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Cuadro de texto: Si no encuentra lo que busca envíe un mensaje a los MSC.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 





 

JOSE RIVERA-JOSE MARIA IRABURU

Síntesis de espiritualidad católica

1ª PARTE

Las fuentes de la santidad B

 

5. La Iglesia

6. La Virgen María

7. Lo sagrado

8. La liturgia


5. La Iglesia

J. Auer, La Iglesia, sacramento universal de salvación, Barcelona, Herder 1986; R. Blázquez, Jesús sí, la Iglesia también, Salamanca, Sígueme 1983; J. Collantes, La Iglesia de la Palabra, I-II, BAC 338-339 (1972); J. Hamer, La Iglesia es una comunión, Barcelona, Estela 1965; H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Madrid, Encuentro 1980; Las iglesias particulares en la Iglesia universal, Salamanca, Sígueme 1974; O. Semmelroth, La Iglesia como sacramento original, San Sebastián, Dinor 1963.

La Iglesia de los apóstoles

El día de pentecostés, «Pedro, de pie con los Once», después de haber recibido el Espíritu Santo, predicó el evangelio a los judíos en Jerusalén. Sus «palabras les traspasaron el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Pedro les contestó: Arrepentíos, bautizaos confesando que Jesús es el Mesías, para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo... Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día se les agregaron unos tres mil. Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la comunidad de vida, en el partir el pan y en las oraciones» (Hch 2,14. 37-42). En estas últimas palabras, nos da San Lucas una perfecta definición descriptiva de la Iglesia, que ahora nosotros iremos comentando.

Fe en Jesucristo

«Quien confiese que Jesús es el hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios» (1 Jn 4,15). Creer en Jesucristo: ése es el principio de la salvación (Hch 8,35-37). El que cree en Jesús tendrá vida eterna, no sufrirá más sed, no morirá para siempre (Jn 3,36; 6,35.40; 11,25-26). El que cree en Jesús será justificado, no se verá confundido, vencerá al mundo, hará obras muy grandes y recibirá de Dios cuanto le pida (Hch 13,39; Rm 9,33;10,11; 1 Jn 5,5; Jn 14,12; 16,23-24).

Es evidente, pues, que la identidad cristiana se define fundamentalmente por la fe en Cristo, tal como es predicado por la Iglesia de los apóstoles. Cristianos somos los que hemos creído y sabemos que Jesús es el Santo de Dios (6,69), y los que estamos dispuestos a confesar esta fe ante los hombres (Mt 10,32-33). Cristianos somos los que estamos convencidos de que «ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos» (Hch 4,12). «Esta afirmación» de San Pedro, dice Juan Pablo II, «asume un valor universal, ya que para todos -judíos y gentiles- la salvación no puede venir más que de Jesucristo» (enc. Redemptoris missio 7-XII-1990, 5).

((Hoy no pocos se declaran cristianos sin creer en Jesucristo. Ya en 1971, de una encuesta hecha en Francia resultaba que un 96% de los franceses se declaraban bautizados; 84% se confesaban de religión católica; 75% afirmaban la existencia de Dios; 41% creían que Jesús hoy vive realmente; 37% creían en la virginidad de María; 34% creían en la existencia del infierno... Pareciera, según esa encuesta y tantos otros datos, que muchos conciben la identidad cristiana en función de la aceptación de un «ideal ético», más bien que de una fe. La identidad cristiana no implicaría necesariamente una fe en Jesús, tal como lo predica la Iglesia. Pero hay en esto un inmenso error. La Iglesia es ante todo una comunión de los que creen en Jesucristo y en su nombre se bautizan para recibir el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo)).

Los hombres sólo pueden hallar su salvación en la verdad, y ésta no pueden encontrarla sino en Jesucristo, que es la Verdad (Jn 14,16). Unicamente en la verdad puede realizar el hombre su plena libertad, es decir, su propio ser (8,32; +36). Así pues, para la salvación del hombre no da lo mismo que su pensamiento esté en la luz de la verdad o en las tinieblas del error. Jesucristo es el único Salvador de los hombres, y él quiere que seamos «santificados en la verdad» (17,17).

((En contra de esto, algunos piensan hoy que la santidad cristiana consiste en hacer una ofrenda total de la propia vida por una causa alta, sin que tenga mayor importancia que se crea o no en Jesucristo, o que la causa motivadora de esa ofrenda, supuestamente total, sea verdadera o falsa. Pero no hay más santificación cristiana que la que procede de convertirse «de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar del cielo a Jesús, su Hijo, a quien resucitó de entre los muertos, quien nos libró de la ira venidera» (2Tes 1,9-10).

Por el contrario, se da la terrible posibilidad de que un hombre entregue a los otros hombres su vida y todos sus bienes, y que esto de nada le sirva en orden a la vida eterna (1Cor 13,3). Hombres hay que todo lo sacrifican a la riqueza; mujeres que hacen lo que sea por la belleza; atletas que todo lo ordenan a la victoria; militantes que todo lo sacrifican a su ideal político. Pero la totalidad de la ofrenda vital no garantiza el valor salvífico de la ofrenda -como si la entrega total de la persona fuera un valor en sí mismo-. ¿A qué se hace esa ofrenda, a quién, a qué?... Los idólatras sacrifican sus vidas a los ídolos que veneran, y toda causa creatural que absorba totalmente la entrega del hombre tiene un carácter idolátrico.

Más aún, cuanto los ídolos son más altos (la sociedad humana, un ideal político o filosófico) son más peligrosos, mucho más peligrosos que los ídolos más bajos (dinero, droga, placer), pues aquéllos tienen apariencia de gran valor, aunque no pasan de ser ídolos. De hecho, los idólatras de altos ídolos son mucho más fanáticos que los servidores de ídolos bajos, y es más raro que se conviertan al único Dios verdadero. A unos y a otros, a todos hay que predicar el evangelio. Es la misión que Jesús dio a Pablo: «Yo te envío a los gentiles para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciban la remisión de los pecados y la herencia entre los debidamente santificados por la fe en mí» (Hch 26,18).))

Fe en la Iglesia

El hombre encuentra a Jesús en la Iglesia. Al Señor se le encuentra si se le busca donde él quiere manifestarse y comunicarse; es decir, si se le busca donde él está. Y «Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica» (SC 7a). El hombre carnal pierde el tiempo si busca a Cristo siguiendo sus propios gustos arbitrarios y subjetivos. Es en la Iglesia católica donde se recibe el auténtico y apostólico «testimonio de Jesucristo» (Ap 1,2). Y «únicamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es el auxilio general de salvación, puede alcanzarse la total plenitud de los medios de salvación» (UR 3e).

La espiritualidad cristiana sabe bien que Jesucristo santifica siempre a los hombres con la colaboración de la Iglesia, madre espiritual de los cristianos. Sin ella no hace nada. Así como en su vida mortal Cristo hacía sus curaciones unas veces por contacto y otras a distancia, así también su Iglesia unas veces santifica a los hombres por contacto (a los cristianos) y otras a distancia (a los no-cristianos). Pero lo cierto es que «en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b).

Antes de su muerte y resurrección, Cristo santificaba a los hombres por medio de su corporalidad temporal, que a un tiempo velaba y revelaba la fuerza de su Espíritu (Lc 8,46; Mc 5,30). Ahora, ascendido al Padre, Cristo glorioso obra según el Espíritu por medio de su Cuerpo, que es la Iglesia. Y nos convino, sin duda, que volviera al Padre, pues ahora su acción es más poderosamente santificante y más universal (Jn 16,7; +14,12). Así pues, «la Iglesia, a la vez que reconoce que Dios ama a todos los hombres y les concede la posibilidad de salvarse (+1 Tim 2,4), profesa que Dios ha constituído a Cristo como único mediador y que ella misma ha sido constituida como sacramento universal de salvación (LG 48, GS 43, AG 7.21)» (Redemptoris missio 9).

Ahora bien, «la universalidad de la salvación no significa que se conceda sólamente a los que, de modo explícito, creen en Cristo y han entrado en la Iglesia», que para algunos apenas llegará a ser una propuesta inteligible. «Para ellos, la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental» (10). La Iglesia en la eucaristía actualiza diariamente el misterio de la salvación no sólo por nosotros, los fieles, sino «por todos los hombres, para el perdón de los pecados». Todos los hombres, pues, que se salvan, se salvan por Cristo y por la Iglesia. Y en este sentido, la fe católica ha profesado siempre que no hay salvación fuera de la Iglesia.

((Algunos que no creen ni en Jesús ni en su Iglesia alegan que creerían si vieran en la Iglesia signos de Dios más convincentes. Puede haber, sin duda, casos en que los hombres no hayan recibido signos suficientemente inteligibles como para que suscitar en ellos la fe en Cristo y en su Iglesia. Pero otras veces quienes así alegan no son sino aquellos mismos que en el Calvario meneaban la cabeza ante el Crucificado y decían: «Que baje ahora de la cruz y creeremos en él» (Mt 27,42). ¡Ni a un muerto resucitado que les predicara el evangelio le creerían éstos! (Lc 16,31).

Jesús muchas veces se negó a realizar señales espectaculares para suscitar la fe en él: quiso dar como señal definitiva su propia resurrección, considerándola signo suficientemente elocuente (Mt 12,38-42). La Iglesia de Cristo en la historia es un signo suficientemente claro para que los hombres de buena voluntad, al recibir el evangelio, puedan creer con el auxilio del Espíritu Santo, haciendo la ofrenda de una fe meritoria. Y es un signo suficientemente oscuro como para que los otros viendo no vean y oyendo no oigan ni entiendan (Mt 13,10-17).))

La Iglesia de la Palabra

Jesús constituyó a los apóstoles «para enviarles a predicar» (Mc 3,14). A ellos les autorizó el Señor como a embajadores suyos ante los hombres: «El que os oye, me oye» (Lc 10,16; +2Cor 5,20). Y este envío no se limitó, en la intención de Cristo, a los primeros apóstoles, sino a todos los que, como sucesores suyos, iban a hacer permanente en la Iglesia el ministerio apostólico. En efecto, Jesús dio autoridad docente a los apóstoles y a sus sucesores. Y según esto ha de afirmarse que «entre los principales oficios de los Obispos sobresale la predicación del Evangelio» (LG 25a).

Y a esta obligación de los sagrados Pastores corresponde en los fieles cristianos el deber de «perseverar en la escucha de los apóstoles» (Hch 2,42). En efecto, «los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su Obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto. Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra» (ib.). Así pues, una atención habitual a las principales enseñanzas del Magisterio apostólico será un elemento integrante de la espiritualidad cristiana.

Pero ya desde el principio la voz de los apóstoles se vio combatida por las ruidosas voces de muchos falsos profetas y teólogos. Los escritos apostólicos reflejan constantemente esta preocupación y este dolor: San Pedro (2 Pe 2), Santiago (3,15), San Judas (3-23), San Juan (Ap 2-3; 1 Jn 2,18.26; 4,1), todos denuncian una y otra vez el peligro de estos maestros del error. De verdad se cumplió y se cumple la palabra de Jesús: «Saldrán muchos falsos profetas y extraviarán a mucha gente» (Mt 24,11; +7,15-16; 13,18-30. 36-39).

San Pablo, concretamente, en sus cartas dedica fuertes y frecuentes ataques contra los falsos doctores del evangelio, y los denuncia haciendo de ellos un retrato implacable. «Resisten a la verdad, como hombres de entendimiento corrompido» (2 Tim 3,8), son «hombres malos y seductores» (3,13), que «pretenden ser maestros de la Ley, cuando en realidad no saben lo que dicen ni entienden lo que dogmatizan» (1 Tim 1,7; +6,5-6.21; 2 Tim 2,18; 3,1-7; 4,4.15; Tit 1,14-16; 3,11). Y si al menos revolvieran sus dudas en su propia intimidad... Pero todo lo contrario: les apasiona la publicidad, dominan los medios de comunicación social -que se les abren de par en par-, son «muchos, insubordinados, charlatanes, embaucadores» (Tit 1,10). «Su palabra cunde como gangrena» (2 Tim 2,17).

¿Qué buscan estos hombres? ¿Dinero? ¿Poder? ¿Prestigio?... En unos y en otros será distinta la pretensión. Pero lo que ciertamente buscan todos es el éxito personal en este mundo presente (Tit 1,11; 3,9; 1 Tim 6,4; 2 Tim 2,17-18; 3,6). Éxito que normalmente consiguen. Basta con que se distancien de la Iglesia, para que el mundo les garantice el éxito que desean. Y es que «ellos son del mundo; por eso hablan el lenguaje del mundo y el mundo los escucha. Nosotros, en cambio, somos de Dios; quien conoce a Dios nos escucha a nosotros, quien no es de Dios no nos escucha. Por aquí conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error» (1 Jn 4,5-6; +Jn 15,18-27).

Pues bien ¿será posible que, entre tantas voces discordantes y contradictorias, puedan los cristianos permanecer en la Verdad? Será perfectamente posible si «perseveran en escuchar la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42), si saben arraigarse «sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular el mismo Cristo» (Ef 2,20), si se agarran con fuerza a «la Iglesia del Dios vivo, que es columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3,15), si tienen buen cuidado en discernir la voz del Buen Pastor, que «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25) mediante el Magisterio apostólico. Quienes «conocen su voz, no seguirán al extraño, antes huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños» (Jn 10,4-5).

Éstos entran en el Reino porque se hacen como niños, y se dejan enseñar por la Madre Iglesia. Estos saben prestar a la autoridad del Magisterio apostólico «la obediencia de la fe» (Rm 1,5; +16,26; 2Cor 9,13; 1Pe 1,2.14). Ya dice el concilio Vaticano II que «a través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el final (Mt 24,13; 13,24-30. 36-43)» (GS 37b). Pues bien, éstos han librado el buen combate y han guardado la fe (2 Tim 4,7; +2,25; 4,7; 1 Tim 2,4; 2 Pe 2,20; Heb 10,26). Estos han sabido guardarse de los «falsos profetas, que vienen a vosotros con vestiduras de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces» (Mt 7,15). Estos han sabido discernir la calidad de los doctores y de sus doctrinas «por sus frutos» (7,16-20).

((Por el contrario, camino del error siguen aquéllos que «no sufrirán la sana doctrina, sino que, deseosos de novedades, se agenciarán un montón de maestros a la medida de sus propios deseos, se harán sordos a la verdad, y darán oído a las fábulas» (2 Tim 4,3-4). Estos, para recibir el Magisterio apostólico, presentan unas exigencias críticas casi insuperables, mientras que las novedades conformes a sus gustos se las tragan con una credulidad acrítica próxima a la estupidez. Sordos a la verdad, crédulos para las fábulas. Es el doble crimen de que se queja el Señor: «Dejarme a mí, fuente de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua» (Jer 2,13).

Así vienen a ser como «niños, zarandeados y a la deriva por cualquier ventolera de doctrina, a merced de individuos tramposos, consumados en las estratagemas del error» (Ef 4,14; +2 Tes 2,10-12). Al extremo de todo esto, habrá que pensar: El pecado, la infidelidad a la gracia, les ha llevado al error (Jn 3,20). No han sabido guardar la genuina fe en una conciencia pura (1 Tim 1,19). Se les han enfermado los ojos, y todo el cuerpo se les quedó en tinieblas (Mt 6,23). Se les ha podrido la mente, el nous, y ya no pueden volver a estar en Cristo-Luz sin conversión, sin metanoia (3,8; Lc 10,13), sin una profunda «renovación de la mente» (metamorfoo, anakainosis tou noos, Rm 12,2; +Ef 4,23). La verdad es principio de todo bien, y el error es principio de todo mal.))

El Cardenal Joseph Ratzinger, en una homilía pronunciada cuando era arzobispo de Munich y Freising, hacía notar que al Magisterio eclesiástico «se le confía la tarea de defender la fe de los sencillos contra el poder de los intelectuales» (31-XII-1979). Cuando éstos son humildes, y guardan ante la fe de la Iglesia una actitud discipular, iluminan con sus enseñanzas al pueblo de Dios. Pero cuando son soberbios, y se atreven a juzgar la fe de la Iglesia, poniéndose sobre ella, causan entre los cristianos terribles daños, sobre todo cuando se hacen con el poder en las editoriales y en los medios de comunicación.

La comunión de los santos

Los que creyeron y se bautizaron deben «perseverar en la comunidad de vida (koinonía)» (Hch 2,42). Para eso dio su vida Jesucristo, «para congregar en unidad a todos los hijos de Dios, que están dispersos» (Jn 11,52). La Iglesia no es un número de ovejas que sigue cada una su camino (Is 53,6), sino un rebaño congregado por el Buen Pastor y por los pastores que le representan. La Iglesia es un Cuerpo, un Pueblo, una Comunión, en la que «la asamblea visible y la comunidad espiritual no deben ser consideradas como dos cosas distintas» (LG 8a). Por tanto, no se puede ser cristiano «por libre», sin vinculación habitual con los hermanos y con los pastores.

La existencia cristiana es una existencia eclesial. Para ser miembro de Cristo, miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia, no basta fe y bautismo, hace falta incorporarse de verdad a la sociedad de la Iglesia; y a ella «están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan la totalidad de su organización y todos los medios de salvación establecidos en ella, y en su cuerpo visible están unidos con Cristo, el cual la rige mediante el Sumo Pontífice y los Obispos, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno y de la comunión eclesiástica» (LG 14b).

Quiso Dios que en su Iglesia hubiera un ministerio de la representación de Cristo -id, evangelizad, haced esto en memoria mía, apacentad mis ovejas, perdonad los pecados-. En este sentido, el sacerdocio ministerial no es sino el signo visible del amor invisible y de la solicitud constante del Buen Pastor por los hombres.

Como afirmó el Sínodo de los Obispos de 1971, «el ministerio sacerdotal del Nuevo Testamento, que continúa el ministerio de Cristo mediador y es distinto del sacerdocio común de los fieles por su esencia y no sólo por grado (LG 10), es el que hace perenne la obra esencial de los Apóstoles; en efecto, proclamando eficazmente el Evangelio, reuniendo y guiando la comunidad, perdonando los pecados y sobre todo celebrando la Eucaristía, hace presente a Cristo, Cabeza de la comunidad, en el ejercicio de su obra de redención humana y de perfecta glorificación de Dios». Así pues, «el sacerdote hace sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos, y no sólo en su vida personal, sino también social» (1,4).

((El Sínodo de 1985, veinte años después del concilio Vaticano II, lamentaba que «después de una doctrina sobre la Iglesia, explicada [entonces] tan amplia y profundamente, aparezca con bastante frecuencia una desafección hacia la Iglesia» (I,3). Los bautizados no-practicantes, aquellos que están alejados habitualmente de la comunidad eclesial difícilmente pueden ser considerados cristianos. Quizá lo fueron, pero, habrá que insistir en ello, la vida cristiana es una vida eclesial, comunitaria. Por otra parte, el problema del alejamiento parece haberse dado en la Iglesia desde el principio, como se ve por ciertas exhortaciones: «Miremos los unos por los otros, no abandonando nuestra asamblea, como es costumbre de algunos» (Heb 10,24-25). «En tu enseñanza, invita y exhorta al pueblo a venir a la asamblea, a no abandonarla, sino a reunirse siempre en ella; abstenerse es disminuirla. Sois miembros de Cristo; no os disperséis, pues, lejos de la Iglesia, negándoos a reuniros; Cristo es vuestra cabeza, según su promesa, siempre presente, que os reune; no os descuidéis, ni hagáis al Salvador extraño a sus propios miembros, no dividáis su cuerpo, no lo disperséis» (Didascalia II,59,1-3, en el s.III).

La dimensión eclesial del ser cristiano está muy devaluada actualmente en algunos países de antigua tradición cristiana. Según, por ejemplo, una encuesta, casi todos los alemanes, incluyendo creyentes o ateos, «están de acuerdo en que "se puede ser cristiano sin pertenecer a la Iglesia"» («30 Días» 58/59, 1992, 25).))

La herejía y el cisma rompen la Comunión eclesial. «La herejía de suyo se opone a la fe, mientras que el cisma se opone a la unidad eclesial de la caridad» (STh II-II,39,1 ad 3m). La herejía suele conducir al cisma, y el cisma lleva a la herejía. Y es que la fe genuina ha de guardarse en el Templo de la caridad eclesial. Hay alejados por ignorancia o por pereza, pero el alejamiento consciente y voluntario se parece mucho a la actitud del cismático.

En éste, escribe J. Hamer, se da una «negativa a actuar como parte de la Iglesia, sean los que sean los motivos que conduzcan a tal negativa. Las razones pueden ser diversas, de orden afectivo o de orden intelectual. Son cismáticos todos los que se apartan del camino de la Iglesia, hasta el extremo de no querer comportarse como partes, y los que pretenden obrar como totalidades autónomas y separadas, para enseñar y para ser enseñados, para gobernar y obedecer, para santificar y ser santificados» (La Iglesia es una comunión 174).

La fe de los antiguos Padres, la fe de siempre, se expresa en estas palabras de Pablo VI: «Del Espíritu de Cristo vive el Cuerpo de Cristo. ¿Quieres tú también vivir del Espíritu de Cristo? Entra en el Cuerpo de Cristo. Nada tiene que temer tanto el cristiano como ser separado del Cuerpo de Cristo. Pues si es separado del Cuerpo de Cristo, ya no es miembro suyo; y si no es su miembro, no está alimentado por su Espíritu» (18-V-1966). La acción apostólica nace de esta fe en la Iglesia, y si decae la fe, cesa el apostolado. El apóstol evangeliza para asociar a otros hombres al gozo de la Comunión de los santos: «Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que sea completo vuestro gozo» (1 Jn 1,3-4).

En las Confesiones de San Agustín hallamos una anécdota que da mucha luz sobre la necesidad de la Iglesia para que pueda haber vida cristiana. Simpliciano, «para exhortarme a la humildad de Cristo, escondida a los sabios y revelada a los pequeños, me recordó el caso de Victorino, doctísimo anciano, maestro de muchos nobles senadores, que en premio de su preclaro magisterio había merecido y obtenido una estatua en el Foro romano, cosa que los ciudadanos de este mundo tienen por algo máximo; venerador hasta aquella edad de los ídolos y partícipe de los sagrados sacrilegios a los que se inclinaba entonces casi toda la hinchada nobleza romana».

Este notable personaje comenzó a sentirse atraído por el cristianismo. «Leía -al decir de Simpliciano- la Sagrada Escritura y estudiaba con sumo interés todos los escritos cristianos, y decía a Simpliciano, no en público, sino muy en secreto y familiarmente: "¿Sabes que ya soy cristiano?" A lo cual respondía él: "No lo creeré ni te contaré entre los cristianos mientras no te vea en la iglesia de Cristo". A lo que este replicaba burlándose: "Pues qué, ¿son acaso las paredes las que hacen a los cristianos?". Y esto de que "ya era cristiano" lo decía muchas veces, contestándole lo mismo otras tantas Simpliciano, oponiéndole siempre aquél "la burla de las paredes". Y era que temía ofender a sus amigos, soberbios adoradores de los demonios, juzgando que habían de caer sobre él sus terribles enemistades». Hasta que un día, avergonzado ante la verdad, se decidió a recibir «los sacramentos de humildad» del Verbo encarnado, y «de improviso le dijo a Simpliciano, según él mismo contaba: "Vamos a la iglesia; quiero hacerme cristiano". Éste, no cabiendo en sí de alegría, fuese con él» a inscribir su nombre para el bautismo. Llegó por fin el día y la hora en que había de «hacer la profesión de fe», en un lugar eminente del templo, y aunque le habían ofrecido «los sacerdotes a Victorino que la recitase en secreto, como solía concederse a los que juzgaban que habían de tropezar por la vergüenza, él prefirió confesar su salud en presencia del pueblo santo. Así que, tan pronto como subió para hacer la profesión, todos murmuraban su nombre con un murmullo de júbilo y un grito reprimido salió de la boca de todos los que con él se alegraban: "Victorino, Victorino"» (Confesiones VIII,2,3-5). Esa decisión final de Victorino ayudó a la conversión del prestigioso intelectual Agustín. El ser cristiano es un ser eclesial. Tenía razón Simpliciano.

La Iglesia de los sacramentos

Los creyentes bautizados «perseveraban en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). En el capítulo sobre la liturgia hemos de desarrollar más todo lo que se refiere a la dimensión eclesial y litúrgica de la espiritualidad cristiana. Aquí afirmaremos sólamente el principio fundamental: «La liturgia es la cumbre a la que tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» (SC 10a). «La liturgia es la fuente primaria y necesaria en la que han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano» (14b).

Todos los sacramentos proceden de la Eucaristía, que es la pasión y la resurrección de Cristo. Y la vida entera, personal y comunitaria, de los cristianos tiene en la Eucaristía su centro permanente. La Iglesia hace la eucaristía, y la eucaristía hace la Iglesia.

Hijos de la Iglesia

«Si no os hiciéreis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3). Actitud constitutiva de la espiritualidad cristiana es aceptar la mediación santificante de la Santa Madre Iglesia, dejándose configurar por ella en todos los aspectos. Para ser hermano de Cristo, para ser hijo de Dios, es preciso hacerse niño y recibir como madre a la Santa Iglesia, tomándose confiadamente de su fuerte y suave mano. No hay mayor bienaventuranza en este mundo.

((Algunos no se abren bastante al influjo santificante de la Iglesia. Ante el Magisterio apostólico, ellos piensan mas en discurrir por su cuenta o por cuenta de otros, que en configurarse intelectualmente según la enseñanza de la Iglesia. Ante la vida pastoral, ponen más confianza en los modos y métodos propios, que en las normas y orientaciones de la Iglesia, de las que no esperan sino fracasos. Ante los problemas políticos y sociales, no buscan luz en la doctrina de la Iglesia, sino en otras doctrinas diferentes, que ellos estiman más eficazmente liberadoras del hombre. Ante la vida litúrgica, piensan más en inventar signos y ritos nuevos a su gusto, que en estudiar, asimilar, explicar y aplicar con prudencia y creatividad las formas y textos que la Iglesia propone.

San Juan de la Cruz diría que son como chicos pequeños: «por el mismo caso que van por obediencia los tales ejercicios, se les quita la gana y devoción de hacerlos» (I Noche 6,2). Ellos quieren moverse por sí mismos, no moverse desde Cristo por la Iglesia. Todo esto frena gravemente la santificación personal. Como el adolescente que, cerrándose a los mayores, compromete su maduración personal, así el cristiano que mantiene ante la Iglesia una actitud de adulto. Y del mismo modo disminuye grandemente la fecundidad apostólica, por mucha que sea la actividad. ¿Por qué habría de dar fruto el trabajo apostólico de un ministro del Señor que en su vida personal, en la catequesis, en las celebraciones litúrgicas, en sus predicaciones, está actuando frecuentemente contra la doctrina y la disciplina de la Iglesia? Sin Cristo no se puede dar fruto (Jn 15,5). Y el que en su enseñanza y acción se distancia de la Iglesia, se aleja de Cristo, y queda necesariamente sin fruto.))

Todos los santos han tenido un amor profundo y apasionado hacia la Iglesia, siendo ellos, sin duda, los testigos más lúcidos de sus miserias y deficiencias. Ese amor intenso es el que los hijos deben tener por la Madre. San Bernardo contempla a la Iglesia como Esposa unida a Cristo Esposo: «La Iglesia, habiendo rasgado el velo de la letra, que mata, por la muerte del Verbo crucificado, guiada por el Espíritu de libertad que la ilumina, penetra audaz hasta sus entrañas, siéntese conocida, le agrada, queda hecha Esposa y goza de sus apretados abrazos. Y al calor del Espíritu, adherida a Cristo Señor, con el que se une, se ve inundada por él con el óleo de alegría deliciosa, más que todos sus copartícipes, y dice: "Ungüento derramado es tu nombre [Cristo]". ¿Y qué de extraño tiene si queda ungida la que abraza al Ungido?» (Cantar 14,4).

La Iglesia Esposa es más bella que todas las bellezas del mundo: «¿Cómo podría compararse la belleza de este cielo visible y material, aunque tan hermoso y adornado con tanta variedad de astros rutilantes, con ese conjunto de bellezas espirituales que resplandecen en el manto hermosísimo de santidad con que el Señor ha revestido a su Esposa?» (27,4). «Bien te irá ¡oh madre Iglesia!, bien te irá en el lugar de tu peregrinación; ni de parte del cielo ni de la tierra te faltarán jamás los auxilios necesarios. Los encargados de guardarte no duermen ni dormitan. Tus guardianes son los santos ángeles, y tus centinelas los espíritus bienaventurados y las almas de los justos» (77,4).

San Ignacio de Loyola, al final de sus Ejercicios espirituales, da unas preciosas normas para sentir en todo con la Iglesia, a la que él tanto amaba. En una de ellas dice: «Debemos siempre mantener para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina, creyendo que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras almas, porque por el mismo Espíritu y Señor nuestro, que dio los diez Mandamientos, es regida y gobernada nuestra santa madre Iglesia» (13ª regla).

Conocido es el amor apasionado de Santa Teresa de Jesús por la santa Iglesia: «Tengo por muy cierto que el demonio no engañará, ni lo permitirá Dios, a alma que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe, que entienda ella de sí que por un punto de ella morirá mil muertes. Y con este amor a la fe, que infunde Dios, que es una fe viva, fuerte, siempre procura ir conforme a lo que tiene la Iglesia, preguntando a unos y a otros, como quien tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, que no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar -aunque viese abiertos los cielos- un punto de lo que tiene la Iglesia» (Vida 25,12).

«En cosa de la fe contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese yo iba, por ella o por cualquier verdad de la Sagrada Escritura, me pondría yo a morir mil muertes» (33,5). Teresa la reformadora, la mujer impetuosa y fuerte, eficaz y creativa, descansaba totalmente en la Iglesia, y en ella hacía fuerza: «Considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia» (31,4).

 

6. La Virgen María

AA.VV., Fundamentos teológicos de la piedad mariana, «Estudios Marianos» 48, Salamanca 1983; AA.VV., María en los caminos de la Iglesia, Madrid, CETE 1982; J. A. Aldama, Espiritualidad mariana, Madrid, EDAPOR 1981; J. Domínguez Sanabria, Con María hacia la identificación con Cristo, Madrid, Rev. Editorial Agustiniana 1988; J. Esquerda Bifet, Espiritualidad mariana de la Iglesia. María en la vida espiritual cristiana, Madrid, Atenas 1994; R. Garrigou-Lagrange, La Madre del Salvador y nuestra vida interior, B.Aires, Desclée de Brouwer 1954; I. Larrañaga, El silencio de María, Madrid, Paulinas 1982,12 ed.; F. M. López Melús, María de Nazaret en el Evangelio, Madrid, PPC 1989; María de Nazaret, la verdadera discípula, ib. 1991; M. Llamera, La maternidad espiritual de María y la piedad mariana, «Estudios Marianos» 48 (1983) 85-127; B. Martelet, A l’école de la Vierge, París, Médiaspaul 1983; C. Pozo, María en la obra de la salvación, BAC 360 (1974).

Véanse también Documentos marianos (=DM), Doctrina Pontificia IV, BAC 128 (1954); Pablo VI, exh.ap. Marialis cultus, 2-II-1974; Juan Pablo II, enc. Redemptoris Mater 25-III-1987: DP 1987,48.

María, nuestra madre

Jesús en la cruz «dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre» (Jn 19,26-27). Dice el Señor significativamente «la Madre» y «el discípulo», con artículos determinados que expresan a María y a Juan como representantes de una realidad transcendente y misteriosa. Y sigue: «Desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa»; o como podría traducirse más literalmente: «el discípulo la acogió entre los bienes propios». Así pues, María, la Virgen Madre, pertenece a los bienes de gracia propios de todo discípulo de Jesucristo (+Juan Pablo II, Redemptoris Mater 23-24.44-45).

El concilio Vaticano II afirma que María «es nuestra madre en el orden de la gracia» (LG 61). Y precisa más: «Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada» (62). Esta ha sido siempre la doctrina de la Iglesia.

En la encarnación. Enseña San Pío X que «en el casto seno de la Virgen, donde tomó Jesús carne mortal, adquirió también un cuerpo espiritual, formado por todos aquellos que debían creer en él. Y se puede decir que, teniendo a Jesús en su seno, María llevaba en él también a todos aquellos para quienes la vida del Salvador encerraba la vida. Debemos, pues, decirnos originarios del seno de la Virgen, de donde salimos un día a semejanza de un cuerpo unido a su cabeza. Por esto somos llamados, en un sentido espiritual y místico, hijos de María, y ella, por su parte, nuestra Madre común. «Madre espiritual, sí, pero madre realmente de los miembros de Cristo, que somos nosotros» (San Agustín)» (enc. Ad diem illum 2-II-1904: DM 487).

En la cruz. La Virgen María, al pie de la cruz, nos dio a luz con dolores de parto. Pío XII dice que «ha sido voluntad de Dios que, en la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida con Jesucristo; tanto que nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesucristo y de sus padecimientos, a los cuales estaban íntimamente unidos el amor y los dolores de la Madre» (enc. Haurietis aquas 15-V-1956, n.36).

En pentecostés. Vino el Espíritu Santo cuando los apóstoles «perseveraban unanimes en la oración, con algunas mujeres, con María, la madre de Jesús, y con los hermanos de éste» (Hch 1,14).

En el cielo. Pablo VI, en ocasión muy solemne, enseña que María «continúa en el cielo ejercitando su oficio maternal con respecto a los miembros de Cristo, por el que contribuye a engendrar y aumentar la vida divina de cada una de las almas de los hombres redimidos» (Credo del Pueblo de Dios 30-VI-1968, 15).

Por todo ello, ya desde antiguo los Padres dieron a María el nombre de nueva Eva, pues ella, como la primera, y mucho mejor, es «la madre de todos los vivientes» (Gen 3,20). No es posible tener a Dios por Padre, sin tener a María por Madre. Al terminar la tercera etapa del concilio Vaticano II, el Pablo VI proclamó a María como «Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores» (21-XI-1964).

María, madre de la divina gracia

La maternidad espiritual de María implica que ella es la dispensadora de la gracia divina. Jesucristo, ciertamente, es el único mediador (LG 60), pero María, con todo fundamento, «es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora», pues «la mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación, participada de la única fuente. La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador» (62). También esta doctrina tiene, lo veremos ahora, una profunda tradición en la Iglesia.

Benedicto XIV dice que la Virgen «es como un río celestial por el que descienden las corrientes de todos los dones de las gracias a los corazones de los mortales» (bula Gloriosæ Dominæ 27-IX-1748: DM 217). Pío VII llama a María «dispensadora de todas las gracias» (breve Quod divino 24-I-1895: DM 235). León XIII enseña que «nada en absoluto de aquel inmenso tesoro de todas las gracias que consiguió el Señor, nada se nos da a nosotros sino por María, pues así lo quiso Dios» (ep. apost. Optimæ quidem spei 21-VII-1891: DM 376). San Pío X enseña que María, junto a la cruz, «mereció ser la dispensadora de todos los tesoros que Jesús nos conquistó con su muerte y con su sangre. La fuente, por tanto, es Jesucristo; pero María, como bien señala San Bernardo, es "el acueducto"» (enc. Ad diem illum 2-II-1904: DM 488-489). Pío XI afirma que la Virgen María ha sido constituida «admnistradora y medianera de la gracia» (enc. Miserentissimus Redemptor 8-V-1928: DM 608). Pío XII dice que el Señor hizo a María «medianera de sus gracias, dispensadora de sus tesoros», de modo que «tiene un poder casi inmenso en la distribución de las gracias que se derivan de la redención» (radiom. 13-V-1946: DM 734, 737). Pablo VI confiesa que el Señor hizo a María «administradora y dispensadora generosa de los tesoros de su misericordia» (enc. Mense maio 29-IV-1965).

Una enseñanza tan reiterada en la Iglesia ha de considerarse como una doctrina de fe: ciertamente María es para todos los hombres la dispensadora de todas las gracias. Juan Pablo II destaca «la solicitud de María por los hombres, el ir a su encuentro en toda la gama de sus necesidades», como en Caná de Galilea: «No tienen vino». «Se da una mediación: María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone "en medio", o sea, hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede -más bien "tiene derecho de"- hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación, por lo tanto, tiene un carácter de intercesión: María "intercede" por los hombres» (Redemptoris Mater 21). A esa maternal mediación de intercesión acuden siempre, llevadas por el Espíritu Santo, las generaciones cristianas, que dicen una y otra vez: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros».

La Virgen Madre, tipo de la Iglesia

«La Virgen Santísima está íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó San Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo» (LG 63). María es virgen y madre; y la Iglesia también lo es. María, «creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre» (ib.), y así es como la Iglesia engendra a Cristo en la humanidad. María concibió a Jesús aceptando en sí misma la Palabra que el Padre le ofreció; y la Iglesia «se hace también madre mediante la Palabra de Dios aceptada con fidelidad» (64).

La Iglesia Esposa es, como María, virgen fiel, «que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, y a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza firme y una caridad sincera» (ib.; +Redemptoris Mater 42-44).

María no sólo es tipo de la Iglesia, ella es prototipo de cada cristiano. En efecto, todos estamos llamados a «engendrar» a Jesús en nuestras vidas, todos hemos de ser «madres» de Cristo. Dice el Señor: «Quien hiciere la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3,35). Por tanto, madre de Jesús se hacen cuantos «oyen la palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 8,21).

En los autores espirituales este tema ha tenido una larga y bellísima tradición. Así Isaac de Stella: «Se considera con razón a cada alma fiel como esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda. Todo lo cual la misma sabiduría de Dios, que es el Verbo del Padre, lo dice universalmente de la Iglesia, especialmente de María y singularmente de cada alma fiel» (PL 194, 1862-1863. 1865).

La devoción a la Virgen

A la luz de las verdades recordadas, fácilmente se ve que la devoción mariana no es una dimensión optativa o accesoria de la espiritualidad cristiana, sino algo esencial.

La enseñanza de San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716), cada vez más vigente y recibida por la Iglesia, expresa esta devoción de modo muy perfecto, en obras como El secreto de María y el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen (BAC 451, 1984).

Veamos, pues, los aspectos principales de esta devoción cristiana a la Santa Madre de Dios.

El amor a la Virgen María es, evidentemente, el rasgo primero de tal devoción. ¿Cómo habremos de amar los cristianos a María? Algunos temen en este punto caer en ciertos excesos. Pues bien, en esto, como en todo, tomando como modelo a Jesucristo, hallaremos la norma exacta: tratemos de amar a María como Cristo la amó y la ama. Nosotros, los cristianos, estamos llamados a participar de todo lo que está en el Corazón de Cristo: hemos de tener «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5), hemos de hacer nuestro su amor al Padre, su obediencia, su amor a los hombres, su oración, su alegría, sus trabajos y su cruz, todo. Pues bien, igualmente hemos de hacer nuestro su amor a su Madre, María, que es nuestra Madre. ¡Ése es el límite de nuestro amor a la Virgen, que no debemos sobrepasar!... No hay, por tanto, peligro alguno de exceso en nuestro amor a la Virgen. Podría haberlo en sus manifestaciones devocionales externas; pero tal peligro viene a ser superado fácilmente por los cristianos cuando en la piedad mariana se atienen a la norma universal de la liturgia y a las devociones populares aconsejadas por la Iglesia.

Amar a María con el amor encendido de Cristo es amarla con el amor que le han tenido los santos. Algo de ese apasionado amor se expresa en esta oración de Santa Catalina de Siena:

«¡Oh María, María, templo de la Trinidad! ¡Oh María, portadora del Fuego! María, que ofreces misericordia, que germinas el fruto, que redimes el género humano, porque, sufriendo la carne tuya en el Verbo, fue nuevamente redimido el mundo.

«¡Oh María, tierra fértil! Eres la nueva planta de la que recibimos la fragante flor del Verbo, unigénito Hijo de Dios, pues en ti, tierra fértil, fue sembrado ese Verbo. Eres la tierra y eres la planta. ¡Oh María, carro de fuego! Tú llevaste el fuego escondido y velado bajo el polvo de tu humanidad.

«¡Oh María! vaso de humildad en el que está y arde la luz del verdadero conocimiento con que te elevaste sobre ti misma, y por eso agradaste al Padre eterno y te raptó y llevó a sí, amándote con singular amor.

«¡Oh María, dulcísimo amor mío! En ti está escrito el Verbo del que recibimos la doctrina de la vida... ¡Oh María! Bendita tú entre las mujeres por los siglos de los siglos» (Or. en la Anunciación extracto).

La devoción mariana implica también la admiración gozosa de la Virgen. «Llena-de-gracia», ése es su nombre propio (Lc 1,28). No hay en ella oscuridad alguna de pecado: toda ella es luminosa, Purísima, no-manchada, ella es la Inmaculada. En ella se nos revela el poder y la misericordia del Padre, la santidad redentora de Cristo, la fuerza deificante del Espíritu Santo. En ella conocemos la gratuidad de la gracia, pues, desde su misma Concepción sagrada, Dios santifica a la que va a ser su Madre, preservándola de toda complicidad con el pecado. En Jesús no vemos el fruto de la gracia, sino la raíz de toda gracia; pero en María contemplamos con admiración y gozo el fruto más perfecto de la gracia de Cristo.

Los santos se han admirado de la hermosura de María porque han mirado, han contemplado con amor su rostro. San Juan evangelista, que la recibió en su casa, es el primer admirador de su belleza celestial: «Apareció en el cielo una señal grandiosa, una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas» (Ap 12,1: esa mujer simboliza, sí, a la Iglesia, pero por eso mismo María se ve significada en ella). Uno de los santos más sensibles a la belleza de María es San Juan de Avila: «Viendo su hermosura, su donaire, su dorada cara, sus resplandecientes ojos y, sobre todo, la hermosura de su alma, dicen: "¿Quién es ésta que sale como graciosa mañana? ¿quién es ésta que no nace en noche de pecado ni fue concebida en él, sino que así resplandece como alba sin nubes y como sol de mediodía? ¿Quién es ésta, cuya vista alegra, cuyo mirar consuela y cuyo nombre es fuerza? ¿Quién es ésta, para nosotros tan alegre y benigna, y para otros, como son los demonios, tan terrible y espantosa?" ¡Gran cosa es, señores, esta Niña!» (Serm. 61, Nativ. de la Virgen).

El cristiano ha de tener hacia María una conciencia filial. Si ella es nuestra madre, y nosotros somos sus hijos, lo mejor será que nos demos cuenta de ello y que vivamos las consecuencias de esa feliz relación nuestra con ella. Las madres de la tierra ofrecen analogías, aunque pobres, para ayudar a conocer la maternidad espiritual de María. Una madre da la vida a su hijo de una vez, en el parto, y luego fomenta esa vida con sus cuidados durante unos años, hasta que el hijo se hace independiente de ella. Pero María nos está dando constantemente la vida divina, y su solicitud por nosotros, a medida que vamos creciendo en la vida de la gracia, es creciente: ella es para nosotros cada vez más madre, y nosotros somos cada vez más hijos suyos.

((Algunos eliminan prácticamente la maternidad espiritual de María, alegando que en el orden de la gracia les basta con Dios y con su enviado Jesucristo. Tal eliminación, aunque muchas veces inconsciente, es sumamente grave. Si un niño mirase a su madre como si ésta fuese la fuente primaria de la vida, haría de ella un ídolo y llegaría a ignorar a Dios. Pero si un niño, afirmando que la vida viene de Dios, prescindiera de su madre, con toda seguridad se moriría o al menos no se desarrollaría convenientemente. Pues bien, Dios ha querido que María fuera para nosotros la Madre de la divina gracia, y nosotros en esto -como en todo- debemos tomar las cosas como son, como Dios las ha querido y las ha hecho. Sin María no podemos crecer debidamente como hijos de Dios: la misma Virgen Madre que crió y educó a Jesús, debe criarnos y educarnos a nosotros. San Pío X decía: «Bien evidente es la prueba que nos proporcionan con su conducta aquellos hombres que, seducidos por los engaños del demonio o extraviados por falsas doctrinas, creen poder prescindir del auxilio de la Virgen. ¡Desgraciados los que abandonan a María bajo pretexto de rendir honor a Jesucristo» (enc. Ad diem illum: DM 489)).

Grande debe ser nuestro agradecimiento hacia María, distribuidora de todas las gracias. Nótese que en la Comunión de los santos hay sin duda muchas personas, y que en cada una de ellas hay hacia las otras un influjo de gracia mayor o menor. Este influjo benéfico nos viene con especial frecuencia e intensidad de los santos, «por cuya intercesión confiamos obtener siempre» la ayuda de Dios (Plegaria euc.III). Pues bien, en la Iglesia sólamente hay una persona humana, María, cuyo influjo de gracia es sobre los fieles continuo y universal: es decir, ella influye maternalmente en todas y cada una de las gracias que reciben todos y cada uno de los cristianos. Lo mismo que Jesucristo no hace nada sin la Iglesia (SC 7b), nada hace sin la bienaventurada Virgen María.

Por eso escribe San Juan de Avila: «Ésta es la ganancia de la Virgen: vernos aprovechados en el servicio de Dios por su intercesión. Si te viste en pecado y te ves fuera de él, por intercesión de la Virgen fue; si no caíste en pecado, por ruego suyo fue. Agradécelo, hombre, y dale gracias. Si tuvieres devoción para con ella, cuando vieses que se te acordaba de ella, habías de llorar por haberla enojado. Si en tu corazón tienes arraigado el amor suyo, es señal de predestinado. Este premio le dio nuestro Señor: que los que su Majestad tiene escogidos, tengan a su Madre gran devoción arraigada en sus corazones. Sírvele con buena vida: séle agradecido con buenas obras. ¿Pues tanto le debes? Ni lo conocemos enteramente ni lo podemos contar. Mediante ella, el pecador se levanta, el bueno no peca, y otros innumerables beneficios recibimos por medio suyo» (Serm. 72, en Asunción).

Se comprende que en los cristianos sin devoción a la Virgen María haya temores y ansiedades interminables, pues son como hijos que se sienten sin madre. Por el contrario, el que se hace como niño y se toma de su mano, vive siempre confiado en la solicitud maternal de la Virgen. La más antigua oración conocida a María expresa ya esa confianza filial ilimitada: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios».

La llamada oración de San Bernardo, inspirada en sus escritos, y que ha recibido formas distintas, viene a decir así: «Acuérdate, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno que haya acudido a tu protección, implorado tu auxilio o pedido tu socorro, haya sido abandonado de ti. Animado por esta confianza, a ti también acudo, yo pecador, que lloro delante de ti. No quieras, oh Madre del Verbo eterno, despreciar mis súplicas, antes bien escúchalas favorablemente, y haz lo que te suplico».

La confianza que los cristianos debemos tener en Santa María inspira muchas y preciosas leyendas medievales. Pero sobre este tema quizá una de las más bellas páginas la encontramos en los diálogos entre la Virgen de Guadalupe y el Beato Juan Diego. Concretamente, el 12 de diciembre de 1531, en la cuarta de las apariciones, Juan Diego, preocupado por la grave enfermedad de su tío, comienza diciéndole a la Virgen: «Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿estás bien de salud, Señora y Niña mía?»; y en seguida le cuenta su pena. «Después de oir la plática de Juan Diego, respondió la piadosisima Virgen: "Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿no estás bajo mi sombra? ¿no soy yo tu salud? ¿no estás por ventura en mi regazo? ¿qué más has menester? No te apene ni inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está seguro de que ya sanó". (Y entonces sanó su tío, según después se supo)».

Otro rasgo fundamental de la espiritualidad cristiana es la imitación de María. Ella es la plenitud del Evangelio. Ella es la Virgen Fiel, que oye la palabra de Dios y la cumple (Lc 11,28). Por eso con mucha más razón que San Pablo, María nos dice: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1). La Iglesia, «imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo» (LG 64), guarda y desarrolla todas las virtudes. En efecto, «mientras la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (Ef 5,27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos» (65).

Niños y ancianos, activos y contemplativos, laicos y sacerdotes, vírgenes y casados, todos hallan en María, Espejo de Justicia, el modelo perfecto del Evangelio, la matriz en la que se formó Jesús y en la que Jesús ha de formarse en nosotros. Es modelo de Esposa y de Madre. Pero también es modelo para sacerdotes, monjes y misioneros: «La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres» (LG 65).

Por otra parte, es claro que imitar a María es imitar a Jesús, pues lo único que ella nos dice es: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). En este sentido «la Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías» (Redemptoris Mater 21).

Adviértase también que la imitación de María y la de los santos no es de idéntica naturaleza. Para un cristiano la imitación de un santo viene a ser -valga la expresión- extrínseca: ve su buen ejemplo y, con la gracia de Dios, lo pone por obra. En cambio, la imitación de la Virgen María es siempre para un cristiano algo intrínseco, en el sentido de que esa vida de María que trata de imitar, ella misma, como madre de la divina gracia, se la comunica desde Dios.

La oración a María

Al paso de los siglos, los cristianos cumplimos la profecía que María hizo sobre sí misma: «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,48). Tanto en Oriente como en Occidente, los hijos de la Iglesia han crecido siempre en un ambiente de culto y devoción a la Gloriosa, la Inmaculada, la Reina y Señora nuestra, la Virgen María, la santa Madre de Dios. En la oración privada, en los rezos familiares, en los claustros monásticos, en las devociones populares y en el esplendor de la liturgia, se alza un clamor secular de alabanza y de súplica a la Madre de Jesús. Y esto tiene que ser cosa del Espíritu Santo, es decir, del Espíritu de Jesús, que en el corazón de los fieles, canta la dulzura bondadosa de la Virgen Madre.

La más antigua oración a la Virgen dice así: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita». Esta bellísima oración (Sub tuum præsidium, en la liturgia latina) procede de una antífona litúrgica griega no posterior al siglo III. En ella se invoca a María como «Madre de Dios», título reconocido como dogma bastante más tarde, en el concilio de Efeso (a.431). María aparece ahí, literalmente, como «la única limpia, la única bendita», y a su regazo maternal nos acogemos, rezando en plural, los fieles cristianos, que, en las angustias y peligros, confiamos en el gran poder de su intercesión ante el Señor. La consagración a María realizada por Juan Pablo II en Fátima (13-V-1982) estuvo inspirada precisamente en esta oración.

El Ave María, compuesta con las palabras del ángel Gabriel y de Isabel (Lc 1,28s.42), así como otras oraciones latinas hoy recogidas al final de las Completas, en la Liturgia de las Horas (Dios te salve, Reina y Madre; Madre del Redentor, virgen fecunda; Salve, Reina de los cielos; Reina del cielo, alégrate) son de origen medieval, lo mismo que el Rosario y el Angelus, esas oraciones que tanto arraigo han tenido y tienen en la piedad de los fieles, y que la Iglesia tantas veces ha recomendado (Marialis cultus 40-55).

El canto que Cristo, con su Cuerpo, a lo largo de los siglos, ha dedicado a la Virgen Madre, tiene siempre rasgos de una belleza muy singular... San Agustín (+430) la saluda: «Oh bienaventurada María, verdaderamente dignísima de toda alabanza, oh Virgen gloriosa, madre de Dios, oh Madre sublime, en cuyo vientre estuvo el Autor del cielo y de la tierra»... Y Sedulio, por los mismos años: «Salve, Madre santa, tú que has dado a luz al Rey que sostiene en su mano, a través de los siglos, el cielo y la tierra»... Y el gran San Cirilo de Alejandría, en ocasión solemnísima, cuando el concilio de Efeso confesó a María como Madre de Dios: «Te saludamos, oh María, Madre de Dios, verdadero tesoro de todo el universo, antorcha que jamás se puede extinguir, corona de las vírgenes, cetro de la fe ortodoxa, templo incorruptible, lugar del que no tiene lugar, por quien nos ha sido dado Aquel que es llamado bendito por excelencia»... Y el grandioso Himno Acatistos de la liturgia griega, quizá compuesto por San Germán, que fue patriarca de Constantinopla (del 715 al 729): «Oh Guía victoriosa, nosotros, tus servidores, liberados de nuestros enemigos, te cantamos nuestras acciones de gracias... Ave, Esposa inmaculada. Ave, resplandor de alegría. Ave, destructora de la maldición. Ave, cumbre inaccesible al pensamiento humano»...

Es el canto enamorado que el Cristo total ofrece a María, y que se prolonga en la Edad Media con nuevas melodías... En Canterbury, San Anselmo (+1109): «Santa y entre los santos de Dios especialmente santa María, madre de admirable virginidad, virgen de amable fecundidad, que engendraste al Hijo del Altísimo»... Y en la abadía de Steinfeld, cerca de Colonia, el premonstratense Herman (+1233): «Yo querría sentirte, hazme conocer tu presencia. Atiéndeme, dulce Reina del cielo, todo yo me ofrezco a ti. Alégrate tú, la misma belleza. Yo te digo: Rosa, rosa. Eres bella, eres totalmente bella, y amas más que nadie»... Y en el monasterio cisterciense de Helfta, Santa Gertrudis (+1301): «Salve, blanco lirio de la refulgente y siempre serena Trinidad, deslumbrante Rosa celestial»...

No se cansa la Iglesia de bendecir a la gloriosa siempre Virgen María. Sólo siente la pena de no poder hacerlo convenientemente, porque todas las alabanzas a la Gloriosa se quedan cortas. Y es que, como dice San Bernardo, de tal modo es excelsa su condición, que resulta «inefable; así como nadie la puede alcanzar, así tampoco nadie la puede explicar como se merece. ¿Qué lengua será capaz, aunque sea angélica, de ensalzar con dignas alabanzas a la Virgen Madre, y madre no de cualquiera, sino del mismo Dios?» (Serm. Asunción 4,5). Por eso nosotros, con el versículo final de la oración Ave Regina cælorum, le pedimos la gracia de saber alabarla, y que nos dé fuerza contra sus enemigos, que son los nuestros:

Dignare me laudare te Virgo sacrata.

Da mihi virtutem contra hostes tuos.

7. Lo sagrado

AA.VV., Le Sacré, París, Aubier ed. Montaigne 1974; J. P. Audet, Le sacré et le profane: leur situation en christianisme, «Nouv. Rev. Théologique» 79 (1957) 33-61; L. Bouyer, Le rite et l’homme, París, Cerf 1962; M. Elíade, Lo sagrado y lo profano, Madrid, Guadarrama 1967; J. M. Iraburu, Sacralidad y secularización, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 1996; R. Otto, Lo santo, Madrid, Alianza 1980.

Lo sagrado natural

La devoción a lo sagrado es una dimensión esencial de la espiritualidad cristiana. En las religiones naturales lo sagrado tiene una importancia fundamental; pero no sería posible hallar entre ellas un concepto unívoco. El sagrado-religioso, el sagrado-mágico o el sagrado-tabú presentan significaciones muy diversas, con sólo algún punto común de analogía. Sin embargo, podemos apreciar algunas constantes en las sacralidades paganas.

Las cosas sagradas son criaturas -piedra, monte, bosque, fuente- que, al menos en las altas religiones, ajenas a la idolatría, no se confunden con la Divinidad, sino que la manifiestan y aproximan. Y es Dios quien instituye lo sagrado, es él quien elige y consagra de alguna manera una criatura del mundo visible. Quizá en una hierofanía espectacular, o por una tradición oscura de misterios ascentrales, una cosa, un día, un lugar, una persona, queda asociada ciertamente por Dios a su poder sobrenatural. El hombre, pues, no causa o fabrica las sacralidades, sino que las descubre, las reconoce, las venera.

Hay sacralidades de contacto -una piedra que se besa, una persona que impone las manos, una fuente de la que se bebe-, y hay sacralidades de distancia, que no se deben mirar, no se pueden tocar, ni a veces se pueden pronunciar; o sólo unos pocos las pueden mirar, tocar, decir.

Ya se ve, pues, que lo sagrado no puede decirse unívocamente del paganismo, del judaísmo y del cristianismo; cosa que, por lo demás, sucede con casi todas las categorías religiosas -Dios, sacrificio, altar, sacerdote, oración, expiación, pureza-. Sin embargo, hay una continuidad entre lo sagrado-natural y lo sagrado-cristiano, que pasa por la transición de lo sagrado-judío, por supuesto. En efecto, la gracia viene a perfeccionar la naturaleza, a sanarla, purificarla y elevarla, no viene a destruirla con menosprecio. Por eso mismo el cristianismo viene a consumar las religiosidades naturales, no a negarlas con altiva dureza. Hay, pues, continuidad desde la más precaria hierofanía pagana hasta la suprema epifanía de Jesucristo, imagen perfecta de Dios; desde el más primitivo culto tribal hasta la adoración cristiana «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24).

Lo sagrado judío

La Biblia nos muestra cómo Yavé mismo constituye en Israel un orden de sacralidades completo, con fiestas, sacerdocio, lugares, sacrificios, Escrituras, templo. El mismo pueblo de Israel es ya un pueblo sagrado entre las naciones (Gén 12,3; Ex 19). Y en esta esfera sacral hay grados: por ejemplo, en el Templo -como en anillos concéntricos- tienen una sacralidad diversa el atrio de los gentiles, la zona de las mujeres, de los hombres, de los sacerdotes y, finalmente, el Santo y el Santísimo. De todos modos, en Israel lo sagrado es siempre una criatura especialmente vinculada al Santo, a Yavé. Nunca se confunde en el judaísmo el Santo, que es uno, con las múltiples sacralidades que le manifiestan y aproximan a su pueblo.

Hay, sin embargo, en el judaísmo ciertos rasgos sacrales propios de las religiones primitivas, como lo sacro-intocable: el Arca, por ejemplo, establecida en la Tienda, fuera del campamento, que nadie, sino los elegidos para ello, puede tocar sin morir (2 Sam 6,7; +Ex 19,12-13; 26,33; 33,18-23). En cambio, en Israel no hay espacio religioso ni para los ídolos, ni para la magia (Is 44). Sólo Yavé es el Santo, el Altísimo, cuya majestad transciende a toda criatura, y supera incluso toda sacralidad: su Gloria no cabe ni en el Templo de Sión (1 Re 8,10.27). Es preciso, pues, reconocer que, en comparación con las religiones extrabíblicas, la sacralidad judía es de una maravillosa pureza.

Lo sagrado cristiano

Ahora, en la Iglesia, la humanidad de Jesucristo es el sagrado absoluto. En él coinciden de forma única el Santo y lo sagrado: es Dios y es hombre, y como hombre es el Ungido, el Elegido de Dios (Lc 1,35;23,35). Todas las sacralidades judías, con ser tan venerables, están definitivamente superadas -es el tema de la carta a los Hebreos-. Cristo es ahora el Templo, la fuente de todo un orden nuevo de sacralidades: las nuevas Escrituras sagradas, el sagrado ministerio sacerdotal, la sagrada eucaristía, los sacramentos, los sagrados concilios y cánones disciplinares...

Y en medio del mundo, la Iglesia es sagrada, puesto que es «el sacramento admirable» (SC Sb), el «sacramento universal de salvación» (LG 48; GS 45; AG 1). Verdad es que Cristo derribó el muro que separaba paganos de judíos para hacer un Pueblo único (Ef 2,14 15); pero, aun después de Cristo, no puede establecerse una yunta desigual entre creyentes e infieles (2Cor 6,14 18). Para reunirlos, justamente, ha establecido Jesucristo «un ministerio sagrado en el Evangelio de Dios» (Rm 15,16). Esta es la misión en el mundo de la Iglesia-Sacramento.

Observemos también que en la Nueva Alianza lo sagrado cristiano ayuda a «adorar al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). Estas palabras de Jesús no pretenden, pues, despojar al culto cristiano de toda expresión sensible y ritual; más bien significan que el viejo culto ya no vale -ni en el monte Sión, ni en el Garizzim-; y que en adelante se ofrecerá al Padre por Cristo una liturgia nueva bajo la acción del Espíritu Santo.

Teología de lo sagrado

Partiendo de esas premisas brevemente consideradas, podemos intentar ya una definición teológica de lo sagrado cristiano.

Jesucristo es sagrado, y lo es por su humanidad. Sólo en él coinciden totalmente el Santo y lo sagrado. Y en Cristo, en su Cuerpo, que es la Iglesia, son sagradas aquellas criaturas -personas, cosas, lugares, tiempos- que, en modo manifiesto a los creyentes, han sido especialmente elegidas por el Santo para obrar la santificación.

Según esto, santo y sagrado son distintos. Un ministro sagrado, por ejemplo, si es pecador, no es santo, pero sigue siendo sagrado, y puede realizar con eficacia y validez ciertas funciones sagradas que le son propias. Tampoco se confunden profano y pecaminoso: las cosas son profanas, simplemente, en la medida en que no son sagradas. En fin, el cosmos no es sagrado para los cristianos, a no ser en un sentido sumamente amplio e impropio.

Avancemos otro paso. Lo sagrado cristiano surge por iniciativa divina, porque Dios quiere elegir unas criaturas para santificar por ellas a otras. El podría haber santificado a los hombres sin mediaciones creaturales, pero, sólo por bondad y por amor, quiso asociar de manera especial en la Iglesia a su causalidad santificadora a ciertas criaturas. En una decisión completamente libre, quiso el Señor elegir-llamar-consagrar-enviar a algunas criaturas (sacerdotes, agua, aceite, pan, vino, libros, ritos, lugares, días y tiempos), comunicándoles una objetiva virtualidad santificante, y haciendo de ellas lugares de gracia, espacios y momentos privilegiados para el encuentro con Él.

Por otra parte, surge lo sagrado de que quiso Dios comunicarse de modo manifiesto y sensible -patente, se entiende, para los creyentes-. Así Dios se acomoda al hombre. En este sentido, el fundamento de lo sagrado está en el carácter mediato de nuestra experiencia de Dios. Como bien señala Audet (37), lugares, ritos, templos, «todo esto no existiría si, en lugar de una experiencia mediata de lo divino, pudiéramos tener desde ahora una experiencia inmediata». Por eso sabemos que toda estructura sacral se desvanece en el cielo, cuando «Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28; +Ap 21-22). Es ahora, en el tiempo, cuando Dios concede al hombre la ayuda de lo sagrado.

De dos maneras se comunica Dios a los hombres, esto es, los santifica. En la primera, Dios santifica al hombre que apenas le conoce de modo no manifiesto y sensible. En la segunda, Dios santifica a los creyentes de modo manifiesto y sensible: en efecto, la acción invisible del Espíritu se hace visible en la Iglesia de muchas maneras, concretamente en los sacramentos; lo que hace que la Iglesia sea al mismo tiempo «asamblea visible y comunidad espiritual» (LG 8a).

Ahora bien, aunque todo el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, es sagrado, se distinguen grados diversos de sacralidad, según la mayor o menor potenciación hecha por Dios en las criaturas para santificar; es decir, en función de un orden objetivo de gracia. Y en esos grados se basa el lenguaje cristiano de lo sagrado, que reserva habitualmente esa calificación para las criaturas más intensamente sagradas.

Podría hablarse, sin duda, de los «sagrados laicos» o de la «sagrada medicina»: son personas y trabajos ungidos por el Espíritu. Pero la tradición del lenguaje cristiano, y concretamente el concilio Vaticano II, suele hablar de «pastores sagrados», de «ministerio sagrado», de religiosos de «vida consagrada», porque sobre la consagración de la unción bautismal, estos cristianos han sido «novo modo consecrati» (PO 12a), se han dedicado a Cristo y a su Cuerpo con una «peculiar consagración» (LG 44a; PC lc; 5a). Y así también, de modo semejante, la Iglesia reserva la calificación de sagrado a la Escritura, la predicación, el concilio, el templo, las Congregaciones romanas, la liturgia, etc.

Nótese, por otra parte, que la sacralidad cristiana no sustrae la criatura de su finalidad natural, sino que la eleva a un orden nuevo en el ser y el obrar. La sagrada Humanidad de Cristo no se sustrajo al fin natural del hombre. Es verdad que no se casó o no actuó en política, pero es necesario a todo hombre dedicarse a unas cosas, renunciado a ejercitarse en otras. Dedicarse a hablar de Dios y a salvar a los hombres es una finalidad perfectamente humana. De modo semejante, el agua bautismal lava, sigue lavando, pero además purifica del pecado y confiere la filiación divina: su fin y su eficacia en el orden natural siguen vigentes, pero son transcendidos por el Espíritu. Así sucede con toda sacralidad cristiana.

Hay una excepción: la transubstanciación eucarística sustrae el pan de su ser y eficacia naturales. Por otra parte -pero ya pasamos a otro plano-, cuando una persona o cosa (por ejemplo, sacerdote o cáliz) ha sido especialmente consagrada, suele convenir que de hecho sea dedicada (en el sentido de reservada) al servicio de su fin sobrenatural propio, de tal modo que sea por eso socialmente sustraída de otros usos. Pero esto es así sólamente, primero, por la limitación inherente a las posibilidades funcionales de toda criatura, y, segundo, por la lógica voluntad eclesial de significar así más viva y eficazmente la causalidad sagrada de esa criatura.

Observemos también que lo sagrado eleva las criaturas a una nueva dignidad, sobre la que ya tenían por su misma naturaleza, mientras que, por el contrario, la desacralización las rebaja en un movimiento descendente. Si la eucaristía, por ejemplo, se celebra en hermosas formas sagradas, la comida familiar es elevada por la oración de acción de gracias (ascenso). Por el contrario, si la eucaristía se celebra como una comida ordinaria, los laicos comen en sus casas como si fueran paganos, sin acción de gracias (descenso). La dignidad del hombre y de la naturaleza se ve conservada y elevada por lo sagrado, mientras que la desacralización rebaja y degrada el mismo orden natural. Esto es de experiencia universal, no sólo en el mundo cristiano.

Por último, señalemos que la sacralidad cristiana es de unión, no es tabú, no es de separación. El pan eucarístico, por supuesto, no lo toca cualquiera, pero está hecho precisamente para que lo coman los cristianos. El templo es sagrado, pero justamente por eso está abierto a todos, a diferencia de las casas privadas. Un sacerdote, por ser ministro sagrado, puede ser abordado por cualquiera, mientras que un laico no tiene por qué ser tan asequible a todos. Por eso la distinción de las personas y cosas sagradas mediante ciertos signos sensibles, lejos de estar destinada a causar separación, es para una mayor unión (+Código Canónico cc.284 y 669).

La disciplina eclesial de lo sagrado

La Iglesia tiene el derecho y el deber de configurar lo sagrado, estableciendo unos usos o aprobando costumbres, pues tiene autoridad para cuidar la manifestación visible del Invisible. Las formas concretas de lo sagrado son signos que expresan el misterio de la fe. Por eso la Iglesia, que custodia la fe y la transmite, ha de velar con autoridad apostólica por la configuración concreta de lo sagrado -imágenes, templos, cantos, ritos (SC 22)-. Y hay en los fieles una obligación correspondiente de obedecer las normas litúrgicas, de las que volveremos a tratar en el capítulo sobre la liturgia.

Ahora, desde la fenomenología religiosa de lo sagrado, señalemos los fundamentos principales de las leyes litúrgicas:

1.-Lo sagrado es un lenguaje, verbal o no verbal. Pero el lenguaje es vínculo de comunicación inteligible siempre que se respeten las reglas sociales de su estructura. Si es un lenguaje arbitrario, no establece comunicación, como no sea entre un grupo de iniciados.

2.-Por otra parte, el rito litúrgico implica en sí mismo repetición tradicional, serenamente previsible. Así es como el rito sagrado se hace cauce por donde discurre de modo suave y unánime el espíritu de cuantos en él participan. Así se favorece en el corazón de los fieles la concentración y la elevación, sin las distracciones ocasionadas por la atención a lo no acostumbrado. Así se celebra comunitariamente el memorial cíclico de los grandes sucesos salvíficos, que de este modo se hacen siempre actuales.

3.-El servicio sagrado pone a la criatura en la sublime función de manifestar al Santo. Cuando la criatura asume las normas sagradas, se oculta humildemente en su ministerio, desaparece, y realiza fielmente su misión santificadora. Pero si no se atiene a las normas, si cae en la expresión arbitraria, subjetiva, aritual, no transparenta al Santo, sino que atrae sobre sí misma la atención de los hombres, lo cual lesiona gravemente la estructura misma del rito sagrado.

Secularización y desacralización

Secularización, desacralización, secularismo, son fenómenos bastante complejos, en los que se integran elementos de muy diverso valor, y cuyo análisis debe hacerse por separado.

-1º elemento. La secularización, como una desacralización de lo indebidamente sacralizado, es una tendencia que purifica lo sagrado de excrecencias y errores, y afirma la justa autonomía de las realidades temporales, según la enseñanza del concilio Vaticano II (GS 36).

-2º elemento. El rechazo de ciertas formas históricas concretas de lo sagrado, y la promoción de otras formas nuevas que se consideran más adecuadas, puede ser igualmente una tendencia legítima e incluso necesaria. Como la anterior, afecta a cuestiones prudenciales, no doctrinales.

-3º elemento. Una cierta ocultación de los signos sagrados es considerada por algunos hoy como conveniente en ambientes modernos secularizados. También ésta es cuestión prudencial. La sensibilidad de los pueblos, las circunstancias políticas o culturales, pueden aconsejar considerables atenuaciones de lo sagrado. De hecho, cuando la Iglesia en los primeros siglos estaba proscrita, la expresión visible de lo sagrado era muy leve.

-4º elemento. Se produce hoy en los países ricos de Occidente una pérdida o debilitación de la sensibilidad para lo sagrado. Es un fenómeno ya muy estudiado y conocido, que afecta mucho menos o nada a los paises más pobres y de formas tradicionales. Hoy es posible ver, incluso en buenos cristianos, actitudes que en otro tiempo sólo con intención sacrílega podrían ser tenidas: Durante un concierto en la iglesia, sentarse sobre el altar; con ocasión de un retiro, dejar en el suelo el cáliz, mientras se pone la credencia que lo sostenía como mesa para el predicador; utilizar una Biblia grande, del siglo pasado, para elevar el asiento de una silla... Éstas y otras formas de insensibilidad ante los objetos, personas, lugares o gestos sagrados difícilmente puede recibir una evaluación positiva. Son un empobrecimiento.

«La pérdida o atenuación del sentido de lo sagrado» a que aludía Pablo VI (enc. Sacerdotalis coelibatus 24-VI-1967, 49) ¿de dónde procede, qué significa, qué importancia tiene? Puede ser falta de fe: A quien nada le dice Dios, nada le dicen los signos sagrados. Pero también puede ser simplemente un analfabetismo del lenguaje simbólico. En Occidente hoy se tiende a disociar espíritu y cuerpo, palabra y gesto, condición personal y modos de vestir, en suma, interior y exterior. Sobrevalorando la individualidad en su expresión subjetiva y espontánea, se van rompiendo las «formas» comunitarias objetivas, elaboradas en una tradición social de siglos, y en las que reside precisamente la expresión simbólica. Ya se comprende que los que son analfabetos para todo lenguaje simbólico adolecen también de analfabetismo ante el lenguaje de lo sagrado.

((Pues bien, no parece que la sistemática supresión o atenuación extrema de los signos sagrados sea la mejor manera de reeducar una sensibilidad simbólica atrofiada. Por el contrario, la pedagogía pastoral debe optar más bien, como dispuso el concilio Vaticano II, por la catequesis litúrgica, por la alfabetización conveniente que enseñe a leer los signos sagrados (SC 14-20, 35).

Tampoco parecen ir muy acertados los que confían mucho en el cambio de los signos concretos. Aparte de que esto trae consigo una variabilidad que afecta mucho y mal la naturaleza ritual de lo sagrado, tal confianza se diría algo ingenua: Para el analfabeto resultan igualmente ilegibles todos los estilos de escritura; simplemente, no sabe leer. Habría que enseñarle. Lo malo es que, en ocasiones, la sensibilidad para lo sagrado está más viva en el cristiano ignorante que en aquél, más cultivado, que tendría que instruirle con una buena catequesis litúrgica.))

La pérdida o atenuación del sentido de lo sagrado es, sin duda, una enfermedad que tiene importantes consecuencias en la vida espiritual cristiana. Su gravedad no debe ser exagerada; pero tampoco conviene ignorarla o aceptarla pasivamente, como si fuera irremediable -una presunta «exigencia» de nuestro tiempo-. El sentido de lo sagrado -y en general, la sensibilidad simbólica- es un valor propio de la naturaleza humana. Por eso sólo puede experimentar disminuciones temporales, para resurgir después, quizá con más fuerza y purificado de connotaciones inconvenientes. Ahora bien, la gracia debe proteger todos los valores de la naturaleza, especialmente aquellos que están decaídos y aquellos que tienen una relación más íntima con lo religioso, como es el caso de lo sagrado.

-5º elemento. Algunos consideran que, a diferencia de las sacralidades paganas o judías, la sacralidad cristiana es puramente interior. Pues bien, si el anterior elemento 4º era una deficiencia cultural, histórica, práctica, este 5º elemento es ya un error doctrinal. Implica un mal entendimiento de la verdadera naturaleza teológica de lo sagrado cristiano.

((En la práctica, de ese error se siguen dos actitudes falsas, una más moderada, otra más radical:

1ª.-Se piensa que la apariencia sensible de lo sagrado debe asemejarse lo más posible a lo profano, y esto lo mismo en personas, lugares, celebraciones o cosas. La distinción sería motivo de separación. A mayor semejanza en las formas exteriores, mayor unión, mayor facilidad de acceso a los hombres.

2ª.-Se estima que se debe quitar de lo sagrado cristiano toda significación sensible peculiar. No un cáliz, sino un vaso. No un templo, sino una sala de reunión. Nada de fiestas peculiarmente religiosas, ni de vestimentas litúrgicas, ni de hábitos religiosos. Todo lo sagrado-sensible sería una paganización o judaización del Evangelio genuino.))

-6º elemento. Algunos, llevando secularización y desacralización más allá de su extremo, llegan al secularismo, que niega la misma existencia de lo sagrado cristiano. Estos ya no pretenden una ocultación prudente de lo sagrado, una atenuación o eliminación de sus significaciones sensibles, una renovación oportuna de sus formas históricas concretas, no. Éstos simplemente niegan la existencia misma de lo sagrado cristiano, y procuran suprimirlo en cuanto tal.

((La Conferencia Episcopal Alemana denunciaba hace unos años esta posición teológica y pastoral: «Dicen que el mundo entero está ya santificado de alguna manera y puesto al servicio de Dios, y que no necesita de un ámbito especialmente santificado y consagrado a Dios» (El ministerio sacerdotal, Salamanca, Sígueme 1971, 90). La misma Iglesia, entendida como «sacramento universal de salvación», distinta del mundo, sal y luz de la humanidad, sería una concepción triunfalista, falsa, inadmisible. No hay distinción entre Iglesia y mundo, entre sagrado y profano, entre pagano y cristiano, y menos aún entre sacerdote y laico.

Se ha señalado últimamente una posible conexión entre el antiguo protestantismo radical y el secularismo moderno. Uno y otro consideran que la fe sólo podrá ser pura fe en la medida en que el mundo permanezca sólo mundo. Ciertos autores protestantes modernos han afirmado estas tesis en clave mental renovada. La fe se contamina inevitablemente cuando por las formas sagradas sensibles es sumergida en la profanidad del mundo. Esta desviación de la pureza espiritual del Evangelio vendría plasmada en la Iglesia Católica, la cual no se daría cuenta de que un deber fundamental del cristianismo es mantener al mundo en su verdadera y exclusiva secularidad)).

En fin, frente a todo esto, ya conocemos cuál es la doctrina y la práctica secular de la Iglesia en lo referente a lo sagrado. La Iglesia antigua tuvo que pronunciarse ante el fenómeno iconoclasta, hostil a toda representación visible del invisible mundo de la gracia (Niceno II, 787; Trento 1563; Prof. fidei 1743: Dz 600, 1823, 2532). La Iglesia actual se ha pronunciado ya en muchas ocasiones sobre el tema, principalmente en el concilio Vaticano II (SC). El Papa Pablo VI señaló en varias ocasiones el error de quienes pretenden, «contra la tradición bimilenaria de la Iglesia, la desaparición del carácter sagrado de lugares, tiempos y personas» (15-X-1967).

El denunció, concretamente, con energía a los que quieren «desacralizar la liturgia y, con ella, como consecuencia necesaria, la misma religión cristiana» (19-IV-1967). Juan Pablo II, en su carta Dominicæ Cenæ, afirma especialmente la forma sagrada de la eucaristía: «El sacrum de la Misa no es una sacralización, es decir, una añadidura del hombre a la acción de Cristo en el cenáculo, ya que la Cena del Jueves Santo fue un rito sagrado, liturgia primaria y constitutiva, con la que Cristo, comprometiéndose a dar la vida por nosotros, celebró sacramentalmente, él mismo, el misterio de su Pasión y Resurrección, corazón de toda Misa» (24-II-1980, 8).

Veinte años después del Concilio, el Sínodo Episcopal de 1985 apreciaba que, «no obstante el secularismo, existen signos de una vuelta a lo sagrado». No podría ser de otro modo, perteneciendo lo sagrado en modo tan profundo y universal a la naturaleza humana y a la economía eclesial de la gracia. Y observaba también el Sínodo que «precisamente la liturgia debe fomentar el sentido de lo sagrado y hacerlo resplandecer» (II,A,1; II,B,b,1).

Es indudable que, frente a otras confesiones cristianas, la Iglesia Católica es la que más forma visible, social, sagrada, da al mundo invisible de la gracia de Cristo. Ella es también la que más asume de las formas religiosas naturales, la que más seriamente vive la ley fundamental de la encarnación. Y lo hace con toda conciencia, para que «conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible» (Pref.I Navidad). En este sentido, es la Iglesia Católica la más eficazmente misionera, la que más acoge el sentido sagrado de las religiosidades naturales, purificando y elevando ese sentido en el Espíritu Santo.

Espiritualidad cristiana de lo sagrado

El amor a lo sagrado en la Iglesia pertenece a la esencia de la espiritualidad católica. El cristiano no ignora ni menosprecia el orden sacral dispuesto por el Señor con tanto amor, sino que se adentra en él gozosamente, sin confundir nunca lo sagrado y el Santo, sin temor a falsas ilusiones, pues la Iglesia ya se cuida bien de que las sacralidades cristianas no caigan en idolatría, superstición, tabú o magia. El cristiano genuino es practicante, por supuesto: busca asiduamente al Santo en las cosas sagradas de la Iglesia: en la Escritura, en el templo, en los ministros sagrados, en los sacramentos, en la asamblea de los fieles, en el Magisterio, en el domingo y el Año litúrgico, y también en los sacramentales (SC 7, 47-48, 59-60, etc.). El cristiano, en fin, busca al Santo -no exclusivamente, pero sí principalmente- en lo sagrado, allí donde él ha querido manifestarse y comunicarse con especial intensidad, certeza y significación sensible. Éste es un rasgo constitutivo de la espiritualidad católica.

((El que es pelagiano, o al menos voluntarista, no aprecia debidamente lo sagrado. Y es que no busca su santificación en la gracia de Dios, sino más bien en su propio esfuerzo personal. No busca tanto ser santificado por Cristo, como santificarse él mismo según sus fuerzas, sus modos y maneras. No entiende la gratuidad de lo sagrado. No comprende que la santificación es ante todo don de Dios, que él confiere a los creyentes sobre todo a través de los signos sagrados que él mismo ha establecido. No cree en la especial virtualidad santificante de lo sagrado: «¿Por qué rezar la Liturgia de las Horas, y no una oración más de mi gusto? ¿Qué más da ir a misa el domingo o un día de labor? ¿Qué interés hay en tratar con los sacerdotes? ¿Qué tiene el templo que no tenga otro lugar cualquiera?»... El sólo confía en su propia mente y voluntad para santificarse: para él sólo cuenta lo que le da más devoción a su sensibilidad, lo que su mente capta mejor, lo que más se acomoda a su modo de ser, y a veces identifica aquello que más esfuerzo cuesta con aquello que es más santificante. Por tanto, el orden de sacralidades dispuesto por Dios es para él insignificante. Por eso se aleja de lo sagrado o si se acerca a ello, lo usa arbitrariamente, cuando coincide con sus gustos, o en la medida en que pueda adaptarlo a sus gustos y criterios.))

Por el contrario, los santos han mostrado siempre un amor humilde y conmovedor a lo sagrado. Recordemos, por ejemplo, el amor de San Francisco de Asís por las iglesias, las campanas, los objetos de culto, los sacerdotes, todo lo relacionado con la sagrada eucaristía o con la Escritura (Ctas. a toda la Orden; Iª a los custodios). Él, que reparó varios templos, confiesa en su Testamento: «El Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decía así sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y en todas las iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo».

Y si alguno sospecha que un amor tan tierno a los lugares sagrados sea sólo ingenuidad medieval del Poverello, pasemos a San Juan de la Cruz, el más despojado e intelectual de los espirituales. Y hallamos en él la misma devoción, la misma fe, el mismo amor: «La causa por que Dios escoge estos lugares más que otros para ser alabado, él se la sabe. Lo que a nosotros nos conviene saber es que todo es para nuestro provecho y para oir nuestras oraciones en ellos y donde quiera que con entera fe le rogáremos; aunque en los que están dedicados a su servicio hay mucha más ocasión de ser oídos en ellos, por tenerlos la Iglesia señalados y dedicados para esto» (3 Subida 42,6).

El cristiano católico busca, procura, construye, conserva, defiende, todas las sacralidades cristianas, personas, templos, sacramentos, fiestas religiosas. Quien conoce y ama lo sagrado, lo procura: repara, por ejemplo, o construye un templo. Más aún, quien conoce y ama lo sagrado está bien dispuesto para seguir la «vocación sagrada» si Dios le llama así. Con mucha razón teológica dice Pablo VI que «la causa de la disminución de las vocaciones sacerdotales hay que buscarla en otra parte [no en el celibato eclesiástico], principalmente, por ejemplo, en la pérdida o en la atenuación del sentido de Dios y de lo sagrado» (enc. Sacerdotalis coelibatus 24-VI-1967, 49).

Y puesto que pertenece a la naturaleza de lo sagrado hacer visible la gracia invisible, el creyente procura que lo sagrado se vea, se oiga, se distinga, y sea un signo claro, bello, provocador, atrayente, expresivo. No pretende en principio ocultar lo sagrado, o atenuar lo más posible su significación sensible. Por el contrario, en principio trata de que sea manifiesto y bien visible.

Otras cosa distinta es que en determinadas circunstancias puede ser prudente la atenuación o la ocultación de lo sagrado. Y esto no sólamente en guerras o persecuciones, sino en ciertas situaciones sociales o culturales. Sin embargo, el velamiento de lo sagrado puede tener consecuencias tan importantes -favorables o desventajosas- para la evangelización del mundo y para la vida espiritual de los cristianos, que habrá que decidirlo con sumo cuidado:

-La autorización de la Jerarquía apostólica, en ciertos casos requerida por la ley, vendrá aconsejada por la prudencia cuando se trate de ocultar durablemente signos sagrados importantes.

-La ocultación de lo sagrado puede ser conveniente si hay peligro para las cosas o las personas: «No deis lo sagrado a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen, y además se vuelvan y os destrocen» (Mt 7,6).

-La caridad pastoral puede llevar a la atenuación de ciertas formas sagradas, como cuando un sacerdote confiesa a un alejado paseando por una plaza; o incluso puede conducir a suprimirlas: por ejemplo, en un barrio anticristiano se suspende una procesión acostumbrada porque iba siendo recibida como una provocación y un desafío.

-La obediencia a las normas de la Iglesia sobre lo sagrado no sería perfecta sin la virtud de la epiqueya, que nos inclina en ocasiones a apartarnos prudentemente de la letra de la ley, para mejor cumplir su espíritu (STh II-II,120). Los cristianos respetamos las normas eclesiales, pero no somos siervos, somos hijos, y sabemos que «el sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27).

((Es preciso reconocer, sin embargo, que a veces la disminución o supresión de los signos sagrados es inconveniente y arbitraria, y procede de premisas falsas.

Algunos parten de que el hombre moderno no tiene capacidad para lo sagrado. Pero tal capacidad existe, aunque en muchos casos esté atrofiada, y lo que necesita es suscitación y desarrollo.

Algunos alegan obrar así «siguiendo al concilio Vaticano II». Pero quizá ningún concilio ha tenido una doctrina sobre lo sagrado tan amplia y valiosa como la que se da en el Vaticano II: por ejemplo, la terminología de lo sagrado -sacer, sacrare, consecratio, etc.- se emplea en la constitución Lumen gentium 57 veces, y en los demás documentos es también muy frecuente.

Algunos olvidan que ciertas leyes de la Iglesia relativas a lo sagrado exigen gravemente la obediencia, y que ciertas disminuciones o supresiones de lo sagrado no quedan bajo el arbitrio prudencial privado.

Algunos parecen ignorar que en ciertas materias -por ejemplo, los signos de veneración ante la eucaristía- no-significar la fe en la forma mandada o acostumbrada puede equivaler a significar-que-no hay fe en tal misterio -y esto aunque tal contrasignificación sea ajena a su personal intención-.

Algunos, en fin, suprimen ciertos signos sagrados por cobardía, por temor a persecuciones que no se deberían evitar, por miedo a confesar abiertamente a Cristo ante los hombres (Mt 10,33).))

El Santo se inclina y nos muestra su rostro en lo sagrado. El Invisible se hace así visible. El Altísimo se hace accesible en la sagrada Humanidad de Cristo, y en las múltiples sacralidades de su Cuerpo eclesial. Cuidemos bien los caminos sagrados por los que el Espíritu viene, se nos manifiesta y comunica, y por los que nosotros salimos a su encuentro. Que no se obstruyan esos caminos, que no desaparezcan, que no se apodere de ellos la maleza. La religiosidad popular de los pequeños sería con ello la más afectada. Tenía, pues, razón el cardenal Daniélou al decir que «una cierta resacralización es indispensable para que haya un cristianismo popular» (¿Desacralización o evangelización?, Bilbao, Mensajero 1969,70).

8. La liturgia

J. A. Abad Ibáñez - M. Garrido Bonaño OSB, Iniciación a la liturgia de la Iglesia, Madrid, Palabra 1988; Aquilino de Pedro, Misterio y fiesta. Introducción general a la liturgia, Valencia, EDICEP 1975; Nicolás Cabasilas, La vida en Cristo, Madrid, Rialp 1951; P. Fernández, Teología de la oración litúrgica, «Ciencia Tomista» 107 (1980) 355-402; J. López Martín, En el Espíritu y la verdad. Introducción a la liturgia, Salamanca, Secretariado Trinitario 1987; La oración de las horas, ib. 1984; El Año litúrgico, BAC popular 62 (1984); El domingo, fiesta de los cristianos, BAC popular 98 (1992); A. G. Martimort, La Iglesia en oración, Barcelona, Herder 1987 (ed. actualizada); A. Nocent, El Año litúrgico; celebrar a Jesucristo, I-VII, Santander, Sal Terræ 1979s; J. Ordóñez, Teología y espiritualidad del Año litúrgico, BAC 402 (1979); J. Rivera, La Eucaristía, Apt. 307, Toledo 1997; Adviento-Navidad, ib.; La Cuaresma, ib.; Semana Santa, ib.; C. Vagaggini, El sentido teológico de la liturgia, BAC 181 (1965,2a ed.); B.Velado, Vivamos la santa misa, BAC popular 75 (1986).

Véase también para los documentos de la Iglesia sobre liturgia, Documenta Pontificia ad instaurationem liturgicam spectantia, Roma 1953 y 1959 (desde San Pío X al concilio Vaticano II); Enchiridion Documentorum instaurationis liturgicæ (=EL), I (1963-1973), Marietti 1976; II (1973-1983), C.L.V. Edizioni Liturgiche, Roma 1988.

Jesucristo, sacerdote eterno

Ya en el Antiguo Testamento se había iniciado la esperanza de un Mesías sacerdotal (Gén 14,18; Is 52-53; 66,20-21; Ez 44-47; Zac 3; 6,12-13; 13,1s; Mal 1,6-11; 3,1s). En el Nuevo Testamento, el sacrificio de Cristo sacerdote realiza en forma suprema la glorificación de Dios y la santificación de los hombres. Si la Alianza Antigua fue sellada en la sangre de animales sacrificados cultualmente (Ex 24,8), la Nueva vendrá garantizada por la sangre de Jesús, el Siervo de Yavé: «Esta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que se derrama por todos para la remisión de los pecados» (Mt 26,28; +8,17).

San Pedro contempla en Jesús al Siervo sufriente que muere por los pecadores (1Pe 2,22-25;3,18). San Pablo ve en clave sacerdotal la obra de Cristo, que «se entregó por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de agradable perfume» (Ef 5,2; 11Cor 5,7; 1 Tim 2,5-6; Tit 2,13-14). Ahora, a la derecha de Dios, intercede siempre por nosotros (Rm 8,34). San Juan nos muestra a Jesucristo como el verdadero Cordero pascual que quita el pecado del mundo (Jn 1,29.36), como pastor que da su vida por las ovejas (10), como purificador del viejo Templo (2,13-21), como nuevo Templo de Dios (2,21), que santifica a cuantos entran en él (17,17s): «Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, el Justo. El es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (1 Jn 2,1-2).

La carta a los Hebreos, que es el primer tratado de cristología, contempla ante todo a Jesucristo como Sacerdote santo, eterno, único (2,17; 3,1; 4,14-5,5). «El es el Mediador de una Alianza Nueva, a fin de que por su muerte, para redención de las transgresiones cometidas bajo la primera Alianza, reciban los que han sido llamados las promesas de la herencia eterna» (9,15). Cristo es el Mediador perfecto, porque es plenamente divino (1,1-12; 3,6; 5,5.8; 6,6; 7,3.28; 10,29), y al mismo tiempo es perfectamente humano, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (2,11-17; 4,15; 5,8). El es el Templo verdadero, celestial, definitivo, construído por el mismo Dios, no por mano de hombre (8,2.5; 9,1.11.24). Podemos, pues, «entrar confiadamente en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del Velo, es decir, de su propia carne» (10,19-20; +Mt 27,51).

Mientras que los antiguos sacrificios «nunca podían quitar los pecados» (Heb 10,11), nosotros somos ahora santificados por la grandiosa eficacia del sacerdocio de Jesucristo (7,16-24; 9; 10,118). El antiguo sacerdocio queda superado «a causa de su ineficacia e inutilidad» (7,18), y ya todo el poder santificador está en Jesucristo, sacerdote santo, inocente, inmaculado (7,26-28). Como dice San Pablo, «por éste se os anuncia la remisión de los pecados y de todo cuanto por la Ley de Moisés no podíais ser justificados» (Hch 13,38).

La víctima sacrificial no son animales, sino que «nosotros somos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo» (Heb 10,10). No somos redimidos con oro o plata, sino «con la sangre preciosa de Cristo, Cordero sin defecto ni mancha» (1Pe 1,18-19; +1Cor 6,20; 7,23).

Así, es, pues, el sagrado sacerdocio de Jesucristo: elegido por el mismo Dios (5,4-6; 7,16-17); único, sea porque su sacrificio fue hecho de una vez para siempre (9,26-28; 10,10), sea porque «en ningún otro hay salvación» (Hch 4,12); perfecto en todos los sentidos (Heb 5,9; 10,14); y, por último -adviértase bien esto-, es celestial: «El punto principal de todo lo dicho es que tenemos un Sumo Sacerdote que está sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (8,1).

La presencia de Cristo en la liturgia

Cristo Salvador, una vez cumplida su obra, ascendió a los cielos: salió del Padre y vino al mundo, y finalmente dejó el mundo para volver al Padre (Jn 16,28). Los discípulos «vieron» como Jesús se iba del mundo (Hch 1,9), y ascendía al cielo. Desde allí ha de venir, al final de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos (Mt 25,31-33). Pero hasta que se produzca esta gloriosa parusía, una cierta nostalgia de la presencia visible de Jesús forma parte de la espiritualidad cristiana: «Deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23). «Mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del Señor, porque caminamos en fe y no en visión; pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y estar presentes al Señor» (2Cor 5,6-8). Mientras tanto, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», debemos «buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1). Desde esta presencia primaria de Jesús en los cielos habrá que explicar todos los otros modos suyos de hacerse realmente presente entre nosotros.

Pero no olvidemos que, antes de su ascensión, Cristo nos prometió su presencia espiritual hasta el fin de los siglos (Mt 28,20). No nos ha dejado huérfanos, pues está en nosotros y actúa en nosotros por su Espíritu (Jn 14,15-19; 16,5-15). Jesucristo tiene un sacerdocio celestial, que está ejercitándose siempre en favor de nosotros (Heb 6,20;7,3-25). Varios textos del concilio Vaticano II acabarán de mostrarnos la verdadera naturaleza de la liturgia cristiana:

-La liturgia es el «ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno de ellos a su manera, realizan la santificación del hombre [soteriología], y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro [doxología]» (SC 7c).

En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero (+Ap 21,2; Col 3,1; Heb 8,2)» (5C 8).

Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Esta presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: «Donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20)» (5C 7a).

La liturgia, obra de Cristo y de la Iglesia

Todo el pueblo cristiano es sacerdotal, la comunidad reunida en torno a Cristo forma un sacerdocio santo, un linaje escogido, un sacerdocio real, un pueblo destinado a proclamar entre los hombres la gloria de Dios (1Pe 2,5-9; +Ex 19,6). En el Apocalipsis, los cristianos que peregrinan hacia la Jerusalén celeste, especialmente los mártires, son llamados sacerdotes de Dios (1,6; 5,10; 20,6). Y esta inmensa dignidad les viene de su unión sacramental a Cristo sacerdote. Así Santo Tomás de Aquino: «Todo el culto cristiano deriva del sacerdocio de Cristo. Y por eso es evidente que el carácter sacramental es específicamente carácter de Cristo, a cuyo sacerdocio son configurados los fieles según los caracteres sacramentales [bautismo, confirmación, orden], que no son otra cosa sino ciertas participaciones del sacerdocio de Cristo, del mismo Cristo derivadas» (STh III,63,3).

Pues bien, en la liturgia Jesucristo ejercita su sacerdocio unido a su pueblo sacerdotal, que es la Iglesia. Y «realmente en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b). Cualquier acción litúrgica, concretamente, como enseña Pablo VI, «cualquier misa, aunque celebrada privadamente por el sacerdote, sin embargo no es privada, sino que es acto de Cristo y de la Iglesia» (enc. Mysterium fidei 3-IX-1965: EL 432; +LG 26a).

La misma vida cristiana ha de ser una liturgia permanente. Si hemos de «dar en todo gracias a Dios» (2Tes 5,18), eso es precisamente la eucaristía: acción de gracias. Si le pedimos a Dios que «nos transforme en ofrenda permanente» (Anáf. III), es porque sabemos que toda nuestra vida tiene que ser un culto incesante. Así lo entendió la Iglesia desde su inicio:

La limosna es una «liturgia» (2Cor 9,12; +Rm 15,27; Sant 1,27). Comer, beber, cualquier cosa, todo ha de hacerse para gloria de Dios, en acción de gracias (1Cor 10,31). La entrega misionera del Apóstol es liturgia y sacrificio (Flp 2,17). En la evangelización se oficia un ministerio sagrado (Rm 15,16). La oración de los fieles es un sacrificio de alabanza (Heb 13,15). En fin, los cristianos debemos entregar día a día nuestra vida al Señor como «perfume de suavidad, sacrificio acepto, agradable a Dios» (Flp 4,18), «como hostia viva, santa, grata a Dios; éste ha de ser vuestro culto espiritual» (Rm 12,1).

Por otra parte, todos los cristianos han de ejercitar con Cristo su sacerdocio en el culto litúrgico, aunque no todos participen del sacerdocio de Jesucristo del mismo modo. En efecto, «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente, y no sólo en grado, se ordenan sin embargo el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige al pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo, y lo ofrece en nombre de todo el pueblo de Dios. Los fieles en cambio, en virtud de su sacerdocio real, concurren a la ofrenda de la eucaristía, y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante» (LG 10b).

Consideremos, pues, ahora los modos diversos como Jesucristo, sacerdote celestial, ejercita con la Iglesia su sacerdocio en la liturgia de la palabra, de la oración, de los sacramentos y de la eucaristía.

Cristo en la palabra

Verdaderamente Cristo celestial «está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura; es él quien nos habla» (SC 7a). «En la liturgia Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando el evangelio» (33a). En las celebraciones litúrgicas la Iglesia esposa escucha no sólamente lo que Cristo esposo le habló hace veinte siglos y fue consignado por los evangelistas, sino que ella escucha lo que el Esposo le habla hoy al corazón: es él mismo quien «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25).

El Señor nos habla porque nos ama, y hablándonos nos comunica su Espíritu. Nosotros, los hombres, no hablamos a cualquiera, al menos de temas altos o asuntos íntimos nuestros: hablamos a quien más amamos. Y la palabra humana es el medio más apropiado que tenemos para comunicar a quien queremos nuestro espíritu, nuestros espíritu humano, por supuesto. Pues bien, el Padre, entregándonos al Hijo, su palabra plena, nos habla porque nos ama (Heb 1,1-2; Jn 3,16); y, como dice San Juan de la Cruz, «en darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya -que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar» (2 Subida 22,3). Y el Padre celestial, dándonos enteramente en la encarnación su Palabra, nos comunicó así plenamente su Espíritu Santo.

Recordemos que hemos sido engrendrados «por la palabra de la verdad» (Sant 1,18), «por el Evangelio» apostólico (1Cor 4,15; +1Pe 1,23). La Palabra que así nos ha vivificado, comunicándonos Espíritu divino, es palabra viva y eficaz (Heb 4,12), purificadora (Ef 5,26), acrecentadora (Hch 6,7; 12,24; 19,20), salvífica y segura (13,26; 2 Tim 2,11; Tit 3,8), que ningún poder humano puede encadenar (2 Tim 2,9).

La Palabra divina brilla en la liturgia de la Iglesia con su mayor potencia y claridad, y actúa en los fieles con sacramental eficacia de gracia. Dice el Vaticano II: «En los Libros sagrados, el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y hay tal fuerza y eficacia en la palabra de Dios, que constituye el sustento y vigor de la Iglesia, la firmeza de fe para sus hijos, el alimento del alma, la fuente pura y perenne de la vida espiritual» (DV 21). No sólo de pan de trigo, ni siquiera de pan eucarístico, vive el hombre, sino que «vive de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3; Mt 4,4).

Hemos de acoger la Palabra litúrgica con la misma devoción con que recibimos los sacramentos. Hemos de comulgar a Cristo-palabra, como comulgamos a Cristo-pan: él, de los dos modos se nos entrega, nos alimenta, se hace presente en nosotros, nos vivifica, nos comunica el Espíritu Santo. San Agustín decía: «Toda la solicitud que observamos cuando nos administran el cuerpo de Cristo, para que ninguna partícula caiga en tierra de nuestras manos, ese mismo cuidado debemos poner para que la palabra de Dios que nos predican, hablando o pensando en nuestras cosas, no se desvanezca de nuestro corazón. No tendrá menor pecado el que oye negligentemente la palabra de Dios, que aquel que por negligencia deja caer en tierra el cuerpo de Cristo» (ML 39, 2319).

Un gran valor de la espiritualidad cristiana está en saber escuchar la Palabra divina con un corazón atento y abierto, y no sólo las lecturas bíblicas, en ese misterioso hoy de la liturgia («hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir», Lc 4,21), sino también la predicación («el que os oye, me oye», Lc 10,16). Escuchar a Jesús como María de Betania

 

 

 

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