Domingo 19 Tiempo Ordinario B: Comentarios de Sabios y Santos I - Preparemos con ellos la Acogida de la Palabra de Dios en la Misa Dominical Parroquial
A su disposición
Exégesis: Raymond Brown - El discurso del pan de la vida
Exégesis: José Ma. Solé Roma O.M.F. - Comentario a las tres Lecturas
Exégesis: Dr. Isidro Gomá y Tomás - DISCURSO DEL PAN DE VIDA
Comentario Teológico: San Agustín - Crean en mí que soy el pan vivo que descendió del cielo (Jn 6,41-51)
Comentario Teológico: Juan Pablo II - La Eucaristía edifica la Iglesia
Comentario Teológico: Juan Pablo II - Cristo es el pan de vida
Comentario Teológico: R.P. R. Cantalamessa - La Eucaristía es el verdadero «cántico de las criaturas»
Santos Padres: San Juan Crisóstomo I - “Yo soy el pan vivo; el que coma de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,41-51)
Santos Padres: San Juan Crisóstomo II - Exposición homilética XLVI de los vv. 41-51
Santos Padres: San
Agustín 'Yo soy el pan vivo'
Aplicación: Mons. Tihamer Toth - LA EUCARISTÍA , MANJAR DE LOS PEREGRINOS
Aplicación: San Alberto Magno - Este sacramento es una gracia por encima de toda gracia
Aplicación: J. B. Bossuet - Meditaciones sobre la Eucaristía
Aplicación: Mons. Coeur (1853) - El Misterio del Amor
Aplicación: R.P. Ervens Mengelle, I.V.E. - Fe y Sacramento
Aplicación: San Pedro Julián Eymard (I) - La Fe en la Eucaristía “Quien cree en mí tiene la vida eterna”. Jn, 6, 47
Aplicación: San Pedro Julián Eymard (II) - La Comunión, Educación Divina - Todos serán enseñados de Dios, Jn, 6, 45
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
Comentarios a las Lecturas del Domingo
Exégesis: Raymond Brown - El discurso del pan de la vida
En respuesta al pedido de pan hecho por la muchedumbre, Jesús inicia su gran discurso sobre el pan de la vida. Este discurso consta de dos partes. En la primera (vv. 35-50) el pan celeste que nutre es la revelación, o la enseñanza de Jesús (tema sapiencial); en la segunda (vv. 51-58) es la eucaristía (tema sacramental). (…) Los dos temas, el sapiencial y el sacramental, son complementarios: la palabra proclamada y la Palabra en el sacramento han constituido, desde siempre, el contenido fundamental de la liturgia cristiana.
El tema sapiencial: 6,35-50
Diversamente a la sabiduría veterotestamentaria (cf. Sir.24,20), la enseñanza de Jesús nutre al hombre para siempre (vv. 37-39). Y así como Jesús puso en advertencia para que ningún fragmento de pan se perdiera (v. 12), así también Él declara que ninguno de aquellos que son nutridos por su enseñanza perecerá (v. 40; a excepción de Judas, vv. 70ss.; cf. Jn.17,12). El pan celeste de la enseñanza divina produce el mismo efecto que el agua viva de la enseñanza divina: la vida eterna (cf. Jn.4,14). (Nótese que Jesús toma sus imágenes y sus metáforas de la vida cotidiana).
Así como los antepasados de Israel durante el éxodo habían murmurado contra el maná (cf. Éx.16,2.8), así, de la misma manera, “los judíos” ponen objeciones contra el nuevo maná (vv. 41-42). Su afirmación de conocer bien el origen de Jesús es una forma de la ironía juanea,1 y no tiene necesidad de réplica. Jesús se limita a recordar a sus interlocutores las profecías que prometían una enseñanza divina como la suya (Is.54,13), y ellos –agrega- no saben de dónde viene Él, porque no han visto al Padre. Tan orgullosos que están de sus propios antepasados y del maná del éxodo, y sin embargo tal maná no ha impedido que sus padres murieran; ni tampoco los mantuvo fieles a Dios (vv. 49-50).
El tema sacramental: 6,51-58
En un sentido más profundo, el pan que da la vida, o, aún más, el pan vivo, es la carne misma de Jesús . Aquí Juan nos da lo que parece ser una variante de la institución de la eucaristía: “El pan que yo les daré es mi carne para la vida del mundo” (cf. “Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros”; cf. Lc.22,19; Jn.3,16). Si para Pablo la eucaristía es la proclamación de la muerte del Señor hasta su retorno al fin del mundo (cf. 1Cor.11,26), en Juan el acento está puesto sobre el hecho de que la Palabra se ha encarnado y ha dado su propia carne y su propia sangre como alimento de vida: una proclamación de la dimensión salvífica de la encarnación (la sangre es decididamente un argumento ligado a la última cena). Aquí la teología sacramental toca de verdad profundidades abisales. Si el bautismo nos da la vida que el Padre comparte con el Hijo, la eucaristía es el alimento que nutre tal vida.
(BROWN, R., Il Vangelo e le Lettere di Giovanni. Breve comentario, Ed. Queriniana, Brescia, 1994, pp. 62 - 64; traducción del equipo de Homilética)
[1] La ironía juanea: El evangelio de Juan presenta a los adversarios de Jesús en el acto de expresar afirmaciones sobre Él de tono despreciativo, sarcástico, incrédulo o, al menos, inadecuado en el sentido en el que ellos lo entienden. Pero, en cambio, por ironía, tales afirmaciones resultan a menudo verdaderas en un sentido que permanece escondido a quien las pronuncia (cf. Jn.3,2; 4,12; 6,42; 7,28-29.35; 8,22; 9,24.40; 11,48-50; 12,19; 14,22; 19,3).
Exégesis: R. P. José Ma. Solé Roma O.M.F. - Comentario a las tres Lecturas
Primera lectura: 1 Reyes 19, 4-8
En la historia de los Reyes de Judá e Israel se inserta el ciclo del Profeta Elías:
Este Profeta es el defensor máximo en Israel de la pureza y de la fidelidad en el culto de Yahvé. La lectura de hoy nos le presenta perseguido por la impía Jezabel, atravesando el desierto, en peregrinación a la montaña de Dios, Horeb. Este nuevo Moisés, que es Elías, va a reconfortar su fe y a reavivar su celo en aquel Monte, el más santo y célebre de la Historia de la Salvación.
La comida y la bebida milagrosa con que el ángel le conforta (v. 7) para la larga jornada de cuarenta días nos recuerda el "maná" milagroso de los cuarenta años del Desierto. Y son un preanuncio y figura del Viático que en la Nueva Alianza se le dará a la Iglesia peregrina. Con el vigor de este aumento que recibe del ángel, Elías, que sentía el fastidio y el desaliento ante el endurecimiento de Israel y ante las persecuciones de la corte, de los sacerdotes y de los profetas cismáticos ("Se deseó la muerte diciendo: ¡Basta; toma ya, oh Yahvé, mi vida!"), recobra nuevos alientos. El celo por la causa de Yahvé le abrasa: "Me devora el celo por Yahvé" (10). De la Montaña Santa de Horeb retorna a su campo de apostolado. En la Antigua y en la Nueva Alianza será Elías prototipo y modelo de Apóstoles. En el Apocalipsis nos presenta San Juan a los "Testigos" o adalides de la causa de Cristo como continuadores de la vocación y de la misión de Moisés y Elías. Con el celo y entereza que ellos defendieron la causa de Dios y preservaron al pueblo de prevaricaciones e idolatrías, los "Testigos" defienden la causa de Cristo y sostienen la firmeza, la pureza y la fidelidad del Pueblo cristiano (Ap 11, 3-9).
Segunda Lectura: Efesios 4, 30-5, 2:
La enseñanza primordial de esta perícopa es: Vivamos, caminemos, actuemos en "Caridad":
Nos exige esta "Vida en Caridad" nuestra dignidad cristiana: Hijos muy queridos de Dios, debemos vivir en el Amor del Padre (5, 1). Entrañados en Cristo por el Bautismo, debemos imitar el amor de Cristo (2). Entrados en el Reino de la Luz, debemos fructificar bondad y caridad (8). Vivir y andar en caridad significa, por tanto, amar filialmente al Padre, como el Hijo y con el Hijo, en el Espíritu Santo. Y significa imitar la entrega de amor de Cristo, hecho oblación y Hostia por nosotros: "Señor, al tiempo que aceptas esta Hostia espiritual haznos también a nosotros sacrificio perpetuo a honor tuyo" (Super Oblata).
Para que esta vida de amor no sea teórica, traza San Pablo un programa de lo que debemos evitar: amargura, indignación, cólera, griteríos, maledicencia y toda especie de maldad (4, 31); y de lo que debemos cultivar: benignos, compasivos..., "condonándoos recíprocamente, a la manera como Dios en Cristo os perdonó a vosotros" (32). Ni que decir que esta caridad predicada por Pablo, que es el amor a Dios y a los hermanos, vivificado por el Espíritu Santo y que fructifica en virtudes sinceras y heroicas, haría nuestra vida cristiana hermosa, gozosa, luminosa.
El aviso del v 30 debe avivar la conciencia de nuestras responsabilidades cristianas. El Espíritu Santo quedó grabado en nosotros por el Bautismo con un sello: "Habéis sido sellados con el Espíritu Santo para el día de la Redención = glorificación". Este "sello" es la prenda y garantía de que nos pertenece ya el cielo (1, 13). Sin embargo, los cristianos, al igual que los israelitas en el Antiguo Testamento, pueden contristar al Espíritu Santo, alejarlo de sí y perder la herencia eterna.
Evangelio: Juan 6, 41-52:
La Eucaristía es el Viático de los peregrinos. Vigoriza al cristiano; dispone al Testigo. Inmortaliza:
Cristo es un don o gracia que nos hace el Padre. La mayor gracia que puede el Padre regalarnos. Y es imposible recibir este don de otro que del Padre (44). Ahora es nuestro el Unigénito del Padre. Tan nuestro que de El nos nutrimos, de El vivimos: "No es Moisés quien os dio pan del cielo; es mi Padre quien os da el verdadero Pan del cielo. Yo soy el Pan bajado del cielo" (32). "Tu nunca me quitarás, Padre, lo que una vez me diste en tu Hijo, en quien me das cuanto Yo pueda tener". Poseedores de tan rico don podemos decir: "Míos son los cielos y la tierra. Dios es mío y para mí porque Cristo es mío y para mí".
A esta gracia del Padre nosotros respondemos con la fe. La fe es la aceptación plena de Cristo. Los que creen son discípulos dóciles de Dios (45). El corazón debe apartar la fe al don de Dios: "Recibe el Verbo de Dios siempre antiguo y que nace siempre joven en el corazón de los fieles". De ahí que la fe en Cristo sea Vida eterna: "Os lo aseguro: el que cree en Mí tiene Vida Eterna" (47).
Cristo, Gracia y Don del Padre, Maestro y Maná de vida Eterna con su doctrina, sus inspiraciones, sus sacramentos, especialmente con el de la Eucaristía , prosigue su tarea: llama, invita, ilumina, predica, consuela, orienta, convierte, purifica, vivifica, diviniza: Este Maestro, Palabra Infinita, Verbo Eterno, te hablará y te saciará más cuanto te hagas más enseñable: "Oh Verbo Eterno, Palabra de mi Dios quiero pasar mi vida escuchándote. Quiero ser toda yo enseñable a fin de aprenderlo todo de Ti" (Sor Isabel de la Trinidad ).
Tenemos la suerte de recibir este Don del padre que es Jesús su Hijo. Le recibimos por la fe. Le comemos bajo signo de Pan en la Eucaristía. Verdadera y plena Comunión que nos entra en la Vida Divina. La fe nos abre a la revelación de Dios y nos matricula en esta escuela en la que el mismo Dios es el Maestro y nosotros sus discípulos.
Y la Comunión nos nutre de la misma vida de Dios que llega a nosotros por el Hijo Encarnado. El Hijo de Dios nos ha deparado este Banquete o Sacramento de Vida Divina, dándosenos él mismo en manjar.
(José Ma. Solé Roma O.M.F., "Ministros de la Palabra ", ciclo "B", Herder, Barcelona 1979).
Exégesis: Dr. Isidro Gomá y Tomás - DISCURSO DEL PAN DE VIDA
MURMURAN LOS JUDÍOS Y JESÚS INSISTE (41-47).-A los adversarios de Jesús, que también los había en la Galilea (Mc. 2, 16; Lc. 5, 17), y que probablemente le oían en la sinagoga, les chocó la afirmación de Jesús sobre el origen celeste, y empezaron a murmurar: Los judíos, pues, murmuraban de él porque había dicho:
Yo soy el pan vivo, que descendí del cielo. No se lee que Jesús hubiese dicho estas mismas palabras: pero ellas resumen admirable mente los vv. 33, 35 y 38. No quieren reconocer la divinidad de Jesús a pesar de sus milagros, y su incredulidad les sugiere el mismo pensamiento que a los nazarenos (Mt. 13, 55; Mc. 6, 3):
Y decían: ¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocimos? No se sigue de aquí que viviese todavía el esposo de María; créese que había ya muerto al comenzar Jesús su ministerio público. Y decían con desdén: Pues ¿cómo dice éste: Que del cielo descendí?
En este estado de ánimo, hubiese sido inútil que les explicara Jesús el misterio de la Encarnación; y soslayando la pregunta, deja en pie la dificultad, proponiéndoles, sin embargo, una verdad más útil para ellos en aquellos momentos: el camino por donde podrán llegar a él, si quieren salvarse: Mas Jesús les respondió, y les dijo: "No murmuréis entre vosotros", como si hubiese dicho yo algo absurdo. Que vosotros no lo entendáis, no quita que sea verdad: es que no tenéis la luz divina que se requiere para comprenderlo; lo que debéis hacer es pedirla al Padre, porque: Nadie puede venir a mí, si no le trajere el Padre que me envió; con lo que revela la insuficiencia de nuestra libertad para la fe, que es don gratuito de Dios. Lo que el Padre empieza en la obra de la redención, él lo consuma: Y yo le resucitaré en el último día. Por lo mismo, quien no es llamado, o mejor, quien no deja atraerse por el Padre, no será resucitado por el Hijo, no tendrá la vida eterna.
Este llamamiento del Padre es universal: a nadie exceptúa ni rechaza: Escrito está en los profetas (Is. 54, 13): Y serán todos enseñados por Dios, Instruidos por Dios mismo; y este divino magisterio será la forma con que atraerá Dios a si a los hombres. Pero, para que la atracción sea eficaz, se requieren dos condiciones: oír la voz de Dios, como se oye la voz del maestro, y aprender, es decir, prestar humilde asentimiento a lo que se oye; es la conjugación de los dos factores de la vida sobrenatural, la gracia y la libertad, que da por resultado ir a Jesús y ser de su reino: Todo aquel que oyó del Padre, y aprendió, viene a mí.
Con todo, no crean que el Padre deja verse y oírse físicamente, como se ve al maestro humano: "No porque alguno ha visto al Padre". Uno solo es el que ha visto al Padre: es el Hijo, eternamente engendrado por el Padre y consubstancial con él; éste es el que puede enseñar, transmitiéndolo a los hombres, lo que él directamente ha visto en el seno del Padre: "Sino aquel que vino de Dios", éste ha visto al Padre.
Con esto ha respondido Jesús a la murmuración de los judíos, cerrando el episodio con las mismas palabras que lo habían provocado, v. 40, y que sirven al propio tiempo de transición para hablar claramente del misterio de la Eucaristía: "En verdad, en verdad os digo: Que aquel que cree en mí, tiene vida eterna".
Lecciones morales. - A) v. 45. - Y serán todos enseñados por Dios. - Considera, dice el Crisóstomo, la dignidad de la fe, que no se aprende por ministerio de hombres, sino que nos viene del magisterio del mismo Dios. El maestro es el que preside a todos, preparado a dar lo suyo, y derramando a todos sus doctrina. Pero si todos son enseñados por Dios, ¿por qué no todos creen? Porque no todos quieren. Creen sólo los que doblegan su voluntad a las enseñanzas del maestro Dios.
B) v. 47.- Aquel que cree en mí tiene vida eterna. - Quiso el Señor revelar aquí lo que era, dice San Agustín; por lo cual dice: " En verdad, en verdad os digo que el que me tiene a mí tiene vida eterna." Como si dijera: "El que cree en mí me tiene a mí." Y ¿qué es tenerme a mí? Tener la vida eterna. Porque la vida eterna es el Verbo que en el principio existía en Dios, y en el Verbo estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. Tomó la vida la muerte para que la vida matara a la muerte. Incorporémonos a Jesús creyendo en él, comiéndole a él, y tendremos vida eterna, porque tendremos su misma vida.
(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado , Vol. I, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona, 1966, p. 687-691)
Comentario Teológico: San Agustín - Crean en mí que soy el pan vivo que descendió del cielo (Jn 6,41-51)
1. Cuando nuestro Señor Jesucristo declaró, como hemos oído leer en el evangelio, que Él era el pan que descendió del cielo, comenzaron los judíos a murmurar, diciendo: ¿Por ventura éste no es Jesús el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? ¿Cómo, pues, se atreve El a decir que ha bajado del cielo? ¡Qué lejos estaban éstos del pan del cielo! Ni sabían siquiera qué es tener hambre de El. Tenían heridas en el paladar del corazón: eran sordos que oían y ciegos que veían. Este pan del hombre interior, es verdad, pide hambre; por eso habla así en otro lugar: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Y Pablo el Apóstol dice que nuestra justicia es Cristo. Y por eso, el que tiene hambre de este pan tiene que tener hambre también de la justicia; de la justicia, digo, que descendió del cielo, de la justicia que da Dios, no de la justicia que se apropia el hombre como obra suya. Porque, si el hombre no se apropia justicia alguna como obra suya, no hablaría así de los judíos el mismo Apóstol: No conociendo la justicia de Dios y queriendo afirmar la suya propia, no participaron de la justicia de Dios. Así eran estos que no comprendían el pan que bajó del cielo, porque, saturados de su justicia, no tenían hambre de la justicia de Dios. ¿Qué significa esto: justicia de Dios y justicia del hombre? La justicia de Dios de la que aquí se habla, no es la justicia por la que es justo Dios, sino la justicia que comunica Dios al hombre para que llegue el hombre a ser justo por Dios. ¿Cuál es la justicia de aquéllos? Es una justicia que les hacía presumir demasiado de sus fuerzas y les llevaba a decir que ellos mismos, por su propia virtud, cumplían la ley. Mas la ley no la cumple nadie, sino aquel a quien ayuda la gracia; esto es, el pan que bajó del cielo. La plenitud de la ley, como dice el Apóstol, es, en resumen, el amor. El amor, no de la plata, sino de Dios; el amor, no de la tierra ni del cielo, sino el amor de
aquel que hizo la tierra y el cielo. ¿De dónde le viene al hombre este amor? Oigamos al mismo Apóstol: El amor de Dios, dice, se ha difundido en vuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado. Como, pues, el Señor había de comunicarnos el Espíritu Santo, por eso declara que Él es el pan bajado del cielo, exhortándonos a que creamos en El. Creer en Él es lo mismo que comer el pan vivo. El que cree, come. Se nutre invisiblemente el mismo que invisiblemente renace; Es niño en la interioridad, y en la interioridad es algo renovado. Donde se renueva, allí mismo se nutre.
2. ¿Cuál es, pues, la respuesta de Jesús a estos murmuradores? No sigáis murmurando entre vosotros. Como si dijera: Ya se yo por qué no tenéis hambre y por qué no tenéis la inteligencia de este pan ni la buscáis. No sigan esas murmuraciones entre vosotros. Nadie puede venir a mi si mi Padre, que me envió, no le atrae. ¡Qué recomendación de la gracia tan grande! Nadie puede venir si no es atraído. A quién atrae y a quién no atrae y por qué atrae a uno y a otro no, no te atrevas a sentenciar sobre eso, si es que no quieres caer en el error. ¿No eres atraído aún? No ceses de orar para que logres ser atraído. Oye primero lo que sigue y entiéndelo. Si somos atraídos a Cristo, estamos diciendo que creemos a pesar nuestro y que se emplea la violencia, no se estimula la voluntad. Alguien puede entrar en la iglesia a despecho suyo y puede acercarse al altar y recibir el sacramento muy a pesar suyo; lo que no puede es creer no queriendo. Si fuese el acto de fe función corporal, podría tener lugar en los que no quisiesen; pero el acto de fe no es función del cuerpo. Oído atento a las palabras del Apóstol: Se cree con el corazón para la justicia. ¿Y qué es lo que sigue? Y con la boca se hace la confesión para la salud. Esta confesión tiene su raíz en el corazón. A veces oyes tú a alguien que confiesa la fe, y no sabes si tiene fe. Y no debes llamar confesor de la fe al que tengas tú como no creyente. Confesar es expresar lo que tienes en el corazón; y si en el corazón tienes una cosa y con la boca dices tú otra, entonces lo que haces es hablar, no confesar. Luego, siendo así que en Cristo se cree con el corazón (lo que ciertamente nadie hace a la fuerza), y, por otra parte, el que es atraído parece que es obligado por la fuerza, ¿cómo se resuelve el siguiente problema: Nadie viene a mí si no lo atrae el Padre, que me envió?
3. Si es atraído, dirá alguien, va a El muy a pesar suyo. Si va a El a despecho suyo, no cree; y si no cree, no va a El. No vamos a Cristo corriendo, sino creyendo; no se acerca uno a Cristo por el movimiento del cuerpo, sino por el afecto del corazón. Por eso, aquella mujer que toca la orla de su vestido le toca más realmente que la turba que le oprime. Por esto dijo el Señor: ¿Quién es el que me ha tocado? Y los discípulos, llenos de extrañeza, le dicen: Te están las turbas comprimiendo, ¿y dices todavía quién me ha tocado? Pero El repitió: Alguien me ha tocado. Aquélla le toca; la turba le oprime. ¿Qué significa tocó, sino creyó? He aquí por qué, después, de su resurrección, dice a la mujer aquella que quiso echarse a sus pies: No me toques, que todavía no he subido al Padre. Lo que estás viendo, eso sólo crees que soy yo, nada más. No me toques. ¿Que significa esto? Crees tú que yo no soy más que lo que estás viendo; no creas así. Este es el sentido de las palabras: No me toques, porque todavía no he subido al Padre. Para ti aún no he subido, porque yo de allí jamás me distancié. No tocaba ella al que en la tierra tenía delante de los ojos, ¿cómo iba a tocar al que subía al Padre? Sin embargo, así quiere que le toque y así le tocan quienes bien le tocan, subiendo al Padre, y quedando con el Padre, y siendo igual a El.
4. Si de una parte y de otra lo miras, nadie viene a mí sino quien es atraído por el Padre. No vayas a creer que eres atraído a pesar tuyo. Al alma la atrae el amor. Ni hay que temer el reproche que, tal vez, por estas palabras evangélicas de la Sagrada Escritura, nos hagan quienes sólo se fijan en las palabras y están muy lejos de la inteligencia de las cosas en grado sumo divinas, diciéndonos: ¿Cómo puedo yo creer voluntariamente si soy atraído? Digo yo: Es poco decir que eres atraído voluntariamente; eres atraído también con mucho agrado y placer. ¿Qué es ser atraído por el placer? Pon tus delicias en el Señor y Él te dará lo que pide tu corazón. Hay un apetito en el corazón al que le sabe dulcísimo este pan celestial. Si, pues, el poeta pudo decir: «Cada uno va en pos de su afición», no con necesidad, sino con placer; no con violencia, sino con delectación, ¿con cuánta mayor razón se debe decir que es atraído a Cristo el hombre cuyo deleite es la verdad, y la felicidad, y la justicia, y la vida sempiterna, todo lo cual es Cristo? Los sentidos tienen sus delectaciones, ¿y el alma no tendrá las suyas? Si el alma no tiene sus delectaciones, ¿por qué razón se dice: Los hijos de los hombres esperarán a la sombra de tus alas, y serán embriagados de la abundancia de tu casa, y les darás a beber hasta saciados del torrente de tus delicias, porque en ti está la fuente de la vida y en tu luz veremos la luz. Dame un corazón amante, y sentirá lo que digo. Dame un corazón que desee y que tenga hambre; dame un corazón que se mire como desterrado, y que tenga sed, y que suspire por la fuente de la patria eterna; dame un corazón así, y éste se dará perfecta cuenta de lo que estoy diciendo. Mas, si hablo con un corazón que está del todo helado, este tal no comprenderá mi lenguaje. Como éste eran los que entre sí murmuraban: El que es atraído, dice, por el Padre, viene a mí.
5. ¿Qué sentido, pues, pueden tener estas palabras: A quien el Padre atrae, sino que el mismo Cristo atrae? ¿Por qué prefirió decir: A quien el Padre atrae? Si hemos de ser atraídos, que lo seamos por aquel a quien dice una de esas almas amantes: Tras el olor de tus perfumes correremos. Pero pongamos atención, hermanos, en lo que quiso darnos a entender, y comprendámoslo en la medida de nuestras fuerzas. Atrae el Padre al Hijo a aquellos que creen en el Hijo precisamente porque piensan que Él tiene a Dios por Padre. Dios-Padre engendró un Hijo que es igual a El; y el que piensa y en su fe siente y reflexiona que aquel en quien cree es igual al Padre, ese mismo es quien es llevado al Hijo por el Padre. Arrio le creyó simple criatura; no le atrajo al Padre, porque no piensa en el Padre quien no cree que el Hijo es igual a El. ¿Qué es, ¡oh Arrio!, lo que estás diciendo? ¿Qué lenguaje herético es el tuyo? ¿Qué es Cristo? No es verdadero Dios, responde, sino que Él ha sido hecho por el verdadero Dios. No te ha atraído el Padre; no comprendes tú al Padre, cuyo Hijo niegas; tienes en el pensamiento algo muy distinto de lo que es el Hijo; ni el Padre te atrae ni tampoco eres llevado tú al Hijo; el Hijo es una cosa, y lo que tú dices es otra muy distinta. Dijo Fotino: Cristo no es más que un simple hombre; no es Dios también. Quien así piensa no le ha atraído el Padre. El Padre atrae a quien así habla: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo; tú no eres como un profeta, ni como Juan, ni como un hombre justo, por grande que sea; tú eres como Único, como el Igual; tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. ¡Mira cómo ha sido atraído, atraído por el Padre! Eres feliz, Simón hijo de Jonás, porque no ha sido ni la carne ni la sangre los que te han revelado eso, sino mi Padre, que está en los cielos. Esta revelación es atracción también. Muestra nueces a un niño, y se le atrae y va corriendo allí mismo adonde se le atrae; es atraído por la afición y sin lesión alguna
corporal; es atraído por los vínculos del amor. Si, pues, estas cosas que entre las delicias y delectaciones terrenas se muestran a los amantes, ejercen en ellos atractivo fuerte, ¿cómo no va a atraer Cristo, puesto al descubierto por el Padre? ¿Ama algo el alma con más ardor que la verdad? ¿Para qué el hambre devoradora? ¿Para qué el deseo de tener sano el paladar interior, capaz de descubrir la verdad, sino para comer y beber la sabiduría, y la justicia, y la verdad, y la eternidad?
6. Pero ¿dónde se realizará esto? Allí mucho mejor, y allí con más verdad, y allí con más plenitud. Aquí nos es más fácil tener hambre, con tal de tener esperanza que saciarnos. Felices, dice, los que tienen hambre y sed de justicia, pero aquí abajo; porque serán saciados; mas esto allá arriba. Por esta razón, después de decir: Nadie viene a mí si no le atrae mi Padre, que me envió, ¿qué añadió? Y yo le resucitaré en el día postrero. Yo le doy lo que ama y yo le doy lo que espera; verá lo que creyó sin haberlo visto, y comerá aquello mismo de lo que tiene hambre y será saciado de aquello mismo de lo que tiene sed. ¿Dónde? En la resurrección de los muertos. Yo le resucitaré en el día postrero.
7. Está escrito en los profetas: Serán todos enseñados por Dios. ¿Por qué me he expresado así, oh judíos? No os ha enseñado a vosotros el Padre; ¿cómo vais a poder conocerme a mí? Los hombres todos de aquel reino serán adoctrinados por Dios, no por los hombres. Y si lo oyen de los hombres, sin embargo, lo que entienden se les comunica interiormente, e interiormente brilla, e interiormente se les descubre. ¿Qué hacen los hombres cuando hablan exteriormente? ¿Qué estoy haciendo, pues, yo ahora cuando hablo? No logro más que introducir en vuestros oídos ruido de palabras. Luego, si no lo descubre el que está dentro, ¿qué vale mi discurso y qué valen mis palabras? El que cultiva el árbol está por de fuera; es el Creador el que está dentro. El que planta y el que riega trabajan por de fuera; es lo que hacemos nosotros. Pero ni el que planta es algo ni el que riega tampoco; es Dios, que es el que da el crecimiento. Este es el sentido de estas palabras: Todos serán enseñados por Dios. ¿Quiénes son esos todos? Todo el que oye al Padre y aprende de El, viene a mí. Mirad la manera de atraer que tiene el Padre; es por el atractivo de su enseñanza, llena de delectación, y no por imposición violenta alguna; ése es el modo de su atracción. Serán todos enseñados por Dios; ahí tenéis el modo de atraer Dios. Todo el que oye al Padre y aprende de El, viene a mí; así es como atrae Dios.
10. Sirva de advertencia lo que dice a continuación: En verdad, en verdad os digo que quien cree en mí posee la vida eterna. Quiso descubrir lo que era, ya que pudo decir en síntesis: El que cree en mí me posee. Porque el mismo Cristo es verdadero Dios y vida eterna. Luego el que cree en mí, dice, viene a mí, y el que viene a mí me posee. ¿Qué es poseerme a mí? Poseer la vida eterna. La vida eterna aceptó la muerte y la vida eterna quiso morir, pero en lo que tenía de ti, no en lo que tenía de sí; recibió de ti lo que pudiese morir por ti. Tomó de los hombres la carne, mas no de modo humano. Pues, teniendo un Padre en el cielo, eligió en la tierra una madre. Nació allí sin madre y aquí nació sin padre. La Vida, pues, aceptó la muerte con el fin de que la Vida diese muerte a la muerte misma. El que cree en mí, dice, tiene la vida eterna, que no es lo que aparece, sino lo que está oculto. «La vida eterna, el Verbo, existía en el principio en Dios, y el Verbo era Dios, y la vida era luz de los hombres». El mismo que es vida eterna, dio a la carne, que asumió, la vida eterna. El vino para morir, mas al tercer día resucitó. Entre el Verbo, que asumió la carne, y la carne, que resucita, está la muerte, que fue aniquilada.
11. Yo soy, dice, el pan de vida. ¿De qué se enorgullecían? Vuestros padres, continúa diciendo, comieron el maná en el desierto y murieron. ¿De qué nace vuestra soberbia? Comieron el maná y murieron. ¿Por qué comieron y murieron? Porque lo que veían, eso creían, y lo que no veían no lo entendían. Por eso precisamente son vuestros padres, porque sois igual que ellos. Porque, en lo que atañe, mis hermanos, a esta muerte visible y corporal, ¿no morimos por ventura nosotros, que comemos el pan que ha descendido del cielo? Murieron aquéllos, como vamos a morir nosotros, en lo que se refiere, digo, a esta muerte visible y corporal. Mas no sucede lo mismo en lo que se refiere a la muerte aquella con que nos atemoriza el Señor y con la que murieron los padres de éstos; del maná comió Moisés, y Aarón comió también, y Finés, y allí comieron otros muchos que fueron gratos al Señor y no murieron. ¿Por qué razón? Porque comprendieron espiritualmente este manjar visible, y espiritualmente lo apetecieron, y espiritualmente lo comieron para ser espiritualmente nutridos. Nosotros también recibimos hoy un alimento visible; pero una cosa es el sacramento y otra muy distinta la virtud del sacramento. ¡Cuántos hay que reciben del altar este alimento y mueren en el mismo momento de recibirlo! Por eso dice el Apóstol: El mismo come y bebe su condenación. ¿No fue para Judas un veneno el trozo de pan del Señor? Lo comió, sin embargo, e inmediatamente que lo comió entró en él el demonio. No porque comiese algo malo, sino porque, siendo él malo, comió en mal estado lo que era bueno. Estad atentos, hermanos; comed espiritualmente el pan del cielo y llevad al altar una vida de inocencia. Todos los días cometemos pecados, pero que no sean de esos que causan la muerte. Antes de acercaros al altar, mirad lo que decís: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. ¿Perdonas tú? Serás perdonado tú también. Acércate con confianza, que es pan, no veneno.
Más examínate si es verdad que perdonas. Pues, si no perdonas, mientes y tratas de mentir a quien no puedes engañar. Puedes mentir a Dios; lo que no puedes es engañarle. Sabe El bien lo que debe hacer. Te ve El por dentro, y por dentro te examina, y por dentro te mira, y por dentro te juzga, y por lo de dentro te condena o te corona. Los padres de éstos, es decir, los perversos e infieles y murmuradores padres de éstos, son perversos e infieles y murmuradores como ellos. Pues en ninguna cosa se dice que ofendiese más a Dios aquel pueblo que con sus murmuraciones contra Dios. Por eso, queriendo el Señor presentarlos como hijos de tales padres, comienza a echarles en cara esto: ¿Por qué murmuráis entre vosotros, murmuradores, hijos de padres murmuradores? Vuestros padres comieron del maná en el desierto y murieron, no porque el maná fuese una cosa mala, sino porque lo comieron en mala disposición.
12. Este es el pan que descendió del cielo. El maná era signo de este pan, como lo era también el altar del Señor. Ambas cosas eran signos sacramentales: como signos, son distintos; mas en la realidad por ellos significada hay identidad. Atiende a lo que dice el Apóstol: No quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, y que todos atravesaron el mar, y que todos ron bautizados bajo la dirección de Moisés en la nube y en el mar, y que todos comieron el mismo manjar espiritual. Es verdad que era el mismo pan espiritual, ya que el corporal era distinto. Ellos comieron el maná; nosotros, otra cosa distinta; pero, espiritualmente, idéntico manjar que nosotros. Pero hablo de nuestros padres, no de los de ellos; de aquellos a quienes nos asemejamos, no de aquellos a quienes ellos se parecen. Y añade: Y todos bebieron la misma bebida espiritual. Una cosa bebieron ellos, otra distinta nosotros; mas sólo distinta en la apariencia visible, ya que es idéntica en la virtud espiritual por ella significada. ¿Cómo la misma bebida? Bebían de la misma piedra espiritual que los seguía, y la piedra era Cristo. Ese es el pan y ésa es la bebida. La piedra es Cristo como en símbolo. El Cristo verdadero es el Verbo y la carne. Y ¿cómo bebieron? Fue golpeada dos veces la piedra con la vara. Los dos golpes significan los dos brazos de la cruz. Este es, pues, el pan que descendió del cielo para que, si alguien lo comiere, no muera. Pero esto se dice de la virtud del sacramento, no del sacramento visible; del que lo come interiormente, no exteriormente sólo; del que lo come con el corazón, no del que lo tritura con los dientes.
13. Yo soy el pan vivo que descendí del cielo. Pan vivo precisamente, porque descendí del cielo. El maná también descendió del cielo; pero el maná era la sombra, éste la verdad. Si alguien comiere de este pan, vivirá eternamente; y el pan que yo le daré es mi carne, que es la vida del mundo. ¿Cuándo iba la carne a ser capaz de comprender esto de llamar al pan carne? Se da el nombre de carne a lo que la carne no entiende; y tanto menos comprende la carne, porque se llama carne. Esto fue lo que les horrorizó, y dijeron que esto era demasiado y que no podía ser. Mi carne, dice, es la vida del mundo. Los fieles conocen el cuerpo de Cristo si no desdeñan ser el cuerpo de Cristo. Que lleguen a ser el cuerpo de Cristo si quieren vivir del Espíritu de Cristo. Del Espíritu de Cristo solamente vive el cuerpo de Cristo. Comprended, hermanos, lo que he dicho. Tú eres hombre, y tienes espíritu y tienes cuerpo. Este espíritu es el alma, por la que eres hombre. Tu ser es alma y cuerpo. Tienes espíritu invisible y cuerpo visible. Dime qué es lo que recibe la vida y de quién la recibe. ¿Es tu espíritu el que recibe la vida de tu cuerpo o es tu cuerpo el que recibe la vida de tu espíritu? Responderá todo el que vive (pues el que no puede responder a esto, no sé si vive). ¿Cuál será la respuesta de quien vive? Mi cuerpo recibe ciertamente de mi espíritu la vida. ¿Quieres, pues, tú recibir la vida del Espíritu de Cristo? Incorpórate al cuerpo de Cristo. ¿Por ventura vive mi cuerpo de tu espíritu? Mi cuerpo vive de mi espíritu, y tu cuerpo vive de tu espíritu. El mismo cuerpo de Cristo no puede vivir sino del Espíritu de Cristo. De aquí que el apóstol Pablo nos hable de este pan, diciendo: Somos muchos un solo pan, un solo cuerpo. ¡Oh qué misterio de amor, y qué símbolo de la unidad, y qué vínculo de la caridad! Quien quiere vivir sabe dónde está su vida y sabe de dónde le viene la vida. Que se acerque, y que crea, y que se incorpore a este cuerpo, para que tenga participación
de su vida. No le horrorice la unión con los miembros, y no sea un miembro podrido, que deba ser cortado; ni miembro deforme, de quien el cuerpo se avergüence; que sea bello, proporcionado y sano, y que esté unido al cuerpo para que viva de Dios para Dios, y que trabaje ahora en la tierra para reinar después en el cielo.
(SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el evangelio de San Juan, Tratado XXVI, (Comentario a Jn.6, discurso del pan de vida), nº 1 – 7.10 - 13, en Obras de San Agustín, BAC, Tomo XIII, Madrid, 1968, pp. 573 – 588)
Comentario Teológico: Juan Pablo II - La Eucaristía edifica la Iglesia
21. El Concilio Vaticano II ha recordado que la celebración eucarística es el centro del proceso de crecimiento de la Iglesia. En efecto, después de haber dicho que " la Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios ", como queriendo responder a la pregunta: ¿Cómo crece?, añade: "Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1 Co 5, 7), se realiza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un sólo cuerpo en Cristo (cf. 1 Co 10, 17)".
Hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia. Los evangelistas precisan que fueron los Doce, los Apóstoles, quienes se reunieron con Jesús en la Última Cena (cf. Mt 26, 20; Mc 14, 17; Lc 22, 14). Es un detalle de notable importancia, porque los Apóstoles "fueron la semilla del nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía sagrada". Al ofrecerles como alimento su cuerpo y su sangre, Cristo los implicó misteriosamente en el sacrificio que habría de consumarse pocas horas después en el Calvario. Análogamente a la alianza del Sinaí, sellada con el sacrificio y la aspersión con la sangre, los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena fundaron la nueva comunidad mesiánica, el Pueblo de la nueva Alianza.
Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: " Tomad, comed... Bebed de ella todos... " (Mt 26, 26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros: " Haced esto en recuerdo mío... Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío " (1 Co 11, 24-25; cf. Lc 22, 19).
22. La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: "Vosotros sois mis amigos" (Jn 15, 14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: "el que me coma vivirá por mí" (Jn 6, 57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo "estén" el uno en el otro: "Permaneced en mí, como yo en vosotros" (Jn 15, 4).
Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en "sacramento" para la humanidad, signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5, 13-16), para la redención de todos.40 La misión de la Iglesia continúa la de Cristo: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21). Por tanto, la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo.
23. Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. San Pablo se refiere a esta eficacia unificadora de la participación en el banquete eucarístico cuando escribe a los Corintios: "Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan" (1 Co 10, 16-17). El comentario de san Juan Crisóstomo es detallado y profundo: "¿Qué es, en efecto, el pan? Es el cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo reciben? En cuerpo de Cristo; pero no muchos cuerpos sino un sólo cuerpo. En efecto, como el pan es sólo uno, por más que esté compuesto de muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo". La argumentación es terminante: nuestra unión con Cristo, que es don y gracia para cada uno, hace que en Él estemos asociados también a la unidad de su cuerpo que es la Iglesia. La Eucaristía consolida la incorporación a Cristo, establecida en el Bautismo mediante el don del Espíritu (cf. 1 Co 12, 13.27).
La acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia , de su constitución y de su permanencia, continúa en la Eucaristía. Bien consciente de ello es el autor de la Liturgia de Santiago: en la epíclesis de la anáfora se ruega a Dios Padre que envíe el Espíritu Santo sobre los fieles y sobre los dones, para que el cuerpo y la sangre de Cristo " sirvan a todos los que participan en ellos [...] a la santificación de las almas y los cuerpos ". La Iglesia es reforzada por el divino Paráclito a través la santificación eucarística de los fieles.
24. El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia alcanza cada vez más profundamente su ser "en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano".
A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres.
25. El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa -presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino-, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual. Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas.
Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el "arte de la oración", ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!
Numerosos Santos nos han dado ejemplo de esta práctica, alabada y recomendada repetidamente por el Magisterio. De manera particular se distinguió por ella San Alfonso María de Ligorio, que escribió: "Entre todas las devociones, ésta de adorar a Jesús sacramentado es la primera, después de los sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros". La Eucaristía es un tesoro inestimable; no sólo su celebración, sino también estar ante ella fuera de la Misa , nos da la posibilidad de llegar al manantial mismo de la gracia. Una comunidad cristiana que quiera ser más capaz de contemplar el rostro de Cristo, en el espíritu que he sugerido en las Cartas apostólicas Novo millennio ineunte y Rosarium Virginis Mariae , ha de desarrollar también este aspecto del culto eucarístico, en el que se prolongan y multiplican los frutos de la comunión del cuerpo y sangre del Señor.
(Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristia , cap. II, www.vatican.va )
Comentario Teológico: Juan Pablo II - Cristo es el pan de vida
1. "Yo soy el pan de vida" (Jn 6, 35).
Como peregrino al 46° Congreso eucarístico internacional dirijo mis primeros pasos hacia la antiquísima catedral de Wroclaw, para arrodillarme con fe ante el santísimo Sacramento, el "Pan de vida". Lo hago con profunda emoción y con el corazón lleno de gratitud a la divina Providencia, por el don de este Congreso y porque se celebra precisamente aquí, en Wroclaw, en Polonia, mi patria.
Después de la milagrosa multiplicación de los panes, Cristo dice a la multitud que lo buscaba: "En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre" (Jn 6, 26-27). ¡Qué difícil resultaba, para quien escuchaba a Jesús, este paso del signo al misterio indicado por él, del pan de cada día al pan que "permanece para la vida eterna"! Tampoco es fácil para nosotros, hombres del siglo XX. Los Congresos eucarísticos se celebran precisamente para recordar esta verdad a todo el mundo: "Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna".
Los interlocutores de Cristo, prosiguiendo el diálogo, le preguntan con razón: "¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?" (Jn 6, 28). Y Cristo responde: "La obra de Dios [la obra que Dios quiere] es que creáis en quien él ha enviado" (Jn 6, 29). Es una exhortación a tener fe en el Hijo del hombre, en el que da el alimento que no perece. Sin la fe en aquel a quien el Padre envió no es posible reconocer y aceptar este don que no pasa. Precisamente por esto estamos aquí, en Wroclaw, en el 46° Congreso eucarístico internacional. Estamos aquí para profesar, en unión con toda la Iglesia, nuestra fe en Cristo Eucaristía, en Cristo Pan vivo y Pan que da la vida. Decimos con san Pedro: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16) y también: "Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68).
2. "Señor, danos siempre de ese pan" (Jn 6, 34).
La milagrosa multiplicación de los panes no había suscitado la esperada respuesta de fe en los testigos oculares de ese acontecimiento. Querían una nueva señal: "¿Qué señal haces, para que, viéndola, creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: Pan del cielo les dio a comer" (Jn 6, 30-31). Así, los discípulos que rodean a Jesús esperan una señal semejante al maná, que sus padres habían comido en el desierto. Sin embargo, Jesús los exhorta a esperar algo más que una ordinaria repetición del milagro del maná, a esperar un alimento de otro tipo. Cristo les dice: "No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo" (Jn 6, 32-33).
Además del hambre física, el hombre lleva en sí también otra hambre, un hambre más fundamental, que no puede saciarse con un alimento ordinario. Se trata aquí de un hambre de vida, un hambre de eternidad. La señal del maná era el anuncio del acontecimiento de Cristo, que saciaría el hambre de eternidad del hombre, convirtiéndose él mismo en el "pan vivo" que "da la vida al mundo". Los que escuchan a Jesús le piden que realice lo que anunciaba la señal del maná, quizá sin darse cuenta del alcance de su petición: "Señor, danos siempre de ese pan" (Jn 6, 34). ¡Qué elocuente es esta petición! ¡Cuán generosa y sorprendente es su realización! "Yo soy el pan de vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed (...). Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él" (Jn 6, 35. 55-56). "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día" (Jn 6, 54).
¡Qué gran dignidad se nos ha dado! El Hijo de Dios se nos entrega en el santísimo Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. ¡Cuán infinitamente grande es la liberalidad de Dios! Responde a nuestros más profundos deseos, que no son únicamente deseos de pan terreno, sino que alcanzan los horizontes de la vida eterna. ¡Este es el gran misterio de la fe!
3. "Rabbí [Maestro], ¿cuándo has llegado aquí?" (Jn 6, 25).
Esta pregunta se la hicieron a Jesús quienes lo buscaban después de la milagrosa multiplicación de los panes. También hoy, en Wroclaw, le hacemos la misma pregunta. Se la hacen todos los participantes en el Congreso eucarístico internacional. Y Cristo nos responde: he venido cuando vuestros antepasados recibieron el bautismo, en tiempos de Mieszko I y de Boleslao el Intrépido, cuando los obispos y los sacerdotes empezaron a celebrar en esta tierra el "misterio de la fe", que reunía a todos los que tenían hambre del alimento que da la vida eterna.
De ese modo, Cristo llegó a Wroclaw hace más de mil años, cuando nació aquí la Iglesia, y Wroclaw se convirtió en sede episcopal, una de las primeras en los territorios de los Piast. A lo largo de los siglos, Cristo ha llegado a todos los lugares del mundo de donde proceden los participantes en el Congreso eucarístico. Y desde entonces sigue su presencia en la Eucaristía, siempre igualmente silenciosa humilde y generosa. En verdad, "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1).
Ahora, en el umbral del tercer milenio, queremos dar una expresión particular a nuestra gratitud. Este Congreso eucarístico de Wroclaw tiene una dimensión internacional. No sólo participan en él fieles de Polonia, sino también de todo el mundo. Todos juntos queremos expresar nuestra profunda fe en la Eucaristía y nuestra sincera gratitud por el pan eucarístico con el que desde hace casi dos mil años, se alimentan generaciones enteras de creyentes en Cristo. ¡Cuán inagotable es el tesoro del amor de Dios, que está abierto a todos! ¡Cuán enorme es la deuda contraída con Cristo Eucaristía! Lo reconocemos y, con santo Tomás de Aquino, exclamamos: "Quantum potes, tantum aude: quia maior omni laude, nec laudare suficis", "Osa todo lo que puedas, porque él supera toda alabanza, y no hay canto que baste" (Lauda Sion).
Estas palabras expresan muy bien la actitud de los participantes en el Congreso eucarístico. Durante estos días procuremos dar al Señor Jesús en la Eucaristía el honor y la gloria que merece. Procuremos darle gracias por su presencia, porque desde hace ya casi dos mil años sigue estando con nosotros.
"Te damos gracias, Padre santo... Nos hiciste gracia de comida y bebida espiritual y de vida eterna por medio de Jesús tu siervo. A ti sea la gloria por los siglos" (Didaché, X. 2-3).
(Juan Pablo II, Homilía en el encuentro de oración con los sacerdotes y religiosos. Pronunciada el 31 de mayo de 1997).
Comentario Teológico: R.P. R. Cantalamessa - La Eucaristía es el verdadero «cántico de las criaturas»
En la Eucaristía sucede exactamente lo contrario: cambia la sustancia, pero no las apariencias. El pan es transustanciado, pero no transformado; las apariencias (forma, sabor, color, peso) siguen siendo las de antes, mientras que cambia la realidad profunda: se ha convertido en el cuerpo de Cristo
El discurso eucarístico del capítulo sexto de Juan se desarrolla según una marcha del todo especial que podemos llamar en espiral, o en escalera de caracol. En ésta, se tiene la impresión de girar siempre sobre uno mismo, pero en realidad en cada vuelta se pasa a un nivel un poco más alto (o más bajo, si se desciende). Igual sucede aquí. Jesús parece volver continuamente sobre los mismos temas, pero mirando bien, cada vez se introduce un elemento nuevo que nos va llevando más arriba (o nos va haciendo profundizar más) en la contemplación del misterio. El elemento nuevo y la nota dominante del pasaje de hoy tienen que ver con el pan. Hasta cinco veces se repite esta palabra.
Los sacramentos son signos: «producen lo que significan». De aquí la importancia de entender de qué es signo el pan entre los hombres. En cierto sentido, para comprender la Eucaristía, prepara mejor la labor del campesino, del molinero, del ama de casa o del panadero, que la del teólogo, porque aquellos saben del pan infinitamente más que el intelectual que lo ve sólo en el momento en que llega a la mesa y lo come, tal vez hasta distraídamente.
¡De cuántas cosas es signo el pan! De trabajo, de espera, de alimento, de alegría doméstica, de unidad y solidaridad entre quienes lo comen... El pan es el único, entre todos los alimentos, que nunca da náuseas; se come a diario y cada vez agrada su sabor. Va con todos los alimentos. Las personas que sufren hambre no envidian a los ricos su caviar, o el salmón ahumado; envidian sobre todo el pan fresco.
Veamos ahora qué ocurre cuando este pan llega al altar y es consagrado por el sacerdote. La doctrina católica lo expresa con la palabra: transustanciación. Con ella se quiere decir que en el momento de la consagración el pan deja de ser pan y se convierte en el cuerpo de Cristo; la sustancia del pan –esto es, su realidad profunda que se percibe, no con los ojos, sino con la mente— cede el puesto a la sustancia, o mejor a la persona, divina que es Cristo vivo y resucitado, si bien las apariencias externas (en lenguaje teológico los «accidentes») siguen siendo las del pan.
Para comprender transustanciación pedimos ayuda a una palabra cercana a ella y que nos es más familiar: la palabra transformación. Transformación significa pasar de una forma a otra, transustanciación pasar de una sustancia a otra. Pongamos un ejemplo. Al ver a una señora salir de la peluquería, con un peinado completamente nuevo, es espontáneo decir: «¡Qué transformación!». Nadie sueña con exclamar: «¡Qué transustanciación!». Claro. Ha cambiado su forma y aspecto externo, pero no su ser profundo ni su personalidad. Si era inteligente antes, lo sigue siendo ahora; si no lo era, lo siento, pero tampoco lo es ahora. Han cambiado las apariencias, no la sustancia.
En la Eucaristía sucede exactamente lo contrario: cambia la sustancia, pero no las apariencias. El pan es transustanciado, pero no transformado; las apariencias (forma, sabor, color, peso) siguen siendo las de antes, mientras que cambia la realidad profunda: se ha convertido en el cuerpo de Cristo. Se ha realizado la promesa de Jesús escuchada al comienzo: «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».
La Eucaristía ilumina, ennoblece y consagra toda la realidad del mundo y la actividad humana. En la Eucaristía la propia materia –sol, tierra, agua— es presentada a Dios y alcanza su fin, que es el de proclamar la gloria del Creador. La Eucaristía es el verdadero «cántico de las criaturas» (R.P. Raniero Cantalamessa, ReL).
Santos Padres: San Juan Crisóstomo I - “Yo soy el pan vivo; el que coma de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,41-51)
Pablo, escribiendo a los filipenses, dice de algunos de ellos: Cuyo dios es el vientre y ponen su gloria en lo que es su vergüenza. Que trata ahí de los judíos es cosa clara por lo que precede; y también por lo que ahora aquí dicen de Cristo. Cuando les suministró el pan y les hartó sus vientres, lo llamaron profeta y querían hacerlo rey. Pero ahora que los instruyó acerca del alimento espiritual y la vida eterna, y los levantó de lo sensible y les habló de la resurrección y les elevó los pensamientos, convenía que quedaran estupefactos de admiración. Pero al revés, se le apartan y murmuran.
Si Cristo era el Profeta, como ellos lo afirmaban anteriormente, diciendo: Porque éste es aquel de quien dijo Moisés: El Señor Dios os enviará un Profeta de entre vosotros, como yo: a él escuchadlo, lo necesario era prestarle oídos cuando decía: He descendido del cielo. Pero no lo escuchaban, sino que murmuraban. Todavía lo reverenciaban a causa del reciente milagro de los panes; y por esto no lo contradecían abiertamente, pero murmuraban y demostraban su indignación, pues no les preparaba una mesa como ellos la querían. Y decían murmurando: ¿Acaso no es éste el hijo de José? Se ve claro por aquí que aún ignoraban su admirable generación. Por lo cual todavía lo llaman hijo de José.
Jesús no los corrigió ni les dijo: No soy hijo de José. No lo hizo porque en realidad fuera El hijo de José, sino porque ellos no podían aún oír hablar de aquel parto admirable. Ahora bien, si no estaban aún dispuestos para oír acerca del parto según la carne, mucho menos lo estaban para oír acerca del otro admirable y celestial. Si no les reveló lo que era más asequible y humilde, mucho menos les iba a revelar lo otro. A ellos les molestaba que hubiera nacido de padre humilde; pero no les reveló la verdad para no ir a crear otro tropiezo tratando de quitar uno. ¿Qué responde, pues, a los que murmuraban? Les dice: Nadie puede venir a Mí si mi Padre que a Mi me envió no lo atrae. (…)
Y Yo lo resucitaré al final de los tiempos. Grande aparece aquí la dignidad del Hijo, pues el Padre atrae y El resucita. No es que se reparta la obra entre el Padre y el Hijo. ¿Cómo podría ser semejante cosa? sino que declaraba Jesús la igualdad de poder. Así como cuando dijo: El Padre que me envió da testimonio de Mi, los remitió a la Sagrada Escritura, no fuera a suceder que algunos vanamente cuestionaran acerca de sus palabras, así ahora los remite a los profetas, y los cita para que se vea que Él no es contrario al Padre. Pero dirás: Los que antes existieron ¿acaso no fueron enseñados por Dios? Entonces ¿qué hay de más elevado en lo que ahora ha dicho? Que en aquellos tiempos anteriores los dogmas divinos se aprendían mediante los hombres; pero ahora se aprenden mediante el Unigénito y el Espíritu Santo. Luego continúa: No que alguien haya visto al Padre, sino el que viene de Dios. No dice aquí esto según la razón de causa, sino según el modo de la substancia. Si lo dijera según la razón de causa lo cierto es que todos venimos de Dios. Y entonces ¿en dónde quedaría la preeminencia del Hijo y su diferencia con nosotros? Dirás: ¿por qué no lo expresó más claramente? Por la rudeza de los oyentes. Si cuando afirmó: Yo he venido del Cielo, tanto se escandalizaron ¿qué habría sucedido si hubiera además añadido lo otro? A Sí mismo se llama pan de vida porque engendra en nosotros la vida así presente como futura. Por lo cual añade: Quien comiere de este pan vivirá para siempre. Llama aquí pan a la doctrina de salvación, a la fe en El, o también a su propio cuerpo. Porque todo eso robustece al alma. En otra parte dijo: Si alguno guarda mi doctrina no experimentará la muerte; y los judíos se escandalizaron. Aquí no hicieron lo mismo, quizá porque aún lo respetaban a causa del milagro de los panes que les suministró. Nota bien la diferencia que establece entre este pan y el maná, atendiendo a la finalidad de ambos. Puesto que el maná nada nuevo trajo consigo, Jesús
añadió: Vuestros Padres comieron el maná en el desierto y murieron. Luego pone todo su empeño en demostrarles que de él han recibido bienes mayores que los que recibieron sus padres, refiriéndose así oscuramente a Moisés y sus admiradores. Por esto, habiendo dicho que quienes comieron el maná en el desierto murieron, continuó: El que come de este pan vivirá para siempre. Y no sin motivo puso Aquello de en el desierto, sino para indicar que aquel maná no duró perpetuamente ni llegó hasta la tierra de promisión; pero dice que éste otro pan no es como aquél. Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo. Tal vez alguno en este punto razonablemente dudando preguntaría: ¿por qué dijo esto en semejante ocasión? Porque para nada iba a ser de utilidad a los judíos, ni los iba a edificar. Peor aún: iba a dañar a los que ya creían. Pues dice el evangelista: Desde aquel momento muchos de los discípulos se volvieron atrás, y dejaron definitivamente su compañía. Y decían: duro es este lenguaje e intolerable. ¿Quién podrá soportarlo? Porque tales cosas sólo se habían de comunicar con los discípulos, como advierte Mateo: En privado a sus discípulos se lo declaraba todo.
¿Qué responderemos a esto? ¿Qué utilidad había en ese modo de proceder? Pues bien, había utilidad y por cierto muy grande e incluso era necesario. Insistían pidiéndole alimento, pero corporal; y recordando el manjar dado a sus padres, decían ser el maná cosa de altísimo precio. Jesús, demostrándoles ser todo eso simples figuras y sombras, y que este otro era el verdadero pan y alimento, les habla del manjar espiritual. Insistirás alegando que debía haberles dicho: Vuestros padres comieron el maná en el desierto, pero Yo os he dado panes. Respondo que la diferencia es muy grande, pues esos panes parecían cosa mínima, ya que el maná había descendido del cielo, mientras que el milagro de los panes se había verificado en la tierra. De manera que, buscando ellos el alimento bajado del cielo, Jesús les repetía: Yo he venido del Cielo. Y si todavía alguno preguntara: ¿por qué les habló de los sagrados misterios? le responderemos que la ocasión era propicia. Puesto que la oscuridad en las palabras siempre excita al oyente y lo hace más atento, lo conveniente era no escandalizarse, sino preguntar.
Si en realidad creían que era el Profeta, debieron creer en sus palabras. De modo que nació de su necedad el que se escandalizaran, pero no de la oscuridad del discurso. Considera por tu parte en qué forma poco a poco va atrayendo a sus discípulos. Porque son ellos los que le dicen: Tú tienes palabras de vida eterna. ¿A quién iremos? Por lo demás aquí se declara El como dador y no el Padre: El pan que Yo daré es mi carne para vida del mundo. No contestaron las turbas igual que los discípulos, sino todo al contrario: Intolerable es este lenguaje, dicen. Y por lo mismo se le apartan. Y sin embargo, la doctrina no era nueva ni había cambiado. Ya la había dado a conocer el Bautista cuando a Jesús lo llamó Cordero. Dirás que ellos no lo entendieron. Eso yo lo sé muy bien; pero tampoco los discípulos lo habían entendido. Pues si lo de la resurrección no lo entendían claramente y por tal motivo ignoraban lo que quería decir aquello de: Destruid este santuario y en tres días lo levantaré, mucho menos comprendían lo anteriormente dicho, puesto que era más oscuro.
Sabían bien que los profetas habían resucitado aunque esto no lo dicen claramente las Escrituras; en cambio, que alguien hubiera comido carne humana, ningún profeta lo dijo. Y sin embargo lo obedecían y lo seguían y confesaban que Él tenía palabras de vida eterna. Porque lo propio del discípulo es no inquirir vanamente las sentencias de su Maestro, sino oír y asentir y esperar la solución de las dificultades para el tiempo oportuno. Tal vez alguien preguntará: entonces ¿por qué sucedió lo contrario y se le apartaron? Sucedió eso por la rudeza de ellos. Pues en cuanto entra en el alma la pregunta: ¿cómo será eso? al mismo tiempo penetra la incredulidad. Así se perturbó Nicodemo al preguntar: ¿Cómo puede el hombre entrar en el vientre de su madre? Y lo mismo se perturban ahora éstos y dicen: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Si inquieres ese cómo ¿por qué no lo investigaste cuando multiplicó los panes, ni dijiste: cómo ha multiplicado los cinco panes y los ha hecho tantos? Fue porque entonces sólo cuidaban de hartarse y no reflexionaban en el milagro.
Dirás que en ese caso la experiencia enseñó el milagro. Pues bien: precisamente por esa experiencia precedente convenía más fácilmente darle crédito ahora. Para eso echó por delante suceso tan maravilloso, para que enseñados por El, ya no negaran su asentimiento a sus palabras. Pero ellos entonces ningún provecho sacaron de ellas. Nosotros en cambio disfrutamos del beneficio en su realidad. Por lo cual es necesario que sepamos cuál sea el milagro que se verifica en nuestros misterios y por qué se nos han dado y cuál sea su utilidad.
Dice Pablo: Somos un solo cuerpo y miembros de su carne y de sus huesos. Los ya iniciados den crédito a lo dicho. Ahora bien, para que no sólo por la caridad, sino por la realidad misma nos mezclemos con su carne, instituyó los misterios; y así se lleva a cabo, mediante el alimento que nos proporcionó; y por este camino nos mostró en cuán grande amor nuestro arde. Por eso se mezcló con nuestro ser y nos constituyó en un solo cuerpo, para que seamos uno, como un cuerpo unido con su cabeza. Esto es indicio de un ardentísimo amor. Y esto da a entender Job diciendo de sus servidores que en forma tal lo amaban que anhelaban identificarse con su carne y mezclarse a ella, y decían: ¿Quién nos dará de sus carnes para hartarnos?
Procedió Cristo de esta manera para inducimos a un mayor amor de amistad y para demostrarnos El a su vez su caridad. De modo que a quienes lo anhelaban, no únicamente se les mostró y dio a ver, sino a comer, a tocarlo, a partirlo con los dientes, a identificarse con El; y así sació por completo el deseo de ellos. En consecuencia, tenemos que salir de la mesa sagrada a la manera de leones que respiran fuego, hechos terribles a los demonios, pensando en cuál es nuestra cabeza y cuán ardiente caridad nos ha demostrado. Fue como si dijera: Con frecuencia los padres naturales entregan a otros sus hijos para que los alimenten; mas Yo, por el contrario, con mi propia carne los alimento, a Mí mismo me sirvo a la mesa y quiero que todos vosotros seáis nobles y os traigo la buena esperanza para lo futuro. Porque quien en esta vida se entregó por vosotros, mucho más os favorecerá en la futura. Yo anhelé ser vuestro hermano y por vosotros tomé carne y sangre, común con las vuestras: he aquí que de nuevo os entrego mi carne y mi sangre por las que fui hecho vuestro pariente y consanguíneo.
Esta sangre modela en nosotros una imagen regia, llena de frescor; ésta engendra en nosotros una belleza inconcebible y prodigiosa; ésta impide que la nobleza del alma se marchite, cuando con frecuencia la riega y el alma de ella se nutre. Porque en nosotros la sangre no se engendra directamente del alimento sino que se engendra de otro elemento; en cambio esta otra sangre riega al punto el alma y le confiere gran fortaleza. Esta sangre, dignamente recibida, echa lejos los demonios, llama hacia nosotros a los ángeles y al Señor mismo de los ángeles. Huyen los demonios en cuanto ven la sangre del Señor y en cambio acuden presurosos los ángeles. Derramada esta sangre, purifica el universo.
Muchas cosas escribió de esta sangre Pablo en la Carta a los Hebreos, discurriendo acerca de ella. Porque esta sangre purificó el santuario y el Santo de los santos. Pues si tan gran fuerza y virtud tuvo en figura, en el templo aquel de los hebreos, en medio de Egipto, en los dinteles de las casas rociada, mucho mayor la tendrá en su verdad y realidad. Esta sangre consagró el ara y el altar de oro, y sin ella no se atrevían los príncipes de los sacerdotes a entrar en el santuario. Esta sangre consagraba a los sacerdotes; y en figura aún, limpiaba de los pecados. Pues si en figura tan gran virtud tenía; si la muerte en tal forma se horrorizó ante sola su figura, pregunto yo: ¿cuánto más se horrorizará ante la verdad? Esta sangre es salud de nuestras almas; con ella el alma se purifica, con ella se adorna, con ella se inflama. Ella torna nuestra mente más brillante que el fuego; ella hace el alma más resplandeciente que el oro; derramada, abrió la senda del cielo. Tremendos en verdad son los misterios de la Iglesia: tremendo y escalofriante el altar del sacrificio. Del paraíso brotó una fuente que lanzaba de si ríos sensibles; pero de esta mesa brota una fuente que lanza torrentes espirituales. Al lado de esta fuente crecen y se alzan no sauces infructuosos, sino árboles cuya cima toca al cielo y produce frutos primaverales que jamás se marchitan. Si alguno arde en sed, acérquese a esta fuente y tiemple aquí su ardor. Porque ella ahuyenta el ardor y refrigera todo lo que esta abrasado y árido: no lo abrasado por los rayos del sol, das lo que han abrasado las saetas encendidas de fuego. Porque ella tiene en los cielos su principio y venero, y desde allá alimentada. Masa de ella abundantes arroyos, lanzados por el Espíritu Santo Paráclito y mi Hijo es medianero; y no abre el cauce vallándolo de un bieldo, sino abriendo nuestros afectos. Esta es fuente de luz que difunde vertientes de verdad. De pie están junto a ella lea Virtudes del cielo, contemplando la
belleza de NI alvéolos; porque todas ellos perciben con mayor claridad la fuerza de la sangre que tienen delante y sus inaccesibles efluvios. Como si alguien en una masa de oro líquido mete la mano o bien la lengua —si es que tal cosa puede hacerse—al punto la saca cubierta de oro, eso mismo hacen en el alma y mucho mejor los sagrados misterios que en la mesa se encuentran dispuestos. Porque hierve ahí y burbujea un río más ardoroso que el fuego, aunque no quema, sino que solamente purifica.
Esta sangre fue prefigurada antiguamente en los altares y sacrificios sangrientos de la ley; y es ella el precio del orbe; es ella con la que Cristo compró su Iglesia; y ella es la que a toda la Iglesia engalana. Como el que compra esclavos da por ellos oro, y si quiere engalanarlos con oro así los engalana, del mismo modo Cristo con su sangre nos compró y con su sangre nos hermosea. Los que de esta sangre participan forman en el ejército de los ángeles, de los arcángeles y de las Virtudes celestes, con la regia vestidura de Cristo revestidos y con armas espirituales cubiertos.
Pero... ¡ no, nada grande he dicho hasta ahora! Porque en realidad se hallan revestidos del Rey mismo.. Ahora bien, así como el misterio es sublime y admirable, así también, si te acercas con alma pura, te habrás acercado a la salud; pero si te acercas con mala conciencia, te habrás acercado al castigo y al tormento. Porque dice la Escritura: Quien come y bebe en forma indigna del Señor, come y bebe su condenación. Si quienes manchan la púrpura real son castigados como si la hubieran destrozado ¿por qué ha de ser admirable que quienes con ánimo inmundo reciben este cuerpo, sufran el mismo castigo que quienes lo traspasaron con clavos?
Observa cuán tremendo castigo nos presenta Pablo: Quien violó la ley de Moisés irremisiblemente es condenado a muerte bajo la deposición de dos o tres testigos. Pues ¿cuánto más duro castigo juzgáis que merecerá el que pisoteó al Hijo de Dios y profanó deliberadamente la sangre de la alianza, con la que fue santificado? Miremos por nosotros mismos, carísimos, pues de tan grandes bienes gozamos; y cuando nos venga gana de decir algo torpe o notemos que nos arrebata la ira u otro afecto desordenado, pensemos en los grandes beneficios que se nos han concedido al recibir al Espíritu Santo.
Este pensamiento moderará nuestras pasiones. ¿Hasta cuándo estaremos apegados a las cosas presentes? ¿hasta cuándo despertaremos? ¿hasta cuándo habremos de olvidar totalmente nuestra salvación? Recordemos lo que Dios nos ha concedido, démosle gracias, glorifiquémoslo no solamente con la fe sino además con las obras, para que así consigamos los bienes futuros, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sea la gloria, juntamente con el Padre y, el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos.—Amén.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Explicación del Evangelio de San Juan, Editorial Tradición, México, 1981, pp. 15 – 23)
Santos Padres: San Juan Crisóstomo II - Exposición homilética XLVI vv. 41-51
I. Expónense los vv. 41-43. Bajeza de los judíos.
II. Vv. 44,45.
III. V. 54.
IV. V. 51. Oportunidad de las palabras de Cristo. Con ellas afianza más en su seguimiento a los discípulos.
V. En cambio, las turbas huyen de El. Insensatez de los judíos, que en la Eucaristía preguntan cómo puede ser, siendo así que en la multiplicación de los panes no preguntaban cómo se multiplicaron.
VI. Exhortación a recibir la Eucaristía. Pondéranse elocuentísimamente el amor de Cristo y
VII. Los efectos y excelencias de la Eucaristía.
VIII. Gravísimo crimen de los que indignamente comulgan.
I
Cap. VI, v. 41. Murmuraban, pues, los judíos de El, porque decía: "Yo soy el pan que bajó del cielo" 42. Y decían.' ¿No es éste el hijo de José, de quien nosotros conocemos al padre y a la madre? ¿Cómo dice, pues, que bajó del cielo?"
Escribiendo a los filipenses, dijo San Pablo de algunos judíos: Cuyo Dios es el vientre y su gloria está en su ignominia (Philipp., III, 19). Y que también éstos eran judíos, manifiesto es por lo que precede, y manifiesto no menos por lo que decían acercándose a Cristo. Pues cuando les dio pan y sació su hambre, llamábanle Profeta y trataban de hacerle Rey; pero cuando los instruía sobre el alimento espiritual, sobre la vida eterna; cuando los desviaba de las cosas sensibles, cuando les hablaba de la resurrección y levantaba sus ánimos, cuando más que nunca debieran admirarle, entonces murmuran y se retiran de El. Ahora bien: si éste era el profeta, como antes lo dijeron (Porque éste es aquel de quien Moisés dijo. "Un Profeta como yo os suscitará Dios de entre vuestros hermanos; a él oíd) (Deut., XVIII, 15), debieran oírle, cuando decía: Del cielo bajé (42). Mas no le oían, antes murmuraban. Todavía le respetaban, por estar reciente el milagro de los panes, por eso no le contradecían abiertamente; pero murmurando manifestaban su disgusto, porque no les dio el alimento que ellos querían. Y murmuraban, diciendo: ¿No es éste el hijo de José? Por donde es manifiesto que todavía ignoraban su admirable y extraordinaria generación: por eso le llaman hijo de José. Y no los reprende, ni les dice: No soy hijo de José; no porque lo fuese, sino porque aun no estaban en disposición de oír aquella maravillosa concepción. Y si no podían oír la concepción según la carne, ¡cuánto menos aquella otra divina e inefable! Si lo más humilde no se lo descubrió, ¡cuánto menos había de comunicarles aquellas cosas!
Y eso que precisamente les ofendía que fuese de padre despreciable y vulgar; y, sin embargo, no les reveló aquello, no fuera que, por quitar un escándalo, les diera ocasión de otro.
¿Qué es, pues, lo que responde a las murmuraciones de ellos? 44. Nadie puede venir a Mí, si el Padre que me envió no le trajere. Con esto se levantan los maniqueos; diciendo, que no está nada en nuestras manos, dado que esta es la prueba de ser dueños de nuestra voluntad. Porque si uno va a El, dicen: ¿qué falta hace llevarle?- Mas esto no quita nuestro albedrío, antes declara que necesitamos de auxilio, porque prueba aquí que no va cualquiera, sino quien tiene grande socorro de la gracia.
A continuación enseña también el modo cómo atrae. Pues para que no sospecharan de nuevo en Dios algo material, añadió: No que al Padre le haya visto alguien, sino el que procede de Dios, ése ha visto al Padre. Pues, ¿cómo atrae? dirás.- Esto lo declaró antes el Profeta, vaticinándolo con estas palabras: 45. Serán todos enseñados de Dios. ¿Ves la dignidad de la fe, y cómo han de aprender, no de hombres, sino del mismo Dios? Por esta razón para conciliar crédito a sus palabras, los remitió a los profetas. Pero si está escrito, dirás, que serían todos enseñados de Dios, ¿cómo algunos no creen?- Porque aquello se dijo de la mayor parte. Fuera de que, aun sin eso, la sentencia del Profeta no se refiere a todos simplemente, sino a todos los que quieran. A todos se les propone Maestro, dispuesto a presentar a todos su enseñanza, derramando a todos su doctrina.
III
54. Y Yo le resucitaré en el último día. No es poca la dignidad del Hijo que aquí se significa; dado que el Padre atrae, y el Hijo resucita: no porque separe sus obras del Padre, de ningún modo, sino demostrando la igualdad de su poder. Porque así como allí, al decir: Y el Padre que me envió da testimonio acerca de Mí 15, a continuación para que algunos no inquiriesen curiosamente sobre las palabras los remitió a las Escrituras, así también aquí, para que no sospechasen lo mismo, los remite a los profetas, alegándolos a cada paso, para probar que no era contrario al Padre.
Pero ¿qué? dirás, ¿y los de antes no fueron también enseñados de Dios? Pues, según eso, ¿qué hay aquí de ventajoso?- Que entonces aprendían las cosas de Dios por medio de hombres; mas ahora por medio del Unigénito Hijo de Dios y del Espíritu Santo.
Inmediatamente añade: No que al Padre le haya visto alguien, sino el que procede de Dios: donde no dice proceder de Dios en razón de causa (como efecto), sino según el modo de la substancia (por generación); pues si lo dijera en razón de causa, todos procedemos de Dios; y entonces, ¿en qué estuviera lo eximio y singular del Hijo?
Mas ¿por qué, dirás, no lo expresó con mayor claridad?- Por la debilidad de ellos, ya que si al oír: Baje del cielo, de tal modo se escandalizaron, ¿qué les hubiera pasado si también esto hubieses añadido? Y llámase a sí mismo Pan de vida, porque sustenta nuestra vida, tanto la presente como la futura; por lo cual añadió: ¡El que coma de este pan vivirá para siempre! Y pan llama aquí, o bien los dogmas saludables y la fe en El, o bien su propio Cuerpo. Pues ambas cosas fortalecen al alma. Pues bien: con ser así que en otra parte, al decir El: Si alguno oyere mi palabra, no probará la muerte (Joan., VIII, 52), se escandalizaron; aquí no les sucedió lo mismo, quizá porque todavía le respetaban a causa de los panes.
Mira, además, por dónde establece la diferencia con respecto al maná: por el fin de entrambos alimentos. En efecto: haciendo ver que el maná no trajo ninguna utilidad extraordinaria, añadió: Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron. A continuación endereza el discurso a persuadirlos, sobre todo, que ellos recibieron beneficios mucho mayores que sus padres, insinuando a Moisés y a aquellos admirables varones. Por eso, después de haber dicho que los que comieron el maná murieron, añadió: 58. El que come de este pan vivirá para siempre. Y no en vano dijo las palabras en el desierto, sino para insinuar que ni duró mucho tiempo, ni fue con ellos a la tierra de promisión. Mas no así este otro pan.
IV
51. Y de cierto, el pan que Yo daré es mi carne, la cual Yo daré por la vida del mundo. Justamente pudiera alguno dudar y preguntar aquí por qué habló en esta ocasión tales palabras, que nada edificaban ni aprovechaban, sino más bien perjudicaban a lo ya edificado. 66. Desde entonces, dice, muchos de sus discípulos se volvieron atrás, diciendo: 60. "Duro es este razonamiento, y ¿quién puede oírlo?" Ya que estas cosas se comunicaban sólo a los discípulos, como dijo San Mateo: Hablábales aparte (Marc. IV, 34). ¿Qué decir, pues a esto?- Que también ahora era mucha la utilidad y la necesidad de estas palabras. Pues como instaban pidiendo alimento, pero corporal, y ya que recordándole el que había sido dado a sus padres, llamaban excelente al maná; para demostrar que todo aquello no era sino sombra y figura, y que el de ahora era la verdad, les habla del alimento espiritual.
Pero, replicarás, debiera decírseles: Vuestros padres comieron el maná en el desierto, mas Yo os he dado pan.- Pero había gran diferencia. Porque esto parecía menos que aquello; ya que el maná había bajado del cielo, y el milagro de los panes se había hecho en la tierra. Pues como pidiesen alimento bajado del cielo, por eso continuamente decía: Del cielo bajé. Y si alguno investigare por qué motivo habló también acerca de los misterios (de la Eucaristía ), responderémosle que esta era una ocasión muy oportuna. Porque la obscuridad de las palabras suele excitar a los oyentes, y hacerlos más atentos; por tanto, no debieran escandalizarse, antes bien peguntar e informarse. Mas ellos se retiraban. Pues si le tenían por Profeta, debieran creer a sus palabras. Así que el escándalo procedía de su necedad, no de la obscuridad de las palabras.
Tú en tanto considera cómo poco a poco estrechó más consigo a los discípulos; pues ellos son los que decían: 68. Palabras de vida tiene, ¿adónde iremos?
Por lo demás, a sí mismo se presenta aquí como dador, no al Padre. 51. El pan, dice, que Yo daré, es mi carne.
No así las turbas, sino al contrario. Duro es este razonamiento, dicen, y por eso se retiran.
Ahora bien, no era nueva ni diferente la doctrina; pues Ya antes la había insinuado San Juan, al llamarle Cordero.- Pero, dirás, ellos no lo entendieron.- Verdad es, lo confieso; mas tampoco lo sabían los discípulos. Porque si de la resurrección no tenían aún claro conocimiento, y por eso ignoraban el sentido de las palabras: Destruid este templo, y en tres días lo levantare (Joan., II, 19); mucho menos entenderían estas otras palabras, que eran más obscuras. Porque (tratándose de la resurrección) sabían que habían resucitado algunos profetas por más que no lo digan tan claro las Escrituras, pero ninguno de ellos dijo en parte alguna que un hombre comiese la carne de otro hombre. Mas con todo eso, obedecían y le seguían, y confesaban que El tenía palabras de vida eterna. Propio es de un discípulo no examinar curiosamente las palabras del maestro, sino oírlas y obedecer, y esperar el tiempo oportuno de la solución.
Mas ¿qué decir, replicaréis, si aconteció lo contrario, y le volvieron la espalda?- Eso fue por la insensatez de ellos; porque una vez que se introduce la cuestión "cómo", entra juntamente la incredulidad. Así se turbó también Nicodemus, diciendo: ¿Cómo puede el hombre entrar en el vientre de su madre? Lo mismo que éstos se turban, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?- Pues si preguntas el cómo, ¿por qué acerca de los panes no preguntabas, cómo multiplicó los cinco en tantos otros?- Porque entonces sólo atendían a quedar hartos, no a ver el milagro.
Pero entonces, dirás, los enseñó la experiencia.- Luego por aquella experiencia debieran dar crédito también a lo de ahora. Puesto que por eso hizo de antemano aquel milagro tan extraordinario, para que, aleccionados con él, no fuesen incrédulos a lo que después les dijera.
VI
Pero ellos, al fin, no sacaron fruto de las palabras y nosotros, en cambio, gozamos del beneficio de las obras. Por lo cual es necesario que nos informemos del milagro de los misterios (eucarísticos), a saber, en qué consisten, por qué se dieron y cuál es su utilidad.
Un cuerpo nos hacemos, dice (el Apóstol), y miembros de su carne y de sus huesos (Eph., V, 30). Sigan los iniciados este razonamiento.
Pues bien: para que esto lleguemos a ser no solamente por el amor, sino también en realidad, mezclémonos con aquella carne; por que esto se lleva a cabo por medio del manjar que el nos dio, queriendo darnos una muestra del vehemente amor que nos tiene. Por eso se mezcló con nosotros, y metió cual fermento en nosotros su propio cuerpo, para que llegáramos a formar un todo, como el cuerpo unido con su cabeza. Pues esta es prueba de ardientes amadores. Y así Job, para darlo a entender, lo decía de sus siervos, de quienes eran tan excesivamente amado, que deseaban ingerirse en sus carnes; ya que para mostrar su ardiente amor, decían: !Quién nos diera de sus carnes, para hartarnos! (Job. XXXI, 31). Pues por eso hizo lo mismo Cristo, induciéndonos a su mayor amistad, y demostrándonos su amor ardentísimo hacia nosotros; ni sólo permitió a quienes le aman verle, sino también tocarle, y comerle y clavar los dientes en su carne, y estrecharse con El, y saciar todas las ansias de amor. Salgamos, pues, de aquella mesa, como leones, respirando fuego, terribles a Satanás, con el pensamiento fijo en nuestro Capitán y en el amor que nos ha mostrado. A la verdad, muchas veces los padres entregan los hijos a otros para que los sustenten; mas Yo, dice, no así, antes os alimento con mi propia carne, a M í mismo me presento por manjar, deseoso de que todos seáis nobles, y ofreciéndoos buenas esperanzas acerca de los bienes venideros. Porque quien aquí se os dio a sí mismo, mucho más en la vida venidera. Quise hacerme hermano vuestro; por vosotros participé de carne y sangre; de nuevo os entrego la carne y la sangre, por medio de las cuales me hice pariente vuestro.
VII
Esta sangre produce en nosotros floreciente la imagen de nuestro Rey, ella causa inconcebible hermosura, ella no deja que se marchite la nobleza del alma, regándola continuamente y sustentándola. La sangre que en nosotros se forma de los manjares no se forma inmediatamente, sino primero es otra substancia; no así esta otra sangre, antes bien desde luego riega el alma y le infunde grande fuerza. Esta sangre, dignamente recibida, ahuyenta y aleja a los demonios y atrae a los ángeles hacia nosotros y al mismo Señor de los ángeles; pues dondequiera que ven la sangre del Señor, huyen los demonios y concurren los ángeles. Esta sangre derramada lavó todo el mundo. Muchas cosas dijo de esta sangre el bienaventurado San Pablo en la epístola a los hebreos. Esta sangre purificó el santuario y el Sancta Sanctorum. Y si la imagen de ella tuvo tanta eficacia, ora en el templo de los hebreos, ora en medio de Egipto, puesta sobre los umbrales, ¡cuánto más podrá la verdadera y real! Esta sangre santificó el altar de oro. Sin esta sangre no se atrevía el sacerdote a entrar en el santuario. Esta sangre ordenaba a los sacerdotes. Esta sangre lavaba los pecados en sus figuras. Y si en las figuras tuvo tanta fuerza, si ante la sombra de ella se estremeció la muerte, dime, ¿cómo no ha de temblar ante la misma realidad? Ella es la salud de nuestras conciencias, con ella se lava el alma, con ella se hermosea, con ella se inflama; ella hace el alma más resplandeciente que el fuego; ella, apenas derramada, hizo accesible el cielo.
¡Tremendos son, en verdad, los misterios de la Iglesia! ¡Tremendo es el altar! Brotó del paraíso una fuente que derramaba ríos materiales: de esta mesa brota una fuente, de la que corren ríos espirituales. Junto a esta fuente están plantados, no ya sauces estériles, sino árboles que se yerguen hasta el cielo, y llevan fruto siempre en sazón e inmarcesibles. Si alguno se abrasa, véngase a esta fuente y refrigere el ardor. Pues ella deshace el bochorno y refresca todo lo ardiente, y no sólo lo quemado del sol, sino aun lo inflamado por aquellas saetas de fuego, ya que tiene su principio y origen en el cielo, de donde recibe su riego. Muchos son los arroyos de esta fuente, los cuales envía el Paráclito. Y hácese el Hijo mediador, no ya abriendo camino con la azada, sino disponiendo nuestros ánimos. Esta fuente es fuente de luz, que brota rayos de verdad. Ante ella asisten aun las potestades del cielo, fija la mirada en la hermosura de sus corrientes, ya que ellas contemplan con mayor claridad la eficacia de la oblación eucarística y sus inaccesibles destellos de luz. Pues así como si uno metiera en el oro derretido, si posible fuese, la mano o la lengua, al punto las transformaría en oro; así también, y aun mucho más, aquí obra la Eucaristía en el alma estos efectos. Bulle hirviente este río más que fuego; mas no quema, sin que lava tan sólo cuanto a su paso encuentra.
Esta sangre era continuamente prefigurada de antiguo en los altares, en las muertes de los justos. Ella es el precio del mundo; con ella compró Cristo la Iglesia, con ella la hermoseó toda entera. Pues a semejanza de un hombre que para comprar esclavos da oro, y si quiera adornarlos emplea oro, así también Cristo con sangre nos compró y con sangre nos hermoseó. Los que de esta sangre participan asisten a una con los ángeles, con los arcángeles y con las soberanas potestades, vestidos de la misma real estola de Cristo y provistos de las armas espirituales. Mas nada grande he dicho todavía: vestidos están del mismo Rey.
VIII
Pero así como es cosa grande y admirable, así mientras te acerques con pureza, te acercas para salud; pero si con mala conciencia, para suplicio y venganza. Porque quien come, dice, y bebe indignamente del Señor, su condenación se come y se bebe (1 Cor., X, 1, 29). Si, pues, los que manchan la púrpura imperial son castigados lo mismo que los que la rasgan, ¿qué hay de extraño en que los que reciben el Cuerpo de Cristo con impura conciencia sufran el mismo suplicio que los que le desgarraron con los clavos? Considera, en efecto, cuán terrible castigo dio a entender San Pablo cuando dijo: Uno que atropella la ley de Moisés, muere sin misericordia, sobre el testimonio de dos o tres. ¡De cuánto peor castigo pensáis que será juzgado digno quien al Hijo de Dios pisoteó, y reputó inmunda la sangre del testamento, con la que fue santificado! (Hebr., X, 28, 29).
Miremos, pues, por nosotros mismos, amados (hijos), y a que tales bienes gozamos, y cuando nos viniere al pensamiento decir algo torpe o nos viéremos arrebatar de la ira o de alguna otra pasión, reflexionemos de qué beneficios hemos sido objeto, de qué Espíritu hemos gozado, y este pensamiento será freno de nuestros irracionales apetitos. ¿Hasta cuándo, si no, hemos de estar enclavados a las cosas de la tierra? ¿Hasta cuándo estaremos sin despertar? ¿Hasta cuándo no hemos de cuidar de nuestra salvación? Consideramos qué beneficios se ha dignado hacernos Dios: démosle gracias, glorifiquémosle, no sólo por la fe, sino también por las obras, para que alcancemos también los bienes venideros, por gracia y benignidad de Nuestro Señor Jesucristo, con el cual sea al Padre la gloria, juntamente con el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
(San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan , Ed. Apostolado Mariano, Sevilla, nº 28, 1991, Pág. 67-75)
Aplicación: MONS. Tihamer Toth - LA EUCARISTÍA , MANJAR DE LOS PEREGRINOS
Oído esto, se atemorizó Elías y se fue huyendo por donde lo llevaba su imaginación. Al llegar a Bersabee de Judá, dejó allí a su criado. Y prosiguió su camino una jornada por el desierto; y habiendo llegado allá, y sentándose debajo de un enebro, pidió para su alma la separación del cuerpo, diciendo: Bástame ya, Señor, (de vivir): llévate mi alma; pues no soy yo (de) mejor condición que mis padres.
Y tendiéndose en el suelo, quedóse dormido a la sombra del enebro: cuando he aquí que el Ángel del Señor lo tocó y dijo: Levántate y come.
Miró y vio a su cabecera un pan cocido al rescoldo y un vaso de agua: comió, pues, y bebió, y se volvió a dormir. Mas el Ángel del Señor volvió segunda vez a tocarlo, y le dijo: Levántate y come; porque te queda que andar un largo camino.
Levantándose Elías, comió y bebió: y confortado con aquella comida, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar a Horeb, monte de Dios.
(Libro III de los Reyes, XIX, 3-8)
En la historia del profeta Elías que nos relata la Sagrada Escritura encontramos un hecho muy sugestivo.
La impía Jezabel, reina de Judá, se ha propuesto dar muerte al santo profeta. Este tiene que huir y se encamina hacia el desierto. Fatigado se sienta a la sombra de un enebro y llama al Señor diciendo: "Bástame ya Señor, Llévate mi alma".
Entonces desciende hasta él un ángel del Señor y lo despierta para que coma pan y beba agua: "Levántate y come -dícele- porque tienes aún mucho que andar".
Aquella comida comunica al profeta tales fuerzas, que después caminó cuarenta días por el desierto...
Nosotros también, al igual que el profeta, nos sentimos sin fuerzas. Y también nosotros tenemos que hacer un largo camino por el desierto de la vida. También nosotros necesitamos ser reconfortados. Pues bien, ya no es un ángel quien nos traerá el pan vigorizador, sino el propio Jesús. Jesús nos fortalece con su propio Cuerpo, que es el "pan de los ángeles". ¡Cuántas veces las dificultades y contrariedades de la vida nos hacen caer desalentados! ¡Cuántas veces sentimos merodear a nuestro alrededor a los famélicos chacales del pecado! En tales momentos, ¿dónde hallaremos las fuerzas que necesitamos para proseguir nuestro camino. ¿Quién podrá fortificamos? Cristo; Cristo que se nos ofrece a sí mismo en alimento.
¡Con cuánta exactitud Santo Tomás de Aquino, en su conocida antífona llama a la Eucaristía "cibus viatorum", manjar de los peregrinos! Eso es, efectivamente. Porque quien comulga frecuentemente se siente fortalecido para superar airosamente todos los obstáculos del camino de la vida.
1) ¿Dices que no tienes paz? Pues la Eucaristía es paz en medio de los combates de la guerra.
II) ¿Dices que no puedes vencer? Pues la Eucaristía es victoria para el que lucha en nombre del Señor.
III) ¿Dices que son muchas tus necesidades? Pues la Eucaristía es auxilio y remedio para el necesitado.
IV) ¿Dices que cada día se te hace más terrible el pensamiento de la muerte? Pues la Eucaristía es vida en la muerte.
Meditemos un poco estas cuatro afirmaciones. Ellas nos harán comprender la profunda verdad de la afirmación de Santo Tomás de Aquino: la Eucaristía es manjar de los peregrinos.
LA EUCARISTÍA ES PAZ EN MEDIO DE LOS COMBATES
Preguntas qué es la Eucaristía. Y yo te respondo que es paz en medio de los combates de la vida.
A) ¿Qué otra cosa es la vida humana sino un ininterrumpido combate?
a) Beethoven inscribió como motivo de una de sus más grandiosas obras, la "Missa Solemnis", estas palabras: "Bitte um äusseren und inneren Frieden", petición de paz interior y exterior. Notemos que en el año 1822 -fecha de la composición de esa obra- no había guerra en Europa. Eso quiere decir que al pedir la paz no pensaba precisamente en la guerra. Esa imploración de paz era, pues, un grito del alma humana que, angustiada, torturada siempre por mil preocupaciones y dudas, anhela verse libre, segura, poseer la paz.
Ese anhelo de paz está en el fondo de todas las almas humanas. ¿Quién no lo siente? ¿Quién no siente el enorme abismo que nos separa de nuestros ideales? ¿el enorme abismo que media entre la realidad y el ideal, entre las injusticias de la vida y la justicia que deseamos, entre el pecado que nos arrastra y la virtud que nos proponemos; entre el mal que por doquier nos rodea y el bien que ansiamos...
b) El hombre, que ha llegado a ser dueño casi de todo el universo, no ha podido encontrar la paz.
Somos dueños de todos los secretos de la ciencia y la técnica; poseemos maravillosas máquinas y fábricas…, pero no tenemos paz de espíritu. ¿Y de qué nos sirve todo lo demás, mientras nos falta la paz que deriva de la virtud, de la honestidad?
Y no sin angustia miramos hacia el futuro. ¿Hacia dónde vamos? Un conocido novelista francés, no cristiano, pinta del siguiente modo a la humanidad contemporánea: "El expreso corre a velocidad fantástica... Todos los que van en él están borrachos. El maquinista y el foguista también están borrachos. De pronto se ponen a reñir entre sí. Cae uno bajo los golpes del otro... Nadie controla ya la marcha fantástica de la locomotora. Los pasajeros, empero, no se han percatado de nada y siguen riendo cantando, mientras otros, en el coche restaurante beben alegremente... Y el tren sigue corriendo, corriendo...; cruza puentes, túneles, paso niveles... Pasa como un rayo por las estaciones... y se interna en las apretadas tinieblas de la noche. . ."
¿Cuándo se detendrá? ¿Cuál será el término de ese loco correr?
No pienses, lector amigo, que esa pintura de nuestra época es exagerada. Porque no lo es.
J. G. Jung, psiquiatra contemporáneo de renombre universal, sintetizaba sus largos años de experiencia, con esta conclusión: "El problema fundamental de todos mis enfermos -de todos, sin excepción-, que pasaron, los treinta y cinco años de la vida, es decir, que han vivido más de la mitad de la vida, es el problema religioso. La última explicación de su enfermedad es la pérdida de aquello que la religión ha dado, en todos los tiempos, a sus fieles; y ninguno ha vuelto a sentirse sano sino después de haber reencontrado sus anteriores convicciones religiosas".
B) ¿Qué consecuencia deducimos de eso para nuestra tesis? Que el que cree con fe ferviente en la Santísima Eucaristía tiene la salud que deriva de las grandes convicciones religiosas afirmadas sobre cimientos de roca viva, y tiene, por eso mismo, paz en medio de las incesantes luchas de la vida.
a) Algo le falta a la humanidad y lo busca desesperadamente. Anda tras algo que le falta y de lo cual no puede prescindir. Algo le falta y la falta de ese algo pone en peligro de inminente ruina todo el edificio humano. Algo le falta: y vacila la vida familiar, si es que todavía hay vida de familia. Algo le falta: y ya no tienen estabilidad los matrimonios. Algo le falta: y ya no hay verdadera educación de la niñez, si es que todavía los matrimonios aceptan a los hijos. Algo le falta, y se siente abrumada por espantosos nubarrones de tormenta. Algo le falta, y la humanidad vive cada día más enferma...
Y en vano buscamos alivio en los consultorios de los psiquiatras...; en vano, porque los psiquiatras no pueden darnos la paz de espíritu que anhelamos. En vano gastamos fortunas con los adivinos, astrólogos...; todo en vano, porque nada nos devuelve la serenidad de alma, la paz que ansiamos. En vano andamos de aquí para allá, de Nietzche a Tagore, de Tagore a Laotsé. En vano invocamos a los espíritus en absurdas sesiones espiritistas, o nos entregamos a las ilusiones del bromo, del veronal, del luminal... Nada puede darnos la paz... Algo falta a la humanidad...
¿Qué es ese algo? Es "aquello que la religión en todos los tiempos ha dado a sus fieles". Ese algo es la paz del alma que brota de la fe religiosa fervorosamente vivida.
b) Dirijo ahora mi mirada hacia la Hostia santa. Todo es silencio, paz, serenidad en torno a ella. Hasta el ambiente exterior parece incitarnos a la paz de espíritu y enseñarnos cómo hemos de recorrer el difícil camino de la vida: con el alma tranquila.
Jesucristo quiso valerse para la institución de la Eucaristía, del pan y del vino; ellos constituyen la materia del Santísimo Sacramento. Ahora bien, desde los tiempos más remotos, el vino expresa para el hombre sacrificio y alegría. Pues bien, ese mismo valor tiene el vino eucarístico: al que lo recibe le comunica valor y conformidad, haciéndolo sobrellevar no sólo con resignación, sino hasta con alegría las tribulaciones y amarguras de la vida. Y de ese modo, la Eucaristía es fuente de paz para el hombre.
Instantes antes de la comunión, en el santo sacrificio de la Misa, el sacerdote se inclina humildemente sobre la Hostia y, golpeándose el pecho, dice por dos veces: "Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros". A la tercera vez dice: "Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, danos la paz".
En vano buscamos la paz en las cosas de la tierra. Pues bien, ¿quieres saber cuáles son los efectos de la Eucaristía? La Eucaristía refresca la frente afiebrada del enfermo, y mitiga sus dolores.
Ansiamos la paz. Pues bien, ¿queréis saber cuáles son los efectos de la Eucaristía ? Nos da la paz que necesitamos.
LA EUCARISTÍA ES VICTORIA PARA EL QUE LUCHA
A) Dice la Sagrada Escritura que "la vida del hombre sobre la tierra es un continuo combate". Todos lo sabemos por propia experiencia.
¡Qué duro batallar para mantener la incolumidad de nuestra alma, para progresar por el camino del bien y de la virtud! ¡Cuántos enemigos nos salen al paso y nos obligan a combatir! Sí, toda nuestra vida es un combate. Porque tenemos que combatir con incontables enemigos interiores y exteriores: con los bajos instintos de la propia naturaleza, con la debilidad de nuestra propia voluntad, con las taras hereditarias que nos empujan hacia el mal, con nuestra natural pereza y falta de decisión; y con la mala voluntad de los que nos rodean, con la incomprensión, con la calumnia, con la injusticia, con el mal ejemplo que nos arrastra hacia el vicio...
¿Qué raro, pues, que también nosotros nos sintamos desfallecer como el profeta Elías y que también nosotros clamemos: "Bástame ya, Señor; llévate mi alma"? ¿Qué raro que también nosotros tengamos que suspirar como San Pablo? "¡Oh! ¡Qué hombre tan infeliz soy yo! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" (Rom 7, 24).
B) ¿Quién nos librará? ¿Quién nos hará triunfar sobre este cuerpo de muerte? El mismo San Pablo nos da la respuesta: "Solamente la gracia de Dios por los méritos de Jesucristo Nuestro Señor" (Rom 7, 25). ¡Oh, sí! Cuando en la Comunión recibimos a Jesucristo, El nos libra de las garras de nuestros enemigos; El nos conduce a la cumbre del triunfo.
¿Quién podría decir cuántas almas que se sentían ya desfallecer, que se sentían ya al borde del abismo, han encontrado en la Eucaristía la fuerza que necesitaban para vencer y proseguir el duro camino hasta la victoria sobre todos sus enemigos y males?
Estos resultados son ciertísimos aun cuando a nosotros, muchas veces, nos parece que sacamos de la comunión poco provecho. Estos resultados son reales, aun cuando a nosotros nos parezca que tenemos derecho a lamentarnos como aquel capitán de marina de la anécdota. Era un hombre piadoso; de comunión frecuente. Sin embargo, era muy propenso a la ira. Fácilmente se irritaba. ¡Y cómo se avergonzaba el buen hombre de ese defecto! ¡Qué empeño ponía en dominarse!... Pero al pobre lo vencía la vehemencia de su carácter. Cierto día, hallándose de charla con otros oficiales, uno de éstos le dijo:
-Hay algo en usted, capitán, que no puedo explicármelo. Y es cómo siendo usted hombre de vida cristiana, de comunión frecuente, es, sin embargo tan fácil para la ira.
A lo que el capitán contestó, con profundo acierto:
-Mire, si no fuera porque comulgo frecuentemente es seguro que ya los habría arrojado a todos ustedes al mar.
Es frecuente encontrar hombres como el capitán que tienen que luchar denodadamente contra la correntada de su carácter natural. Y ¡cuántas veces no podemos menos de admirarnos del valor con que luchan; de la firmeza con que siguen avanzando, contra viento y marca, por el camino de la virtud! ¿Cómo se explica eso?
La respuesta la hallaremos recordando un episodio de la pasada guerra mundial. Nos referimos al sitio de Verdún. En vano las tropas alemanas lanzaron poderosas fuerzas contra la fortaleza. En vano la sitiaron rigurosamente, aislándola por completo... No pudieron vencerla. ¿Cuál era el secreto de aquella extraordinaria resistencia? Que la fortaleza podía comunicarse con la madre patria por medio de un subterráneo. Por ese medio pudo sostenerse y resistir.
Por muy desesperado que nos parezca el trance en que nos hallamos; aun cuando nos parezca que ya no nos queda ningún camino libre, si nos queda el refugio de la fe, si por medio de la fe estamos unidos a nuestra verdadera madre patria, la Eucaristía..., no temamos. Nada podrá vencemos; venceremos y entonces sabremos por propia experiencia que la Eucaristía es realmente victoria para el que lucha.
LA EUCARISTÍA ES AUXILIO EN NUESTRAS NECESIDADES
A) Si alguno sabe realmente de dolores y sufrimientos, ése es Jesucristo. Jesucristo que recorrió un largo camino de cruz; que en la cruz sufrió una sed de fuego, y que sin embargo, rehusó aliviar su sed con la bebida que le ofrecían porque aquella bebida contenía elementos estupefacientes, y El quería llegar hasta el término de su doloroso viacrucis con la mente clara, plenamente consciente de sí.
a) Pues bien, ¿crees que Jesucristo pueda no compadecerse de nuestras necesidades y sufrimientos? Vayamos confiadamente ante El, presente en la Eucaristía: El nos dará fuerzas; con El nos sentiremos seguros y defendidos contra los huracanes que soplan a nuestro alrededor.
Un investigador escocés, Smith, y un guía, se propusieron escalar la cumbre del Weisshorn en Zermatt. Muy difícil fue el ascenso. Cuando estuvieron en la cima, el profesor, profundamente emocionado con el panorama, sin parar mientes en la fuerza del viento, trató de encaramarse en la roca más alta. El guía entonces, advirtiendo el peligro a que se exponía, le gritó: "¡Arrodíllese en seguida! Aquí sólo se está seguro de rodillas".
¡Así! Pongámonos de rodillas al pie del Santísimo Sacramento, y entonces ¡no importa ya que a nuestro alrededor ruja el huracán de la vida! ¡No importa! Estamos bien seguros y defendidos.
¡Si pudiéramos penetrar en lo hondo de las almas que luchan, que sufren el peso de duras adversidades, que acaso ya no perciben el calor confortante del sol, ni oyen los cantos de los pájaros, ni ven la hermosura de las flores...; si pudiésemos penetrar hasta lo hondo de ellas y viéramos como todavía luc1 y se mantienen firmes, y que esa fuerza y firmeza les viene de su fe en la Eucaristía, entonces sí que acabaríamos de convencernos de que la Eucaristía es fuerza y victoria!
b) Hay momentos en la vida en los que se necesita más valor para seguir viviendo que para renunciar a la vida. Ahora bien, ¿quién puede darnos en esos momentos la fuerza y valor que necesitamos? ¿Quién puede dárnoslos sino Jesús-Eucaristía?
La famosa fuente de Sprudel, en Karlsbad, salta a varios metros de altura. Centenares de enfermos van a beber de esa agua cálida, con enorme y ciega esperanza de sanar de sus dolencias de estómago... Hay millones, muchos millones de enfermos... del alma. ¿Dónde irán ésos a beber el agua que les devuelva la salud? En la Eucaristía; ésa es la fuente del perenne milagro, de la salud para las almas enfermas. Las aguas de la fuente de Sprudel tienen el hervor del fuego volcánico de las entrañas de la tierra, de donde surgen incontenibles. Esta fuente de la Eucaristía surge del amor infinito del Corazón de Cristo. Y ese amor infinito se convierte en aguas de salud, de consuelo, de auxilio para nuestras almas necesitadas.
B) El cáliz es, en la Sagrada Escritura, símbolo del sufrimiento. Así vemos a Nuestro Señor preguntar a sus discípulos: "Podéis beber el cáliz que yo he de beber".
a) ¡El cáliz del sufrimiento! ¡El cáliz de la amargura! Hay momentos en que nos sentimos demasiado débiles para sostener en nuestras manos el cáliz de los sufrimientos y males de la vida; hay momentos en que nos sentimos incapaces de acercar ese cáliz a nuestros labios; hay momentos en que no podemos menos de quejarnos de su amargor y profundidad... Cuando he aquí que sentimos que la mano bendita de Cristo toma la nuestra y la sostiene y ayuda a levantar el cáliz. Dirigimos entonces nuestra mirada hacia el rostro bondadoso de Jesús. ¡Cómo se ilumina, qué divino resplandor irradia su rostro cuando levanta el cáliz hacia su Eterno Padre! Ya sentimos que aquel cáliz de amargura no es sólo mío. Aquel cáliz se ha agrandado inmensamente. En él están mis sufrimientos y amarguras, pero también todos los dolores, todas las lágrimas, todas las tristezas y penas, jodas las gotas de sangre de Cristo, y sus oraciones y sus alegrías y sus triunfos. En ese cáliz están todos los dolores y sufrimientos y lágrimas de todos los hombres. Y ya mi mano es fuerte y segura para sostener ese cáliz y para levantarlo hacia Dios, porque la sostiene y ayuda la mano vigorosa de Cristo.
Así, pues, cuando el pequeño cáliz de mis sufrimientos se trasborda en el cáliz inmenso del Cristo. Sacramentado y se mezcla con sus sufrimientos y amarguras, ya deja de ser pesado y difícil. La Eucaristía por tanto nos hace fuertes para la lucha.
b) Las gotas refrigerantes de la sangre sacratísima de Cristo nos dan nuevo vigor y alimentos para continuar la lucha. Esta es nuestra verdadera "meta sudans". Cuando los luchadores romanos, agotados ya en la lucha, pasaban por la "meta sudans" el fresco rocío de ella les devolvía el vigor perdido en el largo y difícil combate.
Nada debe desalentarnos. Nada debe darnos miedo. No nos asustemos porque Cristo, mostrándonos el camino de su cruz, nos pregunte, como a los discípulos: ¿Puedes tú beber mi cáliz? Acudamos al Santísimo y postrados ante El, respondamos con valerosa decisión: ¡Oh, Señor! Tú bien conoces que sí, que lo beberé contigo..., mejor, que quisiera beberlo...; aunque tal vez ni siquiera tengo deseos de beberlo. Por eso, dame Tú, señor, fuerzas para que quiera beberlo, para que lo beba con valor y amor, como Tú. Fortaléceme con tu cuerpo y tu sangre para que, como Tú, también yo beba generosamente el cáliz de mis sufrimientos, de mis penas, de mis tribulaciones. Haz Tú, oh, Jesús, que tu santísimo Cuerpo, que recibo en la Comunión, sea para mi alma fuerza y vigor y auxilio en mis necesidades y tribulaciones.
LA EUCARISTÍA ES VIDA EN LA MUERTE
A) No podemos apartar de nuestro pensamiento el rostro de la muerte.
a) Esta tierra que hollamos está formada de seres que murieron millares de años antes. Unos tras otros van muriendo todos nuestros seres bienamados; nuestros padres, nuestros hermanos; nuestros amigos... Llegará un día en que también yo moriré; en que también yo traspasaré el oscuro umbral de la muerte.
Y es en vano que nos rehusemos, que nos resistamos a morir. Nada puede impedir que la muerte llame a nuestras puertas. Todos iremos a parar en el cementerio. Tal vez cubran nuestros restos con los mármoles de un mausoleo. Tal vez en esos mármoles se inscriba con letras de oro nuestro nombre, de modo que el transeúnte pueda leerlo desde lejos. Por algún tiempo, los transeúntes acaso se detendrán junto a nuestra tumba, y leerán nuestro nombre y recordarán nuestra vida. Pero no pasarán muchos años y las intemperies del tiempo habrán borrado nuestro nombre y la inscripción será ya del todo ilegible... ¿Y quién se interesará ya por nosotros? ¿A quién importará ya nuestro nombre y nuestra vida? Pasarán quince, veinte, treinta años, y ya nadie se preocupará ni de nuestra tumba. Seremos completamente olvidados por los hombres.
b) Si no tuviéramos a Cristo, si no tuviéramos a Jesús-Hostia, ¿quién no se sentiría vencido por la tristeza y desesperación que infunden, tales pensamientos? Pero desde que Cristo nos dio la Eucaristía, el pensamiento de la muerte, ni la muerte misma, puede vencernos. Ya la muerte no nos asusta, porque Cristo dijo: "Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día".
¡Benditas palabras! ¡Tendremos vida eterna! ¿Quién las dijo? Cristo, el vencedor de la muerte. Desde entonces la Eucaristía es prenda de vida inmortal. Desde entonces la Iglesia enseña confiadamente que no puede morir definitivamente el cuerpo humano que recibió en sí a este germen de vida eterna, la Comunión.
Esto explica el deseo y preocupación con que vela la Iglesia porque todos reciban la Comunión en la hora de la muerte. Para comulgar, se nos exige estar en ayunas desde las doce de la noche anterior (Nota: En nuestros tiempos es una hora antes de comulgar). Empero, cuando se trata de un enfermo grave, la Iglesia dispensa de esta condición. El enfermo grave puede comulgar aunque no esté en ayunas. ¿Por qué esa excepción? Porque debe comulgar. Porque la Eucaristía es fuente de inmortalidad, garantía de vida imperecedera. Es, pues, necesario que comulguemos una vez más antes de morir. ¡Con cuánta razón se llama a la Eucaristía "medicina de inmortalidad"!
¡Y qué enorme crueldad demuestran esos que dejan morir a uno de la familia sin la comunión! Al privarlo del Santo Viático, lo dejan solo para la lucha de los postreros instantes de vida, para la lucha decisiva.
Al administrar el Santo Viático a un enfermo, la Iglesia parece decirle: "Aunque vas a morir, vivirás eternamente". Y es así, en efecto. La institución de la Eucaristía tuvo lugar al final del día. Como si Cristo quisiera decirnos que ella será fuerza y victoria en el ocaso de nuestra vida. El reloj de las torres de nuestros templos nos repite sin cesar: ¡Alerta, que la vida pasa! Pero el reloj está en la parte exterior del templo. En el interior de él está, en cambio,, la Eucaristía. Y la Eucaristía es promesa de eternidad. "Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día".
B) La Eucaristía es un memorial de la pasión y muerte del Señor. Por tanto, cuando me asalte el temor de la muerte, pensaré en la muerte de Cristo. Y ya no temeré.
a) Puesto que he recibido en mi pecho a Cristo, que triunfó sobre la muerte, puedo estar seguro de que también yo triunfaré sobre ella.
El año pasado (1937) un grupo de exploradores rusos llegaron hasta las cercanías próximas al Polo Norte, y allí, en aquellas soledades eternamente heladas, en aquella región de la "muerte eterna" como suelen decir, pasaron varios días. Antes se tenía por seguro que en aquellas regiones no podía haber ninguna especie de planta; que aquélla era, realmente, la región de la "muerte eterna". ¡Cuál sería, pues, la sorpresa de los audaces exploradores cuando encontraron allí, en pleno Polo Norte, una flor!... En efecto, allí, en aquella región glacial, florece una especie de pequeña alga, no más grande que la cabeza de un alfiler, de color azulino. Si grande fue la sorpresa de los exploradores al encontrar tal florecilla, mayor lo fue todavía cuando, para dar con la raíz de ella, tuvieron que cavar en el hielo hasta una profundidad de nueve metros, sin lograr, ni aun así, encontrar el extremo de la raíz.
¡Qué viva, qué sugestiva lección tenemos que aprender de esa diminuta florecilla del Polo Norte! El hielo, la muerte, la rodean por doquier. Pero nada la detiene; nada la vence. Ella sube, sube desde las honduras del hielo, de las sombras; sube hasta salir a las claridades vivificantes del sol. La muerte la rodea por doquier, fría, insistente; pero no logra contener el empuje vital de esa florecilla insignificante. Y hela ahí, triunfante sobre aquella tumba de denso hielo; ¡hela ahí, vencedora saliendo hacia la caricia vivificadora de la luz, del sol y del aire que son vida!
b) Como esa florecilla, también nosotros debemos elevarnos hacia los rayos vivificantes de Jesús Eucaristía; hacia la vida que da ese divino manjar.
Cuando cae prisionero el jefe de una nación, toda ésta está ya en poder del enemigo. En la comunión, Jesús, el rey y señor de la vida, se hace nuestro prisionero. Por tanto, al recibir la comunión nos convertimos en dueños de la vida. Porque tenemos con nosotros al que es vida eterna.
Con toda razón la Iglesia canta jubilosa: ¡O, sacrum convivium!, ¡oh, sagrado convite!, en el que recibimos a Cristo, con el que recordamos su sagrada pasión; en él nuestra alma se llena de gracia; él es prenda de la gloria futura.
Por tanto, esa comunión antes de morir, trocará mi lecho de agonizante en un celestial aeródromo: asciendo al avión; empiezo a despegar de la tierra..., gano altura, más altura, hasta la patria inmortal.
La Eucaristía es, pues, paz para el que lucha, y su victoria; auxilio y remedio de nuestras necesidades; vida en la muerte.
Un poeta alemán expresa eso mismo en estos magníficos versos:
Der Friede im Krieg,
Im Kampfe der Sieg,
Die Hilfe in Not,
Das Leben im Tod.
He ahí al Dante haciendo el largo recorrido de su "Divina Comedia". Helo ya al final de su maravilloso viaje. Ya ha pasado por el infierno y el purgatorio; llega al cielo. Entonces, se arrodilla ante la Virgen Santísima y, fervoroso y conmovido, le pide que lo bendiga para la postrera jornada.
Cansado del largo camino de la vida, cansado de tantas luchas y tantos sufrimientos, suplica a la Virgen Madre que lo ayude a obtener la postrera victoria, que lo guíe hasta la morada eterna, en el reino de Dios.
Cuando comulgamos recibimos al Hijo de la Virgen y Él nos da las fuerzas que necesitamos para no desfallecer en el combate, para vencer hasta obtener la victoria definitiva.
Suponed que el sol se extinguiese. Unos minutos después las tinieblas envolverían totalmente a la tierra; la vida se marchitaría hasta desaparecer del todo. Un aire de hielo, de 273 grados bajo cero, nos oprimiría. La falta del sol, pues, traería como consecuencia la muerte.
Jesús es la luz del mundo. Nos lo dice El mismo. ¡Bendita luz! ¡Bendito manjar de los peregrinos! ¡Bendita Eucaristía! Eres nuestra paz, eres nuestra victoria, eres nuestro auxilio y remedio en todos los males de la vida. ¡Alabado seas, oh Jesús Sacramentado, que desde la humilde Hostia iluminas al mundo y nos guías a la patria eterna!
Tú eres nuestra esperanza; Tú nuestra vida y salud. Sed nuestro auxilio. Danos la gracia de vivir siempre preparados para la muerte, de modo que, después de ella, merezcamos entrar en tu reino inmortal y estar siempre contigo, en tu gloria.
(Tihamér Tóth, La Eucaristía, Ed. Difusión, Bs. As., 1945, Pág. 45-59)
Aplicación: San Alberto Magno - Este sacramento es una gracia por encima de toda gracia
Por encima de todas las otras gracias se señala el fruto de la eterna beatitud, como dice el bienaventurado Dionisio en el primer capítulo de su "Jerarquía celestial". A ella se refiere San Gregorio en la recopilación cuando dice: orad de tal manera que, al apoyarnos en la palanca de la apariencia, la hagamos girar y extraigamos la verdad.
Del mismo modo que Cristo nos penetra con su gracia sagrada por virtud del sacramento, así, de acuerdo con su divinidad, nos dará su gloria como a todos los bienaventurados.
Esto es, además, lo que dijo San Juan: "les di la gloria que me habías dado, a fin de que sean uno con nosotros, como nosotros somos uno, Yo en ellos y ellos en Mí, para que formen una unidad".
La gloria cuyo cumplimiento realizó el Padre en el Hijo es la gloria que se manifiesta en todos los miembros del Cuerpo Místico. En todos centellea y brilla la gloria de Cristo. Por eso, cuando Judas lo traiciona, al ser separado del Cuerpo Místico, Jesús dice en seguida: "ahora, el Hijo del hombre es glorificado". Cuando los gentiles se convirtieron, conocieron inmediatamente su gloria, dice San Juan: "Llegó la hora en que el Hijo será glorificado". No podemos poseer ninguna gloria, fuera de la que el Hijo de Dios expande en nosotros.
Así, espiritualmente penetrados, nos entrega por el sacramento la gloria que el Padre le dio para perfeccionar al mundo; de esta forma no somos más que uno con su propio Cuerpo, como afirma el Apóstol en la primera Epístola a los Corintios (XII); sois el cuerpo de Cristo y sois sus miembros, cada uno por su parte.
De esta manera el Padre, por su Hijo consustancial, glorifica con su deidad a Cristo-Hombre, según su humanidad. Y así el Hijo se glorifica en el Padre, al poseer una sola y misma sustancia divina y gloriosa. Cristo se glorifica en nosotros y nosotros somos glorificados en un solo Padre y un solo Hijo, y estamos consumados en la gracia que es la señal de la gloria eterna; del mismo modo irradiamos luz por la penetración en nosotros de la divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Llegaremos a él y haremos en él nuestra morada (Jn XIV). El habita en nosotros porque entre nosotros ha establecido gloriosa morada.
Así se cumplió lo dicho por el Apóstol en la primera Epístola a los Corintios (XV): "que Dios sea todo en todos". Y es lo que dice Job (XXVIII): "el oro y el vidrio no pueden comparársele". En efecto, el oro y todo lo que es material no se puede igualar al esplendor eterno. El vidrio y todo lo que se encuentra entre las piedras preciosas, revelando por su transparencia lo que está oculto en su interior, grande o pequeño y que no luce cuando se los expone simplemente, no puede igualar esta gloria celestial, que estará en nosotros cuando nuestros espíritus y nuestros cuerpos sean iluminados hasta sus profundidades más recónditas y penetrados por Dios y por la gloria divina.
Esto es lo que entiende San Gregorio comentando, con la Glosa, que en la beatitud el aspecto del cuerpo no oculta a los ojos el espíritu. Estas cosas divinas, dice Dionisio, representan la Eucaristía, que hace penetrar sacramentalmente a Dios en nosotros; y, recibida de este modo, nos incorpora, trazando en nosotros los caminos futuros de su gloriosa divinidad, que nos penetran integralmente, no ocultando sino iluminando todo con su gloria. A esto se refería el libro de la Sabiduría (VII): "es más bella que el sol y que el parpadeo de las estrellas"; comparada con la luz es muy superior a ella. Porque la luz deja lugar a la noche, pero el mal no vence a la sabiduría. Incorporados a esta gloria, nos tornamos semejantes al sol, como se lee en San Mateo (XIII): "entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre"; esto no implica nada extraordinario, ya que son incorporados a Cristo en quien no cabe la oscuridad del pecado y del que se dice en el libro de la Sabiduría (VII) que es el resplandor de la luz eterna, el espejo sin mancha de la majestad de Dios y la imagen de su bondad.
De este modo, vueltos los ojos hacia Dios, lo vemos resplandecer en medio de muchos bienaventurados, como se distingue una luz en una multitud de lámparas, participando ellos de diferentes maneras de una sola y misma dignidad, según su propia diversidad. Tal es el significado que le atribuimos aquí a la Eucaristía y que justifica su denominación de ser una gracia por encima de todas las gracias.
Este sacramento encierra todas las gracias
En el esplendor de los ornamentos sagrados, del seno de la aurora te hizo nacer (Salmo 109); es decir, mi divinidad fecunda te engendra a Ti, Hijo, brillando con todos los esplendores de la santidad, antes que la luz creada apareciera en el cielo y sobre la tierra. Este Hijo, con toda su belleza, está contenido en el sacramento de la Eucaristía ; por eso se puede decir de El lo que aparece en el Eclesiástico (XLIII): "el remedio de todo es una nube que llega rápidamente".
Según la letra, la hostia en la que el cuerpo del Señor está consagrado se denomina nube, ya que se apresura a descender para curarnos y, llegada la hora, el pan que está bajo esta nube se trasmuta rápidamente en el cuerpo de Cristo en el que se encuentra todo remedio. Ya que en El existe eternamente el esplendor de la santidad por el cual todo hombre se cura. Así se puede explicar lo escrito en el tercer libro de los Reyes (VIII): "el Señor quiere habitar en la nube". La Glosa agrega: es decir, se muestra por sus obras. El eligió habitar en esta nube por nuestra salvación y, como todo el esplendor de los santos está en ella, no es sorprendente que en esta imagen resplandezcan quienes la reciben dignamente.
Cada uno de nosotros, con el rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria de Dios, nos transformamos en su misma imagen, más y más resplandeciente, a semejanza del Señor que es Espíritu (II Epístola a los Corintios III). Este sacramento contiene a Cristo con todo el esplendor de su santidad. Incluye el derecho de Cristo en toda la plenitud de la santidad. El Hijo -sabiduría del Padre- dice: "Yo residí en la plenitud de los santos" (Eclesiástico XXIV).
En efecto, en Cristo la plenitud corporal es la santidad. En consecuencia, el Hijo de Dios también es acogido como Dios por el hombre, que recibe este sacramento y que tiene fe en él. Y este hombre, tomado así, debe ser particularmente bienaventurado. Lo dice el Salmo 64: "feliz aquél que elegiste y que acercas a Ti, porque habita en tus atrios; es decir, aquél que recibe esta beatitud particular y privilegiada, por la que Tú, Dios, asumes la naturaleza humana, y que elegiste para elevarle a esta plenitud de santidad". Al ser uno contigo habita en tus atrios, en sitio elevado, donde están todos tus bienes; lugar al que es llamado para gozar antes que todos los otros, participando en la plenitud de tu santidad.
Es perfectamente razonable decir de Cristo lo que se escribió de la participación divina del primer ángel: "Tú eras el sello de la perfección, pleno de sabiduría y belleza y morabas en las delicias del paraíso de Dios" (Ezequiel, XXVIII). Más que todos los otros, el sello de la perfección no difiere en nada de la imagen del Padre, siendo totalmente igual al Padre en la plenitud de la divinidad y de la santidad.
Ahora bien, este sacramento los contiene en la totalidad de su riqueza y de su abundancia. El total de sus riquezas, porque se brinda a todos, según dice el Señor en San Mateo: "he aquí que estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos". Está con nosotros en el sacramento. La totalidad de su abundancia, por que se expande a Sí mismo en todas las partes del Cuerpo místico, como se lee en la Epístola a los Efesios (III): "estamos colmados de la plenitud de Dios".
Además la Epístola a los Efesios (IV) dice: "para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que hayamos alcanzado la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, hasta el estado de hombre perfecto, hecho según la medida de la plenitud de Cristo". Es decir, que todas las cosas que hace Cristo en los misterios de su Iglesia, las hace para llegar a la edificación de su Cuerpo Místico y penetrar armónicamente en la total santidad de su verdadero cuerpo.
De este modo, todos los que somos sus miembros nos ofrendamos a Cristo, nuestro Dios, en la unidad de su fe y en reconocimiento de su santidad, del hombre perfectamente Cristo en todo su cuerpo; participando según la medida de nuestra edad de la gracia y en la plenitud de Cristo; de manera tal, teniendo en abundancia gracia y santidad perfectas, dejamos de ser pequeños e imperfectos. Así Cristo está contenido en este sacramento -llamado con justicia gracia buena- con toda la plenitud de su riqueza y santidad.
El conjunto total de gracias de este sacramento es visible y re conocible, ya que no hay nada en él que no sea plenitud de gracia. Esto dice San Juan (I): "vimos su gloria, gloria como la que el Hijo único tiene de su Padre, lleno de gracia y de verdad". Lo que vimos en El no estaba vacío, sino pleno de gracia, surgiendo de una fuente rica y exuberante. Así Ester (XV) exclama: "eres digno de admiración, Señor, y tu rostro está repleto de gracia".
De cualquier manera que observemos su rostro, lo encontramos admirable y todo bondadoso; el rostro de Dios engendra la gracia y el del hombre la expande; su nacimiento consagra la virginidad; su vida es el ornamento de nuestra existencia cotidiana, su palabra revela las gracias de la verdad, sus milagros prueban la existencia de su poder, su muerte revela la eficacia de su gracia; por ello todo su rostro está lleno de gracias. Y el cúmulo de estas gracias lo contiene totalmente este sacramento, ya que la gracia y la verdad vienen de Jesucristo.
A todos los que reciben este sacramento de la Eucaristía se les trasmite la plenitud y la abundancia de todas las gracias y este sacramento se llama dignamente Eucaristía.
Que este don produce un efecto en aquél que lo recibe
Este don tiene múltiples efectos pero, entre otros, uno esencial o sustancial, junto a otros puramente accidentales.
Su efecto sustancial es la restauración de las fuerzas de la vida espiritual, debilitadas por una larga falta de alimentos.
Los efectos accidentales son de causalidad y de significación. Desde el punto de vista de la causalidad este don une, reconforta e inspira caridad. Desde el punto de vista de la significación, puede decirse que este sacramento es el signo sensible de la verdad y la representación de la beatitud celestial.
El primer efecto, que es esencial, muestra que este don restaura en el orden espiritual como los alimentos corporales en el suyo, y esto es un don de Dios.
Leemos en el Salmo 22: "Tú preparas delante de mí una mesa frente a mis enemigos; esparces óleo sobre mi cabeza y mi copa está desbordante". Al decir que el Señor le prepara delante una mesa, hace referencia al alimento para reparar fuerzas. Añadiendo "frente a mis enemigos" señala que esta refacción le da fuerza contra ellos junto con las virtudes necesarias para superar su inanición espiritual. Diciendo "Tú derramas óleo sobre mi cabeza" indica la abundancia y la dulzura de este don, convertido en alimento deleitable. "Mi copa está desbordante" alude al licor caliente y dulce que se vierte espiritualmente sobre nuestros miembros, inspirando al alma el olvido y transportándola hacia la deleitación divina y hacia la más deliciosa embriaguez.
(San Alberto Magno, Obras Selectas , Ed. Lumen, 2ª Ed., Bs. As., 1993, Pág. 102-108)
Aplicación: J. B. Bossuet - Meditaciones sobre la Eucaristía
DÍA XXVII
Para comprender el fin que se propuso el Hijo de Dios instituyendo la Eucaristía, es necesario oír lo que nos dice por San Juan y hallaremos que en su institución hace tres cosas. En primer lugar, explica lo que nos da. En segundo lugar, el fruto que debemos obtener de lo que nos da. Y en tercer lugar, el medio de sacar dicho fruto.
Lo que nos da, es a Sí mismo. Su carne y su sangre. Y apenas habla de este modo, cuando los que le oyen se escandalizan y dicen: ¡Cómo puede éste darnos a comer su misma carne? (Juan VI, 59). Siempre discurre el hombre contra sí mismo y contra las bondades de Dios. Cuando Jesús, para disponernos al misterio que había de dejar a su Iglesia en el día de la cena, dijo que nos daría a comer su carne y a beber su sangre, cayeron los judíos en tres errores. Creyeron que les hablaba de la carne de un mero hombre, del hijo de José; primer error. De una carne semejante a aquella con los hombres alimentan a sus cuerpos; segundo error. De una carne en fin, que consumirían comiéndola; tercer error.
Contra el primero, les dice Jesús: Yo soy el pan vivo que bajado del cielo (Juan vi. 41). La carne que nosotros comemos es la carne del hijo de José: es la carne del Hijo de Dios. Una carne concebida por obra y gracia del Espíritu Santo y forma de la sangre de una virgen (Lile. I. 35). El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te hará sombra, y la cosa santa, que nacerá de ti se llamará Hijo de Dios. Quod nascetur est Sanctum. En substancia, para los que saben algo de gramática entienden la fuerza del género neutro, es lo mismo que decir una cosa substancialmente santa. Modo de hablar que hace ver que la santidad es substancial en Jesucristo. ¿Por qué? Porque su persona es santa por sí misma, por la santidad esencial y substancial d Hijo de Dios. Y porque, continúa el ángel, se llamará Hijo a Dios. ¿Qué quiere decir se llamará? ¿Que no lo será por esencia y que sólo le darán ese nombre metafóricamente? No por cierto. Al contrario, que le llamarán Santo por excelencia. El Padre que engendró desde la eternidad, lo engendrará en el seno de María. La virtud del Altísimo la cubrirá con su sombra. Se insinuará, pasará a su seno, y la carne que tomará el Hijo de Dios en las entrañas de esta virgen, será formada por el Espíritu Santo. Conque será una carne Santa por la santidad del Hijo de Dios que se unirá ella. Será llena de vida, viva y vivificante par sí misma. Y ve aquí, cómo el primer error queda confundido.
Para rebatir el segundo, que consiste en imaginarse que la vid que Jesucristo prometía por medio de su carne sería la vida común y mortal, repite e inculca en todo su sermón, que la vida que nos quiere dar, es la vida eterna, tanto del alma como del cuerpo. La voluntad de mi Padre es que yo no pierda nada de todo la que me ha dado y que lo resucite en el último día. El que come de este pan, de la vianda celestial, de mi carne, que Yo daré por la vida del mundo, vivirá eternamente (Juan VI, 39).
Para confundir el tercer error de los judíos, que consistía en que imaginaban que hablaba de una carne que se consumiría comiéndola, les dice: ¿Eso os escandaliza? Mas os admiraréis cuando veáis al Hijo del hombre subir al lugar de donde ha venido.(Juan VI, 62-63). Comeréis mi carne pero por eso no me quedaré menos vivo ni menos entero. Como si dijera. No imaginéis que os hablo de una carne humana y común o de la carne del hijo de José, ni que os hablo de una carne que se os debe dar para mantener la vida mortal, ni por consiguiente de una carne triturable y consumible. La carne, en ese sentido, nada aprovecha. El espíritu es el que vivifica y las palabras que yo os diga son espíritu y vida (Ibi. 64). Y aun cuando no hubiera hablado, digámoslo así, sino de mi carne y de su sangre real y verdadera, y de comer aquélla y de beber ésta, deberíamos entender que en su carne y en su sangre todo es espíritu y todo espíritu unido a la vida y al espíritu, puesto que su carne y su sangre son carne y sangre del Hijo de Dios.
Otro tanto como deseamos la vida, debemos desear aquella santísima carne por la cual vivimos y en la cual se contiene la verdadera vida y que es propiamente la vida. He conocido que ha salido virtud de mí (Luc. VIII, 46). Pues aquella virtud era a propósito para curar cuerpos. ¿Cuánto más abundante virtud saldrá de Él para vivificar almas? Acerquémonos a esta carne. Toquémosla, comámosla y saldrá de ella una virtud que dará vida a nuestras almas y si conviene, a nuestros cuerpos.
Lo mismo sucede con la sangre de Jesús, la cual esta llena de virtud para vivificamos, porque es la sangre del Hijo de Dios. La sangre del Nuevo Testamento, como él mismo la llama, es decir, según San Pablo (Heb. XIII. 20). La sangre del testamento eterno por el cual el Gran Pastor de las ovejas ha salido libre de la muerte. Él mismo ha resucitado de entre los muertos en virtud de su misma sangre, porque debía entrar en su gloria por medio de sus trabajos Y por medio de esta misma sangre, de esta sangre del Testamento y de la eterna alianza debemos heredar también nosotros su reino y gozar la vida eterna.
Comamos, bebamos, vivamos, alimentémonos y unámonos a la vida por medio de esta carne y esta sangre que vivifican, pues las ha tomado para acercarse a nosotros. No habiendo querido unirse a la naturaleza de los ángeles sino a la posteridad de Adán -quiere decir a la naturaleza humana-. Y porque los hombres están compuestos de carne y sangre, Él también ha querido ser compuesto de una y otra (Heb. II., 14-16). Por eso se une con nosotros y nos salva. Ya hemos dicho muchas veces y no cesaremos de repetir que aquella carne y sangre son las ataduras que nos unen con Él, el instrumento de nuestra salvación y la fuente de nuestra vida, porque las ha tomado por nosotros. Porque las ha ofrecido por nuestra salvación y la fuente de nuestra vida. Porque las ha tomado por nosotros. Porque las ha ofrecido por nuestra salvación y porque todavía nos las da para vivificamos. Acudamos con santo apetito a esta Mesa Celestial en donde todo es espíritu y vida.
DÍA XXVIII
La fe da la inteligencia de este misterio (Juan vi. 35, 47).
No basta saber qué linaje de don es el que recibimos de Jesucristo, sino que también es necesario saber de él dos cosas muy precisas. La una, el fruto que debemos sacar de él y la otra, cómo nos hemos de portar para sacar dicho fruto.
El capítulo del Evangelio de Juan que vamos exponiendo nos lo explicará claramente. Pero lo que necesitamos saber ante todas las cosas es que sólo Dios nos puede dar esta inteligencia como consta de aquellas palabras: No murmuréis entre vosotros. Nadie puede venir a Mí si mi Padre que es quien me ha enviado, no lo atrae (Jn. VI. 43, 44). Para venir pues a Jesús y penetrar en sus palabras, es preciso ser atraído por el Padre.
¿Y qué quiere decir ser atraído por el Padre sino ser enseñado por Dios como añade el Salvador?: Escrito está por los profetas que todos han de ser enseñados par Dios. Todo aquel que hubiere oído la voz de mi Padre y haya aprendido lo que le enseño, vendrá a mí (Ibid. 45), y así ser atraído es oír su voz, y ser enseñado por la suave y poderosa insinuación e inspiración de la verdad.
Cuando uno se halla instruido de esta suerte, no murmura de sus palabras, sino más bien las entiende y gusta de ellas y por eso dice: Hay entre vosotros quienes no creen, por lo cual os he dicho que nadie puede venir a Mí si primero no se lo concede mi Padre (Ibid. 65, 66). Con que aquel a quien se ha concedido que crea en Jesucristo, es el que es llevado. El Padre nos lleva a Jesucristo cuando nos inspira la fe. Yo creo. Señor, yo creo y no soy de aquellos que quieren retirarse de Vos a causa de la profundidad de vuestras palabras. Antes bien, soy de los que dicen con San Pedro: Maestro, ¿a quién iremos? Vos tenéis palabras de vida eterna. Y así nosotros hemos creído y conocido que sois Cristo, Hijo de Dios vivo.
¡Ea! Cree, hermano mío y comprende lo que crees. Cree como verdadero hijo de la Iglesia, dócil, humilde y verdaderamente enseñado por Dios, que después de haber sido así enseñado por Dios, y traído a la fe lo serás también a la inteligencia de los Misterios, en cuanto necesites confirmarte en la fe. Y así dirás siempre pero especialmente al comulgar: Señor, he creído y conocido que sois Cristo, Hijo de Dios vivo (Ibid. 70). En la meditación de mañana nos explayaremos algo más, si Dios quiere. Pidamos a este Padre Jesucristo, que también ha querido serlo nuestro, que nos atraiga, que nos enseñe más y más y que nos haga oír su voz y comprender su palabra.
DÍA XXIX
La vida eterna es el fruto de la Eucaristía (Juan VI. 35, 47)
Dos cosas tenemos que examinar aquí. La primera, es el fruto espiritual que debemos sacar de la Eucaristía y la segunda, el modo de sacar dicho fruto. Qué fruto sea este, es fácil de entender, pues es el desapegamos de la vida mortal y unirnos con Dios. Lo cual explica Jesucristo claramente con aquellas palabras: En verdad, en verdad os digo, que me buscáis no porque habéis visto los prodigios que he obrado, sino por haber comido de los panes que multipliqué en el desierto y de que os hartasteis. Trabajad no por la vianda que perece, sino por lo que no perece jamás, la cual el Hijo del hombre os dará, porque a éste el Padre Dios aprobó con su sello confirmando su doctrina y sumisión con tantos milagros.
¡Bien claramente os explicáis, Salvador mío! Vuestro ánimo es desprendernos de la vianda y de la vida presente y caduca que se lleva nuestras atenciones y por la que trabajamos todo el año, y traspasar nuestra diligencia y trabajo a la vianda y a la vida que no perecen. Enseñadme, Salvador mío; atraedme de aquel modo admirable que hace que pasemos a Vos. Apartadme de todos aquello cuidados que no se enderezan sino a vivir para morir. Haced gustar de aquella vida en donde jamás se muere.
¡Qué de milagros hacéis para que creamos en Vos! (Ibid.30, 31). ¡Qué de maravillas y prodigios! Nos habéis saciado de pan en el desierto, es verdad ¿pero ese pan acaso es comparable con el maná que Moisés dio a nuestros padres del cual está escrito: ¿Qué les dio de comer Pan del Cielo? El pan que Vos nos habéis dado es pan de la tierra y hay tanta diferencia entre Vos y Moisés como entre la tierra y el cielo.
Las cuales palabras nos enseñan que los judíos no pensaban sino en los medios de sustentar la vida perecedera y mortal y que, no sin razón, Jesucristo les había reprendido sus deseos carnales porque no ponían el pensamiento en otra comida más noble que en la del maná con que mantuvieron sus cuerpos en el desierto, ni conocían otro cielo que las nubes que lo habían llovido; sin trascender a que no había tomado la denominación de pan del cielo y de ángeles, sino porque era figura de Jesucristo que les había de traer la vida eterna.
Por eso, pues, usa de la expresión de que se sirve la Escritura, para ensalzar el milagro del maná y para levantar las almas al verdadero pan de los ángeles, que es el que las hace bienaventuradas; puesto caso que después que Jesucristo encarnó, se ha hecho familiar y perceptible a los hombres para darles vida.
Díceles que ha bajado del cielo; que quien venga a él jamás tendrá hambre y quien crea en El jamás tendrá sed. Que Él es, por consiguiente, el verdadero Pan y el verdadero sustento de las almas que vienen a Él por la fe. Empero, que no por eso se pueden - prometer los hombres unirse con su divinidad, dado que es un objeto muy alto para una naturaleza pecadora y abandonada a los sentidos corporales. Que se ha hecho hombre, para habitar entre los hombres; que la carne que ha tomado es el solo y único medio que les ha dado para unirse a Él y que por eso lo ha llenado de la misma Divinidad, y, consiguientemente, del espíritu de la gracia, o corno dice San Juan (I, 44) : De la gracia y de la verdad, y en otra parte (m. 34), que el espíritu no le ha sido dado con medida y que todos hemos recibido de su plenitud, es decir, del espíritu de que está lleno. Con que de aquí se sigue que nosotros tenemos en Él la verdadera vida, la vida eterna, la vida del alma y del cuerpo. Y no precisamente en Él, como Hijo de Dios, sino también como Hijo del hombre.
Trabajad en prepararos a recibir la vianda que se os dará por el Hijo del hombre, con tal que, al mismo tiempo, creáis que Él es el Pan que ha bajado del cielo; esto es, que Él es el Hijo de Dios, y con tal que creáis también que su carne con que os quiere dar vida, está llena de vida y de espíritu. Y así, el fin a donde se endereza es a hacernos vivir vida eterna, según el cuerpo y el alma. La voluntad de mi Padre, dice (Juan VI, 39, 59) es que no pierda Yo, nada de lo que me ha dado, y que, para dar vida, así al cuerpo como al alma, lo resucite en el último día. Y aún más: Vuestros padres comieron el maná y, con todo eso, murieron, pero el que comiere de este pan, vivirá eternamente.
Ved aquí, pues, el fruto de la Eucaristía, instituida para llenar el deseo que tenemos de vivir y para darnos, por medio de ella, la vida eterna del alma por la manifestación de la verdad, y la del cuerpo, por la gloriosa resurrección. Señor, ¡qué más tengo que desear! ¡Vivir. Vivir en Vos; vivir para Vos; vivir de Vos y de vuestra eterna verdad. Vivir eternamente; vivir en el alma, vivir en el cuerpo; ¡no perder nunca la vida y vivir siempre! Todo esto tengo en la Eucaristía. Luego lo tengo todo. Solamente me falta gozar de ello.
( J. B. Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio, Ed. Difusión, Buenos Aires, 1943, pg. 333-339)
Aplicación: Mons. Coeur (1853) - El Misterio del Amor
Hermanos míos, en el momento en que despliego los labios para hablar de la obra mas excelente y magnífica de la bondad de Dios, siento una especie de inquietud, y necesito tranquilizarme considerando el lugar en que estamos y las personas que me escuchan ; y no porque mi fe se atemorice, sino porque hay ciertas cosas, tan sublimes por su naturaleza, que no están al alcance del pensamiento humano; tan elevadas y vastas que sobrepujan a todas las proporciones de su alma ; tan grandes y fuertes que aniquilan su inteligencia. Para comprenderlas se necesita un entendimiento ya preparado. No debe creerse que pueda llegarse a semejante altura de un salto precipitado, sino por una serie de progresos lentamente graduados; no debe creerse que una vista, enferma todavía, tenga bastante fuerza para fijarse en el sol ; si se le quiere evitar uno de esos deslumbramientos que ciegan, es necesario proporcionarle los rayos de luz. Por eso todos los que han tenido que decir grandes cosas no las han echado al mundo sin discernimiento. El poeta en medio de su admiración entusiasmada le decía al profano vulgar: ¡Aléjate! Sócrates y Platón no iban a divulgar a la casualidad en las plazas públicas los más augustos secretos de su filosofía; basta en las ciencias físicas si el genio de Newton hubiese pronunciado a ciertos oídos las leyes del universo, solo le hubiera valido una sonrisa de desprecio.
Porque si el ingenio humano a pesar de ser tan frágil y miserable, aunque se halle en su mayor fuerza, se ha visto obligado a veces a disimular su gloria, ¿hemos de admirarnos de que el ingenio religioso que es mayor y mas extenso que todos los demás, infinito porque es divino, se haya visto obligado algunas veces a echar sobre su majestad una capa de nubes? En tiempo de los Hebreos el Santo de los santos se hallaba cubierto con un velo impenetrable y en sus catacumbas al momento en que la divinidad iba a descender, invisible y presente, sobre la piedra sepulcral transformada en altar, los primeros cristianos echaban una mirada en torno suyo ; los diáconos pronunciaban una palabra, y los profanos habían desaparecido.
Pero aquí, hermanos míos, no encuentro un solo profano; no veo en todas partes mas que almas familiarizadas desde la infancia con las inspiraciones religiosas, y por lo mismo no necesito usar de precaución alguna; hablaré en alta voz del misterio de amor, de la comunión cristiana. Ahora bien, aunque mi intención es probar a mis oyentes que lo comunión pascual es un deber para ellos, no abordaré directamente esta materia, porque sé que en el tiempo en que vivimos de indiferencia hacia la ley religiosa, antes de relatar el texto, es a veces maravillosamente útil hacer conocer los motivos.
Llamaré pues vuestra atención hacia la excelencia de la comunión cristiana. Bajo este punto de vista la presentaré como el gran principio de armonía en el universo, de armonía entre el cielo y la tierra, de armonía en la humana naturaleza.
Tal será pues en una palabra y muy precisamente el objeto de este discurso; la comunión es el medio de armonía, necesario entre Dios y el hombre; primer punto: es el principio mas enérgico de armonía en la naturaleza humana; segundo punto. Ave, Maria.
Hermanos míos: la felicidad no es posible para el hombre mas que con la condición de estar en armonía con Dios, porque Dios es todo belleza y orden, y el hombre todo desorden y miseria ; Dios es la vida, la fuerza, la luz ; el hombre es la nada, la debilidad y la ignorancia ; así pues el hombre debe tratar por todos los medios posibles de esforzarse a establecer la armonía entre Dios y él ; este es su primero y mas augusto deber ; la razón lo proclama, y no hay religión alguna en el mundo que no le imponga eso mismo como una sagrada obligación. Ahora bien: esta armonía no puede establecerla sino uniéndose Dios según la medida de sus fuerzas; pero todo acto de unión a Dios es un acto de comunión: por ese motivo la comunión es el principio necesario de toda armonía, y por consiguiente de toda la felicidad posible.
Por eso si la comunión cesa enteramente, se concluyó la armonía entre Dios y el hombre, y tendréis el infierno.
Pero sí se desenvuelve en toda su plenitud, habrá entre Dios y el hombre una armonía tan completa y fecunda como puede permitirlo la infinita distancia de ambas naturalezas, tendréis el cielo.
En efecto, lo que constituye el infierno es la ausencia de toda comunión. El réprobo no comulga mas a Dios, a su hermosura, ni a su gloria, y de eso provienen sus dolores morales; ni a su fuerza vivificadora y fecunda, y de eso nacen sus dolores sensibles; ni a su orden inmutable y tranquilo, y por eso se agita en el eterno desorden.
Pero que esa comunión se desenvuelva en toda su plenitud tendréis el cielo. Los santos comulgan á Dios, su gloria, su fuerza, su luz y eternidad; y allí beben constantemente esos torrentes de placeres inefables, que penetran sus almas y las inundan. Así es, amados hermanos, como comulgan todos los justos que han fallecido hace seis mil años con los signos de la fe; así es como llenan continuamente el precepto del amor. Los parientes y amigos que hemos perdido son más felices que nosotros, pobres y tristes viajeros, que comemos el Cordero pascual con un bastón en la mano y jugos amargos en la boca. En efecto, la plenitud de la comunión está prohibida para todas los almas que no han sacudido todavía su cubierta mortal; pero no están exentas de comulgar con Dios, porque en todos los estados imaginables de su existencia su primer deber es formar con Dios una sociedad armónica.
Ahora bien, hermanos míos, se conciben muchas formas posibles de comunión, aun en el estado actual, porque hay muchos medios de unirse a la divinidad. Y en efecto, sin hablar todavía de la comunión eucarística, la cual promete entregarnos inmediatamente su persona, se concibe otra forma de comunión que nos une a la vida, a la ciencia, a la fuerza de Dios, y bajo ese punto de vista general, la comunión es el mismo principio de las cosas, la ley inviolable y sagrada de todas las existencias; porque como la criatura no tiene ni puede tener nada por si misma, todo lo que posee le viene por necesidad de su unión, de su comunión con Dios ; todos los seres del universo, desde los ángeles hasta el lodo, no viven mas que por su unión, por su comunión con la vida de Dios; todo cuanto se mueve en la tierra, desde los cuerpos celestes que resuenan en el espacio como la música divina, hasta el insecto que se oye bajo una hoja marchita caída del árbol, si todo esto no comunicase con la fuerza del principal motor, todo se pararía al instante, inmóvil y abatido : todo ese placer y alegría que experimenta el alma humana, todas esas sensaciones deliciosas que percibe, no son otra cosa que Dios reflejándose en ella puro y suave, es una comunión imperfecta de su felicidad ; esas ideas que resplandecen en nuestra inteligencia, esos rayos de luz del pensamiento, son una comunión imperfecta de la ciencia de aquel que alumbra e ilustra a todo hombre que viene al mundo, y el hombre está dotado de un ingenio feliz, o yace en el idiotismo según el desarrollo de esta comunión es mas ó menos completo ; todo esto no es sino la comunión natural llevada al grado mas elevado. En las más altas regiones del orden moral, nuestras buenas obras, la virtud y la justicia, son también una comunión de la gracia que las produce y las consuma. De suerte que virtud, ingenio, felicidad, movimiento, vida, todo esto es la comunión en el orden natural; ella es la que mantiene el equilibrio en la tierra; y el,
día en que cese, el desorden moral, la desgracia, las tinieblas, la inmovilidad, la nada, harían desaparecer el mundo. .
Y sin embargo, hermanos míos, el cristianismo nos anuncia una forma de comunión mas excelente todavía, pues las de que hasta ahora hemos hablado solo nos hacen participar de la vida, de la ciencia, de la fuerza de Dios, y el cristianismo promete darnos inmediatamente su persona. El cristianismo nos hace ver en primer lugar al Verbo eterno dejando su trono para mezclarse con nosotros, para unirse, es decir, para comunicar al mismo tiempo con toda la naturaleza humana, revistiéndola en su encarnación. Luego nos presenta al Verbo encarnado ofreciéndose a cada uno de nosotros, comunicando con cada uno de nosotros, y aplicándonos individualmente lo que en un principio era solo el tesoro común, el socorro general de la humanidad. Tales son pues las dos partes, y por decirlo así, los dos actos de la comunión: primero, la comunión del Verbo eterno con la humanidad entera en su encarnación; después, la comunión del Verbo encarnado con todos y cada uno de los mortales en el misterio eucarístico.
Pero esta idea tan magnífica de la comunión, ¿será acaso solo un error sublime? O bien, si es necesario reconocerla como una verdad, ¿basta para realizar, entre Dios y el hombre, una armonía tan completa, tan desarrollada como lo permiten en la tierra los limites de nuestra naturaleza en el estado de la peregrinación? He aquí lo que examinaremos rápidamente.
Hemos dicho que la comunión cristiana es, en su primer acto, la presencia de Dios en la encarnación, en su segundo acto, la presencia positiva de Dios encarnado bajo el velo eucarístico. Ahora bien, la presencia de Dios en la encarnación es lo mismo que la divinidad de Jesucristo, dogma fundamental, que indudablemente no hay aquí nadie que lo niegue, que lo hemos demostrado, y del cual no daremos hoy mas que la siguiente prueba: Jesucristo ha declarado alta y públicamente que era Dios, y en confirmación de su palabra, ha mandado a la naturaleza, a los elementos, a la muerte : la naturaleza, los elementos y la muerte lo han obedecido.
En cuanto a la presencia positiva de Dios encarnado bajo el velo eucarístico, desearía presentárosla rodeada de sus pruebas incontestables; pero no permitiéndolo los límites de un discurso, me concreto a una sola, invencible sin embargo, invencible y sublime. Y todavía necesito, antes de dárosla, recordar a mi memoria el sitio en que estoy, pues en cualquiera otra parte que en un templo cristiano y ante un auditorio de cristianos, seria por el momento ineficaz y nula.
(…)
¡He aquí la comunión! ¿Hay que admirarse de que Dios nos la imponga como un deber? Pues qué, ¿no es un deber para nosotros el estar en armonía con Dios, con nuestros hermanos, con nosotros mismos? Además, no olvidemos que Jesucristo nos ha dado la orden formal y positiva: "Si no recibís el cuerpo del Hijo de Dios corno alimento, y su sangre como bebida, no tendréis la vida en vosotros."
Esta es la sanción del precepto: ¡No tendréis la vida! es bajo pena de muerte. Y este precepto, aquellos a quienes pertenecía por derecho divino el gobierno de la Iglesia, han fijado su cumplimiento a la época de la Pascua, lo menos una vez al año.
¡Oh hermanos míos! ¿seremos sordos á aquella voz? Causa lástima cuando se consideran los motivos que detienen al cristiano lejos de Dios. ¡Ah! no es la incredulidad; se cree aun en Dios, pero se tiene vergüenza de él, y no se quisiera correr el riesgo de envilecerse abrazándolo. ¡Oh hombre! tú has encontrado a tu Dios á la puerta del mundo, humillado, desconocido, y tú has hecho como si no lo vieras; tú no hubieras querido que te sospechasen algunas relaciones con aquel miserable. ¡Oh Dios mío! se experimenta un grande desfallecimiento al veros tratado de tal modo! ¡Oh santidad! ¡Oh verdad! ¡no sois vosotras a quienes se ama! ¡ Oh hombre! si hubieras encontrado á Dios en el resplandor de una corte brillante cubierto de pedrerías, rodeado de homenajes, lo habrías adorado con vehemencia; y porque está solo, es decir, porque él no es mas que tu amigo, tu redentor, tu victima, tu Dios, haces ademan de no verlo!
¡Oh Dios mío! si no se tuviera compasión sincera por todos esos desdichados, casi se tendría uno por feliz, casi se envanecería uno de ser solo á serviros en medio de tan gran número de ingratos! ¡Y cómo se despreciarían las burlas y las censuras! ¡Con qué gozo se harían todos los sacrificios! ¡Cómo se hallaría en todos los desprecios una nueva ocasión de triunfo! Pues esto probaría que no es un brillo profano el que se busca en vos; que lo que se ama sois vos, vos solo, vuestro amor, vuestra bondad, vuestra inmensa adhesión a vuestra indigna criatura! ¡Oh Dios mío! nosotros tomaremos cerca de vos ese lugar que se abandona; nosotros os pediremos la gracia de vivir á vuestros pies, la gracia también de morir en ellos.
(Biblioteca selecta de predicadores (Mons. Coeur), Tomo 3, Ed. Librería de Rosa, Bouret y Cia., París, 1853, pg. 581-586; 598-599)
Aplicación: R.P. Ervens Mengelle, I.V.E. - Fe y Sacramento
El texto evangélico que acabamos de leer es continuación del que hemos leído la semana pasada, es decir del llamado “Sermón del Pan de Vida” ¿En qué consiste ese pan de vida? “... la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1346). El Pan de Vida no es otro que Cristo mismo (Yo soy el Pan de Vida), alimento que nos es ofrecido en un doble modo. En primer lugar, en la Liturgia de la Palabra, como Verbo predicado y enseñado: está escrito en los profetas: serán todos enseñados por Dios. Todo el que escucha al Padre y aprende viene a mí (v. 45). En segundo lugar: en la Liturgia de la Eucaristía, como Verbo presente bajo las especies eucarísticas para ser comido: el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo (v. 51). Bajo el primer modo hemos hablado el domingo pasado; bajo el segundo modo, hemos de hablar, Dios mediante, el próximo domingo. Pero, la parte del sermón que nos toca comentar hoy guarda relación con ambos. Nos hace presente, de hecho, las dificultades que surgen ante este misterio y cuál debe ser la respuesta para poder recibir, de manera fructuosa, el Pan de Vida.
1. Necesidad de la Fe
El comienzo nos muestra las dificultades que tenían los judíos para recibir las enseñanzas de Cristo, dificultades que, en cierto sentido, se hacen presentes en todo hombre, particularmente en quien todavía no posee la fe. Poco antes, Jesús había enseñado: es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo, porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo (v. 32-33). A estas palabras, que nos enseñan que es un don de Dios, los judíos habían dicho: Señor, danos siempre de ese pan (v. 34), ante lo cual Jesús declaró: Yo soy el pan de la vida... he bajado del cielo para hacer la voluntad del que me ha enviado (v. 35.38).
Luego de que Cristo dijo esto, continúa lo que hemos leído en el evangelio de hoy, es decir, los judíos comenzaron a murmurar (cf. v. 41-42) y entonces Jesús anuncia una enorme gracia: Nadie puede venir a mí si el Padre no lo atrae (v. 44). El texto original nos habla de una atracción fuerte, violenta, casi como arrastrar a alguien por la fuerza, como si fuese contra su propia voluntad. Ante esta revelación de Jesús, se pregunta san Agustín: “¿Qué decimos, hermanos? ¿Que si somos llevados a Cristo, entonces creemos a pesar nuestro, es decir es por efecto de la presión y no por efecto de nuestra libre voluntad?... Algunos podrían decirnos: ¿de qué manera creo por mi voluntad si soy llevado por Dios? Yo respondo: no eres llevado por medio de la voluntad, sino por medio del gozo... Se trata de cierto gozo interior, del cual es alimento el pan celestial... Si el poeta ha podido decir “cada uno es atraído por su placer” (Virgilio, Egl. 2), ¿con cuánta mayor razón podemos decir nosotros que el hombre es atraído a Cristo, dado que en Él encuentra la alegría de la verdad, de la felicidad, de la justicia, de la vida eterna...? Dame un corazón que ama y él entenderá lo que digo. Dame un corazón que desea, un corazón hambriento y sediento que se siente en exilio en esta soledad terrena, un corazón que suspira la fuente de su morada eterna y él confirmará lo que digo. Pero si hablo a un corazón frío, él no podrá entenderme. Y así eran los que murmuraban...” (in Ioan. 26).
En última instancia, para llegar a recibir a Cristo, se hace necesaria la fe, que requiere a su vez una apertura del corazón: “El Espíritu Santo dispone a la recepción de los sacramentos por la Palabra de Dios y por la fe que acoge la Palabra en los corazones bien dispuestos” (1133). “el sacramento es preparado por la Palabra de Dios y por la fe que es consentimiento a esta Palabra” (1122). Y por eso dice el evangelio: el que escucha al Padre y aprende, viene a mí (v. 45). Aprender viene de aprehender, es decir, tomar para uno mismo. Y esto no es otra cosa que la fe: “virtud sobrenatural, infundida por Dios en nuestra alma, por la cual creemos todo lo que Dios nos ha revelado y nos enseña por medio de la Iglesia”.
2. Fe y Sacramento
En síntesis, vemos que Jesús procede de manera progresiva mostrándose como Palabra de Dios, como Verbo de Dios que ha de ser recibido, en primer lugar, por la fe, para ser luego aceptado en el sacramento (cf. vv. 50-51; vale la pena tener presente que la palabra latina “sacramentum” es traducción de la palabra griega “mystérion”).
Ahora, esto que Cristo hizo hace veinte siglos se continúa en nuestros días, particularmente en la Liturgia, que comienza por la proclamación de la Palabra de Dios que enardece, aviva nuestra fe, de tal modo que nos dispongamos mejor para el sacramento. Al respecto, dice el Papa: “la Virgen (cf. Lc 11,28) indica el camino maestro de la escucha de la palabra del Señor, momento esencial del culto, que caracteriza a la liturgia cristiana. Su ejemplo permite comprender que el culto no consiste ante todo en expresar los pensamientos y los sentimientos del hombre, sino en ponerse a la escucha de la palabra divina para conocerla, asimilarla y hacerla operativa en la vida diaria” (Catequesis del 10-09-97).
Por ello, si bien es importante la recepción del sacramento, no se puede prescindir de la proclamación de la Palabra: “La liturgia de la Palabra es parte integrante de las celebraciones sacramentales. Para nutrir la fe de los fieles, los signos de la Palabra de Dios deben ser puestos de relieve: el libro de la Palabra (leccionario o evangeliario), su veneración (procesión, incienso, luz), el lugar de su anuncio (ambón), su lectura audible e inteligible, la homilía del ministro, la cual prolonga su proclamación, y las respuestas de la asamblea (aclamaciones, salmos de meditación, letanías, confesión de fe...)” (1154).
Porque, a fin de cuentas, ¿qué es la celebración, esto que hacemos? Lo dice de manera hermosa y clara el Catecismo: “Toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en Cristo y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo a través de acciones y de palabras. Ciertamente, las acciones simbólicas son ya un lenguaje, pero es preciso que la Palabra de Dios y la respuesta de fe acompañen y vivifiquen estas acciones, a fin de que la semilla del Reino dé su fruto en la tierra buena. Las acciones litúrgicas significan lo que expresa la Palabra de Dios: a la vez la iniciativa gratuita de Dios y la respuesta de fe de su pueblo” (1153).
3. Sacramento y Fe
Es decir, no se da sólo la fe como simple preparación para el sacramento, sino que hay una relación más profunda. En realidad, se da una mutua cooperación entre la fe y el sacramento: “los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios, pero, como signos, también tienen un fin instructivo. No sólo suponen la fe, también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones; por eso se llaman sacramentos de la fe” (1123).
Por eso, es necesario tener cuidado de no caer en una tentación muy común en nuestros días, una tendencia, de matriz protestante, de querer convertir la misa en un show, en donde nosotros expresemos nuestra fe y nuestros sentimientos; el acto de culto es concebido como algo que brota exclusivamente de nosotros para manifestar nuestra fe y que este es el elemento prioritario. En realidad, el trabajo es al revés, no se trata de que venga yo y quiera hacer lo que a mí me parezca, sino que se trata de esforzarme por comprender lo que hace la Iglesia para crecer en la fe: “La fe de la Iglesia es anterior a la fe del fiel, el cual es invitado a adherirse a ella. Cuando la Iglesia celebra los sacramentos confiesa la fe recibida de los apóstoles... La liturgia es un elemento constitutivo de la Tradición santa y viva” (1124). Y, “por eso ningún rito sacramental puede ser modificado o manipulado a voluntad del ministro o de la comunidad. Incluso la suprema autoridad de la iglesia no puede cambiar la liturgia a su arbitrio, sino solamente en virtud el servicio de la fe y en el respeto religioso al misterio de la liturgia” (1125).
La Biblia habla precisamente de “obediencia de la fe” (ob-audire; cf. 144)
4. Conclusión
En síntesis, la fe permite superar las dificultades a que hacíamos mención al principio y que tenían los judíos, pero no es la fe concebida como mera convicción personal, sino la fe que es don sobrenatural de Dios y que se integra en la fe de la Iglesia. Y es de esta manera que podemos alcanzar verdaderamente la vida: “El Espíritu Santo no solamente procura una inteligencia de la Palabra de Dios suscitando la fe, sino que también mediante los sacramentos realiza las “maravillas” de Dios que son anunciadas por la misma Palabra: hace presente y comunica la obra del Padre realizada por el Hijo amado” (1155). Y, por eso, san Agustín termina su comentario diciendo: “el que quiere vivir, tiene donde vivir, y tiene de qué vivir. Acérquese, crea, entre en el cuerpo y participará de la vida. No rehúya la unión con los otros miembros, no sea un miembro corrompido que merezca ser cortado, no sea un miembro deforme del cual deba avergonzarse el cuerpo; sea hermoso, sea armonioso, sea sano, únase al cuerpo y viva de Dios y para Dios: se cansará sobre la tierra pero para reinar, después, en el cielo” (in Ioan. 26)
La Virgen mereció recibir en su seno al Verbo que primero había recibido en su alma por la fe. De manera semejante, acudamos con fe al sacramento para merecer también nosotros ser sagrarios del Verbo de Dios.
(MENGELLE, E., Jesucristo, Misterio y Mysteria , IVE Press, Nueva York, 2008. Todos los derechos reservados)
Aplicación: San Pedro Julián Eymard (I) - La Fe en la Eucaristía “Quien cree en mí tiene la vida eterna”. Jn, 6, 47
I.
¡Qué felices seríamos si tuviésemos una fe muy viva en el santísimo Sacramento! Porque la Eucaristía es la verdad principal de la fe; es la virtud por excelencia, el acto supremo del amor, toda la religión en acción. Si scires donum Dei. ¡Si conociésemos el don de Dos!
La fe en la Eucaristía es un gran tesoro; pero hay que buscarlo con sumisión, conservarlo por medio de la piedad y defenderlo aun a costa de los mayores sacrificios..
No tener fe en el santísimo Sacramento es la mayor de todas las desgracias.
Ante todo, ¿es posible perder completamente la fe en la sagrada Eucaristía, después de haber creído en ella y haber comulgado alguna vez?
Yo no lo creo. Un hijo puede llegar hasta despreciar a su padre e insultar a su madre; pero desconocerlo…imposible. De la misma manera un cristiano no puede negar que ha comulgado ni olvidar que ha sido feliz alguna vez cuando ha comulgado.
La incredulidad, respecto de la Eucaristía, no proviene nunca de la evidencia de las razones que se puedan aducir contra este misterio. Cuando uno se engolfa torpemente en sus negocios temporales, la fe se adormece y Dios es olvidado. Pero que la gracia le despierte, que le despierte una simple gracia de arrepentimiento, y sus primeros pasos se dirigirán instintivamente a la Eucaristía.
Esa incredulidad puede provenir también de las pasiones que dominan el corazón. La pasión, cuando quiere reinar, es cruel. Cuando ha satisfecho su deseo, despreciada y combatida, niega. Preguntad a uno de esos desgraciados desde cuando no cree en la Eucaristía y, remontando hasta el origen de su incredulidad, se verá siempre una debilidad, una pasión mal reprimida, a las cuales no se tuvo valor de resistir.
Otras veces nace esa incredulidad de una fe vacilante y tibia, que permanece así mucho tiempo. Se ha escandalizado de ver tantos indiferentes, tantos incrédulos prácticos. Se ha escandalizado de oír las artificiosas razones y los sofismas de una ciencia falsa, y exclama; “si es verdad que Jesucristo está realmente presente en la sagrada Hostia, ¿cómo es que no impone castigos? ¿Por qué permite que le insulten? ¿Por otra parte, ¡hay tantos que no creen!, y, con todo, no dejan de ser personas honradas.
He aquí uno de los efectos de la fe vacilante; tarde o temprano conduce a la negación del Dios de la Eucaristía.
¡Desdicha inmensa! Porque entonces uno se aleja, como los cafarnaítas, de aquel qu tiene palabras de verdad y de vida.
II.
¡A qué consecuencias tan terribles se expone el que no cree en la Eucaristía! En primer lugar, se atreve a negar el poder de Dios. ¿Cómo? ¿Puede Dios ponerse en forma tana despreciable? ¡Imposible, imposible ¿Quién puede creerlo?
A Jesucristo lo acusa de falsario, porque Él ha dicho: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre.”
Menosprecia la bondad de Jesús, como aquellos discípulos que oyendo la promesa de la Eucaristía, le abandonaron.
Aun más; una vez negada la Eucaristía, la fe en los demás misterios tiende a desaparecer, y se perderá bien pronto. Si no se cree en este misterio vivo, que se afirma en un hecho presente, ¿en qué otro misterio se podrá creer?
Sus virtudes muy pronto se volverán estériles, porque pierde su alimento natural y rompen los lazos de unión con Jesucristo, del cual recibían todo su vigor; ya no hacen caso y olvidan a su modelo allí presente.
Tampoco tardará mucho en agotarse la piedad, pues queda incomunicada con este centro de vida y de amor.
Entonces ya no hay que esperar consuelos sobrenaturales en las adversidades de la vida y, si la tribulación es muy intensa, no queda más remedio que la desesperación. Cuando uno no puede desahogar sus penas a un corazón amigo., terminan por ahogarnos.
III.
Creamos, pues en la Eucaristía. Hay que decir a menudo: Creo, Señor; ayuda mi fe vacilante.” Nada hay más glorioso para nuestro Señor que este acto de fe en su presencia eucarística. De esta manera honramos, cuanto es posible, su divina veracidad, porque, así como la mayor honra podemos tributar a una persona es creer de plano en sus palabras, así la mayor injuria sería tenerle por embustero o poner en duda sus afirmaciones y exigirle pruebas y garantías de lo que dice. Y si el hijo cree a su padre bajo su palabra, el criado a su señor y los súbditos a su rey, ¿por qué no hemos de creer a Jesucristo cuando nos afirma con toda solemnidad que se halla en el santísimo Sacramento del altar?
Este acto de fe sencillo y sin condiciones en la palabra de Jesucristo le es muy glorioso, porque con él le reconocemos y adoramos en un estado oculto. Es más honroso para nuestro amigo el honor que le tributamos cuando le encontramos disfrazado y, para un rey, el que se la da cuando se presenta vestido con toda sencillez, que cualquier otro honor recibido de nosotros en otras circunstancias. Entonces honramos de veras a la persona y no los vestidos que usa.
Así sucede con nuestro Señor en el santísimo Sacramento. Reconocerle por Dios, a pesar de los velos eucarísticos que lo encubren, y concederle los honores que como a Dios le corresponden, es propiamente honrar la divina persona de Jesús y respetar el misterio que le rodea.
Al mismo tiempo, obrar así es para nosotros más meritorio, pues como san Pedro, cuando confesó la divinidad del hijo del hombre, y el buen ladrón, cuando proclamó la inocencia del crucificado, afirmamos de Jesucristo lo que es, sin mirar a lo que parece, o, mejor dicho, es creer lo contrario de los que nos dicen los sentidos, fiados únicamente de su palabra infalible.
Creamos, creamos en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. ¡Allí está Jesucristo! Que el respeto más profundo se apodere de nosotros al entrar en la Iglesia; rindámosle el homenaje de la fe y del amor que le tributaríamos si no encontráramos con Él en persona. Porque, en hecho de verdad, nos encontramos con Jesucristo mismo.
Sea éste nuestro apostolado y nuestra predicación, la más elocuente, por cierto, para los incrédulos e impíos.
(SAN PEDRO JULIÁN EYMARD, Obras Eucarísticas. Ed. Eucaristía, Madrid, 1963, pp. 38-41)
Aplicación: San Pedro Julián Eymard (II) - La Comunión, Educación Divina - Todos serán enseñados de Dios, Jn, 6, 45
Para ayo de un príncipe escógese al hombre más instruido, noble y distinguido. Honor es éste que se debe a la majestad soberana. Una vez crecido, el mismo rey le enseñará el arte de gobernar a los hombres; sólo él puede enseñarle este arte, por lo mismo que sólo él lo ejerce.
Todos los cristianos somos príncipes de Jesucristo: somos vástagos de sangre real. En sus primeros años, para comenzar nuestras educación. Nuestro Señor nos confía a us ministros, los cuales hablan de Dios, noes explican su naturaleza y atributos, no los muestran y prometen; pero hacernos sentir o comprender su bondad, eso no lo pueden: por lo que Jesucristo mismo se nos viene el día de la primera Comunión para darnos a gustar e l oculto e íntimo sentido de todas las instrucciones que hemos recibido y para revelarse por sí mismo al alma, cosa que no pueden hacer ni las palabras ni los libros. Formar al hombre espiritual a Jesucristo en nosotros es realmente el triunfo de la Eucaristía, una educación interior será siempre incompleta en tanto no la complete el mismo nuestro Señor.
I.
Jesucristo se nos viene para enseñarnos todas las verdades. La ciencia de quien no comulga es solamente especulativa. Como Jesús no se le ha mostrado, no sabe más que términos cuyo significado ignora. Puede que sepa la definición, la regla, los progresos que se ha de realizar una virtud para desarrollarse; pero no conoce a Jesucristo. Seméjase al ciego de nacimiento que, como no conocía a nuestro Señor, hablaba de Él como de un profeta o de una amigo de Dios. Cuando se le declaró Jesucristo, entonces vio a Dios, cayó a sus pies y le adoró.
El alma que antes de la Comunión tiene alguna idea de nuestro Señor o le conoce por los libros, en la sagrada mesa le ve y le reconoce con embeleso; sólo por sí mismo se da a conocer bien Jesucristo. La misma vida divina y sustancial verdad es la que nos enseña a comulgar y, fuera de sí, exclama uno: dominus meus et Deus meus. Lo mismo que el sol, Jesucristo se manifiesta mediante su propia luz y no con razonamientos. Esta íntima revelación mueve al espíritu a indagar las ocultas razones de los misterios, a sondear el amor y la bondad de Dios en sus obras; y este conocimiento no es estéril ni seco como la ciencia ordinaria, sino afectuoso y dulce, en el cual se siente al mismo tiempo que se conoce; mueve a amar, inflama y hace obrar. Ella hace penetrar en lo interior de los misterios; la adoración hecha después de la Comunión y bajo la influencia de la gracia de la Comunión no se contenta con levantar la corteza, sino que ve, razona, contempla; Scutatur profunda Dei. Se va de claridad en claridad como en el cielo. El Salvador se nos parece desde un aspecto siempre nuevo, y así, por más que el asunto sea siempre Jesús vivo en nosotros, la meditación nunca es la misma. Hay en Jesús abismos de amor que es menester sondear con fe amante y activa. ¡Ah! ¡Si nos atreviéramos a penetrarle, cómo le amaríamos! Mas la apatía, la pereza, se contenta con unos cuantos datos muy trillados, con algunos puntos de vista exteriores. La pereza tiene miedo de amar. Y cuanto a tanto mayor amor se ve uno obligado.
II.
La educación por medio de la Comunión, por medio de Jesús presente en nosotros, nos forma en el amor y hacer producir numerosos actos de amor, en lo cual están comprendidas todas las virtudes. Y la manera de educarnos Jesús en el amor es demostrando clarísima e íntimamente cuánto nos ama. Convéncenos de que nos da cuanto es y cuanto tiene y nos obliga a amar con el exceso mismo de su amor para con nosotros. Mirad cómo se las arregla la madre para que su hijo la ame. Pues lo mismo hace nuestro Señor.
Nadie puede daros el amor de Jesucristo ni infundirlo en vuestro corazón. Lo que sí puede hacerse es exhortaros; pero el enseñar cómo se ama está por encima de los medios humanos; es cosa que se aprende sintiendo. Sólo a nuestro Señor incumbe esta educación del corazón, porque sólo él quiere ser su fin. Comienza por dar el sentimiento del amor, luego la razón del amor y, finalmente, impulsa al heroísmo del amor. Todo esto no se aprende fuera de la Comunión, “Si no coméis la carne del hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis la vida en vosotros”. ¿Y qué vida puede ser ésta sino la del amor, la vida activa que no se saca más que del manantial, o sea del mismo Jesús?
¿En qué día o en qué acto de la vida se siente uno más amado que en el de la Comunión? Verdad es que se llora de gozo cunado se nos perdonan los pecados; pero el recuerdo de los mismos impide que la dicha sea cabal; mientras que en la Comunión se goza de la plenitud de la felicidad, sólo aquí se ven y se aprecian todos los sacrificios de Jesucristo y bajo el peso de amor tanto se prorrumpe en exclamaciones como ésta: Dios mío, ¿cómo es posible que me améis tanto? Y levántase de la sagrada mesa respirando fuego de amor. Tanquam ignem spirantes. No puede menos de sentirse la negra ingratitud que sería no hacer nada en pago de tanta bondad, y tras de sumergirse en la propia nada y sentirse incapaz para todo por sí mismo, pero fuerte con el que está consigo, va luego a todas las virtudes. El amor así sentido engendra siempre abnegación bastante para corresponder fielmente.
Lo que deba hacerse lo indica el amor, el cual, haciéndonos salir fuera de nosotros, nos eleva hasta las virtudes de nuestro Señor y en él nos concentra. Una educación así dirigida lleva muy lejos y pronto. El motivo por el cual tantos cristianos quedan en el umbral de la virtud es porque no quieren romper las cadenas que los detiene y ponerse con confianza bajo la dirección de Jesucristo. Bien ven que si comulgaran les sería preciso darse en pago, porque no podrían resistir a tanto amor. Por eso se contentan con libros y palabras, sin atreverse a dirigirse al maestro mismo.
Oh hermanos míos, tomad por maestro al mismo Jesucristo. Introducidle en vuestra alma para que Él dirija todas vuestras acciones. No vayáis a contentaros con el evangelio ni con las tradiciones cristianas, ni tampoco meditar los misterios de la vida pasada. Jesucristo está vivo; encierra en sí todos los misterios, que viven en Él y en Él tiene su gracia. Entregaos, pues, a Jesucristo y que Él more en vosotros; así produciréis mucho fruto, según la promesa que os tiene hecha; Qui manet in me, et ego in eo, hic fert fructum multum.
(SAN PEDRO JULIÁN EYMARD, Obras Eucarísticas. Ed. Eucaristía, Madrid, 1963, pp. 308-310)
Ejemplos
"Él me mira y yo lo miro"
La Fe y la Salud
La Eucaristía nos sostiene en nuestra debilidad
La Eucaristía es auxilio en nuestras necesidades
La Eucaristía es vida en la muerte
El valor del alma
El Santo Cura de Ars, el santo Padre Pío y la Eucaristía
El Apóstol de la Eucaristía, el P. Hermann (Exposición amplia)
La Fe y la Salud
G. Jung, psiquiatra de renombre universal, sintetizaba sus largos años de experiencia, con esta conclusión: "El problema fundamental de todos mis enfermos -de todos, sin excepción-, que pasaron los treinta y cinco años de la vida, es decir, que han vivido más de la mitad de la vida, es el problema religioso. La última explicación de su enfermedad es la pérdida de aquello que la religión ha dado, en todos los tiempos, a sus fieles; y ninguno ha vuelto a sentirse sano sino después de haber reencontrado sus anteriores convicciones religiosas".
La Eucaristía nos sostiene en nuestra debilidad
El capitán de marina era un hombre piadoso; de comunión frecuente. Sin embargo, era muy propenso a la ira. Fácilmente se irritaba. ¡Y cómo se avergonzaba el buen hombre de ese defecto! ¡Qué empeño ponía en dominarse!... Pero al pobre lo vencía la vehemencia de su carácter. Cierto día, hallándose de charla con otros oficiales, uno de éstos le dijo:
-Hay algo en usted, capitán, que no puedo explicármelo. Y es cómo siendo usted hombre de vida cristiana, de comunión frecuente, es, sin embargo tan fácil para la ira.
A lo que el capitán contestó, con profundo acierto:
-Mire, si no fuera porque comulgo frecuentemente es seguro que ya los habría arrojado a todos ustedes al mar.
Es frecuente encontrar hombres como el capitán que tienen que luchar denodadamente contra la correntada de su carácter natural. Y ¡cuántas veces no podemos menos de admirarnos del valor con que luchan; de la firmeza con que siguen avanzando, contra viento y marca, por el camino de la virtud! ¿Cómo se explica eso?
La respuesta la hallaremos recordando un episodio de la pasada guerra mundial. Nos referimos al sitio de Verdún. En vano las tropas alemanas lanzaron poderosas fuerzas contra la fortaleza. En vano la sitiaron rigurosamente, aislándola por completo... No pudieron vencerla. ¿Cuál era el secreto de aquella extraordinaria resistencia? Que la fortaleza podía comunicarse con la madre patria por medio de un subterráneo. Por ese medio pudo sostenerse y resistir.
Por muy desesperado que nos parezca el trance en que nos hallamos; aun cuando nos parezca que ya no nos queda ningún camino libre, si nos queda el refugio de la fe, si por medio de la fe estamos unidos a nuestra verdadera madre patria, la Eucaristía..., no temamos. Nada podrá vencemos; venceremos y entonces sabremos por propia experiencia que la Eucaristía es realmente victoria para el que lucha.
La Eucaristía es auxilio en nuestras necesidades
Un investigador escocés, Smith, y un guía, se propusieron escalar la cumbre del Weisshorn en Zermatt (Una montaña muy alta de los Alpes). Muy difícil fue el ascenso. Cuando estuvieron en la cima, el profesor, profundamente emocionado con el panorama, sin parar mientes en la fuerza del viento, trató de encaramarse en la roca más alta. El guía entonces, advirtiendo el peligro a que se exponía, le gritó: "¡Arrodíllese en seguida! Aquí sólo se está seguro de rodillas".
¡Así! Pongámonos de rodillas al pie del Santísimo Sacramento, y entonces ¡no importa ya que a nuestro alrededor ruja el huracán de la vida! ¡No importa! Estamos bien seguros y defendidos.
¡Si pudiéramos penetrar en lo hondo de las almas que luchan, que sufren el peso de duras adversidades, que acaso ya no perciben el calor confortante del sol, ni oyen los cantos de los pájaros, ni ven la hermosura de las flores...; si pudiésemos penetrar hasta lo hondo de ellas y viéramos como todavía luchan y se mantienen firmes, y que esa fuerza y firmeza les viene de su fe en la Eucaristía, entonces sí que acabaríamos de convencernos de que la Eucaristía es fuerza y victoria!
La Eucaristía es vida en la muerte
El año 1937 un grupo de exploradores rusos llegaron hasta las cercanías próximas al Polo Norte, y allí, en aquellas soledades eternamente heladas, en aquella región de la "muerte eterna" como suelen decir, pasaron varios días. Antes se tenía por seguro que en aquellas regiones no podía haber ninguna especie de planta; que aquélla era, realmente, la región de la "muerte eterna". ¡Cuál sería, pues, la sorpresa de los audaces exploradores cuando encontraron allí, en pleno Polo Norte, una flor!... En efecto, allí, en aquella región glacial, florece una especie de pequeña alga, no más grande que la cabeza de un alfiler, de color azulino. Si grande fue la sorpresa de los exploradores al encontrar tal florecilla, mayor lo fue todavía cuando, para dar con la raíz de ella, tuvieron que cavar en el hielo hasta una profundidad de nueve metros, sin lograr, ni aun así, encontrar el extremo de la raíz.
¡Qué viva, qué sugestiva lección tenemos que aprender de esa diminuta florecilla del Polo Norte! El hielo, la muerte, la rodean por doquier. Pero nada la detiene; nada la vence. Ella sube, sube desde las honduras del hielo, de las sombras; sube hasta salir a las claridades vivificantes del sol. La muerte la rodea por doquier, fría, insistente; pero no logra contener el empuje vital de esa florecilla insignificante. Y hela ahí, triunfante sobre aquella tumba de denso hielo; ¡hela ahí, vencedora saliendo hacia la caricia vivificadora de la luz, del sol y del aire que son vida!
b) Como esa florecilla, también nosotros debemos elevarnos hacia los rayos vivificantes de Jesús Eucaristía; hacia la vida que da ese divino manjar.
El valor del alma
¿Quieres saber el valor de un alma? No se lo preguntes a los mundanos que tan de balde venden la suya. Yo te diré a quien se lo tienes que preguntar.
Miremos a un joven sacerdote, húmeda todavía en su frente la unción sacerdotal. Nuevo Javier, se ha dicho con los ojos puestos en las huellas del divino impaciente para procurar a las almas su Dios y su eternidad:
- "¡Yo también iré hasta el fin del mundo!"
Vemos aquí que se lanza. Y ¿qué ha hecho? Ha roto en un día los lazos que le ataban a lo que más se ama, la patria, la familia, el corazón de un padre y de una madre. Con el corazón sangrando por esas heridas, la más profunda, ha pasado por encima de todas las lágrimas, enjugando y disimulando las suyas, y lo vemos a cuatro mil leguas de todo aquello que ha hecho su felicidad, próximo a desembarcar en una horrible playa.
Allí se presentan los salvajes que empuñan sus mazas, y lanzando a su futura víctima miradas feroces parecen decir con los ojos crueles en que se pinta como un espejo la sed de la sangre:
- "¡He aquí nuestra presa! ¡Mañana la mataremos y nos la comeremos!"
¿Qué vas hacer, hermano mío apóstol, qué vas hacer? ¿Retroceder? Más ¿para qué viniste? ¡No, tú no retrocederás! ¡El misionero de Cristo no retrocede jamás! ¿Qué hacer? ¿Avanzar? ¡Pero esto es entregarte a una muerte cierta! No importa.
- "Adelantaré –dice- por poder dejar caer sobre esa playa inhospitalaria una gota de sangre redentora, y si es menester para regarla con mi propia sangre".
Y desembarca en la horrible ribera. Planta en ella la cruz, y ofrece una vez el Santo Sacrificio. Al día siguiente los salvajes acuden, y le rompen la cabeza, y el apóstol convierte el sacrificio de su vida en precio de las almas.
Miremos hermanos este espectáculo sublime y avergoncémonos de lo poco que hacemos por nuestra propia alma, cuando este misionero dio su vida por los demás.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 357)
El Santo Cura de Ars, el Santo Padre Pío y la Santísima Eucaristía
Cuando San Juan Vianney llegó a la villita insignificante de Ars, alguien le dijo con amargura: "¡Aquí no hay nada que hacer!", y el Santo le replicó: "Por lo tanto, hay mucho por hacer." E inmediatamente comenzó a actuar. ¿Qué fue lo que hizo? Se levantaba a las 2:00 de la mañana e iba a orar cerca del altar en la Iglesia obscura. Recitaba el Oficio Divino, hacía su meditación y se preparaba para la Santa Misa. Después del Santo Sacrificio de la Misa, hacía su Acción de Gracias y permanecía en oración hasta el mediodía. Siempre permanecía en oración a arrodillado en el piso sin soporte alguno, con el Rosario entre sus dedos y sus ojos fijos en el Tabernáculo.
Las cosas siguieron así por un corto tiempo. Pero entonces... tuvo que empezar a cambiar su horario; y las cosas llegaron a tal punto, que se requirió un cambio completo en su programa. Jesús Eucarístico y la Santísima Virgen María, atrajeron poco a poco almas a esa pobre parroquia, hasta el punto de que la Iglesia no parecía bastante grande para contener la multitud, y el Confesionario del Santo Cura se vio inundado con hileras interminables de penitentes. El santo cura se vio obligado a escuchar confesiones por 10, 15 y hasta 18 horas diarias. ¿Cómo fue que se logro tal transformación? Esta había sido una Iglesia pobre, con un altar sin usarse por mucho tiempo, un Tabernáculo vacío, un confesionario anticuado, y un sacerdote de poco talento, sin medios para hacer nada. ¿Como pudieron estas cosas sufrir un cambio tan asombroso en esa villita obscura?
El P. Pío
Podemos hacer la misma pregunta estos días, refiriéndonos a San Giovanni Rotondo, un pueblo en Gargano, Italia. Hasta hace unas pocas décadas, era un lugar obscuro, ignorado entre los despeñaderos escabrosos de un promontorio. Hoy día, San Giovanni Rotondo es un centro de vida espiritual y cultural, y su reputación es internacional. También aquí hubo un fraile enfermizo y poco prometedor, un Convento antiguo y malgastado, una Iglesia descuidada y un Tabernáculo siempre abandonado en el que este pobre fraile se acababa entre sus dedos las cuentas del Rosario, en una recitación incansable.
¿Cómo se realizó el cambio? ¿Qué fue lo que causó la maravillosa transformación que vino a Ars y a San Giovanni Rotunda, al grado que cientos de miles y quizá millones de personas, han ido ahí de todas partes del mundo? Sólo Dios pudo lograr tales transformaciones, usando según Su manera, "y aun lo que no es, para destruir lo que es." (1 Cor. 1:28) Todo se debe a Él, al poder divino e infinito de la Eucaristía, a la gran fuerza de atracción que irradia de todo Tabernáculo, y que irradió de los Tabernáculos de Ars y San Giovanni Rotundo, y que tocó a las almas por medio del ministerio de esos dos sacerdotes, verdaderos "Ministros del Tabernáculo y Distribuidores de los misterios de Dios." (1 Cor. 4:1)
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La Eucaristía
Cuando el respeto para la Eucaristía baja, también los otros sacramentos bajan. Hay menos bautizados, las confesiones bajan, menos jóvenes quieren casarse y por supuesto, hay menos vocaciones para el sacerdocio. Pero cuando hay reverencia para con la Eucaristía, los otros sacramentos florecen. Se puede ver por ejemplo la arquidiócesis de Guadalajara que llegó a tener mil setecientos seminaristas. No es coincidencia que tienen un templo enorme que se llama el expiatorio donde hay Adoración Eucarística día y noche. www.geocities.com
Apóstol de la Eucaristía
El padre Hermann Cohen tan sólo vivió para amar y hacer amar a la sagrada Eucaristía, a Jesús-Hostia, conforme se complacía en decir. Desde el día en que la gracia divina iluminó su alma haciéndole captar, en cierto modo sensiblemente, la presencia real de Jesucristo en el sacramento del Altar, no cesó de amar y de predicar a Cristo en la Eucaristía. Recién converso, fundó, como ya vimos, la Adoración Nocturna , admirablemente propagada y extendida. Ya en el Carmelo, siguió fomentando esa santa obra.
"No crea usted, escribía al día siguiente de su llegada al Carmen de Agen, no crea jamás, a pesar de las apariencias, que abandono esta santa obra. No; estoy aquí precisamente para mejor fundarla" (carta al conde de Cuers).
Y, efectivamente, trabajó poderosamente en su constitución definitiva y en su prodigiosa difusión, como consta, por ejemplo, en la obra publicada en París, en 1877, La Obra de la Exposición y Adoración Nocturna del Santísimo Sacramento en Francia y en el extranjero.
Voto de predicar la Eucaristía
El padre Hermann no predicó ningún sermón sin hablar del misterio inefable de la Eucaristía, a lo que se había comprometido por un voto especial, al que fue siempre fiel. Todo lo referente al culto eucarístico le extasiaba y enajenaba completamente. Su gozo al erigir una nueva iglesia sólo podía compararse con su dolor cuando veía tratar las iglesias y lo sagrado sin respeto.
Llanto por la Eucaristía menospreciada
Cuando en 1859 fue a Wildbad, para responder a la última llamada de su padre, quedó vivamente impresionado cuando se le condujo a una especie de sala grande, que lo mismo servía para la celebración de los oficios católicos como para el culto protestante.
Después de haber celebrado la misa con mucho dolor y acrecentado amor, preguntó al cura en qué sitio reservaba las Formas consagradas. El pobre cura lo condujo tristemente a una casa vecina, le hizo subir al tercer piso, y allí, dentro de un armario vulgar, le descubrió el copón que encerraba el cuerpo de Jesucristo. Al ver esto, las lágrimas se escaparon en abundancia de los ojos del padre Hermann, se arrodilló, y así pasó varias horas llorando y orando, sin que se le pudiera consolar ni decidirle a que dejara aquel lugar.
El cura le enteró después de que la pobreza de los católicos no les permitía levantar un altar a su Dios. Al marcharse de la ciudad, el padre Hermann dio esperanzas al pobre sacerdote de que se pudiera elevar un nuevo templo a Jesús.
Una predicación en Ginebra
Algunas semanas después predicaba en Ginebra. Los fieles se estrujaban en torno del púlpito y no pocos aún recordaban al célebre y joven pianista. Allí les contó, con los ojos en lágrimas, lo que había visto en una ciudad de Alemania y en qué lugar había hallado a la adorable Eucaristía. Apenas había entrado en la sacristía, cuando una señora se le presenta y le dice:
"Padre, vuelvo de tomar las aguas y regreso a Francia con mi hijo; pero sus palabras me han conmovido. Sírvase indicarme la ciudad en que el Santísimo Sacramento se halla desprovisto de morada, pues yo soy rica, y con la gracia de Dios, creo que podré mandar construir una iglesia".
Feliz el Padre le dio todos los informes, y más tarde recibía carta del cura de Wildbad, en la que le anunciaba que su iglesia se estaba construyendo.
Enamorado de la Eucaristía
Lo que Jesucristo era en la Eucaristía para el Padre queda testimoniado en sus cartas:
"¡Viva Jesús-Hostia! ¡La sagrada Eucaristía sea para usted luz, calor, fuerza y vida!"
"Quisiera que usted viviera de tal manera por la Eucaristía, que fuese ella quien moviese todos sus pensamientos, afectos, palabras y acciones; que ella le fuese faro, oráculo, modelo y perpetua ocupación. Quisiera que, del mismo modo que Magdalena derramaba lágrimas y perfumes sobre los divinos pies de Jesús, hiciera usted manar sin cesar al pie del sagrario el raudal de sus aspiraciones, oraciones, consagraciones y ofrendas".
"Quisiera que la Eucaristía fuese para su alma un hogar, una hoguera en que pudiera meterse, para salir nuevamente de ella inflamada de amor y generosidad, y que el altar de la Eucaristía en el que Jesús se inmola, recibiera sin cesar la ofrenda de sus sacrificios, y que usted misma en fin se convirtiera en víctima de amor y de caridad, cuyo perfume subiera en olor de suavidad hasta el trono del Eterno".
Y a su sobrina María cuando se preparaba para la primera comunión:
"Desde la última vez que te vi, estoy retirado al fondo de un Desierto, con el fin de pasar mis días y mis noches en incesantes diálogos con el Dios de la Eucaristía, de manera que, por así decirlo, se me pasa la vida entera al pie del Sagrario, sin que jamás sienta un instante de aburrimiento ni de cansancio" (Tarasteix 16-XII-1869).
"Tan sólo conozco un día que sea más hermoso que el de la primera comunión, escribía a otra joven, y es el día de la segunda comunión, y así sucesivamente" (27-III).
Y poco antes de su muerte:
"Quisiera comulgar a cada instante de la vida... No hay sino esto que sea bueno y tenga dulzura para el alma" (Montreux 10-X-1870).
"¡Ah, hermanos míos, os invito a todos a este banquete!, decía en uno de sus sermones. Desde que mis labios lo probaron, cualquier otro alimento me parece insípido. Jóvenes del mundo, conozco vuestros placeres engañosos, conozco vuestras lucidas reuniones, que brillan un instante y luego se empañan de mortal tristeza; conozco todo lo que perseguís, pues he saboreado todos vuestros gozos, y os lo certifico, os veis forzados a confesarme que no dejan tras ellos más que desengaño y cansancio".
"Sí, desde que sentí circular por mis venas la sangre del Rey de reyes, las grandezas todas de este mundo son ridículas para mí. Desde que Jesucristo vino a habitar en mi alma, vuestros palacios me parecen miserables cabañas. Desde que resolví buscar la luz en el sagrario, toda la sabiduría del mundo me resulta una locura patente. Desde que me siento a la mesa de las bodas del Cordero, me parecen envenenados vuestros festines. Desde que hallé este puerto de salvación, con dolor os considero en medio del océano azotados por multitud de tormentas, y tan sólo puedo hacer una cosa y es haceros señal con la mano para llamaros, para atraeros al puerto y guiaros hacia él... "
"Ved que tengo derechos para ofrecerme como piloto, puesto que durante mucho tiempo he surcado los mares por los que navegáis, en ellos he aguantado muchos temporales, y me he visto tantas veces maltratado por los huracanes. Así pues, si queréis, os guiaré, con la ayuda de la estrella polar, y os mostraré el camino de la felicidad"...
Jesucristo es hoy la Eucaristía
Este amor abrasador a la Eucaristía era en el padre Hermann tan activo y dominante, que no podía dar durante mucho tiempo la sagrada comunión o llevar el Santísimo Sacramento sin experimentar una emoción tan viva y fuerte que se parecía a la embriaguez. Quedaba verdaderamente desfallecido, y experimentaba el mismo aturdimiento y debilidad que producen ordinariamente las violentas conmociones.
"¡Oh, Jesús! ¡Oh, Eucaristía, que en el desierto de esta vida me apareciste un día, que me revelaste la luz, la belleza y grandeza que posees! Cambiaste enteramente mi ser, supiste vencer en un instante a todos mis enemigos... Luego, atrayéndome con irresistible encanto, has despertado en mi alma un hambre devoradora por el pan de vida y en mi corazón has encendido una sed abrasadora por tu sangre divina... "
"Después llegó el día en que te diste a mí. Aún me acuerdo de ello: el corazón me palpitaba y no me atrevía a respirar. Ordenaba a mis fibras que su estremecimiento fuese menos rápido, decía al pecho que latiera menos fuerte, por temor de turbar el dulce sueño que viniste a dormir en el interior de mi alma en este día afortunado".
"Y ahora que te poseo y que me has herido en el corazón, ¡ah!, deja que les diga lo que para mi alma eres... "
"¡Jesucristo, hoy, es la sagrada Eucaristía! Jesus Christus hodie [+Heb 13,8]. ¿Es posible pronunciar esta palabra sin sentir en los labios una dulzura como de miel, como un fuego ardiente en las venas? ¡La sagrada Eucaristía! El habla enmudece, y sólo el corazón posee el lenguaje secreto para expresarlo".
"¡Jesucristo en el día de hoy!... "
"Hoy me siento débil... Necesito una fuerza que venga de arriba para sostenerme, y Jesús bajado del cielo se hace Eucaristía, es el pan de los fuertes".
"¡Hoy me hallo pobre!... Necesito un cobertizo para guarecerme, y Jesús se hace casa... Es la casa de Dios, es el pórtico del cielo, ¡es la Eucaristía!... "
"Hoy tengo hambre y sed. Necesito alimento para saciar el espíritu y el corazón, y bebida para apagar el ardor de mi sed, y Jesús se hace trigo candeal, se hace vino de la Eucaristía : Frumentum electorum et vinum germinans virgines [trigo que alimenta a los jóvenes y vino que anima a las vírgenes: Zac 9,17] ".
"Hoy me siento enfermo... Necesito una medicina benéfica para curarme las llagas del alma, y Jesús se extiende como ungüento precioso sobre mi alma al entregárseme en la Eucaristía : impinguasti in oleo caput meum; oleum effusum... oleo lætitiæ unxi eum... fundens oleum desuper [Sal 22,5; 44,8; 88,21] ".
"Hoy necesito ofrecer a Dios un holocausto que le sea agradable, y Jesús se hace víctima, se hace Eucaristía".
"Hoy en fin me hallo perseguido, y Jesús se hace coraza para defenderme: scutum meum et cornu salutis meæ [2Re 22,3 Vulgata]. Me hace temible al demonio".
"Hoy estoy extraviado, se me hace estrella; estoy desanimado, me alienta; estoy triste, me alegra; estoy solo, viene a morar conmigo hasta la consumación de los siglos; estoy en la ignorancia, me instruye y me ilumina; tengo frío, me calienta con un fuego penetrante. Pero, más que todo lo dicho, necesito amor, y ningún amor de la tierra había podido contentar mi corazón, y es entonces sobre todo cuando se hace Eucaristía, y me ama, y su amor me satisface, me sacia, me llena por entero, me absorbe y me sumerge en un océano de caridad y de embriaguez".
"Sí, ¡amo a Jesús, amo a la Eucaristía! ¡Oídlo, ecos; repetidlo a coro, montañas y valles! Decidlo otra vez conmigo: ¡Amo a la Eucaristía! Jesús hoy, es Jesús conmigo... Esta mañana, en el altar, ha venido, se me ha entregado, lo tengo, lo poseo, lo adoro, en mi mano se ha encarnado. ¡Felicidad soberana! Me embriaga, me enciende en hoguera abrasadora. ¡Es mi Emmanuel, es mi amor, es mi Eucaristía!"
La Eucaristía y la muerte
En un sermón sobre la muerte muestra cómo la sagrada Eucaristía es la prenda más poderosa contra los rigores de aquélla.
"Tengo un talismán, exclama, que abre las puertas todas de la divina misericordia. Conozco un río que nos dará paso para entrar en la tierra de promisión. Sé de una palmera que con su sombra nos cobijará y nos protegerá contra los ardores devoradores de esta expatriación terrestre; un manantial cuyas frescas aguas nos calmarán la sed en el desierto de esta vida; una estrella cuyos fulgores nos conducirán, como la nube de los israelitas, a través de los desiertos de nuestra existencia hasta el término del viaje; un rocío que el mismo Dios hace llover del cielo y que debe sostenernos por el largo camino que aún nos queda por recorrer. Sé de un árbol cuyo leño volverá dulces las aguas amargas que bebemos en esta tierra, y nos dará el goce anticipado de la celestial tierra de promisión; conozco una víctima inocente cuya ofrenda sube en olor de suavidad hacia el Dios de Abrahán... Y el talismán, el río, la palmera, la estrella, el celestial rocío, el holocausto de que hablo, ¡es la sagrada Eucaristía!".
"¡¡ La Eucaristía!! Reto a quienquiera, que me halle contra la muerte prenda más confortadora y tranquilizadora que la sagrada Eucaristía. ¡Por mí sé decir que no conozco ninguna! ¡Es una prenda que me basta y no quiero otra! El que ha dicho: "mi carne verdaderamente es comida, y el que de ella coma no morirá nunca", dijo también: "el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán". Y estas palabras no han fallado... Palabras en las que me apoyo para desafiar a la muerte. O mors, ero mors tua, había dicho el profeta [Os 13,14]. ¡Oh muerte! ¿Dónde está tu victoria? ¿Dónde está, pues, tu aguijón? [1Cor 15,55]. Ya no puedes nada contra mí. La Eucaristía me ha arrancado de tus manos. La Eucaristía me ha rescatado de tus garras. ¡Oh infierno! Morsus tuus ero, o inferne! [Os 13,14 Vulg.]".
Este amor a la Eucaristía se traslucía en todos los sermones del padre Hermann, en todas sus cartas, y hasta en sus conversaciones familiares. Un día, por ejemplo, le ofrecieron miel al terminar una comida, y dijo:
"No me gusta mucho, pero siempre la tomo por ser la imagen de la Eucaristía ".
En otra ocasión se ensalzaban ante el Padre las obras de un autor protestante, haciéndose sin embargo algunas objeciones: "Es muy frío de expresión ", decía. "¡Ah, Dios mío! ¿Y dónde quiere usted que haya adquirido el calor? Jamás ha comulgado", replicaba el Padre. Y como se insistiera diciéndole que era propio de su carácter, ya de sí reservado y frío, continuaba repitiendo: "¡Jamás ha comulgado!"
En 1870, poco antes de salir para Prusia para auxiliar a nuestros prisioneros, se hallaba cerca de Ginebra, en casa de una familia protestante convertida al catolicismo. El Padre se sentía feliz en aquel hogar, y como se hablara de la muerte, él exclamó de pronto:
"¡Oh! En lo que me toca, preferiría morir hoy que no mañana, porque hoy he comulgado, y no estoy seguro de poder comulgar mañana".
María-Eustelle
Amaba a los santos y a las personas que habían tributado culto especial a la sagrada Eucaristía. Y vimos la alegría que sintió en Bélgica, visitando los lugares en que santa Juliana recibió la orden de que se instituyera la fiesta del Santísimo Sacramento. Sintió lo mismo en Saintes, al recuerdo de María-Eustelle [Harpain (1814-1842), laica, costurera], la piadosa joven que vivió y murió en olor de santidad, consumida de amor ante el sagrario.
"La introducción de la causa de la sierva de Dios María-Eustelle, escribía en 1869, es un acontecimiento que mis ardientes anhelos reclamaban desde hace mucho tiempo, y que me alegra y llena de consuelo.
"Fue en 1850, durante mi noviciado, cuando el padre Prior me puso entre las manos los escritos de esta enamorada de la Eucaristía , y cuantas más veces los leía, tanto más apreciaba la intensidad profundamente tierna con que María-Eustelle hablaba del misterio de amor, y por aquella intensidad se podía adivinar que tenía encerrado en el corazón un tesoro de amor aún mucho más grande de lo que ella podía expresar.
"Cuando más tarde hube de ejercer el ministerio sacerdotal, recomendaba con frecuencia la lectura de estas páginas inflamadas, y a quienes las daba a leer producían en sus almas el mismo efecto que en la mía, es decir, sincero y vivo deseo de obtener el acrecentamiento de la devoción a la sagrada Eucaristía, y de tomar parte en el amor tan suave como ardiente que María-Eustelle sentía por el adorable Sacramento.
"He ahí lo que he podido saber con respecto a la sierva de Dios. Por lo que a mí toca, la tenía por una santa y a menudo me informaba de los diocesanos de La Rochela si no se empezaba el proceso de su beatificación".
Lo que el Padre dijo de la venerable María-Eustelle podría decirse de él igualmente. En sus palabras se adivina que en su corazón se encierra un tesoro de amor más grande de lo que puede expresar.
"Jesús en el sacramento de su amor, escribe a su sobrina María, es el único objeto de mi vida, de las predicaciones que hago, de mis cantos y de mis afectos. Al misterio de la Eucaristía debo la felicidad de haber sido convertido a la verdadera fe, y de haber podido conducir a ella a tu tía, a tu primo Jorge y hasta a tu querido papá" (Londres 8-I-1867) ".
En Paray le-Monial
Para conocer bien al padre Hermann, era necesario verlo en el altar, donde realmente se transformaba. Sólo se le podía comparar con el Cura de Ars (Echo de Fourvières).
Varias veces dio ejercicios espirituales en Parayle-Monial. Y es que sentía predilección por estos lugares en que Jesús reveló a santa Margarita María de Alacoque las riquezas todas de su Corazón.
"¡Viva Jesús!, escribía a sor María Paulina. He pasado muy gratos días en Paray, en donde la Venerable me ha colmado de consuelos" (Carta 19-IX-1861) ".
Si las diferentes veces que estuvo en Parayle-Monial fueron para él motivo de grandes consolaciones, también lo fue para las religiosas. En 1861 les dio ejercicios espirituales.
"Imposible relatar las impresiones que su palabra ardiente hacía sentir en el alma de sus oyentes, dice una circular dirigida al Instituto en 1862, sobre todo cuando se dirigía a Jesús, expuesto en el altar, a Jesús-Hostia, cuyo nombre sagrado repetía muy a menudo con encanto indefinible, y que hacía que se envidiara la felicidad de estar unido tan íntimamente como él al Corazón del divino Maestro".
Fue durante estos ejercicios, a la hora del recreo en el locutorio con el Padre, cuando una de las religiosas le preguntó lo que había sucedido en su primera misa.
"¡En mi primera misa!... ¡Oh, tan feliz de tocar a Jesús y de tenerlo en mis manos! Ese día recibí una impresión tan fuerte que desde entonces siempre he estado enfermo".
En 1866 predicó el triduo por la beatificación de Margarita María, y de ello nos escribe la superiora de Paray:
"A continuación, nos hizo el favor de darnos cinco días de retiro, con gran provecho de nuestras almas. Todas sus enseñanzas nos conducían y nos enlazaban invenciblemente a Jesús-Hostia. Era algo inspirado. En esta segunda visita nos pudimos dar cuenta fácilmente de los adelantos maravillosos por la senda de la santidad de esta alma eminente. Su humildad sobre todo nos pareció un verdadero prodigio. Y su ejemplo no nos aprovechó menos que sus maravillosas palabras".
El Niño Jesús
Sentía también predilección particular por el misterio de la infancia de Jesús, y una vez le escribía a sor María-Paulina:
"Deseo que el Niño Jesús le abrase de su amor de tal modo que le reduzca a cenizas el corazón. Este Niño tan bueno nos ha trastornado en verdad el juicio y nos ha vuelto locos por Él. Es un pequeño cazador hábil y astuto que nos ha prendido en sus redes y nos ha robado el corazón. ¡Ojalá no podamos nunca recuperarlo!".
"¡Seamos locos por el Niño Jesús! ¿No ha hecho Él acaso locuras por nosotros? Hagámoslas, pues, nosotros por Él". Y el padre Raimundo, su antiguo Maestro de novicios, escribía en 1874: "Su semblante radiaba de júbilo al solo nombre del Niño Jesús. Tenía la locura del amor de Jesús".
Sor María-Paulina
Se suele decir que los mejores de sus cánticos son sin duda los que compuso en honor del Santísimo Sacramento. Y refiriéndose a sor María-Paulina, confesaba el Padre:
"Debo en gran parte a la unción de sus himnos al Santísimo Sacramento la inspiración musical, que me ha permitido que se celebre por innumerables voces este misterio de amor" (Carta a la Superiora de la Visitación de Santa María, 8-XII-1863)".
Y en la misma carta dice: "Recibí la noticia de la muerte de la muy venerada sor María-Paulina hacia fines del mes de agosto (creo el 29). Inmediatamente pedí permiso para poder aplicar desde la mañana siguiente el santo sacrificio de la Misa por el eterno descanso de su alma. Recuerdo que fue en el campo, en la rústica capillita de Nuestra Señora del Rastrojo (Notre-Dame-du-Chaume), en Collonges, cerca de Lión, en casa del señor Natividad Lemire. Allí celebré la citada misa. Llegado al memento de los difuntos, con todo corazón encomendé la querida alma a María. Luego, después de la Misa , durante la acción de gracias, quise rezar aún por ella, cuando de pronto la vi en espíritu, que se me mostraba con aire sonriente y animada de la más dulce paz. Sus facciones habían recobrado la gracia de la juventud. La vi bella y animada de santa alegría, y en el mismo instante tomó en mí cuerpo la convicción irresistible de que la Hermana poseía ya la felicidad y que se hallaba junto a su esposo Jesús. Y cada vez que he recordado su nombre en mis mementos por las almas del purgatorio, algo indecible me ha detenido siempre, diciéndome: " la Hermana no tiene necesidad de tus plegarias".
"Lejos de tener la pretensión de dar a esto el carácter de una revelación, lo he narrado sólo para que sirva de consuelo a las Hijas de san Francisco de Sales y de santa Chantal, que se servirán encomendarme a sus santos fundadores".
(Sylvain Charles, Hermann Cohen, apóstol de la Eucaristía , cap. 18, www.gratisdate.org )
(cortesia: iveargentina.org et alii)