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JOSE RIVERA-JOSE MARIA IRABURU

Síntesis de espiritualidad católica

2ª PARTE

La santidad II

 

3. La perfección cristiana

4. La vocación

 

3. La perfección cristiana

Ciro García, Corrientes nuevas de teología espiritual, Madrid, Studium 1971,29-57; R. Garrigou-Lagrange, Perfection chrétienne et contemplation, Ed. Vie Spirituelle 1923,I-II; J. González Arintero, Cuestiones místicas, BAC 154 (1956; original 1916) 3-538; La evolución mística, BAC 91 (1959); B. Jiménez Duque, En qué consiste la perfección cristiana,«Rev. española de teología.» 8 (1958) 617-630; C. Truhlar, De notione totali perfectionis christianæ, «Gregorianum» 34 (1953) 252-261.

El Catecismo, siguiendo al Vaticano II, sigue enseñando la doctrina de «los preceptos y consejos» (914-918, 925-926, 1973-1974).

Santidad y perfección

Estamos llamados a ser santos y perfectos, como el Padre celestial lo es (Ef 1,4; Mt 5,48). Santidad y perfección equivalen prácticamente. Y no habría dificultad en identificar ambos conceptos si se recordara siempre que no hay más perfección humana posible que la santidad sobrenatural. Pero esto se olvida demasiado. Por eso nosotros preferimos hablar de santidad, palabra bíblica, largamente usada en la tradición patrística, teológica y espiritual de la Iglesia. Ella expresa muy bien que la perfección del hombre adámico ha de ser sobrenatural, por unión con el Santo, Jesucristo. Sin embargo, hemos de considerar ahora el tema de la perfección cristiana, ya clásico en la teología espiritual.

El sentido etimológico de la palabra perfección es claro: hecho del todo, acabado, consumado (de per-facere, per-ficere, per-fectio). También la perfección, en sentido metafísico, significa totalidad: «Totum et perfectum idem sunt» (STh II-II, 184,3). Perfección es acto, imperfección es potencia. Una cosa es perfecta en la medida en que está actualizada su potencia. De aquí que la perfección absoluta sólo se da en Dios, que es acto puro. Las criaturas, siempre compuestas de potencia y acto, siempre haciéndose, no pueden lograr sino una perfección relativa.

Por otra parte, como enseña Santo Tomás, la perfección relativa puede considerarse de tres modos: la perfección entitativa («in esse, in actu primo, habitualis, essentialis, substantialis, perfectio prima») reside en los principios constitutivos del ser: es perfecto, por ejemplo, el hombre que tiene alma y cuerpo, con todas sus facultades y miembros; la perfección dinámica («in operari, in actu secundo, actualis, accidentalis, perfectio secunda») consiste en la capacidad de la criatura para dirigirse a su fin por sus potencias y actos, y mira, pues, en el hombre la intensidad de sus virtudes; y la perfección final («in fine, ultima, in facto esse»), por la que la criatura alcanza su fin, es la perfección total.

De un modo análogo, en la vida cristiana consideramos una perfección entitativa (la gracia), otra dinámica (virtudes y dones), y la perfección final (la gloria). Pues bien, la teología espiritual considera fundamentalmente la perfección dinámica, «in fieri», por la que el cristiano tiende con más o menos fuerza hacia Dios, que es su fin.

La perfección cristiana consiste en la caridad

El constitutivo formal de la perfección cristiana consiste en la caridad; y el constitutivo integral, en todas las virtudes bajo el imperio y guía de la caridad (STh II-II,184,1 ad 2m). Analicemos el tema por partes.

1.-La perfección cristiana consiste esencialmente en la perfección de la caridad. Amar a Dios y amar al prójimo es la síntesis de la perfección cristiana (Mt 22,34-40). El Nuevo Testamento enseña una y otra vez la primacía absoluta de la caridad (Rm 13,8-10; 1 Cor 12,31; 13,1-13; Gál 5,6. 14; Col 3,14).

Y es clara la razón teológica. 1.-EI hombre es imagen de Dios, que es caridad, y por eso es perfecto en la medida en que ama; en esa medida se asemeja a Dios, y es hombre (1 Jn 4,7-9; GS 24c). 2.-El hombre está finalizado en Dios, y de cualquier ser «se dice que es perfecto en cuanto que alcanza su propio fin, que es la perfección última de cada cosa. Ahora bien, la caridad es la que nos une a Dios, fin último del alma humana. Luego la perfección de la vida cristiana se logra especialmente según la caridad» (STh II-II,184,1).

2.-La perfección cristiana consiste integralmente en todas las virtudes bajo el imperio de la caridad. Una virtud o hábito puede realizar o bien actos elícitos, que son los suyos propios, o bien actos imperados, que le vienen impuestos por otra virtud. Pues bien, la perfección cristiana no está sólo en el acto elícito de la caridad, por la que el hombre se une a Dios en amor. La orientación total del hombre a Dios no viene lograda sólo por la caridad, que mira el fin, sino por todas las virtudes morales, que se refieren a los medios conducentes a ese fin. «La caridad ordena los actos de todas las demás virtudes a su fin último. Y según esto da ella forma a los actos de todas las demás virtudes. Por eso se dice que ella es forma de las virtudes» (II-II,23,8).

((Cualquier espiritualidad que haga consistir la perfección cristiana en algo distinto de la caridad es falsa. Casi siempre en la historia de la espiritualidad los errores han venido de afirmar un cierto valor cristiano sin la subordinación debida a la caridad, y rompiendo la necesaria conexión con todas las otras virtudes cristianas. Unos han visto en la contemplación la clave de la perfección (gnósticos, alumbrados, quietistas), sin urgir debidamente la ascética de aquellas virtudes que hacen la contemplación posible. Otros han visto la perfección en la pobreza (ebionitas, paupertistas), otros en la abstinencia más estricta (encratitas, temperantes), otros en la oración ininterrumpida (mesalianos, euquitas, orantes), y unos como los otros, afirmando un valor, menospreciaban o negaban otros como la obediencia, la prudencia o la caridad. Los resultados eran lamentables. Hay que concluir con Santo Tomás que «la vida espiritual consiste principalmente en la caridad, y quien no la tiene, espiritualmente ha de ser reputado en nada. En la vida espiritual es simpliciter perfecto aquel que es perfecto en la caridad» (De perfectione vitæ spiritualis 1).))

3.-El grado de perfección cristiana es el grado de crecimiento en la caridad. Un cristiano es perfecto en la medida de la intensidad de los actos elícitos de su caridad, y en la medida también de la extensión de su caridad, es decir, en cuanto que ella extiende sus actos imperados sobre el ejercicio de las otras virtudes, dándoles así fuerza, finalización y mérito.

4.-Amar a Dios es más perfecto que conocerle. Conocimiento y amor no se oponen, desde luego, sino que el uno potencia al otro. Pero en la historia de la espiritualidad unos han acentuado más la vía intelectual, y otros la afectiva. Pues bien, los hábitos intelectuales no son virtudes si no están informados por la caridad: ellos solos no hacen bueno al que los posee; ellos dan la verdad, no el bien. Por otra parte, la perfección cristiana está en la unión con Dios, y lo que realmente une al hombre con Dios es el amor. En efecto, «el acto de entender consiste en que el concepto de la cosa conocida está en el cognoscente; pero el acto de la voluntad [que es el amor] se consuma en cuanto que la voluntad se inclina a la misma cosa como es en sí... Por eso es mejor amar a Dios que conocerlo» (STh I,82,3).

5.-En esta vida puede el hombre crecer en caridad indefinidamente, es decir, puede aumentar su perfección «in infinitum». No hay límites en el amor de Dios, que causa el crecimiento de la caridad. Tampoco hay límites en la persona humana receptora de la virtud de la caridad. Más aún, «la capacidad de la criatura racional aumenta por la caridad, pues por ella se dilata su corazón, de modo que todavía se hace más hábil para acrecentamientos nuevos» (STh II-II,24,7 ad 2m). La persona humana está abierta siempre a participar aún más de la infinita caridad divina, y Dios siempre quiere enriquecer al hombre más y más. «A todo el que tiene se le dará y abundará» (Mt 25,29).

Sólamente la muerte detiene este crecimiento: «La criatura racional es llevada por Dios al fin de la bienaventuranza, y también es conducida por la predestinación de Dios a un determinado grado de bienaventuranza, conseguido el cual no puede ya pasar a otro más alto» (I,62,9). Es el momento solemne y decisivo, en que la perfección del hombre -en naturaleza y gracia- queda fijada eternamente según el grado de la caridad. Así lo expresa San Juan de la Cruz: «A la tarde te examinarán en el amor. Aprende a amar como Dios quiere ser amado» (Dichos 59).

Preceptos y consejos

El Señor dio muchos consejos a sus discípulos sobre muy diversas cuestiones: el modo de hablar (Mt 5,33-37), la actitud frente al mal (5,38-41; 26,53-54; Jn 10,17-18; 18,5-11; 1 Cor 6,7; 1 Tes 5,15; 1 Pe 2,20-22), la comunicación de bienes (Mt 5,42; 6,2-3; Lc 6,35; 12,33; 1 Cor 16,1-4; 2 Cor 8-9; Gál 2,10), el amor a los pobres (Lc 14,12-24; Sant 2,1-9), la oración (Mt 6,5-15), el ayuno (6,16-18), las riquezas (6,19-21; 19,16-23), el amor a los enemigos (5,43-48; Rm 12,20), la corrección fraterna (Mt 18,15-17; Lc 17,3), etc. Ahora bien, como dice Juan Pablo II, «si la profesión de los consejos evangélicos, siguiendo la Tradición, se ha centrado sobre castidad, pobreza y obediencia, tal costumbre parece manifestar con suficiente claridad la importancia que tienen como elementos principales que, en cierto modo, sintetizan toda la economía de la salvación» (exh. apost. Redemptionis donum 25-III-1984, 9).

Dos pasajes sobre todo del Nuevo Testamento fundamentaron la antigua distinción entre preceptos y consejos, y son el pasaje del joven rico (Mt 19,16-30) y los consejos de San Pablo sobre la virginidad (1 Cor 7). Jesús le dice a un joven rico, fiel desde muchacho a los preceptos, que «si quiere ser perfecto», se desprenda de todos sus bienes y le siga. Y San Pablo, el gran doctor del matrimonio cristiano (Ef 5,32), aconseja la virginidad, porque «es mejor y os permite uniros más al Señor, libres de impedimentos». En la escena del joven rico, Cristo da un consejo a una persona concreta, en tanto que en la carta referida, San Pablo da un consejo en general, y propone la virginidad como un estado de vida en sí mismo aconsejable.

Las primeras elaboraciones doctrinales sobre los preceptos y consejos fueron realizadas por los Padres para enfrentar a los herejes, tanto a aquéllos que menospreciaban pobreza y virginidad, como a los que las exigían como necesarias para la salvación. Frente a estos extremos de error, la Iglesia enseñaba que esos consejos ni eran necesarios para la salvación, ni debían ser menospreciados como si fueran algo completamente indiferente en orden a la perfección cristiana. Estas doctrinas de Orígenes, Jerónimo, Ambrosio o Agustín, mejor formuladas después por los teólogos medievales, especialmente por Santo Tomás y San Buenaventura, arraigaron más tarde en la Tradición teológica, espiritual y canónica de la Iglesia.

Pues bien, fijándonos ya especialmente en la tríada clásica de los consejos, podemos preguntarnos: ¿Los consejos evangélicos llevan a una perfección cristiana más alta que la impulsada por los preceptos del Señor? O dicho de otro modo: ¿Quienes viven los tres consejos están ordenados por Dios a una mayor perfección que aquéllos otros que no los cumplen? ¿Quedarían así los laicos cristianos excluidos de la perfección cristiana?...

La respuesta a estas cuestiones es ciertamente negativa. Como ya hemos visto, y en seguida veremos mejor, todos los cristianos, sea cual fuere nuestro estado de vida, estamos llamados a la perfección de la caridad, a ser «perfectos como el Padre celestial» (Mt 5,48), a ser «imitadores de Dios, como hijos queridos» (Ef 5,1). El impulso dado por los preceptos de Cristo lleva por sí mismo a la perfección, a la totalidad de la caridad. Y llegado el caso extremo, recordemos que el martirio, es decir, el mayor amor y la mayor perfección espiritual posible, es de precepto, no es de consejo. Nunca, pues, los consejos pueden impulsar «más allá» de lo exigido por los preceptos, pues los preceptos de la caridad lo exigen todo. Sería una deformación de la Tradición católica imaginar algo así como que los preceptos piden al cristiano cumplir lo que en justicia debe dar a Dios y al prójimo, en tanto que los consejos le llevarían por la caridad a un más allá de generosidad sin límites. La doctrina de la Iglesia es otra.

La perfección cristiana consiste principal y esencialmente en los preceptos, secundaria e instrumentalmente en los consejos. Esta es la enseñanza de la tradición católica, que Santo Tomás formula en un precioso texto:

«Por sí misma y esencialmente (per se et essencialiter), la perfección de la vida cristiana consiste en la caridad: en el amor a Dios, primeramente, y en el amor al prójimo, en segundo lugar; sobre esto se dan los preceptos principales de la ley divina. Y adviértase aquí que el amor a Dios y al prójimo no caen bajo precepto según alguna limitación -como si lo que es más que eso cayera bajo consejo-. La forma misma del precepto expresa claramente la perfección, pues dice «Amarás a tu Dios con todo tu corazón» (todo y perfecto se identifican); y «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (y cada uno se ama a sí mismo con todas sus fuerzas). Y esto es así porque «el fin del precepto es la caridad» (1 Tim 1,5); ahora bien, para el fin no se señala medida, sino sólo para los medios (el médico, por ejemplo, no mide la salud, sino la medicina o la dieta que ha de usarse para sanar). Por tanto, es evidente que la perfección consiste esencialmente en la observancia de los mandamientos.

«Secundaria e instrumentalmente (secundario et instrumentaliter), la perfección consiste en el cumplimiento de los consejos, todos los cuales, como los preceptos, se ordenan a la caridad, pero de manera distinta. En efecto, los preceptos se ordenan a quitar lo que es contrario a la caridad, es decir, aquello con lo que la caridad es incompatible [por ejemplo «No matarás»]. Los consejos [por ejemplo, celibato, pobreza], en cambio, se ordenan a quitar los obstáculos que dificultan los actos de la caridad, pero que, sin embargo, no la contrarían, como el matrimonio, la ocupación en negocios seculares, etc.» (II-II, 184,3).

La perfección cristiana, por tanto, consiste en la caridad, sobre la cual se dan los dos preceptos fundamentales de la ley evangélica, y la función de los consejos no es otra que facilitar el desarrollo de la caridad a Dios y al prójimo, removiendo aquellos condicionamientos que, dada la enfermedad del corazón humano -y no de suyo, por naturaleza-, suelen ser dificultades para ese crecimiento de la abnegación y de la caridad.

Por tanto los laicos cristianos, estando casados, poseyendo bienes de este mundo, y no sujetos a especial obediencia, llevan camino de perfección, si permanecen en lo que el Señor ha mandado: «Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor» (Jn 15,10). Más aún, los laicos, guardando los preceptos, viven de verdad los consejos evangélicos espiritualmente, es decir, en la disposición de su ánimo. Pero esto hemos de considerarlo más detenidamente en breve, cuando tratemos de la vocación cristiana laical.

Vida ascética y vida mística

Cuando hablamos anteriormente de la gracia, de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo, ya mostramos cómo el hombre por las virtudes se mueve bajo el influjo de la gracia al modo humano, mientras que por los dones es movido directamente por Dios y participa de la vida sobrenatural al modo divino. Según eso, la vida cristiana que predominantemente se ejercita en régimen de virtudes es activa y se llama ascética; en tanto que la vida sobrenatural regida habitualmente por los dones es experimentada como pasiva, y recibe el nombre de mística.

Pues bien, para llegar a la perfección cristiana ¿hay una doble vía, la ascética o la mística, o más bien hay una única vía, ascética primero, mística después? Muchos aspectos importantes de la vida espiritual dependen de la respuesta que se dé a esta pregunta.

((Los partidarios de la doble vía, como el Padre Crisógono de Jesús Sacramentado, consideraban que «los caminos para llegar a la perfección son dos, la ascética y la mística» (Compendio de Ascética y Mística, Madrid, Rev. Espiritualidad 1946,55; orig. 1933). «La vía ascética es para todas las almas, porque es un medio necesario para adquirir la perfección» (58), y en ella se distinguen las tres fases clásicas: purificación, iluminación y unión, en la que está la perfección (64). En cambio, «la vía mística no está a disposición de todos, porque implica un elemento que está fuera de las exigencias del desarrollo de la gracia» (58). También en ella hay purificación, iluminación y unión perfectiva (166).))

Para resolver esta cuestión, muy debatida en la primera mitad del siglo XX, parece que es necesario llegar a conocer bien la naturaleza de la mística. Nosotros entendemos que la vida mística consiste esencialmente en el régimen predominante de los dones del Espíritu Santo, que actúan en el cristiano al modo divino o sobrehumano, y que ordinariamente producen en él una experiencia pasiva de Dios y de su acción en el alma. Muchos estudios, especialmente los del padre González Arintero, llegaron a mostrar que esta doctrina teológica ha sido constantemente mantenida por la mejor tradición de la Iglesia.

«Lo que en realidad constituye el estado místico -dice el padre Arintero- es el predominio de los dones del Espíritu Santo sobre la simple fe viva y ordinaria, con las correspondientes obras de esperanza y caridad; mientras que el de éstas sobre aquéllos caracteriza el estado ascético. Pero, a veces, el buen asceta, movido del divino Espíritu, puede proceder místicamente, aunque él no lo advierta; así como, por el contrario, los místicos, por muy elevados que se hallen, cuando por algún tiempo se les retira el Espíritu, deben proceder, y proceden, a manera de ascetas» (Cuestiones místicas 6,3: p.536). Al paso de los años, la transición de la vida ascética a la mística se va haciendo suavemente y de modo casi imperceptible.

Hemos dicho también que la experiencia pasiva de Dios y de su acción caracteriza ordinariamente la vida mística. Esto se debe a la naturaleza y acción de los dones del Espíritu Santo, como ya lo hemos explicado en otro lugar. Es cierto, sin embargo, que esa conciencia vivencial de Dios puede desaparecer en ciertas Noches oscuras, cuando el alma «se siente sin Dios», como alejada de él «para siempre» (San Juan de la Cruz, 2 Noche 6,2). Pero, pasadas estas pruebas dolorosas de ausencia, lo más propio del estado místico es captar con habitual certidumbre la presencia de Dios en el alma (+Santa Teresa, 7 Moradas 1,7).

La perfección cristiana está sólamente en la vida mística

Pues bien, entendiendo así la mística, afirmamos ahora que la perfección de la vida cristiana está en la vida mística, que consuma la ascética. La mística, pues, no es una vía extraordinaria, sino la consumación de la ascética cristiana; entra, por tanto, en el desarrollo normal de la gracia, y a ella están llamados todos los cristianos. Esta doctrina, la de la única vía, es la que hoy puede considerarse común entre los autores.

Los maestros espirituales más antiguos enseñaron de modo constante que la ascesis (practiké) no puede perfeccionarse en sí misma, sino que debe conducir a la mística (gnosis, theoría). Una fase previa purificativa es necesaria para llegar a la contemplación, en la que está la perfección («los limpios de corazón verán a Dios», Mt 5,8; «contempladlo y quedaréis radiantes», Sal 33 ,6).

San Juan de la Cruz, en el esquema de su Noches, muestra claramente cómo en la vida sobrenatural es necesario que la obra activa y virtuosa del hombre sea consumada pasivamente por la acción de Dios. «Por más que el alma se ayude, no puede ella activamente purificarse de manera que esté dispuesta en la menor parte para la divina unión de perfección de amor, si Dios no toma la mano y la purifica en aquel fuego oscuro para ella» (1 Noche 3,3). El solo ejercicio de las virtudes no puede llevar a la perfección. En efecto, «por más que el principiante en mortificar en sí ejercite todas estas sus acciones y pasiones, nunca del todo ni con mucho puede, hasta que Dios lo hace en él, habiéndose él pasivamente, por medio de la purificación de la noche» (7,5). Y este principio está vigente tanto en la vida de oración como en la vida ordinaria.

-En la vida de oración, conocemos bien el paso de los modos ascéticos a los místicos. Santa Teresa describe maravillosamente ese desarrollo espiritual. La oración ascética-activa -discursiva, laboriosa, al modo humano- es muy valiosa y necesaria para llegar a la oración mística, pero en sí misma es muy poca cosa: es como una llamita débil, la de una cerilla, que va consumiendo «pajitas puestas con humildad (y menos serán que pajas si las ponemos nosotros)» (Vida 15,7). Cierto que en una oscuridad completa una luz mínima es mucho. Pero cuando no por industria humana, sino por don magnífico de Dios, se abren las ventanas y entra la luz a raudales, entonces la luz de la cerilla, el fueguecito de pajas, la oración de consideraciones discursiva, ya no tiene sentido. En efecto, en la oración mística-pasiva, cuando el que actúa «es el espíritu de Dios, no es menester andar rastreando cosas para sacar [por ejemplo] humildad y confusión, porque el mismo Señor la da de manera bien diferente de la que nosotros podemos ganar con nuestras considerancioncillas, que no son nada en comparación de una verdadera humildad con luz que enseña aquí el Señor, que hace una confusión que hace deshacer» (15,14). No olvidemos, sin embargo, que de aquel fueguecillo de pajas vino a prender el gran fuego de la oración mística. De aquellas «consideracioncillas», laboriosamente discurridas, vino a formarse la hoguera de la oración contemplativa. Es por el camino laborioso de la ascética por donde se llega a la mística.

-Y en la vida ordinaria el paso de la ascética a la mística se produce en el cristiano de forma análoga. Una decisión, por ejemplo, tomada por la virtud de la prudencia implica consultas, dudas, oraciones de súplica, discursos lentos y laboriosos de la mente, que vienen a dar en acciones no del todo prudentes. En cambio, una decisión realizada bajo el don de consejo es simple, fácil, rápida, y perfectamente prudente. Es el Espíritu Santo quien, gobernando al cristiano al modo divino, le da en las situaciones más complicadas una extraña, sencilla, rápida y segura capacidad de acierto.

Ascética y mística son dos fases de un mismo camino que lleva a la perfección cristiana. La mística entra en el desarrollo normal de la vida de la gracia. Tiene, pues, razón el padre Arintero cuando afirma que «no hay ni es posible que haya verdaderos santos no místicos» (Cuestiones 4: 402).

La perfección cristiana está en la mística. Veamos, ahora, por separado dos cuestiones entre sí conexas. Primera: Todos estamos llamados a la perfección. Segunda: Todos estamos llamados a la vida mística.

Todos estamos llamados a la perfección

En la Escritura se nos muestra claramente que Dios nos llama a todos a la perfección evangélica. Así nos dice Cristo: «Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48); frase que es un eco de aquella otra antigua: «Sed santos, porque Yo soy santo» (Lv 11,44; 19,3; 20,7; +1 Pe 1,15-16; Ef 1,4; 4,13; 1 Tes 4,3; Ap 22,11).

Ya en el mandamiento primero de la Ley cristiana se manifiesta abiertamente esta llamada a la perfección. Escribe sobre esto Garrigou-Lagrange: «»Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10,27; Dt 6,5), y no a medias. Es decir, todos los cristianos a quienes se dirige este precepto deben, si no tener ya la perfección de la caridad, sí al menos tender hacia ella, cada uno según su condición, en el matrimonio, en la vida sacerdotal o en el estado religioso... Nuestra caridad debe crecer siempre hasta el término de nuestra peregrinación; y esto no es sólamente un consejo, algo mejor, es una cosa que debe ser, y quien aquí abajo no quisiera crecer más en la caridad ofendería a Dios. El camino hacia la eternidad no está hecho para que uno se instale en él y se duerma, sino para que se camine por él. Para el viajero que aún no ha llegado al término obligado de su peregrinación, es un mandamiento y no sólo un consejo avanzar, lo mismo que el niño debe seguir creciendo, según una ley natural, bajo pena de hacerse un enano, un ser deforme» (Les trois âges de la vie intérieure, París, Cerf 1951,272. 276; +STh II-II, 184,3).

Por tanto, tenemos grave obligación de procurar la perfección cristiana. El hecho de no ser perfecto y santo no constituye en sí mismo un pecado. Pero el no tender seriamente hacia la perfecta santidad, más aún, el excluir positivamente tal empeño, eso sí es grave pecado, pues desobedece frontalmente el precepto divino, y porque equivale a no querer amar más a Dios.

((Con unos u otros matices y variantes, siempre ha habido muchos que no se creen obligados a tender a la perfección, sino a lo más invitados. Sacerdotes y personas especialmente consagradas a Dios, esos sí tendrían obligación de tender a la perfección evangélica, pero los demás no. Y si tal tesis a veces no llega a ser una convicción teórica, lo suele ser en la práctica. Santo Tomás enseña que la perfección de la caridad puede ser doble: «Hay una perfección exterior [de consejos], que consiste en actos exteriores que son signo de disposiciones interiores, por ejemplo, la virginidad y la pobreza voluntarias, y a esta perfección no todos están obligados. Hay, sin embargo, una perfección interior [de precepto], que consiste en el amor a Dios y al prójimo; y a esta perfección todos están obligados a tender, pues si alguno no quisiera amar a Dios más, de ningún modo cumpliría el precepto de la caridad» (In epist. Heb. 6,1).))

En la encíclica Rerum omnium (26-1-1923) sobre San Francisco de Sales, Pío XI, glosando la doctrina de este santo Doctor de la Iglesia, insistía en la universalidad de la vocación cristiana a la perfección: «que nadie juzgue que esto obliga únicamente a unos pocos selectísimos y que a los demás se les permite permanecer en un grado inferior de virtud. Están obligados a esta ley absolutamente todos sin excepción». Es la doctrina del concilio Vaticano II: «Todos los fieles, de cualquier condición y estado, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre» (LG 11c; +40b, 42e).

Todos estamos llamados a la vida mística

Si todos estamos llamados a la perfección cristiana, y si tal perfección sólo puede darse bajo el régimen habitual de los dones del Espíritu Santo, esto es, participando de la vida sobrenatural al modo divino, es claro que todos estamos llamados a la vida mística. Sin esa pasividad-activa, producida por el gobierno inmediato del Espíritu divino, no puede haber total deificación del hombre adámico. Por eso afirmamos que el desarrollo normal de la vida cristiana lleva a la vida mística.

No todos, por supuesto, estamos llamados a experimentar ciertos fenómenos místicos que a veces se producen en quienes han llegado a la vida mística. Pero tales fenómenos no constituyen en modo alguno la esencia de la vida mística, ni pertenecen a la misma de modo necesario.

¿Todos estamos llamados a la contemplación mística?

Sobre esta cuestión hubo una prolongada polémica hace varios decenios. Convendrá que precisemos, en primer término, algunos conceptos. En nuestra opinión, los grandes maestros espirituales han entendido siempre que la contemplación es la oración mística y pasiva, aquella oración que se produce al modo divino bajo la acción donal del Espíritu Santo, y que la actividad e industria humana no pueden adquirir, sino sólo estorbar.

Santa Teresa, cuando describe los grados de la oración, dice al llegar al recogimiento pasivo que es oración «sobrenatural» (4 Moradas 3,1), aunque no en toda pureza, pues «es también natural junto con lo sobrenatural» (3,15). Ella distinguía este recogimiento de otro activo, «que cada uno lo puede hacer» (3,3). Pero al llegar, en esta descripción dinámica del crecimiento en la oración, a la oración de quietud, dice que es «principio de pura contemplación» (Camino Perf. 30,7); «es ya cosa sobrenatural, que no la podemos procurar nosotros por diligencias que hagamos» (31,2). La pasividad se irá después acentuando, hasta llegar a las oraciones de unión, que son las oraciones plenamente místicas y contemplativas.

También el esquema ascendente de San Juan de la Cruz va a dar en oraciones puramente pasivas, es decir, místicas: «El alma gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios sin particular consideración, en paz interior y quietud y descanso, y sin actos ni ejercicios de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad al menos discursivos, que es ir de uno en otro, sino sólo con la atención y noticia general amorosa que decimos, sin particular inteligencia y sin entender sobre qué» (2 Subida 13,4; +2 Noche 14,1). Coinciden los esquemas de estos dos Doctores espirituales, y señalaremos que la oración pasiva (mística, contemplativa) se inicia con la purificación pasiva del sentido (1 Noche 9).

((Según esto, parece impropio hablar de «contemplación adquirida», como lo hacía el eminente padre Gabriel de Santa María Magdalena (DSp II,2, 1953, 2058-2067). Habría una contemplación imperfecta y otra perfecta. En la imperfecta habría dos grados, la contemplación activa-adquirida y la pasiva-infusa. Estas divisiones, aunque tienen cierto fundamento, traen más inconvenientes que ventajas. Y sobre todo, no siguen el uso de los maestros espirituales, que siempre han referido la contemplación a la pasividad. En este sentido, una «contemplación adquirida» parece una contradicción en los términos.))

Hechas estas consideraciones, volvemos a nuestra cuestión: ¿Todos estamos llamados a la contemplación mística? ¿Todos estamos llamados por Dios a alcanzar, al menos, esas formas de oración semipasiva, como es la quietud, que ya son principio de contemplación? Nuestra respuesta es afirmativa. Pero antes de matizarla un tanto, recordemos las posiciones de dos grandes místicos.

La enseñanza de Santa Teresa en este punto no está exenta, al menos en la expresión, de ciertas vacilaciones. De un lado, y para evitar desconsuelos, advierte que «es cosa que importa mucho entender que no a todos lleva Dios por un camino...; así que no porque en esta casa todas traten de oración, han de ser todas contemplativas» (Camino Perf. 17,2). Pero de otro lado, hablando de la contemplación, que es «llegar a beber de esta fuente celestial y de esta agua viva», dice: «Mirad que convida el Señor a todos... [El no dijo:] «Venid todos, que, en fin, no perderéis nada, y lo que a mí me pareciere, yo les daré de beber». Mas como dijo, sin esta condición, a todos, tengo por cierto que todos los que no se quedaren en el camino, no les faltará esta agua viva» (19,14-15). Parece entonces que la Santa advierte como que se contradice, y aclara que lo primero (17,2) lo decía «cuando consolaba a las que no llegaban aquí» (20,1). Más claro aparece su pensamiento en su última obra escrita: «Aunque todas las que traemos este hábito sagrado del Carmen somos llamadas a la oración y contemplación... pocas nos disponemos para que nos la descubra el Señor» (5 Moradas 1,3).

La enseñanza de San Juan de la Cruz acerca de la llamada universal a la contemplación también ha sido discutida por algunos, en referencia a ciertas frases en las que el santo Doctor se inclinaría por la negativa (1 Noche 9,9). El, sin embargo, coincide con la posición de Santa Teresa: todos están llamados, pocos son los que llegan (Llama 2,27). La doctrina del Santo se conoce mejor, no tanto discutiendo sobre una u otra frase, sino viendo el conjunto sistemático de su doctrina. Allí aparece claro que los principiantes, por la purificación ascética del sentido (1 Subida), y por la purificación ascética, activa, del espíritu, se disponen para la contemplación, como aprovechados (2 Subida 13; 3 Sub.1; 2,2). A estos adelantados, que van aprovechando, Dios les «comienza a poner en esta noticia sobrenatural de contemplación» (2 Sub.15,1). Y no llegarán a la contemplación perfecta de unión con Dios (1 Noche 1,1), en tanto no hayan pasado las purificaciones pasivas del sentido (1 Noche) y del espíritu (2 Noche). De hecho, muy pocos son los que llegan a esa purificación suprema que hace posible la perfecta unión con Dios (1 Noche 8,1).

Por tanto, en la oración, a los que no acaban de ir adelante, Dios «a éstos nunca les acaba de desarrimar el sentido de los pechos de las consideraciones y discursos, sino algunos ratos a temporadas» (1 Noche 9,9). Pero a los que de veras van adelante «Dios comienza a poner en esta noticia sobrenatural de contemplación» (2 Subida 15,1). Y San Juan de la Cruz, que enseña bien claro que todos están llamados a ir adelante en la perfección, precisa que es en la purificación pasiva del sentido cuando los adelantados son introducidos en la contemplación: «Estando ya esta casa de la sensualidad sosegada, por medio de esta dichosa noche [pasiva] de la purificación sensitiva, salió el alma a comenzar el camino y vía del espíritu, que es de los aprovechantes y aprovechados, que por otro nombre llaman vía iluminativa o de contemplación infusa, con que Dios de suyo anda apacentando y alimentando al alma, sin discurso ni ayuda activa de la misma alma» (1 Noche 14,1).

Concluímos, pues. Todos los cristianos estamos llamados a alcanzar la contemplación mística, pues todos estamos llamados a la perfección, y el modo de oración correspondiente a la perfección espiritual es justamente la contemplación quieta, pasiva, transformante. A esta afirmación añadiremos dos observaciones.

1ª.-Aunque todos son llamados a la contemplación, pocos llegan a la perfección de vida que la hace posible.

2ª.-Una es la vida de oración contemplativa en los místicos contemplativos, y otra en los místicos activos. Sabemos que en el santo abundan los dones del Espíritu Santo, por los que habitualmente es movido. Y sabemos también que estos dones crecen de modo conexo como hábitos (STh I-II,68,5). Pero en los santos no todos los dones serán actualizados por Dios con la misma intensidad, claridad y frecuencia. Los dones intelectivos del Espíritu Santo -inteligencia y sabiduría, sobre todo- actuarán en los místicos contemplativos con especial fuerza y frecuencia. Los dones más referidos a la vida activa -como consejo, piedad, fortaleza-, por el contrario, actuarán predominantemente en los místicos activos. «El viento sopla donde quiere... Eso pasa con todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3,8). Y aún estos santos activos, como lo muestra la hagiografía, tienen oración contemplativa: muchos en abundancia, otros con cierta frecuencia. No podría ser de otro modo, pues todo santo es místico, y su alma «está hecha Dios de Dios por participación» (Llama 3,8).

4. La vocación

AA.VV., La vocation, éveil et formation, París, Cerf 1965; AA.VV., (dir. A. Favale), Vocación común y vocaciones específicas, I-III, Madrid, Atenas 1984; H. Carrier, La vocation; dynamismes psychosociologiques, Roma, Gregoriana 1967; G. Greganti, La voc. individuale nel Nuovo Testamento, Roma, Corona Lateranensis 1969; R. Hostie, Le discernement des vocations, Mechliniæ, Desclée de B. 1966; P. C. Landucci, La voc. sagrada, Madrid, Paulinas 1965; A. Pigna, La voc.; teología y discernimiento, Madrid, Atenas 1983; K. L. Schmidt, kaleo y voces afines, KITTEL III,487-502/IV, 1453-1490.

La vocación humana y la cristiana

Al principio, el creador llamó a las criaturas para que del no-ser pasaran al ser (vocare, llamar; vocatio, llamada, vocación). Por eso todas las criaturas tienen una vocación divina, tanto por su origen como por su fin: Dios.

Pero, entre todas las criaturas del mundo visible, Dios creó al hombre inteligente y libre, capaz de conocimiento y amor, para que entrase en amistad con él. De ahí que «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios» (GS 19a). «La vocación suprema del hombre en realidad es una sola, la divina» (22e).

El pecado frustró profundamente esta vocación, y el hombre quedó por él tan destrozado que terminó por ignorar incluso su propia vocación: ya no sabía ni quién le llamó al ser, ni para qué estaba en este mundo. Se quedó a oscuras. Llega entonces el tiempo de la gracia, y de nuevo Dios misericordioso llama al hombre, esta vez por su Hijo encarnado; le «llama de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe 2,9). Es ahora la voz de Cristo la que llama a los hombres, a todos, judíos y gentiles; es él quien llama a los pecadores (Lc 5,32; Hch 10,34; Rm 2,11; 10,12-13; 1 Tim 2,4). Ahora la vocación humana es la cristiana. Por ella Jesucristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22a; +18b).

La elección

La historia de la salvación nos revela a un Dios que elige. La historia de la gracia no es homogénea (a todos por igual), es siempre heterogénea (Dios elige a unos para por ellos bendecir a todos). Dios elige y llama a algunos, para asociárselos especialmente como amigos y colaboradores. Por eso se trata de elecciones difusivas, y no exclusivas, como entendió el Israel carnal («Dios me elige a mí y rechaza a los demás»). Y esto se ve desde el principio, desde la elección de Abraham: «Yo te haré un gran pueblo... y serán bendecidas en ti todas las familias de la tierra» (Gén 12,1-3). El mismo sentido tiene la elección de los apóstoles (Mc 3,13-14), la de Pedro (Mt 16,18), la de la Iglesia, «enviada por Dios a las gentes para ser «sacramento universal de salvación» (LG 48b)» (AG 1a).

¿Significa eso que los elegidos de Dios son utilizados con un sentido meramente instrumental? En modo alguno, como se ve con toda claridad en Jesucristo. De él dice el Padre, «mi elegido, mi amado» (Mt 12,18). La elección de Dios siempre es un especial amor suyo. Y del mismo modo que Cristo, los cristianos somos «elegidos de Dios, santos y amados» (Cor 3,12; +Rm 8,33; Ef 1,4-6; 1 Pe 2,9; +Dt 7,8; 10,15; Is 43,4; Jer 31,3; Os 11,1).

La llamada

Dios es «el que llama» (kalon, Gál 5,8; Rm 9,11; 1 Tes 5,24; 1 Pe 1,15). Llama por Cristo a los apóstoles: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19). Llama a todos los hombres, directamente o por sus apóstoles: «Venid a mí todos» (11,28). En el fin del mundo, llamará a los bienaventurados: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino» (25,34).

Y los cristianos somos «los llamados» (keklemenoi, Rm 8,30; Heb 9,15; 1 Pe 2,21; 3,9; Ap 19,9). La llamada es la manifestación en el tiempo de una elección eterna: «Antes que te formara en la maternas entrañas te conocía yo; antes que tú salieses del seno materno te consagré y te designé para profeta» (Jer 1,5).

La llamada de Dios es siempre libre y gratuita: «Dios nos llamó con vocación santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su propósito y de su gracia» (2 Tim 1,9). Somos llamados porque Dios nos ha hecho objeto de una elección (klesis) puramente gratuita, una «elección por gracia, y si es por gracia, ya no es por las obras, que entonces la gracia ya no sería gracia» (Rm 11,5-6). Toda la Escritura destaca la absoluta gratuidad de la elección divina (Jn 15,16), que se manifiesta de manera especial en la elección y vocación de los pobres: Moisés era medio tartamudo (Ex 4,10), Israel era el más pequeño de todos los pueblos (Dt 7,7-8), y la Iglesia congrega, como elegidos y llamados de Dios, a muchos hombres que no son nada en el mundo (1 Cor 1, 26-29).

Cristo llama a la santidad

Antes veíamos cómo en la Escritura aparece Dios como «el que llama». Pues bien, en el Nuevo Testamento el que llama es Jesucristo: somos llamado de Jesucristo (Rm 1,6), llamados con El, elegidos y fieles (Ap 17,14), llamados a participar con Jesucristo (1 Cor 1,9), llamados en Cristo a la gloria eterna de Dios (1 Pe 5,10), etc. De ahí que «si, según los evangelios sinópticos, Jesús de Nazaret es designado como kalon (el que llama), esto quiere decir que desempeña un oficio divino. Y la respuesta del llamado no puede ser otra que pisteuein, en el sentido de ypakhouein (creer, en el sentido de obedecer)» (Schimidt 490/1458). Todos estábamos dispersos, perdidos, siguiendo cada uno nuestro camino (Is 53,6; Jn 10,1s; 11,52), y el Buen Pastor vino a llamarnos, a llamar a los pecadores (Lc 5,32). Los que reconocimos su voz, como la del Pastor nuestro (Jn 10,27), nos congregamos en él, y así formamos la Iglesia, que es una convocación (ekklesía).

Cristo llama con amor. «Venid a mí». Nos llama porque nos ama, como Yavé llamó a Israel, por puro amor (Os 11,1). Es el amor del Padre el que secretamente nos atrae por la voz de su Hijo (Jn 6,44-45). Es la voz del Esposo que llama a la esposa. «Es la voz del Amado que me llama» (Cant 5,2; +2,8.14).

Es la llamada que, por fin, oyen los santos. Así San Agustín: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba... Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz» (Confesiones X,27).

Cristo llama continuamente. El pecado nos deja sordos a la llamada de Dios. Hace falta que el Salvador «rompa nuestra sordera», toque con sus dedos nuestros oídos y los abra, «¡effeta!» (Mc 7,33-35). Entonces, cuando por fin le oímos (y «no hay peor sordo que el que no quiere oir»), comprendemos que el Señor nos estaba llamando desde hace mucho tiempo. Y entendemos que todos los dones recibidos en el tiempo de sordera -conocimientos, experiencias, amistades, cualidades naturales, éxitos y fracasos-, todos eran dones destinados -en el plan de Dios, no en el nuestro- a la santidad.

Así lo comprendió Santa Teresa: «Es tanta su misericordia y bondad, que aun estando nosotros en nuestros pasatiempos y negocios y contentos y baraterías del mundo, y aun cayendo y levantando en pecados, con todo eso, tiene en tanto este Señor nuestro que le queramos y procuremos su compañía, que una vez u otra no nos deja de llamar para que nos acerquemos a él; y es esta voz tan dulce que se deshace la pobre alma en no hacer al punto lo que le manda; y así es más trabajo que no oirle» (2 Moradas 1,2).

Cristo llama a todos, su llamada es continua y universal. El es la Luz que «ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), incluso a aquellos que no lleguen a conocerle en este mundo. «Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo» (LG 3). Llama a los pecadores, para que salgan de la oscuridad y vengan a la luz. A todos los pecadores. ¿También a ésta persona mala? También. El apostolado es ayudar a los hombres a que oigan la llamada del Señor (1 Sam 3,9). Y siempre es hora para oirle y acudir a él: los obreros de la última hora serán premiados como los que acudieron primero (Mt 20,1-16).

Cristo llama por su Iglesia. Ha querido emplear la mediación apostólica de la predicación. Ella es la que hace llegar fuerte y clara la voz de Cristo a los hombres. De otro modo «¿cómo creerán sin haber oído de él? ¿Y cómo oirán si nadie les predica?» (Rm 10,14; +LG 17). De muchas personas, situaciones y cosas se sirve el Señor para llamar a los hombres. Dios les llama, dice Santa Teresa, «con palabras que oyen a gente buena o sermones o con lo que leen en buenos libros y muchas cosas que habéis oído, por donde llama Dios, o enfermedades, trabajos, y también con una verdad que enseña en aquellos ratos que estamos en la oración» (2 Moradas 1,3).

Cristo llama a la santidad. «Todos en la Iglesia, lo mismo quienes pertenecen a la jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Tes 4,3)» (LG 39).

«La soberana vocación de Dios en Cristo Jesús» (Flp 3,14) es presentada muchas veces en el Nuevo Testamento como una vocación santa (2 Tim 1,9), celestial (Heb 3,1), una llamada a la paz de Cristo (Cor 3,15), a la libertad (Gár 5,13), a pasar de las tinieblas a la luz (1 Pe 2,9), a la vida eterna (1 Tim 6,12), al sufrimiento paciente con Cristo (1 Pe 2,1), a participar en Jesucristo (1 Cor 1,9), a ser conformes con la imagen del Unigénito (Rm 8,28-29), a la gloria eterna (1 Pe 5,10). En fin, es una llamada a ser santos (1 Cor 1,2; Ef 1,4).

La vocación a la santidad

La santidad es el fin único de la vida del cristiano, es «lo único necesario» (Lc 10,41). Es ésta la doctrina de Jesús: «Buscad primero el Reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,33). «Es semejante el reino de los cielos a un tesoro escondido en el campo, que quien lo encuentra lo oculta y, lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel campo» (13,44). Para ser cristiano hace falta renunciar o estar dispuesto a renunciar a todo, padres, mujer, hijos, hermanos, aun a la propia vida (Lc 14,26-33). Así que, el que se proponga ser discípulo de Jesús, sepa a qué va a ser llamado, conozca que va a ser destinado a la santidad, «siéntese primero, y calcule los gastos» (14,28).

El planteamiento que hace el Señor es muy claro, y conviene conocerlo desde el principio. No se puede pretender la santidad y otro fin. «Nadie puede servir a dos señores. No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Mt 6,24). No podéis pretender ser santos «y» ser sabios, ser santos «y» vivir en tal lugar, ser santos «y» ejercer tal profesión... La santidad sólo acepta unirse al hombre que la tome como única esposa. El cristiano ha sido llamado en la Iglesia sólamente a ser santo. Y todo el resto -sabiduría o ignorancia, vivir aquí o allá, trabajar en esto o en lo otro- se le dará o no, en la medida conveniente, como consecuencia de la santidad o como medio para mejor tender a ella.

Respuesta afirmativa

Respuesta pronta: «Heme aquí» (Ex 3,4; 1 Sam 3,4). «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Los pastores acuden rápidamente a ver al niño Jesús (2,15-16), Simón y Andrés, Santiago y Juan, el publicano Leví, todos, al ser llamados por Cristo, lo dejan todo al punto y le siguen (5,28; Mt 4,18-22). El ciego Bartimeo «arrojó su manto, y saltando se allegó a Jesús» (Mc 10,50). El rico Zaqueo «bajó a toda prisa y le recibió con alegría» (Lc 19,6). En el camino de Damasco, Saulo responde inmediatamente al Señor con una entrega incondicional: «¿Qué he de hacer, Señor?» (Hch 22,10)...

Es una constante evangélica. Cuando el Señor llama, responden afirmativamente los que le aman, y los que le aman responden con prontitud. No necesitan pensárselo mucho. «»Es el Señor». Así que oyó Simón Pedro que era el Señor, se ciñó la ropa de fuera, pues estaba sin ropa, y se arrojó al mar» (Jn 21,7).

((Algunos demoran la respuesta. No le dicen que no a Cristo, pero tampoco que Sí: no dicen nada, miran a otro lado. O dudan y vacilan. Así San Agustín: «Me retenían unas bagatelas de bagatelas y vanidades de vanidades, antiguas amigas mías; y me tiraban del vestido de la carne, y me decían por lo bajo: "¿Nos dejas?", y "¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?", y "¿desde ahora nunca más te será lícito esto y aquello?"; "¿Qué, piensas tú que podrás vivir sin estas cosas?"» (Confesiones VIII, 11,26).

Cuesta salir del pecado a la gracia. Pero también cuesta pasar de lo bueno a lo mejor, como cuando llama el Señor a dejarlo todo y seguirle. Pues bien, pensando en estos casos, dice Santo Tomás con cierta violencia: «¿Con qué cara (qua fronte) sostienen algunos que antes de abrazar los consejos de Cristo debe preceder una larga deliberación? Injuria a Cristo, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría de Dios, quien habiendo oído su consejo, aún piensa que deber recurrir a consejo de hombre mortal. Si cuando oímos la voz del Creador sensiblemente proferida, debemos obedecer sin demora, con cuánta más razón no debe resistirse nadie a la locución interior, con la que el Espíritu Santo inspira la mente. Definitivamente, se la debe obedecer sin lugar a dudas» (Contra doctrinam retrahentium a religionis ingressu cp.9). Otra cosa será cuando la duda es sobre si Cristo llama o no.))

Respuesta solidaria. Dios llama al hombre para que sea santo y santifique a otros. De la respuesta de uno depende la salvación o la perdición de muchos. Esto es un gran misterio, pero es así. Pío XII decía: «Es un misterio tremendo y que jamás se meditará bastante, el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y de las voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo» (enc. Mystici Corporis Christi 29-V1-1943, 19).

Si nosotros no nos convertimos del pecado a la gracia, muchos seguirán en su pecado. Y si nosotros no pasamos de la mediocridad a la santidad, muchos no llegarán a la fe ni a la gracia. Cuando el Señor nos llama a la santidad, los hombres, sin saberlo, están esperando nuestra respuesta afirmativa, como toda la humanidad estaba pendiente del de María en el momento de la anunciación.

Contemplando este momento de gracia, San Bernardo le dice a la Virgen: «Mira que el ángel aguarda tu respuesta. Mira que se pone entre tus manos el precio de nuestra salud; al punto seremos librados si consientes. Por la palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y con todo eso morimos; ahora, por tu breve respuesta seremos restablecidos para no volver a morir. Esto te suplica ¡oh piadosa Virgen! el triste Adán, esto Abraham, esto David... Esto mismo te pide el mundo todo postrado a tus pies. De tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salud, en fin, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje. Da pronto ¡oh Virgen! la respuesta. ¡Ah! Señora, responde aquella palabra que espera la tierra, que espera el infierno, que esperan también los ciudadanos del cielo. El mismo Rey y Señor de todos, cuanto deseó tu hermosura, tanto desea ahora la respuesta de tu consentimiento; en la cual sin duda se ha propuesto salvar el mundo» (Hom.4 sobre la Virgen Madre 8). Así de nuestra respuesta a la llamada de Cristo depende la suerte temporal y eterna de tantos hombres.

Respuesta negativa

«El Señor Dios llamó al hombre, diciendo: «Hombre ¿dónde estás? El contestó: «Te oí en el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo, y me escondí» (Gén 3,9-10). El hombre se siente atraído cuando mundo, carne y demonio llaman con esa llamada fascinante, que trae muerte; y ante la llamada de Dios, que trae vida, siente temor y se esconde...

Es falta de fe. En el fondo no se cree posible la santidad. Y se estima que no merece la pena intentar lo imposible. Funciona en esto un argumento estadístico que fundamenta una falsa experiencia. Si uno nos dijera «en mi ciudad no es posible aprender el chino; prueba de ello es que ninguno de sus doscientos mil habitantes lo ha aprendido», comprenderíamos en seguida que tal argumento no prueba nada. Sólo prueba que en tal ciudad nadie ha intentado seriamente aprender el chino. Pues bien, sólo los santos rompen por la fe ese círculo vicioso: «No hay santos, luego la santidad es imposible». Ellos creen de verdad que «lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27; +Jer 32,27). Ellos saben que hay santos, y que la santidad es posible.

Es falta de esperanza. Hace años la «experiencia» daba que tenían que morir muchos niños sin llegar a madurez. Y mucha gente lo aceptaba: «Es natural. Así ha sido siempre». Pero hubo investigadores y médicos que no se conformaron con esa situación y lograron cambiarla completamente. Y ahora es mínimo el indice de mortalidad infantil. ¿Qué probaba la experiencia antigua? Nada. ¿Por qué morían tantos niños? En buena parte porque nadie creía que «debían vivir», y que había que buscar y poner los medios para conseguirlo.

Pues bien, cuando hoy se da un bautismo y nace un hijo de Dios ¿creen de verdad los padres y padrinos que ese hijo de Dios debe llegar a ser santo, es decir, debe crecer sano, hasta hacerse adulto en Cristo? Normalmente no. No «esperan» tal cosa, tampoco ponen en la educación del niño los medios para conseguirlo, y naturalmente no lo consiguen. Y entonces, al comprobar en el hijo ya crecido la mediocridad espiritual resultante, se confirman en sus previsiones iniciales: «Es lo que pensábamos nosotros». Frente a esto, los santos son quienes por la fuerza de la esperanza rompen este círculo vicioso: ellos esperan la santidad, la procuran, ponen los medios adecuados, y la consiguen.

Santa Teresa dice que al Señor «le falta mucho por dar: nunca querría hacer otra cosa si hallase a quién. No se contenta el Señor con darnos tan poco como son nuestros deseos». Es triste ver muchas veces que quien le pide no va en «su intento a más de lo que le parece que sus fuerzas alcanzan» (Medit. Cantares 6,1; +6 Moradas 4,12). «Es muy necesario que comencéis con gran seguridad en que, si peleáis con ánimo y no dejándoos vencer, que saldréis con la empresa» (Camino Perf. 39,5). Hay que dejarse aquí de falsas humildades (46,3). Cuando Jesús visitó a su paisanos de Nazaret «no hizo allí muchos milagros por su incredulidad»: ellos no creían en él, no esperaban de él, y «él se admiraba de su incredulidad» (Mc 6,6).

Es falta de amor. La expresión «fuerza de voluntad» es un tanto ambigua: la única fuerza que el hombre tiene en su voluntad es la fuerza de su amor. Cada uno tiene fuerzas para procurar aquello que ama. Hombres flojos para muchas cosas, incluso con una flojera universal, para todo, dan muestras sorprendentes de energía cuando se enamoran de una mujer o cuando se aficionan a lo que sea. Es el caso del atleta que de verdad quiere vencer, que de verdad se aficiona a su especialidad: madruga, observa un régimen riguroso y metódico, se sujeta fielmente a las directivas de su preparador, es constante en sus entrenamientos: «de todo se abstiene, y eso para alcanzar una corona corruptible; pero nosotros para alcanzar una incorruptible» (1 Cor 9,25).

Por tanto, si no hay amor a la santidad, es decir, amor a la perfecta unión con Dios, a la plena configuración a Cristo, si no hay amor, es imposible conseguir la santidad. Pero es que sin amor el hombre no puede conseguir nada. Si una muchacha, para conseguir la santidad, no está dispuesta a hacer lo que en un verano hace para conseguir ponerse morena, horas y horas al sol (horas y horas de oración), es imposible que la consiga. Esto es así, y no debe ser de otro modo. Nadie debe llegar a la santidad si no la ama con todo su corazón, sobre todas las cosas, y si no lo subordina todo a conseguirla.

((Al cristiano carnal todo le parecen «exageraciones» en la vida de los santos. Y es que para el hombre «mediocre» casi todo son «exageraciones» y «fanatismos»: todo le viene grande. Pero si leemos la vida de los santos -cosa muy recomendable-, no podemos menos de concluir que todos ellos son unos exagerados. San Luis de Francia, esposo, padre de once hijos, con mil trabajos de gobierno o de guerra, tenía tiempo y ánimo para asistir diariamente a misa, para rezar las Horas litúrgicas completas, para rezar maitines levantándose de noche. Su confesor, Geoffrei de Beaulieu, cuenta que, habiendo oído el rey que «algunos nobles murmuraban contra él porque escuchaba tantas misas y sermones, respondió que si empleara el doble de tiempo en jugar o en recorrer los bosques cazando animales y pájaros, nadie encontraría en ello motivos para hablar» (M. Sepet, San Luis, rey de Francia, B. Aires, Excelsa 1946, 164-165). Les parecía un «exagerado». Es natural. También murmuraban no poco del santo Cura de Ars, hoy patrón del clero diocesano. Es natural. El pretendía con toda su alma lo que a los otros les interesaba más bien poco. No es más que esto.

Algunos aprecian en exceso el mantenerse en los modos «normales» de vida, entendiendo por «normalidad» lo establecido por la mayoría, no lo conforme a la «norma». Y con ese convencimiento -se ve en la práctica- no se llega muy lejos. «Hay que ser normales», dicen muy serios y con toda sinceridad. «Ser normales» es, en efecto, una de sus máximas aspiraciones. Y lo consiguen. Lo que no logran es alcanzar la santidad. Pero es que no se puede conseguir todo. Un laico, por ejemplo, debe ser normal y por tanto debe ver habitualmente la televisión sin especiales limitaciones. Pero he aquí que un día el oculista le manda que no la vea, porque le perjudica la vista, y la deja entonces. Dejar de verla porque le perjudicaba el alma hubiera sido una exageración: hay que ser normal en todo. Dejar de verla por razones de salud, eso sí es admisible. ¿Será posible llegar por este camino a la santidad? Completamente imposible.))

Algunos errores

Tras la respuesta negativa a la llamada de Cristo hay sin duda errores doctrinales y pecados concretos, en formas y mezclas muy variadas, que hacen imposible una clasificación. Pero el asunto es tan grave que, aun con riesgo de incurrir en repeticiones, debemos señalar algunas de estas falsas actitudes más frecuentes.

((La mediocridad es congénita al cristiano carnal, en todo, hasta en los modos de pensar. Y así estima, de un lado, que el hombre adámico no es tan malo (tiene buen fondo), y de otro, no cree que esté llamado a una alta santidad (basta con que sea decente). El cristiano espiritual, como Jesucristo, piensa justamente lo contrario; piensa que el hombre es malo (Mt 7,11; 12,34), y que aun siéndolo, está llamado sin embargo a ser perfecto como el Padre celestial (5,48).

Más de uno considera que es posible servir a dos señores, buscar la santidad, pero sin dejar de pretender (como algo que de hecho no se condiciona a la voluntad de Dios) otra cosa. Estos no buscan a Dios entregándose enteros a ello, sino en parte. Es como si uno halla un tesoro, lo mete en un saco, pero no puede cargar con él para llevárselo, pues emplea un solo brazo. Con los dos brazos podría, pero no se decide a emplear los dos: uno está ocupado en sostener otras cosas. Si el ascenso profesional y económico, por ejemplo, lo obtiene un cristiano trasladándose a un lugar donde prevé que la vida espiritual suya y la de los suyos va a tener condiciones muy desfavorables, allí va. Escucha a los que le dicen «Harías una estupidez si rechazaras esa oportunidad». Y no escucha al Señor, que le dice: «¿De qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?» (Mt 16,26).

Algunos, y éste es un error más sutil, subordinan la santificación a la consecución de ciertos objetivos nobles, por ejemplo, de apostolado. Tal desviación la entienden como generosidad y olvido de si mismos, pues consideran egoísta subordinarlo todo a la santificación personal. Es importante tener bien claro que Dios nunca quiere emplearnos en el bien de los demás, ni en ninguna otra cosa, con detrimento espiritual nuestro. El siempre quiere que santifiquemos santificándonos. Nunca quiere el Señor emplearnos como meros «instrumentos»: ya se sabe que si el trabajo exige estropear una herramienta, no importa destrozarla; lo que importa es el trabajo. No, nosotros nunca somos una herramienta para Dios, aunque él nos emplee en sus obras. Nosotros somos siempre para Dios hijos, hijos amados, y El quiere siempre nuestro bien.

Se olvida esto, por ejemplo, cuando se subordina el bien de la persona al bien de una obra. Supongamos que en un colegio de religiosas necesitan con urgencia que una joven religiosa obtenga un título, y que sólo podrá obtenerlo en un centro de estudios harto peligroso para su salud espiritual. La superiora la envía, pensando: «De otra manera tendríamos que suprimir tal curso. Dios le ayudará». Y la enviada quizá piense: «Dios tendrá que ayudarme». Pues bien, es posible que Dios misericordioso saque adelante religiosa y curso. Pero este tipo de planteamientos suele producir resultados pésimos. Ni el título ni el curso son necesarios. Aquí lo único necesario es procurar que se cumpla el artículo primero de la Regla de esa congregación religiosa: «procurar la santificación». Eso es lo único necesario, lo primero que hay que buscar y asegurar; y todo lo demás son añadiduras.

Otros hay que en el ascenso hacia la perfección ignoran los caminos de la santidad y carecen de guías. Si tal ignorancia y carencia es inculpable, Dios proveerá por otros medios. Pero el cristiano humilde que de verdad busca a Dios, se procura por los medios ordinarios buena doctrina espiritual y buenos guías. El cristiano carnal, escaso de humildad, suele pensar que él ya sabe por dónde y cómo debe ascender al monte de la perfección cristiana. De hecho, corre «como sin saber adónde», y golpea en la lucha ascética «como quien azota al aire» (1 Cor 9,26). No sabe por dónde anda. Y es de temer que se guíe por planos erróneos o por guías malos. Entonces, «si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo» (Mt 15,14).

Y hay también quien no va adelante hacia la santidad por temor al sufrimiento. «Bastantes sufrimientos tiene la vida como para agravarlos con las penalidades propias de la búsqueda de la santidad». Este error es muy frecuente y hace estragos. Pero la verdad es que la vida humana se hace insufrible precisamente por el pecado propio y ajeno, y se hace luminosa, digna y bienaventurada en la medida en que se abre a Cristo. No dijo Jesús: «Venid a mí los pecadores, que vivís tan felices y contentos, que yo os fastidiaré la vida». Dijo más bien: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí... y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28-30).

Lo que sucede es que el cristiano carnal tiene de la búsqueda de la santidad una «falsa experiencia». Ha pretendido levantar el tesoro con un solo brazo, y le ha parecido pesadísimo. Si hubiera empleado los dos, hubiera podido con él perfectamente. Y por otra parte, sucede algo curioso. Los cristianos de una altura espiritual media reconocen que mantenerse en ese nivel de vida cristiana (oración, fidelidad conyugal, trabajo, sacramentos) no les cuesta gran cosa. Pero ellos mismos ven con temor pasar a un nivel alto de vida espiritual; temen que implique muchas privaciones y penalidades. Y no se dan cuenta de que, a su vez, para el cristiano que está bajo, esa altura media que ellos viven fácilmente, parece algo inasequible, sólo posible para personas que acepten pasarlo muy mal en este mundo. Es el mismo error de los cristianos medios cuando miran a lo alto.))

Jesús nos llama a la paz y a la alegría. Acudamos sin temor. «Entremos, pues, en el descanso los que hemos creído» (Heb 4,3).

 


 

 

 

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