Domingo 5 del Tiempo Ordinario C - Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
Comentario teológico: Joseph Ratzinger - ‘Fiado en tu palabra’ (Lc 5,1-11)
Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Los primeros discípulos
Aplicación: San Juan Pablo II - Vocación - misión del cristiano
Aplicación: Benedicto XVI - La llamada divina
Aplicación: P. José A. Marcone, IVE La vocación de Pedro (Lc 5,1-11) :
Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Quinto Domingo del Tiempo Ordinario - Año C Lc 5: 1-11
Sugerencias del Directorio Homilético
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Comentario teológico: Joseph Ratzinger - ‘Fiado en tu palabra’ (Lc
5,1-11)
Reflejos de la imagen sacerdotal en los relatos de vocaciones de Lc 5,1-11 y
Jn 1,35 – 42
Para empezar he elegido el texto de Lc 5,1-11. Se trata de aquel precioso
relato de vocación en el que se cuenta cómo Pedro y sus compañeros, después
de haber estado pescando inútilmente durante toda la noche, se hacen de
nuevo a la mar, fiados de la palabra del Señor, consiguen una captura tan
abundante que las redes amenazan romperse. Viene a continuación la llamada:
Serás pescador de hombres. Siento una especial predilección por este relato,
porque en él se encierra el aura matinal del primer amor, de un comienzo
lleno de esperanzas y de disposición, en cuya meditación me llega siempre la
luminosidad y el frescor que es propio de los inicios: aquella alegría en el
Señor de la que hemos hablado, siguiendo el antiguo Salterio, al principio
de la misa: «Me acercaré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud»
(Sal 42,4). Al Dios a cuyo lado se renueva siempre la alegría juvenil,
porque al ser la vida, es también la fuente de la auténtica juventud.
Pero volvamos al texto. Se nos cuenta que las gentes se aglomeraban en torno
a Jesús porque querían escuchar la palabra de Dios. Jesús se encuentra a
orillas del mar, los pescadores están limpiando las redes y el Maestro sube
a una de las dos barcas que allí había, la de Pedro. Le pide alejarse un
poco de la orilla, se sienta en la barca y desde allí enseña. La barca de
Pedro se ha convertido en cátedra de Jesucristo. Luego le dice a Simón: Boga
mar adentro y echa las redes. Los pescadores han pasado toda la noche
anterior trabajando en vano y parece absurdo salir a pescar ahora, en esta
hora de la mañana.
Pero ya Jesús se ha hecho tan importante para Pedro, tan determinante, que
éste puede decir: Lo hago fiado de tu palabra. La palabra cobra, pues, más
realidad que lo al parecer empíricamente real y seguro. La mañana galilea,
cuyo frescor parece poderse respirar en esta descripción, se convierte en
imagen del nuevo amanecer del evangelio tras la noche de infructuosas
actividades a que nos conduce una y otra vez nuestro hacer y querer. Cuando
Pedro regresa a tierra con sus compañeros con tal cantidad de peces que las
dos barcas juntas apenas podían transportarlos —la pesca había sido tan
abundante que amenazaba con romper las redes— no dejaba a sus espaldas sólo
un camino exterior, una profesión artesana. Este viaje se había convertido
en un camino interior, cuya amplitud ha indicado Lucas mediante dos palabras
que le sirven de marco.
El evangelista nos transmite, en efecto, que antes de la pesca Pedro se
dirige al Señor con un epistata, equivalente a nuestro «profesor», o
«maestro» (rabbi). Pero al volver, se postra de rodillas ante Jesús y ya no
le llama rabbi sino kyrie, es decir, le aplica expresiones propias de la
divinidad. Pedro había recorrido el trayecto que va desde el rabbi al Señor,
del maestro al Hijo. Tras esta peregrinación interior, ya está capacitado
para recibir la vocación.
Se hace aquí patente el paralelismo con Jn 1,35-42, el primer relato de
vocación del cuarto Evangelio. Se narra aquí cómo se unieron a Jesús los dos
primeros discípulos —Andrés y otro del que no se da el nombre— impresionados
por las palabras del Bautista: «He aquí el cordero de Dios.» Se sienten
impresionados de un lado por la conciencia de su condición de pecadores que
resuena en esta sentencia y, del otro, por la esperanza que trae a los
pecadores el cordero de Dios. Se puede barruntar cómo ambos se sienten
todavía inseguros: su discipulado es todavía vacilante. Van tras él
cautelosamente, sin decir nada; al parecer, aún no se atreven a dirigirle la
palabra. Entonces él se vuelve hacia ellos y les pregunta: ¿Qué queréis? La
respuesta sigue siendo indecisa, un poco tímida y perpleja, pero no obstante
lleva a lo esencial: Rabbi, ¿dónde vives? O con traducción más literal:
¿Dónde permaneces? ¿Dónde está tu lugar o morada permanente, lo propio tuyo,
para que podamos ir allá? Conviene recordar en este punto que la palabra
«permanencia» es una de las de más hondo y denso contenido del Evangelio de
Juan.
Jesús les respondió: «Venid y lo veréis.» La fórmula se repite en la
conclusión del segundo relato de vocación, el referente a Natanael, donde al
final se dice: «Verás cosas mayores» (1,50). Así, pues, el contenido del
venir es ver; venir es un entrar en un ser visto por él y en un ver con él.
Donde él permanece, está abierto al cielo, el espacio oculto de Dios (1,51);
allí se encuentra el hombre en la luminosidad de Dios. «Venid y lo veréis»
concuerda también con el Salmo de comunión de la Iglesia: «Gustad y ved cuán
bueno es el Señor» (Sal 33[34], 9). El venir, y sólo el venir, lleva al ver.
El gustar abre los ojos. Así como en el pasado, en el paraíso, al gustar del
fruto prohibido se abrieron de manera funesta los ojos, también ahora, pero
en sentido inverso, el gustar de lo verdadero abre los ojos, de modo que
pueda verse la bondad del Señor. Sólo en el venir, en la permanencia de
Jesús, acontece el ver. Sin el riesgo del venir, no puede darse un ver. Juan
añade una observación: era la hora décima (1,39); es decir, una hora ya muy
tardía, en la que de ordinario no se piensa ya en emprender nuevas tareas;
pero justamente en este momento acontece lo inaplazable, lo decisivo. Según
ciertos cálculos apocalípticos, se pensaba que en esta hora se produciría el
fin de los tiempos. Quien viene a Jesús entra en lo definitivo, en el tiempo
del fin; entra en contacto con la parusía, que es ya realidad presente de la
resurrección y del reino de Dios.
En el venir acontece, pues, el ver. Juan ilustra esta idea mediante el mismo
procedimiento que vimos antes en Lucas. A las primeras palabras de Jesús
responden los dos con un rabbi. Pero cuando regresaron del lugar donde
«permanecía», dijo Andrés a su hermano Simón: «Hemos encontrado a Cristo»
(1,41). Viniendo a Jesús, permaneciendo a su lado, recorrió el camino que
del rabbi lleva a Cristo, aprendió a ver en el maestro a Cristo. Sólo en la
permanencia puede aprenderse esta lección. Se hace así visible la unidad
interna entre el tercero y el cuarto Evangelios: en ambas ocasiones, tras
una primera palabra aparece el valor para caminar con Jesús. Las dos
veces se emprende, por una palabra suya, el experimento de la vida y las dos
veces sucede que el venir se transforma en ver.
Todos nosotros hemos iniciado ya, con el reconocimiento pleno del Hijo de
Dios a través de la Iglesia, nuestro camino, pero aquel venir «fiado en tu
palabra», aquel entrar en su «permanencia» sigue siendo, también para
nosotros, condición previa del auténtico ver. Y sólo quien ve por sí mismo,
quien no cree como «de segunda mano», puede llamar a otros. Este venir, este
atreverse fiados de su palabra es, también hoy y por siempre, el presupuesto
indispensable del apostolado, del llamamiento al servicio sacerdotal.
Siempre tendremos necesidad de preguntarle: ¿Dónde vives (permaneces)? Y
también será siempre necesario dirigirse, desde el interior, hacia la
morada-permanencia de Jesús. Deberemos arrojar una y otra vez las redes
fiados de su palabra, por absurdo que pueda parecer. Siempre será preciso
tener a su palabra por más real que aquello que pretende ser lo único
realmente válido: la estadística, la técnica, la opinión pública. A menudo
nos parecerá que es ya la hora décima y que deberíamos aplazar para más
tarde la hora de Jesús. Pero precisamente así puede ser la hora de su
cercanía.
Hay todavía algunos rasgos más, comunes a ambos Evangelios. En Juan los dos
discípulos se sienten llamados por la sentencia sobre el cordero. Saben,
evidentemente por propia experiencia, que son pecadores.
Y esto no es para ellos un distante lenguaje religioso, sino algo que palpan
y sienten en su interior, que constituye para ellos una realidad. Y como lo
saben, el cordero es su esperanza y por eso empiezan a caminar tras él.
Cuando Pedro regresa con su abundante pesca, sucede algo inesperado. Contra
lo que cabría imaginar, no abraza efusivamente a Jesús por el buen resultado
del negocio, sino que cae de rodillas a sus pies. No intenta retenerlo, como
una sólida garantía de éxito, sino que le ruega que se aleje, porque se
siente temeroso ante el poder de Dios. «Aléjate de mí, que soy un hombre
pecador» (Lc 5,8). Cuando experimenta el hombre a Dios, conoce su condición
de pecador, y sólo cuando ha conocido y reconocido verdaderamente a Dios se
conoce tal como él mismo es en realidad. Pero también así es como llega el
hombre a la autenticidad. Sólo cuando el hombre sabe que es pecador y ha
comprendido el carácter funesto del pecado entiende también el sentido de la
llamada: «Convertíos y creed en la buena nueva» (Mc 1,15).
Sin conversión no es posible acercarse a Jesús ni al evangelio. Hay, a este
propósito, una paradoja de Chesterton que expresa con sumo acierto esta
conexión: Se conoce a un santo en que sabe que es pecador. El oscurecimiento
de la experiencia de Dios se manifiesta hoy en la desaparición de la
experiencia del pecado; y a la inversa, la desaparición de este conocimiento
aleja al hombre de Dios. Aunque sin caer en una falsa pedagogía del temor,
debemos aprender una vez más la verdad de la sentencia: Initium sapientiae
timor Domini: la sabiduría, el verdadero conocimiento, empieza con el justo
temor de Dios. Debemos aprenderlo de nuevo, para aprender también el
verdadero amor y para compren- der qué significa que podemos amarle y que él
nos ama. También, pues, esta experiencia de Pedro, de Andrés y de Juan es un
presupuesto básico del apostolado y, por ende, del sacerdocio. Sólo puede
anunciar la conversión —la primera palabra del cristianismo— quien
previamente se siente invadido por el sentimiento de su necesidad y ha
comprendido, por consiguiente, la grandeza de la gracia.
En los elementos fundamentales del camino espiritual del apostolado que aquí
se van descubriendo se perfila también, al mismo tiempo, la conexión
sacramental básica entre la Iglesia y el servicio sacerdotal. Si a la
experiencia del pecado corresponden el bautismo y la penitencia, al venir y
ver, al entrar en la morada permanente de Jesús, corresponde el misterio de
la eucaristía. Ella es, en un sentido que antes de su institución no era
posible ni tan siquiera imaginar, la permanencia de Jesús entre nosotros.
«Allí veréis.» La eucaristía es el lugar donde se cumple la promesa hecha a
Natanael, de que podremos ver el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir
y bajar sobre el Hijo del hombre (Jn 1,51). Jesús mora y «permanece» en el
sacrificio, en el acto de amor con el que se transfiere al Padre y, mediante
su amor vicario, también a nosotros nos devuelve a él. El salmo de comunión
(Sal 33[34]), que habla del gustar y ver, contiene esta otra frase: «Entrad
y seréis iluminados» (ver. 6, según la Vulgata). Comulgar con Cristo es
comulgar con la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo (cf. Jn 1,9).
Consideremos ahora el siguiente punto común a las dos narraciones que nos
ocupan: la abundante pesca amenaza romper la red. Pedro y los suyos no
conseguían alcanzar la orilla. A continuación se nos dice que entonces
hicieron señas a sus compañeros de la otra barca, los cuales vinieron en su
ayuda. Las dos barcas se llenaron tanto que casi se hundían (Lc 5,7). La
llamada de Jesús es al mismo tiempo una convocatoria, una llamada a
syllabesthai, como se dice en el texto griego, a trabajar juntos, a la
cooperación y ayuda mutua, a la labor en equipo de las dos barcas. La misma
idea reaparece en Juan. Cuando Andrés regresa del lado de Jesús, no puede
mantener en secreto su descubrimiento. Conduce hasta Jesús a su hermano
Simón y también a Felipe, que, por su parte, hace lo mismo con Natanael (Jn
1,41-45). La llamada lleva a la unión, a la concordia, a la convivencia.
Introduce en el discipulado y pide retransmisión. En toda vocación hay
también un elemento humano, la dimensión de la fraternidad, del estímulo,
del impulso proporcionado por otros. Cuando reflexionamos sobre nuestro
propio camino, cada uno de nosotros sabe que el resplandor de Dios no ha
descendido directamente sobre él, sino que de alguna manera me vio
interpelado por algún creyente, fue acompañado y sostenido por otros. Es
cierto que la vocación sólo puede mantenerse en pie cuando no creemos
únicamente como «de segunda mano», «porque lo ha dicho éste o el otro», sino
cuando, guiados por los hermanos, somos nosotros mismos quienes encontramos
a Jesús (cf. Jn 4,42). Ambas cosas están indisolublemente unidas: guiar,
hablar, acompañar, sostener, y aquel «venid y veréis». Por eso creo que
deberíamos desplegar mucho más valor para hablarnos los unos a los otros y
para no tener en poco aceptar la compañía de otros, fiados del testimonio
ajeno. El «con» es parte constitutiva de la vertiente humana de la fe. Es
uno de sus componentes. En este «con» debe madurar el encuentro personal con
Jesús. Del mismo modo que el acompañar y el tomar consigo, también es
importante soltar, liberar lo que cada vocación personal tiene de peculiar,
por muy diferente que sea de lo que nosotros habíamos atribuido al
interesado.
En Lucas estas ideas se amplían hasta ofrecer una visión total de la
Iglesia. A los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, se les llama koinonoi
«compañeros», o más exactamente, «socios» de Pedro. Esto significa que entre
los tres habían montado una pequeña asociación pesquera, una cooperativa, en
la que Pedro figuraba como director y propietario principal. Jesús dirigió
su primera llamada a este grupo, a esta, koinonia (communio), a la
cooperativa de Simón se convierte en imagen de lo nuevo, de lo que está por
venir. La asociación pesquera hace la communio de Jesús. Los cristianos
forman la communio de esta barca de pescador, en virtud de la llamada de
Jesús, unido en el milagro de la gracia que, tras las noches sin esperanza,
regala las riquezas del mar. Y, como en el don, también están unidos en la
misión.
Hay en Jerónimo una hermosa interpretación de la expresión «pescador de
hombres» que en esta transformación interior de la profesión, pasa a ser una
visión de futuro. Dice Jerónimo que sacar a los peces del agua significa
arrancarlos de su elemento vital y entregarlos, por tanto, a la muerte.
Pero, en cambio, sacar a los hombres del agua del mundo significa
arrancarlos del elemento de muerte y de la noche sin estrellas para darles
el aire y la luz del cielo.
Significa trasladarlos al elemento de la vida, que da al mismo tiempo luz y
contemplación de la verdad. La luz es vida, porque el elemento vital del
hombre, aquello de lo que vive en lo más hondo de sí, es la verdad, que es a
la vez amor. Es cierto que el hombre que nada en las aguas del mundo ignora
estas cosas. Por eso se resiste a ser sacado del agua. Cree, por decirlo de
algún modo, que es uno que morirá sin remedio si es arrancado del agua de
las profundidades. Se trata, en realidad, de un acontecimiento mortal. Pero
esta muerte lleva a la vida verdadera, sólo en la cual llega el hombre a su
auténtica realidad.
Ser discípulo significa dejarse capturar por Cristo, que es el Pez
misterioso que ha descendido hasta el agua del mundo, el agua de la muerte;
que se ha hecho pez para dejarse primero capturar por nosotros, para ser
nuestro pan de vida. Se deja capturar para que nosotros seamos capturados
por él y hallemos el valor suficiente para dejarnos sacar con Él de las
aguas de nuestra rutina y de nuestras comodidades. Jesús se ha convertido en
pescador de hombres al tomar sobre sí la noche del mar, al descender a la
pasión de las profundidades. Pescador de hombres sólo puede ser quien, como
él, se entrega a sí mismo. Y esto sólo puede hacerse cuando se confía en la
barca de Pedro, cuando se entra en la comunión de Pedro. La vocación no es
asunto privado, no es un perseguir por iniciativa propia la causa de Jesús.
Su espacio es la Iglesia entera, que sólo puede existir en comunión con
Pedro y en comunión, por tanto, con los apóstoles de Jesucristo.
(RATZINGER, J., Servidor de vuestra alegría, Herder, Barcelona, 1989, p. 92
– 103)
Santos Padres: San Juan Crisóstomo - Los primeros discípulos
2. Por la misma razón, en sus comienzos, el Señor no pronuncia palabra dura
ni molesta, como cuando Juan habla del hacha y del árbol cortado. Jesús no
se acuerda ya ni del bieldo, ni de la era, ni del fuego inextinguible. Sus
preludios son todos de bondad, y el primer mensaje que dirige a sus oyentes
versa sobre los cielos y el reino de los cielos.
Y, caminando orillas del mar de Galilea, vio a dos hermanos: Simón—que se
llama Pedro—y Andrés, su hermano, que estaban echando sus redes al mar, pues
eran pescadores. Y les dijo: Venid en pos de mí y yo os haré, pescadores de
hombres. Y ellos, dejando sus redes, le siguieron. Realmente, Juan cuenta de
otro modo la vocación de estos discípulos. Lo cual prueba que se trata aquí
de un segundo llamamiento, lo que puede comprobarse por muchas
circunstancias. Juan, en efecto, dice que se acercaron a Jesús antes de que
el Precursor fuera encarcelado; aquí, empero, se nos cuenta que su
llamamiento tuvo lugar después de encarcelado aquél. Allí Andrés llama a
Pedro; aquí los llama Jesús a los dos. Juan cuenta que, viendo Jesús venir a
Pedro, le dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás. Tú te llamarás Cefás, que se
interpreta Pedro , es decir, "roca". Mateo, empero, dice que Simón llevaba
ya ese nombre: Porque, viendo; —dice—a Simón, el que se llama Pedro. Que se
trate aquí del segundo llamamiento, puede también verse por el lugar de
donde son llamados y, entre otras muchas circunstancias, por la facilidad
con que obedecen al Señor y todo lo abandonan para seguirle. Es que estaban
ya de antemano bien instruidos. En Juan se ve que Andrés entra con Jesús en
una casa y allí le escucha largamente; aquí, apenas oyeron la primera
palabra, le siguieron inmediatamente. Y es que, probablemente, le habían
seguido al principio y luego le dejaron; y, entrando Juan en la cárcel,
también ellos se retirarían y volverían a su ordinaria ocupación de la
pesca.
Por lo menos así se explica bien que el Señor los encuentre ahora
pescando: Él por su parte, ni cuando quisieron al principio marcharse se lo
prohibió, ni, ya que se hubieron marchado, los abandonó definitivamente. No,
cedió cuando se fueron; pero vuelve otra vez a recuperarlos. Lo cual es el
mejor modo de pescar.
LA FE Y LA OBEDIENCIA CON QUE LOS DISCÍPULOS SIGUEN AL SEÑOR
Más considerad la fe y obediencia de estos discípulos. Hallándose en medio
de su trabajo—y bien sabéis cuán gustosa es la pesca—, apenas oyen su
mandato, no vacilan ni aplazan un momento su seguimiento. No le dijeron:
Vamos a volver a casa y decir adiós a los parientes. No, lo dejan todo y se
ponen en su seguimiento, como hizo Eliseo con Elías. Ésa es la obediencia
que Cristo nos pide: ni un momento de dilación, por muy necesario que sea lo
que pudiera retardar, nuestro seguimiento. Al otro que se le acercó y le
pidió permiso para ir a enterrar a su padre, no se lo consintió . Con lo que
nos daba a entender que su seguimiento ha de ponerse por encima de todo lo
demás. Y no me digáis que fue muy grande la promesa que se les hacía, pues
por eso los admiro yo particularmente. No habían visto milagro alguno del
Señor, y, sin embargo, creyeron en la gran promesa que les hacía y todo lo
pospusieron a su seguimiento. Ellos creyeron, en efecto, que por las mismas
palabras con que ellos habían sido pescados lograrían también ellos pescar a
otros.
A Andrés y Pedro eso les prometió el Señor, más en el llamamiento de
Santiago y Juan no se nos habla de promesa alguna. Seguramente la obediencia
de los que les precedían les había ya preparado el camino. Por otra parte,
también ellos habían antes oído hablar mucho de Jesús. Pero mirad por otra
parte cuán puntualmente nos da a entender el evangelista la pobreza de estos
últimos discípulos. Los halló, efectivamente, el Señor cosiendo sus redes.
Tan extrema era su pobreza, que tenían que reparar sus redes rotas por no
poder comprar otras nuevas. Y no es pequeña la prueba de su virtud que ya en
eso nos presenta el evangelio: soportan generosamente la pobreza, se ganan
la vida con justos trabajos, están entre sí unidos por la fuerza de la
caridad y tienen consigo y cuidan a su padre.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (I), homilía
14, 2, BAC Madrid 1955, 258-60)
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Aplicación: San Juan Pablo II - Vocación - Misión del cristiano
Estoy contento de volver a descubrir y profundizar con vosotros en los
textos de la liturgia de este domingo, la fundamental vocación-misión del
cristiano que, como los Profetas, como los Apóstoles, está llamada a
desarrollar el ministerio de anunciar y evangelizar a Cristo, haciéndolo
actual mediante el propio testimonio vivo.
A propósito de esta vocación, el Evangelio de hoy nos ofrece abundante
materia de reflexión y todas las lecturas de la liturgia dominical nos
permiten comprender aún más a fondo su contenido.
He aquí el cuadro más frecuente en el Evangelio: Cristo enseña. Enseña a
cuantos “se agolpan” en torno “para oír la palabra de Dios” (Lc 5,1).
Primero enseña en la orilla del lago de Genesaret, luego “subió a una de las
barcas, que era la de Simón”, y rogándole que se alejase un poco de la
tierra, continuó enseñando a la multitud desde la barca (cfr. Lc.5, 3).
Cuando terminó de hablar, se alejó de la muchedumbre y mandó a Simón hacerse
a la mar y echar las redes para la pesca (cfr. Lc. 5,4).
El acontecimiento, que podría parecer ordinario, toma de allí a poco un
carácter extraordinario. En efecto, la pesca resulta especialmente
abundante, lo que sorprende a Simón y a los otros pescadores, cuya fatiga
precedente, que duró toda la noche, no había dado resultado alguno: “Toda la
noche hemos estado trabajando y no hemos pescado nada” (Lc. 5,5), dice
Simón, cuando Jesús le pide echar las redes. Lo hacen únicamente por respeto
a las palabras de Jesús, movidos por un motivo de estima y obediencia.
La inesperada, abundantísima pesca, que incluso exige la ayuda de los
compañeros de la otra barca, suscita en Simón Pedro una reacción típica de
él. Se echa a los pies de Jesús y dice: “Señor, apártate de mí, que soy un
hombre pecador” (Lc. 5,8).
Los otros testigos del acontecimiento milagroso, los hermanos Santiago y
Juan, no reaccionan del mismo modo, pero también se llenan de estupor por la
extraordinaria pesca realizada (cfr. Lc 5,9).
Entonces, Jesús dirige a Simón las palabras que dan el significado profético
a todo el acontecimiento: “No temas; en adelante vas a ser pescador de
hombres” (Lc. 5,10).
En diversos pasajes podemos comprobar que el Señor Jesús enseña a todos los
que se acercan para oír su palabra; sin embargo, Él se propone instruir de
modo particular a los Apóstoles, para introducirlos en los “misterios del
reino”, que ellos sobre todo deben conocer, para creer en la propia misión.
Jesús los educa en la tarea de futuros testigos de su potencia y de maestros
seguros de esa verdad que Él ha traído al mundo desde el Padre, de la verdad
que es Él mismo.
El pasaje evangélico de hoy nos muestra uno de los momentos particulares de
esa solicitud, mediante la cual Jesús confirma a los Apóstoles y ante todo a
Simón Pedro en la propia vocación. El método que usa el Maestro divino
sobrepasa la simple enseñanza, el anuncio de la Palabra y su explicación.
Para que penetre en profundidad, Jesús confirma la verdad de la Palabra
anunciada con la revelación de su potencia sobrehumana y sobrenatural de
Dios, que se dirige directamente a todo el hombre.
Frente a la revelación de esta potencia, la reacción del hombre es siempre
la que manifestó Simón Pedro: la toma de conciencia de la propia indignidad
y el estado pecaminoso. ¿No decimos nosotros siempre, antes de la santa
comunión: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa...”? Pedro, a su
vez, afirma, “apártate de mí, que soy hombre pecador” (Lc. 5,8). San Pablo
movido por el mismo sentimiento, escribirá: “No soy digno de ser llamado
Apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios” (1 Cor. 15,9). Así Isaías se
defiende de la llamada del Señor, que querría eludir oponiendo la impureza
de los propios labios, indignos de pronunciar la palabra del Señor (cfr. Is.
6,5).
Este profundo sentido de estado pecaminoso personal y de indignidad permite
actuar a Dios mismo, permite a su gracia -gracia a la llamada divina-
hacerse eficaz.
Los labios de Isaías, tocados por un carbón encendido, se vuelven puros y el
profeta puede decir: “Heme aquí, envíame a mí” (Is. 6,8). Pablo, convertido
de perseguidor en Apóstol, afirma: “Por la gracia de Dios soy lo que soy, y
la gracia que me confirió no ha sido estéril” (1 Cor. 15,10). En cambio,
Simón Pedro escucha de labios de Cristo las palabras confortadoras: “No
temas; en adelante vas a ser pescador de hombres” (Lc. 5,10).
En las lecturas de hoy se encierra una profunda lección que demuestra
nuestra verdadera relación personal con Dios. Ante todo es necesario que
tengamos un sentido profundo de su santidad y a la vez un vivo sentido de
nuestra culpa e indignidad. Cuanto más caigamos en la cuenta de esto último,
tanto más se nos revela lo primero: Dios en la Majestad inefable de su
potencia y de su amor; Creador y Redentor del hombre; Sabiduría, Justicia,
Misericordia; Dios Omnipresente, Omnisciente, Omnipotente.
Cristo nos manifiesta con su enseñanza este misterio inescrutable de Dios y,
al mismo tiempo, nos lo acerca, hablando el lenguaje de los hombres
sencillos, haciendo presente la potencia de Dios mismo con signos visibles,
como, por ejemplo, la pesca del lago de Genesaret.
Reflexione cada uno de nosotros si su relación interior con Dios tiene los
rasgos que se manifiestan en el comportamiento de Simón Pedro, de Pablo de
Tarso, del profeta Isaías; si nuestra relación con Dios no es demasiado
superficial, unilateral, interesada. ¿Tenemos miedo del pecado, por no
ofender al Padre y al Hijo, su Unigénito, que ha aceptado por nosotros la
pasión y la muerte en la cruz? ¿O más bien nos falta esa conciencia de
profunda indignidad en relación con el que es él solo y único Santo?
Comprometámonos en este sentido.
Además de esto, las lecturas de hoy contienen pensamientos e indicaciones
importantes para la vida de toda parroquia, como unidad del pueblo de Dios.
Cristo dijo a Pedro: “En adelante vas a ser pescador de hombres” (Lc. 5,10);
esta pesca misteriosa corresponde a la misión incesante de la Iglesia, de
cada una de las comunidades en la Iglesia y de cada uno de los cristianos.
Llevar a los hombres vivos, a las almas humanas la luz de la fe y a la
fuente del amor; mostrarles el Reino de Dios presentes en los corazones y en
el designio de la historia de la humanidad; reunir a todos en esa unidad,
cuyo centro es Cristo: he aquí la misión continua de la Iglesia. El Concilio
Vaticano II ha dado en su enseñanza, la expresión plena de esta misión.
Y como en los tiempos de Jesús, así también hoy, esta misión exige un
constante anuncio que prepare y facilite la acogida de la verdad divina y
del amor fraterno. Exige que cada una de las personas, de los grupos, de los
ambientes “se aparten a veces de la tierra” para “alejarse”. Es necesario
para esta penetración más profunda del Evangelio y de los misterios divinos.
Es necesaria particularmente una intimidad familiar, exclusiva, ferviente
con Cristo y con el Padre en el Espíritu Santo, para que maduren los
Apóstoles, es decir, los cristianos perfectos, prontos a dar a los demás,
sacando de la propia plenitud, para que la gracia de Dios en ellos no sea
estéril (cfr. 1 Cor. 15,10; 2 Cor. 6,1).
“Maestro... porque tú lo dices echaré las redes” (Lc. 5,5). Vuestra
comunidad, vuestros Pastores, todas las almas apostólicas... todos los
feligreses no cesen de pensar así, animados por este mismo espíritu de fe, y
no cesen de actuar en consecuencia. ¡El Maestro y Señor está constantemente
presente en nuestra barca!
La vocación del cristiano se realiza sustancialmente, además de en la vida
de gracia, en el testimonio de amor y de solidaridad, que requiere
obviamente una apertura a los demás, acogidos como tales, y apremia a salir
de sí mismos, de los propios miedos y defensas, de la tranquilidad del
bienestar propio, para comunicar y al mismo tiempo construir un tejido de
relaciones recíprocas, orientadas al bien espiritual, moral y social de
todos.
(Homilía en la Parroquia de San Timoteo, 10 de febrero de1980)
Aplicación:
Benedicto XVI - La llamada divina
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de este quinto domingo del tiempo ordinario nos presenta el tema
de la llamada divina. En una visión majestuosa, Isaías se encuentra en
presencia del Señor tres veces Santo y lo invade un gran temor y el
sentimiento profundo de su propia indignidad. Pero un serafín purifica sus
labios con un ascua y borra su pecado, y él, sintiéndose preparado para
responder a la llamada, exclama: "Heme aquí, Señor, envíame" (cf. Is 6,
1-2.3-8).
La misma sucesión de sentimientos está presente en el episodio de la pesca
milagrosa, de la que nos habla el pasaje evangélico de hoy. Invitados por
Jesús a echar las redes, a pesar de una noche infructuosa, Simón Pedro y los
demás discípulos, fiándose de su palabra, obtienen una pesca sobreabundante.
Ante tal prodigio, Simón Pedro no se echa al cuello de Jesús para expresar
la alegría de aquella pesca inesperada, sino que, como explica el
evangelista san Lucas, se arroja a sus pies diciendo: "Apártate de mí,
Señor, que soy un pecador". Jesús, entonces, le asegura: "No temas. Desde
ahora serás pescador de hombres" (cf. Lc 5, 10); y él, dejándolo todo, lo
sigue.
También san Pablo, recordando que había sido perseguidor de la Iglesia, se
declara indigno de ser llamado apóstol, pero reconoce que la gracia de Dios
ha hecho en él maravillas y, a pesar de sus limitaciones, le ha encomendado
la tarea y el honor de predicar el Evangelio (cf. 1 Co 15, 8-10).
En estas tres experiencias vemos cómo el encuentro auténtico con Dios lleva
al hombre a reconocer su pobreza e insuficiencia, sus limitaciones y su
pecado. Pero, a pesar de esta fragilidad, el Señor, rico en misericordia y
en perdón, transforma la vida del hombre y lo llama a seguirlo. La humildad
de la que dan testimonio Isaías, Pedro y Pablo invita a los que han recibido
el don de la vocación divina a no concentrarse en sus propias limitaciones,
sino a tener la mirada fija en el Señor y en su sorprendente misericordia,
para convertir el corazón, y seguir "dejándolo todo" por él con alegría. De
hecho, Dios no mira lo que es importante para el hombre: "El hombre mira las
apariencias, pero el Señor mira el corazón" (1 S 16, 7), y a los hombres
pobres y débiles, pero con fe en él, los vuelve apóstoles y heraldos
intrépidos de la salvación.
En este Año sacerdotal, roguemos al Dueño de la mies que envíe operarios a
su mies y para que los que escuchen la invitación del Señor a seguirlo,
después del necesario discernimiento, sepan responderle con generosidad, no
confiando en sus propias fuerzas, sino abriéndose a la acción de su gracia.
En particular, invito a todos los sacerdotes a reavivar su generosa
disponibilidad para responder cada día a la llamada del Señor con la misma
humildad y fe de Isaías, de Pedro y de Pablo. Enc