Domingo 12 del Tiempo Ordinario C - Comentarios de Sabios y Santos II: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios durante la celebración de la Misa dominical parroquial
Recursos adicionales para la preparación
Comentario Teológico:P. José A. Marcone, IVE - Jesús, Mesías sufriente
Aplicación: San Juan Pablo II - «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Lc 9, 18).
Directorio Homilético - Duodécimo domingo del Tiempo Ordinario C
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
Comentarios II a Las Lecturas del Domingo
Comentario Teológico:P. José A. Marcone, IVE - Jesús, Mesías
sufriente
Inmediatamente después de que Pedro confesara a Jesús como Mesías e Hijo de
Dios, Jesucristo les anuncia que va a morir asesinado por los judíos. Por lo
tanto, esto sucedió en julio o agosto del 781 U.c. El evangelio dice: “Desde
entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a
Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y
los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día” (Mt 16,21).
La ocasión en que Jesús anuncia su muerte tiene mucha importancia. Al
hacerlo inmediatamente después de la confesión de Pedro quería aclarar cuál
era la naturaleza del Mesías. Los judíos, y por contagio también los
Apóstoles y los discípulos, esperaban un Mesías poderoso en obras, que iba a
liberar al pueblo judío con poder humano, un Mesías espectacular y político,
que con fuerzas humanas iba a acabar con los enemigos del pueblo judío. Esta
concepción estaba originada en la corrupción teológica de los fariseos.
Ellos habían falseado la interpretación de la Sagrada Escritura y habían
cercenado todo lo que en ellas se decía del Mesías sufriente. En efecto,
Isaías presenta al Mesías como el Siervo sufriente, aquel que carga sobre
sus hombros el pecado del mundo y es llevado al matadero como un cordero
manso (cf. Is 53,1-12). Pero los fariseos habían borrado de un plumazo todo
el aspecto doloroso de las profecías sobre el Mesías, para poder maquillar
la verdadera fisonomía del Mesías y presentar un Mesías más aceptable para
la sensibilidad humana, quitando de esa manera lo esencial del Mesías, es
decir, su misión de redimir al hombre del pecado a través de su sufrimiento.
Esto también estaba profetizado en Isaías: “¡Y con todo eran nuestras
dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! (…) Él ha
sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó
el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. (…)
Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Mi siervo justificará a
muchos, porque cargó sobre sí los crímenes de ellos. Le daré una multitud
como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre, porque se entregó a sí
mismo a la muerte y fue contado entre los malhechores; él tomó sobre sí el
pecado de las multitudes e intercedió por los pecadores” (Is 53,4-6; 11-12).
Ahora que Pedro (y junto con él todos los Apóstoles) había declarado con
toda claridad cuál era la personalidad de Cristo, Dios y Mesías, era
necesario aclarar qué tipo de Mesías era. En el evangelio de San Marcos se
indica las cuatro experiencias que el Mesías debe pasar para configurarse
como el Mesías del sufrimiento: padecer mucho, ser rechazado, ser muerto y
resucitar (Mc 8,31). Y esto es presentado con una necesidad teológica: es
necesario que el Hijo del hombre padezca; el Hijo del hombre debe padecer.
Esta es una expresión técnica en teología y en exégesis, llamada pasivo
teológico. La frase ‘es necesario’ está en voz pasiva, y expresa una
voluntad absoluta de Dios que no puede dejar de cumplirse. Por lo tanto, el
hecho de que Cristo la exprese de esta manera indica que se trata de una
revelación divina. Al presentar la necesidad de su sufrimiento con esa frase
está expresando que es Dios quien le ha comunicado esa verdad y Él se la
manifiesta a sus Apóstoles como una verdad divina que debe ser aceptada
porque viene directamente de Dios.
Y es precisamente aquí donde Pedro muestra sus limitaciones. Si antes había
manifestado una gran delicadeza para identificar una revelación del Padre
indicándole que Jesucristo es Dios y es el Mesías, ahora equivoca el rumbo
interpretando la frase de Jesús como no venida de Dios; es decir, no acepta
la palabra de Cristo acerca de su sufrimiento como una revelación de Dios.
Su concepción humana del Mesías y su repugnancia natural al sufrimiento lo
hacen rechazar el aspecto doloroso del Mesías y lo hacen desconocer una
revelación divina.
El verbo que usa Pedro para amonestar a Jesús es el verbo reprender (en
griego: epitimán); y Jesús usa el mismo verbo para reprender a Pedro.
“Tomándole aparte, Pedro, se puso a reprenderle. Pero él, volviéndose y
mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: «¡Ve detrás de mí,
satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los
hombres»” (Mc 8,32-33). Y el verbo epitimán es el que usa el evangelista San
Marcos para describir la expulsión de un espíritu impuro (Mc 1,25; 3,12;
9,25). Por lo tanto, es como si Pedro, al escuchar las palabras de Jesús
sobre el sufrimiento y la muerte, viera en Jesús un mal espíritu que es
necesario arrojarlo de Jesús. Y Jesús lo mismo respecto a Pedro. Uno quiere
liberar al otro de su espíritu. Pero la frase de Jesús quita toda
incertidumbre. Es Pedro el que, al rechazar el sufrimiento, se ha puesto en
la línea del Mesías que satanás deseaba: un Mesías que rechazara la cruz y
la muerte, tal como el mismo demonio trató de hacer con Jesús en las
tentaciones del desierto.
En ningún paso del evangelio se narra un disenso tan fuerte entre Jesús y
Pedro. Pedro no siente que esa sea la disposición de Dios, no está abierto a
la revelación del Padre que Jesús les proclama: “Es necesario que el Hijo
del hombre sufra mucho y sea matado”. Jesús no acepta la situación
confidencial y privada que Pedro busca, sino que, implicando a los otros
discípulos, lo reprende abiertamente. En realidad, la frase que usa Jesús
para indicar a Pedro lo que debe hacer es, literalmente, “ve detrás de mí”
(en griego: hupáge opíso mou). Son las mismas palabras que usó Jesús para
llamarlos a su vocación de discípulos. Quiere decir que Jesús reubica a
Pedro en el lugar que le corresponde. Pedro no se había colocado como
discípulo, sino como maestro de Jesús, como maestro del Maestro. Y esto
Jesús no lo acepta de ninguna manera. Jesús ha hecho una verdadera
revelación de la voluntad de Dios y Pedro, al oponerse a las palabras de su
Maestro, se contrapuso a Dios mismo, se comportó exactamente como satanás,
que es el opositor de Dios por antonomasia.
Otro aspecto que demuestra la ceguedad de Pedro y su horror por el
sufrimiento es que no capta que Jesús también está revelando y anunciando su
resurrección: “El Hijo del Hombre debe padecer mucho, ser rechazado (…), y
ser llevado a la muerte y resucitar después de tres días” (Mc 8,31). También
la resurrección formaba parte de esta revelación de la voluntad de Dios.
Pero el temor al dolor y a la prueba había enajenado completamente sus
espíritus.
De esta manera Jesús completa la revelación acerca del Mesías. Había
aceptado como venidas del Padre las palabras de Pedro con las que lo
reconocía Dios y Mesías. Ahora completa esa revelación precisando cómo sería
el Mesías: no un Mesías espectacular y triunfador con medios humanos, sino
un Mesías sufriente, lleno de dolor, que ofrecería su sufrimiento por la
salvación del mundo.
Esto sucede casi al fin de la segunda etapa de la su vida pública, la etapa
más larga, la que Él consagra a formar a sus discípulos, a darles su
doctrina, a formar la Iglesia; en otras palabras, la etapa de Galilea. En la
tercera etapa, que veremos dentro de poco, la etapa de la subida a
Jerusalén, Jesús vuelve a anunciar sus sufrimientos, su muerte y su
resurrección otras dos veces. Con el anuncio que acabamos de presentar son
tres las veces que Jesús anuncia su muerte. El número tres implica plenitud
e insistencia. Jesús quiere dejar muy claro en qué consiste su mesianidad,
la mesianidad del dolor, y de esta manera prepara a sus discípulos para el
escándalo de la cruz (cf. 1Cor 1-2).
En Mc 9,31 Jesús dice otra vez: “El Hijo del Hombre va a ser entregado en
manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto resucitará a los
tres días”.
Y de nuevo vuelve a repetir más adelante, en Mc 10,33-34, de una manera
mucho más detallada: “Mirad, subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será
entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas; le condenarán
a muerte y le entregarán a los gentiles; se burlarán de él, le escupirán, lo
azotarán y lo matarán, pero después de tres días resucitará”.
A este tercer anuncio de su muerte sigue otra incomprensión de sus
discípulos; una vez más el mensaje de la cruz crea oposición. Esta la vez la
oposición se manifiesta a través del pedido de Juan y Santiago, hijos del
Zebedeo, de sentarse a la derecha del Hijo del hombre cuando Él esté en su
reino. Jesús habla de sufrimiento y ellos hablan de poder. Esto dará ocasión
a Jesucristo para enseñarles que el mensaje central del evangelio y la
actitud correcta de todo discípulo es, en todo momento, el servicio a los
más pobres y a los más necesitados: “Quien quiera llegar a ser grande entre
vosotros, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el
primero, que sea esclavo de todos” (Mc 10,43-44).
Y con este motivo Jesucristo dirá una frase que es esencial para entender
todo el evangelio y para entender el tipo de Mesías que será Jesús: “Porque
el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida
en redención de muchos” (Mc 10,44). ¿A qué redención se refiere? A la
redención del pecado. Ya lo había dicho Juan Bautista: “He ahí el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). De esta manera Jesucristo
completa toda su doctrina respecto a sí mismo: es Dios hecho hombre y es el
Mesías, pero un Mesías que morirá en la cruz para salvar a los hombres de
sus pecados; su sangre será el precio de nuestra redención. La misión del
Mesías es una misión espiritual, ordenada a la consecución de la vida
eterna; no es una misión temporal, circunscripta a esta tierra. Y esa misión
encuentra su culmen y su núcleo más importante en su pasión, muerte y
resurrección.
Con esto Jesucristo completa todo aquello que quería revelarles a sus
discípulos sobre sí mismo: es Dios, es el Mesías y un Mesías sufriente por
el perdón de los pecados. Nos acercamos al final de esta segunda e
importante etapa. Sólo queda considerar el misterio de su Transfiguración,
que será el ápice de esta segunda etapa y la preparación para la tercera.
(Cf. Stock, K., Vangelo secondo Marco…, p. 139 – 140.)
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Aplicación: San Juan Pablo II - «¿Quién dice la gente que soy yo?»
(Lc 9, 18).
Jesús planteó un día esta pregunta a los discípulos que iban de camino con
él. Y a los cristianos que avanzan por los caminos de nuestro tiempo les
hace también esa pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo?
Como sucedió hace dos mil años en un lugar apartado del mundo conocido de
entonces, también hoy con respecto a Jesús hay diversidad de opiniones.
Algunos le atribuyen el título de profeta. Otros lo consideran una
personalidad extraordinaria, un ídolo que atrae a la gente. Y otros incluso
lo creen capaz de iniciar una nueva era.
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Lc 9, 20). Esta pregunta no admite
una respuesta «neutral». Exige una opción de campo y compromete a todos.
También hoy Cristo pregunta: vosotros, católicos de Austria; vosotros,
cristianos de este país; vosotros, ciudadanos, ¿quién decís que soy yo?
La pregunta brota del corazón mismo de Jesús. Quien abre su corazón quiere
que la persona que tiene delante no responda sólo con la mente. La pregunta
procedente del corazón de Jesús debe tocar nuestro corazón. ¿Quién soy yo
para vosotros? ¿Qué represento yo para vosotros? ¿Me conocéis de verdad?
¿Sois mis testigos? ¿Me amáis?
Entonces Pedro, portavoz de los discípulos, respondió: Nosotros creemos que
tú eres «el Cristo de Dios» (Lc 9, 20). El evangelista Mateo refiere la
profesión de Pedro más detalladamente: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios
vivo» (Mt 16, 16). Hoy el Papa, como sucesor del Apóstol Pedro por voluntad
divina, profesa en nombre vuestro y juntamente con vosotros: Tú eres el
Mesías de Dios, tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
A lo largo de los siglos, se ha buscado continuamente la profesión de fe más
adecuada. Demos gracias a san Pedro, pues sus palabras han resultado
normativas.
Con ellas se deben medir los esfuerzos de la Iglesia, que trata de expresar
en el tiempo lo que representa para ella Cristo. En efecto, no basta la
profesión hecha con los labios. El conocimiento de la Escritura y de la
Tradición es importante; el estudio del catecismo es muy útil; pero, ¿de qué
sirve todo esto si la fe del conocimiento carece de obras?
La profesión de fe en Cristo invita al seguimiento de Cristo. La adecuada
profesión de fe debe ser confirmada con una vida santa. La ortodoxia exige
la ortopraxis. Ya desde el inicio Jesús puso de manifiesto a sus discípulos
esta verdad exigente. En efecto, apenas había acabado Pedro de hacer una
extraordinaria profesión de fe, él y los demás discípulos escuchan de labios
de Jesús lo que él, el Maestro, espera de ellos: «Si alguno quiere venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9, 23).
Ahora todo es igual que al inicio: Jesús no busca personas que lo aclamen;
quiere personas que lo sigan.
Queridos hermanos y hermanas, quien reflexiona sobre la historia de la
Iglesia con los ojos del amor, descubre con gratitud que, a pesar de todos
los defectos y de todas las sombras, ha habido y sigue habiendo por doquier
hombres y mujeres cuya existencia pone de relieve la credibilidad del
Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, «¿vosotros quién decís que soy yo?
Dentro de poco haremos la profesión de fe. Además de esta profesión, que nos
inserta en la comunidad de los Apóstoles y en la tradición de la Iglesia,
así como en la multitud de santos y beatos, debemos dar nuestra respuesta
personal. El influjo social del mensaje depende también de la credibilidad
de sus mensajeros. En efecto, la nueva evangelización comienza por nosotros,
por nuestro estilo de vida.
La Iglesia de hoy no necesita católicos de tiempo parcial, sino cristianos
de tiempo completo.
(Plaza de los Héroes de Viena, Domingo 21 de junio de 1998)
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Aplicación: Sergio Mora, ¿Quién soy yo? “Tú eres el Mesías de Dios.-
Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho”.
Dolorosamente se han dividido las comunidades en toda la región de los Altos
de Chiapas. Un catolicismo superficial y lleno de tradiciones no ha
resistido el embate de las más diversas formas de religiosidad. Se da el
caso de que en una pequeña comunidad de apenas cien familias hay hasta
cuatro o cinco diferentes denominaciones religiosas. “¿Por qué hay tantas
religiones entre nosotros?”, me preguntaban en días pasados. Y yo,
mañosamente, devolvía la pregunta tratando de hacer reflexionar: “¿A quien
sigue cada uno de los grupos? ¿Por qué se separó este grupo de su anterior
denominación? ¿Quién es el líder de los de este lado? ¿Por qué se separaron
los de tal zona?”. Y al ir dando sus respuestas encontramos que la creación
de “iglesias”, ha obedecido a caprichos, a divisiones y a ambiciones. Se
sigue más a líderes y seudopastores que a Cristo. ¡La religión es solamente
un pretexto que disfraza los verdaderos intereses! ¡Nos hemos olvidado de
Jesús!
Como si quisiera que retornáramos a nuestros orígenes el papa Francisco con
insistencia nos confronta y nos exige reflexionar si nuestra vida está de
acuerdo a lo que enseña y quiere Jesús. Por eso, este episodio que nos narra
San Lucas, es de vital importancia para los seguidores de Jesús. Debemos
escuchar una y otra vez la pregunta que hace a sus discípulos: “Y ustedes,
¿quién dicen que soy yo?”. Si las comunidades cristianas dejamos apagar
nuestra fe en Jesús, perdemos nuestra identidad y nos convertiremos en una
organización más, en un partido más o en un capricho social. Sin Jesús no
acertaremos a vivir con audacia creativa y dinámica la misión que Él nos
confió; no nos atreveremos a enfrentar el futuro confiados en la novedad de
su Espíritu; nos asfixiaremos en nuestros egoísmos y mediocridades. ¿Quién
es Jesús hoy para nosotros? Esta no es una pregunta cualquiera, es la
pregunta que con insistencia nos hace el mismo Jesús a cada uno de nosotros.
Es una pregunta amorosa que espera ansiosamente una respuesta viva.
Quizás ya estaremos buscando la mejor respuesta y nos acomodaremos a las
palabras de Pedro para también nosotros sentirnos satisfechos: “El Mesías de
Dios”. Y encontraremos muchos otras definiciones que se acomoden a nuestros
pensamientos y estados de ánimo: el Hijo de Dios, nuestro Pastor, nuestro
Amigo… pero Jesús pregunta en la intimidad y en toda confianza quién es Él
para ti, qué significa en tu vida. Pues aunque llenemos de títulos y de
honores a Jesús, lo que Él espera es una repuesta viva y amorosa. Quiere que
le mostremos el fruto de nuestro encuentro con Él y no tanto nuestros
conocimientos de religión y de tradiciones. No le podremos decir de verdad
que es “El Mesías de Dios”, si nos conformamos con una vida llena de
mezquindad, de corrupción y de mentira.
Es fácil decir que Jesús es el Mesías, igual que Pedro, pero hacernos sordos
a sus siguientes palabras donde resalta la centralidad de la cruz, la
entrega generosa, la muerte por amor y la resurrección. Pedro no esperaba
esto. Soñaba con el libertador que debería aplastar a los enemigos, con la
seguridad de su reinado, el sometimiento de los pueblos contrarios, pero no
imaginaba el camino del rechazo y del aparente fracaso. Detrás de la
declaración de Pedro está la concepción de un Mesías nacionalista, guerrero,
triunfal, político, con fuerza y poder. Y nada de esto coincide con lo que
Jesús siente, por lo que lucha y lo que sueña llevar adelante. Quizás nos
pase igual a nosotros: al confesar a Jesús como nuestro Mesías estamos
queriendo asegurar nuestro futuro pero no estamos dispuestos a compartir sus
sueños, sus enseñanzas y sus ejemplos. No asumimos su fuerza para humanizar
nuestras vidas, liberar nuestras personas y encaminar la historia humana
hacia la verdadera resurrección.
Cuando Jesús nos pide que tomemos su cruz, nos está invitando a un cambio
radical de vida y dejarnos invadir de su amor y de su predilección. Nosotros
colgamos su cruz en nuestro pecho, pero no la colocamos en el centro de
nuestra vida. Al mismo tiempo que lo confesamos y lo reconocemos, vivimos de
espaldas a Él, sin saber muy bien cómo era y qué quería. Nos comportamos
como miembros de una religión pero no como discípulos suyos. Y ser
cristianos es ante todo entablar una relación íntima con Jesús, dialogar con
Él, confrontar nuestra vida con sus mensajes. Las palabras de Jesús: “Si
alguno quiere seguirme…”, ponen la vida, la salvación y la realización de
sus discípulos en una íntima relación con la adhesión a su persona. Cuando
nos acercamos verdaderamente a Jesús, nos encontramos Alguien vivo y
palpitante, Alguien que nos sigue atrayendo a pesar de nuestras cobardías y
mediocridades, Alguien que nos ama a pesar de nuestros fracasos. Ser
cristiano no es cuestión de ideologías, es cuestión de amor.
Nuestra fe cristiana no se basa en verdades, sino en Jesús que es la verdad.
Nuestra fe está sustentada en el encuentro personal que tengamos con Él. No
es poner la esperanza en reglamentos, sino en la vida compartida con Jesús.
No es conseguir amuletos de buena suerte o religiones de falsa felicidad. Es
encuentro de verdad con quien nos ama y se atreve a preguntarnos quién es
para nosotros y qué significa en nuestra vida. Hoy tendremos que
cuestionarnos seriamente nuestro “ser cristiano” y descubrir si en la base
de nuestra vida y de nuestro actuar está Jesús. Como comienza este pasaje en
oración, también nosotros en oración, en intimidad, respondamos a Jesús.
¿Creo de verdad en Él? ¿Quién digo yo que es Jesús? ¿Cómo demuestro en mi
vida que soy su discípulo y que sus ideales y sueños son los que mueven la
trama de mi historia?
Señor Jesús, quiero que seas para mí, fuerza que me empuje a trabajar por tu
Reino, fe que me ayude a sentirte siempre presente, esperanza que me anime
en el desaliento, amor que me enseñe a negarme para dar lo mejor de mí
mismo. Amén.
(zenit, 17 de junio 2016)
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Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Décimo Segundo Domingo del
Tiempo Ordinario - Año C Lc. 9:18-24 - «Toma tu cruz»
1.- El camino del cielo es estrecho y cuesta arriba: hay que esforzarse.
2.- El camino facilón es el del infierno: basta dejarse llevar cuesta abajo.
3.-Dios quiere que el cielo lo sudemos. Lo que nos cuesta trabajo conseguir
lo estimamos más. Un amigo mío consiguió el Primer Premio Internacional de
Chapistería en Bruselas. Era una estatuilla de metal que él enseñaba con
orgullo a sus amigos. Tuvo que superar los torneos local, provincial,
nacional e internacional. Si su padre, porque le ha tocado la lotería, le
regala una réplica en oro macizo, para consolarle de que ha quedado el
último en el torneo local, no lo disfrutaría tanto.
4.-Dios quiere nuestra colaboración con Él en todo.
5.- Incluso en cosas que exceden nuestras posibilidades, como es la
concesión de la gracia, quiere nuestra colaboración: así es en el sacramento
del bautismo y en la confesión.
6.-Lo mismo en todas las cosas en que nos ayuda. En una ocasión oí esta
frase: «Dios pone casi todo, nosotros ponemos casi nada; pero Dios no pone
su casi todo si nosotros no ponemos nuestro casi nada».
7.- Es inútil que el estudiante pida a Dios aprobar, si no estudia; ni que
una señora pida que le toque la lotería, si no juega.
8.- Si no pongo lo que está de mi parte, lo más probable es que Dios no
escuche mi oración. Dios no suele suplir lo que nosotros podemos hacer.
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Directorio Homilético - Duodécimo domingo del Tiempo Ordinario C
CEC 599-605: la muerte redentora de Cristo en el diseño divino de la
salvación
CEC 1435: tomar la propia cruz, cada día, y seguir a Jesús
CEC 787-791: la Iglesia en comunión con Cristo
CEC 1425, 1227, 1243, 2348: “revestirse de Cristo”; el Bautismo, la castidad
II LA MUERTE REDENTORA DE CRISTO
EN EL DESIGNIO DIVINO DE SALVACION
"Jesús entregado según el preciso designio de Dios"
599 La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada
constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios,
como lo explica S. Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso
de Pentecostés: "fue entregado según el determinado designio y previo
conocimiento de Dios" (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que
los que han "entregado a Jesús" (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores
pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.
600 Para Dios todos los momentos del tiempo están presentes en su
actualidad. Por tanto establece su designio eterno de "predestinación"
incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su gracia: "Sí,
verdaderamente, se han reunido en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús,
que tú has ungido, Herodes y Poncio Pilato con las naciones gentiles y los
pueblos de Israel (cf. Sal 2, 1-2), de tal suerte que ellos han cumplido
todo lo que, en tu poder y tu sabiduría, habías predestinado" (Hch 4,
27-28). Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera (cf. Mt 26, 54; Jn
18, 36; 19, 11) para realizar su designio de salvación (cf. Hch 3, 17-18).
"Muerto por nuestros pecados según las Escrituras"
601 Este designio divino de salvación a través de la muerte del "Siervo, el
Justo" (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura
como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a
los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). S.
Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber "recibido" (1 Co 15, 3)
que "Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras" (ibidem:
cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de
Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8
y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a
la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio
esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,
25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).
"Dios le hizo pecado por nosotros"
602 En consecuencia, S. Pedro pudo formular así la fe apostólica en el
designio divino de salvación: "Habéis sido rescatados de la conducta necia
heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una
sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo,
predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos
tiempos a causa de vosotros" (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres,
consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5,
12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf.
Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del
pecado (cf. Rm 8, 3), Dios "a quien no conoció pecado, le hizo pecado por
nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Co 5, 21).
603 Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn
8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8,
29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado
hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: "Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho
así solidario con nosotros, pecadores, "Dios no perdonó ni a su propio Hijo,
antes bien le entregó por todos nosotros" (Rm 8, 32) para que fuéramos
"reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo" (Rm 5, 10).
Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal
604 Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su
designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a
todo mérito por nuestra parte: "En esto consiste el amor: no en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como
propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). "La prueba de
que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por
nosotros" (Rm 5, 8).
605 Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este
amor es sin excepción: "De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre
celestial que se pierda uno de estos pequeños" (Mt 18, 14). Afirma "dar su
vida en rescate por muchos" (Mt 20, 28); este último término no es
restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del
Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia,
siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha
muerto por todos los hombres sin excepción: "no hay, ni hubo ni habrá hombre
alguno por quien no haya padecido Cristo" (Cc Quiercy en el año 853: DS
624).
1435 La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de
reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la
justicia y del derecho (Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras
faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el
examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los
sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la
cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cf
Lc 9,23).
II LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO
La Iglesia es comunión con Jesús
787 Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida (cf. Mc.
1,16-20; 3, 13-19); les reveló el Misterio del Reino (cf. Mt 13, 10-17); les
dio parte en su misión, en su alegría (cf. Lc 10, 17-20) y en sus
sufrimientos (cf. Lc 22, 28-30). Jesús habla de una comunión todavía más
íntima entre él y los que le sigan: "Permaneced en Mí, como yo en vosotros
... Yo soy la vid y vosotros los sarmientos" (Jn 15, 4-5). Anuncia una
comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: "Quien come
mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él" (Jn 6, 56).
788 Cuando fueron privados los discípulos de su presencia visible, Jesús no
los dejó huérfanos (cf. Jn 14, 18). Les prometió quedarse con ellos hasta el
fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20), les envió su Espíritu (cf. Jn 20, 22;
Hch 2, 33). Por eso, la comunión con Jesús se hizo en cierto modo más
intensa: "Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de
todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo" (LG 7).
789 La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre
la relación íntima entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en
torno a El: siempre está unificada en El, en su Cuerpo. Tres aspectos de la
Iglesia-Cuerpo de Cristo se han de resaltar más específicamente: la unidad
de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del
Cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo.
“Un solo cuerpo”
790 Los creyentes que responden a la Palabra de Dios y se hacen miembros del
Cuerpo de Cristo, quedan estrechamente unidos a Cristo: "La vida de Cristo
se comunica a a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto y glorificado,
por medio de los sacramentos de una manera misteriosa pero real" (LG 7).
Esto es particularmente verdad en el caso del Bautismo por el cual nos
unimos a la muerte y a la Resurrección de Cristo (cf. Rm 6, 4-5; 1 Co 12,
13), y en el caso de la Eucaristía, por la cual, "compartimos realmente el
Cuerpo del Señor, que nos eleva hasta la comunión con él y entre nosotros"
(LG 7).
791 La unidad del cuerpo no ha abolido la diversidad de los miembros: "En la
construcción del cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y de
funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades
de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la
Iglesia". La unidad del Cuerpo místico produce y estimula entre los fieles
la caridad: "Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; si un
miembro es honrado, todos los miembros se alegran con él" (LG 7). En fin, la
unidad del Cuerpo místico sale victoriosa de todas las divisiones humanas:
"En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya
no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que
todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 27-28).
(cortesía de homiletica.ive et alii)