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JOSE RIVERA-JOSE MARIA IRABURU

Síntesis de espiritualidad católica

2ª PARTE

La santidad

 

1. Gracia, virtudes y dones

2. La santidad

3. La perfección cristiana

4. La vocación

5. Fidelidad a la vocación

6. Gracia y libertad

 

 

1. Gracia, virtudes y dones

C. Baumgartner, La gracia de Cristo, Barcelona, Herder 1968; M. Flick - Z. Alszeghy, El evangelio de la gracia, Salamanca, Sígueme 1967; Antropología teológica, ib.1970; F. La-cueva, Doctrinas de la gracia, Tarrasa, Clie 1980, 2ª ed.; M. M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Madrid, Palabra 1985; S. Ramírez, Los dones del Espíritu Santo, Madrid 1978, Biblioteca de teólogos españoles 30; M. Sánchez Sorondo, La gracia como participación de la naturaleza divina, Salamanca, Universitas Ed. 1980.

El Catecismo fundamenta la antropología cristiana en la gracia (1987-2029) y en las virtudes y dones (1803-1831).

La gracia en la Biblia

La sagrada Escritura es la revelación del amor de Dios a los hombres, amor que se expresa en términos de fidelidad, misericordia, promesa generosa (Sal 76,9-10; Is 49,14-16). La palabra griega jaris, traducida al latín por gratia, es la que en el Nuevo Testamento significa con más frecuencia ese favor divino, esa benevolencia gratuita y misericordiosa de Dios hacia los hombres, que se nos ha manifestado y comunicado en Jesucristo.

La gracia es un estado de vida, de vida nueva y sobrenatural, recibida de Dios como don: el Padre nos ha hecho «gratos en su Amado» (Ef 1,6; +2 Cor 8,9). Ella nos libra del pecado y nos da la filiación divina (Rm 4,16; 5,1-2. 15-21; Gál 2,20-21; 2 Tim 1,9-10). Pero es también una energía divina que ilumina y mueve poderosamente al hombre. Por ella podemos negar el pecado del mundo y vivir santamente (Tit 2,11-13). Por ella Cristo nos asiste, comunicándonos sobreabundantemente su Espíritu (Jn 10,10; 15,5; 20,22; Rm 5,20; Ef 1,8; Flp 4,19). En la gracia, nuestra debilidad se hace fuerza (2 Cor 12,9-10; Flp 4,13). Ella es también una energía estable que potencia para ciertas misiones y ministerios (Rm 1,5; 1 Cor 12,1-11; Ef 4,7-12).

La gracia santificante

La gracia es una cualidad sobrenatural inherente a nuestra alma que, en Cristo y por la comunicación del Espíritu Santo, nos da una participación física y formal, aunque análoga y accidental, de la misma naturaleza de Dios. Consideremos separadamente algunos aspectos de este gran misterio.

La gracia increada es Dios mismo en cuanto que se nos autocomunica por amor, y habita en nosotros como en un templo. La gracia creada, en cambio, es un don creado, físico, permanente, que Dios nos concede, y que sobrenaturaliza nuestra naturaleza humana. La gracia increada, Dios en nosotros, es siempre la fuente única de la gracia creada; y sin ésta, la inhabitación es imposible. Por eso son inseparables, como se expresa en la liturgia: «Señor, tú que te complaces en habitar en los limpios y sinceros de corazón, concédenos vivir de tal modo la vida de la gracia que merezcamos tenerte siempre con nosotros» (Or. dom.IV t. ordinario).

La gracia es vida en Cristo. Tenemos acceso a la vida de la gracia si nos unimos a Cristo y permanecemos en él (Jn 15,1-8; 1 Cor 12,12s; Trento 1547: Dz 1524). Cristo, en cuanto hombre, está «lleno de gracia y de verdad; y de su plenitud recibimos todos» (Jn 1,14.16). Santo Tomás enseña que «el alma de Cristo poseyó la gracia en toda su plenitud. Esta eminencia de su gracia es la que le capacita para comunicar su gracia a los demás; en ello consiste precisamente la gracia capital. Por tanto, es esencialmente la misma la gracia personal que justifica el alma de Cristo y la gracia que le pertenece como cabeza de la Iglesia y principio justificador de los demás» (STh III,8,5). Esta es, pues, la grandeza infinita de la sagrada humanidad de Jesucristo: «Toda la humanidad de Cristo, tanto su alma como su cuerpo, influye en los hombres, en sus almas y en sus cuerpos: principalmente en sus almas y secundariamente en sus cuerpos» (8,2).

La gracia es un don creado, por el que Dios sana y eleva al hombre a un vida sobrenatural. Es don creado, sobrenaturalmente producido por Dios, distinto de las Personas divinas que habitan en el justo. Es gracia sanante, que cura al hombre del pecado, y elevante, que implica un cambio cualitativo y ascendente, un paso de la vida meramente natural a la sobrenatural. Implica, pues, un cambio no sólo en el obrar, sino antes y también en el ser. Cedamos de nuevo la palabra a Santo Tomás:

«La voluntad humana se mueve por el bien que preexiste en las cosas [y así las ama en la medida en que aprecia en ellas el bien]; de ahí que el amor del hombre no produce totalmente la bondad de la cosa, sino que la presupone en parte o en todo». En cambio el amor de Dios produce todo el bien que hay en la criatura. Ahora bien, en Dios «hay un amor común [el de la creación], por el que "ama todo lo que existe" (Sab 11,25), y en razón de ese amor da Dios el ser natural a las cosas creadas. Y hay también en él otro amor especial [el de la gracia] por el que levanta la criatura racional por encima de su naturaleza, para que participe en el bien divino. Cuando se dice simplemente que Dios ama a alguien, nos referimos a esta clase de amor, pues en él Dios puramente quiere para la criatura el Bien eterno, que es él mismo. Así pues, al decir que el hombre posee la gracia de Dios, decimos que hay en el hombre algo sobrenatural procedente de Dios» (STh I-II,110,1).

La gracia santificante es inherente al alma, y de verdad renueva interiormente al hombre, destruyendo en él realmente el mal del pecado. Lutero enseñaba que el hombre pecador al recibir la gracia, recibía una justificación externa, meramente declarativa; como si el hombre, continuando pecador, fuera cubierto por el manto de la misericordia de Cristo, y fuese así declarado justo ante Dios («homo simul peccator et iustus»). Pero no es ésta la fe de la Iglesia. Dios no declara a nadie justo sin hacerlo justo al mismo tiempo, pues su Palabra, Jesucristo, es verdadera, y eficaz para santificar (Trento: Dz 1561).

Un hombre, amaestrando a su perro, puede enseñarle a realizar algunas acciones semejantes a los actos humanos, pero en realidad no serán sino movimientos animales. Para que el perro pudiera realizar actos humanos tendría que recibir una participación en el espíritu del hombre. Y entonces sí, con esa elevación ontológica podría alcanzar una verdadera amistad con su dueño. Pues bien, Dios no se ha limitado en Cristo a dar al hombre una capacidad de realizar actos semejantes a los propios de la vida divina, sino que le ha comunicado su mismo Espíritu, le ha dado vida divina, capacidad real de actos sobrenaturales, para introducirle realmente en su amistad.

Nótese que si la gracia de Cristo no diera tanto al hombre, entonces los actos del cristiano: o serían naturales, y no tendrían proporción al fin sobrenatural del hombre, o serían sobrenaturales, pero en forma totalmente pasiva, sin ser realmente actos humanos, pues no procederían de un hábito operativo inherente al hombre. Hay que creer, por tanto, de verdad que Dios por la gracia de Cristo ha hecho una «criatura nueva» (2 Cor 5,17; Gál 6,15), ha recreado «hombres nuevos» (Col 3,10; Ef 2,15), «celestiales» (1 Cor 15,47), que son los cristianos.

La gracia nos hace hijos de Dios. «Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y lo seamos» (1 Jn 3,1). El Padre, por Cristo, nos comunica el Espíritu Santo, que nos hace hijos en el Hijo (Rm 8,14-17). De este modo nos es dado realmente volver a nacer (Jn 3,3-6), nacer de Dios (1,12), participar de la naturaleza divina (2 Pe 1,4).

La gracia nos hace capaces de mérito. Actos meritorios, saludables o salvíficos, son aquellos que el hombre realiza bajo el influjo de la gracia de Dios, y que por eso mismo son gratos a Dios. Los actos buenos del pecador son imperfectamente salvíficos, y le disponen a recibir la gracia santificante. Pero los actos hechos por el hombre que está en gracia de Dios, merecen premio de vida eterna. Y es que «se considera el precio de sus obras según la dignidad de la gracia, por la cual el hombre, hecho consorte de la naturaleza divina, es adoptado como hijo de Dios, al cual se debe la herencia por el mismo derecho nacido de la adopción, según aquello de «si somos hijos, también herederos» (Rm 8,17)» (STh I-II,114,3).

Gracia, virtudes y dones

La fe de la Iglesia nos enseña que la persona humana resulta de la unión sustancial de alma y cuerpo (Vien. 1312, Lat.V 1513: Dz 902, 1440; GS 14a). El alma no es inmediatamente operativa; para obrar necesita las potencias -razón y voluntad-, que en la concepción tomista se diferencian realmente del alma y entre sí (STh I,77,1-6). Es interesante ver cómo Santa Teresa, mujer «sin letras», ajena a estos temas discutidos en teologia, confirma la doctrina tomista: «Me parece que el alma es diferente cosa de las potencias, y que no es todo una cosa; hay tantas y tan delicadas en lo interior, que sería atrevimiento ponerme yo a declararlas» (7 Moradas 1,12).

Pues bien, como enseña Santo Tomás, «la gracia, en sí considerada, perfecciona la esencia del alma, participándole cierta semejanza con el ser de Dios. Y así como de la esencia del alma fluyen sus potencias, así de la gracia fluyen a las potencias del alma ciertas perfecciones que llamamos virtudes y dones, y así las potencias se perfeccionan en orden a sus actos» sobrenaturales (STh III,62,2).

He aquí la explicación teológica: «No es conveniente que Dios provea en menor grado a los que ama para comunicarles el bien sobrenatural, que a las criaturas a las que sólo comunica el bien natural. Ahora bien, a las criaturas naturales las provee de tal manera que no se limita a moverlas a los actos naturales, sino que también les facilita ciertas formas y virtudes, que son principios de actos, para que por ellas se inclinen a aquel movimiento; y de esta forma, los actos a que son movidas por Dios se hacen connaturales y fáciles a esas criaturas. Con mucha mayor razón, pues, infunde a aquellos que mueve a conseguir el bien sobrenatural y eterno ciertas formas o cualidades sobrenaturales [virtudes y dones] para que, según ellas, sean movidos por él suave y prontamente a la consecución de ese bien eterno» (STh I-II,110,2).

Virtudes

Las virtudes sobrenaturales son hábitos operativos infundidos por la gracia de Dios en las potencias del alma, y que las dispone a obrar según la razón iluminada por la fe y según la voluntad fortalecida por la caridad. Son como músculos espirituales, que Dios pone en el hombre, para que éste pueda realizar los actos propios de la vida sobrenatural al «modo humano» -con la ayuda de la gracia, claro está-. Unas de estas virtudes son teologales -fe, esperanza y caridad-, otras son virtudes morales.

Las virtudes sobrenaturales, infusas, se distinguen por su esencia de las virtudes naturales. 1.-Éstas pueden ser adquiridas por ejercicios meramente naturales, mientras que las sobrenaturales han de ser infundidas por Dios. 2.-La regla de las virtudes naturales es la razón natural, la conformidad con el fin natural, mientras que las virtudes sobrenaturales se rigen por la fe, y su norma es la conformidad con el fin sobrenatural. 3.-Las virtudes naturales no dan la potencia para obrar -que ya la facultad la posee por sí misma-, sino la facilidad; en tanto que las virtudes sobrenaturales dan la potencia para obrar, y normalmente la facilidad, aunque, como veremos después, no siempre. La virtud natural, por ejemplo, de la castidad difiere en su misma esencia de la correspondiente virtud sobrenatural: sus motivaciones, sus medios de conservación y desarrollo, su finalidad, son bien distintos a los propios de la virtud sobrenatural de la castidad. O como se diría en lenguaje teológico, difieren una de otra en su causa eficiente, por su objeto formal, así como en su causa final.

Virtudes teologales

Las virtudes teologales -fe, esperanza y caridad- son potencias operativas por las que el hombre se ordena inmediatamente a Dios, como a su fin último sobrenatural. Dios es en ellas objeto, causa, motivo, fin. La fe radica en el entendimiento, la esperanza y la caridad tienen su base natural en la voluntad (STh II-II,4,2; 18,1; 24,1). Ellas son el fundamento constante y el vigor de la vida cristiana sobrenatural.

-La fe cree, y creer es «acto del entendimiento, que asiente a las verdades divinas bajo el impulso de la voluntad, movida por la gracia de Dios» (STh II-II,2,9; +Vat.I 1870: Dz 3008). El acto de la fe no es posible sin la gracia, y sin que la voluntad impere sobre el entendimiento para que crea. «Con el corazón se cree para la justicia» (Rm 10,10).

El cristiano es ante todo un creyente: «El justo vive de la fe» (Gál 3,11; Heb 10,38). Toda la vida cristiana tiene su principio en la fe (Trento 1547: Dz 1532). «Sin fe es imposible agradar a Dios» (Heb 11,5-6; +Mc 16,16; Jn 3,18). La vida eterna está en conocer a Dios y a Jesucristo (17,3)

«La fe es por la predicación» de la Iglesia (Rm 10,17): ésta es, en efecto, «columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3,15). La fe es una obediencia intelectual prestada a los apóstoles enviados por Cristo (Lc 10,16; Rm 1,5). La fe da fuerza para vencer al mundo (1 Jn 5,4). Ella es roca firmísima sobre la que el hombre ha de edificar su casa (Mt 7,24-27), y no tiembla con ninguna duda, pues se apoya en la veracidad de Dios y de su Enviado: «Los que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa para cambiar o poner en duda esa misma fe» (Vat.I 1870: Dz 3014).

-La esperanza es una virtud teologal, infundida por Dios en la voluntad, por la que confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para llegar a ella, apoyados en el auxilio omnipotente de Dios. La esperanza nace de la fe; por eso sin fe no puede haber esperanza.

La virtud de la esperanza pone, pues, en el hombre un deseo confiado: un deseo incesante, ardoroso, estimulado por la misma caridad; pero no un deseo amargo, temeroso, desesperado, sino confiado en las promesas de Cristo, en el amor misericordioso del Padre, en la omnipotencia benéfica del Espíritu Santo.

La esperanza cristiana es sobrenatural por su objeto -Dios, la bienaventuranza, la santidad-, por sus motivos -Cristo, sus promesas-, por sus medios de perseverancia y crecimiento -la gracia, la oración-. No puede confundirse, pues, con una optimista esperanza natural, por firme que ésta sea. La esperanza nos libra de la fascinación de las criaturas visibles, y nos levanta el corazón a los bienes invisibles, que no son transitorios, sino eternos (2 Cor 4,17; Flp 3,7-11; Col 3,1-4. 24; 2 Tim 4,8). Los cristianos también amamos y procuramos las criaturas, pero éstas quedan siempre relativizadas por la esperanza transcendente («si Dios quiere», «si está de Dios», «no se haga mi voluntad sino la tuya»). Sin la esperanza la vida cristiana pierde todo vigor, más aún, se hace absurda. Un vida cristiana comprensible a los ojos de la naturaleza es sospechosa, es falsa, traiciona la esperanza teologal. Los cristianos estamos en este mundo como «forasteros y peregrinos» (1 Pe 2,11): nuestra vida no puede, no debe tener explicación meramente natural. Ya decía San Pablo: «Si sólo mirando a esta vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres» (1 Cor 15,19). Nuestra vida debe ser tal que sólo halle explicación en la esperanza de la vida eterna.

La esperanza cristiana es audaz, se atreve a todo (Mt 19,26), transciende ampliamente los bienes de este mundo y se lanza hacia el otro (Rm 8,19-25; 1 Cor 15,19-20); es cierta, inalterable, sabe «esperar contra toda esperanza» (Rm 4,18; +5,5; Ef 1,13-14; 2 Tim 1,12); es paciente, y todo lo supera (Sant 5,7s; 1 Pe 1,3-9); es gozosa, alegra la vida (Rm 8,18; 2 Cor 4, 16-18).

Hay en el mundo hombres que «carecen de esperanza» (1 Tes 4,13), que están «desconectados de Cristo, ajenos a la sociedad de Israel, extraños a la alianza de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). En medio de ellos, los cristianos somos los hombres de la esperanza: hemos sido convocados a «una sola esperanza» (Ef 4,4; +1,18), y vivimos «aguardando la bienaventurada esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo» (Tit 2,13). Nuestra esperanza es Jesús. Vivimos en «Cristo Jesús, nuestra esperanza» (1 Tim 1,1).

-La caridad es una virtud teologal infundida por Dios en la voluntad, por la cual amamos a Dios con todo el corazón y al prójimo como a nosotros mismos (Mt 22,37-39). Así como por la fe participamos de la sabiduría divina, por la caridad participamos de la fuerza y calidad del mismo amor de Dios. En efecto, «la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). De ella trataremos en un capítulo propio. Entre las virtudes teologales «ella es la más excelente» (1 Cor 13,13).

Virtudes morales

Las virtudes morales sobrenaturales son hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del hombre, para que todos los actos cuyo objeto no es Dios mismo, se vean iluminados por la fe y movidos por la caridad, de modo que se ordenen siempre a Dios. Estas virtudes morales, por tanto, no tienen por objeto inmediato al mismo Dios (fin), sino al bien honesto (medio), que conduce a Dios y de él procede, pero que es distinto de Dios.

Hay muchas virtudes morales, pero tanto la tradición judía y cristiana, como la filosofía natural de ciertos autores paganos, ha señalado como principales cuatro virtudes cardinales (de cardonis, gozne de la puerta). En efecto, «la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza, son las virtudes más provechas para los hombres en la vida» (Sab 8,7; +STh II-II,47-170). Estas cuatro virtudes regulan el ejercicio de todas las demás virtudes.

Cuatro potencias hay en el hombre, que al revestirse del hábito bueno de estas cuatro virtudes, quedan libres de las cuatro enfermedades que a causa del pecado sufren:

-la prudencia rige la actividad de la razón, asegurándola en la verdad y librándola del error y de la ignorancia culpable;

-la justicia fortalece la voluntad en el bien, venciendo así toda malicia;

-la fortaleza asiste a la sensualidad irascible (así se llama en lenguaje especializado al apetito que pretende valientemente el bien sensible arduo y difícil, STh I,81,1-2), protegiéndola de la debilidad nociva; y

-la templanza regula la sensualidad concupiscible, liberándola de los excesos o defectos de una inclinación sensible desordenada.

-La prudencia es una virtud que Dios infunde en el entendimiento práctico para que, a la luz de la fe, discierna y mande en cada caso concreto qué debe hacerse u omitirse en orden al fin último sobrenatural. Ella decide los medios mejores para un fin. Es la más preciosa de todas las virtudes morales, ya que debe guiar el ejercicio de todas ellas, e incluso la actividad concreta de las virtudes teologales. Cristo nos quiere «prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16). Y San Pablo: «Esto pido en mi oración, que vuestra caridad crezca en conocimiento y en toda discreción, para que sepáis discernir lo mejor» (Flp 1,9-10). Los espirituales antiguos apreciaban mucho la diácrisis, que permite al asceta guiarse a sí mismo y aconsejar bien a otros.

El imprudente yerra constantemente su camino, no se conoce, ni aprecia con verdad sus posibilidades reales, distorsiona la realidad en su mente, confundiéndola con sus sueños o manías, lleva su juicio más allá de su información y conocimiento, habla de lo que no sabe, es precipitado y atrevido, o perezoso y tímido, actúa con prisa o con excesiva lentitud, antes de tiempo o cuando ya es tarde, es obstinado en sus juicios, o demasiado crédulo e influenciable (Ef 4,14), pues no distingue los espíritus (1 Jn 4,1). El prudente, por el contrario, es el hombre que por ser humilde anda en la verdad: estudia o consulta lo que ignora, aprende con la experiencia, actúa con oportunidad y circunspección. Tiene sabiduría.

-La justicia es una virtud sobrenatural por la que Dios infunde a la voluntad la inclinación constante y firme de dar a cada uno lo que en derecho es suyo (STh II-II,58,1). Después de la prudencia, es la más excelente de las virtudes cardinales, la que tiene un objeto más noble y necesario, y también más amplio, pues comprende el campo entero de las relaciones del hombre con Dios y con los hombres.

El cristiano por la justicia hace el bien (no cualquier bien, sino aquel bien precisamente debido a Dios y al prójimo) y evita el mal (aquel mal concreto que ofende a Dios o perjudica al hermano). La caridad extiende más o menos su radio de acción según los grados del amor; pero la justicia impone obligaciones estrictas, objetivamente bien delimitadas -aunque subjetivamente pueda en ocasiones haber dudas-. Y precisamente porque se trata de obligaciones objetivas y estrictas, pueden ser exigidas por la fuerza.

En la justicia se distinguen tres especies. La justicia conmutativa regula los derechos y deberes de los ciudadanos entre sí, dando o exigiendo a cada uno lo suyo. La justicia distributiva reparte bienes y cargas, derechos y deberes entre los individuos, considerando honestamente sus méritos y necesidades personales. La justicia legal, fundada en la observancia de las leyes, inclina al individuo a contribuir al bien común de la sociedad como es debido.

Muchas virtudes derivan de la justicia o están a ella conexas. La fiel observancia respeta cuidadosamente las normas (Mt 3,15; 5,18). La obediencia reconoce la autoridad de los superiores. La afabilidad sabe tratar bien a los hombres. La piedad nos mueve a prestar a los padres y a la patria honor y servicio. La epiqueya o equidad nos lleva a apartarnos con justa causa de la letra de la ley para mejor cumplir su espíritu. La veracidad, la gratitud...

Pero la gran virtud de la religión, también perteneciente a la justicia, requiere mención aparte. Por ella el hombre se inclina a dar a Dios el culto debido, mediante actos internos (devoción, oración) o también externos (adoración, ofrendas, culto). La religión no tiene por objeto a Dios mismo, como las virtudes teologales, sino su culto. «La religión es una confesión de fe, esperanza y caridad» (STh II-II,101,3 ad 1m). Las virtudes teologales imperan el acto de la religión (81,5 ad 1m). Por otra parte, la religión impera sobre las demás virtudes (misericordia, laboriosidad, castidad, etc.), ordenándolas a la gloria de Dios (81,1 ad 1m; 88,5). Todo lo cual nos muestra que en la vida del cristiano debe haber habitualmente un amplio espacio para los actos propios de la virtud de la religión, concretamente para el culto litúrgico, que es «fuente y cumbre» de la vida cristiana (SC 10a).

-La fortaleza es una virtud infundida por Dios en el apetito irascible, vigorizándole para que no desista de procurar el bien arduo, ni siquiera por los mayores peligros. La fortaleza ataca y resiste, cohibe los temores atacando y modera las audacias resistiendo. Asiste al apetito irascible en cuanto está sujeto a la voluntad, y asiste también a ésta por redundancia. El acto máximo de la virtud de la fortaleza es el martirio, por el cual el cristiano confiesa a Cristo con cruz y con muerte (STh II-II, 124,2).

La fortaleza, inferior a la prudencia y justicia, es superior a la templanza, pues en el camino del bien es más difícil superar peligros y sufrimientos que vencer atracciones placenteras. La fortaleza, que es contraria a la pusilanimidad y a la ambición, a la presunción y a la vanidad, no es indiferencia impasible, ni audacia temeraria, es potencia espiritual que da valor, decisión, aguante y constancia.

La fortaleza tiene como partes integrantes o como virtudes conexas la magnanimidad, que se atreve a obras grandes, la paciencia, tantas veces elogiada en el Nuevo Testamento (1 Pe 2,20-21; Rm 5,3; 2 Cor 6,4; 2 Tes 3,5; 1 Tim 6,11; 2 Tim 3,10), la longanimidad, que se ocupa en obras buenas que sólo a largo plazo darán fruto (2 Cor 6,6; Gál 5,22; Col 1,11), la perseverancia en el bien, a pesar de las dificultades (Mt 10,22; 24,13). Como todas las virtudes, la fortaleza viene de Cristo Cabeza hacia sus miembros: «En todas estas cosas vencemos por Aquél que nos amó» (Rm 8,37; +2 Cor 12,9-10).

-La templanza es una virtud sobrenatural infundida por Dios en el apetito concupiscible para moderar su inclinación a los placeres. Mientras la fortaleza estimula el apetito irascible para que resista el mal o se esfuerce en conseguir el bien arduo, la templanza más bien refrena en el hombre la inclinación al placer sensitivo y sensual. Modera, pero no destruye esa inclinación -en tal caso no sería una virtud-, sino que la libra tanto de la intemperancia desbordada, como de la insensibilidad excesiva.

No es la templanza la más excelsa de las virtudes morales, pero su desarrollo es imprescindible, ya que el hombre no puede ejercitar sus virtudes más altas en tanto sufre el lastre de una sensualidad desordenada. La purificación ascética del sentido es fase previa y necesaria para el vuelo del espíritu.

La templanza modera en el hombre esa curiosidad ilimitada de noticias, conocimientos, experiencias, esa avidez de impresiones, viajes, adquisiciones y gustos. La abstinencia y la sobriedad regulan en la fe el consumo de comida y bebida. La castidad, con la ayuda de la modestia y el pudor, ordena según Dios el apetito genésico. La clemencia modera las reacciones de crueldad y ferocidad.

La mansedumbre, que da suavidad y paciencia al amor de la caridad, es una de las virtudes más altas. Es la praotes de los monjes antiguos, que hace posible la paz del corazón, el silencio interior contemplativo, la apátheia, la hesychía. En Cristo se da en plenitud la mansedumbre (Mt 11,29), y hasta sus actos de violenta ira están sujetos por la mansedumbre al impulso de su más perfecta caridad (23,13-33; Mc 3,5; Lc 9,41; Jn 2, 15-16). Los apóstoles exhortan mucho a la mansedumbre, porque ella configura al buen Jesús (Gál 5,23; Col 3,12);

También la humildad, que suele considerarse derivada de la templanza, es virtud preciosísima, que, por respeto a Dios, cohibe el apetito desordenado de la propia excelencia. En ella hay respeto a Dios, y también a los hombres (STh II-II,161,3). La tradición espiritual, como veremos más detenidamente en un capítulo propio, siempre ha visto en la humildad «el fundamento del edificio espiritual» (161,5 ad 2m). Jesucristo, abatiéndose desde la altura de la divinidad hasta la muerte ignominiosa (Flp 2,5-11) es el supremo ejemplo de humildad, y el que nos muestra por la resurrección el premio que merece: «El que se humilla será ensalzado» (Lc 14,11; 18,14).

Dones del Espíritu Santo

«La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo» (GS 10b). El Padre celestial, para hacernos «conformes con la imagen de su Hijo» (Rm 8,29), «ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gál 4,6), que, estableciéndonos en su gracia, obra en nosotros por virtudes y dones.

En efecto, los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma (hasta aquí, como las virtudes), para que la persona pueda recibir así con prontitud y facilidad las iluminaciones y mociones del Espíritu Santo (ésta es la diferencia específica; +STh I-II,68,4). Los dones, pues, dice el Catecismo, «hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas» (1831).

Por tanto, los dones no son gracias actuales transitorias; son verdaderos hábitos (I-II,68,3). Ahora bien, mientras que las virtudes son hábitos sobrenaturales que se rigen en su ejercicio por la razón y la fe, los dones se ejercitan bajo la acción inmediata del Espíritu Santo, es decir, le dan al hombre facilidad y prontitud para obrar «por inspiración divina» (68,1). La diferencia es muy importante, y debemos analizarla atentamente.

Las virtudes nos hacen participar de la vida sobrenatural de Cristo «al modo humano». Por eso mismo, al ser infundidas en la estructura psicológica natural del hombre, no pueden lograr por sí mismas el perfecto ejercicio de la vida sobrenatural. La oración, por ejemplo, en régimen de virtudes, es discursiva y laboriosa, con mediación de muchas imágenes, conceptos y palabras. La acción -por ejemplo, perdonar una ofensa- es lenta e imperfecta, exige un tiempo de motivación en la fe, una acomodación gradual de las emociones a lo que la caridad impera... Es vida sobrenatural, ciertamente, pero imperfecta, «al modo humano».

Los dones del Espíritu Santo son los que nos hacen participar de la vida sobrenatural de Cristo «al modo divino». Así es como podrá el cristiano alcanzar la santidad, y ser «perfecto como el Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). La oración, por ejemplo, se verá elevada por el Espíritu a formas quietas y contemplativas, de inefable sencillez, que transcienden ampliamente los modos naturales del entendimiento. La acción -por ejemplo, un perdón- ya no requiere ahora tiempo, reflexión, acumulación lenta de motivos, apaciguamiento gradual de las pasiones, sino que se producirá de modo simple, rápido y perfecto, «por inspiración divina», bajo la inmediata acción del Espíritu Santo, esto es, «al modo divino».

Al tratar de la oración pasiva mística describiremos su quieta y ardiente luminosidad bajo la acción del Espíritu Santo. Pero pongamos aquí un ejemplo de cómo se produce, bajo el impulso del mismo Espíritu, esa mística acción pasiva, si vale la expresión. Cuenta de sí misma Santa Teresa del Niño Jesús que, siendo maestra de novicias, se le acercó una de éstas y «me habló con rostro sonriente, y yo, sin contestar a lo que me decía, le dije a mi vez con firmeza: «Estás triste»... Estaba yo segura de no poseer el don de leer en las almas; y, por eso, tanto más asombrada me quedé cuanto más justamente había dado en el blanco. Sentí la presencia de Dios muy cerca de mí. Supe que había repetido sin darme cuenta, como un niño, palabras que no salían de mí sino de Dios» (Manus. autobiog. X,19). Aquí se trata de un caso un tanto especial, que a la misma Santa le sorprende; pero tal régimen de vida mística pasivaactiva es normal en los cristianos perfectos. Simplemente, «los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son los [perfectos] hijos de Dios» (Rm 8,14).

La diferencia psicológica en la vivencia de virtudes y dones es muy notable. Ejercitando las virtudes el alma se sabe «activa», esto es, se conoce a sí misma como causa motora principal de sus propios actos -orar, trabajar, perdonar-, que puede prolongar, intensificar o suprimir. Por el contrario, en la actividad de los dones el alma se experimenta como «pasiva», tiene conciencia de que su acción -orar, trabajar, perdonar- tiene a Dios como causa principal única, siendo solamente el alma causa instrumental de la misma. El alma no puede por sus propias fuerzas o industrias lograr actividad tan perfecta: no puede adquirirla, no está en su poder prolongarla, sólo puede recibirla de Dios cuando Dios la da, y a veces puede, eso sí, resistirla o cesarla.

Adviértase bien en esto, sin embargo, que esa pasividad radical del alma bajo el Espíritu en los dones es pasividad únicamente en relación a la iniciativa del acto, que es de Dios; pero una vez que el hombre recibe ese impulso divino, se asocia libre e intensamente a su moción activando sus correspondientes virtudes. Se trata, pues, de una pasividad activísima o, si vale la expresión, de una pasividad pasivo-activa, en la que el cristiano obra con más fuerza, frecuencia y perfección que nunca.

De lo expuesto, fácilmente se deduce la necesidad de los dones para la perfección cristiana. Tras una larga tradición patristica y espiritual, que logran en Santo Tomás una convincente expresión teológica, es ésta una verdad que ha entrado en el Magisterio ordinario de la Iglesia y en el sentir común de los teólogos.

Así León XIII: «El justo que vive de la vida de la gracia y que opera mediante las virtudes, como otras tantas facultades, tiene absoluta necesidad de los siete dones, que más comúnmente son llamados dones del Espíritu Santo. Mediante estos dones, el espíritu del hombre queda elevado y apto para obedecer con más facilidad y presteza a las inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo. Igualmente, estos dones son de tal eficacia, que conducen al hombre al más alto grado de santidad; son tan excelentes, que permanecerán íntegramente en el cielo, aunque en grado más perfecto. Gracias a ellos es movida el alma y conducida a la consecución de las bienaventuranzas evangélicas» (enc. Divinum illud munus 9-V-1897).

Se atiene aquí el Papa a la doctrina de Santo Tomás, que así explica la necesidad y la perfección de los dones: «En el hombre hay un doble principio de movimiento, uno interno, que es la razón, y otro externo, que es Dios. Ahora bien, las virtudes humanas perfeccionan al hombre en cuanto que es propio del hombre gobernarse por su razón en su vida interior y exterior. Es, pues, necesario que haya en el hombre ciertas perfecciones superiores que le dispongan para ser movido divinamente; y estas perfecciones se llaman dones, no sólo porque son infundidas por Dios [que también lo son las virtudes sobrenaturales], sino porque por ellas el hombre se hace capaz de recibir prontamente la inspiración divina. Por esto dicen algunos que los dones perfeccionan al hombre para actos superiores a los de las virtudes» (I-II,68,1). Las virtudes producen actos sobrenaturales «modo humano», mientras que los dones del Espíritu Santo los producen «ultra humanum modum» (Sent.3 dist.34, q.1,a.1).

La tradición reconoce siete dones del Espíritu, basándose en el texto de Isaías 11,2, que predice la plenitud del Espíritu en el Mesías (la Vulgata incluye un séptimo don de piedad). La razón del hombre se ve elevada y perfeccionada por el don de entendimiento, para penetrar la verdad, de sabiduría, para juzgar de las cosas divinas, de ciencia, sobre las cosas creadas, de consejo, para la conducta práctica. La voluntad y las inclinaciones sensibles de los apetitos son perfeccionadas por los dones de piedad, en orden a Dios, a los padres, a la patria, por el don de fortaleza, contra el temor a peligros, y por el don de temor, contra el desorden de la concupiscencia.

Los dones actúan desde el comienzo de la vida cristiana, cuando el principiante resiste una tentación, realiza una acto intenso de generosidad, etc., pero en esa fase el cristiano vive la vida sobrenatural en régimen habitual de virtudes, al modo humano. Ahora bien, sólo en la perfección los dones se ejercitan habitualmente; es entonces cuando el Espíritu Santo domina plenamente sobre el cristiano, y le da la vida sobrenatural al modo divino.

Gracias actuales

Las gracias actuales son cualidades fluidas y transeuntes causadas por Dios en las potencias para que obren o reciban algo en orden a la vida eterna. Mientras que la gracia santificante sana al hombre, lo eleva a participar de la naturaleza divina, lo introduce en la amistad filial con Dios, la gracia actual es cierto auxilio sobrenatural que asiste a ciertos actos del entendimiento o de la voluntad del hombre. En efecto, sabemos por la revelación que «es Dios quien obra todas las cosas en todos» (1 Cor 12,6; +Flp 2,13). El «es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros» (Ef 3,20; +Col 1,29).

La teología señala importantes distinciones entre las gracias actuales. La gracia cooperante activa las virtudes, en tanto que la gracia operante es propia de los dones del Espíritu Santo (STh I-II,111,2). La gracia suficiente nos mueve a obrar, y sin ella no podríamos nada (Jn 15,5), pero podemos resistirla; en cambio la gracia eficaz mueve de tal modo a la acción nuestras facultades que infaliblemente se produce el acto querido por Dios. Hay gracias internas, por las que Dios actúa en el alma o en la actividad de sus potencias, y gracias externas, como libros, predicaciones, ejemplos, a través de las cuales influye Dios en el hombre.

El crecimiento de la vida en Cristo

Crecer en gracia -y en virtudes y dones- es crecer en Cristo (Ef 4,12-13), esto es, participar cada vez más plenamente de su Espíritu. Antes de estudiar ese crecimiento, recordemos algunos principios fundamentales.

Es preciso «crecer en la gracia» de nuestro Señor Jesucristo (2 Pe 3,18). Una vida espiritual fijada en una determinada fase de su desarrollo es una anomalía morbosa. La gracia es vida, y exige crecimiento. El justo ha de crecer como palmera (Sal 91,13-15). La semilla ha de hacerse hierba, espiga y trigo (Mt 13,3-32; Mc 4,28). Los cristianos niños han de crecer hasta hacerse adultos en Cristo (1 Pe 2,2; 1 Cor 3,1-3;14,20; 2 Cor 3,18; Ef 4,13-16).

«Es Dios quien da el crecimiento» (l Cor 3,7). La vida de la gracia es gracia, y sólo Dios puede darla, sólo él puede ser causa eficiente de su crecimiento (STh I-II,112,1). Todo crecimiento en gracia viene potenciado por la misma gracia. « ¿Qué tienes tú que no lo hayas recibido?» (1 Cor 4,7). «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (15,10).

Ya en el año 529 declaraba el concilio II de Orange: «Por ningún merecimiento se previene a la gracia. Se debe premio a las buenas obras, si se hacen; pero la gracia, que no se debe, precede para que se hagan» (Dz 388). Es decir, «en toda obra buena, no empezamos nosotros y luego somos ayudados por la misericordia de Dios, sino que él nos inspira primero -sin que preceda merecimiento bueno alguno de nuestra parte- la fe y el amor a él», según los cuales hacemos después lo que le agrada (397).

Hay conexión entre las virtudes, de modo que todas ellas, bajo el impulso de la caridad, se desarrollan simultáneamente como los dedos de una mano (STh I-II,66,2).

Las virtudes morales se desarrollan juntas: la castidad no puede crecer sin la prudencia, sin la humildad, o si falla la obediencia, la pobreza o la oración (65,1). Las teologales también crecen unidas: sin fe no hay esperanza ni caridad (1 Tim 1,5). Sin la gracia, perdida la caridad, puede subsistir la fe, pero será informe, no salvífica (Sant 2,14-26; STh I-II, 65,4-5). También se dan conexas las virtudes teologales con las morales. Sin las teologales, concretamente sin la caridad, no pueden darse virtudes morales infusas, sino sólo virtudes naturales, y de modo imperfecto, no meritorias de vida eterna (1 Cor 13,3). Y también los dones del Espíritu Santo están unidos entre sí por la caridad (I-II,68,5).

Recordados estos principios, veamos cómo Dios hace crecer en la gracia al cristiano por la penitencia, la petición, las obras buenas meritorias, el ejercicios de las virtudes, los sacramentos y las gracias externas. Cuando al final de esta obra estudiemos las edades espirituales volveremos a considerar el tema del crecimiento en Cristo.

Crecimiento y penitencia

Quitar el pecado es lo primero para crecer en la gracia de Dios. Una losa caída en un campo no deja allí crecer la hierba. Y es inútil que el labrador abone y riegue: lo primero de todo es retirar la losa. Imposible si no que crezca allí la hierba. Para crecer en la gracia, lo primero de todo es quitar el pecado.

Ahora bien, en el pecado hay culpa, pena eterna y pena temporal. Una vez logrado el perdón del pecado, se quitó la culpa, y también la pena eterna, pero queda en parte la pena temporal, las consecuencias de pecado, debilitamientos morales, reforzamiento de ciertas malas inclinaciones, dolores, tristezas, enfermedades quizá. Pues bien, para crecer en la gracia es preciso que el hombre se libre no sólo de las culpas, sino también de muchas consecuencias del pecado que dificultan, a veces grandemente, ese crecimiento deseado. En el capítulo de la penitencia veremos esto más despacio.

Crecimiento y oración de petición

La eficacia sobrenatural de la oración puede ser considerada en tres aspectos. Hay en la oración un valor meritorio, como obra buena, satisfactorio, como obra penitencial, e impetratorio, que es el que ahora consideramos. La obra meritoria reclama la gracia en justicia, de algún modo, como ya veremos; la satisfacción expiatoria abre el alma a la gracia, quitando obstáculos; pero la eficacia impetratoria de la oración de petición va mucho más allá que la satisfacción o que el mérito: ella no se dirige a la justicia divina, se arroja simplemente en la infinita misericordia de Dios: «al presentar ante ti nuestra súplica, no confiamos en nuestra justicia, sino en tu gran misericordia» (Dan 9,18). La petición se levanta apoyándose simplemente en la promesa del Señor: «Pedid y recibiréis» (Jn 16,24). No argumenta con otros títulos. Por eso su fuerza no tiene límites.

Sabemos por la fe que «siempre se consigue lo que se pide, con tal que se den estas cuatro condiciones: pedir para sí mismo, cosas necesarias para la salvación, piadosamente y con perseverancia» (STh II-II,83,15 ad 2m). Orar por otros es obra muy buena (Sant 5,15; 1 Jn 5,14-16), pero no podemos estar ciertos de que el otro se abra a la gracia que para él pedimos. Cuando pedimos cosas contingentes, naturales o sobrenaturales (aumento de sueldo, de salud, de frecuencia sacramental) tampoco podemos estar ciertos de que sea así como Dios nos quiere santificar. Por lo demás, para ser oídos por el Padre hemos de pedir piadosamente, esto es, con humildad, sin exigencias, en el espíritu de Jesús, en su nombre (Mt 6,10; Jn 6,38; 14,13; 15,16). Y hemos de pedir con perseverancia, como tantas veces lo enseña Jesús (Mt 15,21-28; Lc 6,12; 11,5-13; 18,1-5; 22,44).

Crecimiento y obras meritorias

El hombre en gracia de Dios, por las buenas obras «merece el aumento de la gracia» y la vida eterna. Así lo enseñó el concilio de Trento frente a los protestantes (Dz 1582). Y esto «en modo alguno rebaja la gloria de Dios o los méritos de Jesucristo nuestro Señor» (1583), sino muy al contrario. Que Cristo nos haya dado con su gracia la posibilidad de que nuestros actos merezcan verdaderamente gracia y gloria, lejos de aminorar su redención, la manifiesta en toda su grandeza. Podremos verlo más claro analizando un poco la cuestión.

El mérito procede siempre de actos libres realizados bajo la moción de la gracia de Dios (STh II-II,2,9). Si no fueran libres, no serían meritorios, y tampoco serían meritorios si sólo fueran acciones naturales.

Sólo es meritoria la obra impulsada por la caridad. «Sólo la caridad edifica» (l Cor 8,1). «El mérito de la vida eterna pertenece en primer lugar a la caridad, y a las otras virtudes [laboriosidad, paciencia, castidad, etc.] secundariamente, en cuanto que sus actos son imperados por la caridad» (I-II,114,4). Saber esto y obrar en consecuencia es sumamente importante para el crecimiento en la vida espiritual. De otro modo, por mucho que yo haga, «no teniendo caridad, de nada me aprovecha» (1 Cor 13,3).

Las obras hechas con más amor son las más libres y meritorias. «Es manifiesto que lo que hacemos por amor lo hacemos con la máxima voluntariedad; por donde se ve que, también por parte de la voluntariedad que se exige para el mérito, éste pertenece principalmente a la caridad» (114,4).

El mérito de la obra no está en función de su penalidad, sino del grado de caridad con que se realice. La convicción popular de que «lo que más cuesta es lo que más mérito tiene» no es del todo exacta, pues precisamente las obras hechas con más amor son las que menos cuestan, y las que más mérito tienen. Cuando, por ejemplo, un niño está enfermo, más le cuesta cuidarlo de noche a una enfermera que a su madre; pero el mayor mérito es de la madre, porque pone en esa buena obra un mayor amor. Por eso bien enseña Santo Tomás cuando dice que «importa más para el mérito y la virtud lo bueno que lo difícil. No siempre lo más difícil es lo más meritorio; es preciso que sea también lo mejor» (II-II,27,8 ad 3m). La vida de los santos es la menos costosa y la más alegre, porque es la que está impulsada por un amor más grande. También es verdad que un amor mayor se atreve con acciones mucho más penosas que un amor pequeño.

Conviene actualizar frecuentemente la recta intención de caridad, que es la que da mérito a las obras buenas. Esa recta intención, esa motivación de caridad, no debe darse simplemente por supuesta. Sería una ingenuidad lamentable. Grandes heroísmos pueden ser realizados por motivaciones naturales honestas o incluso malas. Pero «no teniendo caridad, de nada me aprovecha»...

El cuidado de la recta intención ha sido siempre norma ascética principal del cristiano. Y recuérdese en esto lo que enseña Santo Tomás: «No basta para el mérito la ordenación habitual del acto a Dios, pues nadie merece en cuanto que posee un hábito, sino en cuanto que lo ejercita en acto. Ahora bien, no es necesario que la intención actual, que ordena al fin último, se dé siempre en cada una de las acciones que se dirigen a un fin próximo, sino que basta con que todos esos fines próximos [trabajos, servicios, gestiones] se ordenen de vez en cuando al fin último» (In II Sent. d. 40,1,5 ad 6m;+ad 7m). De ahí que, por ejemplo, el examen de conciencia diario o frecuente, así como el ofrecimiento de obras, sean prácticas cristianas de gran valor.

El crecimiento de las virtudes

El crecimiento en las virtudes -que es crecimiento en Cristo- consiste en que el cristiano asume en sí mismo cada vez más profundamente esos hábitos sobrenaturales, inherentes y operativos (STh I-II, 52,1-2; II-II, 24,5). Conocer bien los principios que rigen tal crecimiento tiene una gran importancia para la vida espiritual.

1.-Las virtudes crecen por actos intensos, y no por actos remisos. Por eso las situaciones de prueba que la Providencia dispone no deben ser temidas, sino agradecidas, y en cierto modo buscadas: las necesitamos para crecer en Cristo. Sólo el cristiano perfecto, en fuerza de su amor, realiza actos intensos por necesidad interior. Pero el principiante sólo actúa intensamente cuando se ve forzado a ello por la necesidad -enfermedades, ofensas, tentaciones-.

No basta la mera repetición de actos para formar un hábito. Un campesino que en el pueblo fue siempre a misa los domingos, sin casi saber por qué ni para qué, cuando emigró a la ciudad dejó totalmente de ir a misa sin mayores problemas de conciencia. Un seminarista que durante ocho años hizo meditación por la mañana temprano, ya de cura ni madrugó ni continuó haciendo la meditación diaria. Una cosa es el hábito-costumbre, que se adquiere por mera repetición de actos, que se contrae sin claras motivaciones conscientes, que se pierde fácilmente cuando cambian las circunstancias, y que incluso puede restringir la libertad de la persona (necesito leer un rato antes de dormir; necesito fumar tantos cigarrillos al día; etc.), y otra muy distinta el hábito-virtud. Esos hábitos-costumbres, que más que adquirirse, se contraen, apenas perfeccionan la persona, facilitan sí la ejecución automática de ciertas acciones, sin necesidad de pensarlas, lo que simplifica no poco la vida; pero a veces, si no son buenos, estropean la persona, y cuando la atan, disminuyen la libertad en una materia, y a veces, aunque se quiera, no se quitan fácilmente.

Mucho más precioso y excelente es el hábito-virtud. Este no se contrae sin empeño de la persona, o casi inadvertidamente, sino que sólamente puede adquirirse por actos intensos, conscientes y voluntarios. Creciendo en la virtud, el hombre es cada vez más libre, más dueño de sus actos. La virtud nunca ata la libertad del hombre a la posición automática de ciertos actos (si hoy no conviene que haga la oración a primera hora, la haré a otra, o no la haré; si no conviene que esta noche lea, me dormiré igual). Por otra parte, el hábito de la virtud tiene raíces tan profundas en la persona que no se pierde con las dificultades, sino que con ellas se arraiga más (sigo yendo a misa donde apenas va nadie).

Hablando del hábito de la caridad, dice Santo Tomás: «No por cualquier acto de caridad aumenta la misma caridad. Si bien es cierto que cualquier acto de caridad dispone para el aumento de la misma, en cuanto que por un acto de caridad el hombre se hace más pronto a seguir obrando por caridad; y, creciendo esta habilidad y prontitud, el hombre produce un acto más ferviente de amor por el que se esfuerza a crecer en caridad: y entonces aumenta de hecho la caridad» (STh II- II,24,6; I-II,52,3).

Los actos intensos son personales y conscientemente motivados. Estos son los actos que forman y acrecientan virtudes, y desarraigan vicios. Una persona que quiere afirmar en sí misma el hábito de la oración, y que para ello repite sólamente en su conciencia el decreto volitivo de orar (mañana no fallaré, me levantaré antes; aunque donde voy de vacaciones nadie ore, yo seguiré con mi hora de oración), no adelantará mucho, e incluso defenderá con dificultad la conservación de su oración. Pero el que activa una y otra vez su fe y su caridad para hacer oración (Cristo me llama, no le puedo faltar; no debo entristecer al Espíritu Santo; mi Padre celestial quiere estar conmigo, y en él yo he de hallar mi fuerza y mi paz), ése afirmará en sí mismo el hábito de orar, y crecerá en él aunque sea en un medio adverso.

2.-Un solo acto puede acrecentar una virtud, si es suficientemente intenso. Es cierto que, normalmente, la virtud se elabora en repetición de actos buenos, algunos de los cuales, al menos, son intensos. Pero a veces un solo acto intenso puede vencer un vicio y desarraigarlo, formar una virtud o acrecentarla notablemente. Esta posibilidad está en la naturaleza humana; actualizarla no requiere de suyo necesariamente un milagro de Dios, sino la asistencia ordinaria de su gracia. Como decía San Ignacio, «vale más un acto intenso que mil remisos, y lo que no alcanza un flojo en muchos años, un diligente suele alcanzar en breve tiempo» (Cta. 7-V-1547, 2). Un hombre, por ejemplo, que trabajaba en exceso, se corrige para siempre de su excesiva laboriosidad después de que ve a su hermano morir de un infarto. Un solo acto intenso, de convicción y decisión, ha tenido la fuerza precisa para constituir un hábito nuevo, virtuoso y duradero: trabajar moderadamente.

Esto nos muestra, entre otras cosas, la inmensa importancia que ciertas gracias actuales pueden tener en la vida espiritual de un cristiano: un sacramento, un retiro, una lectura, un encuentro, una peregrinación... Y de ahí también la necesidad de pedir a Dios esas gracias que son capaces de arrancar bruscamente un vicio, instaurando prontamente la virtud deseada.

((Muchos piensan que sólo se puede crecer en la virtud muy poco a poco, y con su vida concreta confirman día a día tal convicción. Se dicen, «genio y figura, hasta la sepultura», y siguen siempre en las mismas, o adelantan muy lentamente. Quienes así piensan, andan por el camino de la perfección a paso de buey, y rechazan cualquier otra invitación como antinatural e ilusa. Pero sin algunos cambios rápidos -no siempre y en todo, pero sí a veces y en tal cosa-, sin crecimientos decisivos, la vida cristiana no va adelante, e incluso difícilmente puede siquiera mantenerse. El crecimiento en la virtud requiere una gran fe en el poder de la gracia de Dios -pensemos concretamente en la eficacia de las gracias actuales- y una gran fe en las posibilidades reales del hombre, bajo el auxilio de la gracia.

Otro error, que suele estar relacionado con el anterior, y que igualmente implica una visión pesimista acerca de lo que verdaderamente una virtud puede y debe dar de sí, es el de aquellos que no creen que la virtud produzca una inclinación real para obrar el bien. La virtud de la castidad, por ejemplo, ha de dar una positiva inclinación hacia los actos honestos que le son propios, y ha de producir una repugnancia creciente hacia los actos que le son contrarios. Por tanto, el que cae en pecados contra la castidad, no piense que sólamente muy poco a poco, y al paso de mucho tiempo, podrá ir venciendo tales pecados: si así piensa, corre el peligro de que su vida confirme en la práctica tal errónea convicción. Virtus en latín significa fuerza, y es propio y natural de la virtud de la castidad vencer el pecado con una prontitud y facilidad cada vez mayor, y dar una inclinación cada vez más fuerte y eficaz hacia la vida honesta. Muy mala señal sería -a no ser que medien deficiencias psicosomáticas notables- que una persona llevara en el campo de la castidad un combate inacabable. ¿Qué clase de virtud es aquélla que no tiene fuerza para vencer en la tentación; que no crea una verdadera repugnancia hacia el pecado y una fuerte inclinación hacia el bien honesto propio; que no desarraiga del corazón humano la atracción hacia lo abyecto?...))

3.-Las virtudes crecen todas juntamente, como los dedos de una mano, puesto que, radicadas en la gracia, y formadas e imperadas por la caridad, cuando una crece por el ejercicio más intenso de su acto propio, aumenta gracia y caridad, y a su vez este crecimiento redunda necesariamente en aumento de los hábitos de virtudes y dones. Pero, advirtámoslo bien, lo que necesariamente aumentan son los hábitos en cuanto tales, y no siempre, como en seguida veremos, la facilidad para que ejercitarlos en sus actos propios.

Por tanto, no es necesario ejercitarse en cada una de las virtudes para que todas crezcan como hábitos. Así por ejemplo, un hombre próspero, que nunca ha tenido que ejercitar su confianza en Dios por la escasez de medios económicos, pero que ha practicado fielmente la oración, la caridad, la prudencia y las otras virtudes, sabrá acomodarse a una situación de ruina, sobrevenida bruscamente, pues las virtudes para ella precisas ya las tenía crecidas como hábitos, aunque nunca hubiera tenido ocasión de ejercitarlas en actos.

Por eso precisamente puede aprovecharnos leer la vida de cualquier santo -ermitaño, misionero, madre de familia, es igual-, por distante que su situación vital esté de la nuestra, y aunque las virtudes por él más ejercitadas, apenas puedan ser actuadas por nosotros. Un casado y padre de familia, administrativo contable, mejora su vida cuando lee y admira la fidelidad claustral de San Bernardo o la entrega misionera de San Francisco Javier. En el fondo -en los hábitos- él está viviendo lo mismo. «Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere», y todos hemos «bebido del mismo Espíritu» (1 Cor 12,11. 13).

Según esto, la riqueza del Espíritu de Jesús que vive en nosotros es mucho mayor y más variada de lo que puede apreciarse por el ejercicio concreto de nuestras virtudes. Viven en nosotros San Bernardo, San Francisco de Javier y todos los santos. Si estamos viviendo en Cristo, tenemos muchas más virtudes de las que ejercitamos, conocemos y mostramos.

4.-No se identifica el grado de una virtud como hábito y el grado de su capacidad de ejercitarse en actos. Es importante tener esto claro. Puede fortalecerse una virtud sin que necesariamente aumente la facilidad para ejercitarla en actos. Un hombre que acrecentó mucho la virtud de la paciencia estando enfermo durante años en un hospital, habrá fortalecido necesariamente también el hábito de la prudencia, pero quizá, después de tantos años de vida reclusa, no tenga expedita esta virtud para ejercitarla en actos, por falta de información y de experiencia.

Enseña Santo Tomás: «Ocurre a veces que uno que tiene un hábito encuentra dificultad en el obrar y, por consiguiente, no siente deleite ni complacencia en ejercitarlo [como sería lo natural], a causa de algún impedimento de origen extrínseco -como el que posee un hábito de ciencia y padece dificultad en entender, por la somnolencia o alguna enfermedad-. De modo semejante, los hábitos de las virtudes morales infusas experimentan a veces dificultades en ejercitarse en obras, debido a las disposiciones contrarias que quedan de los actos precedentes. Esta es una dificultad que no se da en las virtudes morales adquiridas, porque el ejercicio de los actos por el cual se adquirieron, hace desaparecer también las disposiciones contrarias» (STh I-II, 65,3 ad 2m). Por eso en la vida espiritual tiene tanta importancia la fuerza expiatoria y sanante de la penitencia, pues ella hace desaparecer lastres procedentes del pecado, que traban el ejercicio y crecimiento de las virtudes. Sin quitar por la penitencia las consecuencias del pecado, muchas virtudes quedan trabadas en su ejercicio.

((Identificar sin más grado de virtud y grado de ejercicio en obras trae grandes perturbaciones en la vida espiritual, trae muchos discernimientos erróneos, muchas exhortaciones vanas, muchas correcciones inoportunas, muchos esfuerzos inútiles, y no pocos sufrimientos. Así, por ejemplo, un hombre con gran espíritu de oración (virtud como hábito), que por lo que sea tiene muy poca capacidad para ejercitarla en actos concretos (ratos largos de oración), puede, como dice Santa Teresa, «atormentar el alma a lo que no puede» (Vida 11,16), y ser también atormentado por su director. Estas cosas «aunque a nosotros nos parecen faltas, no lo son; ya sabe Su Majestad nuestra miseria y bajo natural, mejor que nosotros mismos, y sabe que ya estas almas desean siempre pensar en El y amarle. Esta determinación es la que quiere; ese otro afligimiento que nos damos, no sirve de más que para inquietar el alma; y si había de estar inhábil para aprovechar una hora, lo está cuatro» (ib.), o en vez de un año, diez. Con razón dice San Juan de la Cruz que «hay muchas almas que piensan no tienen oración y tienen muy mucha, y otras que tienen mucha y es poco más que nada» (prólogo Subida 6).))

5.-Las virtudes infusas no pueden alcanzar la perfección sino en los dones del Espíritu Santo. Esta doctrina teológica, enseñada principalmente por Santo Tomás, es confirmada por los grandes místicos, como un San Juan de la Cruz, para el cual «por más que el principiante en mortificar en sí ejercite todas estas sus acciones y pasiones [al modo humano], nunca del todo ni con mucho puede [llegar a la unión perfecta con Dios], hasta que Dios lo hace en él [al modo divino], habiéndose él pasivamente» (1 Noche 7,5; +3,3).

Por lo demás, esta doctrina va siendo tan comúnmente recibida, que la Iglesia la integra hoy en su Catecismo. En él enseña, en efecto, que los dones del Espíritu Santo «completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben» (n.1831).

Royo Marín lo explica así: «No es que las virtudes infusas sean imperfectas en sí mismas. Al contrario, de suyo son realidades perfectísimas, estrictamente sobrenaturales y divinas. Las virtudes teologales son incluso más perfectas que los dones mismos del Espíritu Santo, como dice Santo Tomás (STh I-II,68,8). Pero las poseemos imperfectamente todas ellas -como dice también el mismo Angélico Doctror (I-II,68,2)- a causa precisamente de la modalidad humana, que se les pega inevitablemente por su acomodación al funcionamiento psicológico natural del hombre, cuando son regidas por la simple razón iluminada por la fe... De ahí la necesidad de que los dones del Espíritu Santo vengan en ayuda de las virtudes infusas, disponiendo las potencias de nuestra alma para ser movidas por un agente superior, el Espíritu Santo mismo, que las hará actuar de un modo divino, esto es, de un modo totalmente proporcionado al objeto perfectísimo de las virtudes infusas» (Teología de la perfección cristiana n. 131).

Crecimiento y sacramentos

La fe de la Iglesia nos enseña que los sacramentos «contienen la gracia que significan» con sus ritos sensibles, y «confieren la misma gracia a los que no ponen óbice» (Trento 1547: Dz 1606). Por eso la Iglesia, como ya vimos al tratar de la liturgia, quiere que los fieles «en la recepción de los sacramentos, crezcan en la gracia» (CD l5b).

Crecimiento y gracias externas

A veces Dios da su gracia interior actuando directamente en el alma del hombre, sin conexión alguna con realidades externas. Pero muchas veces Dios quiere conectar su gracia interna a ciertas gracias externas, como puede ser una predicación, la lectura de un buen libro, una enfermedad, un encuentro, etc. Todo, en este sentido, puede ser gracia, pues «sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rm 8,28). Pero en un sentido más propio, hay que decir que las gracias externas más ciertas y eficaces son los sacramentos, la predicación de la palabra de Dios, y en general todas las cosas dispuestas en la vida de la Iglesia con una ordenación más inmediata a la santificación, como la catequesis, la dirección espiritual, los grupos de formación y apostolado, etc.

1.-Pues bien, nadie vea disminuídas sus posibilidades de santificación por la ausencia de ciertas gracias externas, cuando tal carencia sea involuntaria. Si el Santo quiere santificarnos, ninguna carencia circunstancial puede impedírselo, aunque falten personas, libros, ambientes o lo que sea. «Ninguna criatura podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,39).

2.-En cuanto sea posible, busquemos la gracia interna en aquellas gracias externas que Dios ha establecido, y en su providencia ha puesto a nuestra mano. Esto, que es tan evidente, con no poca frecuencia lo ignoramos o no lo llevamos a sus últimas consecuencias.

((Son muchos los que menosprecian el orden concreto de gracia dispuesto por Dios, y buscan la santificación con un criterio predominantemente subjetivo. El ejemplo más clamoroso lo tenemos en la relación con los sacramentos. El cristiano, por ejemplo, que trata de sanar de sus enfermedades espirituales con grandes empeños ascéticos -supongámoslo-, pero que no se acerca al sacramento de la penitencia sino muy de tarde en tarde, no irá muy lejos. Conseguirá poco y se cansará mucho. Incluso hay peligro de que vaya abandonando la vida espiritual. Y es que no se alcanza la gracia interior cuando se menosprecia la gracia exterior puesta por Dios.))

Si queremos crecer ante Dios, hagámosnos como niños. Si queremos que Dios nos enriquezca con sus gracias, hagámosnos pobres, y pidámosle la limosna de su gracia. Si queremos que El se nos dé en su gracia, entreguémosnos a él totalmente. Podemos decir con San Ignacio de Loyola: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta» (Ejercicios 234).

2. La santidad

AA.VV., divinisation, DSp III (1957) 1370-1459; AA.VV., La santità, Roma, Teresianum 1980; M. Guerra, Antropologías y teología, Pamplona, Univ.Navarra 1976; El enigma del hombre, ib.1978; M. Lot-Borodine, La déification de l’homme selon la doctrine des Pères grecs, París, Cerf 1970; D. Mondin, Antropologia teologica, Paoline 1977; O. Procksch, hagios, KITTEL I,101-112/I,269-298; B. Rey, Creados en Cristo Jesús, Fax 1968.

El Catecismo confirma la antropología cristiana de «alma y cuerpo» (363-366, 1016, 1020, 1022, etc.). Cf. J. A. Sayés, El alma en el Catecismo de la Iglesia Católica, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1994.

La santidad en la Biblia

Sólo Dios es santo. La sagrada Escritura afirma reiteradas veces que la santidad, esa condición espiritual, majestuosa y eterna, es exclusiva de Dios, tiene los rasgos ontológicos propios de la naturaleza divina. Dios es santo, sólo él es santo (Lev 11,44; 19,2; 20,26; 21,8; Is 6,3; 40,25; Sal 98).

Es evidente, pues, que la santidad es sobrenatural, y por tanto sobrehumana. Excede no sólo la posibilidad humana de obrar, sino la misma posibilidad de su ser. Todas las criaturas, y el hombre entre ellas, aparecen en la Biblia como lo no-santo (Job 4,17; 15,14; 25,4-6).

Ahora bien, Dios Santo puede santificar al hombre, que es su imagen, haciéndole participar por gracia de la vida divina. Y así lo confesamos en la misa: «Santo eres, Señor, fuente de toda santidad» (Anáf.II); tú, «con la fuerza del Espíritu Santo, das vida y santificas todo» (III). Pero veamos cómo santifica Dios.

Jesús es el santo entre los hombres (Lc 1,35; 4,1). El es el «santo siervo de Dios» (Hch 3,14s; 4,27. 30). Los hombres ante Jesús -como Isaías ante el Santo- conocen su condición de pecadores (Is 6,3-6; Lc 5,8). Y Cristo es el que santifica a los hombres, por su pasión y resurrección, por su ascensión y por la comunicación del Espíritu Santo (Jn 17,19).

Ahora los cristianos somos santos porque tenemos «la unción del Santo» (1 Jn 2,20; +Lc 3,16; Hch 1,5; 1 Cor 1,2; 6,19). Al comienzo se llamaba «santos» a los cristianos de Jerusalén (Hch 9,13; 1 Cor 16,1), pero pronto fue el nombre de todos los fieles (Rm 16,2; 1 Cor 1,1; 13,12). Se trata ante todo, está claro, de una santificación ontológica, la que afecta al ser; pero es ésta justamente la que hace posible y exige una santificación moral, la que afecta al obrar: «Sed santos, porque yo soy santo» (Lev 19,3; 1 Pe 1,16; +1 Jn 3,3). El nuevo ser pide un nuevo obrar (operari sequitur esse). «Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Tes 4,3; +2 Cor 7,1; Ap 22,11).

Elevación ontológica

De lo anterior se deduce que la santificación obrada por Cristo no va a ser sólamente un nuevo camino moral al que se invita a un hombre que es meramente hombre. Es mucho más que eso. La santificación instaurada por la fe en Cristo consiste primariamente en una elevación ontológica: los cristianos somos realmente «hombres nuevos», «nuevas criaturas» (Ef 2,15; 2 Cor 5,17), «hombres celestiales» (1 Cor 15,45-46), «nacidos de Dios», «nacidos de lo alto», «nacidos del Espíritu» (Jn 1,13; 3,3-8). Es el nacimiento lo que da la naturaleza. Y nosotros, que nacimos una vez de otros hombres, y de ellos recibimos la naturaleza humana, después en Cristo y en la Iglesia, por el agua y el Espíritu, nacimos una segunda vez del Padre divino, y de él recibimos una participación en la naturaleza divina (1 Pe 1,4). La santificación obrada por la gracia de Cristo no produce, pues, en el hombre un cambio accidental (como el hombre que por un golpe de fortuna se enriquece, pero sigue siendo el mismo), no es algo que afecte sólo al obrar (el bebedor que se hace sobrio), sino que es ante todo una transformación ontológica, que afecta al mismo ser del hombre, a su naturaleza.

El hombre el viejo, el terrenal, el que fracasó por el pecado, fue creado así al comienzo del mundo: «Formó Yavé Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue el hombre ser animado» (Gén 2,7). Y el hombre nuevo, el celestial, en la plenitud de los tiempos, fue formado así por Jesucristo, el segundo Adán: «Sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22).

«El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán [Cristo], espíritu vivificante. El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los celestiales» (1 Cor 15,45. 47-48; +Heb 3,1; Jn 6,33. 38; 8,23).

Los Padres antiguos fueron muy conscientes de esta maravillosa realidad. San Juan Crisóstomo: Cristo «nació según la carne para que tú nacieras en espíritu; él nació de mujer para que tú dejases de ser hijo de mujer» y vinieras a ser hijo de Dios (MG 57,26). San Agustín: «Dios manda esto: que no seamos hombres. A no ser hombre te llamó el que se hizo hombre por ti. Dios quiere hacerte dios» (ML 38,908-909). La misma doctrina, aunque con expresiones contrarias, hallamos en otros Padres, como el San Ignacio de Antioquía, que refiriéndose a la perfecta unión con Cristo en el cielo, dice: «Llegado allí, seré de verdad hombre» (Romanos 6,2). Y es que si el hombre es «imagen de Dios», es el cristiano, configurado a Jesucristo, el que de verdad llega a ser hombre (Col 1,15; GS 22b; 41a).

((Ningún humanismo autónomo puede producir realmente un «hombre nuevo». Como el mundo está harto de «lo viejo», es decir, de sí mismo (hombres viejos, planteamientos, problemas, conductas y vicios viejos, Ef 4,22), prodiga la fascinante terminología de «lo nuevo» (nuevo modelo, nuevo régimen, nueva línea, nuevos filósofos, hombre nuevo, nueva sociedad, etc.) En realidad son variaciones sobre el mismo tema, «los mismos perros con distintos collares». No hay nada nuevo (Ecl 1,9-10). En la historia de la humanidad la única novedad, la única Buena Nueva, es Jesucristo, nacido de Dios y de María; y el Espíritu Santo que él comunica desde el Padre es el único que de verdad renueva la faz de la tierra: nuevo ser, modos nuevos de pensar y de obrar, nuevos caminos, nuevas formas e instituciones. Al margen del cristianismo, todo es tremendamente viejo y caduco. Y si el mundo no se derrumba del todo, es por la Iglesia de Cristo. «Lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo... Los cristianos están presos en el mundo, como en una cárcel; pero son ellos los que mantienen la trabazón del mundo» (Cta.a Diogneto VI, hacia el a.200).))

Deificación

Jesucristo santifica al hombre deificándole verdaderamente por la comunicación del Espíritu Santo y de su gracia. «Lo que nace de la carne es carne, pero lo que nace del Espíritu es espíritu» (Jn 3,6). Y nosotros somos hijos de Dios porque en Cristo hemos renacido verdaderamente «del agua y del Espíritu» (3,5).

Por otra parte, sólo Dios puede deificar al hombre, sólo el Santo puede santificar. Así Santo Tomás: «Es necesario que sólo Dios deifique, comunicando el consorcio en la naturaleza divina por cierta participación de semejanza» (STh I-II,112,1).

Esto, que en la Escritura -como ya vimos- aparece claramente, es objeto primero de la enseñanza de los Padres, que afirman la deificación del hombre, relacionándola siempre con la encarnación del Hijo divino. San Agustín dice que Cristo «se hizo Hijo del hombre por nosotros, y nosotros somos hijos de Dios por él» (ML Sup.2,495). «El descendió para que nosotros ascendiéramos. Permaneciendo en su naturaleza, se hizo participante de la nuestra, para que nosotros, permaneciendo en nuestra naturaleza, fuéramos hechos participantes de la naturaleza suya» (ML 33,542).

También los místicos experimentan y expresan con fuerza la divinización del hombre. Así San Juan de la Cruz: «Lo que pretende Dios es hacernos dioses por participación, siéndolo él por naturaleza; como el fuego convierte todas las cosas en fuego» (Dichos 106; +2 Noche 10,1). En la unión transformante, el alma perfectamente unida a Dios «queda esclarecida y transformada en Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios. Y se hace tal unión, que todas las cosas de Dios y el alma son unas en transformación participante; y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación» (2 Subida 5,7; +Cántico 39,4).

Espiritualización

La santificación del hombre implica un dominio del alma sobre el cuerpo, pero principalmente consiste en el dominio del Espíritu Santo sobre el hombre, en alma y cuerpo. Esta afirmación, fundamental en antropología cristiana y en espiritualidad, requiere algunas explicaciones de conceptos y palabras.

-Alma y cuerpo. La razón y la fe conocen que hay en el hombre una dualidad entre alma y cuerpo (soma y psykhé). No se trata del dualismo antropológico platónico (el hombre es el alma; el alma preexiste al cuerpo; la ascesis libera al alma del cuerpo; la muerte termina el cuerpo para siempre). No es eso. El hombre es la unión substancial de dos coprincipios, uno espiritual y otro material. Pues bien, «para designar este elemento [espiritual] la Iglesia emplea la palabra alma, consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la tradición. Aunque ella no ignora que este término tiene en la Biblia diversas acepciones, opina sin embargo que no se da razón alguna válida para rechazarlo, y considera al mismo tiempo que un término verbal es absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos» (Sag. Congregación Fe 17-V-1979; +Dz 567, 657, 800, 856s, 900, 991, 1304s, 1440, 2766, 2812, 3002; Pablo VI, Credo Pueblo de Dios 30-VI-1968, 8).

El Nuevo Testamento conoce la dualidad alma-cuerpo, como los libros más tardíos del Antiguo Testamento la habían conocido también (somapsykhé, Mt 10,28; somapneuma, 1 Cor 5,3; +Sab 9,15; 1 Cor 9,27; 2 Cor 5,6-10; Flp 1,21; Sant 1,26; 3,2-3). Y la razón natural, de otro lado, sabe que hay «algo» que, al paso de los años, guarda la identidad de la persona, aunque el cuerpo renueve todas sus células, aunque el cuerpo quede paralizado o enfermo. Sabe que el conocimiento, la reflexión, el arte, la religión, son procesos espirituales que, como la libertad, no pueden ser reducidos a la materia. Los diferentes pueblos de la tierra hablan de una pluralidad anímica, el ka y el ba (Egipto), el po’h y el hun (China), el asa y el manas (Vedas), el animus y el anima (Roma), o de un principio espiritual único, expresado en palabras sutiles, delicadas, que parecen vuelo: seele (alemán), aliento, soul (inglés), suspiro, alma, âme (francés).

Pues bien, aunque la santidad consiste en un dominio del Espíritu divino sobre el hombre, es evidente también que la ascesis cristiana procura un dominio del alma sobre el cuerpo. De poco vale el perfeccionamiento corporal (1 Tim 4,7-8), si «se pierde el alma» (Mt 16,26). Es cierto que la lucha ascética cristiana no va tanto contra las rebeldías del cuerpo, como contra los espíritus malignos (Ef 6,12). Pero también es verdad que todo perfeccionamiento humano exige un alma que sea señora del cuerpo, y no esclava de sus exigencias. Muchas filosofías y religiones coinciden en esto con la doctrina cristiana.

-Espíritu y carne. Sin embargo, en la antropología cristiana y en la espiritualidad consecuente, la más importante es la dualidad que hay en el cristiano entre carne y espíritu (sarx y pneuma). El cuerpo, sin duda, debe ser conducido por el alma. Pero la vocación cristiana lleva a una altura mucho mayor: a que el hombre entero, en alma y cuerpo, sea conducido por el Espíritu Santo. En este sentido habla Jesús cuando dice que «el espíritu está pronto, pero la carne es flaca» (Mt 26,41). Y más explícitamente San Pablo: «Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios; pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,8-9).

Espíritu (pneuma) puede significar en la Escritura viento (Jn 3,8), aliento vital, que se espira-expira al morir (Mt 27,50; Hch 7,59), en fin, el hombre entero (Gál 6,18; 2 Cor 2,13). A veces se dice de Dios y del hombre (Rm 8,16). En lenguaje bíblico «Dios es espíritu» (Jn 4,24). Espíritu es lo divino, sobrenatural, eterno, fuerte, santo, inalterable. El Espíritu santifica a los hombres (Hch 2,38), y los hace espirituales (1 Cor 3,1). En ocasiones el Espíritu designa propiamente a la tercera persona de la Trinidad divina (Jn 15,26; 16,13). No siempre es fácil en cada texto discernir la acepción exacta. Pero, para lo que aquí nos interesa, siempre está claro que la «espiritualidad» cristiana es la que «el hombre espiritual» vive dejándose conducir por «el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,17): «Los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Rm 8,14).

Carne (sarx), de modo paralelo, puede significar los tejidos corporales (Lc 24,39), el cuerpo entero (Hch 2,31), o todo el hombre, en cuerpo y alma (Rm 7,18). Frecuentemente la carne designa lo débil, lo transitorio y temporal (Mt 26,41; Jn 6,63). Incluso a veces carne es el pecado (Rm 6,19; 7,5.14; Ef 2,3). La carne en sí no es mala, y una vez santificada, manifiesta la vida de Jesús (2 Cor 4,11).

Pues bien, la gracia de Cristo hace que los hombres carnales, animales, psíquicos (Sant 3,15; 1 Cor 2,14), es decir, «los que no tienen Espíritu» (Jds 19), vengan a ser hombres espirituales (1 Cor 3,1). Así en Cristo los hombres viejos (Rm 6,6) se hacen nuevos (Col 3,10; Ef 2,15); los terrenos vienen a ser celestiales (1 Cor 15,47); los meramente exteriores se hacen interiores (Rm 7,22; 2 Cor 4,16; Ef 3,16); los hombres adámicos, pecadores desde Adán (Rm 5,14.19), ahora en Cristo merecen ser llamados cristianos (Hch 11,26). Y en este sentido también podrá decirse que los cristianos incipientes, apenas transformados en Cristo, llenos todavía de miserias y deficiencias, son como niños, son cristianos carnales, que aún viven humanamente (1 Cor 3,1-3).

Con toda razón, pues, se dirá que el cristiano perfecto es hombre espiritual, ya que «el que se une al Señor se hace un solo espíritu con él» (1 Cor 6,17). «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14), para que el hombre, que es carne, se haga espíritu. Podemos así, parafraseando un texto paulino (2 Cor 8,9), decir: «Nuestro Señor Jesucristo, siendo Dios, se hizo hombre por amor nuestro, para que nosotros fuésemos deificados por su encarnación».

Dios santifica al hombre haciendo que no sólamente supere sus límites de pecador, sino su misma condición de criatura. El conflicto principal en la vida ascética no está en la sumisión del cuerpo al alma, sino en la docilidad del hombre al Espíritu divino. El hombre carnal se niega a ser hombre espiritual. El hombre-humano se resiste a ser hombre-divino. Es como un animal hominizado que se resistiera a superar los modos de ser y obrar propios del animal, es decir, que no quisiera vivir humanamente, que se conformara con ser un buen animal. Así obra el hombre que no quiere ser cristiano, o el cristiano que se resiste a superar los modos humanos de pensar, sentir y obrar, que no quiere «vivir según el Espíritu», que se conforma con ser un buen hombre. Ignora que no se puede ser un buen hombre sino viviendo según el Espíritu del Señor.

Véase en este texto cómo San Juan de la Cruz entiende la santificación como deificación, esto es, como espiritualización total del hombre: «Salí del trato y operación humana mía a operación y trato de Dios: mi entendimiento salió de sí, volviéndose de humano y natural en divino, porque, uniéndose por medio de esta purificación con Dios, ya no entiende por su vigor y luz natural, sino por la divina Sabiduría con que se unió. Y mi voluntad salió de sí, haciéndose divina, porque, unida con el divino amor, ya no ama bajamente con su fuerza natural, sino con fuerza y pureza del Espíritu Santo, y así, la voluntad acerca de Dios no obra humanamente; y ni más ni menos, la memoria se ha trocado en aprehensiones eternas de gloria. Y, finalmente, todas las fuerzas y actos del alma, por medio de esta noche y purificación del hombre viejo, todas se renuevan en temples y deleites divinos» (2 Noche 4,2).

((Según esto, decir que el cristiano debe «encarnarse» no parece una expresión demasiado feliz, aunque, por supuesto, admite significados nobles y verdaderos. Es una terminología ajena a la Escritura -contraria, más bien-, ajena a la tradición de los maestros de la espiritualidad cristiana, que -conviene notarlo- son quienes han conservado en el lenguaje teológico una mayor fidelidad a la terminología bíblica, pues viven siempre inmersos en la vivificante Escritura sagrada. No, el cristiano no ha de encarnarse, porque ya es carne, y a veces demasiado. El Verbo divino es el que ha de encarnarse para que el hombre, que es carne, se espiritualice, venga a ser hombre espiritual. Este es el lenguaje bíblico y el de la tradición.

Y en relación con lo anterior, una cierta aversión al término espiritual -espiritualidad, vida espiritual, hombre espiritual, teología espiritual-, que a algunos les lleva a evitar estas palabras, no merece un juicio positivo. La palabra espiritual, como todas las palabras, tiene sus riesgos y exige una constante vigilancia semántica. Pero es preferible guardar fidelidad al lenguaje de la Biblia y de la tradición de la Iglesia. Alejarse de una palabra usada en la Revelación para irse a su contraria es un mal paso.))

Santidad ontológica

El cristiano es santo porque ha nacido de Dios, que es Santo. Y es que el Padre, por la generación, comunica al hijo su propia vida, que es santa. Veamos esto partiendo de la analogía fundamental de la vida humana. El hombre es racional, es libre y capaz de reir, porque en el nacimiento ha recibido de su padre la naturaleza humana, es decir, la calidad de animal racional, libre, capaz de risa. Si luego el hombre no vive racionalmente, si no se ríe, o si esclaviza su libertad por el vicio, esto no cambia su estatuto ontológico: sigue siendo un hombre, aunque no viva como tal, y ningún animal puede alcanzar ni de lejos la posibilidad de perfección que hay en él. Pues bien, de modo semejante, los hijos de Dios son santos, caritativos, fuertes, porque Dios es santo, es caridad, es fuerte. Si luego el cristiano vive «según el Espíritu, y no según la carne» (Rm 8,9), vive según su ser; pero si vive según la carne, es decir, «a lo humano» (1 Cor 3,3), se degrada y corrompe.

Dios, fuente de vida, comunica en la creación (por naturaleza) diversos niveles de vida, vegetativa, animal, humana. La vida humana integra las otras, y lo hace en una síntesis cualitativamente superior, caracterizada por la razón y el querer libre de la voluntad. Lo humano perfecciona lo animal y vegetativo, no lo destruye.

Dios, fuente de vida, comunica en la redención (por gracia) al hombre una nueva participación en la vida divina, caracterizada por un nuevo conocimiento, la fe, y una nueva capacidad de amar, la caridad. Y esta vida ha de integrar los otros niveles de vida, perfeccionándolos, elevándolos, sin destruirlos.

Santidad psicológica y moral

Veamos de nuevo el desarrollo de la vida cristiana partiendo de algunas analogías fundamentales de la vida humana.

El hombre niño es racional, pero todavía no tiene uso de razón. Por eso apenas vive como hombre, sino como animal. En efecto, la espontaneidad habitual del niño no es la que corresponde al ser humano en cuanto tal, sino la que procede del alma animal. Ahora bien, es hombre, es animal racional, y ya desde muy pequeño tiene la capacidad de ser conducido por personas adultas hacia conductas propiamente humanas, como, por ejemplo, comer con cubiertos, dar a otro un objeto, etc. Todo eso que le resulta al niño un tanto laborioso, impuesto desde fuera, aunque posible, para un animal sería simplemente imposible. Eso sí, cuando cesa la estimulación de los adultos, el niño, abandonado a sí mismo, deja de conducirse en modos humanos, y recae en su espontaneidad animal. Ya se ve, pues, que aún no le funciona apenas el alma como humana, sino como animal; y esto es así con el agravante de que el alma animal también le funciona deficientemente -mucho peor que a un patito o un potrillo-, porque él está destinado a vivir como hombre, y aún no vive como tal. Aquí se ve la necesidad de hombres realmente adultos para el buen crecimiento de los hombres niños.

El hombre adulto, por el contrario, vive movido habitualmente por el alma humana, tiene uso de razón, piensa de modo racional, se mueve por libres decisiones volitivas. Su conducta espontánea, sin necesidad de apremios normativos o de exhortaciones de otros adultos, es ya humana; por ejemplo, come como se debe, da lo que conviene dar con facilidad. Y adviértase que estos mismos actos (comer, dar), no sólo están mejor hechos que en el niño, sino que son actos cualitativamente distintos a los del hombre niño, pues proceden de conciencia racional y querer libre, es decir provienen del alma humana en cuanto tal. En el hombre adulto el alma humana no actúa como principio extrínseco, impuesto, relativamente violento, sino en forma plenamente natural. Veamos, pues, la analogía de esto con la vida cristiana.

El cristiano carnal, es aún niño en Cristo, vive a lo humano (1 Cor 3,1-3). Su espontaneidad no procede del Espíritu Santo, sino del alma humana. En estos comienzos de la vida espiritual su alma le funciona más como humana que como propiamente cristiana. Tiene, sin embargo, la naturaleza cristiana, y por eso tiene la capacidad de ser conducido por normas de la Iglesia o por cristianos espirituales hacia conductas propiamente cristianas, como, por ejemplo, puede ir a misa los domingos -cosa que a un no creyente le sería psicológicamente imposible-. Eso sí, cuando cesa esa estimulación de normas o personas, el cristiano carnal, abandonado a sí mismo, recae en su espontaneidad meramente humana. Ya se ve que apenas tiene uso de fe, apenas el alma le funciona como cristiana, sino como humana; y con el agravante de que también el alma humana le funciona deficientemente -«los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz» (Lc 16,8)-, porque él está destinado a vivir como cristiano, según el Espíritu, en fe y caridad. Lo que muestra la necesidad de cristianos verdaderamente espirituales para el crecimiento de los cristianos carnales. Los santos, pues, son necesarios en la Iglesia, no son un lujo accesorio.

El cristiano espiritual, adulto en Cristo, vive habitualmente movido por el Espíritu Santo, tiene uso de fe, y la caridad impulsa sus actos. Su conducta espontánea es ya cristiana, procede de la gracia, de Dios que habita en él. Ir a misa los domingos, por ejemplo, ya no es para él una exigencia moral enojosa, violenta, impuesta desde fuera por normas o personas, sino una exigencia interior que realiza con facilidad y gozo. Y adviértase que un mismo acto cristiano (ir a misa), aunque materialmente coincida con el acto del cristiano carnal, es cualitativamente distinto, pues el acto del cristiano espiritual procede inmediatamente del Espíritu Santo, que actúa ahora en él como principio intrínseco.

Resumiendo: la santificación ontológica del cristiano ha de producir en él una progresiva santificación psicológica y moral. Esto es crecer en la gracia, crecer en Cristo.

Santificación de todo el hombre

Así como el alma humana anima al hombre entero, a todo lo que hay en el hombre, así la gracia de Dios anima a todo el cristiano, su mente, su voluntad, sus sentimientos, su inconsciente, su cuerpo, todo lo que hay en él. A esto hemos sido predestinados por Dios, «a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el Primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29), es decir, para que sea un nuevo Adán, cabeza de una nueva raza de hombres.

El entendimiento ha de configurarse a Cristo por la fe, que nos hace ver las cosas por sus ojos. «Nosotros tenemos el pensamiento de Cristo» (1 Cor 2,16; +2 Cor 11,10). Muchas cosas que para el hombre animal «son necedad y no puede entenderlas», para el cristiano son «fuerza y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,23-24; 2,14).

La voluntad, por la caridad, ha de unirse totalmente a la de Cristo. Y eso es posible, «pues el amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

Los sentimientos, igualmente, pues nos ha sido dicho: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). Es normal (es decir, conforme a la norma) que el cristiano espiritual participe habitualmente de los sentimientos del Corazón de Cristo.

El subconsciente también ha de ser impregnado por el Espíritu de Jesús. Esto lo sabemos por principio teológico, pero también por la experiencia de los santos.

He aquí un caso. Estando enfermo el jesuita Simón Rodríguez, quedó encargado de cuidarle San Francisco de Javier, que por esa razón dormía en la misma habitación. Una noche vio el padre Rodríguez que Francisco despertaba con sorprendente brusquedad. Y años más tarde el santo le explicó que en un sueño que le había sobrevenido, estaba en un mesón y una bella moza quería tentarle (Monumenta Historica S.I., Monumenta Ignatiana s.IV,t.I, Madrid 1904, 570-571). El Espíritu de Jesús -la virtud de la castidad- estaba ya tan arraigado en Francisco, que aún estando dormido, producía los actos propios de la virtud. Así como el instinto de conservación de la vida natural sigue alerta en el hombre dormido, que sueña estar huyendo de un asesino que le amenaza, así el instinto de conservación de la vida sobrenatural estaba operante en Francisco dormido. Completamente normal.

El cuerpo, finalmente, refleja de algún modo en el santo su configuración a Jesucristo. Es también de experiencia. Pero esto sucederá plenamente en la resurrección, cuando venga el Señor Jesús, «que reformará el cuerpo de nuestra vileza conforme a su cuerpo glorioso» (Flp 3,21).

Conviene que de todo esto seamos muy conscientes, pues colaboraremos mejor con la gracia del Espíritu Santo si sabemos ya desde el comienzo qué pretende hacer de nosotros: quiere hacer hombres totalmente nuevos, en alma y cuerpo, de arriba a abajo.

Santos no ejemplares

El Espíritu de Jesús quiere santificar al hombre entero, y éste, animado por esa convicción de fe, debe tender a una reconstrucción total de su personalidad y de su vida. Y muchas veces lo alcanzará. Pero otras veces, sobre todo cuando hay importantes carencias -de salud mental, formadores, libros-, puede Dios permitir que perduren inculpablemente en el cristiano ciertas deficiencias psicológicas o morales que no afectan a la esencia de la santidad, pues, como hemos dicho, no son culpables. La gracia de Dios, en cada hombre concreto, aunque éste le sea perfectamente dócil, no sana necesariamente en esta vida todas las enfermedades y atrofias de la naturaleza humana. Sana aquello que, en los designios de la Providencia, viene requerido para la divina unión y para el cumplimiento de la vocación concreta. Permite a veces, sin embargo, que perduren en el hombre deificado bastantes deficiencias psicológicas y morales inculpables, que para la persona serán una no pequeña humillación y sufrimiento. Los cristianos santos que se ven oprimidos por tales miserias no serán, desde luego, santos canonizables, pues la Iglesia sólo canoniza a aquellos cristianos en los que la santidad ontológica ha tenido una plena irradiación psicológica y moral, y que por eso son un ejemplo y un estímulo para los fieles. Estos serán, pues, «santos no-ejemplares».

En la práctica no siempre es fácil distinguir al pecador del santo no-ejemplar, aunque, al menos a la larga, no es tan difícil. El pecador trata de exculparse, se justifica, se conforma sin lucha con su modo de ser («lo que hago no es malo», «la culpa la tienen los otros», «recibí una naturaleza torcida y me limito a seguirla»). El santo no-ejemplar no trata de justificarse, remite su caso a la misericordia de Cristo, no echa la culpa a los demás, ni intenta hacer bueno lo malo, y pone todos los medios a su alcance -que a veces son mínimos- para salir de sus miserias.

Este es, sin duda, un tema misterioso, pero podemos aventurar algunas explicaciones teológicas.

-Gracia y libertad transcienden todo condicionamiento exterior a ellas, y a veces gravemente limitante de las realizaciones concretas. Y ahí, en esa unión transcendente de gracia de Dios y libertad humana es donde se produce la realidad de la santificación.

-No se identifica el grado de una virtud y el grado de su ejercicio en obras, como ya vimos al estudiar el crecimiento de las virtudes.

-Normalmente, en los cristianos, Dios santifica al hombre con el concurso de sus facultades mentales, suscitando en su razón ideas, en su afectividad sentimientos, en su voluntad decisiones (y al decir normalmente queremos decir «en principio», «según norma», pero no queremos decir que estadisticamente sea lo más frecuente: ésta es cuestión en la que no entramos). Sabemos, sin embargo, que también Dios santifica al hombre sin el concurso consciente y activo de sus potencias psicológicas. Así son santificados los niños sin uso de razón; los locos, en sus fases de alienación mental; los paganos, pues los que son santificados sin fe-conceptual (no conocen a Cristo, ni tienen justa idea de Dios), habrán de tener algún modo de fe-ultraconceptual (ya que sin la fe no podrían agradar a Dios, Heb 11,5-6); y es de creer que muchos paganos son santificados. Los místicos, incluso, cuando están bajo la intensa acción del Espíritu, son de tal modo santificados sobrenaturalmente, que ellos no ejercitan las potencias psicológicas, ya que «el natural abajo queda» (2 Subida 4,2). A estos modos de santificación de niños, locos, paganos y místicos, habrá que añadir a veces la atípica manera de santidad de los santos no-ejemplares -más numerosos probablemente de lo que parece a primera vista-.

-La gracia perfecciona el alma misma, que es distinta de sus potencias, al menos en la doctrina de Santo Tomás; por tanto, éstas, en la santificación, pueden eventualmente quedar incultas, al menos en algunos aspectos, si así lo dispone Dios. San Juan de la Cruz, como otros autores espirituales, describe ciertos «toques substanciales de divina unión entre el alma y Dios», que Dios obra a oscuras de los sentidos y hasta de las facultades superiores del hombre (2 Noche 23-24). Si Dios a veces obra así en los místicos, también obrará así en los santos no-ejemplares.

Recordemos también en esto que la santificación cristiana es escatológica, es decir, se realizará plenamente en la resurrección, en el ultimo día. Aquí en la tierra, según parece, el Señor permite con frecuencia la humillación del santo no-ejemplar, del cristiano fiel que está neuróticamente angustiado -a pesar de su real esperanza-, o morbosamente irritable -a pesar de su indudable caridad-, etc. Un éste un santo, en fin, no-ejemplar, está claro. Pero es un santo.

Menosprecio de la santidad

Hay numerosos errores sobre la naturaleza verdadera de la santidad cristiana, y un menosprecio generalizado hacia la misma. Cualquier cosa interesa más a los hombres.

((El error quizá más frecuente y grave consiste en ignorar la gracia santificante, la dimensión ontológica de la santidad cristiana. La santidad sería la misma ética natural llevada por el hombre, con su fuerza e iniciativa, al extremo. No se ve la santidad como cualidad sobrenatural exclusivamente divina, como don que sólo Dios puede conferir al hombre por su gracia. Este naturalismo ético ve sólo en el hombre sus facultades naturales (error teológico), y supone fácilmente que toda obra buena, y más si es ardua y penosa, procede necesariamente de nobles motivaciones (error psicológico); cuando todos sabemos -también los psicólogos- que el hombre puede hacer prácticamente todo (incluyendo leprosería, desierto y suburbio) secretamente motivado por la vanidad, el afán de dominio o de prestigio, la necesidad neurótica de autocastigarse o de purificar una conciencia morbosamente culpable. En esta perspectiva, inevitablemente, el acento de la santidad pasa del ser al obrar: justamente lo contrario de lo que sucede en la Biblia, donde «la moralidad cristiana no aparece como un nuevo modo de actuar, sino sobre todo como un nuevo modo de ser» (Procksch 109/291).

La dramatización de los males presentes individuales o colectivos es otra forma de menospreciar la santidad. ¿Qué desgracias reales pueden suceder a los hombres que están en gracia de Dios, y que saben que «Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rm 8,28)? Sí, ciertamente, no es cosa de trivializar los males presentes, pues seria contrario a la caridad; pero hay sin duda una forma de dramatizarlos que implica un verdadero menosprecio de la santidad y de la vida eterna, es decir, de Dios mismo.

La desestima o abandono del ministerio sacerdotal llevan consigo muchas veces desprecio de la santidad. Un hombre considera llena su vida cuando engendra un par de hombres más, cuando cultiva patatas en un campo, cuando pinta unos cuadros no del todo malos, cuando es médico y salva algunas vidas. Pero se da el caso del sacerdote -aunque parezca increíble-, que estando al servicio del Santo para santificar a los hombres como «dispensador de los misterios de Dios» (1 Cor 4,1), se siente frustrado e inútil porque los hombres no aprecian o no reciben su ministerio. ¿Cómo un hombre, templo de la Trinidad, puede sentirse sólo e inútil? ¿Cómo un hombre que bautiza a otros hombres, y les da el Santo -en la predicación, en la eucaristía, en los sacramentos-, aunque en su ministerio fuera recibido por unos pocos, puede sentirse vacío y frustrado? Esto es desprecio de la santidad.

Pero, en fin, el pecado es la forma principal de despreciar la santidad. ¿En qué tiene la gracia de Dios el cristiano que peca?... Así dice San León Magno: «¡Reconoce, cristiano, tu dignidad! y, hecho participante de la naturaleza divina, no quieras degradarte con una conducta indigna y volver a la antigua vileza. ¡Recuerda quién es tu cabeza y de qué cuerpo eres miembro!» (ML 54,192-193).))

Amor a la santidad

Daríamos por plenamente realizada la vida de un científico que, tras muchos años de trabajo, lograra hacer de un mono, de uno solo, un hombre. Pues bien, toda la vida de un sacerdote merece la pena con que un hombre se haga cristiano. Toda la vida de un padre de familia es una maravilla si da el fruto de un hijo cristiano. Más aún, la vida de gracia de cualquier cristiano, aunque no diera fruto alguno en otros -cosa imposible-, es una existencia indeciblemente valiosa, le vaya en este mundo como le vaya.

Santo Tomás enseña que «la obra de la justificación de un pecador, puesto que produce el bien eterno de la participación divina, es mayor que la creación del cielo y de la tierra, que son bienes de naturaleza, mudables. El bien de gracia de uno solo es mayor que el bien de naturaleza de todo el universo» (STh I-II,113,9).

3. La perfección cristiana

Ciro García, Corrientes nuevas de teología espiritual, Madrid, Studium 1971,29-57; R. Garrigou-Lagrange, Perfection chrétienne et contemplation, Ed. Vie Spirituelle 1923,I-II; J. González Arintero, Cuestiones místicas, BAC 154 (1956; original 1916) 3-538; La evolución mística, BAC 91 (1959); B. Jiménez Duque, En qué consiste la perfección cristiana,«Rev. española de teología.» 8 (1958) 617-630; C. Truhlar, De notione totali perfectionis christianæ, «Gregorianum» 34 (1953) 252-261.

El Catecismo, siguiendo al Vaticano II, sigue enseñando la doctrina de «los preceptos y consejos» (914-918, 925-926, 1973-1974).

Santidad y perfección

Estamos llamados a ser santos y perfectos, como el Padre celestial lo es (Ef 1,4; Mt 5,48). Santidad y perfección equivalen prácticamente. Y no habría dificultad en identificar ambos conceptos si se recordara siempre que no hay más perfección humana posible que la santidad sobrenatural. Pero esto se olvida demasiado. Por eso nosotros preferimos hablar de santidad, palabra bíblica, largamente usada en la tradición patrística, teológica y espiritual de la Iglesia. Ella expresa muy bien que la perfección del hombre adámico ha de ser sobrenatural, por unión con el Santo, Jesucristo. Sin embargo, hemos de considerar ahora el tema de la perfección cristiana, ya clásico en la teología espiritual.

El sentido etimológico de la palabra perfección es claro: hecho del todo, acabado, consumado (de per-facere, per-ficere, per-fectio). También la perfección, en sentido metafísico, significa totalidad: «Totum et perfectum idem sunt» (STh II-II, 184,3). Perfección es acto, imperfección es potencia. Una cosa es perfecta en la medida en que está actualizada su potencia. De aquí que la perfección absoluta sólo se da en Dios, que es acto puro. Las criaturas, siempre compuestas de potencia y acto, siempre haciéndose, no pueden lograr sino una perfección relativa.

Por otra parte, como enseña Santo Tomás, la perfección relativa puede considerarse de tres modos: la perfección entitativa («in esse, in actu primo, habitualis, essentialis, substantialis, perfectio prima») reside en los principios constitutivos del ser: es perfecto, por ejemplo, el hombre que tiene alma y cuerpo, con todas sus facultades y miembros; la perfección dinámica («in operari, in actu secundo, actualis, accidentalis, perfectio secunda») consiste en la capacidad de la criatura para dirigirse a su fin por sus potencias y actos, y mira, pues, en el hombre la intensidad de sus virtudes; y la perfección final («in fine, ultima, in facto esse»), por la que la criatura alcanza su fin, es la perfección total.

De un modo análogo, en la vida cristiana consideramos una perfección entitativa (la gracia), otra dinámica (virtudes y dones), y la perfección final (la gloria). Pues bien, la teología espiritual considera fundamentalmente la perfección dinámica, «in fieri», por la que el cristiano tiende con más o menos fuerza hacia Dios, que es su fin.

La perfección cristiana consiste en la caridad

El constitutivo formal de la perfección cristiana consiste en la caridad; y el constitutivo integral, en todas las virtudes bajo el imperio y guía de la caridad (STh II-II,184,1 ad 2m). Analicemos el tema por partes.

1.-La perfección cristiana consiste esencialmente en la perfección de la caridad. Amar a Dios y amar al prójimo es la síntesis de la perfección cristiana (Mt 22,34-40). El Nuevo Testamento enseña una y otra vez la primacía absoluta de la caridad (Rm 13,8-10; 1 Cor 12,31; 13,1-13; Gál 5,6. 14; Col 3,14).

Y es clara la razón teológica. 1.-EI hombre es imagen de Dios, que es caridad, y por eso es perfecto en la medida en que ama; en esa medida se asemeja a Dios, y es hombre (1 Jn 4,7-9; GS 24c). 2.-El hombre está finalizado en Dios, y de cualquier ser «se dice que es perfecto en cuanto que alcanza su propio fin, que es la perfección última de cada cosa. Ahora bien, la caridad es la que nos une a Dios, fin último del alma humana. Luego la perfección de la vida cristiana se logra especialmente según la caridad» (STh II-II,184,1).

2.-La perfección cristiana consiste integralmente en todas las virtudes bajo el imperio de la caridad. Una virtud o hábito puede realizar o bien actos elícitos, que son los suyos propios, o bien actos imperados, que le vienen impuestos por otra virtud. Pues bien, la perfección cristiana no está sólo en el acto elícito de la caridad, por la que el hombre se une a Dios en amor. La orientación total del hombre a Dios no viene lograda sólo por la caridad, que mira el fin, sino por todas las virtudes morales, que se refieren a los medios conducentes a ese fin. «La caridad ordena los actos de todas las demás virtudes a su fin último. Y según esto da ella forma a los actos de todas las demás virtudes. Por eso se dice que ella es forma de las virtudes» (II-II,23,8).

((Cualquier espiritualidad que haga consistir la perfección cristiana en algo distinto de la caridad es falsa. Casi siempre en la historia de la espiritualidad los errores han venido de afirmar un cierto valor cristiano sin la subordinación debida a la caridad, y rompiendo la necesaria conexión con todas las otras virtudes cristianas. Unos han visto en la contemplación la clave de la perfección (gnósticos, alumbrados, quietistas), sin urgir debidamente la ascética de aquellas virtudes que hacen la contemplación posible. Otros han visto la perfección en la pobreza (ebionitas, paupertistas), otros en la abstinencia más estricta (encratitas, temperantes), otros en la oración ininterrumpida (mesalianos, euquitas, orantes), y unos como los otros, afirmando un valor, menospreciaban o negaban otros como la obediencia, la prudencia o la caridad. Los resultados eran lamentables. Hay que concluir con Santo Tomás que «la vida espiritual consiste principalmente en la caridad, y quien no la tiene, espiritualmente ha de ser reputado en nada. En la vida espiritual es simpliciter perfecto aquel que es perfecto en la caridad» (De perfectione vitæ spiritualis 1).))

3.-El grado de perfección cristiana es el grado de crecimiento en la caridad. Un cristiano es perfecto en la medida de la intensidad de los actos elícitos de su caridad, y en la medida también de la extensión de su caridad, es decir, en cuanto que ella extiende sus actos imperados sobre el ejercicio de las otras virtudes, dándoles así fuerza, finalización y mérito.

4.-Amar a Dios es más perfecto que conocerle. Conocimiento y amor no se oponen, desde luego, sino que el uno potencia al otro. Pero en la historia de la espiritualidad unos han acentuado más la vía intelectual, y otros la afectiva. Pues bien, los hábitos intelectuales no son virtudes si no están informados por la caridad: ellos solos no hacen bueno al que los posee; ellos dan la verdad, no el bien. Por otra parte, la perfección cristiana está en la unión con Dios, y lo que realmente une al hombre con Dios es el amor. En efecto, «el acto de entender consiste en que el concepto de la cosa conocida está en el cognoscente; pero el acto de la voluntad [que es el amor] se consuma en cuanto que la voluntad se inclina a la misma cosa como es en sí... Por eso es mejor amar a Dios que conocerlo» (STh I,82,3).

5.-En esta vida puede el hombre crecer en caridad indefinidamente, es decir, puede aumentar su perfección «in infinitum». No hay límites en el amor de Dios, que causa el crecimiento de la caridad. Tampoco hay límites en la persona humana receptora de la virtud de la caridad. Más aún, «la capacidad de la criatura racional aumenta por la caridad, pues por ella se dilata su corazón, de modo que todavía se hace más hábil para acrecentamientos nuevos» (STh II-II,24,7 ad 2m). La persona humana está abierta siempre a participar aún más de la infinita caridad divina, y Dios siempre quiere enriquecer al hombre más y más. «A todo el que tiene se le dará y abundará» (Mt 25,29).

Sólamente la muerte detiene este crecimiento: «La criatura racional es llevada por Dios al fin de la bienaventuranza, y también es conducida por la predestinación de Dios a un determinado grado de bienaventuranza, conseguido el cual no puede ya pasar a otro más alto» (I,62,9). Es el momento solemne y decisivo, en que la perfección del hombre -en naturaleza y gracia- queda fijada eternamente según el grado de la caridad. Así lo expresa San Juan de la Cruz: «A la tarde te examinarán en el amor. Aprende a amar como Dios quiere ser amado» (Dichos 59).

Preceptos y consejos

El Señor dio muchos consejos a sus discípulos sobre muy diversas cuestiones: el modo de hablar (Mt 5,33-37), la actitud frente al mal (5,38-41; 26,53-54; Jn 10,17-18; 18,5-11; 1 Cor 6,7; 1 Tes 5,15; 1 Pe 2,20-22), la comunicación de bienes (Mt 5,42; 6,2-3; Lc 6,35; 12,33; 1 Cor 16,1-4; 2 Cor 8-9; Gál 2,10), el amor a los pobres (Lc 14,12-24; Sant 2,1-9), la oración (Mt 6,5-15), el ayuno (6,16-18), las riquezas (6,19-21; 19,16-23), el amor a los enemigos (5,43-48; Rm 12,20), la corrección fraterna (Mt 18,15-17; Lc 17,3), etc. Ahora bien, como dice Juan Pablo II, «si la profesión de los consejos evangélicos, siguiendo la Tradición, se ha centrado sobre castidad, pobreza y obediencia, tal costumbre parece manifestar con suficiente claridad la importancia que tienen como elementos principales que, en cierto modo, sintetizan toda la economía de la salvación» (exh. apost. Redemptionis donum 25-III-1984, 9).

Dos pasajes sobre todo del Nuevo Testamento fundamentaron la antigua distinción entre preceptos y consejos, y son el pasaje del joven rico (Mt 19,16-30) y los consejos de San Pablo sobre la virginidad (1 Cor 7). Jesús le dice a un joven rico, fiel desde muchacho a los preceptos, que «si quiere ser perfecto», se desprenda de todos sus bienes y le siga. Y San Pablo, el gran doctor del matrimonio cristiano (Ef 5,32), aconseja la virginidad, porque «es mejor y os permite uniros más al Señor, libres de impedimentos». En la escena del joven rico, Cristo da un consejo a una persona concreta, en tanto que en la carta referida, San Pablo da un consejo en general, y propone la virginidad como un estado de vida en sí mismo aconsejable.

Las primeras elaboraciones doctrinales sobre los preceptos y consejos fueron realizadas por los Padres para enfrentar a los herejes, tanto a aquéllos que menospreciaban pobreza y virginidad, como a los que las exigían como necesarias para la salvación. Frente a estos extremos de error, la Iglesia enseñaba que esos consejos ni eran necesarios para la salvación, ni debían ser menospreciados como si fueran algo completamente indiferente en orden a la perfección cristiana. Estas doctrinas de Orígenes, Jerónimo, Ambrosio o Agustín, mejor formuladas después por los teólogos medievales, especialmente por Santo Tomás y San Buenaventura, arraigaron más tarde en la Tradición teológica, espiritual y canónica de la Iglesia.

Pues bien, fijándonos ya especialmente en la tríada clásica de los consejos, podemos preguntarnos: ¿Los consejos evangélicos llevan a una perfección cristiana más alta que la impulsada por los preceptos del Señor? O dicho de otro modo: ¿Quienes viven los tres consejos están ordenados por Dios a una mayor perfección que aquéllos otros que no los cumplen? ¿Quedarían así los laicos cristianos excluidos de la perfección cristiana?...

La respuesta a estas cuestiones es ciertamente negativa. Como ya hemos visto, y en seguida veremos mejor, todos los cristianos, sea cual fuere nuestro estado de vida, estamos llamados a la perfección de la caridad, a ser «perfectos como el Padre celestial» (Mt 5,48), a ser «imitadores de Dios, como hijos queridos» (Ef 5,1). El impulso dado por los preceptos de Cristo lleva por sí mismo a la perfección, a la totalidad de la caridad. Y llegado el caso extremo, recordemos que el martirio, es decir, el mayor amor y la mayor perfección espiritual posible, es de precepto, no es de consejo. Nunca, pues, los consejos pueden impulsar «más allá» de lo exigido por los preceptos, pues los preceptos de la caridad lo exigen todo. Sería una deformación de la Tradición católica imaginar algo así como que los preceptos piden al cristiano cumplir lo que en justicia debe dar a Dios y al prójimo, en tanto que los consejos le llevarían por la caridad a un más allá de generosidad sin límites. La doctrina de la Iglesia es otra.

La perfección cristiana consiste principal y esencialmente en los preceptos, secundaria e instrumentalmente en los consejos. Esta es la enseñanza de la tradición católica, que Santo Tomás formula en un precioso texto:

«Por sí misma y esencialmente (per se et essencialiter), la perfección de la vida cristiana consiste en la caridad: en el amor a Dios, primeramente, y en el amor al prójimo, en segundo lugar; sobre esto se dan los preceptos principales de la ley divina. Y adviértase aquí que el amor a Dios y al prójimo no caen bajo precepto según alguna limitación -como si lo que es más que eso cayera bajo consejo-. La forma misma del precepto expresa claramente la perfección, pues dice «Amarás a tu Dios con todo tu corazón» (todo y perfecto se identifican); y «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (y cada uno se ama a sí mismo con todas sus fuerzas). Y esto es así porque «el fin del precepto es la caridad» (1 Tim 1,5); ahora bien, para el fin no se señala medida, sino sólo para los medios (el médico, por ejemplo, no mide la salud, sino la medicina o la dieta que ha de usarse para sanar). Por tanto, es evidente que la perfección consiste esencialmente en la observancia de los mandamientos.

«Secundaria e instrumentalmente (secundario et instrumentaliter), la perfección consiste en el cumplimiento de los consejos, todos los cuales, como los preceptos, se ordenan a la caridad, pero de manera distinta. En efecto, los preceptos se ordenan a quitar lo que es contrario a la caridad, es decir, aquello con lo que la caridad es incompatible [por ejemplo «No matarás»]. Los consejos [por ejemplo, celibato, pobreza], en cambio, se ordenan a quitar los obstáculos que dificultan los actos de la caridad, pero que, sin embargo, no la contrarían, como el matrimonio, la ocupación en negocios seculares, etc.» (II-II, 184,3).

La perfección cristiana, por tanto, consiste en la caridad, sobre la cual se dan los dos preceptos fundamentales de la ley evangélica, y la función de los consejos no es otra que facilitar el desarrollo de la caridad a Dios y al prójimo, removiendo aquellos condicionamientos que, dada la enfermedad del corazón humano -y no de suyo, por naturaleza-, suelen ser dificultades para ese crecimiento de la abnegación y de la caridad.

Por tanto los laicos cristianos, estando casados, poseyendo bienes de este mundo, y no sujetos a especial obediencia, llevan camino de perfección, si permanecen en lo que el Señor ha mandado: «Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor» (Jn 15,10). Más aún, los laicos, guardando los preceptos, viven de verdad los consejos evangélicos espiritualmente, es decir, en la disposición de su ánimo. Pero esto hemos de considerarlo más detenidamente en breve, cuando tratemos de la vocación cristiana laical.

Vida ascética y vida mística

Cuando hablamos anteriormente de la gracia, de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo, ya mostramos cómo el hombre por las virtudes se mueve bajo el influjo de la gracia al modo humano, mientras que por los dones es movido directamente por Dios y participa de la vida sobrenatural al modo divino. Según eso, la vida cristiana que predominantemente se ejercita en régimen de virtudes es activa y se llama ascética; en tanto que la vida sobrenatural regida habitualmente por los dones es experimentada como pasiva, y recibe el nombre de mística.

Pues bien, para llegar a la perfección cristiana ¿hay una doble vía, la ascética o la mística, o más bien hay una única vía, ascética primero, mística después? Muchos aspectos importantes de la vida espiritual dependen de la respuesta que se dé a esta pregunta.

((Los partidarios de la doble vía, como el Padre Crisógono de Jesús Sacramentado, consideraban que «los caminos para llegar a la perfección son dos, la ascética y la mística» (Compendio de Ascética y Mística, Madrid, Rev. Espiritualidad 1946,55; orig. 1933). «La vía ascética es para todas las almas, porque es un medio necesario para adquirir la perfección» (58), y en ella se distinguen las tres fases clásicas: purificación, iluminación y unión, en la que está la perfección (64). En cambio, «la vía mística no está a disposición de todos, porque implica un elemento que está fuera de las exigencias del desarrollo de la gracia» (58). También en ella hay purificación, iluminación y unión perfectiva (166).))

Para resolver esta cuestión, muy debatida en la primera mitad del siglo XX, parece que es necesario llegar a conocer bien la naturaleza de la mística. Nosotros entendemos que la vida mística consiste esencialmente en el régimen predominante de los dones del Espíritu Santo, que actúan en el cristiano al modo divino o sobrehumano, y que ordinariamente producen en él una experiencia pasiva de Dios y de su acción en el alma. Muchos estudios, especialmente los del padre González Arintero, llegaron a mostrar que esta doctrina teológica ha sido constantemente mantenida por la mejor tradición de la Iglesia.

«Lo que en realidad constituye el estado místico -dice el padre Arintero- es el predominio de los dones del Espíritu Santo sobre la simple fe viva y ordinaria, con las correspondientes obras de esperanza y caridad; mientras que el de éstas sobre aquéllos caracteriza el estado ascético. Pero, a veces, el buen asceta, movido del divino Espíritu, puede proceder místicamente, aunque él no lo advierta; así como, por el contrario, los místicos, por muy elevados que se hallen, cuando por algún tiempo se les retira el Espíritu, deben proceder, y proceden, a manera de ascetas» (Cuestiones místicas 6,3: p.536). Al paso de los años, la transición de la vida ascética a la mística se va haciendo suavemente y de modo casi imperceptible.

Hemos dicho también que la experiencia pasiva de Dios y de su acción caracteriza ordinariamente la vida mística. Esto se debe a la naturaleza y acción de los dones del Espíritu Santo, como ya lo hemos explicado en otro lugar. Es cierto, sin embargo, que esa conciencia vivencial de Dios puede desaparecer en ciertas Noches oscuras, cuando el alma «se siente sin Dios», como alejada de él «para siempre» (San Juan de la Cruz, 2 Noche 6,2). Pero, pasadas estas pruebas dolorosas de ausencia, lo más propio del estado místico es captar con habitual certidumbre la presencia de Dios en el alma (+Santa Teresa, 7 Moradas 1,7).

La perfección cristiana está sólamente en la vida mística

Pues bien, entendiendo así la mística, afirmamos ahora que la perfección de la vida cristiana está en la vida mística, que consuma la ascética. La mística, pues, no es una vía extraordinaria, sino la consumación de la ascética cristiana; entra, por tanto, en el desarrollo normal de la gracia, y a ella están llamados todos los cristianos. Esta doctrina, la de la única vía, es la que hoy puede considerarse común entre los autores.

Los maestros espirituales más antiguos enseñaron de modo constante que la ascesis (practiké) no puede perfeccionarse en sí misma, sino que debe conducir a la mística (gnosis, theoría). Una fase previa purificativa es necesaria para llegar a la contemplación, en la que está la perfección («los limpios de corazón verán a Dios», Mt 5,8; «contempladlo y quedaréis radiantes», Sal 33 ,6).

San Juan de la Cruz, en el esquema de su Noches, muestra claramente cómo en la vida sobrenatural es necesario que la obra activa y virtuosa del hombre sea consumada pasivamente por la acción de Dios. «Por más que el alma se ayude, no puede ella activamente purificarse de manera que esté dispuesta en la menor parte para la divina unión de perfección de amor, si Dios no toma la mano y la purifica en aquel fuego oscuro para ella» (1 Noche 3,3). El solo ejercicio de las virtudes no puede llevar a la perfección. En efecto, «por más que el principiante en mortificar en sí ejercite todas estas sus acciones y pasiones, nunca del todo ni con mucho puede, hasta que Dios lo hace en él, habiéndose él pasivamente, por medio de la purificación de la noche» (7,5). Y este principio está vigente tanto en la vida de oración como en la vida ordinaria.

-En la vida de oración, conocemos bien el paso de los modos ascéticos a los místicos. Santa Teresa describe maravillosamente ese desarrollo espiritual. La oración ascética-activa -discursiva, laboriosa, al modo humano- es muy valiosa y necesaria para llegar a la oración mística, pero en sí misma es muy poca cosa: es como una llamita débil, la de una cerilla, que va consumiendo «pajitas puestas con humildad (y menos serán que pajas si las ponemos nosotros)» (Vida 15,7). Cierto que en una oscuridad completa una luz mínima es mucho. Pero cuando no por industria humana, sino por don magnífico de Dios, se abren las ventanas y entra la luz a raudales, entonces la luz de la cerilla, el fueguecito de pajas, la oración de consideraciones discursiva, ya no tiene sentido. En efecto, en la oración mística-pasiva, cuando el que actúa «es el espíritu de Dios, no es menester andar rastreando cosas para sacar [por ejemplo] humildad y confusión, porque el mismo Señor la da de manera bien diferente de la que nosotros podemos ganar con nuestras considerancioncillas, que no son nada en comparación de una verdadera humildad con luz que enseña aquí el Señor, que hace una confusión que hace deshacer» (15,14). No olvidemos, sin embargo, que de aquel fueguecillo de pajas vino a prender el gran fuego de la oración mística. De aquellas «consideracioncillas», laboriosamente discurridas, vino a formarse la hoguera de la oración contemplativa. Es por el camino laborioso de la ascética por donde se llega a la mística.

-Y en la vida ordinaria el paso de la ascética a la mística se produce en el cristiano de forma análoga. Una decisión, por ejemplo, tomada por la virtud de la prudencia implica consultas, dudas, oraciones de súplica, discursos lentos y laboriosos de la mente, que vienen a dar en acciones no del todo prudentes. En cambio, una decisión realizada bajo el don de consejo es simple, fácil, rápida, y perfectamente prudente. Es el Espíritu Santo quien, gobernando al cristiano al modo divino, le da en las situaciones más complicadas una extraña, sencilla, rápida y segura capacidad de acierto.

Ascética y mística son dos fases de un mismo camino que lleva a la perfección cristiana. La mística entra en el desarrollo normal de la vida de la gracia. Tiene, pues, razón el padre Arintero cuando afirma que «no hay ni es posible que haya verdaderos santos no místicos» (Cuestiones 4: 402).

La perfección cristiana está en la mística. Veamos, ahora, por separado dos cuestiones entre sí conexas. Primera: Todos estamos llamados a la perfección. Segunda: Todos estamos llamados a la vida mística.

Todos estamos llamados a la perfección

En la Escritura se nos muestra claramente que Dios nos llama a todos a la perfección evangélica. Así nos dice Cristo: «Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48); frase que es un eco de aquella otra antigua: «Sed santos, porque Yo soy santo» (Lv 11,44; 19,3; 20,7; +1 Pe 1,15-16; Ef 1,4; 4,13; 1 Tes 4,3; Ap 22,11).

Ya en el mandamiento primero de la Ley cristiana se manifiesta abiertamente esta llamada a la perfección. Escribe sobre esto Garrigou-Lagrange: «»Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10,27; Dt 6,5), y no a medias. Es decir, todos los cristianos a quienes se dirige este precepto deben, si no tener ya la perfección de la caridad, sí al menos tender hacia ella, cada uno según su condición, en el matrimonio, en la vida sacerdotal o en el estado religioso... Nuestra caridad debe crecer siempre hasta el término de nuestra peregrinación; y esto no es sólamente un consejo, algo mejor, es una cosa que debe ser, y quien aquí abajo no quisiera crecer más en la caridad ofendería a Dios. El camino hacia la eternidad no está hecho para que uno se instale en él y se duerma, sino para que se camine por él. Para el viajero que aún no ha llegado al término obligado de su peregrinación, es un mandamiento y no sólo un consejo avanzar, lo mismo que el niño debe seguir creciendo, según una ley natural, bajo pena de hacerse un enano, un ser deforme» (Les trois âges de la vie intérieure, París, Cerf 1951,272. 276; +STh II-II, 184,3).

Por tanto, tenemos grave obligación de procurar la perfección cristiana. El hecho de no ser perfecto y santo no constituye en sí mismo un pecado. Pero el no tender seriamente hacia la perfecta santidad, más aún, el excluir positivamente tal empeño, eso sí es grave pecado, pues desobedece frontalmente el precepto divino, y porque equivale a no querer amar más a Dios.

((Con unos u otros matices y variantes, siempre ha habido muchos que no se creen obligados a tender a la perfección, sino a lo más invitados. Sacerdotes y personas especialmente consagradas a Dios, esos sí tendrían obligación de tender a la perfección evangélica, pero los demás no. Y si tal tesis a veces no llega a ser una convicción teórica, lo suele ser en la práctica. Santo Tomás enseña que la perfección de la caridad puede ser doble: «Hay una perfección exterior [de consejos], que consiste en actos exteriores que son signo de disposiciones interiores, por ejemplo, la virginidad y la pobreza voluntarias, y a esta perfección no todos están obligados. Hay, sin embargo, una perfección interior [de precepto], que consiste en el amor a Dios y al prójimo; y a esta perfección todos están obligados a tender, pues si alguno no quisiera amar a Dios más, de ningún modo cumpliría el precepto de la caridad» (In epist. Heb. 6,1).))

En la encíclica Rerum omnium (26-1-1923) sobre San Francisco de Sales, Pío XI, glosando la doctrina de este santo Doctor de la Iglesia, insistía en la universalidad de la vocación cristiana a la perfección: «que nadie juzgue que esto obliga únicamente a unos pocos selectísimos y que a los demás se les permite permanecer en un grado inferior de virtud. Están obligados a esta ley absolutamente todos sin excepción». Es la doctrina del concilio Vaticano II: «Todos los fieles, de cualquier condición y estado, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre» (LG 11c; +40b, 42e).

Todos estamos llamados a la vida mística

Si todos estamos llamados a la perfección cristiana, y si tal perfección sólo puede darse bajo el régimen habitual de los dones del Espíritu Santo, esto es, participando de la vida sobrenatural al modo divino, es claro que todos estamos llamados a la vida mística. Sin esa pasividad-activa, producida por el gobierno inmediato del Espíritu divino, no puede haber total deificación del hombre adámico. Por eso afirmamos que el desarrollo normal de la vida cristiana lleva a la vida mística.

No todos, por supuesto, estamos llamados a experimentar ciertos fenómenos místicos que a veces se producen en quienes han llegado a la vida mística. Pero tales fenómenos no constituyen en modo alguno la esencia de la vida mística, ni pertenecen a la misma de modo necesario.

¿Todos estamos llamados a la contemplación mística?

Sobre esta cuestión hubo una prolongada polémica hace varios decenios. Convendrá que precisemos, en primer término, algunos conceptos. En nuestra opinión, los grandes maestros espirituales han entendido siempre que la contemplación es la oración mística y pasiva, aquella oración que se produce al modo divino bajo la acción donal del Espíritu Santo, y que la actividad e industria humana no pueden adquirir, sino sólo estorbar.

Santa Teresa, cuando describe los grados de la oración, dice al llegar al recogimiento pasivo que es oración «sobrenatural» (4 Moradas 3,1), aunque no en toda pureza, pues «es también natural junto con lo sobrenatural» (3,15). Ella distinguía este recogimiento de otro activo, «que cada uno lo puede hacer» (3,3). Pero al llegar, en esta descripción dinámica del crecimiento en la oración, a la oración de quietud, dice que es «principio de pura contemplación» (Camino Perf. 30,7); «es ya cosa sobrenatural, que no la podemos procurar nosotros por diligencias que hagamos» (31,2). La pasividad se irá después acentuando, hasta llegar a las oraciones de unión, que son las oraciones plenamente místicas y contemplativas.

También el esquema ascendente de San Juan de la Cruz va a dar en oraciones puramente pasivas, es decir, místicas: «El alma gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios sin particular consideración, en paz interior y quietud y descanso, y sin actos ni ejercicios de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad al menos discursivos, que es ir de uno en otro, sino sólo con la atención y noticia general amorosa que decimos, sin particular inteligencia y sin entender sobre qué» (2 Subida 13,4; +2 Noche 14,1). Coinciden los esquemas de estos dos Doctores espirituales, y señalaremos que la oración pasiva (mística, contemplativa) se inicia con la purificación pasiva del sentido (1 Noche 9).

((Según esto, parece impropio hablar de «contemplación adquirida», como lo hacía el eminente padre Gabriel de Santa María Magdalena (DSp II,2, 1953, 2058-2067). Habría una contemplación imperfecta y otra perfecta. En la imperfecta habría dos grados, la contemplación activa-adquirida y la pasiva-infusa. Estas divisiones, aunque tienen cierto fundamento, traen más inconvenientes que ventajas. Y sobre todo, no siguen el uso de los maestros espirituales, que siempre han referido la contemplación a la pasividad. En este sentido, una «contemplación adquirida» parece una contradicción en los términos.))

Hechas estas consideraciones, volvemos a nuestra cuestión: ¿Todos estamos llamados a la contemplación mística? ¿Todos estamos llamados por Dios a alcanzar, al menos, esas formas de oración semipasiva, como es la quietud, que ya son principio de contemplación? Nuestra respuesta es afirmativa. Pero antes de matizarla un tanto, recordemos las posiciones de dos grandes místicos.

La enseñanza de Santa Teresa en este punto no está exenta, al menos en la expresión, de ciertas vacilaciones. De un lado, y para evitar desconsuelos, advierte que «es cosa que importa mucho entender que no a todos lleva Dios por un camino...; así que no porque en esta casa todas traten de oración, han de ser todas contemplativas» (Camino Perf. 17,2). Pero de otro lado, hablando de la contemplación, que es «llegar a beber de esta fuente celestial y de esta agua viva», dice: «Mirad que convida el Señor a todos... [El no dijo:] «Venid todos, que, en fin, no perderéis nada, y lo que a mí me pareciere, yo les daré de beber». Mas como dijo, sin esta condición, a todos, tengo por cierto que todos los que no se quedaren en el camino, no les faltará esta agua viva» (19,14-15). Parece entonces que la Santa advierte como que se contradice, y aclara que lo primero (17,2) lo decía «cuando consolaba a las que no llegaban aquí» (20,1). Más claro aparece su pensamiento en su última obra escrita: «Aunque todas las que traemos este hábito sagrado del Carmen somos llamadas a la oración y contemplación... pocas nos disponemos para que nos la descubra el Señor» (5 Moradas 1,3).

La enseñanza de San Juan de la Cruz acerca de la llamada universal a la contemplación también ha sido discutida por algunos, en referencia a ciertas frases en las que el santo Doctor se inclinaría por la negativa (1 Noche 9,9). El, sin embargo, coincide con la posición de Santa Teresa: todos están llamados, pocos son los que llegan (Llama 2,27). La doctrina del Santo se conoce mejor, no tanto discutiendo sobre una u otra frase, sino viendo el conjunto sistemático de su doctrina. Allí aparece claro que los principiantes, por la purificación ascética del sentido (1 Subida), y por la purificación ascética, activa, del espíritu, se disponen para la contemplación, como aprovechados (2 Subida 13; 3 Sub.1; 2,2). A estos adelantados, que van aprovechando, Dios les «comienza a poner en esta noticia sobrenatural de contemplación» (2 Sub.15,1). Y no llegarán a la contemplación perfecta de unión con Dios (1 Noche 1,1), en tanto no hayan pasado las purificaciones pasivas del sentido (1 Noche) y del espíritu (2 Noche). De hecho, muy pocos son los que llegan a esa purificación suprema que hace posible la perfecta unión con Dios (1 Noche 8,1).

Por tanto, en la oración, a los que no acaban de ir adelante, Dios «a éstos nunca les acaba de desarrimar el sentido de los pechos de las consideraciones y discursos, sino algunos ratos a temporadas» (1 Noche 9,9). Pero a los que de veras van adelante «Dios comienza a poner en esta noticia sobrenatural de contemplación» (2 Subida 15,1). Y San Juan de la Cruz, que enseña bien claro que todos están llamados a ir adelante en la perfección, precisa que es en la purificación pasiva del sentido cuando los adelantados son introducidos en la contemplación: «Estando ya esta casa de la sensualidad sosegada, por medio de esta dichosa noche [pasiva] de la purificación sensitiva, salió el alma a comenzar el camino y vía del espíritu, que es de los aprovechantes y aprovechados, que por otro nombre llaman vía iluminativa o de contemplación infusa, con que Dios de suyo anda apacentando y alimentando al alma, sin discurso ni ayuda activa de la misma alma» (1 Noche 14,1).

Concluímos, pues. Todos los cristianos estamos llamados a alcanzar la contemplación mística, pues todos estamos llamados a la perfección, y el modo de oración correspondiente a la perfección espiritual es justamente la contemplación quieta, pasiva, transformante. A esta afirmación añadiremos dos observaciones.

1ª.-Aunque todos son llamados a la contemplación, pocos llegan a la perfección de vida que la hace posible.

2ª.-Una es la vida de oración contemplativa en los místicos contemplativos, y otra en los místicos activos. Sabemos que en el santo abundan los dones del Espíritu Santo, por los que habitualmente es movido. Y sabemos también que estos dones crecen de modo conexo como hábitos (STh I-II,68,5). Pero en los santos no todos los dones serán actualizados por Dios con la misma intensidad, claridad y frecuencia. Los dones intelectivos del Espíritu Santo -inteligencia y sabiduría, sobre todo- actuarán en los místicos contemplativos con especial fuerza y frecuencia. Los dones más referidos a la vida activa -como consejo, piedad, fortaleza-, por el contrario, actuarán predominantemente en los místicos activos. «El viento sopla donde quiere... Eso pasa con todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3,8). Y aún estos santos activos, como lo muestra la hagiografía, tienen oración contemplativa: muchos en abundancia, otros con cierta frecuencia. No podría ser de otro modo, pues todo santo es místico, y su alma «está hecha Dios de Dios por participación» (Llama 3,8).

4. La vocación

AA.VV., La vocation, éveil et formation, París, Cerf 1965; AA.VV., (dir. A. Favale), Vocación común y vocaciones específicas, I-III, Madrid, Atenas 1984; H. Carrier, La vocation; dynamismes psychosociologiques, Roma, Gregoriana 1967; G. Greganti, La voc. individuale nel Nuovo Testamento, Roma, Corona Lateranensis 1969; R. Hostie, Le discernement des vocations, Mechliniæ, Desclée de B. 1966; P. C. Landucci, La voc. sagrada, Madrid, Paulinas 1965; A. Pigna, La voc.; teología y discernimiento, Madrid, Atenas 1983; K. L. Schmidt, kaleo y voces afines, KITTEL III,487-502/IV, 1453-1490.

La vocación humana y la cristiana

Al principio, el creador llamó a las criaturas para que del no-ser pasaran al ser (vocare, llamar; vocatio, llamada, vocación). Por eso todas las criaturas tienen una vocación divina, tanto por su origen como por su fin: Dios.

Pero, entre todas las criaturas del mundo visible, Dios creó al hombre inteligente y libre, capaz de conocimiento y amor, para que entrase en amistad con él. De ahí que «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios» (GS 19a). «La vocación suprema del hombre en realidad es una sola, la divina» (22e).

El pecado frustró profundamente esta vocación, y el hombre quedó por él tan destrozado que terminó por ignorar incluso su propia vocación: ya no sabía ni quién le llamó al ser, ni para qué estaba en este mundo. Se quedó a oscuras. Llega entonces el tiempo de la gracia, y de nuevo Dios misericordioso llama al hombre, esta vez por su Hijo encarnado; le «llama de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe 2,9). Es ahora la voz de Cristo la que llama a los hombres, a todos, judíos y gentiles; es él quien llama a los pecadores (Lc 5,32; Hch 10,34; Rm 2,11; 10,12-13; 1 Tim 2,4). Ahora la vocación humana es la cristiana. Por ella Jesucristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22a; +18b).

La elección

La historia de la salvación nos revela a un Dios que elige. La historia de la gracia no es homogénea (a todos por igual), es siempre heterogénea (Dios elige a unos para por ellos bendecir a todos). Dios elige y llama a algunos, para asociárselos especialmente como amigos y colaboradores. Por eso se trata de elecciones difusivas, y no exclusivas, como entendió el Israel carnal («Dios me elige a mí y rechaza a los demás»). Y esto se ve desde el principio, desde la elección de Abraham: «Yo te haré un gran pueblo... y serán bendecidas en ti todas las familias de la tierra» (Gén 12,1-3). El mismo sentido tiene la elección de los apóstoles (Mc 3,13-14), la de Pedro (Mt 16,18), la de la Iglesia, «enviada por Dios a las gentes para ser «sacramento universal de salvación» (LG 48b)» (AG 1a).

¿Significa eso que los elegidos de Dios son utilizados con un sentido meramente instrumental? En modo alguno, como se ve con toda claridad en Jesucristo. De él dice el Padre, «mi elegido, mi amado» (Mt 12,18). La elección de Dios siempre es un especial amor suyo. Y del mismo modo que Cristo, los cristianos somos «elegidos de Dios, santos y amados» (Cor 3,12; +Rm 8,33; Ef 1,4-6; 1 Pe 2,9; +Dt 7,8; 10,15; Is 43,4; Jer 31,3; Os 11,1).

La llamada

Dios es «el que llama» (kalon, Gál 5,8; Rm 9,11; 1 Tes 5,24; 1 Pe 1,15). Llama por Cristo a los apóstoles: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19). Llama a todos los hombres, directamente o por sus apóstoles: «Venid a mí todos» (11,28). En el fin del mundo, llamará a los bienaventurados: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino» (25,34).

Y los cristianos somos «los llamados» (keklemenoi, Rm 8,30; Heb 9,15; 1 Pe 2,21; 3,9; Ap 19,9). La llamada es la manifestación en el tiempo de una elección eterna: «Antes que te formara en la maternas entrañas te conocía yo; antes que tú salieses del seno materno te consagré y te designé para profeta» (Jer 1,5).

La llamada de Dios es siempre libre y gratuita: «Dios nos llamó con vocación santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su propósito y de su gracia» (2 Tim 1,9). Somos llamados porque Dios nos ha hecho objeto de una elección (klesis) puramente gratuita, una «elección por gracia, y si es por gracia, ya no es por las obras, que entonces la gracia ya no sería gracia» (Rm 11,5-6). Toda la Escritura destaca la absoluta gratuidad de la elección divina (Jn 15,16), que se manifiesta de manera especial en la elección y vocación de los pobres: Moisés era medio tartamudo (Ex 4,10), Israel era el más pequeño de todos los pueblos (Dt 7,7-8), y la Iglesia congrega, como elegidos y llamados de Dios, a muchos hombres que no son nada en el mundo (1 Cor 1, 26-29).

Cristo llama a la santidad

Antes veíamos cómo en la Escritura aparece Dios como «el que llama». Pues bien, en el Nuevo Testamento el que llama es Jesucristo: somos llamado de Jesucristo (Rm 1,6), llamados con El, elegidos y fieles (Ap 17,14), llamados a participar con Jesucristo (1 Cor 1,9), llamados en Cristo a la gloria eterna de Dios (1 Pe 5,10), etc. De ahí que «si, según los evangelios sinópticos, Jesús de Nazaret es designado como kalon (el que llama), esto quiere decir que desempeña un oficio divino. Y la respuesta del llamado no puede ser otra que pisteuein, en el sentido de ypakhouein (creer, en el sentido de obedecer)» (Schimidt 490/1458). Todos estábamos dispersos, perdidos, siguiendo cada uno nuestro camino (Is 53,6; Jn 10,1s; 11,52), y el Buen Pastor vino a llamarnos, a llamar a los pecadores (Lc 5,32). Los que reconocimos su voz, como la del Pastor nuestro (Jn 10,27), nos congregamos en él, y así formamos la Iglesia, que es una convocación (ekklesía).

Cristo llama con amor. «Venid a mí». Nos llama porque nos ama, como Yavé llamó a Israel, por puro amor (Os 11,1). Es el amor del Padre el que secretamente nos atrae por la voz de su Hijo (Jn 6,44-45). Es la voz del Esposo que llama a la esposa. «Es la voz del Amado que me llama» (Cant 5,2; +2,8.14).

Es la llamada que, por fin, oyen los santos. Así San Agustín: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba... Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz» (Confesiones X,27).

Cristo llama continuamente. El pecado nos deja sordos a la llamada de Dios. Hace falta que el Salvador «rompa nuestra sordera», toque con sus dedos nuestros oídos y los abra, «¡effeta!» (Mc 7,33-35). Entonces, cuando por fin le oímos (y «no hay peor sordo que el que no quiere oir»), comprendemos que el Señor nos estaba llamando desde hace mucho tiempo. Y entendemos que todos los dones recibidos en el tiempo de sordera -conocimientos, experiencias, amistades, cualidades naturales, éxitos y fracasos-, todos eran dones destinados -en el plan de Dios, no en el nuestro- a la santidad.

Así lo comprendió Santa Teresa: «Es tanta su misericordia y bondad, que aun estando nosotros en nuestros pasatiempos y negocios y contentos y baraterías del mundo, y aun cayendo y levantando en pecados, con todo eso, tiene en tanto este Señor nuestro que le queramos y procuremos su compañía, que una vez u otra no nos deja de llamar para que nos acerquemos a él; y es esta voz tan dulce que se deshace la pobre alma en no hacer al punto lo que le manda; y así es más trabajo que no oirle» (2 Moradas 1,2).

Cristo llama a todos, su llamada es continua y universal. El es la Luz que «ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), incluso a aquellos que no lleguen a conocerle en este mundo. «Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo» (LG 3). Llama a los pecadores, para que salgan de la oscuridad y vengan a la luz. A todos los pecadores. ¿También a ésta persona mala? También. El apostolado es ayudar a los hombres a que oigan la llamada del Señor (1 Sam 3,9). Y siempre es hora para oirle y acudir a él: los obreros de la última hora serán premiados como los que acudieron primero (Mt 20,1-16).

Cristo llama por su Iglesia. Ha querido emplear la mediación apostólica de la predicación. Ella es la que hace llegar fuerte y clara la voz de Cristo a los hombres. De otro modo «¿cómo creerán sin haber oído de él? ¿Y cómo oirán si nadie les predica?» (Rm 10,14; +LG 17). De muchas personas, situaciones y cosas se sirve el Señor para llamar a los hombres. Dios les llama, dice Santa Teresa, «con palabras que oyen a gente buena o sermones o con lo que leen en buenos libros y muchas cosas que habéis oído, por donde llama Dios, o enfermedades, trabajos, y también con una verdad que enseña en aquellos ratos que estamos en la oración» (2 Moradas 1,3).

Cristo llama a la santidad. «Todos en la Iglesia, lo mismo quienes pertenecen a la jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Tes 4,3)» (LG 39).

«La soberana vocación de Dios en Cristo Jesús» (Flp 3,14) es presentada muchas veces en el Nuevo Testamento como una vocación santa (2 Tim 1,9), celestial (Heb 3,1), una llamada a la paz de Cristo (Cor 3,15), a la libertad (Gár 5,13), a pasar de las tinieblas a la luz (1 Pe 2,9), a la vida eterna (1 Tim 6,12), al sufrimiento paciente con Cristo (1 Pe 2,1), a participar en Jesucristo (1 Cor 1,9), a ser conformes con la imagen del Unigénito (Rm 8,28-29), a la gloria eterna (1 Pe 5,10). En fin, es una llamada a ser santos (1 Cor 1,2; Ef 1,4).

La vocación a la santidad

La santidad es el fin único de la vida del cristiano, es «lo único necesario» (Lc 10,41). Es ésta la doctrina de Jesús: «Buscad primero el Reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,33). «Es semejante el reino de los cielos a un tesoro escondido en el campo, que quien lo encuentra lo oculta y, lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel campo» (13,44). Para ser cristiano hace falta renunciar o estar dispuesto a renunciar a todo, padres, mujer, hijos, hermanos, aun a la propia vida (Lc 14,26-33). Así que, el que se proponga ser discípulo de Jesús, sepa a qué va a ser llamado, conozca que va a ser destinado a la santidad, «siéntese primero, y calcule los gastos» (14,28).

El planteamiento que hace el Señor es muy claro, y conviene conocerlo desde el principio. No se puede pretender la santidad y otro fin. «Nadie puede servir a dos señores. No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Mt 6,24). No podéis pretender ser santos «y» ser sabios, ser santos «y» vivir en tal lugar, ser santos «y» ejercer tal profesión... La santidad sólo acepta unirse al hombre que la tome como única esposa. El cristiano ha sido llamado en la Iglesia sólamente a ser santo. Y todo el resto -sabiduría o ignorancia, vivir aquí o allá, trabajar en esto o en lo otro- se le dará o no, en la medida conveniente, como consecuencia de la santidad o como medio para mejor tender a ella.

Respuesta afirmativa

Respuesta pronta: «Heme aquí» (Ex 3,4; 1 Sam 3,4). «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Los pastores acuden rápidamente a ver al niño Jesús (2,15-16), Simón y Andrés, Santiago y Juan, el publicano Leví, todos, al ser llamados por Cristo, lo dejan todo al punto y le siguen (5,28; Mt 4,18-22). El ciego Bartimeo «arrojó su manto, y saltando se allegó a Jesús» (Mc 10,50). El rico Zaqueo «bajó a toda prisa y le recibió con alegría» (Lc 19,6). En el camino de Damasco, Saulo responde inmediatamente al Señor con una entrega incondicional: «¿Qué he de hacer, Señor?» (Hch 22,10)...

Es una constante evangélica. Cuando el Señor llama, responden afirmativamente los que le aman, y los que le aman responden con prontitud. No necesitan pensárselo mucho. «»Es el Señor». Así que oyó Simón Pedro que era el Señor, se ciñó la ropa de fuera, pues estaba sin ropa, y se arrojó al mar» (Jn 21,7).

((Algunos demoran la respuesta. No le dicen que no a Cristo, pero tampoco que Sí: no dicen nada, miran a otro lado. O dudan y vacilan. Así San Agustín: «Me retenían unas bagatelas de bagatelas y vanidades de vanidades, antiguas amigas mías; y me tiraban del vestido de la carne, y me decían por lo bajo: "¿Nos dejas?", y "¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?", y "¿desde ahora nunca más te será lícito esto y aquello?"; "¿Qué, piensas tú que podrás vivir sin estas cosas?"» (Confesiones VIII, 11,26).

Cuesta salir del pecado a la gracia. Pero también cuesta pasar de lo bueno a lo mejor, como cuando llama el Señor a dejarlo todo y seguirle. Pues bien, pensando en estos casos, dice Santo Tomás con cierta violencia: «¿Con qué cara (qua fronte) sostienen algunos que antes de abrazar los consejos de Cristo debe preceder una larga deliberación? Injuria a Cristo, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría de Dios, quien habiendo oído su consejo, aún piensa que deber recurrir a consejo de hombre mortal. Si cuando oímos la voz del Creador sensiblemente proferida, debemos obedecer sin demora, con cuánta más razón no debe resistirse nadie a la locución interior, con la que el Espíritu Santo inspira la mente. Definitivamente, se la debe obedecer sin lugar a dudas» (Contra doctrinam retrahentium a religionis ingressu cp.9). Otra cosa será cuando la duda es sobre si Cristo llama o no.))

Respuesta solidaria. Dios llama al hombre para que sea santo y santifique a otros. De la respuesta de uno depende la salvación o la perdición de muchos. Esto es un gran misterio, pero es así. Pío XII decía: «Es un misterio tremendo y que jamás se meditará bastante, el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y de las voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo» (enc. Mystici Corporis Christi 29-V1-1943, 19).

Si nosotros no nos convertimos del pecado a la gracia, muchos seguirán en su pecado. Y si nosotros no pasamos de la mediocridad a la santidad, muchos no llegarán a la fe ni a la gracia. Cuando el Señor nos llama a la santidad, los hombres, sin saberlo, están esperando nuestra respuesta afirmativa, como toda la humanidad estaba pendiente del de María en el momento de la anunciación.

Contemplando este momento de gracia, San Bernardo le dice a la Virgen: «Mira que el ángel aguarda tu respuesta. Mira que se pone entre tus manos el precio de nuestra salud; al punto seremos librados si consientes. Por la palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y con todo eso morimos; ahora, por tu breve respuesta seremos restablecidos para no volver a morir. Esto te suplica ¡oh piadosa Virgen! el triste Adán, esto Abraham, esto David... Esto mismo te pide el mundo todo postrado a tus pies. De tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salud, en fin, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje. Da pronto ¡oh Virgen! la respuesta. ¡Ah! Señora, responde aquella palabra que espera la tierra, que espera el infierno, que esperan también los ciudadanos del cielo. El mismo Rey y Señor de todos, cuanto deseó tu hermosura, tanto desea ahora la respuesta de tu consentimiento; en la cual sin duda se ha propuesto salvar el mundo» (Hom.4 sobre la Virgen Madre 8). Así de nuestra respuesta a la llamada de Cristo depende la suerte temporal y eterna de tantos hombres.

Respuesta negativa

«El Señor Dios llamó al hombre, diciendo: «Hombre ¿dónde estás? El contestó: «Te oí en el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo, y me escondí» (Gén 3,9-10). El hombre se siente atraído cuando mundo, carne y demonio llaman con esa llamada fascinante, que trae muerte; y ante la llamada de Dios, que trae vida, siente temor y se esconde...

Es falta de fe. En el fondo no se cree posible la santidad. Y se estima que no merece la pena intentar lo imposible. Funciona en esto un argumento estadístico que fundamenta una falsa experiencia. Si uno nos dijera «en mi ciudad no es posible aprender el chino; prueba de ello es que ninguno de sus doscientos mil habitantes lo ha aprendido», comprenderíamos en seguida que tal argumento no prueba nada. Sólo prueba que en tal ciudad nadie ha intentado seriamente aprender el chino. Pues bien, sólo los santos rompen por la fe ese círculo vicioso: «No hay santos, luego la santidad es imposible». Ellos creen de verdad que «lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27; +Jer 32,27). Ellos saben que hay santos, y que la santidad es posible.

Es falta de esperanza. Hace años la «experiencia» daba que tenían que morir muchos niños sin llegar a madurez. Y mucha gente lo aceptaba: «Es natural. Así ha sido siempre». Pero hubo investigadores y médicos que no se conformaron con esa situación y lograron cambiarla completamente. Y ahora es mínimo el indice de mortalidad infantil. ¿Qué probaba la experiencia antigua? Nada. ¿Por qué morían tantos niños? En buena parte porque nadie creía que «debían vivir», y que había que buscar y poner los medios para conseguirlo.

Pues bien, cuando hoy se da un bautismo y nace un hijo de Dios ¿creen de verdad los padres y padrinos que ese hijo de Dios debe llegar a ser santo, es decir, debe crecer sano, hasta hacerse adulto en Cristo? Normalmente no. No «esperan» tal cosa, tampoco ponen en la educación del niño los medios para conseguirlo, y naturalmente no lo consiguen. Y entonces, al comprobar en el hijo ya crecido la mediocridad espiritual resultante, se confirman en sus previsiones iniciales: «Es lo que pensábamos nosotros». Frente a esto, los santos son quienes por la fuerza de la esperanza rompen este círculo vicioso: ellos esperan la santidad, la procuran, ponen los medios adecuados, y la consiguen.

Santa Teresa dice que al Señor «le falta mucho por dar: nunca querría hacer otra cosa si hallase a quién. No se contenta el Señor con darnos tan poco como son nuestros deseos». Es triste ver muchas veces que quien le pide no va en «su intento a más de lo que le parece que sus fuerzas alcanzan» (Medit. Cantares 6,1; +6 Moradas 4,12). «Es muy necesario que comencéis con gran seguridad en que, si peleáis con ánimo y no dejándoos vencer, que saldréis con la empresa» (Camino Perf. 39,5). Hay que dejarse aquí de falsas humildades (46,3). Cuando Jesús visitó a su paisanos de Nazaret «no hizo allí muchos milagros por su incredulidad»: ellos no creían en él, no esperaban de él, y «él se admiraba de su incredulidad» (Mc 6,6).

Es falta de amor. La expresión «fuerza de voluntad» es un tanto ambigua: la única fuerza que el hombre tiene en su voluntad es la fuerza de su amor. Cada uno tiene fuerzas para procurar aquello que ama. Hombres flojos para muchas cosas, incluso con una flojera universal, para todo, dan muestras sorprendentes de energía cuando se enamoran de una mujer o cuando se aficionan a lo que sea. Es el caso del atleta que de verdad quiere vencer, que de verdad se aficiona a su especialidad: madruga, observa un régimen riguroso y metódico, se sujeta fielmente a las directivas de su preparador, es constante en sus entrenamientos: «de todo se abstiene, y eso para alcanzar una corona corruptible; pero nosotros para alcanzar una incorruptible» (1 Cor 9,25).

Por tanto, si no hay amor a la santidad, es decir, amor a la perfecta unión con Dios, a la plena configuración a Cristo, si no hay amor, es imposible conseguir la santidad. Pero es que sin amor el hombre no puede conseguir nada. Si una muchacha, para conseguir la santidad, no está dispuesta a hacer lo que en un verano hace para conseguir ponerse morena, horas y horas al sol (horas y horas de oración), es imposible que la consiga. Esto es así, y no debe ser de otro modo. Nadie debe llegar a la santidad si no la ama con todo su corazón, sobre todas las cosas, y si no lo subordina todo a conseguirla.

((Al cristiano carnal todo le parecen «exageraciones» en la vida de los santos. Y es que para el hombre «mediocre» casi todo son «exageraciones» y «fanatismos»: todo le viene grande. Pero si leemos la vida de los santos -cosa muy recomendable-, no podemos menos de concluir que todos ellos son unos exagerados. San Luis de Francia, esposo, padre de once hijos, con mil trabajos de gobierno o de guerra, tenía tiempo y ánimo para asistir diariamente a misa, para rezar las Horas litúrgicas completas, para rezar maitines levantándose de noche. Su confesor, Geoffrei de Beaulieu, cuenta que, habiendo oído el rey que «algunos nobles murmuraban contra él porque escuchaba tantas misas y sermones, respondió que si empleara el doble de tiempo en jugar o en recorrer los bosques cazando animales y pájaros, nadie encontraría en ello motivos para hablar» (M. Sepet, San Luis, rey de Francia, B. Aires, Excelsa 1946, 164-165). Les parecía un «exagerado». Es natural. También murmuraban no poco del santo Cura de Ars, hoy patrón del clero diocesano. Es natural. El pretendía con toda su alma lo que a los otros les interesaba más bien poco. No es más que esto.

Algunos aprecian en exceso el mantenerse en los modos «normales» de vida, entendiendo por «normalidad» lo establecido por la mayoría, no lo conforme a la «norma». Y con ese convencimiento -se ve en la práctica- no se llega muy lejos. «Hay que ser normales», dicen muy serios y con toda sinceridad. «Ser normales» es, en efecto, una de sus máximas aspiraciones. Y lo consiguen. Lo que no logran es alcanzar la santidad. Pero es que no se puede conseguir todo. Un laico, por ejemplo, debe ser normal y por tanto debe ver habitualmente la televisión sin especiales limitaciones. Pero he aquí que un día el oculista le manda que no la vea, porque le perjudica la vista, y la deja entonces. Dejar de verla porque le perjudicaba el alma hubiera sido una exageración: hay que ser normal en todo. Dejar de verla por razones de salud, eso sí es admisible. ¿Será posible llegar por este camino a la santidad? Completamente imposible.))

Algunos errores

Tras la respuesta negativa a la llamada de Cristo hay sin duda errores doctrinales y pecados concretos, en formas y mezclas muy variadas, que hacen imposible una clasificación. Pero el asunto es tan grave que, aun con riesgo de incurrir en repeticiones, debemos señalar algunas de estas falsas actitudes más frecuentes.

((La mediocridad es congénita al cristiano carnal, en todo, hasta en los modos de pensar. Y así estima, de un lado, que el hombre adámico no es tan malo (tiene buen fondo), y de otro, no cree que esté llamado a una alta santidad (basta con que sea decente). El cristiano espiritual, como Jesucristo, piensa justamente lo contrario; piensa que el hombre es malo (Mt 7,11; 12,34), y que aun siéndolo, está llamado sin embargo a ser perfecto como el Padre celestial (5,48).

Más de uno considera que es posible servir a dos señores, buscar la santidad, pero sin dejar de pretender (como algo que de hecho no se condiciona a la voluntad de Dios) otra cosa. Estos no buscan a Dios entregándose enteros a ello, sino en parte. Es como si uno halla un tesoro, lo mete en un saco, pero no puede cargar con él para llevárselo, pues emplea un solo brazo. Con los dos brazos podría, pero no se decide a emplear los dos: uno está ocupado en sostener otras cosas. Si el ascenso profesional y económico, por ejemplo, lo obtiene un cristiano trasladándose a un lugar donde prevé que la vida espiritual suya y la de los suyos va a tener condiciones muy desfavorables, allí va. Escucha a los que le dicen «Harías una estupidez si rechazaras esa oportunidad». Y no escucha al Señor, que le dice: «¿De qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?» (Mt 16,26).

Algunos, y éste es un error más sutil, subordinan la santificación a la consecución de ciertos objetivos nobles, por ejemplo, de apostolado. Tal desviación la entienden como generosidad y olvido de si mismos, pues consideran egoísta subordinarlo todo a la santificación personal. Es importante tener bien claro que Dios nunca quiere emplearnos en el bien de los demás, ni en ninguna otra cosa, con detrimento espiritual nuestro. El siempre quiere que santifiquemos santificándonos. Nunca quiere el Señor emplearnos como meros «instrumentos»: ya se sabe que si el trabajo exige estropear una herramienta, no importa destrozarla; lo que importa es el trabajo. No, nosotros nunca somos una herramienta para Dios, aunque él nos emplee en sus obras. Nosotros somos siempre para Dios hijos, hijos amados, y El quiere siempre nuestro bien.

Se olvida esto, por ejemplo, cuando se subordina el bien de la persona al bien de una obra. Supongamos que en un colegio de religiosas necesitan con urgencia que una joven religiosa obtenga un título, y que sólo podrá obtenerlo en un centro de estudios harto peligroso para su salud espiritual. La superiora la envía, pensando: «De otra manera tendríamos que suprimir tal curso. Dios le ayudará». Y la enviada quizá piense: «Dios tendrá que ayudarme». Pues bien, es posible que Dios misericordioso saque adelante religiosa y curso. Pero este tipo de planteamientos suele producir resultados pésimos. Ni el título ni el curso son necesarios. Aquí lo único necesario es procurar que se cumpla el artículo primero de la Regla de esa congregación religiosa: «procurar la santificación». Eso es lo único necesario, lo primero que hay que buscar y asegurar; y todo lo demás son añadiduras.

Otros hay que en el ascenso hacia la perfección ignoran los caminos de la santidad y carecen de guías. Si tal ignorancia y carencia es inculpable, Dios proveerá por otros medios. Pero el cristiano humilde que de verdad busca a Dios, se procura por los medios ordinarios buena doctrina espiritual y buenos guías. El cristiano carnal, escaso de humildad, suele pensar que él ya sabe por dónde y cómo debe ascender al monte de la perfección cristiana. De hecho, corre «como sin saber adónde», y golpea en la lucha ascética «como quien azota al aire» (1 Cor 9,26). No sabe por dónde anda. Y es de temer que se guíe por planos erróneos o por guías malos. Entonces, «si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo» (Mt 15,14).

Y hay también quien no va adelante hacia la santidad por temor al sufrimiento. «Bastantes sufrimientos tiene la vida como para agravarlos con las penalidades propias de la búsqueda de la santidad». Este error es muy frecuente y hace estragos. Pero la verdad es que la vida humana se hace insufrible precisamente por el pecado propio y ajeno, y se hace luminosa, digna y bienaventurada en la medida en que se abre a Cristo. No dijo Jesús: «Venid a mí los pecadores, que vivís tan felices y contentos, que yo os fastidiaré la vida». Dijo más bien: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí... y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28-30).

Lo que sucede es que el cristiano carnal tiene de la búsqueda de la santidad una «falsa experiencia». Ha pretendido levantar el tesoro con un solo brazo, y le ha parecido pesadísimo. Si hubiera empleado los dos, hubiera podido con él perfectamente. Y por otra parte, sucede algo curioso. Los cristianos de una altura espiritual media reconocen que mantenerse en ese nivel de vida cristiana (oración, fidelidad conyugal, trabajo, sacramentos) no les cuesta gran cosa. Pero ellos mismos ven con temor pasar a un nivel alto de vida espiritual; temen que implique muchas privaciones y penalidades. Y no se dan cuenta de que, a su vez, para el cristiano que está bajo, esa altura media que ellos viven fácilmente, parece algo inasequible, sólo posible para personas que acepten pasarlo muy mal en este mundo. Es el mismo error de los cristianos medios cuando miran a lo alto.))

Jesús nos llama a la paz y a la alegría. Acudamos sin temor. «Entremos, pues, en el descanso los que hemos creído» (Heb 4,3).

5. Fidelidad a la vocación

Vocación laical.- AA.VV., Laicità, Milán, Vita e Pensiero 1977; R. Goldie, Laici, laicato e laicità: bilancio di trent’anni di bibliografia, «Rassegna di Teologia» 22 (1981) 295-305, 386-394, 445-460; J. M. Iraburu, Caminos laicales de perfección, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 1996; B. Jiménez Duque, Santidad y vida seglar, Salamanca, Sígueme 1965; B. Kloppenburg, Laicos en apostolado, «Medellín» 7 (1981) 312-352.

Vocación apostólica.- J. Esquerda, Teología de la espiritualidad sacerdotal, BAC 382 (1976); G. Kittel, akoloutheo, KITTEL I,210-216/I,567-582; K. L. Schmidt, kaleo, ib. III,487-502/IV,1453-1490; R. Thysman, L’étique de l’imitation du Christ dans le N.T., «Ephemerides Theologicæ Lovanienses» 42 (1966) 138-175.

Fidelidad a la vocación.- AA.VV., La fidelidad, «Vida religiosa» 32 (1972) 3-104; G. Greganti, La vocazione individuale nel N.T., Roma, Corona Lateranensis 1969; J. M. Iraburu, Fidelidad a la vocación, «Teología del sacerdocio» (Burgos) 5 (1973) 329-350; L. Petrosino, Fidelidad a la voc. sacerdotal según San Alfonso, «Riv. di Ascetica e Mística» 48 (1979) 218-244.

Unidad de las vocaciones cristianas

El concilio Vaticano II enseñó que «una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria» (LG 41a). Pero esta genérica vocación cristiana a la santidad se desarrolla en diversas vocaciones específicas, que aquí reduciremos a dos: la vocación laical y la vocación apostólica.

Vocación laical

«Creó Dios al hombre a imagen suya, y los creó varón y mujer; y los bendijo Dios, diciéndoles: «procread y multiplicáos y henchid la tierra [familia]; sometedla y dominad [trabajo] sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, y sobre los ganados y todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra»» (Gén 1,27-28).

La familia y el trabajo se vieron degradadas por el pecado, y quedaron sumidas en la sordidez de la maldad y el egoísmo. Pero Cristo sanó y elevó la familia y el trabajo, elevó maravillosamente estas dos coordenadas fundamentales de la vida humana, haciendo que vinieran a ser el marco de una vida santa y santificante, destinada a crecer hasta la perfección evangélica.

El concilio Vaticano II, más que ningún otro concilio precedente, trazó los rasgos peculiares de la vocación laical. «Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida, y deben inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios»; así, dignificados y fortalecidos por el sacramento del matrimonio, se hacen «signo y participación del amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por ella» (LG 41d). «Los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortalecidos y como consagrados por un sacramento especial, con cuya fuerza, al cumplir su misión conyugal y familiar, animados del espíritu de Cristo, que penetra toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios» (GS 48b). El matrimonio y la familia son, pues, camino de perfección.

Por otra parte, toda la actividad secular en sus diversos modos, el trabajo, el arte, la cultura, la política, la vida comunitaria y asociativa, que tan profundamente está herida por el pecado, es santificada por Cristo en los cristianos, y ellos deben con Cristo santificarla en el mundo. «Es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de instaurar rectamente el orden de los bienes temporales, ordenándolos hacia Dios por Jesucristo. A los pastores atañe manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las cosas temporales. Pero es preciso que los laicos asuman como obligación suya propia la restauración del orden temporal, y que, conducidos por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, actúen directamente y en forma concreta» (AA 7de). En el capítulo del trabajo volveremos sobre el tema.

Vocación apostólica

Cristo «llamó a los que quiso, vinieron a él, y designó doce para que le acompañaran [compañeros] y para enviarlo a predicar [colaboradores]» (Mc 3,13-14). En esta vocación apostólica hallamos el origen de todas aquellas vocaciones -sacerdotales, religiosas, misioneras o asistenciales- que implican seguimiento de Jesús, dejándolo todo. En efecto, en el Evangelio aparece el seguimiento discipular de los apóstoles como una vocación especial, diferente de la laical, y se muestra con unos rasgos -como señala Thysman (145-146)- perfectamente caracterizados:

«Si se intenta extraer de los evangelios las notas que definen originariamente el seguimiento de Jesús como discípulo, es preciso subrayar en primer lugar que el seguimiento comienza por iniciativa de Jesús, en una llamada que él dirige a algunos, para que corten los lazos de la familia, la propiedad, la profesión, y entren en una comunidad estable de vida con él. Esta comunidad ininterrumpida de vida con él implica, a la manera de aquella de los talmidim (discípulos) con su rabbí, una formación por enseñanza, un caminar tras el maestro en sus viajes, una actitud de servicio hacia él. La relación con el rabbí mesiánico supone además la obligación absoluta y definitiva de colaborar con palabras y obras en su misión de instaurar el reino de Dios, ejercitando su propia potencia, e implica la promesa de participar de alguna manera en el señorío de Cristo sobre el nuevo Israel. Implica, finalmente, para el futuro discípulo el consentimiento a participar en el destino de su Maestro hasta la muerte». Analicemos todo esto por partes.

Iniciativa de Cristo. Lo normal entre los talmidim era que ellos eligieran su maestro. Pero el Maestro mesiánico cambia este punto: es él quien elige sus discípulos (Jn 15,16), es él quien señala las condiciones del seguimiento (Mt 19,21; Rc 9,57-62), es él quien llama: «Sígueme» (Mt 9,9). Ya desde el comienzo -Abraham, Moisés (Gén 12; Ex 3-4)-, y siempre después -María, Saulo (Lc 1,26-28; Hch 9; 22; 26)- la iniciativa de la llamada es siempre del Señor. Se trata, pues, de una vocación divina, que implica una especial llamada del mismo Dios.

Dejarlo todo. La vocación apostólica no implica sólamente un desprendimiento espiritual, un tener como si no se tuviera (1 Cor 7,29-31), sino supone un desprendimiento también material, un no tener. Para seguir a Jesús como discípulo es preciso dejarlo todo, padres, mujer, hermanos, casa, tierras, negocios, barcas y redes, por amor a Cristo y a su reino (Mt 4,18-22; Lc 5,11.28; 9,23.58; 14,26.33; 18,29). Los que respondiendo a la llamada divina toman este camino, siguen el mismo camino que, para irse al servicio de Dios, siguieron Abraham o Eliseo, que dejaron su tierra y su parentela (Gén 12,1; 1 Re 19,19-21), y han de hacerlo ahora en unos despojamientos aún mayores. Estos son hombres que, expropiados de sí mismos, han sido apropiados por Dios (Jn 10,29; 17,2-12), para entregarlos al servicio del bien espiritual de los hombres.

Vivir con Jesús. Es el rasgo esencial de la vocación apostólica. Los apóstoles pudieron dejar mujer e hijos porque entraban a vivir como «compañeros» de Jesús (veremos esto más despacio al tratar del celibato). A ellos les ha dicho Jesús: «Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19; +Lc 5,10). Y ellos, dejando su familia y su oficio, han entrado en una nueva familia y un nuevo oficio. Siguiendo al Maestro, ellos reciben catequesis especiales, más claras que las recibidas por el pueblo (Mt 13,10. 36; Mc 4,34), y sobre todo ellos aprenden por la misma convivencia con él. Unidos a Jesús por una amistad muy profunda, han de seguirle siempre, en la adversidad como en el éxito, y también cuando no le entiendan (Jn 6,66-69; 11,16), de modo que él pueda decirles al final: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (Lc 22,28). Como bien señala Santo Tomás, la santidad no está tanto en dejarlo todo, sino en seguir a Jesús, viviendo con él y para él: «El abandono de las riquezas es una vía [un medio] para llegar a la perfección, la cual consiste [fin] en el seguimiento de Jesús» (Contra doctrinam retrahentium... 6).

Colaborar con Jesús. La vocación apostólica implica una especial y exclusiva dedicación a colaborar con el Señor en su propia misión, en la que él recibió del Padre. El apóstol va a ser un elegido-llamado-consagrado-enviado, como lo fué Moisés: «Ve, yo te envío para que saques a mi pueblo de Egipto» (Ex 3,10). Como María: «Darás a luz un hijo» (Lc 1,31). Como Pablo: «Es éste un instrumento elegido por mí, para que lleve mi Nombre ante las naciones» (Hch 9,15). La vocación apostólica llama a estas concretas obras buenas propias de la misión de Cristo, no a otras obras buenas, por nobles que sean. Los apóstoles son enviados al mundo para cumplir la misma misión que Cristo recibió por mandato de su Padre (Jn 17,18; +Mt 28,18-20).

Sufrir con Jesús. «Una espada atravesará tu alma» (Lc 2,35). «Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20). «Yo le mostraré cuánto habrá de padecer por mi Nombre» (Hch 9,16). Es evidente -y la historia lo confirma- que los apóstoles han de completar de un modo especial la pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia (Cor 1,24; +2 Cor 11,23-33). Entra en su vocación este ministerio de expiación.

Especial confortación del Espíritu Santo. Es natural que el hombre llamado-enviado por Dios sienta temor o confusión ante la grandeza de la misión que recibe y ante las enormes dificultades que implica. «¿Quién soy yo para ir al Faraón y sacar de Egipto a los hijos de Israel?» (Ex 3,11). «¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?» (Lc 1,34). Es necesaria una especialísima confortación divina, la cual precisamente es el elemento constitutivo de la vocación apostólica: «Yo estaré contigo» (Gén 26,24; Ex 3,12; 4,15; Dt 31,23; Jos 1,5.9; 3,7; Juec 6,12s; Is 41,10s; 43,1s; Jer 1,4-18s; 15,20; 30,10s; 42,11; 46,28; Lc 1,28; Hch 18,9-10). «Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo» (Mt 28,20). «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1,8).

La palabra «vocación» ha llegado a centrarse en la vocación apostólica. Y esto comenzando por el mismo uso bíblico. Como observa A. Richardson, «la Biblia no conoce ningún caso en que un hombre sea llamado por Dios a una profesión terrenal. San Pablo, por ejemplo, es llamado a ser apóstol; no es llamado a ser tejedor de tiendas» (The Biblical Doctrine of Work, Londres SCM Press 1958, 35-36).

Lo mismo vino a decir Juan XXIII: «Cuando se habla de vocación, es muy natural que el pensamiento se dirija a aquella alta y nobilísima misión a la que el Señor llama con impulso particular de la gracia: a la que es la vocación por antonomasia, incluso en el habla corriente del pueblo cristiano, es decir, la llamada al estado sacerdotal, religioso y misionero» (14-VII-1961).

La vocación laical halla su raíz primera en la misma naturaleza del hombre, que se inclina al matrimonio y al trabajo. Pero la vocación apostólica, para dejarlo todo y seguir a Jesús, requiere «un impulso particular de la gracia» de Dios. Cuando ésta vocación llega, no queda sino aquella aceptación fiel de María: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

Vocaciones, naturaleza y gracia

Laicos y apóstoles tienen elementos comunes de santificación -como caridad, oración, sacramentos, abnegación, trabajo, cruz-, pero tienen también elementos peculiares que conviene señalar para conocer mejor la fisonomía propia de cada vocación.

1.-La caridad laical suele ejercitarse según la inclinación natural del amor: es natural que los esposos se amen, es natural que amen a sus hijos y que trabajen con dedicación sus tierras. En cambio, la caridad apostólica se inclina hacia donde señala el Espíritu Santo, normalmente hacia desconocidos, hoy éstos, mañana quizá otros, ahora aquí, después allá. Por eso mismo esta modalidad de la caridad suele tener un área más extensa de ejercicio y una motivación más puramente sobrenatural.

Esto explica que entre cristianos carnales un padre suele entregarse a sus hijos más que un sacerdote a sus feligreses; la misma naturaleza le inclina a ello. Pero entre cristianos espirituales con relativa frecuencia la caridad apostólica produce una plenitud de entrega que es más rara en la caridad laical.

2.-Los laicos han de sobrenaturalizar realidades entitativamente naturales, como matrimonio, hijos, trabajos temporales. Y por sobrenaturalizar entendemos sanar, elevar, santificar, vivir con una motivación habitual de caridad sobrenatural todas las realidades naturales. En cambio los apóstoles han de dedicarse con espíritu sobrenatural a realidades que ya de suyo son sobrenaturales, por su origen y su fin, como predicar el Evangelio, celebrar los misterios sagrados, perdonar los pecados, dar el pan de vida. Las realidades laicales, para ser elevadas al nivel espiritual y sobrenatural, son más pesadas que las realidades habituales del apóstol. Por eso, de suyo, la vivencia sobrenatural de realidades sobrenaturales (celebrar la eucaristía) es más fácil que la vivencia sobrenatural de realidades en sí mismas naturales (arar un campo). Y en este sentido la vocación apostólica, dejarlo todo y seguir a Jesús, es la mejor, la más santificante (Mt 19,20; 1 Cor 7,35).

Adviértase, sin embargo, que es más grave pecado vivir naturalmente las realidades apostólicas, que vivir naturalmente la realidades laicales. En esto hay deficiencia, pero en aquello fácilmente puede haber profanación y sacrilegio. Mal está que un laico haga su trabajo temporal principalmente motivado por el amor al lucro, sin apenas motivación de caridad. Pero que un apóstol haga la predicación o la misa más por la ganancia material que por otra cosa, eso es profanar lo sagrado, eso es sacrilegio. Por eso para cristianos carnales el camino apostólico es mucho más peligroso que el laical. Y eso explica que la Iglesia disponga en los seminarios y noviciados una formación espiritual muy especialmente intensa, y que las exigencias que prevé para las órdenes sagradas o los votos religiosos sean mayores que las previstas para el matrimonio.

3.-Aunque falle en un laico la vida de gracia, sigue normalmente adelante su existencia secular, es decir, sigue amando a su esposa y a sus hijos, sigue cuidando su trabajo. Son éstas realidades naturales que conservan su sentido aunque falle la caridad, incluso aunque se pierda la fe. Eso sí, no pocos aspectos de su vida podrán verse seriamente dañados. En cambio, cuando en la vida del apóstol falla el espíritu sobrenatural, toda ella se vacía de sentido, se desvía hacia metas seculares, disminuye hasta límites vergonzosos, produce incontables sacrilegios, o cesa completamente por el abandono de la vocación. La vida apostólica halla únicamente en Cristo su origen, fundamento y sentido; por eso debilitada o perdida la vida en Cristo, la vida apostólica se disminuye, se corrompe o cesa completamente. Y es que no tiene en sí misma fundamentación natural alguna.

Los laicos y la perfección cristiana: preceptos y consejos

Ya sabemos que todos los cristianos estamos llamados a la perfección. La llamada a la santidad es universal. Por tanto, la vocación de los laicos es ciertamente camino de perfección y santidad. Los laicos que viven en el Señor hacen diariamente de sí y de su familia -con caridad, oración, trabajo, sacramentos- un templo santo para Dios, y son «en medio de esta generación mala y perversa, como antorchas en el mundo, llevando en alto la palabra de vida» (Flp 2,15-16).

Los preceptos evangélicos impulsan a todos los cristianos a una perfección total: amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como Cristo nos amó. No hay, pues, en el Evangelio de Cristo una llamada de «precepto», cuya entrega tuviera un límite, y una llamada de «consejo» que fuera más allá, sino que todos los cristianos están llamados a darse en caridad totalmente, y el más allá no podrá ser referido a la perfección misma, sino sólo a la posición de ciertos medios aconsejados por el Señor para alcanzarla.

En el afecto, en la disposición de ánimo, todos los cristianos han de estar prontos a hacer todo cuanto Dios les dé hacer, hasta la entrega de su vida en el martirio. Y ahí, en esa real disposición de ánimo, que no es una mera veleidad insustancial, está precisamente la perfección espiritual. Es ésta una enseñanza propuesta por Santo Tomás con especial fuerza: «la perfección de la caridad consiste sobre todo en la disposición del ánimo» (De perfectione... ib.). Recuérdese en esto que «hay dos tipos de perfección. Una exterior, que consiste en actos externos, los cuales son signo de los internos, como la virginidad y la pobreza voluntaria... Y otra es interior, y consiste en el amor a Dios y al prójimo» (In epist. ad Heb. c.6 lect.1). Pues bien, en lo interior del hombre está la perfección evangélica, en la verdad de su corazón.

En realidad, los laicos están llamados a vivir espiritualmente los consejos evangélicos, aunque no puedan ni deban vivir ciertos aspectos materiales externos de los mismos. «La perfección consiste en que el hombre tenga el ánimo dispuesto a practicar estos consejos siempre que fuera necesario» (De perfectione... 21, ant.18). Esto implica mucho más de lo que puede parecer a primera vista. En efecto, la perfección cristiana está en la caridad, y ésta, que radica fundamentalmente en la disposición interior del ánimo y del afecto, no ha de confundirse con el estado de perfección, expresión que hacía referencia a la realización concreta de los consejos evangélicos. Por eso «en el estado de perfección hay quienes tienen una caridad sólamente imperfecta o en absoluto nula, como muchos obispos y religiosos que viven en pecado mortal..., mientras que hay muchos laicos, también casados, que poseen la perfección de la caridad, de tal modo que están dispuestos a dar su vida por la salvación de los prójimos» (De perfectione spir. vitæ 27, ant.23). Y adviértase que el Doctor común no piensa aquí de casos extremos, pues habla de muchos.

Según esto, el matrimonio cristiano ha de llevar en sí mismo el espíritu de la virginidad, y la posesión cristiana de las cosas debe implicar realmente la pobreza evangélica. Y esto, que está muy lejos de ser un pura entelequia, se muestra con especial claridad en ciertos casos extremos. Por ejemplo, Cristo da su gracia a los cónyuges cristianos para que, llegado el caso, cuando deben abstenerse de la unión sexual periódica o totalmente, puedan hacerlo con cruz, pero con toda paz y amor mutuo. Aquí se hace patente que el verdadero matrimonio cristiano lleva en sí mismo con toda realidad (en la disposición espiritual del ánimo) el consejo evangélico de la virginidad. Del mismo modo, los laicos que poseen cristianamente bienes de este mundo están viviendo espiritualmente, con toda realidad, el consejo de la pobreza, pues en el momento oportuno están dispuestos a dar lo que sea en cuanto Dios así lo quiera. Santo Tomás, tan enamorado de la pobreza religiosa, entendía esto claramente cuando escribía: «Puede ocurrir que alguien, siendo dueño de riquezas, posea la perfección por adherirse a Dios con caridad perfecta; y así es como Abraham, en medio de sus riquezas, fue perfecto, teniendo el afecto no apegado a las riquezas, sino unido totalmente a Dios... Caminó ante Dios amándolo con toda perfección, hasta el desprecio de sí mismo y de todos los suyos, como lo demostró sobre todo en la inmolación de su hijo» (De perfectione... 8, ant.7).

Para los laicos cristianos es, pues, posible en Cristo, gozosamente posible, «poseer como si no se poseyese» (1 Cor 7,29-31). Como ya vimos al hablar del crecimiento de las virtudes, el cristiano verdadero tiene en sí mismo en hábito muchas más virtudes que aquéllas que, por su vocación propia, está en condiciones de ejercitar en actos concretos.

Los que tienen bienes de este mundo, y con ellos trabajan, reciben del Espíritu de Jesús la capacidad espiritual de poseerlos «como si no poseyesen». Esto, que parece imposible para la naturaleza humana, en Cristo resulta posible, e incluso fácil y grato. Basta con su gracia (2 Cor 12,9).

Y los que tienen esposa reciben igualmente de Cristo la posibilidad de «vivir como si no la tuvieran», en completa abnegación, en total libertad espiritual. Esto, que parece imposible para el hombre, «es posible para Dios» (Lc 18,27), y aún es fácil para ellos, si de verdad están viviendo de la gracia de Cristo.

Eso sí, en el camino de la perfección los laicos tendrán dificultades de las que en buena parte están libres aquellos que por don de Dios lo dejaron todo para seguir a Cristo (+1 Cor 7,32-35). Y junto a esas dificultades peculiares de su situación, los laicos cristianos «tendrán tribulaciones en su carne» (1 Cor 7,28), si de verdad tienden a la santidad. En efecto, cuando los laicos cristianos se asemejan en todo a los mundanos, no tendrán penalidades particulares. Pero si procuran la perfección evangélica, es inevitable que sufran un verdadero y propio martirio, pues con el testimonio de su palabra y de su vida han de confesar a Cristo en el mundo, en el que están por vocación inmersos, y que no es todo él sino «concupiscencia de la carne, codicia de los ojos y arrogancia del dinero» (1 Jn 2,16). Los laicos podrán vivir, ciertamente, misión tan grandiosa, pero no podrán vivirla sin especiales contradicciones (Mt 10,34-36; 2 Tim 3,12). Por eso, en un cierto sentido, puede decirse que la santidad laical es más dolorosa que la santidad apostólica, pues se desarrolla en unas condiciones menos idóneas.

((Sobre la perfección cristiana en los laicos hay actualmente muchos errores, unos antiguos, otros recientes, y convendrá que señalemos algunos.

Algunos pensaron que sólo quienes siguen materialmente los consejos evangélicos pueden llegar a la perfección, y que por tanto los laicos quedan excluídos de ella. Argumentaban su tesis citando el Evangelio: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y ven y sígueme» (Mt 19,21). El que no hiciera esto, y el laico -según ellos- no lo hace, él mismo se cierra el camino de la perfección. Ignoraban éstos que la santidad, en su ser y en sus formas, es siempre gracia de Dios, y que «no todos entienden esto, sino aquéllos a quienes ha sido dado» (Mt 19,12). Pero sobre todo ignoraban éstos que, como ya hemos visto, los laicos, si cumplen los preceptos, cumplen espiritualmente los consejos evangélicos.

Otros hay que, sin caer doctrinalmente en el error anterior, incurren prácticamente en él, pues no llaman a perfección a los laicos, es decir, autorizan su mundanización, como si fuera inevitable, más aún, como si estuvieran obligados a ella por su misma secularidad. Estos tales no señalan a los laicos los medios ordinarios de la santificación cristiana: meditación de la Palabra divina, oración, frecuencia de sacramentos, mortificación, sentido espiritual del trabajo, alejamiento de las ocasiones próximas de pecado, etc., como si todo esto fuera sólo para sacerdotes y religiosos. Estos mismos, aún en el caso de que se declaren convencidos de que Dios llama a los laicos a la santidad (fin), no parecen convencidos de que Dios les llame a todo aquello que ordinariamente conduce a ella (medios). Permiten, pues, más aún, exigen que los seglares «se configuren a este siglo» (Rm 12,2), como si ello viniera obligado por su secularidad. Dejan y procuran que en ellos el vino nuevo del Espíritu se corrompa en los odres viejos de la vida mundana (Mt 9,17). Autorizan e incluso exhortan a los laicos para que entren por «la puerta ancha y el camino amplio», que es el que les correspondería, y les disuaden, llegado el caso, de entrar por «la puerta angosta y el camino estrecho», que correspondería a los monjes (Mt 7,13-14). Ya se ve, pues, que éstos no creen que los laicos estén llamados a la perfección evangélica, aunque digan otra cosa -que a veces ni lo dicen-.

Otros hay que equiparan en orden a la perfección cristiana el camino apostólico y el laical, desvirtuando así las enseñanzas de Cristo, de los apóstoles y de la tradición católica. Santo Tomás, por ejemplo, que afirma la perfección superior de la virginidad sobre el matrimonio, enseña sin embargo que «nada impide que para alguno en concreto este último [el matrimonio] sea mejor» (Summa C. Gentes III, 136, n.3113; +STh II-II, 152, 4 ad 2m). Decir eso es la verdad; pero algo muy diferente e inadmisible es afirmar que «la vida religiosa no es una vocación mejor y más segura que las otras vocaciones cristianas. Es simplemente tan buena y tan segura como todas ellas. Manifiesta, sí, mejor que otras ciertos aspectos de la realidad de Dios y de su obra en el mundo, como también manifiesta menos bien otros ciertos aspectos» (T. Matura, Célibat et communauté, París, Cerf 1967, 125).

En fin, también se alejan del Evangelio los que al tratar de la vocación laical ignoran o niegan las peculiares dificultades espirituales de quienes tienen familia, posesiones y negocios seculares. Estas dificultades, señaladas por el Señor (Mt 13,22; Lc 14,15-20) que cuando son reconocidas, son perfectamente superadas por los cristianos fieles con los recursos maravillosos de la vida cristiana, cuando son ignoradas o negadas, hacen de la condición laical un camino de mediocridad o de perdición.))

Discernimiento vocacional

El cristiano sabe su vocación genérica, conoce su norte: entregar su vida en caridad a Dios y al prójimo. Pero si no conoce todavía su vocación específica, es como un hombre que caminara hacia el norte atravesando campos y bosques sin camino. Encontrar la propia vocación es para el hombre encontrar su propio camino, por el que avanza con mucha más facilidad y rapidez, con mayor seguridad y descanso. Por eso conocer la propia vocación es una inmensa gracia que Dios da a los que le buscan con sincero corazón -y en ocasiones también a los que no le buscan-.

La vocación es una gracia, o mejor, una serie de gracias -oraciones, trabajos, lecturas, experiencias, amigos, sacerdotes- que, si no se ve frustrada por la infidelidad, cristaliza suavemente en una opción definitiva.

Signos indicativos de la vocación concreta son principalmente tres: 1.-La recta intención de la voluntad. 2.-La idoneidad suficiente. 3.-El sello público puesto por la Iglesia, sea en el sacramento del matrimonio, sea en los votos religiosos o en el sacramento del orden.

Pío XI decía de la vocación sacerdotal algo que vale también para las otras vocaciones: La vocación «más que un sentimiento del corazón, o una sensible atracción, que a veces puede faltar o dejar de sentirse, se revela en la rectitud de intención del aspirante al sacerdocio, unida a aquel conjunto de dotes físicas, intelectuales y morales que le hacen idóneo para tal estado» (enc. Ad catholici sacerdotii 20-XII-1935, 55). Intención recta es aquella que está formada según los criterios de la fe y que tiene verdadera motivación de la caridad sobrenatural.

Fidelidad receptiva

Ya hemos visto que normalmente la vocación es una larga serie de gracias que, sin que apenas sepa el cristiano cómo, cristaliza en una opción vocacional o, sin enterarse quizá, se frustra o se desvía. Pues bien, no acerca de la vocación dudosamente conocida, sino de aquella vocación discernida con un conocimiento moralmente cierto, nos hacemos la siguiente grave pregunta: ¿Tiene el cristiano obligación moral de recibir la vocación que Dios quiere darle?

((Comencemos por notar que para bastantes autores «es sin duda difícil sostener que la vocación, hablando estrictamente, sea un deber que oblique gravemente» (Greganti 312-313). Cristo invita al joven rico a dejarlo todo y seguirle: «Si quieres»... (Mt 19,21). Pero es sólo un consejo, no un mandato.

Doctores tan autorizados como San Alfonso Mª de Ligorio afirman que no seguir la vocación religiosa «per se no es pecado: los consejos divinos per se no obligan bajo culpa». Esta doctrina sorprendente, se ve notablemente matizada en seguida cuando añade: «Sin embargo, en razón de que el llamado pone en peligro su salvación eterna, al elegir su estado no según el beneplácito divino, no podrá estar exento de alguna culpa» (Theologia Moralis IV,78). Y el mismo autor en otra ocasión dice: «El que no obedece a la vocación divina, será difícil -más bien moralmente imposible- que se salve» (Respuesta a un joven: +Petrosino 234).))

Es cierto que el Señor, como hemos dicho, suele llamar gradualmente, por una serie de gracias (Jn 1,39; Mt 4,21; 10,2), y es indudable que el cristiano puede romper ese proceso vocacional con muy poca culpa, incluso sin darse cuenta. Pero supuesto que haya conciencia clara de lo que Dios quiere, entendemos que hay obligación moral grave de seguir la vocación divina. Expresa ésta una voluntad divina -Jesús «llamó a los que quiso» (Mc 3,13)-, manifestada en términos inequívocamente imperativos: «Sígueme». En efecto, Cristo dispone de cada uno de los miembros de su Cuerpo, y nosotros en caridad debemos hacer nuestro su designio. Y esto tanto por el amor que le debemos, como incluso en justicia, pues realmente no nos pertenecemos, sino que él nos ha adquirido al precio de su sangre (1 Cor 6,19-20; 7,23; 1 Pe 1,18-19). ¿Con qué derecho podemos rechazar sin culpa grave la llamada de Cristo si la captamos con certeza?

Especial gravedad tiene rechazar la vocación apostólica, por ser esta una gracia tan grande para la persona y para la Iglesia. Por ella el Señor hace del cristiano un compañero y un colaborador suyo (Mc 3,14). Pues bien, si Cristo nos llama a ser compañeros suyos, a entrar a convivir con él, ¿cómo podremos rechazar tal gracia sin ofenderle gravemente? Si Cristo nos llama para que seamos colaboradores suyos en la salvación del mundo, ¿cómo podremos negarnos sin grave culpa? Jesús miró al joven rico con especial amor (Mc 10,21), y le invitó a seguirle, pero él no quiso: «Se oscureció su semblante, y se fue triste, pues tenía muchas posesiones» (10,22). ¿No es esa la tristeza del pecado, la tristeza de una gracia divina rechazada?

Si «la voluntad del padre» es que vayamos a trabajar su viña (Mt 21,31), nosotros debemos obedecerla. ¿Qué será de nuestra vida si la dirigimos por un camino distinto de aquel que el Padre quería darnos con todo amor? ¿Y qué será de los hermanos que en la providencia de Dios habían de recibir nuestra ayuda?

Por otra parte, cuando un padre llama a un hijo para enviarlo en ayuda de otros hijos gravemente necesitados, ¿será tal llamada sólo un consejo, o será más bien un mandato?... También la Iglesia Madre llama al ministerio apostólico. Pues bien, cuando la patria está en peligro y llama a sus hijos, éstos se saben obligados en conciencia a acudir, aun en el caso de que no sientan ninguna inclinación por el servicio de las armas, y dejándolo todo, acuden, con riesgo de sus vidas. Igualmente, cuando la Iglesia llama con urgencia a personas para que le sirvan y procuren la salvación de los hombres, es preciso acudir. Y el que, sabiéndose llamado, no acude, es un mal hijo que pone en perigro su salvación eterna, pues «el que busca guardar su vida, la perderá, y el que la perdiere, la conservará» (Lc 17,33).

Cuando tratamos de la respuesta pronta que debe darse a la llamada a la santidad, citábamos un texto de Santo Tomás que conviene recordar también ahora: «Nadie debe resistirse a la locución interior con la que el Espíritu Santo inspira la mente. Definitivamente, se la debe obedecer sin lugar a dudas» (Contra doctrinam retrahentium a religionis ingressu cp.9).

Fidelidad perseverante

El amor natural de suyo tiende a la totalidad en la entrega, en la posesión y en la duración. Pero la naturaleza humana, debilitada y enferma por el pecado, a duras penas alcanza -por ejemplo, en el matrimonio- esta perduración del amor -hay muchos adulterios y divorcios-.

Pues bien, la Iglesia ha entendido siempre que el amor de las vocaciones cristianas participa de la entrega perseverante del amor de Cristo, y que por eso los compromisos vocacionales -matrimonio, sacerdocio, votos religiosos perpetuos- son entregas de amor total e irreversible.

El matrimonio establece una alianza conyugal indisoluble, a imagen de la unión de Cristo con la Iglesia. Un matrimonio ad tempus, con posibilidad de divorcio, aunque durase siempre, no es sino una caricatura de lo que Dios quiso crear en el principio, y desde luego no sería imagen de la unión de Cristo y la Iglesia, es decir, no podría ser sacramento.

La ordenación sacerdotal hace del cristiano un signo sagrado del amor del Buen Pastor, que entrega su vida, toda su vida, por sus ovejas, y que no huye aunque venga el lobo. Un sacerdocio ministerial ad tempus tampoco podría ser sacramento, esto es, no podría significar a Cristo sacerdote, que dio su vida por los hombres hasta el final, hasta la cruz.

La vida religiosa, igualmente, establece una alianza peculiar con el Señor, que viene a reforzar la alianza bautismal y a expresarla con más fuerza. El celibato es tal cuando implica una entrega esponsal irrevocable a Cristo Esposo. Y «la consagración será tanto más perfecta cuanto, por vínculos más firmes y estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia» (LG 44a).

Casarse por una temporada, entrar en el claustro o hacer de sacerdote por unos años, o hasta que venga el aburrimiento y el cansancio, no tiene sentido. El amor de las diversas vocaciones cristianas crece y se perfecciona en la fidelidad perseverante. «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21,19). «Sé fiel hasta la muerte, y te daré la corona de vida» (Ap 2,10).

((En los últimos decenios, sin embargo, hombres oscuros han dicho que no debe el cristiano atarse a compromisos definitivos. Matrimonio, sacerdocio y votos, entendidos como opciones irrevocables, serían algo inadmisible, inconciliable con la necesaria apertura permanente de la libertad personal a posibles opciones nuevas. «Cristo nos redimió de la maldición de la ley. Cristo nos ha hecho libres» (Gál 3,13; 5,1). «El viento sopla donde quiere» (Jn 3,8). La misma docilidad al Espíritu exige que el cristiano esté siempre abierto a un posible cambio. Por otra parte, la autenticidad personal está por encima de todo, y si no es posible la perseverancia con autenticidad, si la verdad personal exige un cambio de camino, hay que tener entonces el valor de cambiar... Todo esto es falso. La revelación divina nos introduce en un ámbito mental completamente diverso.))

En la Biblia la fidelidad del hombre está permanentemente sostenida por la fidelidad de Dios. Dios es fiel, es fiel a su alianza, a su amor, a las gracias, a las vocaciones y dones que concede (Jer 31,3; Sal 88,29; 2 Tim 2,11-13); por eso sabemos con certeza que «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11,29). Cristo es el fiel, el amén de Dios (Ap 3,14), el que nos reviste de fidelidad por su gracia, confortando así la debilidad e inconstancia de nuestro corazón (1 Jn 1,9; 1 Cor 1,9; 10,13; 1 Tes 5,24; 2 Tes 3,3). Y así el justo vive por su fidelidad (Hab 2,4; Rm 1,17; Gál 3,11; Heb 10,38). Es «como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón, y no se marchitan sus hojas» (Sal 1,3). Su casa esta construída sobre roca, y resiste las tormentas (Mt 7,24-25). No es una caña agitada por el viento (11,7), no está abandonado a los variables deseos de su corazón (Rm 1,24; Ef 2,3), ni está tampoco a merced de toda doctrina de moda (4,14). Y es que tiene sus ojos puestos no en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las visibles son temporales, pero las invisibles son eternas (2 Cor 4,18). El cristiano, pues, es un hombre que persevera en la fidelidad a su amor vocacional, es un hombre temporal revestido de eternidad por la gracia de Dios. Por eso se puede y se debe exhortarle: «Cada uno ande según el Señor le dio y según le llamó. Persevere cada uno ante Dios en la condición en que por él fue llamado» (1 Cor 7,17.24).

Para perseverar en la fidelidad vocacional hace falta una ascética, siempre alerta, que guarde el amor. La fidelidad vocacional implica muchas fidelidades pequeñas y continuas. «El que es fiel en lo poco es fiel en lo mucho» (Lc 16,10). La fidelidad exige imprimir en el corazón no pocas veces aquellas «correcciones de trayectoria» que necesite. Como dice Juan Pablo II: «Todos debemos convertirnos cada día. Y convertirse significa retornar a la gracia misma de nuestra vocación, meditar la inmensa bondad y el amor infinito de Cristo, que se ha dirigido a cada uno de nosotros, y llamándonos por nuestro nombre, ha dicho: «Sígueme»» (Cta.a sacerdotes 8-IV-1979, 10). Hace falta «revivir la gracia de Dios» puesta en nosotros por el sacramento de nuestra vocación (1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6). Pero sobre todo la fidelidad requiere orar en todo tiempo, para no desfallecer (Lc 18,1). Es preciso pedirle continuamente al Señor: «Tú que eres inmutable, danos siempre firmeza a los que vivimos sujetos a la sucesión de los tiempos y de las horas» (Vísp. miérc. I sem.)

Dios permite a veces que se quiebre la fidelidad vocacional, incluso de modo irreversible, como en el abandono del ministerio sacerdotal... Pablo VI habla «con gran estremecimiento y dolor» de aquellos que han sido «desgraciadamente infieles a las obligaciones contraídas al tiempo de su consagración», y considera con pena su «lamentable estado» (enc. Sacerdotalis coelibatus 24-VI-1967, 83-90). Quienes trivializan los abandonos vocacionales no saben nada del amor, de ese amor que sólo puede forjarse en el fuego del tiempo. San Alfonso decía de quien entró sin vocación al sacerdocio que es «como un miembro dislocado, fuera de su lugar; por eso tendrá que obrar su salvación con muchos esfuerzos y trabajos» (De la voc. sacerdotal 1: BAC 113, 1954). Y lo mismo hay que decir de quien la abandonó indebidamente... Y cuando así ocurre ¿qué sucede entonces? Es la hora de la misericordia de Dios, la hora de la contricción, de la expiación y de la ascesis más dolorosa -la propia de un «miembro dislocado»-. Es, pues, la hora de la confianza filial, de la paz y de la alegría en el Espíritu. La hora en que Cristo sigue llamando a la santidad, pues «si nosotros le fuéramos infieles, él permanecerá fiel, que no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,13).

6. Gracia y libertad

F. Canals Vidal, En torno al diálogo católico protestante, Barcelona, Herder 1966; R. García-Villoslada, Martín Lutero, BAC maior 3-4 (1976) I-II; L. F. Mateo Seco, Martín Lutero: sobre la libertad esclava, Madrid, Magist. Español 1978; M. Lutero, Weimarer Ausgabe, Weimar 1883s (=WA); E. Pacho-J. Le Brun, quiétisme, DSp 12 (1986) 2756-2805, 2805-2842.

El Catecismo ofrece una preciosa síntesis de gracia y libertad (1987-2005).

Gracia y libertad

Como decía San Agustín, «hay algunos que tanto ponderan y defienden la libertad que osan negar y hacer caso omiso de la gracia de Dios, mientras otros hay que cuando defienden la gracia de Dios, niegan la libertad» (ML 44,881). La espiritualidad cristiana, toda ella, depende de cómo se entienda este binomio, gracia-libertad, acción de Dios y colaboración del hombre.

En otro capítulo vimos qué es la gracia. Ahora diremos que la libertad es la potestad del hombre sobre sus propios actos. Pueden distinguirse varias clases de libertad -externa, física, social-. Aquí trataremos de la libertad interior, del libre albedrío, de ese atributo fundamental de la voluntad humana por el que tiene poder para determinarse por sí misma a obrar o a no obrar, a hacer esto o lo otro, sin verse determinada a ello por ninguna fuerza externa o interna (GS 17).

Libertad, pues, es elección, es responsabilidad personal de los propios actos u omisiones, digna de premio si se ha obrado bien (mérito) o de castigo si se ha hecho el mal (culpa, pecado). El grado de libertad está en proporción al grado de conocimiento y espontaneidad. Hay, sin duda, muy diversos grados de libertad según las personas y según las circunstancias. La ignorancia, la pasión, el miedo, la violencia, pueden disminuir o anular totalmente la libertad personal y, por tanto, la responsabilidad. Según esto, hay hombres interiormente más o menos libres.

Recordado esto, vamos a estudiar las posiciones fundamentales que sobre la conexión entre gracia y libertad se han dado en la historia, y que con unas u otras modalidades siguen vigentes.

Libertad - gracia:

Somos libres, no necesitamos gracia

-(pelagianismo y voluntarismo).

Libertad - Gracia:

No somos libres, necesitamos gracia

-(luteranismo y quietismo).

Libertad - gracia:

Ni somos libres, ni necesitamos gracia

-(incredulidad moderna).

Libertad - Gracia:

Somos libres y necesitamos gracia

-(espiritualidad católica).

Somos libres, no necesitamos gracia

(pelagianismo)

El mundo pre-cristiano no tuvo claro conocimiento de la libertad del hombre, y predominaron en él los fatalismos deterministas de una u otra especie. Partiendo de la Revelación, y con muy pocos apoyos culturales, fue la Iglesia la que descubrió la libertad del hombre, y la enseñó a los pueblos. De ahí nació la cultura occidental, la que se manifestó en la historia como la más potente para transformar los pueblos y el mundo visible.

En los siglos IV y V, tras la conversión de Constantino, se vió la Iglesia invadida por multitudes de neófitos, lo que trajo consigo un descenso espiritual en relación con los precedentes siglos martiriales y heroicos. En esos años surge Pelagio (354-427), de origen británico, un monje riguroso y ascético, que ante la mediocridad espiritual imperante, predica un moralismo muy optimista sobre las posibilidades éticas del hombre: «Cuando tengo que exhortar a la reforma de costumbres y a la santidad de vida, empiezo por demostrar la fuerza y el valor de la naturaleza humana, precisando la capacidad de la misma, para incitar así el ánimo del oyente a realizar toda clase de virtud. Pues no podemos iniciar el camino de la virtud si no tenemos la esperanza de poder practicarla» (ML 30,16). Sus doctrinas fueron en principio aprobadas por varios obispos -Jerusalén, Cesearea, sínodo de Dióspolis (a.415)-, e incluso por el papa Zósimo.

Pero pronto la Iglesia rechazó el pelagianismo con gran fuerza, en cuanto sus doctrinas fueron mejor conocidas, sobre todo en las enseñanzas de Celestio y Julián de Eclana (Indiculus 431, Orange II 529, Trento 1547, Errores Pist. 1794: Dz 238-249, 371, 1520s, 2616), con la colaboración de San Jerónimo, del presbítero hispano Orosio, de San Agustín, de San Próspero de Aquitania.

San Agustín resume así la doctrina pelagiana: «Opinan que el hombre puede cumplir todos los mandamientos de Dios, sin su gracia. Dice [Pelagio] que a los hombres se les da la gracia para que con su libre albedrío puedan cumplir más fácilmente cuanto Dios les ha mandado. Y cuando dice «más fácilmente» quiere significar que los hombres, sin la gracia, pueden cumplir los mandamientos divinos, aunque les sea más difícil. La gracia de Dios, sin la que no podemos realizar ningún bien, es el libre albedrío que nuestra naturaleza recibió sin mérito alguno precedente. Dios, además, nos ayuda dándonos su ley y su enseñanza, para que sepamos qué debemos hacer y esperar. Pero no necesitamos el don de su Espíritu para realizar lo que sabemos que debemos hacer. Así mismo, los pelagianos desvirtúan las oraciones de la Iglesia [¿Para qué pedir a Dios lo que la voluntad del hombre puede conseguir por sí misma?]. Y pretenden que los niños nacen sin el vínculo del pecado original» (ML 42,47-48).

El pelagianismo es una herejía permanente que, al paso de los siglos, se produce en la Iglesia con formulaciones y palabras renovadas. Los pelagianos actuales, aunque no suelen derivar su optimismo antropológico hacia un ascetismo vigoroso, son fieles a las tesis fundamentales del pelagianismo. Es fácil comprobar que ciertas manifestaciones -no todas, claro- de la teología de la secularización y de la liberación llevan más o menos marcado el sello pelagiano.

Puede decirse, en general, que hay pelagianismo cuando la predicación apremia la conducta ética de los hombres, sin mayores alusiones a la necesidad de la gracia de Cristo, como si ellos por sí solos pudieran ser buenos y honestos, y también eficaces en la transformación de la sociedad, con tal de que se empeñen en ello. Hay pelagianismo cuando el cristianismo cae en el moralismo y se dejan a un lado los grandes temas dogmáticos, la Trinidad, la presencia eucarística, etc. La moral individual y social, en ese planteamiento, no aparece como la consecuencia necesaria de vivir en Cristo, en la fe y en la gracia, sino como el motor decisivo de la vida cristiana. Y así, la inhabitación trinitaria, la Presencia divina vivificante, el acceso litúrgico al manantial de la gracia, la misma fe, en una palabra, el Misterio, quedan devaluados, como elementos accesorios, no estrictamente necesarios para la salvación del hombre y de la sociedad.

Hay pelagianismo cuando ya no se habla del pecado original, y de los destrozos que causó en la raza humana. Hay pelagianismo allí donde la oración, concretamente la oración de petición, pasa a un segundo plano, se olvida o se niega; y allí donde falta el espíritu de acción de gracias y la alegría cristiana, humilde y esperanzada. Hay pelagianismo cuando se adula al hombre (la juventud, la mujer, el obrero, el universitario, el intelectual), y cuando el olvido sistemático del pecado original permite ignorar prácticamente que todo hombre (también si es joven, mujer, obrero, universitario o intelectual) es indeciblemente miserable, falso, débil, sujeto al influjo del Maligno, y necesitado de salvación por gracia sobrenatural de Cristo.

Hay pelagianismo cuando los sacramentos y el culto litúrgico dejan de ser la clave de la transformación en Cristo de hombres y también de sociedades... Los que creen que su salvación es ante todo gracia de Cristo jamás se apartan de los manantiales litúrgicos de la gracia; pero los que esperan salvarse por sus propias fuerzas malviven alejados de estas fuentes -lo que, por otra parte, no alarma especialmente a los pastores pelagianos-. El paso que sigue al alejamiento crónico es la simple apostasía.

Es pelagiano, en fin, el cristianismo que se limita a proponer valores morales enseñados por Cristo -verdad, libertad, justicia, amor al prójimo, unidad, paz, etc., en buena parte admitidos por el mundo, al menos teóricamente-, pero que no afirma que Cristo mismo es «la verdad», y que sin él se pierde el hombre en el error (Jn 14,6); que sólo él «nos ha hecho libres» (Gál 5,1); que sólo por la fe en él alcanzamos «la justicia que procede de Dios» (Flp 3,9); que sólo él ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo la fuerza del verdadero amor fraterno (Rm 5,5); que sólo él es capaz de reunir a todos los hombres que andan dispersos, pues para eso dio su vida (Jn 11,52); y en fin, que sólamente «él es nuestra paz» (Ef 2,14).

Si hay pelagianismo cuando se dan los signos aludidos, debemos concluir que actualmente el naturalismo pelagiano o semipelagiano es entre los cristianos la más fuerte tentación de error, al menos en el ambiente de los países ricos descristianizados. «Podemos reconocer -escribía el profesor Canals en los años del Vaticano II- que en nuestros días, tras siglos de pensamiento y cultura ya emancipados de la inspiración cristiana, y mientras sería muy difícil advertir en los católicos el peligro de un pesimismo jansenista o de un predestinacionismo fatalista, es bastante general la ignorancia sobre los puntos más centrales de la salvación del hombre por la gracia de Jesucristo» (68). En efecto, según el cardenal de Lubac, «nunca como hoy, a partir de los tiempos de san Agustín, que fueron también los de Pelagio, la idea de la gracia fue más ignorada». Es también ésta la opinión del cardenal Ratzinger: «El error de Pelagio tiene muchos más seguidores en la Iglesia de hoy de lo que parecería a primera vista» («30 Días» I-1991).

Efectivamente, en el proceso de descristianización de los últimos siglos, se ha ido produciendo una reducción del Evangelio a un eticismo voluntarista, de estilo pelagiano, que dio lugar primero a un moralismo individual y ascético, y que ahora se ha ido haciendo un moralismo social, muy poco ascético. En todo caso, antes y ahora, se trata de un moralismo propio de «los enemigos de la gracia de Cristo -como dice San Agustín-, que confían en su propia fuerza» (ML 33,764), y que ven más a Cristo como ejemplo que como causa de salvación. Estos neopelagianos consideran estéril el cristianismo de la unión con Cristo, el del abandono atento a las iniciativas de su gracia -que es el que históricamente ha hecho santos y pueblos cristianos-, y propugnan en cambio un cristianismo centrado en la fuerza del hombre para cambiarse a sí mismo, y en la eficacia de sus iniciativas para mejorar la sociedad -que es un cristianismo absolutamente estéril, que sólo ha producido secularismo y apostasía-. Ellos ya no captan la gratuidad de la gracia, no ven tampoco que sólo el Espíritu Santo puede renovar la faz de la tierra, ni pueden entender muchos textos de la Escritura, como aquel de San Pablo que dice: «Estáis salvados por la gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir» (Ef 2,8-9).

Por otra parte, la nueva evangelización del mundo moderno secularizado, apóstata de la fe cristiana, exige hoy sin duda superar en la proclamación de la Buena Nueva todos estos moralismos de corte pelagiano. El Evangelio no fue escrito ante todo como un código de doctrinas morales, sino casi exclusivamente como una presentación de Cristo destinada a suscitar la fe en él: «estas cosas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y con esta fe tengáis vida gracias a él» (Jn 20,31). Del mismo modo, la Buena Nueva no fue ofrecida al mundo antiguo por los apóstoles primordialmente como un bloque sistemático moralista, sino como gracia de Cristo, como una fuerza positiva, liberadora del mal, suscitadora de todo bien, a la que el hombre y los pueblos debían abrirse por la gracia de la fe. En la carta a los Romanos, por ejemplo, le bastan a San Pablo dos capítulos para mostrar la podredumbre moral insuperable de la humanidad, sea pagana o judía (1-2), y para llegar a la conclusión de que «todos pecaron y están privados de la presencia de Dios» (3,23). Pero en seguida se extiende en una exposición grandiosa de la salvación humana como gracia de Cristo Salvador, a la que se accede fundamentalmente por la fe (3-11). Y termina el Apóstol exponiendo breve, pero suficientemente, la vida moral nueva, propia de los que viven según el Espíritu de Jesús (12-16).

Hoy no habrá nueva evangelización del mundo moderno, secularizado y apóstata, si sólo fuéramos capaces de denunciar una y otra vez sus miserias morales, proponiéndole al mismo tiempo unos ideales éticos que sin Cristo no puede vivir, y ni siquiera entender. Sería una nueva edición del fariseísmo judío, al que se refería San Pablo al decir: «el código [moral] da muerte, mientras el Espíritu da vida» (2 Cor 3,6). Hoy evangelizaremos realmente en la medida en que, al modo del Apóstol de los gentiles, seamos capaces de decirle al hombre actual que está perdido, que está angustiado, que está muerto, y que sólo en Cristo puede hallar por gracia la verdad, la bienaventuranza y la vida.

Voluntarismo

Entendemos aquí por voluntarismo una actitud práctica según la cual la iniciativa de la vida espiritual se pone en el hombre, quedando así de hecho la gracia reducida a la condición de ayuda, de ayuda necesaria, ciertamente, pero de ayuda. Los cristianos que se ven afectados por esa actitud pueden ser doctrinalmente ortodoxos, pero en su espiritualidad práctica, que aquí describiremos, viven como si no lo fueran. Describimos, pues, aquí el voluntarismo no tanto como un error doctrinal -que en sentido estricto sería el semipelagianismo, ya rechazado por el II concilio de Orante (a.529)-, sino más bien como una desviación espiritual, que está más o menos presente en todas las épocas, y por la cual, en una cierta fase de su vida interior, pasan no pocos cristianos, al menos de entre aquéllos que buscan sinceramente la perfección. En este sentido, no es raro apreciar que algunos santos, en sus comienzos, fueron voluntaristas por carácter personal o por una formación incorrecta; pero pronto, todos ellos, descubrieron la primacía absoluta de la gracia, pues de otra manera no hubieran llegado a la santidad.

Entre los cristianos todavía carnales que tienden con fuerza a la perfección -y a ellos sobre todo se dirige nuestro libro- el voluntarismo suele ser el error más frecuente, pues si la pereza a veces, muchas veces, les daña, todavía hace en ellos peores estragos la soberbia, que unas veces es perezosa y otras activa, pero que siempre tiende a poner en el hombre la iniciativa, quitándosela a Dios, aunque sea inconscientemente. Por eso nos ocuparemos aquí en denunciar los rasgos principales de la espiritualidad voluntarista.

La esencia del voluntarismo está en que pone la iniciativa de la vida espiritual en el hombre, y no en Dios. El voluntarista, partiendo de sí mismo, de su leal saber y entender, y normalmente según su carácter personal, va proponiéndose ciertas obras buenas concretas, dando por supuesto que, ya que son buenas, Dios le dará su gracia para hacerlas. Así va llevando adelante, como puede, su vida espiritual, siempre a su manera, según su propio modo de ser, sin ponerse incondicionalmente en las manos de Dios, sin tratar de discernir la voluntad de Dios -que a veces nos reserva no pequeñas sorpresas- para cumplirla. En esta concepción, muchas veces de modo inconsciente, va implícito el error doctrinal al menos semi-pelagiano, según el cual lo que hace eficaz la gracia de Cristo es, en definitiva, la fuerza de la voluntad del hombre, es decir, su libre arbitrio, su propia iniciativa.

En esta concepción práctica del voluntarismo va más o menos implícito el error doctrinal semi-pelagiano. Según éste, Dios ama por igual a todos los hombres, y a todos ofrece igualmente sus gracias, de modo que es el hombre, es su generosidad, es la fuerza de su voluntad, su libre arbitrio, su propia iniciativa, quien hace eficaz la gracia de Cristo. De esta manera, gracia y libertad se conciben no al modo católico -como dos causas subordinadas, en que la primera, divina, activa la segunda, humana-, sino como dos causas coordinadas, como dos fuerzas distintas quese unen para producir la buena obra.

El voluntarista, lógicamente, sobrevalora los métodos espirituales, y en el empeño de la santificación se apoya parte en Dios y parte en la virtualidad propia de tales o cuales métodos, medios, grupos o caminos peculiares. Haciendo esto, eso otro y lo de más allá, o integrándose en tal grupo, se llega a la santidad. Según esto, lógicamente, las esperanzas de santificación para aquellas personas que, por lo que sea, no pueden ajustarse a tales y cuales medios, son más bien escasas.

En el voluntarismo se produce una cierta subordinación de la persona a las obras concretas. En una vida espiritual sinergética, que da siempre la iniciativa a Dios y a su gracia, el florecimiento en la vida santa va de la persona a las obras, del interior al exterior, bajo el impulso del Espíritu Santo, en buena medida imprevisible; y así, el cultivo de la persona, de sus modos de pensar, de querer y de sentir, va floreciendo en buenas obras. En el voluntarismo, por el contrario, el crecimiento se pretende sobre todo por la prescripción de un conjunto de obras buenas, bien concretas, cuya realización se estimula y se controla con frecuencia. Es como si el cristiano sinergético, acercándose a Dios, regase, abonase y podase una planta, para que sea Dios quien en ella produzca el crecimiento en el modo, el tiempo y el número que él disponga. Mientras que el voluntarista, de lo exterior a lo interior, tirase de la planta para hacerla crecer, con peligro de arrancarla de la tierra.

De esta operosidad voluntarista se siguen malas consecuencias. Si las obras no se cumplen, es fácil que se hagan juicios temerarios («es un flojo; no vale», «puede, pero le faltó generosidad»); y si se cumplen, se harán también juicios igualmente temerarios («es un tipo formidable»). Otros frutos enfermos del árbol voluntarista son la prisa, que es crónica, la obra mal hecha, aunque la apariencia exterior de la misma sea buena; la tendencia a cuantificar la vida espiritual, el normativismo y legalismo detallista, pero sobre todo la mediocridad. Leyes y normas señalan siempre obras mínimas, que no pocos voluntaristas toman como máximos, contentándose con su cumplimiento: de ahí la mediocridad. El proyecto voluntarista, después de todo, parte de la iniciativa del hombre, y por eso, aunque incluya un hermoso conjunto de obras concretas buenas, suele hacerse proporcionado a las fuerzas del hombre y a sus modos y maneras personales: de ahí su mediocridad.

Piensa el voluntarista, sin mayores discernimientos, que lo más costoso a la voluntad es lo más santificante, ignorando que la virtud más fuerte es la que tiene un ejercicio más suave, y olvidando que cuanto más amor se pone en una acción, ésta es menos costosa y más meritoria. Pero es que el voluntarista pone la santificación más en su voluntad que en la gracia. Y eso explica su valoración errónea de lo costoso. Por eso mismo practica a veces el «agere contra» inadecuadamente, sin discreción («el hablador, que calle; el callado, que hable; el que quiere quedarse, que salga»). Y por eso también aprecia más los esfuerzos activos de la voluntad que los pasivos. Ve el valor santificante de la pobreza, por ejemplo, si alguno, costándole mucho, trata de vivirla. Pero no ve tanto ese valor si otro la vive con gozo y facilidad, porque la ama y posee su espíritu -por gracia de Dios-. Tampoco ve apenas su valor si esa pobreza no procede de iniciativa voluntaria, sino que le vino impuesta por las circunstancias. Olvida que el despojamiento mayor, el más meritorio, fue el de la pasión de Cristo, es decir, fue pasivo.

Por todo esto, el voluntarismo es insano, tanto espiritual como psicológicamente. El voluntarismo no capta la vida cristiana como un don constante de Dios, «gracia sobre gracia» (Jn 1,16), sino como un incesante esfuerzo laborioso. Centra en sí mismo al hombre, en lugar de centrarlo en Dios. Si todo va «bien», lleva, más que a la acción de gracias, a la soberbia, y si va «mal», al cansancio, a la frustración, y posiblemente al abandono de la vida espiritual. El voluntarismo crea un clima malsano, en el que crecen muy bien la ansiedad, los escrúpulos, y eventualmente la angustia neurótica. El voluntarismo no aprecia las personas débiles, en su constitución psíquica o somática, por razones obvias, y más bien las aleja -lo que es muy malo-; pero, sin embargo, para algunas personas frágiles, inseguras, resulta sumamente atractivo -lo que es aún peor-. En él se destrozan.

La manera de hablar voluntarista centra siempre la vida espiritual en la iniciativa y el esfuerzo de la voluntad del hombre («si quieres, puedes», «es cuestión de generosidad»). Con frecuencia aparece Dios como sujeto de los verbos «pedir» o «exigir» («Dios te pide que hagas más oración»). Los santos han hablado siempre de muy diverso modo («Dios quiere darte la gracia de que hagas más oración»). En el lenguaje de los santos -recordemos, por ejemplo, la Vida de Santa Teresa- lo que Dios hace siempre es dar, conceder, mostrar, regalar, donar, perdonar...

Y en este modo de hablar se manifiesta la experiencia de Dios que ellos tienen; en efecto, «todo buen don y todo regalo perfecto viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17). Por eso dice la Santa Doctora: «Recibir, más me parece a mí eso, que no dar nosotros nada» (Vida 11,13). Y así habla siempre la liturgia: «Señor, Dios nuestro, tú mismo nos das lo que hemos de ofrecerte» (Or. dom.VIII t. ordinario). Por eso nosotros «te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos dones que nos has dado»... (Misal rom. I anáf.).

No somos libres, necesitamos gracia (luteranismo)

Todos tenemos conciencia de que somos libres, de que «podemos» elegir, y si obramos mal, sentimos el peso de nuestra culpa. Pero también es cierto que todos tenemos conciencia de que nuestra libertad está enferma, atada, de que «no podemos» muchas veces obrar como hubiéramos querido (Rm 7,15). Pues bien, si en Pelagio prevaleció el primer convencimiento, hasta oscurecer la necesidad de la gracia, en Lutero (1483-1545), después de luchas morales angustiosas, predominó el segundo.

La doctrina teológica de Lutero tiene unas profundas raíces biográficas, que conviene conocer. De los agustinos de Erfurt había recibido una mala formación filosófica, nominalista, y una mala teología de la gracia, voluntarista o semipelagiana. La morbosidad de su vivencia espiritual consecuente queda reflejada en confesiones personales como ésta: «Yo, aunque mi vida fuese la de un monje irreprochable, me sentía pecador ante Dios, con una conciencia muy turbada, y con mi penitencia no me podría creer en paz; y no amaba, incluso detestaba a Dios como justo y castigador de los pecadores; me indignaba secretamente, si no hasta la blasfemia, al menos con un inmenso resentimiento respecto a Dios» (WA 54,185). «Al solo nombre de Jesucristo, nuestro Salvador, temblaba yo de pies a cabeza» (44,716). «Yo recuerdo muy bien qué horriblemente me amedrentaba el juicio divino y la vista de Cristo como juez y tirano» (44, 775)... Así, desde luego, no se puede vivir. ¿Qué salida hay para escapar de esta captación nefasta de Dios y de sí mismo?... El remedio de Lutero fue casi peor que la enfermedad, fue un inmenso y múltiple error.

El hombre está totalmente corrompido por el pecado, y lo mejor es reconocerlo con todas sus consecuencias. «El hombre peca siempre, aun cuando intente obrar el bien. El hombre está tan corrompido que ni siquiera Dios puede rescatarle de su podredumbre: lo único que es posible a Dios es no tener en cuenta sus pecados, no imputárselos legalmente» (Mateo Seco 18). La justificación cristiana, por tanto, será sólamente declarativa, pasiva, «imputativa» (WA 56,287).

El hombre no es libre, perdió su libertad al corromperse, y es inútil que siga atormentándose la conciencia con la ilusión psicológica de su pretendida libertad. Lutero, en sus primeras obras, aún creía en la libertad del hombre (4,295), comenzó a ponerla en duda a partir de 1516, y vino a negarla furiosamente en 1525, en una de sus obras preferidas, De servo arbitrio, polemizando con Erasmo. La libertad humana es incompatible con Dios, que todo lo preconoce y predetermina; con Satanás, que domina verdaderamente sobre el hombre; con la realidad del pecado original, que corrompió todo lo que es el hombre, también su libertad; con la redención de Cristo, que sería supérflua si el hombre fuera libre (18,786). La expresión libre arbitrio debiera desaparecer del lenguaje humano; sería «lo más seguro y lo más religioso» (18,638; ya Lúcido negó la libertad, y su error fue condenado en Arlés 473: Dz 331).

Por tanto el cristiano se salva por la fe, no por las obras. Las buenas obras son convenientes, como expresión de la fe, pero en modo alguno son necesarias para la salvación. Incluso pueden ser peligrosas, cuando debilitan la fe fiducial, y la persona trata, procurándolas, de apoyarse en su propia justicia. El cristiano debe aprender a vivir en paz con sus pecados. Debe reconocer que es «simultáneamente pecador y justo (simul peccator et iustus): pecador en realidad y justo en la reputación de Dios» (WA 56,272).

En efecto, «en nada daña ser pecadores, con tal que deseemos con todas nuestras fuerzas ser justificados». Pero el diablo, con mil artificios, tienta a los hombres «a que trabajen neciamente esforzándose por ser puros y santos, sin ningún pecado, y cuando pecan o se dejan sorprender de alguna cosa mala, de tal manera atormenta su conciencia y la aterroriza con el juicio de Dios, que casi les hace caer en desesperación... Conviene, pues, permanecer en los pecados y gemir por la liberación de ellos en la esperanza de la misericordia de Dios» (56,266-267).

Lo mismo que el pelagianismo, el luteranismo es una herejía permanente, que, desde luego, extiende su tentación más allá del campo protestante. Cuando un católico, por ejemplo, teniendo por irremediable su atadura al pecado -por tanto, sin arrepentimiento verdadero-, va al sacramento de la penitencia, es evidente que busca en Cristo una justificación al estilo luterano («soy pecador, e inevitablemente lo seguiré siendo, pero pongo toda mi fe en Cristo, Dios me perdona, y me seguirá perdonando»). Claro está que la pérdida actual de fe en la propia libertad, como veremos, parte de unas premisas muy diversas de las de Lutero. Pero el efecto final es semejante.

En fin, si la tentación predominante del catolicismo actual está en Pelagio, no es tampoco despreciable el peligro de Lutero. En realidad, hay que decir que experimenta al mismo tiempo las dos tentaciones. Así, en ciertos ambientes, hallamos una extraña especie híbrida de cristianismo, pelagiano ante la multitud, es decir, optimista ante la juventud, los obreros, el hombre moderno, y luterano ante el individuo, es decir, muy pesimista -por ejemplo, en el sacramento de la penitencia- respecto a las posibilidades reales de la persona para salir efectivamente de su pecado y entrar de verdad en una vida santa. Es una especie de pelagianismo luterano o bien de luteranismo pelagiano. Cualquier cosa se puede esperar de quienes se alejan de la doctrina de la Iglesia.

Notemos, en fin, que loque subyace a la herejía de Lutero no es, como se ha afirmado frecuentemente en el catolismo postridentino, el error de atribuir todo a la misericordia divina, pues, efectivamente, a Dios hay que atribuir toda gracia y salvación. Lo contrario, pretender que la salvación viene realizada en parte por la misericordiosa gracia divina, y en parte por la fuerza de la libertad humana, que viene a completarlo que le falta a la acción gratuita de Dios, es puro semipelagianismo. El error que subyace al pensamiento de Lutero es, aunque parezca paradójico, el mismo que ha contaminado con frecuencia de naturalismo semipelagiano a sus oponentes católicos: el error de pensar que la acción de la gracia es extrínseca a la acción de la naturaleza humana libre, el enorme error de ignorar que la acción de la gracia divina es precisamente causa de la acción libre del hombre buena, salvífica y meritoria de vida eterna. Atribuir, pues, todo a la gracia de Dios no deja excluida en modo alguno la libertad humana, pues ésta se ve precisamente causada por aquélla.

Un correcto diálogo ecuménico exige tener bien en cuenta estas verdades. Según esto, cuando los luteranos acusan a los católicos de ser semipelagianos, y de que no atribuimos a la misericordia de la gracia divina toda la salvación del hombre, sino parte de ella, sería un error muy grave contestarles que atribuir toda la salvación a la misericordia divina equivale a anular la libertad humana. Diciendo tal cosa sólo conseguimos confirmarles en su convencimiento de que somos semipelagianos. Por el contrario, desde la fe católica hemos de afirmar al luterano que, efectivamente, todo es gracia, pero que precisamente la misericordia de Dios es mayor cuando su gracia renueva verdaderamente al hombre en su ser, y cuando potencia realmente sus facultades, haciéndole instrumento activo y operante de obras sobrenaturales. Y al católico temeroso de que una acentuación total de la gracia implique la anulación de la libertad, hay que afirmarle que la gracia divina no actúa en la naturaleza humana desde fuera, extrínsecamente, sino desde dentro, sanándola y potenciándola activamente en su misma entidad natural, como hemos de ver en seguida con más detenimiento.

Quietismo

El luteranismo niega la libertad. El quietismo no niega la libertad, Pero propugna que se esté quieta, que no actúe. En la historia de la espiritualidad se registran tendencias quietistas de muy diverso estilo -maniqueos y gnósticos, cátaros y fraticelli, hermanos del libre espíritu, beguardos y beguinas, alumbrados españoles del XVI-, pero el más caracterizado quietismo -el que aquí consideramos- es el que se produce a fines del siglo XVII en torno a Miguel de Molinos (+1696; Dz 2201-2268; +2181-2192), Fenelón (+1715), el padre Lacombe (+1715) y Madame Guyon (+1717; Dz 2351-2373). El camino interior de Molinos no es idéntico al amor purísimo de Fenelón, pero coinciden en algunas orientaciones. La Iglesia, al condenar el quietismo radical y típico, lo esquematizó en varios rasgos característicos:

Pasividad total. «Querer obrar activamente es ofender a Dios, que quiere ser él el único agente; por tanto es necesario abandonarse a sí mismo todo y enteramente a Dios» (Dz 2202). «La actividad natural es enemiga de la gracia, e impide la operación de Dios y la verdadera perfección; porque Dios quiere obrar en nosotros sin nosotros» (2204).

Quietud en la oración, nada de devociones activas. «El que en la oración usa de imágenes, figuras, especies y conceptos propios, no «adora a Dios en espíritu y en verdad» (Jn 4,23)» (2218). La concepción quietista de la oración recuerda al zen: «En la oración hay que permanecer en fe oscura y universal, en quietud y olvido de cualquier pensamiento particular..., sin producir actos, porque Dios no se complace en ellos» (2221).

Aniquilación personal, muerte mística. «No conviene a las almas de este camino interior que hagan operaciones, aun virtuosas, por propia elección y actividad; pues en otro caso, no estarían muertas» (2235).

Indiferencia total. El alma no debe interesarse ni por cielo o infierno (2207), ni por su propio estado espiritual, «sino que debe permanecer como un cadáver exánime» (2208). «Resignado en Dios el libre albedrío, al mismo Dios hay que dejar el pensamiento y cuidado de toda cosa nuestra, y dejarle que haga en nosotros sin nosotros su divina voluntad» (2213).

Impecabilidad. «Con ocasión de las tentaciones, por furiosas que sean, no debe el alma hacer actos explícitos de las virtudes contrarias, sino que debe permanecer en el sobredicho amor y resignación» (2237). Las caídas que sobrevinieren «no son pecado, porque no hay consentimiento en ellas» (2241), ni es conveniente confesarlas (2248, 2260).

Tanto el luteranismo como el quietismo parten de una pésima teología de la relación entre naturaleza y gracia. La Iglesia afirma que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona y eleva; pero el quietismo piensa que la gracia, para divinizar la naturaleza, la aniquila. Felizmente, el quietismo del XVII apenas dejó huellas en la espiritualidad cristiana. Lo que habrá siempre es la pereza; pero se trata de otra cosa.

Ni somos libres, ni necesitamos gracia (incredulidad moderna)

Dice San Juan que «nosotros hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16). Esta es, ciertamente, la identidad más profunda de los cristianos. En efecto, «cuando apareció [en Cristo] la bondad y el amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4), nosotros, entre todos los hombres, llegamos por la fe al conocimiento sublime de ese amor que Dios nos tiene.

Según esto, olvidar o negar aquel amor de Dios que se ha expresado en el don supremo de Jesucristo es la raíz más profunda de todas las deformaciones del cristianismo y es lo que explica, en último término, la apostasía de la incredulidad moderna, producida principalmente en los países ricos de antigua filiación cristiana. Jesús le dice a la samaritana: «Si conocieras el don de Dios» (Jn 4,10)... Pues bien, la incredulidad moderna rechaza el don de Dios, rechaza a Cristo, y se cierra así al amor de Dios y a la acción sobreabundante de su gracia. Y este rechazo, que reviste tantos modos y maneras, incluso a veces dentro del campo que se tiene por cristiano, se verifica por dos vías fundamentales:

-El amor de Dios en Cristo es rechazado por innecesario. El hombre se basta a sí mismo, no necesita del don de Dios para salvarse. El hombre puede salvarse a sí mismo, pero no lo hará si pretende hacerlo con Dios, es decir, si no asume en el mundo su condición adulta. Es el naturalismo, que en cada época recibe formas y expresiones peculiares: pelagianismo, secularismo, humanismo autónomo...

-El amor de Dios en Cristo es rechazado por ineficaz. Todas las variantes del determinismo coinciden en la convicción de que Dios -supuesto que exista- nada puede hacer por cambiarnos, pues estamos absolutamente condicionados, y no somos libres. Tampoco ha de pensarse que ese cambio sea apremiante. Lo que sí urge es ir cambiando el mundo que nos condiciona negativamente. Por su parte el luteranismo, negando que la gracia opere una regeneración intrínseca del pecador, está afirmando, de hecho, que la omnipotencia de la misericordia de Dios queda impotente frente al pecado del hombre, y que por eso mismo el hombre, después de justificado, continúa no siendo libre, sino esclavo del pecado. La verdad católica, por el contrario, afirma que la gracia de Cristo realiza el milagro de que el hombre sea verdaderamente libre al menos en las obras más decisivas, es decir, en aquellas que scn salvíficas y meritorias de vida eterna.

Algunas veces el rechazo del amor de Dios revelado y ofrecido en Cristo se produce de modo explícito en una herejía o simplemente en la apostasía de la fe, lo que para los creyentes no suele significar una tentación inmediata. Pero el rechazo del amor de Dios ofrecido en Cristo se produce, sin embargo, en forma mucho más frecuente e insidiosa, de modo implícito: se trata aquí de una actitud vital en la que se considera que «la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador». Sin duda que, en el plano teórico, «no hay creyente alguno que ignore la falsedad envuelta en tales palabras» (GS 3sc), pero en el plano práctico son innumerables los creyentes que aceptan este liberalismo secularista, este humanismo autónomo, y no sólo estiman lícito pensar y obrar, sobre todo en las cosas de la vida pública, como si Dios no existiese, o como si no fuera preciso reconocer su soberanía real sobre lo mundano, sino que estiman necesario pensar y obrar así, para procurar honestamente el bien común de los hombres y para poder colaborar con los no creyentes. Por esta vía la incredulidad moderna va produciendo ese pueblo descristianizado, que apenas logra mantener algunos ritos y costumbres propios de una vida de fe ya perdida.

Pensemos concretamente en el tema de la libertad. Hoy la libertad humana se niega porque con ello se rechaza el don de la gracia de Dios. La idea de que el hombre es libre recibió, en la historia cristiana, su primer ataque grave con las tesis del luteranismo. Posteriormente, y desde premisas intelectuales muy diversas, la negación de la libertad se ha generalizado tanto en la cultura moderna, que hoy la Iglesia está sola para afirmar la libertad del hombre. En efecto, la negación de la libertad del hombre, o el agnosticismo sobre el misterio de esa libertad, invade el mundo de la filosofía moderna: está presente en el determinismo físico-matemático, en el positivismo filosófico, en el evolucionismo y la filosofía del progreso, en el historicismo dialéctico marxista. Y tampoco las escuelas de psicología hoy más vigentes -psicoanálisis, conductismo, antropología neurofisiológica o endocrinológica- están exentas de un fondo determinista y mecanicista, que les lleva a negar la libertad del hombre, o a mantenerse escépticas respecto de ella.

Como señala G. Piovene, «entre la diversidad de las filosofías actuales se descubre una constante: ninguna se presenta como una filosofía de la libertad. Se intenta sobre todo establecer los mecanismos por los que el hombre está condicionado: económicos, psicológicos, derivados de la estructura del lenguaje o de la situación histórica en que vive. En la visión científica del hombre actual estos determinismos tienen como meta ideal la ocupación total del cuadro del comportamiento humano, de tal modo que la persona como sujeto está en vías de desaparecer, para venir a ser un trámite, un instrumento, un centro de combinaciones» (Elogio della libertà, dir. D. Porzio, Milán 1970, 287).

Quedamos así enfrentados en nuestro tiempo a una inmensa contradicción, que aun siendo tan patente, pasa inadvertida para muchos. Por un lado, se afirma incesantemente que «el hombre no es libre», no es responsable de sus actos, sino un ser absolutamente condicionado; y por otro lado, al mismo tiempo, se afirma con igual énfasis que «el valor primario del hombre es vivir libre», o se habla de «la libertad de nuestra época»... ¿Cómo explicar tal contradicción patente? Necesariamente ha de haber ahí un equívoco, un uso simultáneo de la palabra libertad en dos sentidos completamente diversos. Y eso es lo que sucede, en efecto.

-La libertad verdadera es la que corresponde al concepto tradicional cristiano, que viene enseñado también por la recta filosofía natural. En seguida hemos de considerar la naturaleza de la libertad más detenidamente, pero baste ahora trazar los rasgos fundamentales de la misma. La libertad es una capacidad original de la persona humana para autodeterminarse hacia el bien entre diversas opciones posibles. La libertad se perfecciona eligiendo el bien, y se deteriora y esclaviza ejercitándose en el mal. Por otra parte, el bien es anterior a la elección de la voluntad humana, y no viene producido por ésta; pero ningún bien creado, ninguna criatura, tiene capacidad de atraer necesariamente el querer libre del hombre... Ésta es la libertad humana verdadera.

-La libertad falsificada por el pensamiento moderno es otra, muy distinta. En realidad el sentido nuevo de la libertad humana se mantiene siempre en el equívoco, pasa inadvertido para la mayoría, y sólo es conscientemente conocido por una minoría de iniciados, que recuerda los misterios esotéricos de la Antigüedad. Este sentido nuevo-falso de la libertad está explícitamente formulado por los pensadores más significativos de la modernidad. Filósofos como Spinoza, Fichte, Hegel, Marx, Engels o Freud -y tantos otros- no han tenido ningún miramiento a la hora de afirmar que el hombre no es libre, en el sentido de que no tiene capacidad real para autodeterminarse. Y al mismo tiempo han afirmado que el único sujeto en el que radica la libertad, y que determina absolutamente el pensamiento y la conducta de los hombres, es aquello que, siendo inmanente al mundo, es algo divino, y ha de ser concebido como lo absolutamente incondicionado: la Naturaleza para Spinoza, la Idea para Hegel, un dinamismo que se despliega dialécticamente en la historia; la Lucha de clases para Marx, en su materialismo dialéctico...

Según esto, la diferencia radical entre una y otra libertad, o al menos una de las diferencias más decisivas, está en que el sujeto de la libertad nueva-falsa no es ya el hombre personal, sino Algo inmanente al mundo, que se concibe como absolutamente incondicionado y absolutamente condicionante del pensar y del obrar de los hombres. La persona humana, el hombre singular concreto, no es libre, sólo posee una conciencia ilusoria de ser libre. Pero, en realidad de verdad, quienes son libres son «las ideas que debe tener el hombre actual», libres son «los tiempos en que vivimos», «la ética médica sin prejuicios», «el sexo sin tabúes», .da moral creativa y abierta», «la autoeducación», «la soberanía popular», «la voluntad mayoritaria», «el matrimonio libremente disoluble», «el aborto libre», «la preferencia personal hetero u homo sexual,....

Todos estos principios de pensamiento y acción son libres, en el sentido de que no están sujetos a nada, a ninguna ley divina o humana, ni siquiera a la pretendida realidad natural de las cosas, y al mismo tiempo son principios que deben imponerse a todos y cada uno de los hombres, en nombre precisamente de la libertad, esto es, para hacerlos libres. Por tanto, estos son principios libres en cuanto que, al erigirse a sí mismos en absolutos niegan a un tiempo la soberanía de Dios sobre el mundo y la libertad real de la persona humana.

Según, pues, lo señalado, hay que concluir que la incredulidad moderna no cree ni en la gracia de Dios ni en la libertad del hombre; es decir, no cree ni en Dios ni en el hombre. De quienes comenzaron negando a Dios cabía esperar con seguridad que acabarían negando al hombre, que es su imagen. Y, por supuesto, toda la espiritualidad cristiana se derrumba si cae la fe en la gracia y si cae ese preámbulo necesario de la fe, que es el reconocimiento de la libertad humana. En efecto, todo acto de fe es puro don de Dios, pero es un don que sólo el ser humano, por su naturaleza libre, está en disposición de recibir. Pues bien, en esta atmósfera espiritual, apenas logra el cristiano mundanizado mantener su fe en Dios (gracia) y su fe en el hombre (libertad). Precisemos esto un poco más:

-El cristiano mundanizado mantiene como puede su fe en Dios, y aunque sea a veces en un precario fideísmo, supera malamente en la teoría esos ateísmos y agnosticismos que en nuestra época hallan una difusión generalizada, no conocida anteriormente (GS 7c). De todos modos, en la práctica viene a ser un ateo práctico, o si se quiere, un cristiano no-practicante (+J. M. Iraburu, De Cristo o del mundo, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1997).

-El cristiano mundanizado, igualmente, apenas mantiene su fe en la libertad del hombre. Negar la libertad es de suyo una enfermedad de la razón, pues la razón puede conocer la existencia de la libertad humana; pero inevitablemente afecta a la misma fe. En efecto, los cristianos descristianizados, aunque quizá mantengan sobre la libertad un convencimiento teórico, en la práctica, en su vivencia cotidiana, no creen ser libres, no asumen su responsabilidad, no se sienten culpables, ni creen en su posibilidad de cambiar realmente -se entiende, con el auxilio de la gracia-. Y es que la atmósfera mental que los cristianos actuales respiran cada día, creada por filósofos, políticos, sociólogos, periodistas y escritores de todo género, suscita siempre, de modo convergente, el convencimiento de que el hombres de tal modo está condicionado, que no es libre. No es, pues, el hombre un pecador, sino un enfermo. La antigua concepción cristiana del hombre-pecador se basaba en una visión del hombre-libre, y por tanto responsable de sus males personales y sociales.

Pero el pensamiento no-cristiano de hoy cree que el hombre, aunque guarde una ilusión psicológica de libertad, en realidad no es libre, sino que está sujeto, desde que nace y siempre, a mil condicionamientos determinantes -psíquicos, somáticos, genéticos, educacionales, sociales, económicos, políticos, culturales- quehace de él no un pecador, sino un producto del ambiente, o si se quiere, una víctima de una culpabilidad colectiva, anónima, impersonal, estructural. Sólo el atavismo ignorante y retrógrado mantiene su convicción ingenua y contraria a la ciencia de que el hombre es libre. Pero el pensamiento moderno progresista ya ha descubierto que la libertad humana es una ilusión, un mito en buena parte creado por las autoridades religiosas para culpabilizar morbosamente al hombre, y de este modo dominarlo.

Por otra parte, la incredulidad moderna produce un humanismo autónomo que cierra el mundo humano a la acción de la gracia divina, pues está convencido de que «debe negarse todo género de acción de Dios en el hombre y en el mundo» (Syllabus 1864: Dz 2902), esto es, que debe negarse por completo la intervención de la providencia de Dios en lo grande y en lo mínimo. De este modo la misericordia divina ya no puede descender en auxilio de la miseria humana, perdida y abatida por el pecado. Este humanismo autónomo, que deja al hombre sumergido en la esclavitud del pecado, se presenta a sí mismo como superador de la conciencia mítica de tiempos antiguos, pues libera la conciencia humana de las angustias inherentes a una pretendida condición libre-responsable, y la libera al mismo tiempo también de reconocer la soberanía absoluta de un Dios personal, transcendente al mundo, y encarnado misericordiosamente para salvarlo.

Así las cosas, superada la idea primitiva de un Dios tapa-agujeros, la humanidad debe saluarse a sí misma, por las fuerzas a ella inmanentes. Será el hombre quien salve al hombre -y no una salvación mítica venida de lo alto, algo sobrenatural, recibido a modo de gracia-. Y por otra parte, puesto que no hay realmente libertad personal, y en consecuencia no existe realmente el pecado, el hombre no habrá de ser salvado del pecado, sino de la ignorancia, de la enfermedad, de la injusticia social. La salvación de la humanidad vendrá, por tanto, de hombres que actúan sobre las estructuras. Son, pues, necesarios médicos, ingenieros, científicos, políticos, que transformando las estructuras de la vida humana, produzcan un hombre nuevo y mejor; pero son innecesarios para la salvación humana Cristo, la gracia, la Iglesia, las vocaciones apostólicas, los sacramentos, la oración de súplica, la intercesión de María y de los santos... Algo pueden valer, ocasionalmente, estos mitos en la medida en que actúen como estímulos de esa potencia de liberación inmanente al hombre. Pero tienen una eficacia muy dudosa, y a veces son más bien peligros porque distraen al hombre del ejercicio de su propia fuerza, y pueden debilitarle en la convicción de su poder autónomo.

Este humanismo autónomo tiene como principio una soberbia blasfema. No admitiendo otra salvación que la que proceda de las mismas fuerzas inmanentes al hombre, cierra a la humanidad en su propia miseria, y se ve obligado a considerar virtudes sus más vergonzosos vicios (Rm 1,32). Rechaza así a Cristo, la salvación «que nace de lo alto», y que procede «de las entrañas de misericordia de nuestro Dios» (Lc 1,78). Nacido y desarrollado este principio sobre todo en países de antigua filiación cristiana, ha conducido históricamente, sobre todo en la vida pública, a la apostasía de lo que llamamos Occidente, y ha contaminado más o menos múltiples actitudes y concepciones actuales no sólo en el mundo secularista, sino también en el campo cristiano, por ejemplo, en lo referente a la moral de la sexualidad y a la moral de la acción social liberadora.

Pues bien, como es lógico, todos los campos de la vida cristiana quedan completamente estériles cuando falla la fe en la gracia de Dios y la fe en la libertad del hombre:

La ascética se debilita indeciblemente cuando se duda de la fuerza de la gracia divina, e igualmente -y en esto nos fijamos más ahora- cuando el hombre duda de su propia libertad. El cristiano entonces padece sus pecados, pero en el fondo no se siente responsable de ellos, y menos aún intenta la conversión de vida, pues no creyendo en la gracia ni en la libertad, se experimenta a sí mismo como irremediable, al menos en tanto no cambien las estructuras que le condicionan negativamente. En fin, no intenta la conversión porque no la cree posible, ni tampoco necesaria, y menos urgente.

La acción apostólica, en esta perspectiva, no se atreve a intentar la conversión de los hombres -lo que exigiría una fe descomunal en la gracia y la libertad-, y deriva hacia el empeño por mejorar las estructuras. Disminuyen notable y persistentemente las vocaciones apostólicas, sacerdotales, religiosas, misioneras, cuya actividad peculiar se dirige inmediatamente al hombre, a su libertad personal, para que ésta supere con la gracia de Cristo todos los condicionamientos estructurales negativos, sin esperar a que éstos sean vencidos.

La pedagogía familiar, escolar, pastoral, sufre la tentación inevitable del permisivismo, pues la exhortación y, más aún, la corrección, sólo es posible si está fuerte la fe en la libertad.

El derecho penal no castiga en el hombre la culpa, en nombre de la justicia, sino que sólo pretende ejercitar la necesaria defensa social. Ya Dostoyevsky lamentaba en 1879 que en buena parte de Occidente el castigo penal había perdido su dimensión de expiación moral: «El criminal extranjero, según dicen, rara vez se arrepiente, porque hasta los mismos intelectuales contemporáneos lo corroboran en la idea de que el crimen no es tal crimen, sino tan sólo la protesta contra la fuerza [social] que injustamente le oprime. La sociedad lo aparta de sí, de un modo totalmente mecánico, triunfando de él por la violencia» (Los hermanos Karamásoui I,II, cp.5).

Las leyes no intentan configurar y enderezar las costumbres, esforzando las libertades de los ciudadanos, sino que se adaptan a lo que los hombres hacen en mayoría, legalizando así -positivismo jurídico- «lo que está en la calle». No se admiten tensiones entre la ley y la conducta colectiva mayoritaria, al menos en ciertos campos de la vida social.

Las opciones libres definitivas e irreversibles -matrimonio indisoluble, votos perpetuos, sacerdocio para siempre-, fundamentadas en una decisión de la libertad personal, se consideran imposibles y nefastas. No se le puede exigir al hombre que mantenga a fuerza de libertad una decisión tomada hace tiempo. (Excepción: este principio no vale en el mundo moderno cuando trata de contratos económicos).

En fin, el cielo y el infierno, desde esta misma perspectiva, entendidos como premio o castigo de conductas humanas libres, resultan simplemente inconcebibles. Creer que los actos humanos, por muchos que sean en una vida, tan infinitamente condicionados y contingentes, van a tener una repercusión eterna de premio o de castigo, exige el reconocimiento indudable de la existencia de la liberad humana. Si se duda de la libertad o se niega, cielo e infierno desparecerán sistemátimente de la predicación cristiana, y ésta se alejará así indeciblemente de la predicación de Cristo, tal como aparece en el evangelio.

Somos libres

La libertad humana puede ser conocida por la misma razón. Podemos dar pruebas convincentes de que el hombre es libre partiendo tanto de consideraciones metafísicas, como psicológicas y sociales.

-Prueba metafísica. La voluntad es una potencia racional de querer, cuyo objeto es el bien en general. Pero las cosas objeto de su elección no pueden ser sino bienes limitados y parciales. De ahí esa ontológica indeterminación del querer voluntario, en el que se fundamenta la libertad. Ninguno de los bienes de este mundo, siendo finitos, puede llegar a atraer necesariamente el querer libre del hombre. Sólo Dios, el sumo Bien, al ser perfectamente conocido, como sucede en los bienaventurados, puede atraer necesariamente la voluntad del hombre. Y es entonces cuando la libertad humana llega a ser perfecta, cuando su adhesión al verdadero bien es absoluta, sin posible desviación o falla alguna. Ninguno de los bienes de este mundo, por fascinantes que sean, y tampoco ningu de los númerosos ídolos que el Occidente ha fagricado y sigue fabricando en su creciente descomposición, ninguna de las divinidades inmanentes que propone -la Idea o el Estado totalitario hegeliano, la democracia liberal de Espinoza, etc.-, puede exigir la obediencia necesaria de nuestra libertad. Por eso únicamente la adhesión a un Dios verdadero ypersonal, infinitamente transcendente a todo lo mundano, puede garantizar la genuina libertad del hombre, y es inevitable -podemos afirmarlo a priori, pero también a posteriori- que la falta de fe en Dios traiga consigo la negación de la libertad verdadera de la persona humana.

-Prueba psicológica. Antes del acto, somos conscientes de nuestra capacidad de deliberación, considerando unos y otrosvalores y condicionamientos. En la decisión, nos sabemos dueños de nuestro acto, que no se produce necesariamente, y quepodría ser otro. También durante la ejecución nos conocemos capaces de cambiar el acto, prolongarlo o suprimirlo. Pascal Jordan dice que para Heisenberg la libertad es el hecho experimental más seguro que existe, y él mismo añae que «tenemos que considerar la libertad como un hecho demostrable y demostrado» (El hombre de ciencia ante el problema religioso, Madrid, Guadarrama 1972, 420 y 431).

-Prueba moral y social. Sabemos que las responsabilidades y las obligaciones no son ilusiones morbosas, sino vínculos reales. Y de esto la conciencia es universal en la geografía y en la historia. Sabemos que los premios y castigos, las exhortaciones, elogios y correcciones, las leyes cívicas y la exigencia real de los contratos, todo está dando un testimonio evidente de que el hombre es libre, y que su conducta general y sus decisiones concretas no están determinadas. Es tan absurda la negación de la libertad, que quienes sostienen esta negación siguen tratando a los hombres en la práctica «como si fueran libres».

Pablo VI decía: «Cuando se hace la relación de los motivos [que influyen en la voluntad] se ve que son tan irrefutables y numerosos que constituyen una especie de jaula, que no permite a la voluntad humana moverse como quiere, sino que la obligan, casi sin saberlo ella, a decidir mecánicamente de una forma concreta, y no de otra. Admitamos la existencia y la importancia de los motivos que solicitan la voluntad a orientarse en un sentido determinante, y que su efecto puede asemejarse a un resultado mecánico. Existe (sin embargo) en el hombre un margen, un amplio margen, su verdadero Yo, de indeterminación, que él solo resuelve en una decisión autónoma propia. Por restringida, por asediada e ilusa que sea, existe la libertad psicológica y moral del hombre» (16-VIII-1972).

Pero la Iglesia conoce sobre todo la libertad por la revelación de la Biblia. San Agustín afirma que Dios «reveló por sus santas Escrituras que hay en el hombre libre arbitrio de la voluntad» (ML 44,882). Es ésta en la Biblia una enseñanza constante, explícita o implícita: «Dios hizo al hombre desde el principio, y le dejó en manos de su albedrío. Si tú quieres, puedes guardar sus mandamientos» (Sir 15,14-15; +Dt 30,15-18). Por eso, porque el hombre es libre, el Señor le exhorta, le corrige, le anima, le amenaza (Is 5,4-5; Sal 7,12-13). Si el hombre no fuera libre, la Biblia entera resultaría ininteligible. En ella Dios llama a conversión, pone a prueba a los hombres (Gén 22,1-19; Ex 15,25; 16,4; 20,20; Jue 2,22; Jdt 8,25-27; Sab 3,5; Sir 2,1). ¿Qué sentido puede haber en todo eso si el hombre está determinado en su línea conductual, si no tiene poder de libertad sobre ella? El Señor premia a los fieles (Sant 1,12; Ap 3,21), reprocha a los pecadores, a los que resisten al Espíritu Santo (Hch 7,51), anuncia castigos a los malvados (Mt 23;25). ¿A qué todo eso, si no es libre el hombre?

Verdad es que la libertad del hombre admite muchos grados de perfección, y que no en todos es igual. Los no-creyentes, aunque sea a veces de modo imperfecto, son libres, pues poseen luz de razón y conciencia moral (Rm 2,14-16; LG 16). Los pecadores tienen la libertad disminuída por sus vicios, y sujeta en algún grado al Maligno (Jn 8,44; Rm 6,11; Gál 4,21-31; 2 Pe 2,19). Los justos son libres, pero no gozan de absoluta libertad (Rm 7,15-19), sino que están llamados a «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (8,21; +Jn 8,36; Gál 5,1.13).

Hoy, como al comienzo del cristianismo, la Iglesia católica afirma ella sola la libertad del hombre, negada por el luteranismo, y rechazada o considerada con un escepticismo agnóstico, más bien inclinado a la negación, por las diversas escuelas filosóficas y psicológicas del pensamiento moderno. Una vez más cumple la Iglesia su misión de defensora de los valores humanos naturales que se ven amenazados por el error o el pecado. Cuando, por ejemplo, el mundo duda del poder de la razón para un conocimiento objetivo, la Iglesia lo afirma. Cuando la razón se oscurece en el conocimiento de ciertos aspectos de la ley natural, la Iglesia acude en su ayuda desde la fe, pues Cristo constituyó a los Apóstoles y a sus sucesores «intérpretes auténticos de toda ley moral, es decir, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural» (Pablo VI, enc. Humanæ vitae 25-VII-1968, 4). Ahora a la Iglesia le toca afirmar la libertad del hombre ante un mundo que habla de libertad a todas horas, pero que no cree en ella.

Que no cuenten con nosotros, los cristianos, para afirmar una libertad entendida como «individualismo, irresponsabilidad, capricho o anarquía», pero, como dice Pablo VI, si se habla de libertad «considerada en su concepto humano y racional, como autodeterminación, como libre arbitrio, estaremos entre los primeros para exaltar la libertad, para reconocer su existencia, para reivindicar su tradición en el pensamiento católico, que ha reconocido siempre esta prerrogativa esencial del hombre. Baste recordar la encíclica Libertas, de 1880, del papa León XIII. El hombre es libre, porque está dotado de razón, y como tal, es juez y dueño de las propias acciones. Contra las teorías deterministas y fatalistas, tanto de carácter interno y psicológico, como de carácter externo y sociológico, la Iglesia ha sostenido siempre que el hombre normal es libre y, por ello, responsable de las propias acciones. La Iglesia ha aprendido esta verdad no sólo de las enseñanzas de la sabiduría humana, sino también y sobre todo de la Revelación; ella ha reconocido en la libertad una de las señales primitivas de la semejanza del hombre con Dios. Cada uno ve cómo de esta premisa se deriva la noción de responsabilidad, de mérito y de pecado, y cómo a esta condición del hombre está vinculado el drama de su caída y de la redención reparadora. Así pues, la Iglesia católica ha sostenido que ni siquiera el abuso inicial que el primer hombre hizo de su libertad, el pecado original, ha comprometido en sus infelices herederos de modo total, como defendió en otro tiempo la reforma protestante, la capacidad del hombre de obrar libremente» (9-VII-1969).

Necesitamos gracia

Yavé enseña a Israel que el hombre es malo, es pecador, está inclinado al mal. Ya en los comienzos de la humanidad, vió el Señor «cuánto había crecido la maldad del hombre sobre la tierra, y cómo todos sus pensamientos y deseos sólo y siempre tendían al mal» (Gén 6,5). Por eso, cuando quiso Dios hacer un pueblo santo, comenzó por separar a Abraham de su mundo familiar (12,1), y después por sacar a Israel del mundo egipcio (Ex 3). Pero ni así, ni con exilios y desiertos, llega Israel a la santidad. «Eres infiel -le dice Yavé-, y tu nombre es Rebelde, desde que naciste» (Is 48,8). Los judíos piadosos tienen profunda conciencia de su pecado (Jer 14,7-9; Dan 3,26-45; 9,4-19), y conocen la necesidad de la gracia para salir del mal y mantenerse en el bien. Por eso la piden una y otra vez, con súplica incesante (Sal 118,10. 32-34. 133. 146).

Jesús ve igualmente a los hombres como gente mala, absolutamente necesitada de la gracia. El ha venido a salvar a los «pecadores» (Mt 9,13), y les dice abiertamente: «vosotros sois malos» (12, 34; Lc 11,13). El trae la misericordia del Padre, que «es bondadoso con los ingratos y los malos» (6,35). Los hombres, sujetos al influjo del Maligno (Jn 8,44), no podemos «nada» sin su gracia (15,5). Y también enseñan eso los Apóstoles de Jesús. Todos estábamos muertos por nuestros delitos y pecados, todos estábamos enemistados con Dios, impotentes para el bien (Rm 3,23; Ef 2,1-3; Tit 3,3). Y si dijéramos otra cosa, seríamos mentirosos, y llamaríamos mentiroso a Dios (1 Jn 1,8-10). Todos malos, pecadores, muertos; «pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros pecados, nos dio vida por Cristo: de gracia habéis sido salvados» (Ef 2,4-5).

((El pelagianismo antiguo o moderno, que niega la necesidad de la gracia para la salvación del hombre y de la humanidad, es la negación de Jesús, el Salvador, es algo horrible. «Maldito el hombre que en el hombre pone su confianza» (Jer 17,5)... Con todo, todavía hay gente que «cree en el hombre». Todavía hay cristianos que no ven a los hombres como pecadores necesitados de salvación por gracia sobrenatural, sino como gente de «buen fondo», como personas de «buena voluntad», que con un poco de empeño pueden salir adelante de sus miserias.))

San Agustín, como cualquiera de los Padres antiguos, capta vivísimamente la necesidad de la gracia, o lo que viene a ser lo mismo, la necesidad de la oración de petición, eso que los pelagianos no podían comprender: «¿Para qué pedir todas estas cosas, si ya nuestra naturaleza, creada con libre arbitrio, puede conseguirlas todas con su voluntad?» (ML 33,775). Y él les respondía desde la ingenuidad de la sagrada Escritura, en la que el Señor nos manda pedir, porque nosotros nada podemos sin la gracia divina. Y concluía orando: Señor, «toda mi esperanza está en tu inmensa misericordia. Da lo que mandas, y manda lo que quieras» (Confesiones X,29,40).

Quizá el mismo espanto del error pelagiano fue ocasión para que San Agustín comprendiera con especial claridad la necesidad de la gracia: «Es Dios quien nos despierta a la fe, nos levanta a la esperanza, nos une en vínculo de caridad. Dios, por quien vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos muerto totalmente. Dios, que nos exhorta a la vigilancia. Dios, por quien huímos el mal y seguimos el bien. Dios, por quien no cedemos ante las adversidades. Dios, que nos convierte, que nos desnuda de lo que no es y nos viste de lo que es. Dios, que nos hace dignos de ser oídos. Dios, que nos defiende, nos guía a la verdad, nos devuelve al camino, nos trae a la puerta, y hace que sea abierta a los que llama. Dios...» (ML 32,870-871). Dios, Dios, Dios...

La Iglesia antigua, junto a los dogmas trinitarios y cristológicos, establece muy pronto los grandes dogmas sobre la gracia de Cristo (Cartago XVI 416 y 418; Efeso 431; Arlés 475; II Orange 529: Dz 225-230, 238-249, 330-332, 398-400). Siempre, apasionadamente, el Magisterio apostólico ha enseñado la necesidad de la gracia: «Dios obra de tal modo sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres, que el santo pensamiento, el buen consejo y todo movimiento de buena voluntad procede de Dios, pues por él podemos algún bien, y sin él nada podemos» (Indiculus 431: Dz 244). El gran concilio de Trento enseñó que la gracia da al hombre no sólo la facilidad, sino la posibilidad de ser buenos (Dz 1551). Aunque la libertad no se extinguió con el pecado original (1555), es imposible que con sus solas fuerzas el hombre se levante de la miseria del pecado (1521). La libertad, que puede resistir la gracia, puede y debe cooperar con ella (1554).

Es lo que la Liturgia nos enseña constantemente en sus bellísimas oraciones, concretamente en sus bellísimas oraciones colectas de los domingos del tiempo ordinario. Señor, danos «luz para conocer tu voluntad y la fuerza necesaria para cumplirla» (1), de modo que «podamos dar en abundacnia frutos de buenas obras» (3). «Oh Dios, fuente de todo bien, concédenos, inspirados por ti, pensar lo que es recto y cumplirlo con tua yuda» (10). «Señor, que tu gracia continuamente nos preceda y acompañe, de manera que estemos dispuestos a obrar siempre el bien» (28). «Mueve, Señor, los corazones de tus hijos, para que correspondiendo generosamente a tu gracia, reciban con mayor abundancia la ayuda de tu bondad» (34)... En fin, «concédenos la gracia, Señor, de pensar y practicar siempre el bien, y pues sin ti no podemos ni existir ni ser buenos, haz que vivamos siempre según tu voluntad» (Or. jueves I cuaresma). Éstas y otras muchas oraciones nos hacen pensar, una vez más, que la liturgia es el más perfecta Magisterio ordinario de la Iglesia. Eso que las oraciones dicen, eso es lo que el pueblo cristiano cree, y de esa fe es de la que vive.

Fe y obras

Las buenas obras son necesarias para la salvación. Dice Jesús: «en esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos» (Jn 15,8). Así pues, nosotros hemos de «andar de una manera digna del Señor, procurando serle gratos en todo, dando frutos de toda obra buena» (Col 1,10). Por lo demás, al final de los tiempos vendrá el Señor «para dar a cada uno según sus obras» (Ap 22,12; +Mt 25,19-46; Rm 14,10-12; 2 Cor 5,10), y entonces «saldrán los que han obrado el bien para la resurrección de vida, y los que han obrado el mal para la resurrección de condena» (Jn 5,29).

El cristiano está destinado a la perfección, y ésta exige obras. En efecto, «la operación es el fin de las cosas creadas» (STh I,105,5), pues las potencias se perfeccionan actualizándose en sus obras propias. Por eso los cristianos, secundando la acción de la gracia divina, alcanzamos la perfección actuando las virtudes y dones en las obras que les son propias. Y si no nos ejercitáramos en las obras buenas, resistiríamos la gracia de Dios, que quiere fecundar nuestra libertad dándole una operosidad abundante, de modo que por ella lleguemos nosotros a perfección, y al mismo tiempo ocasionemos la de otros: «así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 5,16).

Advirtamos, en todo caso, que cuando hablamos de obras nos referimos tanto a las obras externas que tienen expresión física, como a la realización de obras internas, de condición predominantemente espiritual -como, por ejemplo, orar, perdonar una ofensa, renunciar a una reclamación justa, etc.-.

((El peligro de tener muchas palabras, y pocas obras siempre ha sido denunciado por los maestros espirituales, comenzando por los mismos Apóstoles. «Dios no reina cuando se habla, sino cuando se actúa» (1 Cor 4,20). «No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad» (1 Jn 3,18). San Juan de la Cruz advierte que «para hallar a Dios de veras no basta sólo orar con el corazón y la lengua, sino que también, con eso, es menester obrar de su parte lo que es en sí. Muchos no querrían que les costase Dios más que hablar, y aun eso mal, y por El no quieren hacer casi nada que les cueste algo» (Cántico 3,2). Santa Teresa insiste siempre: «Vosotras, hijas, diciendo y haciendo, palabras y obras» (Camino Perf. 32,8). El amor que tenemos al Señor ha de ser «probado por obras» (3 Moradas 1,7; +Cuenta conc. 51). «Obras quiere el Señor» (5 Moradas 3,11). Como dice Santa Teresa del Niño Jesús, «los más bellos pensamientos nada son sin las obras» (Manus. autobiog. X,5). Y en la más alta perfección cristiana no queda el cristiano inerte y quieto, sino que, por el contrario, es entonces cuando florece en cuantiosas y preciosas obras buenas. «De esto sirve este matrimonio espiritual, de que nazcan siempre obras, obras» (7 Moradas 4,6).

Por otra parte, la fe fiducial luterana, sin obras, o al menos no necesariamente acompañada de ellas, es una fe muerta, sin caridad, pues si la tuviera, florecería en obras buenas, y por tanto no es una fe salvífica: «la fe, si no tiene obras, es de suyo muerta» (Sant 2,17). Es, pues, una caricatura de la fe viva cristiana, que es «la fe actuada por la caridad» (Gál 5,6). En efecto, «no son justos ante Dios los que oyen la Ley, sino los cumplidores de la Ley, ésos serán declarados justos» (Rm 2,13). Tampoco basta con clamar al Señor, abandonándose pasivamente a su misericordia, pues «no todo el que dice «¡Señor, Señor!» entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21). Pues bien, el campo católico de trigo no está hoy libre de la cizaña luterana. Cuando la comunión frecuente no va acompañada de la confesión frecuente, cuando la absolución sacramental se imparte y se recibe sin esperanza real de conversión, como una imputación extrínseca de justicia, cuando tantos creyentes viven tranquilamente en el pecado mortal habitual, confiados a la misericordia de Dios, que es tan bueno, ¿no estamos ante una vivencia fiducial de la fe, no se da una instalación pacífica en el simul peccator et iustus?))

Gracia y libertad

Al considerar el binomio gracia-libertad existe siempre el peligro de concebir la vida cristiana como la resultante de dos fuerzas distintas, la gracia divina y la libertad humana: cuando al impulso de la gracia se añade la energía de la voluntad libre del hombre, es cuando nace la obra buena, meritoria de vida eterna. Pero no es ésta la verdad, pues en realidad es la fuerza de Dios la que causa siempre toda la fuerza del hombre para el bien. Dios, que da continuamente a todas las criaturas el ser y el obrar, da al hombre no sólo el ser libre y el querer algo bueno, sino también el poder hacerlo y el acto en que lo realiza. En efecto, «es Dios el que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). Es decir, el hombre se mueve a la obra buena cuando asiente a Dios que le mueve a ella. Pero «el que seamos obedientes y humildes [a la gracia] es don de la gracia misma», como declaró el II concilio de Orange contra los semipelagianos (a.529: Dz 377). Y por eso hemos de decir que «cuantas veces obramos bien, Dios obra en nosotros y con nosotros para que obremos» (a.529: Dz 379). Algunas explicaciones teológicas nos podrán ayudar un tanto a penetrar este misterio.

1. Dios causa todo el bien del hombre. El es la causa universal que mueve a todas las criaturas. «Dios es propiamente en todas las cosas la causa del ser mismo en cuanto tal, que es en ellas lo más íntimo de todo; y por tanto Dios obra en lo más íntimo de todas las cosas» (STh I,105,5). San Ignacio dice esto mismo cuando contempla a Dios en las criaturas, «en los elementos dando el ser, en las plantas vegetando, en los animales sintiendo, en los hombres dando entendimiento» (Ejercicios 235)...

2. La gracia de Dios es eficaz por sí misma, es decir, intrínsecamente, de tal modo que su eficacia no viene causada extrínsecamente por el acto de la voluntad humana que consiente a ella. En este sentido decía Billuart: «Que la gracia es eficaz por sí misma e intrínsecamente, con independencia del consentimiento de la criatura y de una ciencia media, lo propugnamos como un dogma teológico, conexo con los principios de la fe y próximamente definible. Y así lo sostienen con nosotros todas las escuelas, a excepción de la molinista» (De Deo, diss. VIII, a.5). En efecto, sabe la Iglesia -como ya vimos en II Orange- que obedecer a la gracia «es don de la gracia misma».

3. El hombre causa realmente sus obras. Por eso «si alguno dijere que el libre albedrío del hombre, movido y excitado por Dios, no coopera en nada asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga para obtener la gracia de la justificación [o para hacer una buena obra], y que no puede disentir, si quiere, sino que, como un ser inánime, nada absolutamente hace y se comporta de modo meramente pasivo, sea anatema» (Trento 1547: Dz 1554). El hombre, bajo la acción de la gracia, es causa libre de su propia obra. El hecho de que no sea causa primera de lo que obra no significa que no obre, es decir, que no sea causa. Efectivamente, los hombres somos causas reales de cuanto obramos, pero siempre causas segundas (I,105,5 ad 1-2m).

4. La acción humana es libre. Cuando Dios da al hombre la libertad y la energía para ejercitarla bien, no está destruyendo en el hombre la libertad, sino que la está produciendo. «El libre albedrío es causa de su propio movimiento, pues el hombre se mueve a sí mismo a obrar por su libre albedrío. Ahora bien, la libertad no requiere necesariamente que el sujeto libre sea la primera causa de sí mismo; como tampoco se requiere, para que una cosa sea causa de otra, el que sea su primera causa. Dios es la causa primera que mueve, tanto a las causas naturales como a las voluntarias. Y de igual manera que al mover a las causas naturales no impide que sus actos sean naturales, así al mover a las voluntarias tampoco impide que sus acciones sean voluntarias [esto es, libres], sino más bien hace que lo sean, puesto que obra en cada cosa según su propio modo de ser» (I,83,1 ad 3m).

5. No hay, pues, contraposición alguna entre gracia y libertad. Más bien hay que decir con San Agustín que «la voluntad será tanto más libre cuanto más sana, y tanto más sana cuanto más sujeta a la misericordia y a la gracia de Dios» (ML 33,676). En el culmen de la perfección, «el hombre es libérrimo cuando únicamente Dios domina en él» (32,1320). Por eso sólo la Virgen María, por ser la Llena de gracia, es perfectamente libre. Y así, como ella, hemos de ser nosotros «libres del pecado y esclavos de Dios» (Rm 6,22).

6. El hombre es causa única del mal moral. Como dice Trento, puede no asentir a la gracia, «puede disentir, si quiere» (Dz 1554). Así pues, toda eficiencia de bien la causa el hombre con Dios, pero toda deficiencia de mal es causada sólo por la voluntad culpable del hombre, sin Dios. Todo el bien que hacemos lo realizamos los hombres bajo la moción de Dios, y lo único que podemos hacer solos, sin la asistencia divina, es el mal, es decir, el pecado. Y esta resistencia a la acción divina, por supuesto, sólo podemos hacerla en la medida en que Dios lo permite para conseguir bienes mayores. Por otra parte, mientras que en las criaturas irracionales el defecto de naturaleza ocurre las menos veces, en la especie humana el mal de culpa es lo más frecuente, ya que son más los que siguen las inclinaciones sensitivas que los que se guían por la razón (STh I,49, 3 ad 5m; 63,9 ad 1m; I-II, 71,2 ad 3m).

Vivir según la gracia de Cristo

Bajo la iniciativa continua del Señor, la vida cristiana es siempre vida de gracia, de gracia recibida y secundada por la libertad del hombre. Jamás habremos de realizar ningún bien en orden a la vida eterna sin que el Señor nos mueva interiormente a ello por su gracia. Jesucristo, nuestra Cabeza, está «lleno de gracia y de verdad», y nosotros, sus miembros, «recibimos todos de su plenitud gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16). El Señor tiene su plan sobre nosotros, y lo va desarrollando en nosotros y con nosotros día a día, en una comunicación continua de su amor misericordioso. El nos ilumina, nos mueve, nos llama, nos trae, nos impulsa, nos guarda, nos concede, nos muestra, nos levanta, nos concede dar y hablar, o retener y guardar silencio...

Como dice el concilio II de Orange, «muchos bienes hace Dios en el hombre que no hace el hombre» -son las gracias operantes-, y «en cambio, ningún bien hace el hombre que no conceda Dios que lo haga el hombre» -son las gracias cooperantes- (Dz 390).

¿Y nosotros, qué hemos de hacer en la vida cristiana? Secundar con nuestros actos el influjo continuo de ese amor benéfico de nuestro Señor; cooperar con la gracia divina, de modo que nuestra libertad consienta siempre al impulso íntimo de su moción; dejar que ella nos lleve a donde no sabemos por donde no sabemos; abandonarnos incondicionalmente a los planes de Dios sobre nosotros, y hacerlo con toda docilidad y confianza, sin miedo alguno, sin otro miedo que el de fallar por el pecado a la acción divina en nosotros.

¿Qué he de hacer, Señor?

Es evidente que en esa perfecta fidelidad a la gracia de Cristo está el ideal de la perfección cristiana. Pero más concretamente podemos preguntarnos, como San Pablo, recién convertido: «¿Qué he de hacer, Señor?» (Hch 22,10). Este «discernimiento» espiritual habrá que hacerlo de modo diverso cuando se trate o no de obras obligatorias.

-Cuando las buenas obras son obligatorias (por ejemplo, ir a misa los domingos), no hay particular problema de discernimiento. Si Dios, por la Escritura o la Iglesia, nos ha dado un claro mandato sobre un punto concreto, o si él nos ha concedido la gracia de pertenecer a un instituto que tiene prescritas ciertas obras, debemos suponer -mientras graves razones no hagan pensar otra cosa- que él nos quiere dar su gracia para que realicemos esas obras buenas. No se presenta entonces otro problema que el de aplicarse bien al cumplimiento de esas obras, es decir, hay que procurar hacerlas con fidelidad y perseverancia, con intención recta y motivación verdadera de caridad, en actitud humilde y con determinación firmísima.

-Cuando las buenas obras no son obligatorias, al menos en una medida y frecuencia claramente determinadas por Dios y la Iglesia, es ahí cuando surge propiamente la necesidad del discernimiento. Por ejemplo, en referencia a la oración: ciertamente hemos de orar, pero ¿cuánto, cómo, cuándo, en qué proporción cuantitativa con nuestro tiempo de trabajo y de descanso?... Cinco avisos podrán ayudarnos a resolver estas cuestiones, tan importantes y frecuentes al paso de los años, en el desarrollo diario de la vida espiritual.

1. -Iniciativa divina. Hemos de hacer todo y sólo lo que la gracia de Dios nos vaya dando hacer, ni más, ni menos, ni otra cosa. Es Dios quien tiene la iniciativa en nuestra vida espiritual. Es Dios quien habita en nosotros, nos ilumina y nos mueve desde dentro. «Hemos sido creados en Cristo Jesús para las buenas obras que Dios dispuso de antemano para que nos ejercitáramos en ellas» (Ef 2,10), no en otras, por buenas que sean, pues «no debe el hombre tomarse nada, si no le fuere dado del cielo» (Jn 3,27).

Por tanto, en la total sinergía de gracia y libertad está la perfección cristiana. Los niños que van de la mano de su padre, rara vez acomodan exactamente su paso al del padre: o se dejan remolcar, o van tirando para ir más a prisa, o intentan ir en otra dirección. Nosotros, hijos de Dios, hemos de caminar por la vida llevados de la mano por nuestro Padre celestial, y debemos andar exactamente al paso que él nos lleva, ni más aprisa, ni más despacio, ni por otro camino. En esto está la perfección y la paz.

((El apego a los planes propios suele ser uno de los obstáculos principales de la vida espiritual, por buenos que esos planes sean en sí mismos, objetivamente considerados. El cristiano carnal -hablamos, por supuesto, del que intenta la perfección cristiana- está apegado a un cierto proyecto propio de vida espiritual, compuesto por una serie de obras buenas, bien concretas. Uno, por ejemplo, que valora mucho la oración, está empeñado en orar tres horas al día. Otro, muy activo, apenas deja tiempo en su vida para la oración, pues está firmemente convencido de que debe hacer muchas cosas. Sin duda, estos proyectos personales pueden ser en sí mismos inobjetables, pero con harta frecuencia no coinciden con los designios concretos de Dios sobre la persona. De aquí viene la ansiedad, el cansancio, el poco provecho espiritual, y quizá el abandono. ¿Pero quién le manda al hombre tener planes propios? Lo que tiene que hacer es descubrir y realizar el plan de Dios sobre él. Esa es la única actitud que va haciendo posible una sinergía profunda entre gracia divina y libertad humana.))

2. -Humildad y conversión. Dios manifiesta claramente su voluntad a quien sinceramente quiere conocerla y cumplirla. Dios no se esconde del hombre; es el hombre el que se esconde de Dios (Gén 3,8; 4,14), porque no quiere que la Luz divina denuncie sus malas obras (Jn 3,20). El Señor ama al cristiano, y quiere por eso manifestarle sus designios sobre él para que cumpliéndolos se perfeccione. Es el hombre el que se tapa ojos y oídos con sus apegos desordenados -a ideas, a proyectos, a personas, a situaciones-, con sus deseos y temores, y así no alcanza a conocer la voluntad de Dios.

Pero si el hombre se convierte de verdad a su Dios, y no quiere otra cosa que hacer la voluntad divina, el Señor le muestra su voluntad, se la va manifestando, quizá día a día, permaneciendo ella en el misterio, pero se la muestra, al menos de modo suficiente como para que pueda cumplirla. Es decir, en la medida en que el hombre, llevado por la gracia, va adelante en el proceso de su conversión, en esa medida va adelante en el conocimiento fácil y seguro de la voluntad de Dios sobre él, y su vida se va estableciendo en la sinergía preciosa de gracia y libertad, en la que reside la santidad y la paz.

Por eso, cuando viene la duda, a veces angustiosa, no hallaremos la solución dándole mil vueltas al asunto, consultando ansiosamente a uno y a otro, considerando los pros y los contras en una labor interminable -aunque también habrá que hacer a veces todo eso, pero con mucha paz-, sino más bien procurando que nuestra voluntad en ese asunto esté libre de todo apego desordenado, atenta a Dios, entregada incondicionalmente a su voluntad, exenta de temores y deseos concretos. Las dudas, más que con ajetreos discursivos de la mente, se resuelven con abnegación de sí mismo y oración de súplica, pues, como dice San Juan de la Cruz, «el camino de la vida es de muy poco bullicio y negociación, y más requiere mortificación de la voluntad que mucho saber» (Dichos 57).

El cristiano se centra en sí mismo (egocentrismo) cuando polariza su atención espiritual en la producción de éstas o aquellas obras buenas. Y en cambio se centra en Dios (indiferencia espiritual) cuando todo su empeño se pone en guardar una fidelidad incondicional a la gracia de Dios, sea cual fuere. Entonces es cuando, apagado el barullo de ansiedades, temores y gozos vanos, va logrando el cristiano ese tan precioso silencio interior, en el que escucha con facilidad la Voz divina, su voluntad, su mandato. Oración y abnegación llevan, pues, al hombre, con el infalible instinto del amor, al seguro y exacto discernimiento, muchas veces «sin que él sepa cómo» (Mc 4,27).

3. -Paz. La misericordia entrañable de nuestro Dios guía nuestros pasos por el camino de la paz (+Lc 1,78-79). Nuestro «Dios no es un Dios de confusión, sino de paz» (1 Cor 14,38). Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14). Por eso todo lo que se hace en Cristo, bajo el impulso de su gracia, se hace con paz -eso sí, con gozo o con dolor, pero ésta es otra cuestión-. Por el contrario, siempre que el cristiano hace más, o menos, o algo distinto de lo que Dios quiere hacer con él, altera o pierde su paz.

Los maestros espirituales han visto siempre en la paz el criterio principal para el discernimiento. Y en ese sentido enseña San Juan de la Cruz: «no es voluntad de Dios que el alma se turbe de nada ni padezca trabajos» (Dichos 56). Y entiende aquí por trabajos aquellos esfuerzos que hace la voluntad del hombre sin la asistencia de la gracia de Dios. «Suave es Su yugo -decía Santa Teresa-, y es gran negocio no traer el alma arrastrada, sino llevarla con Su suavidad para su mayor aprovechamiento» (Vida 11,17). La paz está en la sinergía sagrada de gracia y libertad. Pero analicemos un poco más este delicado punto.

Cuando la gracia cooperante de Dios mueve la persona a una buena obra, mueve siempre su voluntad con interior impulso, ilumina normalmente su entendimiento (en ocasiones muy poco, aunque lo bastante para conocer que Dios quiere tal obra), y no siempre estimula la inclinación de su sentimiento. Según eso, cuando la conciencia nos dice que la gracia divina impulsa nuestra voluntad a una buena obra, debemos hacerla indudablemente, vea nuestro entendimiento claro u oscuro, y sienta gozo o dolor nuestro sentimiento; da lo mismo. Ahora bien, cuando, antes de intentar una obra, o aleccionados por su ejercicio, la conciencia nos dice que la gracia no asiste nuestra voluntad para realizarla, debemos no hacerla o cesarla, vea nuestro entendimiento lo que vea, y sienta nuestro sentimiento en ello dolor o gozo; da igual.

Santa Teresa, siempre armoniosa al unir gracia y libertad, nos podrá ilustrar estos principios con algunos testimonios suyos biográficos, referidos concretamente a la vida de oración.

-Hay que hacer una obra buena, aunque cueste cruz terrible, cuando hay conciencia de que la gracia nos mueve a ella, o lo que es lo mismo, cuando creemos que la voluntad de Dios quiere mover la nuestra a ello. Siguiendo con el ejemplo de la oración: «Muy muchas veces, algunos años, tenía [en la oración] más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar, y escuchar cuando daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración. Y es cierto que era tan incomportable la fuerza que el demonio me hacía, o mi ruin costumbre, que no fuese a la oración, y la tristeza que me daba entrando en el oratorio, que era menester ayudarme de todo mi ánimo (que dicen no le tengo pequeño) para forzarme, y en fin me ayudaba el Señor. Y después que me había hecho esta fuerza, me hallaba con más quietud y regalo que algunas veces que tenía deseo de rezar» (Vida 8,7; otro ejemplo similar, cuando se fue al monasterio: «no creo será más el sentimiento cuando me muera»: 4,1-2).

-No debe hacerse una obra buena, cuando la conciencia nos dice que la gracia no nos asiste para hacerla, o lo que es igual, cuando llegamos al convencimiento honesto de que no quiere Dios que la hagamos. Supongamos, por ejemplo, que «el maestro que enseña [oración] aprieta en que sea sin lectura; si sin esta ayuda le hacen estar mucho rato en la oración, será imposible durar mucho en ella, y le hará daño a la salud si porfía, porque es muy penosa cosa. [Yo] si no era acabando de comulgar, jamás osaba comenzar a tener oración sin un libro, y los pensamientos perdidos, con esto los comenzaba a recoger, y como por halago llevaba el alma. Y muchas veces en abriendo el libro, no era menester más; otras leía poco, otras mucho, conforme a la gracia que el Señor me hacía» (4,9). Y en ocasiones, ni con libro ni sin libro. Entonces, «no digo que no se procure [tener oración] y estén con cuidado delante de Dios, mas que si no pudieran tener ni un buen pensamiento, que no se maten. Siervos sin provecho somos, ¿qué pensamos poder?» (22,11).

4.-Discreción. Haya en todo discreción. Cuando la intención de hacer algo procede de Dios, «trae consigo la luz, y la discreción y la medida. Este es punto importante para muchas cosas, así para acortar el tiempo de la oración -por gustosa que sea- cuando se ven acabar las fuerzas corporales o hacer daño a la cabeza. En todo es muy necesario discreción» (Camino Perf. 19,13). Cierta impotencia para orar, al menos en buenos cristianos, «muy muchas veces viene de indisposición corporal. Entiendan que son enfermos; múdese la hora de la oración, pasen como pudieren este destierro. Con discreción, porque alguna vez el demonio lo hará; y así está bien que, ni siempre se deje la oración cuando hay gran distraimiento y turbación, ni siempre atormentar el alma a lo que no puede. Otras cosas hay exteriores, de obras de caridad y de lectura, aunque a veces no estará ni para esto. Nadie se apriete ni aflija. Ya se ve que si el pozo no mana, nosotros no podemos poner el agua. Verdad es que no hemos de estar descuidados, para que cuando la haya, sacarla» (Vida 11,16-18).

((El discernimiento espiritual nunca ha de realizarse en clave meramente cuantitativa, haciendo «de más» (como la oración es tan buena, cuanto más tiempo le dedique, mejor). Nunca el criterio cuantitativo, en cierto modo automático, es principio válido de discernimiento espiritual. En todo es preciso siempre la discreción, es decir, el discernimiento espiritual consciente y libre, que según los casos requerirá consulta, y siempre oración meditativa y suplicante. Si Dios quiere darnos una hora diaria de oración, y nosotros hacemos tres, nuestra oración es más o menos carnal durante al menos dos horas, pues entonces no viene del Espíritu, que para esas dos horas quiere darnos otras obras buenas, que nosotros resistimos y frustramos. Ya San Juan de la Cruz avisa: «¿Qué aprovecha dar a tu Dios una cosa, si él te pide otra? Considera lo que Dios querrá y hazlo, que por ahí satisfarás mejor tu corazón que con aquello a lo que tú te inclinas» (Dichos 72). «No pienses que el agradar a Dios está tanto en obrar mucho como en obrarlo con buena voluntad, sin propiedad», sin apego (58).))

5. -Cruz. En la duda, hemos de inclinarnos a lo que más nos une a la cruz de Cristo. El Señor nos dijo «es estrecha la puerta y angosta la senda que lleva a la vida, y que pocos son los que dan con ella» (Mt 7,14). Así pues, en la duda, debemos inclinarnos «más a lo dificultoso que a lo fácil, a lo áspero que a lo suave, y a lo penoso de la obra y desabrido que a lo sabroso y gustoso de ella, y no andar escogiendo lo que es menos cruz, pues es carga liviana; y cuanto más carga, más leve es llevada por Dios» (Cuatro avisos 6; +Avisos 162).

Unas veces la gracia de Dios nos impulsa a lo que nos es grato y otras a lo que nos disgusta y duele; por tanto no podemos hallar en lo grato y lo ingrato un criterio de discernimiento espiritual. En ese sentido, San Juan de la Cruz avisa: «jamás dejes las obras por la falta de gusto o sabor que en ellas hallares... ni las hagas por sólo el sabor o gusto que te dieren» (Cautelas 16). Ahora bien, tengamos en cuenta que somos pecadores, y que nuestra expiación penitencial suele ser vergonzosamente insuficiente; procuremos con amor participar más de la pasión del Señor para la redención de los hombres (+Col 1,24); reconozcamos que más peligro de afección desordenada solemos hallar en lo atractivo que en lo repulsivo; recordemos que Jesús prefirió la pobreza a la riqueza... Y así, por amor al Crucificado, cuando se nos presente realmente una duda entre dos caminos, uno ancho y otro estrecho, prefiramos el estrecho.

La infancia espiritual

«Hace ya mucho tiempo que no me pertenezco a mí misma -es la voz de Santa Teresa del Niño Jesús-; me entregué totalmente a Jesús. Por lo tanto, él es libre para hacer de mí lo que le plazca» (Manus. autobiogr. IX,23). A esta Santa, grande y mínima, le fue dado expresar con singular elocuencia la gratuidad de la gracia, la iniciativa continua del amor de Cristo, el abandono heróico y fecundo en la Providencia, siempre solícita y activa, la unión perfecta del amor con la humildad, la conciencia simultánea de la propia impotencia y de la potencia infinita de la misericordia de Dios, que se complace en obrar sus maravillas en los pequeños...

Teresa del Niño Jesús nos fue dada por Cristo como una medicina especialmente preparada por Él para curarnos de nuestro orgulloso voluntarismo, unas veces activista y otras perezoso, pero siempre egocéntrico; para librarnos de la fascinación de la «pléyade de teólogos nuevos y brillantes», o de la confianza puesta en la eficacia de los métodos («ver, juzgar y actuar», o cualquier otro), o de las esperanzas depositadas en «la nueva ola de jóvenes obispos», que van a provocar una «nueva primavera de la Iglesia»...

Teresa del Niño Jesús, completamente ajena a todo este imbécil triunfalismo de lo humano, «desde hace mucho tiempo ha comprendido que Dios no necesita de nadie para hacer el bien en la tierra» (IX,6). El Señor, al santificarnos y al hacernos apóstoles suyos, nos toma, sí, como instrumentos de su gracia, pero no porque nos necesite, sino por puro amor misericordioso, por asociarnos a su obra, por comunicarnos la dignidad de causas, que actuamos en nosotros mismos y en el mundo bajo la potencia de su gracia.

Pero entonces elige a los humildes, es decir, a los que son bien conscientes de ser causas segundas, a los que no esperan nada de su propio saber y poder, y en cambio lo esperan todo del amor misericordioso de Dios. Y no los elige porque son humildes, sino que les da la humildad, como primera gracia que abre a todas las otras. Santa Teresa del Niño Jesús puede ser hoy para los cristianos, como decía Pío XII, «un reencuentro con el Evangelio, con el corazón mismo del Evangelio» (radiom. 11-VII-1954), pues «quien no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,15).


 

 

 

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