Domingo 10 del Tiempo Ordinario C - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios durante la celebración de la Misa dominical parroquial
Recursos adicionales para la preparación
A su disposición
Exégesis - Alois Stöger - La acción salvadora de Dios (Lc 7, 1-8, 3)
Comentario Teológico: R.P. Leonardo Castellani - El vencedor de la muerte
(Lc 7, 11-17)
Santos Padres: San Ambrosio - Resurrección en Naím (Lc 7, 11-17)
Aplicación: San Juan
Pablo II - "Levántate"
Aplicación: S.S. Francisco p.p. - El Corazón de Jesús fuente de misericordia
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - El sentido cristiano de la muerte
Aplicación: P. Antonio Rivero, L.C. - Los dos cortejos
Ejemplos
Aplicación: Directorio Homilético - Décimo domingo del Tiempo Ordinario C
Cinco catequesis sobre los milagros en
general
Catequesis I: JUAN PABLO II - Mediante los signos-milagros, Cristo revela su
poder de Salvador
Catequesis II: JUAN PABLO II - Los milagros de Jesús como signos salvíficos
Catequesis III: JUAN PABLO II - Los milagros de Cristo como manifestación
del amor salvífico
Catequesis IV: JUAN PABLO II - El milagro como llamada a la fe
Catequesis V: JUAN PABLO II - Los milagros como signos del orden
sobrenatural
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis - Alois Stöger - La acción salvadora de Dios (Lc 7, 1-8, 3)
En el sermón de la montaña ha hablado Jesús como maestro que enseña con
autoridad y poder; ahora se nos muestra como salvador poderoso. Su poder de
sanar y de salvar tiene una amplitud ilimitada: otorga su favor a un pagano
(7,1-10), resucita a un muerto (7,11-17), se revela como el salvador
prometido de los enfermos y de los pecadores (7,18-35) y perdona a la
pecadora (7,36-5). El resultado de su actividad se muestra de nuevo en los
discípulos (8,1-3).
(…)
b) Resurrección del hijo de la viuda de Naím (Lc 7,11-17)
11 A continuación se fue a una ciudad llamada Naím, y con él iban sus
discípulos y una gran multitud. 12 Cuando se acercó a la puerta de la
ciudad, se encontró con que llevaban a enterrar un muerto, hijo único de su
madre, que era viuda, y bastante gente de la ciudad la acompañaba.
Naím estaba situada en el camino que partiendo del lago de Genesaret y
pasando al pie del Tabor por la llanura de Esdrelón, conducía a Samaría.
Naím era sólo una pequeña aldea, aunque Lucas habla de una ciudad. A la
entrada de la ciudad se encuentran dos comitivas, la que va encabezada por
el dispensador de vida, y la comitiva que va precedida de la muerte. En un
sermón después de pentecostés pronunció san Pedro estas palabras: «Vosotros,
pues, negasteis al santo y al justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de
un asesino (Barrabás) al paso que disteis muerte al autor de la vida, a
quien Dios resucitó de entre los muertos» (Hec_3:14 s).
El difunto era hijo único de su madre, la cual era viuda. El marido y el
hijo habían muerto prematuramente, y la muerte prematura era considerada
como castigo por el pecado. El hijo facilitaba la vida a la madre. En él
tenía protección legal, sustento, consuelo. La magnitud de la desgracia
halla misericordia en la gran multitud de la ciudad que la acompañaba.
Podían consolarla, pero nadie podía socorrerla.
13 Al verla el Señor, sintió compasión de ella y le dijo: No llores más.
14 Y llegándose al féretro, lo tocó; los que lo llevaban, se pararon.
Entonces dijo: ¡Joven! Yo te lo mando: levántate. 15 Y el difunto se
incorporó y comenzó a hablar, y Jesús lo entregó a su madre.
Jesús se sintió lleno de compasión. Él mismo predica y trae la misericordia
de Dios con los que se lamentan y lloran. Dios toma posesión de su reino
mediante su misericordia con los oprimidos.
El cadáver yace en el féretro, envuelto en un lienzo. El gesto de tocar el
féretro, como escribe Lucas conforme a la concepción griega, es para los que
lo llevan una señal para que se paren. Jesús llama al joven difunto, como si
todavía viviera. Su llamada infunde vida. «Dios da vida a los muertos, y a
la misma nada llama a la existencia» (Rom_4:17). Con su palabra poderosa es
Jesús «autor de la vida» (Hec_3:15).
El joven vive, se incorpora y comienza a hablar. Jesús lo entrega a su
madre. La resurrección de los muertos es prueba de su poder y de su
misericordia. El poder está al servicio de la misericordia. Poder y
misericordia son signos del tiempo de salvación. Por sus entrañas
misericordiosas visita Dios a su pueblo para iluminar a los que yacen en
tinieblas y sombras de muerte (Hec_1:78 s).
Lo entregó a su madre. Así se dice también en el libro de los Reyes
(1Re_17:23), que cuenta cómo Elías resucitó al hijo difunto de la viuda de
Sarepta. Jesús es profeta, como Elías, pero aventaja a Elías. Jesús resucita
a los muertos con su palabra poderosa; Elías con oraciones y prolijos
esfuerzos.
16 Todos quedaron sobrecogidos de temor y glorificaban a Dios, diciendo:
Un gran profeta ha surgido entre nosotros; Dios ha visitado a su pueblo. 17
Y esta fama acerca de él se extendió por toda la Judea y por toda la región
cercana.
En Jesús se hizo patente el poder de Dios. La manifestación de Dios suscita
temor. El temor y asombro por la acción poderosa de Dios es comienzo de la
glorificación de Dios. La glorificación de Dios por los testigos proclama
dos acontecimientos salvíficos: a) ha surgido un gran profeta. Dios
interviene decisivamente en la historia; Jesús es, en efecto, un gran
profeta. b) Dios ha visitado benignamente a su pueblo. Ahora se realiza lo
que había anunciado proféticamente en su himno el padre del Bautista:
«Bendito el Señor, Dios de Israel, porque ha venido a ver a su pueblo y a
traerle el rescate, y nos ha suscitado una fuerza salvadora en la casa de
David, su siervo» (1,68s). La fama de Jesús se extendió por toda Palestina y
por la región circunvecina. El que ha escuchado la palabra de Dios la
propaga. La palabra acerca de Jesús tiende a llenar el mundo.
(STÖGER, ALOIS, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su
Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
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Comentario Teológico: R.P. Leonardo Castellani - El vencedor de la
muerte (Lc 7, 11-17)
“El primer encuentro de Jesús con la Muerte”, llaman a este evangelio de la
Resurrección en Naím. Pero en realidad, Jesús había topado con la muerte un
poco tiempo antes, en Nazareth, cuando los Capitostes, los Magnates y los
Sinagogos lo habían llevado al filo del barranco que bordea su ciudad natal
para arrojarlo al vacío; de los cuales escapó sin hacer ningún milagro
–nunca hizo en favor suyo milagro alguno– sino escabulléndose, como narra
Lucas IV. Y el furor de sus paisanos fue porque “allí no había hecho ningún
milagro”: furor sacrílego como se ve, porque así reconocían que él podía
hacer milagros, y por tanto venía de Dios. Bárbaros estos judíos.
La lección del profeta Isaías que prenuncia los milagros del Mesías, fue la
que Cristo leyó en la sinagoga nazaretana, añadiendo simplemente: “Esta
profecía se ha cumplido ya entre nosotros.” Isaías enumera allí “pobres,
cautivos, ciegos y heridos”; no incluye resurrección de muertos. Poco
después del Sermón Montano, en el Segundo Ministerio Galileo, vino la
resurrección del innominado que llamamos con el largo nombre de “Hijo Único
de la Viuda de la Ciudad de Naím”. Nadie le rogó o exigió que lo hiciera, se
conmovió por las lágrimas de la madre: detuvo con la mano el portaféretro
llevado por cuatro hombres, dio un mandato imperioso, y el joven se
incorporó y comenzó a hablar. Era en las afueras de la ciudad, en el lugar
donde se cavaban los sepulcros. “Y se lo entregó a su madre.” El evangelio
registra la conmoción de la turba: “se asustaron, alabaron a Dios y dijeron:
un gran profeta ha aparecido: Dios ha acogido de nuevo a su pueblo”. Y añade
que corrió la voz por toda Judea y sus aledaños. “¿Qué es esto? ¿Cuándo se
ha oído nunca que un hombre pueda resucitar muertos?”. Cristo no oró
largamente, ni se echó sobre el cuerpo del difunto, como el profeta Elías
sobre el otro hijo de la otra viuda de Sarepta: simplemente gritó: “Yo te lo
mando”; y fue obedecido. ¿Mandó a quién? ¿Al joven? ¡Mandó a la Muerte!
Resucitar un muerto no es una broma. Los incrédulos cuando van a Lourdes
dicen que “no conocemos bien las leyes naturales”. La serie de escuelas
sucesivas y contrarias de “alta crítica exegética” racionalista lo arreglan
todo, hasta que llegan a la Resurrección. “¿Un paralítico? Hay parálisis
nerviosa. ¿Un epiléptico? Sugestión. ¿Un leproso? El diagnóstico de la lepra
es difícil y en aquellos tiempos... No sabemos bien hasta donde llega la
fuerza de la sugestión.” Pero cuando llegamos a un muerto, sabemos bien
hasta donde NO llega. Por tanto: “suprimir la resurrección, suprimir la
resurrección o estamos fritos...” es la voz de orden de estos seudosabios,
desde H. S. Reimarus en 1768 hasta Santayana en nuestros días: la misma voz
de los fariseos, que quisieron suprimir la resurrección suprimiendo al
resucitado, pues “pensaron dar la muerte [de nuevo] a Lázaro”. Insensatos.
Un resucitador es una cosa muy seria: podría resucitar el Paraíso Terrenal.
¿Se imaginan ustedes lo que podría en el mundo un tipo con poder de
resucitar muertos? Podría cambiar la faz del mundo. Pues bien, eso tiene que
venir puesto que Cristo tiene que Volver. Si uno suprime la promesa
parusíaca del Retorno de Cristo, no queda absolutamente nada del Evangelio
en pie: es la arquitrabe de todo el edificio. Cristo Resucitado volverá para
resucitarnos.
Un solo resucitado que no pudiera ya ni morir ni sufrir, podría reírse en la
cara del Emperador Calígula y toda su corte; y muchísimas otras cosas. El
dramaturgo Eugenio O'Neil desarrolló esa idea en su drama Lázaro ríe, por
más que, desgraciadamente, desde el segundo acto, el ateísmo de O'Neil le
enturbia la idea, y el drama termina en forma que no responde al grandioso
comienzo. En realidad Lázaro resucitado e invulnerable puede conquistar el
mundo entero, si quiere.
Hace unos tres años dirigí a un comunista militante y dirigente, pero de
buena voluntad, una carta de la que voy a transcribir una página:
... Los fariseos han tenido cría. Y la cría de los fariseos –esa palabra
justamente usó Cristo, “esta cría mala y adúltera”– naturalmente debe
temblar de que “Cristo vuelva”: no han tenido nunca mayor enemigo. Y así
naturalmente niegan que haya resucitado, y con mayor razón, niegan que
vuelve”...
Supongamos que Cristo “vuelve” ¿podría arreglar todo este desarreglo de hoy?
¡Pero seguramente! ¡Un “hombre” resucitado, contra todos estos pobres piojos
resucitados! El dramaturgo yanqui O'Neil hizo un drama que usted conoce,
Lázaro ríe, en que desarrolla las consecuencias posibles de la hipótesis de
“un hombre resucitado”. ¡Ese hombre es más poderoso que los Césares, es el
poder andando! O'Neil lo hunde al fin en la confusión, porque justamente él
vivía en confusión –y el artista trabaja con el material de su
autoexperiencia– pues sin la fe ese caso para él no era más que una
“suposición”: una fantasía, un mito. Pero ¡si eso llega a ser real! Un
hombre que solamente pueda curar los enfermos y multiplicar los panes y los
peces se vuelve ipsofacto el economista más grande del mundo: Jesucristo
resucitado se vuelve un economista más grande que Franklin y Domingo
Faustino Sarmiento. ¡Adiós bancos, adiós fronteras, adiós ejércitos, adiós
guerras! Adiós, Pecado. Adiós Muerte.
Yo no soy milenarista, y por eso no quiero hacer aquí el cuadro de “lo que
sería” este mundo gobernado durante mil años por los resucitados; por un
Resucitado; sin embargo el gran novelista suizo Ramuz lo ha hecho en un
librito, Joie dans la Terre, que confieso me gusta grandiosamente,
aunque no acepto la teología de este hijo de Calvino. Muchas personas se
confortan y sustentan –la imaginación es el sustentáculo de la esperanza–
con esa imaginación, que está en el capítulo XX del Apokalypsis. Yo no la
enseño, pero la respeto, como respeto los cuentos de hadas; y muchísimo más
por cierto. Pero yo no la necesito: me basta para mi Esperanza imaginar lo
que sería el Mesías retornado, no ya “en gloria y majestad” y como Monarca
del Mundo, sino simplemente más o menos como era cuando andaba en la tierra
predicando, o como después de su resurrección, traveseando amablemente pero
en serio con sus Apóstoles –con los Once Palurdos–. “ Jesús en Buenos
Aires!”, como soñaba nuestro común desdichado amigo Enrique Méndez Calzada.
Eso basta. Así como una chispa sola puede originar el mayor incendio, así
como una sola bomba atómica puede desencadenar el incendio del Universo
–según dicen los sabios, aunque yo no les creo– así un solo Resucitado, el
“Primogénito de entre los Muertos”, que dice San Pablo, puede tranquilamente
y sin prisas incendiar de gozo todo el Universo, ese vencedor de la Muerte y
Principio de la Resurrección. Poder, puede: no lo dude usted.
He aquí que he llegado yo después de mucho camino, con usted o sin usted
–porque no sé si me ha dejado durante– al plano religioso desde el plano
ético, que es el suyo; y el pasadizo es “el humor” enseña Kirkegor; y por
cierto, a lo más crudo y duro de todo el plano religioso y a lo fundamental
en él, a la inmortalidad y a la resurrección.
Los comunistas quieren ustedes nada menos que la resurrección del mundo; yo
también; y lo que es más, “la espero”. Pero discrepamos en que ustedes
quieren la resurrección sin muerte; y yo me he resignado a la muerte. Hace
mucho tiempo, creo que cuando era muy chico, la muerte llamó y yo abrí, y se
ha aposentado en mí. No sé cuando.
La muerte la fe.
La fe es como una muerte. No se puede negar que es una especie de muerte,
como usted la llama en su carta un reniego de “esta” vida; no de la Vida en
general de esta hija de perra de vida.
San Pablo llama a la Fe “morir en Cristo y resucitar espiritualmente en
Cristo por el bautismo”. El rudo tarsense se imagina el bautismo como un
ahogarse en una piscina llena de la sangre de Cristo –y de Adán– para
resucitar otro hombre, “el hombre nuevo”, metáfora poco moderna que
horroriza a Aldous Huxley... y a Eduardo Mallea. Naturalmente, todo lo que
horroriza a Aldous Huxley, y viceversa, horroriza, y viceversa, a Eduardo
Mallea...
Sigue la carta con un análisis de cómo nació la Fe en mi; pero creo que con
esto basta.
En resumen, pasó un Resucitador por el mundo y nació en el mundo una
esperanza más grande que todos los siglos; la cual no morirá. Uno que ya no
tenía esperanza ha escrito: “Jesús es simplemente la esperanza más grande
que ha pasado por la Humanidad”...
Oh, Renán, escucha: No ha pasado.
(CASTELLANI, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires,
1977, pp. 325-329)
Santos Padres: San Ambrosio - Resurrección en Naím (Lc 7, 11-17)
89. Y como llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban a
enterrar a un difunto, hijo único de su madre; y ésta era viuda; y estaba
con ella mucha gente de la ciudad. En viéndola el Señor, se movió a
compasión, y dijo: No llores. Y llegándose al féretro lo tocó.
Este pasaje también es rico en un doble provecho; creemos que la
misericordia divina se inclina pronto a las lágrimas de una madre viuda,
principalmente cuando está quebrantada por el sufrimiento y por la muerte
de su hijo único, viuda, sin embargo, a quien la multitud del duelo
restituye el mérito de la maternidad; por otra parte, esta viuda, rodeada
por una multitud de pueblo, nos parece algo más que una mujer: ella ha
obtenido por sus lágrimas la resurrección del adolescente, su hijo único; es
que la Iglesia santa llama a la vida desde el cortejo fúnebre y desde las
extremidades del sepulcro al pueblo más joven, en vista de sus lágrimas;
está prohibido llorar a quien está reservada la resurrección.
90. Este muerto era llevado al sepulcro en un féretro por los cuatro
elementos de la materia; pero tenía la esperanza de la resurrección, ya que
era llevado sobre el leño, el cual, aunque antes no nos aprovechaba, sin
embargo, después que Jesús le tocó, comenzó a procurarnos la vida; esto era
un signo de que la salvación se extendería en el pueblo por el patíbulo de
la cruz. Habiendo oído la palabra de Dios, los lúgubres portadores de este
duelo se detuvieron; ellos arrastran el cuerpo humano en el despojo mortal
de su naturaleza humana. ¿Qué otra cosa es, sino que yacemos sin vida, como
en un féretro, instrumento de los últimos obsequios, cuando el fuego de una
pasión sin medida nos consume, o el frío humor nos invade, o una cierta
indolencia habitual del cuerpo humano debilita el vigor del alma, o que
nuestro espíritu, vacío de la pura luz, alimenta nuestra inteligencia con
el pecado? Tales son los portadores de nuestros funerales.
91. Más, aunque los últimos síntomas de la muerte hayan hecho desaparecer
toda esperanza de vida y que los cuerpos de los difuntos estén próximos al
sepulcro, sin embargo, a la palabra de Dios, los cadáveres, dispuestos a
perecer, resucitan, vuelve la voz, se entrega el hijo a la madre, se llama
de la tumba, se arranca del sepulcro. ¿Cuál es esta tumba, la tuya, sino
las malas costumbres? Tu tumba es la falta de fe; tu sepulcro es esta
garganta —pues su garganta es un sepulcro abierto (Sal 5, 11)— que profiere
palabras de muerte. Este es el sepulcro del que Cristo te libra; resucitarás
de esa tumba si escuchas la palabra de Dios.
92. Aunque existe un pecado grave que no puede ser lavado con las lágrimas
de tu arrepentimiento, llora por ti la madre Iglesia, que interviene por
cada uno de sus hijos como una madre viuda por sus hijos únicos; pues ella
se compadece, por un sufrimiento espiritual que le es connatural, cuando ve
a sus hijos arrastrarse hacia la muerte por vicios funestos. Somos nosotros
entrañas de sus entrañas; pues también existen entrañas espirituales; Pablo
las tenía, al decir: Sí, hermano; reciba yo de ti gozo en el Señor; alivia
mis entrañas en Cristo (Flm 20). Somos nosotros las entrañas de la Iglesia,
porque somos miembros de su cuerpo, hechos de su carne y de sus huesos. Que
llore, pues, la piadosa madre, y que la multitud la asista; que no sólo la
multitud, sino una multitud numerosa compadezca a la buena madre. Entonces
tú te levantarás del sepulcro; los ministros de tus funerales, se detendrán,
y comenzarás a pronunciar palabras de vida; todos temerán, pues, por el
ejemplo de uno solo, serán muchos corregidos; y, más aún, alabarán a Dios,
que nos ha concedido tales remedios para evitar la muerte.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.5, 89-92, BAC,
Madrid, 1966, pp. 272-274)
Apliclación:
San Juan Pablo II - "Levántate"
Queridos jóvenes suizos:
1. "¡Levántate!" (Lc 7, 14).
Esta palabra del Señor al joven de Naím resuena hoy con fuerza en nuestra
asamblea, y se dirige a vosotros, queridos jóvenes amigos, muchachos y
muchachas católicos de Suiza.
El Papa ha venido de Roma para volverla a escuchar, juntamente con vosotros,
de labios de Cristo y para hacerse eco de ella.
2. El Evangelio de san Lucas narra un encuentro: por una parte, está el
triste cortejo que acompaña al cementerio al joven hijo de una madre viuda;
por otra, el grupo festivo de los discípulos que siguen a Jesús y lo
escuchan. También hoy, jóvenes amigos, podríais formar parte de aquel triste
cortejo que avanza por el camino de la aldea de Naím. Eso sucedería si os
dejáis llevar de la desesperación, si los espejismos de la sociedad de
consumo os seducen y os alejan de la verdadera alegría enredándoos en
placeres pasajeros, si la indiferencia y la superficialidad os envuelven, si
ante el mal y el sufrimiento dudáis de la presencia de Dios y de su amor a
toda persona, si buscáis saciar vuestra sed interior de amor verdadero y
puro en el mar de una afectividad desordenada.
Precisamente en esos momentos, Cristo se acerca a cada uno de vosotros y,
como hizo al muchacho de Naím, os dirige la palabra que sacude y despierta:
"¡Levántate!". "Acoge la invitación que te hará ponerte de pie".
No se trata de simples palabras: es Jesús mismo, el Verbo de Dios encarnado,
quien está delante de vosotros. Él es "la luz verdadera que ilumina a todo
hombre" (Jn 1, 9), la verdad que nos hace libres (cf. Jn 14, 6), la vida que
el Padre nos da en abundancia (cf. Jn 10, 10). El cristianismo no es un
simple libro de cultura o una ideología; y ni siquiera es sólo un sistema de
valores o de principios, por más elevados que sean. El cristianismo es una
persona, una presencia, un rostro: Jesús, el que da sentido y plenitud a la
vida del hombre.
3. Pues bien, yo os digo a vosotros, queridos jóvenes: No tengáis miedo de
encontraros con Jesús. Más aún, buscadlo en la lectura atenta y disponible
de la sagrada Escritura y en la oración personal y comunitaria; buscadlo
participando de forma activa en la Eucaristía; buscadlo acudiendo a un
sacerdote para el sacramento de la reconciliación; buscadlo en la Iglesia,
que se manifiesta a vosotros en los grupos parroquiales, en los movimientos
y en las asociaciones; buscadlo en el rostro del hermano que sufre, del
necesitado, del extranjero.
Esta búsqueda caracteriza la existencia de muchos jóvenes coetáneos vuestros
que se han puesto en camino hacia la Jornada mundial de la juventud, que se
celebrará en Colonia en el verano del año próximo. Ya desde ahora os invito
cordialmente también a vosotros a esa gran cita de fe y de testimonio.
También yo, como vosotros, tuve veinte años. Me gustaba hacer deporte,
esquiar, declamar. Estudiaba y trabajaba. Tenía deseos e inquietudes. En
aquellos años, ya lejanos, en tiempos en que mi patria se hallaba herida por
la guerra y luego por el régimen totalitario, buscaba dar un sentido a mi
vida. Lo encontré siguiendo al Señor Jesús.
4. La juventud es el momento en que también tú, querido muchacho, querida
muchacha, te preguntas qué vas a hacer con tu existencia, cómo puedes
contribuir a hacer que el mundo sea un poco mejor, cómo puedes promover la
justicia y construir la paz.
Esta es la segunda invitación que te dirijo: "¡Escucha!". No te canses de
entrenarte en la difícil disciplina de la escucha. Escucha la voz del Señor,
que te habla a través de los acontecimientos de la vida diaria, a través de
las alegrías y los sufrimientos que la acompañan, a través de las personas
que se encuentran a tu lado, a través de la voz de tu conciencia, sedienta
de verdad, de felicidad, de bondad y de belleza.
Si abres tu corazón y tu mente con disponibilidad, descubrirás "tu
vocación", es decir, el proyecto que Dios, en su amor, desde siempre tiene
preparado para ti.
5. Y podrás formar una familia, fundada en el matrimonio como pacto de amor
entre un hombre y una mujer que se comprometen a una comunión de vida
estable y fiel. Podrás afirmar con tu testimonio personal que, a pesar de
las dificultades y los obstáculos, se puede vivir en plenitud el matrimonio
cristiano como experiencia llena de sentido y como "buena nueva" para todas
las familias.
Y si Dios te llama, podrás ser sacerdote, religioso o religiosa, entregando
con corazón indiviso tu vida a Cristo y a la Iglesia, transformándote así en
signo de la presencia amorosa de Dios en el mundo de hoy. Podrás ser, como
muchos otros antes que tú, apóstol intrépido e incansable, vigilante en la
oración, alegre y acogedor en el servicio a la comunidad.
Sí, también tú podrías ser uno de ellos. Sé muy bien que ante esta propuesta
titubeas. Pero te digo. ¡No tengas miedo! Dios no se deja vencer en
generosidad. Después de casi sesenta años de sacerdocio, me alegra dar aquí,
ante todos vosotros, mi testimonio: ¡es muy hermoso poder consumirse hasta
el final por la causa del reino de Dios!
6. Os quiero hacer una tercera invitación: "¡Ponte en camino!". No te
limites a discutir; no esperes para hacer el bien las ocasiones que tal vez
no se presenten nunca. ¡Ha llegado el tiempo de la acción!
En los albores de este tercer milenio, también vosotros, jóvenes, estáis
llamados a proclamar el mensaje del Evangelio con el testimonio de vuestra
vida. La Iglesia necesita vuestras energías, vuestro entusiasmo, vuestros
ideales juveniles, para hacer que el Evangelio impregne el entramado de la
sociedad y suscite una civilización de auténtica justicia y de amor sin
discriminaciones.
Hoy, más que nunca, en un mundo a menudo sin luz y sin la valentía de
ideales nobles, no es tiempo para avergonzarse del Evangelio (cf. Rm 1, 16).
Más bien, es tiempo de proclamarlo desde las terrazas (cf. Mt 10, 27).
El Papa, vuestros obispos, toda la comunidad cristiana cuentan con vuestro
compromiso, con vuestra generosidad y os siguen con confianza y esperanza:
¡poneos en camino! El Señor camina con vosotros.
Llevad en vuestras manos la cruz de Cristo; en vuestros labios, las palabras
de vida; y en vuestro corazón, la gracia salvadora del Señor resucitado.
¡Levántate! Es Cristo quien te habla. ¡Escúchalo!
(Viaje Apostólico a Suiza, discurso a los jóvenes, Sábado 5 de junio de
2004)
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Aplicación: S.S. Francisco p.p. - El Corazón de Jesús fuente de
misericordia
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El mes de junio está tradicionalmente dedicado al Sagrado Corazón de Jesús,
máxima expresión humana del amor divino. Precisamente el viernes pasado, en
efecto, hemos celebrado la solemnidad del Corazón de Cristo, y esta fiesta
da el tono a todo el mes. La piedad popular valora mucho los símbolos, y el
Corazón de Jesús es el símbolo por excelencia de la misericordia de Dios;
pero no es un símbolo imaginario, es un símbolo real, que representa el
centro, la fuente de la que brotó la salvación para toda la humanidad.
En los Evangelios encontramos diversas referencias al Corazón de Jesús, por
ejemplo, en el pasaje donde Cristo mismo dice: «Venid a mí todos los que
estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros
y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 28-29). Es
fundamental, luego, el relato de la muerte de Cristo según san Juan. Este
evangelista, en efecto, testimonia lo que vio en el Calvario, es decir, que
un soldado, cuando Jesús ya estaba muerto, le atravesó el costado con la
lanza y de la herida brotaron sangre y agua (cf. Jn 19, 33-34). Juan
reconoce en ese signo, aparentemente casual, el cumplimiento de las
profecías: del corazón de Jesús, Cordero inmolado en la cruz, brota el
perdón y la vida para todos los hombres.
Pero la misericordia de Jesús no es sólo un sentimiento, ¡es una fuerza que
da vida, que resucita al hombre! Nos lo dice también el Evangelio de hoy, en
el episodio de la viuda de Naím (Lc 7, 11-17). Jesús, con sus discípulos,
está llegando precisamente a Naím, un poblado de Galilea, justo en el
momento que tiene lugar un funeral: llevan a sepultar a un joven, hijo único
de una mujer viuda. La mirada de Jesús se fija inmediatamente en la madre
que llora. Dice el evangelista Lucas: «Al verla el Señor, se compadeció de
ella» (v. 13). Esta «compasión» es el amor de Dios por el hombre, es la
misericordia, es decir, la actitud de Dios en contacto con la miseria
humana, con nuestra indigencia, nuestro sufrimiento, nuestra angustia. El
término bíblico «compasión» remite a las entrañas maternas: la madre, en
efecto, experimenta una reacción que le es propia ante el dolor de los
hijos. Así nos ama Dios, dice la Escritura.
Y ¿cuál es el fruto de este amor, de esta misericordia? ¡Es la vida! Jesús
dijo a la viuda de Naín: «No llores», y luego llamó al muchacho muerto y le
despertó como de un sueño (cf. vv. 13-15). Pensemos esto, es hermoso: la
misericordia de Dios da vida al hombre, le resucita de la muerte. El Señor
nos mira siempre con misericordia; no lo olvidemos, nos mira siempre con
misericordia, nos espera con misericordia. No tengamos miedo de acercarnos a
Él. Tiene un corazón misericordioso. Si le mostramos nuestras heridas
interiores, nuestros pecados, Él siempre nos perdona. ¡Es todo misericordia!
Vayamos a Jesús.
Dirijámonos a la Virgen María: su corazón inmaculado, corazón de madre,
compartió al máximo la «compasión» de Dios, especialmente en la hora de la
pasión y de la muerte de Jesús. Que María nos ayude a ser mansos, humildes y
misericordiosos con nuestros hermanos.
(Ángelus, Plaza de San Pedro Domingo 9 de junio de 2013
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - El sentido cristiano de la
muerte
Los textos escriturísticos de hoy nos ponen frente a un tema trágico, el de
la muerte. En la primera lectura, tomada del libro de los Reyes, escuchamos
cómo el profeta Elías resucitó, con el poder de Dios, al hijo de la viuda de
Sarepta. El evangelio nos presenta a otra viuda, oriunda de Naím, cuyo hijo
único era conducido para ser enterrado. Cristo detiene el cortejo y ordena
con imperio: "Levántate". El muerto se incorporó y se puso a hablar, nos
dice el evangelio.
En el joven muerto podemos ver como en símbolo a toda la humanidad que yacía
postrada por el pecado, que es la muerte del alma. Desde el día en que se
cometió el pecado original, y luego, a lo largo de los siglos, la humanidad
se dirigía procesionalmente, en caravana, hacia la muerte. En el joven de
nuestro evangelio, la procesión de la humanidad desahuciada se topa con
Cristo, que es la Vida. Frente al muerto está Aquel que dijo: "Yo soy la
resurrección y la vida". La escena evangélica de hoy constituye, así, una
especie de resumen visual de la historia de la salvación.
Gracias a Cristo, la muerte ha cambiado de signo. A tal punto que ahora
podemos decir: "Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor", como se
lee en el Apocalipsis. Bienaventurados los que en la muerte se encuentran
con Cristo, como el joven de Naím. Es cierto que la vida pasa, y de manera
ineluctable. Los años suceden a los años. El día de hoy empuja al de ayer, y
el de mañana nace empujando al de hoy. Pero nuestro itinerario tiene un
sentido. ¿Quieres andar? Cristo te dice: Yo soy el Camino. ¿No quieres
equivocar el rumbo? Cristo te dice: Yo soy la Verdad. ¿No quieres morir?
Cristo te dice: Yo soy la Vida. Bienaventurados los que en el lecho de su
muerte sienten, como el joven de Naím, la mano del Señor, preludio y prenda
del abrazo definitivo que ha de dar a los suyos en el cielo.
Con la ayuda de Dios tratemos de penetrar, aunque sea parcialmente, en el
misterio de la muerte. Porque la muerte no es un problema, es un misterio,
sólo inteligible a la luz de la revelación. Su origen es remoto, tan remoto
como el origen de la historia. Fue el hombre mismo quien la introdujo,
cuando optó por cerrarse al amor de Dios. "El día en que comieres de esta
fruta morirás", le había prevenido el Señor. Adán no murió en seguida, pero
sí su alma y la de sus descendientes. Abandonada a sí misma, la humanidad
hubiera sido definitivamente presa de la muerte. Los hombres hubieran nacido
para morir. Hubiera sido verdadero aquello del filósofo de que el hombre es
un ser-para-la-muerte, siempre con el gusto de la muerte a flor de labios.
Tal era la consecuencia lógica del pecado original.
Pero Dios nos miró con compasión y se inclinó misericordiosamente sobre
nuestro cadáver, para extender la mano al hombre que yacía. Siendo Él la
Vida por naturaleza, la fuente de la vida, se hizo carne, se apropió un
cuerpo sujeto a la muerte, para asumir en sí nuestra muerte atroz y sin
esperanza. En Cristo, la muerte y la vida se trabaron en un duelo crucial.
El Calvario fue el estadio final de esa lucha frontal. Cristo "gustó la
muerte de todos", saboreó el cáliz del dolor hasta las heces, el mismo cáliz
que el celebrante, en esta renovación de la Pasión y la Muerte de Cristo que
es el sacrificio de la Misa, bebe hasta el fondo. Murió Cristo, asumiendo
voluntariamente esta terrible peripecia.
Y precisamente en el momento mismo en que la muerte parecía haber alcanzado
su victoria, refloreció la vida en Jesús resucitado. De tal modo que así
como todos hemos muerto en Adán, así en Cristo, segundo Adán, todos somos
vivificados. Un Adán se opone al otro, como la muerte se opone a la Vida. Y
así como por el pecado del primer hombre entró la muerte en el mundo, así
por la resurrección de Cristo la vida volvió a hacer su ingreso en la
historia. Por eso la Iglesia puede hacer eco a San Pablo cantando en su
liturgia: "¿Dónde está, muerte, tu victoria?".
Cada uno de nosotros ha de tener parte en esa muerte vivificante de Cristo.
Ya hemos entroncado con ella gracias al Bautismo, que ha sido nuestra muerte
sacramental "Cuantos hemos sido bautizados en Cristo, fuimos bautizados en
su muerte", dice el Apóstol. Y agrega: "Por el Bautismo hemos quedado
sepultados con Él en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue
resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así
también nosotros vivamos una vida nueva". Eso ha sido el Bautismo para
nosotros: una tumba, porque en él quedó sepultada la herencia de Adán, pero
al mismo tiempo un seno, el seno de la Iglesia virgen, porque fue el lugar
de nuestro nacimiento a la vida divina. Tumba y seno. Muerte y vida.
Sin embargo, ello no es todo. Aquella muerte bautismal, aquella
participación en la muerte de Cristo, debe continuarse a lo largo de todos
los días por el espíritu y la práctica de la mortificación. Y aquella vida
bautismal, aquella participación en la resurrección de Cristo, debe
prolongarse también por una siempre retomada vivificación. Toda la
existencia cristiana es una derrota cada vez más completa de las potencias
de la muerte, y una victoria cada vez más decisiva de las potencias de la
vida. Morir para el pecado es vivir para Dios. Desprendámonos, pues, de los
apegos excesivos a la tierra, muramos un poco todos los días, como dice San
Pablo, muramos cada vez más a todo lo que se opone a la vida de Dios en
nosotros.
El combate espiritual se prolongará hasta que llegue el día de la muerte
corporal, que será la expresión visible de nuestro soltar amarras hacia
Dios. Por cierto que la muerte sigue teniendo algo de terrible. Pero la
esperanza se encargará de ir diluyendo dicho temor. Temerá, sí, y temerá sin
esperanza, el que se haya negado a renacer el agua y del Espíritu. Temerá
morir el que no es de Cristo por la participación de la cruz. Temerá morir
el que sabe que de esta muerte pasará a una segunda muerte, la definitiva.
No así nosotros, amados hermanos. Nuestra hermana la muerte, como
confiadamente la llamaba San Francisco de Asís, será el preludio de la
victoria final. Ante ella lloraremos, es cierto, pero al modo de un niño
que, a punto de nacer, gime al salir del claustro materno. Desde ya
advertimos, según lo señalaba San Ignacio de Antioquía en vísperas de su
martirio, que nuestra existencia tiene sentido si la empleamos para irnos
convirtiendo en trigo de Dios, trigo molido por el dolor de la vida y por la
angustia de la muerte, trigo que acabará por convertirse en el pan puro del
Señor. El trigo comienza a germinar cuando muere la semilla. Muere el grano
de trigo para las grandes cosechas de la eternidad.
Así la muerte será nuestra última pascua, como la de Cristo, nuestro
tránsito postrero hacia el Señor. No podemos ingresar a la Vida eterna, sin
habernos arrancado de este mundo. Y el arrancón siempre duele. Sin embargo,
al sentir el contacto vivificante de la mano del Señor, como lo sintió el
joven de Naím, nuestra muerte, bañada ya de vida, será lúcida. "Padre
–diremos con Jesús–, en tus manos encomiendo mi espíritu". Al fin y al cabo
la vida se trueca, no fenece. Por eso no nos es lícito llorar sin consuelo a
nuestros queridos difuntos: no desaparecen, sino que nos preceden. "No os
aflijáis, dice San Pablo, como los que no tienen esperanza". No enlutemos
nuestra alma en el preciso momento en que reciben la vestidura blanca. No es
justo llorar como perdidos y muertos a quienes decimos que han encontrado a
Dios y en Él viven. No prevariquemos de nuestra fe y de nuestra esperanza,
como si creyéramos falso todo cuanto confesamos con los labios.
La Iglesia ha querido que nuestra muerte fuese una liturgia, un acto de
culto, ya que implica el ingreso a la comunidad de los que celebran la
liturgia celestial, prefigurada por esta terrena que hoy nos reúne. "Sal,
alma cristiana, de este mundo –dirá el sacerdote en esa ocasión–, sal en
nombre de Dios Padre que te creó; en nombre de Jesucristo que te redimió; en
nombre del Espíritu Santo que se derramó sobre ti". La muerte de un fiel es
impresionante por su grandeza y su belleza. Cuando Dios asiste a la muerte
de un cristiano no puede dejar de recordar la muerte de Cristo. Ha de haber
una cierta emoción en Dios: un espectáculo como el del Calvario no se olvida
con facilidad.
Mientras esperamos en este tiempo de destierro el día de nuestro tránsito al
cielo, tenemos hoy ocasión de ahondar nuestra nunca acabada muerte en
Cristo, participando en la Sagrada Eucaristía, el Pan que da Vida al mundo.
"Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, dice San Pablo, anunciáis
la muerte del Señor, hasta que venga". Pidamos a Jesús que nos permita
apoyar nuestros labios sobre su costado para beber de su seno aquella muerte
que da la Vida eterna.
(ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida - Homilías Dominicales y festivas ciclo
C, Ed. Gladius, 1994, pp. 195-199)
Aplicación: P. Antonio Rivero, L.C. - Los dos cortejos
Idea principal: Dos cortejos deambulan por nuestro mundo: el cortejo o
comitiva de la muerte, representado por esos dos hijos muertos de la
liturgia de este domingo (1ª lectura y evangelio), y el cortejo o comitiva
de la vida, representado por Cristo, que es la vida y que tiene poder sobre
la muerte. ¿A cuál caravana queremos juntarnos?
Síntesis del mensaje: Las lecturas de hoy nos ponen frente a un tema
trágico, el de la muerte. En la primera lectura, del libro de los Reyes,
escuchamos cómo el profeta Elías resucitó, o mejor, hizo revivir, con el
poder de Dios al hijo de la viuda de Sarepta. El evangelio nos presenta a
otra viuda, nacida en Naím, cuyo hijo único era conducido al cementerio para
ser enterrado. Cristo, lleno de compasión y ternura, se acerca a esa pobre
mujer y le dice: “No llores”; después, detiene el cortejo y ordena con la
fuerza de su amor y poder: “¡Joven, levántate!”. Comitiva de la muerte y
comitiva de la vida frente a frente. ¿Quién ganará?
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, ahí está el cortejo y la caravana o comitiva de la muerte,
representados en esos dos hijos muertos y en quienes los acompañan. Pero
también en muchísimos que están en tantas esquinas, plazas, barrios,
favelas, villas miserias. Basta abrir los ojos y dar unos pasos para ver
esta comitiva de la muerte y tristeza: tantos parados en cuyos ojos se
refleja la angustia y la desesperanza; tantos drogados, que buscaron
paraísos psicodélicos y evasivos, y ahora se encuentran en un callejón sin
salida por la ganancia de algunos; tantos analfabetos y marginados, que
están discriminados para tantas cosas bellas de la vida; tantos sin techo
que no tienen hogar, porque las casas y apartamentos están por las nubes;
tantos terroristas que siembran la muerte por doquier; tantos enfermos o
ancianos arrumbados en casas o en hospitales, a quienes nadie visita, pues
ya no son útiles para sociedad; tantas mujeres que gritan sobre el derecho
de su cuerpo o que lo ofrecen a los que pasan por la cuneta de esas zonas
rojas; tantos matrimonios ya muertos, por falta de amor y ternura y diálogo
y perdón; tantos pobres que nada tienen para llevarse a la boca y están en
el suelo dejándose lamer por los perros o comidos por los gusanos. ¡Qué
inmensa y larga es la comitiva de la muerte! Y ahí van, lamentándose,
llorando, maldiciendo y tal vez blasfemando. ¿Tendrán la gracia de
encontrarse con la comitiva de la vida, encabezada por Cristo y sus
auténticos seguidores?
En segundo lugar, ahí está también el cortejo y la caravana o comitiva de la
vida. También esta comitiva la encontramos por todas partes, a Dios gracias.
¡Cuántos “Hogares de Cristo”, fundados en Chile por san Alberto Hurtado!
¡Cuántos Hogares de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, fundados
por santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars! Y no digamos ya las Siervas de
María, ministras de los enfermos, que cuidan a domicilio a tantos enfermos,
y cuya congregación fue fundada por santa Soledad Torres Acosta. Y
Cotolengos, Orfanatos, Oratorios, Vicentinos. Sacerdotes dedicados a la
promoción humana y cristiana de tantos pobres, construyendo centros, casas,
y hasta de lo que era un muladar, construir una ciudad entera, con la ayuda
de los habitantes, como ocurre en Madagascar, con trabajo, techo y pan para
todos.
Pero también son comitiva de la vida esos monjes y monjas de clausura que se
pasan el día entero orando, trabajando en sus huertas y tejiendo ornamentos
sagrados para gloria de Dios. O esos laicos que dejan su patria y van con
toda la familia a misionar a tierras extranjeras y necesitadas de
evangelizadores a tiempo completo, como hacen los Neocatecumenales o el
movimiento Regnum Christi. Comitiva de la vida en tantos colegios de los
salesianos o escolapios, donde además de letras inyectan piedad y dignidad
humana y cristiana, enseñándoles artes y oficios. Esta comitiva de la vida
tuvo la gracia de encontrarse con Cristo que es la Vida, le abrieron su
corazón y sus hogares, y en muchos casos hubo una auténtica resurrección de
la fe, esperanza, amor, alegría, entusiasmo y sentido en la vida. ¡Bendita
comitiva de la vida!
Finalmente, ¿a cuál comitiva queremos juntarnos: a la de la vida o a la de
la muerte? ¿En cuál estamos en este momento? Si nos invade la tristeza y los
remordimientos por tantos pecados no confesados, ¿a qué esperamos para
pasarnos a la comitiva de la vida, donde Cristo está esperándonos para
perdonarnos en la confesión? Si estamos carcomidos por el odio, la envidia,
los resentimientos, las mentiras, los malos deseos…estamos en la comitiva de
la muerte. Si, por el contrario, repartimos paz, perdón, magnanimidad,
estamos en la comitiva de la vida. Si ayudamos a nuestros hermanos más
pobres y necesitados, estamos resucitándolos en su dignidad y en su
esperanza, repartiendo por doquier boletos para la comitiva de la vida. Si
cerramos el bolsillo para garantizar nuestra vejez, sin compartir lo poco o
lo mucho que tenemos, llevamos en la frente un título: “Comitiva de la
muerte”. Y así, ¿quién se acercará a nosotros? Si, ante las desgracias que
Dios permite en nuestra vida, gritamos a los profetas, como hizo la mujer de
la primera lectura a Elías, ciertamente vamos siguiendo la comitiva de la
muerte. Menos mal que Elías, confiado en Dios, le devolvió la vida a ese
hijo muerto, y la alegría a esa pobre viuda que estaba de luto. Elías,
hombre de Dios. Y todos en esa casa se pusieron en la comitiva de la vida.
Para reflexionar: ¿En que comitiva me encuentro hoy: en la de la vida o en
la de la muerte? ¿A qué espero para pasarme a la comitiva de la vida?
¿Cambiaría por alguna cosa esta comitiva de la vida, donde está Cristo y los
valores del evangelio? ¿Qué me atrae de la comitiva de la muerte?
Para rezar: Señor, quiero pedirte que te cruces todos los días por mi vida y
que me digas lo mismo que a ese chico: “Joven, levántate”. Quiero escuchar
de tus labios las mismas palabras que dijiste a esa pobre viuda: “No
llores”. Que quienes están a mi lado, me vean feliz y radiante porque me
encuentro en la comitiva de la vida y pueda invitarlos con mi testimonio y
mi palabra a que se junten a Ti, que eres la Vida.
(P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor y director
espiritual en el seminario diocesano Maria Mater Ecclesiae de são Paulo,
Brasil)
Cinco catequesis sobre los milagros en
general
Catequesis I: JUAN PABLO II - Mediante los signos-milagros, Cristo revela su
poder de Salvador
1. Un texto de San Agustín nos ofrece la clave interpretativa de los
milagros de Cristo como señales de su poder salvífico: “El haberse hecho
hombre por nosotros ha contribuido más a nuestra salvación que los milagros
que ha realizado en medio de nosotros; el haber curado las enfermedades del
alma es más importante que el haber curado las enfermedades del cuerpo
destinado a morir” (San Agustín, In Io. Ev. Tr., 17, 1). En orden a esta
salvación del alma y a la redención del mundo entero Jesús cumplió también
milagros de orden corporal. Por tanto, el tema de la presente catequesis es
el siguiente: mediante los “milagros, prodigios y señales” que ha realizado,
Jesucristo ha manifestado su poder de salvar al hombre del mal que amenaza
al alma inmortal y su vocación a la unión con Dios.
2. Es lo que se revela en modo particular en la curación del paralítico de
Cafarnaum. Las personas que lo llevaban, no logrando entrar por la puerta en
la casa donde Jesús estaba enseñando, bajaron al enfermo a través de un
agujero abierto en el techo, de manera que el pobrecillo vino a encontrase a
los pies del Maestro. “Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico:
’!Hijo, tus pecados te son perdonados!’”. Estas palabras suscitan en algunos
de los presentes la sospecha de blasfemia: “Blasfema. ¿Quién puede perdonar
pecados sino sólo Dios?”. Casi en respuesta a los que habían pensado así,
Jesús se dirige a los presentes con estas palabras: “¿Qué es más fácil,
decir al paralítico: tus pecados te son perdonados, o decirle: levántate,
toma tu camilla y vete? Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene
poder en la tierra para perdonar los pecados —se dirige al paralítico— , yo
te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Él se levantó y,
tomando luego la camilla, salió a la vista de todos” (cf. Mc 2, 1-12;
análogamente, Mt 9, 1-8; Lc 5, 18-26: “Se marchó a casa glorificando a Dios”
5, 25).
Jesús mismo explica en este caso que el milagro de la curación del
paralítico es signo del poder salvífico por el cual Él perdona los pecados.
Jesús realiza esta señal para manifestar que ha venido como salvador del
mundo, que tiene como misión principal librar al hombre del mal espiritual,
el mal que separa al hombre de Dios e impide la salvación en Dios, como es
precisamente el pecado.
3. Con la misma clave se puede explicar esta categoría especial de los
milagros de Cristo que es “arrojar los demonios”. “Sal, espíritu inmundo, de
ese hombre”, conmina Jesús, según el Evangelio de Marcos, cuando encontró a
un endemoniado en la región de los gerasenos (Mc 5, 8). En esta ocasión
asistimos a un coloquio insólito. Cuando aquel “espíritu inmundo” se siente
amenazado por Cristo, grita contra Él: “¿Qué hay entre ti y mí, Jesús, Hijo
del Dios Altísimo? Por Dios te conjuro que no me atormentes”. A su vez,
Jesús “le preguntó: ‘¿Cuál es tu nombre?’. El le dijo: Legión es mi nombre,
porque somos muchos” (cf. Mc 5, 7-9). Estamos, pues, a orillas de un mundo
oscuro, donde entran en juego factores físicos y psíquicos que, sin duda,
tienen su peso en causar condiciones patológicas en las que se inserta esta
realidad demoníaca, representada y descrita de manera variada en el lenguaje
humano, pero radicalmente hostil a Dios y, por consiguiente, al hombre y a
Cristo que ha venido para librarlo de este poder maligno. Pero, muy a su
pesar, también el “espíritu inmundo”, en el choque con la otra presencia,
prorrumpe en esta admisión que proviene de una mente perversa, pero, al
mismo tiempo, lúcida: “Hijo del Dios Altísimo”.
4. En el Evangelio de Marcos encontramos también la descripción del
acontecimiento denominado habitualmente como la curación del epiléptico. En
efecto, los síntomas referidos por el Evangelista son característicos
también de esta enfermedad (“espumarajos, rechinar de dientes, quedarse
rígido”). Sin embargo, el padre del epiléptico presenta a Jesús a su Hijo
como poseído por un espíritu maligno, el cual lo agita con convulsiones, lo
hace caer por tierra y se revuelve echando espumarajos. Y es muy posible que
en un estado de enfermedad como éste se infiltre y obre el maligno, pero,
admitiendo que se trate de un caso de epilepsia, de la que Jesús cura al
muchacho considerado endemoniado por su padre, es, sin embargo,
significativo que Él realice esta curación ordenando al “espíritu mudo y
sordo”: “Sal de él y no vuelvas a entrar más en él” (cf. Mc 9, 17-27). Es
una reafirmación de su misión y de su poder de librar al hombre del mal del
alma desde las raíces.
5. Jesús da a conocer claramente esta misión suya de librar al hombre del
mal y, antes que nada del pecado, mal espiritual. Es una misión que comporta
y explica su lucha con el espíritu maligno que es el primer autor del mal en
la historia del hombre. Como leemos en los Evangelios, Jesús repetidamente
declara que tal es el sentido de su obra y de la de sus Apóstoles. Así, en
Lucas: “Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Yo os he dado poder
para andar... sobre todo poder enemigo y nada os dañará” (Lc 10, 18-19). Y
según Marcos, Jesús, después de haber constituido a los Doce, les manda “a
predicar, con poder de expulsar a los demonios” (Mc 3, 14-15). Según Lucas,
también los setenta y dos discípulos, después de su regreso de la primera
misión, refieren a Jesús: “Señor, hasta los demonios se nos sometían en tu
nombre” (Lc 10, 17).
Así se manifiesta el poder del Hijo del hombre sobre el pecado y sobre el
autor del pecado. El nombre de Jesús, que somete también a los demonios,
significa Salvador. Sin embargo, esta potencia salvífica alcanzará su
cumplimiento definitivo en el sacrificio de la cruz. La cruz sellará la
victoria total sobre Satanás y sobre el pecado, porque éste es el designio
del Padre, que su Hijo unigénito realiza haciéndose hombre: vencer en la
debilidad, y alcanzar la gloria de la resurrección y de la vida a través de
la humillación de la cruz. También en este hecho paradójico resplandece su
poder divino, que puede justamente llamarse la “potencia de la cruz”.
6. Forma parte también de esta potencia y pertenece a la misión del Salvador
del mundo manifestada en los “milagros, prodigios y señales”, la victoria
sobre la muerte, dramática consecuencia del pecado. La victoria sobre el
pecado y sobre la muerte marca el camino de la misión mesiánica de Jesús
desde Nazaret hasta el Calvario. Entre las “señales” que indican
particularmente el camino hacia la victoria sobre la muerte, están sobre
todo las resurrecciones: “los muertos resucitan” (Mt 11, 5), responde, en
efecto, Jesús a la pregunta acerca de su mesianidad que le hacen los
mensajeros de Juan el Bautista (cf. Mt 11, 3). Y entre los varios “muertos”,
resucitados por Jesús, merece especial atención Lázaro de Betania, porque su
resurrección es como un “preludio” de la cruz y de la resurrección de
Cristo, en el que se cumple la victoria definitiva sobre el pecado y la
muerte.
7. El Evangelista Juan nos ha dejado una descripción pormenorizada del
acontecimiento. Bástenos referir el momento conclusivo. Jesús pide que se
quite la losa que cierra la tumba (“Quitad la piedra”). Marta, la hermana de
Lázaro, indica que su hermano está desde hace ya cuatro días en el sepulcro
y el cuerpo ha comenzado ya, sin duda, a descomponerse. Sin embargo, Jesús
gritó con fuerte voz: “¡Lázaro, sal fuera!”. “Salió el muerto”, atestigua el
Evangelista (cf. Jn 11, 38-43). El hecho suscita la fe en muchos de los
presentes. Otros, por el contrario, van a los representantes del Sanedrín,
para denunciar lo sucedido. Los sumos sacerdotes y los fariseos se quedan
preocupados, piensan en una posible reacción del ocupante romano (“vendrán
los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación”: cf. Jn 11,
45-48). Precisamente entonces se dirigen al Sanedrín las famosas palabras de
Caifás: “Vosotros no sabéis nada; ¿no comprendéis que conviene que muera un
hombre por todo el pueblo y no que perezca todo el pueblo?”. Y el
Evangelista anota: “No dijo esto de sí mismo, sino que, como era pontífice
aquel año, profetizó”. ¿De qué profecía se trata? He aquí que Juan nos da la
lectura cristiana de aquellas palabras, que son de una dimensión inmensa:
“Jesús había de morir por el pueblo y no sólo por el pueblo, sino para
reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos” (cf. Jn 11,
49-52).
8. Como se ve, la descripción joánica de la resurrección de Lázaro contiene
también indicaciones esenciales referentes al significado salvífico de este
milagro. Son indicaciones definitivas, precisamente porque entonces tomó el
Sanedrín la decisión sobre la muerte de Jesús (cf. Jn 11, 53). Y será la
muerte redentora “por el pueblo” y “para reunir en uno todos los hijos de
Dios que estaban dispersos” para la salvación del mundo. Pero Jesús dijo ya
que aquella muerte llegaría a ser también la victoria definitiva sobre la
muerte. Con motivo de la resurrección de Lázaro, dijo a Marta: “Yo soy la
resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el
que vive y cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11, 25-26)
9. Al final de nuestra catequesis volvemos una vez más al texto de San
Agustín: “Si consideramos ahora los hechos realizados por el Señor y
Salvador nuestro, Jesucristo, vemos que los ojos de los ciegos, abiertos
milagrosamente, fueron cerrados por la muerte, y los miembros de los
paralíticos, liberados del maligno, fueron nuevamente inmovilizados por la
muerte: todo lo que temporalmente fue sanado en el cuerpo mortal, al final,
fue deshecho; pero el alma que creyó, pasó a la vida eterna. Con este
enfermo, el Señor ha querido dar un gran signo al alma que habría creído,
para cuya remisión de los pecados había venido, y para sanar sus debilidades
Él se había humillado” (San Agustín, In Io. Ev. Tr., 17, 1).
Sí, todos los “milagros, prodigios y señales” de Cristo están en función de
la revelación de Él como Mesías, de El como Hijo de Dios: de Él, que, solo,
tiene el poder de liberar al hombre del pecado y de la muerte, de Él que
verdaderamente es el Salvador del mundo.
(JUAN PABLO II AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 25 de noviembre de 1987)
Catequesis II: JUAN PABLO II - Los milagros de Jesús como signos
salvíficos
1. No hay duda sobre el hecho de que, en los Evangelios, los milagros de
Cristo son presentados como signos del reino de Dios, que ha irrumpido en la
historia del hombre y del mundo. “Mas si yo arrojo a los demonios con el
Espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios”,
dice Jesús (Mt 12, 28). Por muchas que sean las discusiones que se puedan
entablar o, de hecho, se hayan entablado acerca de los milagros (a las que,
por otra parte, han dado respuesta los apologistas cristianos), es cierto
que no se pueden separar los “milagros, prodigios y señales”, atribuidos a
Jesús e incluso a sus Apóstoles y discípulos que obraban “en su nombre”, del
contexto auténtico del Evangelio. En la predicación de los Apóstoles, de la
cual principalmente toman origen los Evangelios, los primeros cristianos
oían narrar de labios de testigos oculares los hechos extraordinarios
acontecidos en tiempos recientes y, por tanto, controlables bajo el aspecto
que podemos llamar crítico-histórico, de manera que no se sorprendían de su
inserción en los Evangelios. Cualesquiera que hayan sido en los tiempos
sucesivos las contestaciones, de las fuentes genuinas de la vida y enseñanza
de Jesús emerge una primera certeza: los Apóstoles, los Evangelistas y toda
la Iglesia primitiva veían en cada uno de los milagros el supremo poder de
Cristo sobre la naturaleza y sobre las leyes. Aquel que revea a Dios como
Padre Creador y Señor de lo creado, cuando realiza estos milagros con su
propio poder, se revea a Sí mismo como Hijo consubstancial con el Padre e
igual a Él en su señorío sobre la creación.
2. Sin embargo, algunos milagros presentan también otros aspectos
complementarios al significado fundamental de prueba del poder divino del
Hijo del hombre en orden a la economía de la salvación.
Así, hablando de la primera “señal” realizada en Caná de Galilea, el
Evangelista Juan hace notar que, a través de ella, Jesús “manifestó su
gloria y creyeron en Él sus discípulos” (Jn 2, 11). El milagro, pues, es
realizado con una finalidad de fe, pero tiene lugar durante la fiesta de
unas bodas. Por ello, se puede decir que, al menos en la intención del
Evangelista, la “señal” sirve para poner de relieve toda la economía divina
de la alianza y de la gracia que en los libros del Antiguo y del Nuevo
Testamento se expresa a menudo con la imagen del matrimonio. El milagro de
Caná de Galilea, por tanto, podría estar en relación con la parábola del
banquete de bodas, que un rey preparó para su hijo, y con el “reino de los
cielos” escatológico que “es semejante” precisamente a un banquete (cf. Mt
22, 2). El primer milagro de Jesús podría leerse como una “señal” de este
reino, sobre todo, si se piensa que, no habiendo llegado aún “la hora de
Jesús”, es decir, la hora de su pasión y de su glorificación (Jn 2, 4; cf.
7, 30; 8, 20; 12, 23, 27; 13, 1; 17, 1), que ha de ser preparada con la
predicación del “Evangelio del reino” (cf. Mt 4, 23; 9, 35), el milagro,
obtenido por la intercesión de María, puede considerarse como una “señal” y
un anuncio simbólico de lo que está para suceder.
3. Como una “señal” de la economía salvífica se presta a ser leído, aún con
mayor claridad, el milagro de la multiplicación de los panes, realizado en
los parajes cercanos a Cafarnaum. Juan enlaza un poco más adelante con el
discurso que tuvo Jesús el día siguiente, en el cual insiste sobre la
necesidad de procurarse “el alimento que permanece hasta la vida eterna”,
mediante la fe “en Aquel que El ha enviado” (Jn 6, 29), y habla de Sí mismo
como del Pan verdadero que “da la vida al mundo” (Jn 6, 33) y también que
Aquel que da su carne “para vida del mundo” (Jn 6, 51). Está claro que el
preanuncio de la pasión y muerte salvífica, no sin referencias y preparación
de la Eucaristía que había de instituirse el día antes de su pasión, como
sacramento-pan de vida eterna (cf. Jn 6, 52-58).
4. A su vez, la tempestad calmada en el lago de Genesaret puede releerse
como “señal” de una presencia constante de Cristo en la “barca” de la
Iglesia, que, muchas veces, en el discurrir de la historia, está sometida a
la furia de los vientos en los momentos de tempestad. Jesús, despertado por
sus discípulos, orden a los vientos y al mar, y se hace una gran bonanza.
Después les dice: “¿Por qué sois tan tímidos? ¿Aún no tenéis fe?” (Mc 4,
40). En éste, como en otros episodios, se ve la voluntad de Jesús de
inculcar en los Apóstoles y discípulos la fe en su propia presencia operante
y protectora, incluso en los momentos más tempestuosos de la historia, en
los que se podría infiltrar en el espíritu la duda sobre a asistencia
divina. De hecho, en la homilética y en la espiritualidad cristiana, el
milagro se ha interpretado a menudo como “señal” de la presencia de Jesús y
garantía de la confianza en Él por parte de los cristianos y de la Iglesia.
5. Jesús, que va hacia los discípulos caminando sobre las aguas, ofrece otra
“señal” de su presencia, y asegura una vigilancia constante sobre sus
discípulos y su Iglesia. “Soy yo, no temáis”, dice Jesús a los Apóstoles que
lo habían tomado por un fantasma (cf. Mc6, 49-50; cf. Mt 14, 26-27; Jn 6,
16-21). Marcos hace notar el estupor de los Apóstoles “pues no se habían
dado cuenta de lo de los panes: su corazón estaba embotado” (Mc 6, 52).
Mateo presenta la pregunta de Pedro que quería bajar de la barca para ir al
encuentro de Jesús, y nos hace ver su miedo y su invocación de auxilio,
cuando ve que se hunde: Jesús lo salva, pero lo amonesta dulcemente: “Hombre
de poca fe, ¿por qué has dudado?” (Mt 14, 31). Añade también que los que
estaban en la barca “se postraron ante Él, diciendo: Verdaderamente, tú eres
Hijo de Dios” (Mt 14, 33).
6. Las pescas milagrosas son para los Apóstoles y para la Iglesia las
“señales” de la fecundidad de su misión, si se mantienen profundamente
unidas al poder salvífico de Cristo (cf. Lc 5, 4-10; Jn 21, 3-6).
Efectivamente, Lucas inserta en la narración el hecho de Simón Pedro que se
arroja a los pies de Jesús exclamando: “Señor, apártate de mí, que soy
hombre pecador” (Lc 5, 8), y la respuesta de Jesús es: “No temas, en
adelante vas a ser pescador de hombres” (Lc 5, 10). Juan, a su vez, tras la
narración de la pesca después de la resurrección, coloca el mandato de
Cristo a Pedro: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas" (cf. Jn 21,
15-17). Es un acercamiento significativo.
7. Se puede, pues, decir que los milagros de Cristo, manifestación de la
omnipotencia divina respecto de la creación, que se revela en su poder
mesiánico sobre hombres y cosas, son, al mismo tiempo, las “señales”
mediante las cuales se revela la obra divina de la salvación, la economía
salvífica que con Cristo se introduce y se realiza de manera definitiva en
la historia del hombre y se inscribe así en este mundo visible, que es
también obra divina. La gente —como los Apóstoles en el lago—, viendo los
milagros de Cristo, se pregunta: “¿Quién será éste, que hasta el viento y el
mar le obedecen?” (Mc 4, 41), mediante estas “señales”, queda preparada para
acoger la salvación que Dios ofrece al hombre en su Hijo.
Este es el fin esencial de todos los milagros y señales realizados por
Cristo a los ojos de sus contemporáneos, y de todos los milagros que a lo
largo de la historia serán realizados por sus Apóstoles y discípulos con
referencia al poder salvífico de su nombre: “En nombre de Jesús Nazareno,
anda” (Act 3, 6).
(JUAN PABLO II AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 2 de diciembre de 1987)
Catequesis III: JUAN PABLO II - Los milagros de Cristo como
manifestación del amor salvífico
1. “Signos” de la omnipotencia divina y del poder salvífico del Hijo del
hombre, los milagros de Cristo, narrados en los Evangelios, son también la
revelación del amor de Dios hacia el hombre, particularmente hacia el hombre
que sufre, que tiene necesidad, que implora la curación, el perdón, la
piedad. Son, pues, “signos” del amor misericordioso proclamado en el Antiguo
y Nuevo Testamento (cf. Encíclica Dives in misericordia). Especialmente, la
lectura del Evangelio nos hace comprender y casi “sentir” que los milagros
de Jesús tienen su fuente en el corazón amoroso y misericordioso de Dios que
vive y vibra en su mismo corazón humano. Jesús los realiza para superar toda
clase de mal existente en el mundo: el mal físico, el mal moral, es decir,
el pecado, y, finalmente, a aquél que es “padre del pecado” en la historia
del hombre: a Satanás.
Los milagros, por tanto, son “para el hombre”. Son obras de Jesús que, en
armonía con la finalidad redentora de su misión, restablecen el bien allí
donde se anida el mal, causa de desorden y desconcierto. Quienes los
reciben, quienes los presencian se dan cuenta de este hecho, de tal modo
que, según Marcos, “sobremanera se admiraban, diciendo: “Todo lo ha hecho
bien; a los sordos hace oír y a los mudos hablar!” (Mc 7, 37)
2. Un estudio atento de los textos evangélicos nos revela que ningún otro
motivo, a no ser el amor hacia el hombre, el amor misericordioso, puede
explicar los “milagros y señales” del Hijo del hombre. En el Antiguo
Testamento, Elías se sirve del “fuego del cielo” para confirmar su poder de
Profeta y castigar la incredulidad (cf. 2 Re 1, 10). Cuando los Apóstoles
Santiago y Juan intentan inducir a Jesús a que castigue con “fuego del
cielo” a una aldea samaritana que les había negado hospitalidad, Él les
prohibió decididamente que hicieran semejante petición. Precisa el
Evangelista que, “volviéndose Jesús, los reprendió” (Lc 9, 55). (Muchos
códices y la Vulgata añaden: “Vosotros no sabéis de qué espíritu sois.
Porque el Hijo del hombre no ha venido a perder las almas de los hombres,
sino a salvarlas”). Ningún milagro ha sido realizado por Jesús para castigar
a nadie, ni siquiera los que eran culpables.
3. Significativo a este respecto es el detalle relacionado con el arresto de
Jesús en el huerto de Getsemaní. Pedro se había aprestado a defender al
Maestro con la espada, e incluso “hirió a un siervo del pontífice,
cortándole la oreja derecha. Este siervo se llamaba Malco” (Jn 18, 10). Pero
Jesús le prohibió empuñar la espada. Es más, “tocando la oreja, lo curó” (Lc
22, 51). Es esto una confirmación de que Jesús no se sirve de la facultad de
obrar milagros para su propia defensa. Y confía a los suyos que no pide al
Padre que le mande “más de doce legiones de ángeles” (cf. Mt 26, 53) para
que lo salven de las insidias de sus enemigos. Todo lo que El hace, también
en la realización de los milagros, lo hace en estrecha unión con el Padre.
Lo hace con motivo del reino de Dios y de la salvación del hombre. Lo hace
por amor.
4. Por esto, y al comienzo de su misión mesiánica, rechaza todas las
“propuestas” de milagros que el Tentador le presenta, comenzando por la del
trueque de las piedras en pan (cf. Mt 4, 31). El poder de Mesías se le ha
dado no para fines que busquen sólo el asombro o al servicio de la
vanagloria. El que ha venido “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37),
es más, el que es “la verdad” (cf. Jn 14, 6), obra siempre en conformidad,
absoluta con su misión salvífica. Todos sus “milagros y señales” expresan
esta conformidad en el cuadro del “misterio mesiánico” del Dios que casi se
ha escondido en la naturaleza de un Hijo del hombre, como muestran los
Evangelios, especialmente el de Marcos. Si en los milagros hay casi siempre
un relampagueo del poder divino, que los discípulos y la gente a veces
logran aferrar, hasta el punto de reconocer y exaltar en Cristo al Hijo de
Dios, de la misma manera se descubre en ellos la bondad, la sobriedad y la
sencillez, que son las dotes más visibles del “Hijo del hombre”.
5. El mismo modo de realizar los milagros hace notar la gran sencillez, y se
podría decir humildad, talante, delicadeza de trato de Jesús. Desde este
punto de vista pensemos, por ejemplo, en las palabras que acompañan a la
resurrección de la hija de Jairo: “La niña no ha muerto, duerme” (Mc 5, 39),
como si quisiera “quitar importancia” al significado de lo que iba a
realizar. Y, a continuación, añade: “Les recomendó mucho que nadie supiera
aquello” (Mc 5, 43). Así hizo también en otros casos, por ejemplo, después
de la curación de un sordomudo (Mc 7, 36), y tras la confesión de fe de
Pedro (Mc 8, 29-30)
Para curar al sordomudo es significativo el hecho de que Jesús lo tomó
“aparte, lejos de la turba”. Allí, “mirando al cielo, suspiró”. Este
“suspiro” parece ser un signo de compasión y, al mismo tiempo, una oración.
La palabra “efeta” (“¡ábrete!”) hace que se abran los oídos y se suelte “la
lengua” del sordomudo (cf. 7, 33-35).
6. Si Jesús realiza en sábado algunos de sus milagros, lo hace no para
violar el carácter sagrado del día dedicado a Dios, sino para demostrar que
este día santo está marcado de modo particular por a acción salvífica de
Dios. “Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también” (Jn 5,
17). Y este obrar es para el bien del hombre; por consiguiente, no es
contrario a la santidad del sábado, sino que más bien la pone de relieve:
“El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por el sábado. Y el
dueño el sábado es el Hijo del hombre” (Mc 2, 27-28).
7. Si se acepta la narración evangélica de los milagros de Jesús —y no hay
motivos para no aceptarla, salvo el prejuicio contra lo sobrenatural—, no se
puede poner en duda una lógica única, que une todos estos “signos” y los
hace emanar de la economía salvífica de Dios: estas señales sirven para la
revelación de su amor hacia nosotros, de ese amor misericordioso que con el
bien vence al mal, cómo demuestra la misma presencia y acción de Jesucristo
en el mundo. En cuanto que están insertos en esta economía, los “milagros y
señales” son objeto de nuestra fe en el plan de salvación de Dios y en el
misterio de la redención realizada por Cristo.
Como hecho, pertenecen a la historia evangélica, cuyos relatos son creíbles
en la misma y aún en mayor medida que los contenidos en otras obras
históricas. Está claro que el verdadero obstáculo para aceptarlos como
datos, ya de historia ya de fe, radica en el prejuicio antisobrenatural al
que nos hemos referido antes. Es el prejuicio de quien quisiera limitar el
poder de Dios o restringirlo al orden natural de las cosas, casi como una
auto-obligación de Dios a ceñirse a sus propias leyes. Pero esta concepción
choca contra la más elemental idea filosófica y teológica de Dios, Ser
infinito, subsistente y omnipotente, que no tiene límites, si no en el
no-ser y, por tanto, en el absurdo.
Como conclusión de esta catequesis resulta espontáneo notar que esta
infinitud en el ser y en el poder es también infinitud en el amor, como
demuestran los milagros encuadrados en la economía de la Encarnación y en la
Redención, “signos” del amor misericordioso por el que Dios ha enviado al
mundo a su Hijo “para que todo el que crea en Él no perezca”, generoso con
nosotros hasta la muerte. “Sic dilexit!” (Jn 3, 16)
Que a un amor tan grande no falte la respuesta generosa de nuestra gratitud,
traducida en testimonio coherente de los hechos.
(JUAN PABLO II AUDIENCIA GENERAL. Miércoles 9 de diciembre de 1987)
Catequesis IV: JUAN PABLO II - El milagro como llamada a la fe
1. Los “milagros y los signos” que Jesús realizaba para confirmar su misión
mesiánica y la venida del reino de Dios, están ordenados y estrechamente
ligados a la llamada a la fe. Esta llamada con relación al milagro tiene dos
formas: la fe precede al milagro, más aún, es condición para que se realice;
la fe constituye un efecto del milagro, bien porque el milagro mismo la
provoca en el alma de quienes lo han recibido, bien porque han sido testigos
de él.
Es sabido que la fe es una respuesta del hombre a la palabra de la
revelación divina. El milagro acontece en unión orgánica con esta Palabra de
Dios que se revela. Es una “señal” de su presencia y de su obra, un signo,
se puede decir, particularmente intenso. Todo esto explica de modo
suficiente el vínculo particular que existe entre los “milagros-signos” de
Cristo y la fe: vínculo tan claramente delineado en los Evangelios.
2. Efectivamente, encontramos en los Evangelios una larga serie de textos en
los que la llamada a la fe aparece como un coeficiente indispensable y
sistemático de los milagros de Cristo.
Al comienzo de esta serie es necesario nombrar las páginas concernientes a
la Madre de Cristo con su comportamiento en Caná de Galilea, y aún antes y
sobre todo en el momento de la Anunciación. Se podría decir que precisamente
aquí se encuentra el punto culminante de su adhesión a la fe, que hallará su
confirmación en las palabras de Isabel durante la Visitación: “Dichosa la
que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor” (Lc
1, 45). Sí, María ha creído como ninguna otra persona, porque estaba
convencida de que “para Dios nada hay imposible” (cf. Lc 1, 37).
Y en Caná de Galilea su fe anticipó, en cierto sentido, la hora de la
revelación de Cristo. Por su intercesión, se cumplió aquel primer
milagro-signo, gracias al cual los discípulos de Jesús “creyeron en él” (Jn
2, 11). Si el Concilio Vaticano II enseña que María precede constantemente
al Pueblo de Dios por los caminos de la fe (cf. Lumen gentium, 58 y 63;
Redemptoris Mater, 5-6), podemos decir que el fundamento primero de dicha
afirmación se encuentra en el Evangelio que refiere los “milagros-signos” en
María y por María en orden a la llamada a la fe.
3. Esta llamada se repite muchas veces. Al jefe de la sinagoga, Jairo, que
había venido a suplicar que su hija volviese a la vida, Jesús le dice: “No
temas, ten sólo fe”. (Dice “no temas”, porque algunos desaconsejaban a Jairo
ir a Jesús) (Mc 5, 36).
Cuando el padre del epiléptico pide la curación de su hijo, diciendo: “Pero
si algo puedes, ayúdanos...”, Jesús le responde: “Si puedes! Todo es posible
al que cree”. Tiene lugar entonces el hermoso acto de fe en Cristo de aquel
hombre probado: “¡Creo! Ayuda a mi incredulidad” (cf. Mc 9, 22-24).
Recordemos, finalmente, el coloquio bien conocido de Jesús con Marta antes
de la resurrección de Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida... ¿Crees
esto? “Sí, Señor, creo...” (cf. Jn 11, 25-27).
4. El mismo vínculo entre el “milagro-signo” y la fe se confirma por
oposición con otros hechos de signo negativo. Recordemos algunos de ellos.
En el Evangelio de Marcos leemos que Jesús de Nazaret “no pudo
hacer...ningún milagro, fuera de que a algunos pocos dolientes les impuso
las manos y los curó. Él se admiraba de su incredulidad” (Mc 6, 5-6).
Conocemos las delicadas palabras con que Jesús reprendió una vez a Pedro:
“Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?”. Esto sucedió cuando Pedro, que al
principio caminaba valientemente sobre las olas hacia Jesús, al ser
zarandeado por la violencia del viento, se asustó y comenzó a hundirse (cf.
Mt 14, 29-31).
5. Jesús subraya más de una vez que los milagros que Él realiza están
vinculados a la fe. “Tu fe te ha curado”, dice a la mujer que padecía
hemorragias desde hacia doce años y que, acercándose por detrás, le había
tocado el borde del manto, quedando sana (cf. Mt 9, 20-22; y también Lc 8,
48; Mc 5, 34).
Palabras semejantes pronuncia Jesús mientras cura al ciego Bartimeo, que, a
la salida de Jericó, pedía con insistencia su ayuda gritando: “(Hijo de
David, Jesús, ten piedad de mi!” (cf. Mc 10, 46-52). Según Marcos: “Anda, tu
fe te ha salvado” le responde Jesús. Y Lucas precisa la respuesta: “Ve, tu
fe te ha hecho salvo” (Lc 18, 42).
Una declaración idéntica hace al Samaritano curado de la lepra (Lc 17, 19).
Mientras a los otros dos ciegos que invocan volver a ver, Jesús les
pregunta: “¿Creéis que puedo yo hacer esto?”. “Sí, Señor”... “Hágase en
vosotros, según vuestra fe” (Mt 9, 28-29).
6. Impresiona de manera particular el episodio de la mujer cananea que no
cesaba de pedir la ayuda de Jesús para su hija “atormentada cruelmente por
un demonio”. Cuando la cananea se postró delante de Jesús para implorar su
ayuda, Él le respondió: “No es bueno tomar el pan de los hijos y arrojarlo a
los perrillos” (Era una referencia a la diversidad étnica entre israelitas y
cananeos que Jesús, Hijo de David, no podía ignorar en su comportamiento
práctico, pero a la que alude con finalidad metodológica para provocar la
fe). Y he aquí que la mujer llega intuitivamente a un acto insólito de fe y
de humildad. Y dice: “Cierto, Señor, pero también los perrillos comen de las
migajas que caen de la mesa de sus señores”. Ante esta respuesta tan
humilde, elegante y confiada, Jesús replica: “¡Mujer, grande es tu fe!
Hágase contigo como tú quieres” (cf. Mt 15, 21-28).
¡Es un suceso difícil de olvidar, sobre todo si se piensa en los
innumerables “cananeos” de todo tiempo, país, color y condición social que
tienden su mano para pedir comprensión y ayuda en sus necesidades!
7. Nótese cómo en la narración evangélica se pone continuamente de relieve
el hecho de que Jesús, cuando “ve la fe”, realiza el milagro. Esto se dice
expresamente en el caso del paralítico que pusieron a sus pies desde un
agujero abierto en el techo (cf. Mc 2, 5; Mt 9, 2; Lc 5, 20). Pero la
observación se puede hacer en tantos otros casos que los evangelistas nos
presentan. El factor fe es indispensable; pero, apenas se verifica, el
corazón de Jesús se proyecta a satisfacer las demandas de los necesitados
que se dirigen a Él para que los socorra con su poder divino.
8. Una vez más constatamos que, como hemos dicho al principio, el milagro es
un “signo” del poder y del amor de Dios que salvan al hombre en Cristo.
Pero, precisamente por esto es al mismo tiempo una llamada del hombre a la
fe. Debe llevar a creer sea al destinatario del milagro sea a los testigos
del mismo.
Esto vale para los mismos Apóstoles, desde el primer “signo” realizado por
Jesús en Caná de Galilea; fue entonces cuando “creyeron en Él” (Jn 2, 11).
Cuando, más tarde, tiene lugar la multiplicación milagrosa de los panes
cerca de Cafarnaum, con la que está unido el preanuncio de la Eucaristía, el
evangelista hace notar que “desde entonces muchos de sus discípulos se
retiraron y ya no le seguían”, porque no estaban en condiciones de acoger un
lenguaje que les parecía demasiado “duro”. Entonces Jesús preguntó a los
Doce: “¿Queréis iros vosotros también?”. Respondió Pedro: “Señor, ¿a quién
iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y
sabemos que Tú eres el Santo de Dios” (Cfr. Jn 6, 66-69). Así, pues, el
principio de la fe es fundamental en la relación con Cristo, ya como
condición para obtener el milagro, ya como fin por el que el milagro se ha
realizado. Esto queda bien claro al final del Evangelio de Juan donde
leemos: “Muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que
no están escritas en este libro; y éstas fueron escritas para que creáis que
Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su
nombre” (Jn 20, 30-31).
(JUAN PABLO II AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 16 de diciembre de 1987)
Catequesis V: JUAN PABLO II - Los milagros como signos del orden
sobrenatural
1. Hablando de los milagros realizados por Jesús durante su misión en la
tierra, San Agustín, en un texto interesante, los interpreta como signos del
poder y del amor salvífico y como estímulos para elevarse al reino de las
cosas celestes.
"Los milagros que hizo Nuestro Señor Jesucristo —escribe— son obras divinas
que enseñan a la mente humana a elevarse por encima de las cosas visibles,
para comprender lo que Dios es" (Agustín, In Io. Ev. Tr., 24, 1 ).
2. A este pensamiento podemos referirnos al reafirmar la estrecha unión de
los "milagros-signos" realizados por Jesús con la llamada a la fe.
Efectivamente, tales milagros demostraban la existencia del orden
sobrenatural, que es objeto de la fe. A quienes los observaban y,
particularmente, a quienes en su persona los experimentaban, estos milagros
les hacían constatar, casi con la mano, que el orden de la naturaleza no
agota toda la realidad. El universo en el que vive el hombre no está
encerrado solamente en el marco del orden de las cosas accesibles a los
sentidos y al intelecto mismo condicionado por el conocimiento sensible. El
milagro es "signo" de que este orden es superior por el "Poder de lo alto",
y, por consiguiente, le está también sometido. Este "Poder de lo alto" (cf.
Lc 24, 49), es decir, Dios mismo, está por encima del orden entero de la
naturaleza. Este poder dirige el orden natural y, al mismo tiempo, da a
conocer que —mediante este orden y por encima de él— el destino del hombre
es el reino de Dios. Los milagros de Cristo son "signos" de este reino.
3. Sin embargo, los milagros no están en contraposición con las fuerzas y
leyes de la naturaleza, sino que implican a solamente cierta "suspensión"
experimentable de su función ordinaria, no su anulación. Es más, los
milagros descritos en el Evangelio indican la existencia de un Poder que
supera las fuerzas y las leyes de la naturaleza, pero que, al mismo tiempo,
obra en la línea de las exigencias de la naturaleza misma, aunque por encima
de su capacidad normal actual. ¿No es esto lo que sucede, por ejemplo, en
toda curación milagrosa? La potencialidad de las fuerzas de la naturaleza es
activada por la intervención divina, que la extiende más allá de la esfera
de su posibilidad normal de acción. Esto no elimina ni frustra la causalidad
que Dios ha comunicado a las cosas en la creación, ni viola las "leyes
naturales" establecidas por Él mismo e inscritas en la estructura de lo
creado, sino que exalta y, en cierto modo, ennoblece la capacidad del obrar
o también del recibir los efectos de la operación del otro, como sucede
precisamente en las curaciones descritas en el Evangelio.
4. La verdad sobre la creación es la verdad primera y fundamental de nuestra
fe. Sin embargo, no es la única, ni la suprema. La fe nos enseña que la obra
de la creación está encerrada en el ámbito de designio de Dios, que llega
con su entendimiento mucho más allá de los límites de la creación misma. La
creación —particularmente la criatura humana llamada a la existencia en el
mundo visible— está abierta a un destino eterno, que ha sido revelado de
manera plena en Jesucristo. También en Él la obra de la creación se
encuentra completada por la obra de la salvación. Y la salvación significa
una creación nueva (cf. 2 Cor 5, 17; Gál 6, 15), una "creación de nuevo",
una creación a medida del designio originario del Creador, un
restablecimiento de lo que Dios había hecho y que en la historia del hombre
había sufrido el desconcierto y la "corrupción", como consecuencia del
pecado.
Los milagros de Cristo entran en el proyecto de la "creación nueva" y están,
pues, vinculados al orden de la salvación. Son "signos" salvíficos que
llaman a la conversión y a la fe, y en esta línea, a la renovación del mundo
sometido a la "corrupción" (cf. Rom 8, 19-21). No se detienen, por tanto, en
el orden ontológico de la creación (creatio), al que también afectan y al
que restauran, sino que entran en el orden soteriológico de la creación
nueva (re-creatio totius universi), del cual son co-eficientes y del cual,
como "signos", dan testimonio.
5. El orden soteriológico tiene su eje en la Encarnación; y también los
"milagros-signos" de que hablan los Evangelios, encuentran su fundamento en
la realidad misma del Hombre-Dios. Esta realidad-misterio abarca y supera
todos los acontecimientos milagrosos en conexión con la misión mesiánica de
Cristo. Se puede decir que la Encarnación es el "milagro de los milagros",
el "milagro" radical y permanente del orden nuevo de la creación. La entrada
de Dios en la dimensión de la creación se verifica en la realidad de la
Encarnación de manera única y, a los ojos de la fe, llega a ser "signo"
incomparablemente superior a todos los demás "signos” milagrosos de la
presencia y del obrar divino en el mundo. Es más, todos estos otros "signos"
tienen su raíz en la realidad de la Encarnación, irradian de su fuerza
atractiva, son testigos de ella. Hacen repetir a los creyentes lo que
escribe el evangelista Juan al final del Prólogo sobre la Encarnación: "Y
hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre lleno de gracia y
de verdad" (Jn 1, 14).
6. Si la Encarnación es el signo fundamental al que se refieren todos los
"signos" que dan testimonio a los discípulos y a la humanidad de que "ha
llegado... el reino de Dios" (cf. Lc 11, 20), hay también un signo último y
definitivo, al que alude Jesús, haciendo referencia al Profeta Jonás:
"Porque, como estuvo Jonás en el vientre del cetáceo tres días y tres
noches, así estará el Hijo del hombre tres días y tres noches en el corazón
de a tierra" (Mt 12, 40): es el "signo" de la resurrección.
Jesús prepara a los Apóstoles para este "signo" definitivo, pero lo hace
gradualmente y con tacto, recomendándoles discreción "hasta cierto tiempo".
Una alusión particularmente clara tiene lugar después de la transfiguración
en el monte: "Bajando del monte, les prohibió contar a nadie lo que habían
visto hasta que el Hijo del hombre resucitase de entre los muertos" (Mc 9,
9). Podemos preguntarnos el porqué de esta gradualidad. Se puede responder
que Jesús sabía bien cómo se habrían de complicar las cosas si los Apóstoles
y los demás discípulos hubiesen comenzado a discutir sobre la resurrección,
para cuya comprensión no estaban suficientemente preparados, como se
desprende del comentario que el evangelista mismo hace a continuación:
"Guardaron aquella orden, y se preguntaban qué era aquello de ‘cuando
resucitase de entre los os muertos’" (Mc 9, 10). Además, se puede decir que
la resurrección de entre los muertos, aún anunciada una y otra vez, estaba
en la cima de aquella especie de "secreto mesiánico" que Jesús quiso
mantener a lo largo de todo el desarrollo de su vida y de su misión, hasta
el momento del cumplimiento y de la revelación finales, que tuvieron lugar
precisamente con el "milagro de los milagros", la Resurrección, que, según
San Pablo, es el fundamento de nuestra fe (cf. 1 Cor 15, 12-19).
7. Después de la Resurrección, la Ascensión y Pentecostés, los
"milagros-signos" realizados por Cristo se "prolongan" a través de los
Apóstoles, y después, a través de los santos que se suceden de generación en
generación. Los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen numerosos testimonios de
los milagros realizados "en el nombre de Jesucristo" por parte de Pedro (cf.
Act 3, 1-8; 5, 15; 9, 32-41), de Esteban (Act 6, 8), de Pablo (por ej., Act
14, 8-10). La vida de los santos, la historia de la Iglesia, y, en
particular, los procesos practicados para las causas de canonización de los
Siervos de Dios, constituyen una documentación que, sometida al examen,
incluso al más severo, de la crítica histórica y de la ciencia médica,
confirma la existencia del "Poder de lo alto" que obra en el orden de la
naturaleza y la supera. Se trata de "signos" milagrosos realizados desde los
tiempos de los Apóstoles hasta hoy, cuyo fin esencial es hacer ver el
destino y la vocación del hombre al reino de Dios. Así, mediante tales
"signos", se confirma en los distintos tiempos y en las circunstancias más
diversas la verdad del Evangelio y se demuestra el poder salvífico de Cristo
que no cesa de llamar a los hombres (mediante la Iglesia) al camino de la
fe. Este poder salvífico del Dios-Hombre, se manifiesta también cuando los
"milagros-signos" se realizan por intercesión de los hombres, de los santos,
de los devotos, así como el primer "signo" en Caná de Galilea se realizó por
la intercesión de la Madre de Cristo.
(Juan Pablo II, AUDIENCIA GENERAL - Miércoles 13 de enero de 1988)
El joven marino
La resurrección del alma
San Bernardo cuenta que San Malaquías resucitó una vez a una mujer difunta.
A continuación hablaba de otra mujer que estaba de tal manera dominada de la
ira y del furor que se hacía intolerable a toda la familia. Doloridos los
hijos la traen a la presencia del santo y le exponen su queja. El santo
varón compadecido la llama aparte y le pregunta si alguna vez ha confesado
sus pecados. Respondió que nunca. Pues confiésate, le dice. Obedeció, e
imponiéndole la penitencia rogó al Señor pidiendo para ella el espíritu de
mansedumbre y la mandó que no se aíre en adelante. Desde entonces fue tan
mansa que era la admiración de todos.
Esto es más – dice el Santo- que la resurrección de los muertos. Allí
resucitó un cuerpo; ¡aquí resucita un alma!
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo II, Editorial Sal Terrae, Santander,
1959, p. 363)
Aplicación: Directorio Homilético - Décimo domingo del Tiempo
Ordinario C
CEC 646, 994: resucitando a los muertos, Cristo anuncia su Resurrección
CEC 1681: el sentido cristiano de la muerte asociado a la Resurrección
CEC 2583: Elías y la viuda
CEC 2637: Cristo libera a la creación del pecado y de la muerte
646 La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el
caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija
de Jairo, el joven de Naim, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos
milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por
el poder de Jesús, una vida terrena "ordinaria". En cierto momento, volverán
a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo
resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del
espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del
Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto
que San Pablo puede decir de Cristo que es "el hombre celestial" (cf. 1 Co
15, 35-50).
994 Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia
persona: "Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús
el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en él. (cf. Jn 5,
24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (cf. Jn 6, 54). En
su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección
devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11),
anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden.
De este acontecimiento único, El habla como del "signo de Jonás" (Mt 12,
39), del signo del Templo (cf. Jn 2, 19-22): anuncia su Resurrección al
tercer día después de su muerte (cf. Mc 10, 34).
1681 El sentido cristiano de la muerte es revelado a la luz del Misterio
pascual de la muerte y de la resurrección de Cristo, en quien radica nuestra
única esperanza. El cristiano que muere en Cristo Jesús "sale de este cuerpo
para vivir con el Señor" (2 Co 5,8).
2583 Después de haber aprendido la misericordia en su retirada al torrente
de Kérit, aprende junto a la viuda de Sarepta la fe en la palabra de Dios,
fe que confirma con su oración insistente: Dios devuelve la vida al hijo de
la viuda (cf 1 R 17, 7-24).
En el sacrificio sobre el Monte Carmelo, prueba decisiva para la fe del
pueblo de Dios, el fuego del Señor es la respuesta a su súplica de que se
consume el holocausto "a la hora de la ofrenda de la tarde": "¡Respóndeme,
Señor, respóndeme!" son las palabras de Elías que repiten exactamente las
liturgias orientales en la epíclesis eucarística (cf 1 R 18, 20-39).
Finalmente, repitiendo el camino del desierto hacia el lugar donde el Dios
vivo y verdadero se reveló a su pueblo, Elías se recoge como Moisés "en la
hendidura de la roca" hasta que "pasa" la presencia misteriosa de Dios (cf 1
R 19, 1-14; Ex 33, 19-23). Pero solamente en el monte de la Transfiguración
se dará a conocer Aquél cuyo Rostro buscan (cf. Lc 9, 30-35): el
conocimiento de la Gloria de Dios está en la rostro de Cristo crucificado y
resucitado (cf 2 Co 4, 6).
2637 La acción de gracias caracteriza la oración de la Iglesia que, al
celebrar la Eucaristía, manifiesta y se convierte más en lo que ella es. En
efecto, en la obra de salvación, Cristo libera a la creación del pecado y de
la muerte para consagrarla de nuevo y devolverla al Padre, para su gloria.
La acción de gracias de los miembros del Cuerpo participa de la de su
Cabeza.
(Cortesía:
iveargentina.org et alii)