haber cumplido los mandamientos de la ley desde su juventud, Jesús, «fijando en él su mirada, le amó» (Mc 10, 21). Esa mirada penetrante, llena de amor, acompaña su invitación: «Anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme» (Mc 10, 21). Este amor divino y humano de Jesús, tan ardiente que en un testigo de la escena quedó muy grabado, es el mismo que se repite en toda llamada a la entrega total de sí en la vida consagrada. Como he escrito en la exhortación apostólica Redemptionis donum: «En él se refleja el eterno amor del Padre, que “tanto amó... al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 16)» (n. 3).
3. También según el testimonio del evangelio, la llamada a seguir a Jesús implica exigencias muy amplias: el relato de la invitación al joven rico destaca la renuncia a los bienes materiales; en otros casos se subraya de modo más explícito la renuncia a la familia (cf., por ejemplo, Lc 9, 59-60). Por lo general, seguir a Jesús significa renunciar a todo para unirse a él y acompañarlo por los caminos de su misión. Se trata de la renuncia que aceptaron los Apóstoles, como afirma Pedro: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19, 27). Precisamente al responder a Pedro Jesús indica la renuncia a los bienes humanos como elemento fundamental de su seguimiento (cf. Mt 19, 29). El Antiguo Testamento nos muestra que Dios pedía a su pueblo que lo siguiera mediante el cumplimiento de los mandamientos, pero sin formular exigencias tan radicales. Por el contrario, Jesús manifiesta su soberanía divina exigiendo una entrega absoluta a su persona, hasta el desapego total de los bienes y de los afectos terrenos.
4. Sin embargo, conviene notar que, aún formulando las nuevas exigencias que implicaba la llamada a seguirlo, Jesús deja a los llamados la libertad de elegirlas. No son mandamientos, sino invitaciones o consejos. El amor con que Jesús llama al joven rico, no quita a éste el poder de decidir libremente, como lo muestra el hecho de que no quiere seguirlo, por preferir los bienes que posee. El evangelista Marcos comenta que el joven «se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc 10, 22). Jesús no lo condena por eso. Pero, a su vez, observa con cierta aflicción que a los ricos les resulta difícil entrar en el reino de los cielos, y que sólo Dios puede llevar a cabo ciertos desapegos, ciertas liberaciones interiores, que permitan responder a su llamada (cf. Mc 10, 23-27).
5. Por otra parte, Jesús asegura que las renuncias que exige la llamada a seguirlo obtienen su recompensa, un «tesoro en los cielos», o sea, una abundancia de bienes espirituales. Promete incluso la vida eterna en el futuro, y el ciento por uno en esta vida (cf. Mt 19, 29). Ese ciento por uno se refiere a una calidad de vida superior, a una felicidad más alta. La experiencia nos enseña que la vida consagrada, según el designio de Jesús, es una vida profundamente feliz. Esa felicidad se mide en relación con la fidelidad al designio de Jesús, a pesar de que, según la alusión que hace Marcos en el mismo episodio a las persecuciones (cf. Mc 10, 10), el ciento por uno no elimina la necesidad de asociarse a la cruz de Cristo.
JUAN PABLO II, AUDIENCIA GENERAL,
Miércoles 12 de octubre de 1994
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Catecismo de la Iglesia Católica
La conversión de los bautizados
1427 Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.
1428 Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que "recibe en su propio seno a los pecadores" y que siendo "santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación" (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del "corazón contrito" (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (cf Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cf 1 Jn 4,10).
1429 De ello da testimonio la conversión de S. Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: "¡Arrepiéntete!" (Ap 2,5.16). S. Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, en la Iglesia, "existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia" (Ep. 41,12).
La penitencia interior
1430 Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores "el saco y la ceniza", los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia (cf Jl 2,12-13; Is 1,16-17; Mt 6,1-6. 16-18).
1431 La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron "animi cruciatus" (aflicción del espíritu), "compunctio cordis" (arrepentimiento del corazón) (cf Cc. de Trento: DS 1676-1678; 1705; Catech. R. 2, 5, 4).
1432 El corazón del hombre es rudo y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a él nuestros corazones: "Conviértenos, Señor, y nos convertiremos" (Lc 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf Jn 19,37; Za 12,10).
Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento (S. Clem. Rom. Cor 7,4).
1433 Después de Pascua, el Espíritu Santo "convence al mundo en lo referente al pecado" (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador (cf Jn 15,26) que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, DeV 27-48).
Diversas formas de penitencia en la vida cristiana
1434 La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna (cf. Tb 12,8; Mt 6,1-18), que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás. Junto a la purificación radical operada por el Bautismo o por el martirio, citan, como medio de obtener el perdón de los pecados, los esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo (cf St 5,20), la intercesión de los santos y la práctica de la caridad "que cubre multitud de pecados" (1 P 4,8).
1435 La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cf Lc 9,23).
1436 Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; "es el antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales" (Cc. de Trento: DS 1638).
1437 La lectura de la Sagrada Escritura, la oración de la Liturgia de las Horas y del Padre Nuestro, todo acto sincero de culto o de piedad reaviva en nosotros el espíritu de conversión y de penitencia y contribuye al perdón de nuestros pecados.
1438 Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia (cf SC 109-110; CIC can. 1249-1253; CCEO 880-883). Estos tiempos son particularmente apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras).
1439 El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada "del hijo pródigo", cuyo centro es "el Padre misericordioso" (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.
Los efectos de este sacramento de la Reconciliación
1468 "Toda la virtud de la penitencia reside en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con él con profunda amistad" (Catech. R. 2, 5, 18). El fin y el efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, "tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual" (Cc. de Trento: DS 1674). En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera "resurrección espiritual", una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios (Lc 15,32).
1469 Este sacramento reconcilia con la Iglesia al penitente. El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros (cf 1 Co 12,26). Restablecido o afirmado en la comunión de los santos, el pecador es fortalecido por el intercambio de los bienes espirituales entre todos los miembros vivos del Cuerpo de Cristo, estén todavía en situación de peregrinos o que se hallen ya en la patria celestial (cf LG 48-50):
Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia, se reconcilia con toda la creación (RP 31).
1470 En este sacramento, el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios, anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena. Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la elección entre la vida y la muerte, y sólo por el camino de la conversión podemos entrar en el Reino del que el pecado grave nos aparta (cf 1 Co 5,11; Ga 5,19-21; Ap 22,15). Convirtiéndose a Cristo por la penitencia y la fe, el pecador pasa de la muerte a la vida "y no incurre en juicio" (Jn 5,24)
La conversión y la sociedad
1886 La sociedad es indispensable para la realización de la vocación humana. Para alcanzar este objetivo es preciso que sea respetada la justa jerarquía de los valores que subordina las dimensiones "materiales e instintivas" del ser del hombre "a las interiores y espirituales" (CA 36):
“La sociedad humana...tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la expresión externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo” (PT 36).
1887 La inversión de los medios y de los fines (cf CA 41), que lleva a dar valor de fin último a lo que sólo es medio para alcanzarlo, o a considerar las personas como puros medios para un fin, engendra estructuras injustas que "hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana, conforme a los mandamientos del Legislador Divino" (Pío XII, discurso 1 Junio 1941).
1888 Es preciso entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio. La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquellas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él (cf LG 36).
1889 Sin la ayuda de la gracia, los hombres no sabrían "acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava" (CA 25). Es el camino de la caridad, es decir, del amor de Dios y del prójimo. La caridad representa el mayor mandamiento social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la justicia y es la única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo: "Quien intente guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará" (Lc 17,33)
(CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, nn. 1427-1439; 1468-1470; 1886-1889)
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Santos Padres: San Juan Crisóstomo, Homilía 14
“Mas como oyera Jesús que Juan había sido entregado, se retiró a Galilea…” (Mt 4, 12ss)
Por qué se retira Jesús al ser encarcelado Juan
1. Por qué se retira el Señor otra vez? Para enseñarnos a no arrojarnos nosotros temerariamente a las tentaciones, sino saber ceder y retirarnos. Porque no se nos puede culpar de que no nos precipitemos voluntariamente al peligro, sino de que, venidos a él, no nos mantengamos firmes valerosamente. Para darnos, pues, esta lección y juntamente para mitigar la envidia de los judíos, se retira el Señor a Cafarnaúm. Por otra parte, no sólo iba a cumplir la profecía de Isaías de que nos habla el evangelista, sino que tenía interés en pescar a los que habían de ser maestros de toda la tierra, pues en Cafarnaúm vivían de su profesión de pescadores. Mas considerad, os ruego, cómo en toda ocasión en que tiene el Señor que marchar a los gentiles, son los judíos quienes le dan motivo para ello. Aquí, en efecto, por haber tendido sus asechanzas contra el Precursor y haberlo metido en la cárcel, empujan al Señor a que pase a la Galilea de las naciones. Porque el profeta no habla aquí de una parte del pueblo judaico, ni alude, tampoco, a todas las tribus; mirad más bien cómo define y determina aquel lugar—la Galilea de las naciones—, diciendo así: Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, el camino del mar en la Transjordania, Galilea de las naciones: El pueblo sentado en las tinieblas vio una luz grande1. Tinieblas llama aquí el profeta no a las tinieblas sensibles, sino al error y la impiedad. De aquí que añade: A los sentados en la región y sombras de la muerte, una luz les ha salido. Porque os dierais cuenta de que ni la luz ni las tinieblas son aquí las tinieblas y luz sensible, hablando de la luz, no la llamó así simplemente, sino luz grande, la misma que en otra parte llama la Escritura luz verdadera2; y, explicando las tinieblas, les dio nombre de sombras de la muerte. Luego, para hacer ver que no fueron ellos quienes, por haberle buscado, encontraron a Dios, sino éste quien del cielo se les apareció: Una luz—dice—salió para ellos, es decir, la luz misma salió y brilló
para ellos, no que ellos corrieran primero hacia la luz. A la verdad, antes de la venida de Cristo, la situación del género humano era extrema. Porque no solamente caminaban los hombres entre tinieblas, sino que estaban sentados en ellas, que es señal de no tener ni esperanza de salir de ellas. Como si no supieran por dónde tenían que andar, envueltos por las tinieblas, se habían sentado en ellas, pues ya no tenían fuerza ni para mantenerse en pie.
Empieza la predicación de Jesús
“Desde aquel momento empezó Jesús a predicar y decir: Arrepentíos, porque está cerca el reino de los cielos”.
—Desde aquel momento... ¿Cuándo? —Desde que Juan fue encarcelado. ¿Y por qué no predicó Jesús desde el principio? ¿Qué necesidad tenía en absoluto de Juan, cuando sus propias obras daban de Él tan alto testimonio? —Para que también por esta circunstancia os deis cuenta de la dignidad del Señor, pues también Él, como el Padre, tiene sus profetas. Es lo que había dicho Zacarías: Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo3. Por otra parte, no quería dejar pretexto alguno a los desvergonzados judíos. Razón que puso Él mismo cuando dijo: Vino Juan, que no comía ni bebía, y dijeron: Está endemoniado. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: He ahí a un hombre comilón y bebedor y amigo de publicanos y pecadores. Y fue justificada la sabiduría por sus propios hijos4. Por otra parte, era necesario que fuera otro y no Él mismo quien hablara primero de sí mismo. Aun después de tantos y tan altos testimonios y demostraciones, le solían objetar: Tú das testimonio sobre ti mismo. Tu testimonio no es verdadero5. ¿Qué no hubieran dicho si Juan, presentándose entre ellos, no hubiera primero atestiguado al Señor? La razón, en fin, por que Jesús no predicó ni hizo milagros antes de que Juan fuera metido en la cárcel, fue para no dar de ese modo lugar a una escisión entre la muchedumbre. Por la misma razón tampoco Juan obró milagro alguno, pues así quería entregarle a Él la muchedumbre. Sus milagros la arrastrarían hacia Él. En fin, si aun con tantas precauciones antes y después del encarcelamiento, todavía sentían celos de Jesús los discípulos de Juan y las turbas sospechaban que Juan y no Jesús era el Mesías, ¿qué hubiera sucedido sin todo eso? Por todas estas razones indica Mateo que desde entonces empezó Jesús a predicar. Es más, al principio Jesús repite la misma predicación de Juan. Y todavía no habla de sí mismo, sino que se contenta con predicar lo que aquél había ya predicado. Realmente, bastante era que por entonces aceptaran aquella predicación, puesto que
todavía no tenían sobre el Señor la opinión debida.
Los primeros discípulos de Jesús
2. Por la misma razón, en sus comienzos, el Señor no pronuncia palabra dura ni molesta, como cuando Juan habla del hacha y del árbol cortado. Jesús no se acuerda ya ni del bieldo, ni de la era, ni del fuego inextinguible. Sus preludios son todos de bondad, y el primer mensaje que dirige a sus oyentes versa sobre los cielos y el reino de los cielos. Y, caminando orillas del mar de Galilea, vio a dos hermanos: Simón—que se llama Pedro—y Andrés, su hermano, que estaban echando sus redes al mar, pues eran pescadores. Y les dijo: Venid en pos de mí y yo os haré pescadores de hombres. Y ellos, dejando sus redes, le siguieron. Realmente, Juan cuenta de otro modo la vocación de estos discípulos. Lo cual prueba que se trata aquí de un segundo llamamiento, lo que puede comprobarse por muchas circunstancias. Juan, en efecto, dice que se acercaron a Jesús antes de que el Precursor fuera encarcelado; aquí, empero, se nos cuenta que su llamamiento tuvo lugar después de encarcelado aquél. Allí Andrés llama a Pedro; aquí los llama Jesús a los dos. Juan cuenta que, viendo Jesús venir a Pedro, le dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás. Tú te llamarás Cefás, que se interpreta Pedro6, es decir, "roca". Mateo, empero, dice que Simón llevaba ya ese nombre: Porque, viendo —dice—a Simón, el que se llama Pedro. Que se trate aquí de segundo llamamiento, puede también verse por el lugar de donde son llamados y, entre otras muchas circunstancias, por la facilidad con que obedecen al Señor y todo lo abandonan para seguirle. Es que estaban ya de antemano bien instruidos. En Juan se ve que Andrés entra con Jesús en una casa y allí le escucha largamente; aquí, apenas oyeron la primera palabra, le siguieron inmediatamente. Y es que, probablemente, le habían seguido al principio y luego le dejaron; y, entrando Juan en la cárcel, también ellos se retirarían y volverían a su ordinaria ocupación de la pesca. Por lo menos así se explica bien que el Señor los encuentre ahora pescando: É1 por su parte, ni
cuando quisieron al principio marcharse se lo prohibió, ni, ya que se hubieron marchado, los abandonó definitivamente, No, cedió cuando se fueron; pero vuelve otra vez a recuperarlos. Lo cual es el mejor modo de pescar.
La fe y la obediencia con que los discípulos siguen al Señor
Mas considerad la fe y obediencia de estos discípulos. Hallándose en medio de su trabajo—y bien sabéis cuán gustosa es la pesca—, apenas oyen su mandato, no vacilan ni aplazan un momento su seguimiento. No le dijeron: Vamos a volver a casa y decir adiós a los parientes. No, lo dejan todo y se ponen en su seguimiento, como hizo Eliseo con Elías. Ésa es la obediencia que Cristo nos pide: ni un momento de dilación, por muy necesario que sea lo que pudiera retardar nuestro seguimiento. Al otro que se le acercó y le pidió permiso para ir a enterrar a su padre, no se lo consintió. Con lo que nos da a entender que su seguimiento ha de ponerse por encima de todo lo demás. Y no me digáis que fue muy grande la promesa que se les hacía, pues por eso los admiro yo particularmente. No habían visto milagro alguno del Señor, y, sin embargo, creyeron en la gran promesa que les hacía y todo lo pospusieron a su seguimiento. Ellos creyeron, en efecto, que por las mismas palabras con que ellos habían sido pescados lograrían también ellos pescar a otros. A Andrés y Pedro eso les prometió el Señor, mas en el llamamiento de Santiago y Juan no se nos habla de promesa alguna. Seguramente la obediencia de los que les precedían les había ya preparado el camino. Por otra parte, también ellos habían antes oído hablar mucho de Jesús. Pero mirad por otra parte cuán puntualmente nos da a entender el evangelista la pobreza de estos últimos discípulos. Los halló, efectivamente, el Señor cosiendo sus redes. Tan extrema era su pobreza, que tenían que reparar sus redes rotas por no poder comprar otras nuevas. Y no es pequeña la prueba de su virtud que ya en eso nos presenta el evangelio: soportan generosamente la pobreza, se ganan la vida con justos trabajos, están entre sí unidos por la fuerza de la caridad y tienen consigo y cuidan a su padre.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Obras de San Juan Crisóstomo, Homilía 14, 1-2, BAC Madrid 1955 (I), pp. 255-260)
1 Is 4, 1-2
2 Jn 1, 9
3 Lc 1, 76
4 Mt 11, 18-19
5 Jn 8, 13
6 Jn 1, 37 ss.
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Aplicación: R.P. Gustavo Pascual, I.V.E. “La conversión”
“El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva”.
La conversión, cambio de mente, designa renuncia al pecado, una penitencia. Este pesar que mira al pasado, va acompañado normalmente de una conversión por la que el hombre se vuelve hacia Dios e inicia una nueva vida. Penitencia y conversión son la condición necesaria para recibir la salvación que trae el Reino de Dios1.
Si bien en nosotros ha habido una conversión cuando nos dimos cuenta de la necesidad de abrazar la religión, siempre es necesaria la conversión a Dios para mejorar en lo mal hecho y acercarnos más a Jesús.
Hay que tender a la segunda conversión que implica entregarnos totalmente a la religión.
Jesús es modelo de hombre religioso y estamos llamados a imitarlo. Jesús es el hombre totalmente entregado a las cosas de Dios, a la religión. Los santos lo han imitado. Cuando uno conoce a Jesús, la misericordia del Padre hecha carne, vive en permanente conversión2.
Todo tiempo es propicio para la conversión. Es necesario entrar en sí mismo y ver qué hay que cambiar, ver cómo es mi relación con Jesús. Si soy perfecto no necesito conversión, pero no soy perfecto, entonces, qué tengo que cambiar.
“En la oración se verifica la conversión del alma hacia Dios y la purificación del ojo interior”3. Como la conversión del hijo pródigo que se inicia cuando el joven reflexionó4.
La conversión implica muerte a nosotros mismos, a nuestro modo de pensar para dejar lugar al querer de Dios. Por eso la primera señal de la conversión es humillarse, es decir, colocar antes que nosotros mismos, la soberanía de Dios5.
Muchas veces se pide que las homilías sean algo concreto y está bien pero no se debe caer tampoco en venir a buscar una receta al problema particular. En el caso presente el Evangelio nos manda la conversión. En qué… cada uno tiene que volverse en sí, reflexionar, enfrentarse a la realidad de su alma frágil y pecadora ver concretamente que hay que cambiar en vistas al encuentro con Jesús.
El Señor enseña a los que escuchan su palabra lo siguiente: Él ha venido para usar misericordia con todos y a llamar a la conversión a todos. Sólo no reciben la salud los que no necesitan de salud, los sanos. En los sanos el Médico no actúa. Pero ¿quién no necesita conversión? ¿Quién es justo de tal manera que no necesite al Justo?
Para que Jesús nos llame a la conversión es necesario que nos reconozcamos pecadores, por los pecados actuales y los pasados. Siempre es necesaria la conversión. La conversión es algo que nunca acaba: “cada día estoy a la muerte” decía San Pablo6 y para que nos visite Jesús tenemos que reconocer que estamos enfermos. Nuestra vida debe ser un morir cada día al hombre viejo y un nacer al hombre nuevo.
Dice el salmista: “Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí”7. Reconocer siempre presente nuestro pecado, la conversión permanente, es el espíritu de compunción.
La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron “animi cruciatus” (aflicción del espíritu), “compunctio cordis” (arrepentimiento del corazón)8.
Compunción es lo mismo que arrepentimiento, contrición, penitencia. Sin embargo, el espíritu de compunción, no es un acto pasajero de arrepentimiento, sino una disposición del alma, mediante la que el hombre se mantiene habitualmente en estado de contrición. Se trata de un hábito. Odio habitual, renuncia habitual al pecado, “así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús”9. El espíritu de compunción es un acto de arrepentimiento continuado. Un sentimiento de contrición que domina constantemente el alma. Nos hace vivir habitualmente muertos al pecado.
De la compunción se siguen otros frutos: da una sana tristeza que no entorpece el espíritu, antes lo vuelve más activo, pronto y diligente para las cosas de Dios; una sana tristeza que no deprime el corazón, sino que lo levanta por la oración y confianza y estimula en el fervor; que en sus mayores amarguras produce siempre la dulzura de un consuelo incomparable10.
¿Cómo adquirir la compunción? Por la oración, pidiendo lágrimas por nuestros pecados, como el salmista “estoy extenuado de gemir, baño mi lecho cada noche, inundo de lágrimas mi cama”11, “son mis lágrimas mi pan, de día y de noche”12 y como lo recomiendan los santos13 y además meditar frecuentemente la Pasión del Señor, donde se aviva nuestro dolor por tantos sufrimientos que paso el Señor por mis pecados.
La compunción de espíritu atrae permanentemente a Jesús el médico divino que ha venido por los que se reconocen enfermos. Muertos al pecados pero vivos para Dios en Cristo. Vivir para Dios en Cristo Jesús, es el ideal que debe movemos a purificarnos por la penitencia, que debe llevarnos a la conversión.
Si no hay compunción desaparece la religión, porque es la conciencia de pecado lo que nos hace volvernos a Dios, único capaz de perdonar nuestros pecados. El hombre moderno y también, lamentablemente, muchos católicos no necesitan de religión porque han perdido la conciencia de pecado y por eso ya no valoran los sacramentos, en especial, el de la penitencia.
El espíritu de compunción produce en nosotros una humillación permanente y una verdadera opresión por nuestros pecados, pero al mismo tiempo se resuelve en un permanente acto de religión, porque acudimos a Dios que puede librarnos por su misericordia de ese estado de angustia.
Si bien la compunción comienza con un acto de autoconciencia, termina en un retorno a Dios, a un olvido de sí mismo y al encuentro con la Divina Misericordia.
La oración, la reflexión, nos ayudan a la conversión14. En la oración conocemos a Dios y nos conocemos a nosotros mismos.
El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una corriente e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo “ven” así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él. Viven, pues, in status conversiones; es este estado el que traza la componente más profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra in statu viatoris15.
La primera conversión es fruto, a mi modo de ver de un alma joven, sea la edad que se tenga; las conversiones sucesivas se darán si el alma permanece joven16. Es decir para darse totalmente a Dios nuestra conversión deber ser diaria, repetida, constante, mantenida17.
Pero en general, en la vida podríamos hablar de dos verdaderas conversiones: la primera en la que el fiel toma conciencia de su religión personal y la segunda en la cual se entrega a ella por entero. Entre ambas hay infinidad de pequeñas conversiones18.
La conversión implica un desapego de las criaturas y de nosotros mismos o también podríamos decir que es un interiorizarse.
La corriente contrita del mundo contemporáneo, profetizado por Baudelaire y Kierkegaard rehúsa la consideración histórico-mundial; rechaza la adoración del progreso técnico, deja la política a los charlatanes y la propaganda a los venales y desciende al interior del hombre; de donde ha de venir el remedio, si hay remedio19.
1 Jsalén a Mt 3, 2
2 Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Dives in misericordia nº 13, Paulinas Buenos Aires 1980, 54-7
3 S. Tomás, Catena…, San Agustín a Mt 6, 7-8
4 Cf. Lc 15, 17
5 Cf. Lagrange, Vida de Jesucristo…, 63
6 1 Co 15, 31
7 Sal 50, 6
8 Cat. Igl. Cat. Nº 1431…, 330
9 Rm 6, 10-11
10 Cf. San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, XI, 15, http://www.inmaculada.com.es/4.TRATADO.pdf
11 Sal 6, 7
12 Sal 41, 4
13 Cf. E.E. nº 55. 203
14 Cf. Lc 15, 17
15 Cf. Juan Pablo II, Dives in misericordia nº 13…, 57
16 S. José María Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa nº 57
17 Cf. Juan Pablo II, Hom. 13/1/1980 en la Santa Misa al Colegio Pontificio Irlandés.
18 Cf. Castellani, La catarsis católica en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, Epheta Buenos Aires 1991, 27
19 Castellani, Psicología Humana…, 350-1
VOCACIÓN DE LOS CUATRO PRIMEROS APÓSTOLES
En medio del estupor de aquellos hombres rudos, de rodillas aún el dueño de la barca en que está Jesús, manifiesta el Maestro la finalidad pedagógica del milagro. Y dirigiéndose a Pedro, para significarle la grandeza de su oficio futuro, le señala las funciones del apostolado que deberá ejercer: Dijo entonces Jesús a Simón: ¡No temas!, por tus pecados e indignidad y por mi poder: Desde ahora serás pescador de hombres. El que obedeciendo a Jesús cogía peces para la muerte, enviado por Jesús cogerá hombres para la vida eterna; es halagüeño el trueque que la divina munificencia de Jesús ofrece a Pedro por su generosidad, fe y obediencia. Los corazones de aquellos hombres están ya por milagro preparados para la vocación; al llamarles Jesús, arrastran las barcas a tierra, como para significar que cesan en su antiguo oficio para dedicarse a la nueva profesión de su apostolado: Y habiendo llevado las barcas a tierra... Y ya en tierra firme, Jesús les dijo, haciéndoles el llamamiento definitivo: Venid en pos de mí, y yo, que soy todopoderoso, que tengo en mis manos las llaves del pensamiento y del corazón del hombre, haré que vosotros seáis pescadores de hombres.
La vocación de Jesús halla bien dispuesta el alma de Simón y de Andrés: Jesús, con su gracia, da eficacia al llamamiento; su voz es oída sin demora ni réplica: Y al punto, produciendo en sus almas un total desapego a todo, allegados, relaciones, posesiones, dejándolo todo, y sintiendo una atracción invencible a Jesús, le siguieron, sin cuidar adónde iban.
A poca distancia de allí vio Jesús una barca, y dentro de ella, remendando las redes para disponerse a nueva pesca, estaban los dos hijos del Zebedeo con su padre y la gente de su equipo. Y pasando un poco más adelante, vio a Santiago, el del Zebedeo, y a Juan, su hermano, que estaban también en una barca con los jornaleros, componiendo las redes. También a éstos hizo merced de su vocación: Y luego los llamó. El efecto de la voz de Jesús fue análogo al del llamamiento de Simón y Andrés: Y ellos, al punto, dejando a su padre el Zebedeo en la nave con los jornaleros, le siguieron.
Lecciones morales.
Mc. v. 1. —Las gentes se agolpaban en torno de Jesús. —En la instrucción que tuvo Jesús al pueblo desde la barca de Pedro, debemos aprender de las multitudes la avidez de oír la divina palabra. No tienen bastante con la doctrina que les da en las sinagogas, en las villas y ciudades, sino que le buscan hasta en el mar para que les adoctrine. Es ello un reproche a tantos cristianos para quienes es desabrida la palabra de Jesús contenida en los divinos Libros, en la predicación, en la Liturgia. Y de la parte de Jesús, deben aprender los que se dedican al apostolado, sacerdotes y seglares, a no desperdiciar ocasión de sembrar la buena semilla de la divina doctrina. Jesús, dice el Crisóstomo, desde el mar pesca hombres en tierra, para significar que en las más inverosímiles situaciones podemos sacar fruto copioso de nuestro prudente apostolado.
Mc. v. 17. — Venid en pos de mí... — Escoge Jesús a sus apóstoles en los mismos comienzos de su predicación para que sean testigos de todas sus enseñanzas y hechos; así se formará en ellos aquella convicción que les hacía decir: «No podemos dejar de hablar de aquello que vimos y oímos» (Act. 4, 20), y que es el comienzo de nuestra tradición gloriosa en orden a la predicación. Y aquello que los apóstoles vieron y oyeron se ha transmitido con tanta fidelidad y de manera tan cierta e inviolable a sus sucesores, que todos los encargados del magisterio en la Iglesia pueden repetir las mismas palabras: No podemos dejar de hablar de aquello que vimos y oímos. Ello reclama por nuestra parte absoluta adhesión a sus enseñanzas.
Mc. v. 19. — Vio a Santiago y a Juan, su hermano... — Dios, dice el Crisóstomo, ha querido fundar la religión mosaica y la cristiana sobre la caridad de fraternidad: para aquélla eligió dos hermanos, Moisés y Aarón; para ésta, dos parejas de hermanos, Simón y Andrés, Santiago y Juan; a fin de que de las raíces de la caridad suba el humor a todo el ramaje, y para significar que es mucho más perfecta, especialmente en orden a la caridad, la ley nueva que la vieja. Es ello símbolo de la perfectísima unión en caridad que debe distinguir, no sólo a los misioneros y apóstoles, sino a todos los cristianos.
Mc. v. 20. — Y luego los llamó. — Admiremos la maravillosa transformación que produce el llamamiento de Cristo en los hombres. De simples pescadores hace Jesús, con una palabra, maestros de su doctrina, fundamentos de su Iglesia, pescadores de hombres, oficio el más glorioso, aun en el orden humano, porque no hay conquista más estupenda que la del pensamiento y voluntad de los otros hombres. De esta transformación participamos todos: «Somos transformados» (2 Cor. 3, 18), dice el Apóstol, cada cual según la gracia de Dios que le llama y modifica y según la cooperación a la misma. Unos son doctores, otros apóstoles, otros simples fieles, según la gracia multiforme de Dios. Pero la vocación al reino de Dios, cualquiera que sea el lugar a que se nos llame, nos hace siempre grandes. Lo que interesa es una obediencia pronta y total a Dios que nos llama, como la de los apóstoles en este pasaje.
Mc. v. 20. —Y ellos, dejando a su padre... —Los apóstoles lo dejaron todo para seguir a Jesús. Así debemos hacerlo, a lo menos con el afecto: Bienaventurados los pobres de espíritu. Nadie puede ir rápidamente al cielo estando pegado a los bienes de la tierra.
(Cardenal Gomá, El Evangelio Explicado, Ed. Acervo, Tomo II, Barcelona 1967; p.437-440)
Aplicación: Juan B. Lehman - VOCACION
"Vocación" significa llamamiento. "Vocación" es por lo tanto, una orden superior que el hombre recibe, con obligación de cumplirla fielmente.
Vocación común de todos los cristianos.
Todos los cristianos tenemos una vocación que Dios nos dio, sin ningún merecimiento propio, pues todos nacemos a plena luz del Evangelio, somos regenerados por la gracia y merecemos ser llamados "linaje escogido, una clase de sacerdotes reyes, gente santa, pueblo de conquista, para publicar las grandezas de aquel que de las tinieblas nos sacó a su luz admirable". (1 Pedro, 11, 9).
Dios llama a todos los pecadores para que abandonando el pecado se unan a la grey del Buen Pastor. "El auxilio de Dios mueve y excita la mente para que abandone el pecado". (Santo Tomás). Dios llama a todos los fieles para que abandonen el estado de tibieza. Quiere que den buen ejemplo, que practiquen el bien, y lleven con paciencia la cruz. Dios llama a todos los elegidos a la santidad, por la imitación de Jesucristo. Esta es la vocación común.
Obligación de seguirla.
El cristiano está obligado a corresponder a la vocación que Dios le da. Todos deben atender a la voz de Dios, cuando los llama, ya se trate de una vocación común o de una vocación especial. Cada cual debe estar en el lugar donde Dios le destina. "Si oyereis hoy la voz de Dios guardaos de endurecer vuestros corazones", (Salmo 94, 8).
Pronto y ciegamente.
Hoy y no mañana, porque a Dios se le ha de obedecer al instante. Hoy y no mañana, porque pudiera ser que mañana no llame más. Debemos obedecer a Dios incondicionalmente, aunque nos dicte una orden como la que recibió Abrahán, a quien Dios mandó: "Sal de tu tierra, deja tus padres, abandona la casa paterna y ve en busca de la tierra que yo te mostraré". (Gen., 12, 1) . Dios es Nuestro Señor a quien compete mandar, y nosotros debemos obedecer las órdenes que nos diere. No a nosotros sino a Él toca decir y definir lo que es más conveniente para su gloria, y para el bien de nuestra alma y de la del prójimo. A todos nosotros y a cada uno en particular se debe aplicar la frase que Jesucristo dirigió a sus Apóstoles: "No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo soy el que os elegí a vosotros, y destiné para que vayáis y produzcáis fruto". (Juan, XV, 16). No sólo pará nuestra glorificación final en el cielo, sino para cada merecimiento particular en orden a la vida eterna, todo depende de nuestra correspondencia á la voluntad de Dios. A la vocación se sigue la justificación, y a la justificación la glorificación, como lo afirma San Pablo: "A aquellos que ha predestinado, también los ha llamado; a quienes ha llamado, también los ha justificado; y a los que ha justificado, también los ha glorificado". (Rom. 8, 30). Todo aquel que no observa este orden, y con el orden de la salvación, trabaja para sí, mas no para Dios. Caminará quizás a largos pasos, pero fuera del camino trazado por Dios.
(P. Juan B. Lehmann, Salió el Sembrador..., Tomo I, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1946)
Aplicación: ¡Convertíos y creed en el Evangelio!
Después de que Juan fue arrestado, Jesús se acercó a Galilea predicando el Evangelio de Dios y decía: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva». Debemos eliminar inmediatamente los prejuicios. Primero: la conversión no se refiere sólo a los no creyentes, o a aquellos que se declaran «laicos»; todos indistintamente tenemos necesidad de convertirnos; segundo: la conversión, entendida en sentido genuinamente evangélico, no es sinónimo de renuncia, esfuerzo y tristeza, sino de libertad y de alegría; no es un estado regresivo, sino progresivo.
Antes de Jesús, convertirse significaba siempre un «volver atrás» (el término hebreo, shub, significa invertir el rumbo, regresar sobre los propios pasos). Indicaba el acto de quien, en cierto punto de la vida, se percata de estar «fuera del camino»; entonces se detiene, hace un replanteamiento; decide cambiar de actitud y regresar a la observancia de la ley y volver a entrara en la alianza con Dios. Hace un verdadero cambio de sentido, un «giro en U». La conversión, en este caso, tiene un significado moral; consiste en cambiar las costumbres, en reformar la propia vida.
En labios de Jesús este significado cambia. Convertirse ya no quiere decir volver atrás, a la antigua alianza y a la observancia de la ley, sino que significa más bien dar un salto adelante y entrar en el Reino, aferrar la salvación que ha venido a los hombres gratuitamente, por libre y soberana iniciativa de Dios.
Conversión y salvación se han intercambiado de lugar. Ya no está, como lo primero, la conversión por parte del hombre y por lo tanto la salvación como recompensa de parte de Dios; sino que está primero la salvación, como ofrecimiento generoso y gratuito de Dios, y después la conversión como respuesta del hombre. En esto consiste el «alegre anuncio», el carácter gozoso de la conversión evangélica. Dios no espera que el hombre dé el primer paso, que cambie de vida, que haga obras buenas, casi que la salvación sea la recompensa debida a sus esfuerzos. No; antes está la gracia, la iniciativa de Dios. En esto, el cristianismo se distingue de cualquier otra religión: no empieza predicando el deber, sino el don; no comienza con la ley, sino con la gracia.
«Convertíos y creed»: esta frase no significa por lo tanto dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma acción fundamental: ¡Convertíos, esto es, creed! ¡Convertíos creyendo! La fe es la puerta por la que se entra en el Reino. Si se hubiera dicho: la puerta es la inocencia, la puerta es la observancia exacta de todos los mandamientos, la puerta es la paciencia, la pureza, uno podría decir: no es para mí; yo no soy inocente, carezco de tal o cual virtud. Pero se te dice: la puerta es la fe. A nadie le es imposible creer, porque Dios nos ha creado libres e inteligentes precisamente para hacernos posible el acto de fe en Él.
La fe tiene distintas caras: está la fe-asentimiento del intelecto, la fe-confianza. En nuestro caso se trata de una fe-apropiación. O sea, de un acto por el que uno se apropia, casi por prepotencia, de algo. San Bernardo hasta utiliza el verbo usurpar: «¡Yo, lo que no puedo obtener por mí mismo lo usurpo del costado de Cristo!».
«Convertirse y creer» significa hacer propiamente un tipo de acción repentina e ingeniosa. Con ella, antes aún de habernos fatigado y adquirido méritos, conseguimos la salvación, nos apropiamos incluso de un «reino». Y es Dios mismo quien nos invita a hacerlo; le encanta ver este ingenio, y es el primero en sorprenderse de que «tan pocos lo realicen».
«¡Convertíos!» no es, como se ve, una amenaza, una cosa que ponga triste y obligue a caminar con la cabeza agachada y por ello a tardar lo más posible. Al contrario, es una oferta increíble, una invitación a la libertad y a la alegría. Es la «buena noticia» de Jesús a los hombres de todos los tiempos.
Giovanni Papini
LOS CUATRO PRIMEROS
Entre los pescadores de Cafarnaúm encontró Jesús los primeros discípulos. Casi todos los días estaba en la orilla del Lago; a veces las barcas se internaban aguas adentro; otras veces veíalas llegar con la vela hinchada por la brisa y de las barcas bajaban los hombres, descalzos, caminando con el agua hasta media pierna, llevando entre dos los canastos llenos de la húmeda plata de los pescados muertos, mezclados en montón, buenos y de desecho, y las grandes y viejas redes goteando.
A veces partían, entrada ya la noche, cuando alumbraba la luna, y regresaban por la mañana temprano cuando hacía poco se había ocultado aquella y el sol no había despuntado aún. Pero no siempre la pesca era provechosa. Cuando volvían con las manos vacías, deshechos y enojados, Jesús los saludaba con palabras que hacían bien a esos corazones y ellos, los desilusionados, aunque no habían dormido, lo escuchaban complacidos.
Una mañana dos barcas regresaban a Cafarnaúm, mientras Jesús, en la orilla, hablaba a la gente que se había detenido y le formaba corro. Los pescadores, desembarcados, empezaron a repasar sus redes. Entonces Jesús, subiendo a una de las barcas, pidió la apartasen un poco de tierra para no sentirse oprimido por la muchedumbre. Y de pie, junto al timón, enseñaba a los que habían quedado en tierra. Y, una vez que hubo hablado, díjole a Simón:
—"Rema adentro y echad las redes" (89).
Respondióle Simón, hijo de Jonás, patrón de la barca:
—"Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, y no hemos cogido nada, ni un pescadito siquiera. Sin embargo por obedecerte, soltaré la red" (90).
Apenas se hubieron alejado un poco de la costa, Simón y su hermano Andrés lanzaron al agua una red grande. Y cuando la recogieron estaba tan llena de peces que casi se rompían las mallas. Entonces los dos hermanos llamaron a los compañeros de la otra barca para que los acudieran y, lanzadas nuevamente las redes, las recogieron repletas. Simón, de temperamento impetuoso, se arrojó a los pies del huésped, gritando:
—"Señor, apártate de mí que soy un pecador" (91) y no soy digno de tener un santo a bordo de mi barca.
Pero Jesús, sonriendo, le dijo:
—Ven conmigo, cree en mi palabra y "te haré pescador de hombres" (92).
Vueltos a la costa, sacaron a tierra las barcas y abandonadas éstas y las redes, los dos hermanos lo siguieron. Y pocos días después, Jesús vio a los otros dos hermanos, Santiago y Juan, hijos del Zebedeo, los que antes eran socios de Simón y de Andrés, y los llamó, mientras se entretenían en componer sus redes rotas. Y ellos también, despidiéndose del padre que estaba a bordo con los mozos, y dejadas a medio componer las redes, lo siguieron.
Jesús ya no estaba solo. Cuatro hombres, dos pares de hermanos que se hermanaban más profundamente en la fe común estaban prontos a acompañarlo a cualquiera parte donde le pluguiera ir, a repetir sus palabras, a obedecerlo como a padre y mejor aun que si hubiera sido padre. Cuatro pobres pescadores, cuatro hombres sencillos del lago, hombres que no sabían leer y a duras penas sabían hablar, cuatro hombres humildes, que nadie hubiera distinguido entre otros, eran llamados por Jesús para que fundaran con él un Reino que debía ocupar toda la tierra. Por él habían abandonado las fieles barcas que tantas veces habían lanzado al agua y tantas habían amarrado al desembarcadero y los viejos trasmallos y las nasas que hablan sacado del agua millares de peces y al padre y a la familia y la casa; todo lo habían dejado por seguir a este hombre que no prometía dinero ni tierras y hablaba solamente de amor, de pobreza y de perfección.
A pesar de que su espíritu quedará siempre tosco y en un plano inferior, comparado con el del Maestro, y más de una vez dudarán y vacilarán y no entenderán sus verdades y sus parábolas y, por último, lo abandonarán, todo les será perdonado por la prontitud cándida y decidida con que lo siguieron al primer llamado.
¿Quién de nosotros, quién de cuantos estamos vivos, sería capaz, hoy, de imitar a los cuatro pobres de Cafarnaúm? Si viniese un Profeta y dijese a un Comerciante: deja el mostrador y la caja; y al Profesor: baja de la cátedra y arroja lejos de ti los libros; y al Ministro: abandona tu cartera y tus mentiras, redes para los hombres; y al Obrero: vuelve a su lugar tus herramientas que te daré otro trabajo; y al Agricultor: interrumpe el surco que estás abriendo y deja la pala entre los arbustos, que yo te prometo una mies más maravillosa; y al Maquinista: para tu máquina y ven conmigo, pues el espíritu es más elevado que el metal; y al Rico: da todo lo que tienes pues conmigo adquirirás un tesoro incalculable—si un Profeta hablara así a nosotros hombres presentes, ¿cuántos lo seguirían con la sencilla espontaneidad de aquellos antiguos pescadores? Pero Jesús no se ha dirigido a los mercaderes que comercian en las plazas y en las tiendas ni a los observantes que mascullan hasta los más mínimos preceptos de la Ley y saben citar de memoria los versículos de los Libros ni a los agricultores demasiado apegados a la tierra y a las bestias ni mucho menos a los hartos, a los repletos, a los contentos que no se cuidan de otros reinos porque el de ellos hace mucho tiempo que ha llegado.
No al acaso Jesús escoge sus primeros compañeros entre los Pescadores. El Pescador, que pasa gran parte de su vida en la pura soledad del agua, es el hombre que sabe esperar. Es el hombre paciente, que no tiene prisa, que lanza su red y confía en Dios. El agua tiene sus caprichos, el lago sus rarezas; los días no son siempre iguales. Al partir, el Pescador no sabe si volverá con la barca llena hasta el tope o sin nada, sin ni siquiera un pescado que poner a la lumbre para su desayuno. Se pone en manos del que manda la abundancia como la carestía; se consuela del día malo pensando en el bueno que ya pasó o en el que ha de venir. No desea enriquecerse repentinamente, contento si puede trocar el fruto de su pesca por mi poco de pan y de vino. Es puro de alma y de cuerpo lava sus manos en el agua y su espíritu en la soledad.
De estos Pescadores, que habrían muerto en la oscuridad de Cafarnaúm, inadvertidos para todos menos para sus vecinos, Jesús hizo Santos que los hombres, aun hoy día, recuerdan e invocan. Uno, que es grandísimo, es creador de grandes: de un pueblo soñoliento saca despertadores; de un pueblo muelle guerreros; de un pueblo ignorante maestros. En todos los tiempos se levanta el fuego si hay una mano que sepa encenderlo. Si aparece un David encuentra inmediatamente a sus Ghibborim, un Agamenón a sus Héroes, un Arturo a sus Pares, un Carlomagno a sus Paladines, un Napoleón a sus Mariscales. Y Jesús encontró, entre a plebe de Galilea, a sus Apóstoles.
(Giovanni Papini, Historia de Cristo, Ed. Lux, 2º ed., Santiago de Chile, pp. 91-94)
Celo por las almas
Una niña de 11 años había visto llorar con frecuencia a su madre, y ella misma enrojecía de vergüenza al ver regresar a casa casi todas las noches a su padre completamente borracho.
Algunos días después de la primera Comunión, la niña resolvió trabajar por la conversión de su padre. Al mediodía, única comida que hacían en la familia, comió la sopa y un poco de pan, rehusando los otros platos.
- ¡Tú estás enferma!- le dijo la madre asombrada.
- No, mamá.
- ¡Come, pues! –insistió el padre.
Se atribuyó esto a un capricho de la niña y trataron de castigarla. Por la noche, estando ya acostada la niña, pero aún despierta, llegó el padre borracho y comenzó a blasfemar. La niña al oír las blasfemias, se deshacía en lágrimas.
Al día siguiente se negó a tomar otra cosa que pan y agua. La madre se inquietaba, y el padre, enfadado y colérico, le dijo:
- ¡Te mando que comas!
- No -respondió la niña con entereza- mientras tú te emborraches, hagas llorar a mamá y blasfemes, he prometido a Dios mortificarme para que no te castigue.
El padre bajó la cabeza avergonzado. Por la noche regresó a casa tranquilo y la niña se mostró radiante de alegría y con buen apetito. Poco tiempo después, cuando el padre reincidió en su habitual vicio, la hija reanudó sus ayunos y abstinencias. Nada se atrevió a decir entonces el pecador; pero gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. La madre lloraba también. Solamente la niña permanecía tranquila.
Él se puso en pie, y tomando a su hija en los brazos:
- ¡Pobre mártir! –le dijo-; ¡en adelante no te afligirás de esta manera!
- ¡Si, papá; yo continuaré así hasta la muerte, o hasta el día que te conviertas!
- ¡Hija mía, desde hoy no os haré llorar ni a ti ni a tu madre!
Y cumplió su palabra.
¡A ver!…, los que soñáis con un apostolado fecundo, ¿os habéis convencido de que no hay apostolado eficaz sin sacrificio propio y sin penitencia?
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, página 88. Editorial Sal Terrae, Santander, 1959)
(cortesía: iveargentina.org et alii)