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JOSE RIVERA-JOSE MARIA IRABURU

Síntesis de espiritualidad católica

3ª PARTE

La lucha contra el pecado

1. El pecado

2. La penitencia

3. El Demonio

4. La carne

5. El mundo

1. El pecado

AA.VV., en KITTEL, amartía, I,267-339/I,715-910; adikía, I,150-163/I,401440; anomía, IV,1077-1080/VII,1401-1408; AA.VV., El misterio del pecado y del perdón, Santander, Sal Terræ 1972; AA.VV., Peccato e santità, Roma, Teresianum 1979; F. Bourassa, Le peché, offense de Dieu, «Gregorianum» 49 (1968) 563-574; M. García Cordero, Noción y problemática del pecado en el AT, «Salmanticensis» 17 (1970) 3-55; S. De Guigui, Il peccato personale e i peccato del mondo, «Rivista di Teologia Morale» 7 (1975) 49-82; I. Hausherr, Penthos; la doctrine de la componction dans l’Orient chrétien, Roma 1944, Orientalia Christiana Analecta 132; J. Pegon, componction, DSp II (1953) 1312-1321; M. Sánchez, Sobre la división del pecado, «Studium» 14 (1974) 119-130; +2 (1970) 347-356; C. V. Truhlar, Imperfezione positiva e carità, «Rivista di ascetica e mística» 6 (1961) 87-114; B. Zomparelli, imperfection morale, DSp 7 (1970) 1625-1630.

Véase también Juan Pablo II, exhort. apost. Reconciliatio et pænitentia (2-XII-1984): DP 1984, 335; catequesis sobre el pecado, VIII-XII-1986.

El pecado en el Antiguo Testamento

El conocimiento de Dios y el conocimiento del pecado van unidos. Aquellas oscuras religiones que apenas sabían de un Dios personal y que tampoco conocían la condición libre del hombre, consideraban el pecado como infracción de un tabú, como impureza ritual, como algo quizá involuntario, como una quiebra social por la que los dioses debían ser aplacados. Es la luz de la revelación bíblica la que suscita en Israel un conocimiento profundo al mismo tiempo de la santidad de Dios y del pecado del hombre.

Ya en el Génesis (2,17-3,24), el pecado primero se muestra en Adán y Eva como desobediencia al mandato de Dios, como orgullosa voluntad de autonomía ante el Creador: ellos quieren «ser como Dios», y así caen bajo el influjo maléfico del Demonio. La naturaleza misma del pecado aparece clara en este relato primitivo, y también sus terribles consecuencias: Adán y Eva, que eran amigos de Dios, ahora «se esconden» de él, avergonzados y temerosos. El hombre culpa a la mujer -desolidarizándose de ella-, y la mujer culpa al Diablo. Arrojados del paraíso, ya no tienen acceso al árbol de la vida, se ven en la aflicción y el trabajo penoso, y conocen el tenebroso rostro de la muerte. Eso es el pecado.

Más tarde, la misma historia de Israel va a ocasionar la revelación del pecado, de un pecado que la Biblia siempre contempla en el marco luminoso de la misericordia del Señor. El pueblo elegido no es un pueblo inocente y virtuoso. Aunque fue sacado de la abyecta idolatría (Jos 24,2. 14; Ez 20,7. 18), y constituído por Dios como «hijo primogénito» (Ex 4,22), multiplicó una y otra vez sus rebeldías contra su Salvador (Dt 9,7). La historia de Israel, siempre considerada en relación a Yavé, es una sucesión de infidelidades, ingratitudes, ofensas contra Dios...

Israel en el desierto no se fía del Señor, y cae en la infidelidad. Tras salir de Egipto, pasada la primera euforia, murmura una y otra vez contra Yavé (Ex 16,2-12; 17,7). Añora las carnes, melones, cebollas y alimentos de Egipto, se queja del maná, que no le sabe a nada (Núm 11,4-6), y llega a ser para Moisés un pueblo «insoportable» (11,14; +Ex 17,4).

Los pecados abren entre Yavé y su pueblo un abismo de separación (Is 59, 2; Jer 2,13). En esa separación hay rebeldía, un intento miserable de sacudirse el yugo bendito de Yavé, y hay también mentira, falsedad y engaño. El Señor se lamenta de ello: «¡Ay de ellos, por haberse apartado de mí!; ¡desgraciados! por rebelarse contra mí. Yo los salvaba y ellos me mentían» (Os 7,13; Sal 2,3).

El pecado de Israel es siempre una abominable ingratitud. Los judíos son «hijos desnaturalizados, que se han apartado de Yavé, que han renegado del Santo de Israel, y le han vuelto las espaldas» (Is 1,4). Más aún, el pecado es un terrible adulterio: Israel, la mujer miserable y deshonrada, la que fue purificada y adornada por Yavé, la que él tomó como esposa, se prostituye después indecentemente con el primero que pasa (Ez 16). Los judíos se hacen siervos del «espíritu de fornicación, desconocen a Yavé, traicionan a Yavé, engendrando hijos extraños» (Os 5,4.7); «han preferido la ignominia a la gloria de Yavé» (4,18). Y el Señor se lo echa en cara: «como la infiel a su marido, así has sido tú infiel a mi, Casa de Israel» (Jer 3,20).

Es patente que nunca en la Biblia se muestra el pecado como si sólo fuera el quebrantamiento moral de unas normas éticas anónimas. Muy al contrario, en la revelación bíblica el pecado es siempre una ofensa contra Dios. El nos dio sus mandamientos con tanto amor, «para que fuéramos felices siempre» (Dt 6,24), y nosotros, rechazando sus preceptos, le rechazamos a él miserablemente. Contra Dios es nuestro pecado: «Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces» (Sal 50,6). Y no es que nuestro pecado, al ofender a Dios, logre dañarle. Como Santo Tomás explica, «Dios no es ofendido por nosotros sino en cuanto [pecando] obramos contra nuestro propio bien» (Summa C. Gentes III,122). Los hombres «perjuran, mienten, matan, roban, adulteran, oprimen, homicidios sobre homicidios» (Os 4,2), y esto ofende a Dios porque daña al hombre, que es Su amado. Los mismos pecados de blasfemia o idolatría, más directamente contrarios a Dios, ofenden al Señor en cuanto destrozan al hombre mismo. Y Así dice Yavé, «para irritarme hacen libaciones a dioses extranjeros. ¿Es a mí a quien irritan? ¿No es más bien para su daño?» (Jer 7,18-19).

Por eso, si el pecado fue apartarse de Dios, la conversión será volver al Señor, reintegrarse a su amor, a la unión con él. El alma adúltera del pecador se dice a sí misma: «Voy a volverme con mi primer marido, pues entonces era más feliz que ahora», y el Dios-Esposo la recibe dulcemente: «Seré tu esposo para siempre, y te desposaré conmigo en justicia y derecho, en amor y en compasión» (Os 2,9. 21).

El pecado en el Nuevo Testamento

La Ley antigua no fue capaz de salvar a los judíos del pecado. «El precepto, que era para vida, fue para muerte» (Rm 7,10). Por eso ya el Antiguo Testamento anuncia un Salvador que «justificará a muchos y cargará con sus culpas» (Is 53,11). Y este Salvador es Jesucristo, que «se manifestó para destruir el pecado, y en él no hay pecado. Todo el que permanece en él no peca» (1 Jn 3,5-6). El fue enviado por el Padre para «llamar a los pecadores» (Mc 2,17), «para quitar el pecado del mundo» (Jn 1,29).

El pecado había hecho de nosotros «hijos rebeldes», «hijos de ira» (Ef 2,2-3), «enemigos de Dios» (Rm 5,10; 8,7), esclavos de nuestro mal corazón (1,24. 28), más aún, esclavos del Demonio (Jn 8,34; 1 Jn 3,8). El pecado se había adueñado de todo el hombre, mente, voluntad, sentimientos, cuerpo, palabras y obras (Rm 7,15-24), y de todos los hombres: «todos pecaron y todos están privados de la presencia de Dios» (3,23).

¿Cómo pudo Dios permitir una tragedia tal? Dios permitió el pecado de Adán y su descendencia «porque» había decidido salvar a los hombres por Cristo. Si el Señor permitió que en torno a Adán se formara una tenebrosa solidaridad en el pecado, fue porque había decidido que en torno a Cristo, segundo Adán, surgiera una luminosa solidaridad en la gracia. «Si por el pecado de uno solo [Adán] reinó la muerte, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo» (Rm 5,17). Por eso la Iglesia, en el pregón de la noche pascual, canta llena de gozo: «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!». Feliz el hombre, pues «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20).

El doble abismo, la Miseria del hombre pecador y la Misericordia divina salvadora, se ve simbolizado en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32; +Juan Pablo II, enc. Dives in Misericordia 30-XI-1980, 5-6). El pecador es el hijo que busca ser feliz lejos del Padre, como no-hijo, y termina en la abyección, fuera de Israel, hambriento, cuidando cerdos -animal impuro para los judíos-. En este sentido, Antiguo y Nuevo Testamento coinciden al manifestar la naturaleza del pecado. Lo que trae de nuevo de este evangelio es la revelación suprema de la misericordia del Padre hacia su hijo, el hombre pecador. Lo nuevo es esa misericordia divina revelada en Jesucristo (Jn 3,16; Rm 5,8; 8,35-39; Tit 3,4). Y lo nuevo es que el retorno a la casa del Padre se hace por Cristo («yo soy el Camino; nadie viene al Padre sino por mí», Jn 14,6; «yo soy la Puerta; el que entrare por mí se salvará», 10,9).

Naturaleza del pecado

El pecado es separarse de Dios, alejarse de él, más o menos. Es buscar el bien propio al margen de Dios, contra él. Es por tanto, renegar de la condición de hijos suyos. Este misterio de horror se da en cualquier pecado. Por ejemplo, una mujer casada siente que en su situación no es feliz, no se realiza; y llega un momento en que se junta con otro hombre en adulterio, porque trata de realizarse y ser feliz... alejándose de Dios. La fornicación no es lo peor en esta situación de pecado; lo peor es que esa persona trata de vivir, intenta realizarse, ganar realidad, separándose de Dios: ése es el corazón mismo del pecado. Por eso dice Santo Tomás: «El pecado mortal implica dos cosas: separación de Dios y dedicación al bien creado; pero la separación de Dios (aversio a Deo) es el elemento formal, y la dedicación (conversio ad creaturam) es el material» (STh III,86, 4 ad 1m).

El pecado es rechazar un don de Dios, y de este modo rechazarle a él. Puesto que en Dios «vivimos y nos movemos y existimos» (Hch 17,28), de él vienen a nosotros constantemente impulsos de naturaleza y de gracia: «Todo buen regalo, todo don perfecto viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17). Pues bien, siempre que pecamos, rechazamos en mayor o menor medida estos dones de Dios. El pecado será mortal si el don rechazado es necesario para vivir con Dios; será, en cambio, venial si el don rechazado es conveniente, pero no estrictamente necesario para vivir en unión con él. Volviendo al anterior ejemplo: Dios quería conceder a aquella esposa la gracia de permanecer fiel a su marido, participando de la cruz de Cristo; pero ella, entregándose al adulterio, no ha querido recibir esa gracia, ha rechazado el don de Dios.

El pecado es siempre un acto humano, que implica por tanto conocimiento suficiente de la malicia del acto (advertencia) y que exige consentimiento libre de la voluntad -al menos indirecto, pues el que quiere la causa, directa o indirectamente quiere el efecto previsible- (deliberación). Sin plena advertencia y deliberación, no puede haber pecado mortal, aunque la materia del acto sea grave. Es evidente que quien comete algo malo sin conocimiento y sin voluntad libre, comete sólo un pecado material, inculpable, que no es pecado formal. Hay, por otra parte, pecados positivos de comisión, o negativos por omisión de actos debidos. Hay pecados externos, y otros que son internos, que sólamente se dan en la mente y el corazón. Hay, en fin, pecado original, propio de la naturaleza humana, y personal, actualmente imputable a la persona.

((Los errores sobre el pecado son innumerables. Hay ignorantes o escrupulosos que estiman posible el pecado sin advertencia («he pecado haciendo tal cosa sin saber que estaba prohibida»); o que creen posible el pecado sin deliberación voluntaria («me obligaron a beber, y por más que me resistí, me emborraché»). Pero quizá el error más común es el pecado sin referencia a Dios, es decir, el pecado entendido como una falla personal que humilla la soberbia («no supe dominarme, y bebí hasta perder la conciencia»), o como un fracaso social que hiere la vanidad («todos me vieron borracho perdido»). Para otros que tienen un hondo sentido estético moral, el pecado es simplemente algo feo, degradante («estuve borracho, grité a la gente, rompí cosas: fue algo horrible»). El pecado, sin duda, es falla personal, fracaso social y algo muy feo; y así entendido, puede producir gran dolor y también lágrimas -que serán, por cierto, muy amargas-. Pero el pecado es algo mucho más serio que todo eso: es ofensa de Dios, separación de él, rechazo de sus dones. Sólo si el pecador entiende y vive así su pecado, podrá llegar al verdadero arrepentimiento.))

Universalidad del pecado

«Todos, judíos y gentiles, nos hallamos bajo el pecado», dice el Apóstol; por tanto, «que todo el mundo se confiese culpable ante Dios» (Rm 3,9. 19). «Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos, y la verdad no estaría en nosotros»; más aún, «dejaríamos a Dios por mentiroso» (1 Jn 1,8-10). Esta es la verdad: «Todos se extravían igualmente obstinados, no hay uno que obre bien, ni uno solo» (Sal 13,3). Cualquiera de nosotros puede hacer suya la confesión de San Pablo: «No sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que detesto, eso hago... Es el pecado que habita en mí» (Rm 7,15-24).

((Algunos, con presunta bonachonería, afirman que el hombre en el fondo es bueno, pero olvidan que también en el fondo es malo. «Vosotros sois malos», dice Jesús (Mt 12,34; Lc 11,13). El bien, ciertamente, es más connatural al hombre que el mal; pero no se debe ignorar que en el hombre adámico hay una inclinación al error y al mal tan persistente que no puede ser corregida sin la gracia de Cristo.

Algunos quieren ignorar que el hombre pecador es un enfermo gravísimo, condenado a muerte, y que morirá, ciertamente, si no hace penitencia (Lc 13,3.5). Es como si dijeran: «No estamos tan graves, no necesitamos medicinas y regímenes severos de vida, podemos hacer de todo y vivir sin tantos cuidados, como viven todos». Se tiende a trivializar el verdadero mal del hombre, el pecado, empleando otras palabras más tranquilizadoras: «enfermedades de la conducta», «actitudes inadaptadas», «trastornos conductuales»... Si el pecado del hombre no es más que eso, con un poco más que progrese la medicina psicológica y la terapia sociológica se verá ya el hombre libre de sus males... Esta actitud relaja por completo la vigorosa ascética que el Evangelio propone, y hace también que el apostolado hacia los otros hombres cese o se debilite grandemente.))

Los tratados de gracia, como el de M. Flick - Z. Alszeghy, sintetizan la fe en breves tesis: «El hombre, en estado de pecado, no puede cumplir, sin la gracia, los preceptos de la ley natural, ni siquiera según las exigencias de la ética natural, durante un período largo de tiempo». El hombre «no ha perdido la libertad, ni es capaz tan sólo de cometer pecados; puede, con sus solas fuerzas naturales, realizar algunos actos moralmente buenos». Por otra parte, «la gracia es absolutamente necesaria para todo acto saludable [meritorio de vida eterna]; incluso para el comienzo de la justificación» (El Evangelio de la gracia, Salamanca, Sígueme 1967, 814). El hombre, pues, es un enfermo tan grave que no puede curarse a sí mismo de su mortal enfermedad. Necesita absolutamente la gracia divina. Bien claro lo dice Jesús: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).

Conviene en todo esto recordar que no existe un orden natural cerrado en sí mismo, aunque por abstracción de la realidad actual podamos extraer su concepto. Existe un orden sobrenatural que incluye el natural, lo cual es muy distinto. Por eso precisamente no puede la naturaleza alcanzar una perfección puramente natural, pues si la lograra, sería con el auxilio de la gracia, y tendría entonces calidad sobrenatural. En otras palabras: Hoy los hombres o están en gracia de Dios o están en pecado mortal. O crecen como hijos de Dios o se van desarrollando como monstruos, es decir, en formas contrarias a su vocación.

((Hay, sin embargo, cristianos que, dejando a un lado la fe, piensan y dicen que puede ser bueno el hombre que niega a Dios. Se trata de un optimismo ingenuo, más derivado de Rousseau que de Pelagio: «Yo conozco ateos que son buenísimas personas»... Tres respuestas hay para esta objeción implícita a la doctrina de la gracia:

1ª.-«Muchos actos parecen buenos y son malos». Concretamente, todas las obras que -más o menos conscientemente- no están finalizadas en Dios son obras malas -más o menos-, pues se finalizan en criaturas, en valores creados: autocomplacencia, ganar dinero o prestigio, evitarse líos, tener comodidad, solidaridad, afán de perfección, etc. Puede decirse que la moral de quien no cree en Dios es muy poco de fiar, sobre todo ante las grandes pruebas de la vida, cuando la virtud, para poder afirmarse, necesita ser heroica. No puede haber una moral absoluta en quien sólo cree en valores creaturales, limitados y relativos.

2ª.-«Muchos que se dicen ateos no lo son realmente». Les falta una idea de Dios suficientemente aceptable, pero en sus conciencias hay una tendencia, una adhesión a veces heroica, a un Absoluto misterioso, al que sirven sinceramente, y que es Dios, aunque ellos ignoren su nombre, o incluso lo nieguen con ignorancia invencible (+ Rm 2,14-15).

3ª.-«No puede ser muy bueno quien niega a Dios, pues esta negación es el mayor pecado posible». Cuando alguien dice: «Qué bueno es Fulano; lástima que sea ateo», eso viene a sonar como si dijera «Qué bueno es Mengano; lástima que asesine tanto». Incredulidad y homicidio son objetivamente dos crímenes enormes; mayor la incredulidad, por supuesto. Otra cosa es que, en las personas concretas, tales crímenes puedan tener una responsabilidad subjetiva muy pequeña, o incluso nula, por ignorancia invencible. Enseña Santo Tomás que «todo pecado consiste formalmente en la aversión a Dios, y tanto mayor será un pecado cuanto más separa al hombre de Dios. Ahora bien, la infidelidad [no creer en Dios] es lo que más aleja de Dios, porque priva hasta de su verdadero conocimiento -y el conocimiento falso de Dios no acerca, sino que aleja más al hombre de él-. En consecuencia, es manifesto que el pecado de infidelidad es el mayor de cuantos pervierten la vida moral» (STh II-II,10,3). Y quien nada oyó de la fe -dice el mismo Doctor- está excusado del pecado de infidelidad, pero no de los demás pecados (Ad Romanos 10,3).

Aún hemos de señalar otro error, el de quienes dicen: «El pecador no suele conocer la maldad de su pecado; y por tanto apenas es culpable». Es verdad que en la cruz dijo Jesús: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Pero también dijo en otra ocasión: «Todo el que obra el mal odia la luz y no viene a la luz, para que no se manifiesten sus obras; en cambio el que realiza la verdad viene a la luz, para que se manifieste que sus obras están hechas en Dios» (Jn 3,20-21). Es decir, el hombre bueno busca la luz, se acerca a ella, la encuentra: cree en Dios («Dios es la luz», 1 Jn 1,5), acepta sus mandatos, y distingue así el bien del mal. En cambio, el hombre malo, bajo el influjo del padre de la mentira (Jn 8,44), puede llegar a una oscuridad tal que confunda en ella el mal y el bien -creyendo, por ejemplo, que «el aborto puede ser una obra de caridad»-. N es posible, sin embargo, caer en ese abismo de tinieblas -Dios no lo permite- sin que los hombres hayan traicionado antes su conciencia grave y reiteradamente. Es así como ahora «su mente y su conciencia están contaminadas» (Tit 1,15): perdieron la buena conciencia y naufragaron en la fe (1 Tim 1,19), no supieron «guardar el misterio de la fe en una conciencia pura» (3,9); enfermados sus ojos, el cuerpo entero quedó en ellos tenebroso (Mt 6,23); y es que «amaron más las tinieblas que la luz» (Jn 3,21). «¡Ay de los que al mal llaman bien y al bien mal!» (Is 5,20).))

Pecado mortal y pecado venial

Juan Pablo II, en la Reconciliatio et pænitentia (nº 17), expone los fundamentos bíblicos y doctrinales de la distinción existente entre pecados mortales, que llevan a la muerte (1 Jn 5,16; Rm 1,32), pues quienes los cometen no poseerán el reino de Dios (1 Cor 6,10; Gál 5,21), y pecados veniales, leves o cotidianos (Sant 3,2), que ofenden a Dios, pero que no separan de él. Esta es, en efecto, la doctrina tradicional, que Santo Tomás enseña (STh I-II,72,5) y que el concilio de Trento propone (Dz 1573, 1575, 1577).

El pecado mortal es algo tan terrible, produce consecuencias tan espantosas, que no puede producirse a no ser que se den estas tres condiciones: materia grave, o al menos apreciada subjetivamente como tal; plena advertencia, es decir, conocimiento suficiente de la malicia del acto; y perfecto consentimiento de la voluntad. Un solo acto, si reune tales condiciones, puede verdaderamente separar de Dios, es decir, puede causar la muerte del pecador. En este sentido, dice Juan Pablo II que se debe «evitar reducir el pecado mortal a un acto de «opción fundamental» -como hoy se suele decir- contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explícito y formal de Dios o del prójimo» (Reconciliatio 17). La maldad del pecado mortal consiste en que rechaza un gran don de Dios, una gracia que era necesaria para la vida sobrenatural; mata, por tanto, ésta; separa totalmente al hombre de Dios, de su amistad vivificante; desvía gravemente al hombre de su fin, Dios, orientándole hacia bienes creados.

El pecado venial rechaza un don menor de Dios, algo no imprescindible para mantenerse en vida sobrenatural; no produce muerte, sino enfermedad y debilitamiento; no separa al hombre de Dios completamente, no excluye de su gracia y amistad (Trento 1551, Errores Bayo 1567: Dz 1680, 1920); no desvía al hombre totalmente de su fin, sino que implica un culpable rodeo en el camino hacia él. Un pecado puede ser venial (de venia, perdón, venial, perdonable) por la misma levedad de la materia, o bien por la imperfección del acto, cuando la advertencia o la deliberación no fueron perfectos.

Conviene recordar, sin embargo, que no siempre el pecado venial es sinónimo de pecado leve, apenas culpable, sin importancia. Así como la enfermedad admite una amplia gama de gravedades diversas, teniendo al límite la muerte, de modo semejante el pecado venial puede ser leve o grave, casi mortal.

Juan Pablo II, en el lugar citado, recuerda que «el pecado grave se identifica prácticamente, en la doctrina y en la acción pastoral de la Iglesia, con el pecado mortal». Sin embargo, ya se comprende que también el pecado venial puede tener modalidades realmente graves. Cayetano usa la calificación de «gravia peccata venialia», y Francisco de Vitoria, con otros, usa expresiones equivalentes (Sánchez 120-123). Pero, como es lógico, son particularmente los autores espirituales los que más insisten en la posible gravedad de ciertos pecados veniales. Así Santa Teresa: «Pecado por chico que sea, que se entiende muy de advertencia que se hace, Dios nos libre de él. Yo no sé cómo tenemos tanto atrevimiento como es ir contra un tan gran Señor, aunque sea en muy poca cosa, cuanto más que no hay poco siendo contra una tan gran Majestad, viendo que nos está mirando. Que esto me parece a mí que es pecado sobrepensado, como quien dijera: «Señor, aunque os pese, haré esto; que ya veo que lo véis y sé que no lo queréis y lo entiendo, pero quiero yo más seguir mi antojo que vuestra voluntad». Y que en cosa de esta suerte hay poco, a mí no me lo parece, sino mucho y muy mucho» (Camino Perf. 71,3). La reincidencia desvergonzada agrava aún más la culpa: «que si ponemos un arbolillo y cada día le regamos, se hará tan grande que para arrancarle después es menester pala y azadón; así me parece es hacer cada día una falta -por pequeña que sea- si no nos enmendamos de ella» (Medit.Cantares 2,20).

Por otra parte, grandes autores nos hablan de las imperfecciones, junto a los pecados mortales y veniales (San Juan de la Cruz, 1 Subida 9,7; 11,2). La imperfección suele definirse como «la deliberada omisión de un bien mejor». Pudiendo hacer un bien mayor, se elige hacer un bien menor. ¿Realmente es pecado? Algunos piensan que la imperfección es una obra buena, aunque no perfecta. Otros -y nosotros con ellos- que es un pecado venial, aunque sea muy leve.

No creemos que existan actos humanos moralmente indiferentes (decimos actos humanos, por tanto conscientes y deliberados). Podrá haber actos del hombre (andar, comer, escribir) indiferentes por su especie, es decir, considerados en abstracto. Pero considerados en concreto, en la acción individual, tales actos serán buenos o malos, según la moralidad derivada de las circunstancias y del fin del agente (STh I-II,18,9). Ahora bien, si no hay actos morales indiferentes, no hay imperfecciones: los actos humanos o son buenos o son malos -mortal o venialmente pecaminosos-. Así pues, «la imperfección moral es pecado venial» (Zomparelli 1628).

Dejemos a un lado en esto si tal cosa es de precepto o consejo, bien en sí mayor o menor, etc., y veamos la cuestión sencillamente: Siempre que el hombre rechaza la íntima moción de la gracia de Dios, peca -mortal o venialmente-; trátese de precepto, consejo, bien mayor o menor. Si, por ejemplo, una persona tiene conciencia de que Dios quiere darle su gracia para que vaya a misa diariamente, si no va y se aplica a otra obra buena (trabajar, estudiar, lo que sea), eso no es simplemente una imperfección: eso es un pecado venial -pues el don rechazado no es vital, sino sólo conveniente y precioso-.

Evaluación subjetiva del pecado concreto

La división teórica de la gravedad de los distintos pecados es relativamente sencilla, pero a la hora de evaluar en concreto la gravedad de ciertos pecados cometidos, surgen a veces en las conciencias problemas no pequeños. Señalemos, pues, algunos criterios en orden al discernimiento.

1.-Aunque somos personas humanas, hacemos pocos «actos humanos», si entendemos por éstos los que proceden de advertencia y libertad. Los hombres espirituales tienen una vida muy consciente y deliberada, pero son pocos. La mayoría de los hombres son carnales, y el sector consciente y libre de sus vidas es bastante reducido. En gran medida, muchas veces, «no saben lo que hacen» (Lc 23,34; +Rm 7,15). Más aún, los que pecan mucho -antes lo veíamos- ponen sus almas tan oscuras, que acaban confundiendo vicio y virtud, mal y bien. Todos, más o menos, sufrimos estas oscuridades, y todos hemos de decir ante el Señor: «¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta» (Sal 18,13).

Ahora bien, si en aquello que en nuestra conciencia hay de consciente y libre nos empeñamos sinceramente en no ofender a Dios, llegaremos a no ofenderle tampoco en aquellas cosas de las que hoy apenas somos conscientes. Es decir, la reducción de los pecados formales, amplía e ilumina cada vez más nuestra conciencia, y nos va librando incluso de aquellos que llamamos pecados materiales, que no son realmente culpables, pues falta en ellos conocimiento o voluntariedad.

2.-La gravedad o levedad de un pecado concreto ha de ser juzgada según el pensamiento de la fe, esto es, a la luz de la sagrada Escritura y de la enseñanza de la Iglesia; y no según el temperamento personal o el ambiente en que se vive. De otro modo, los errores en la evaluación pueden ser enormes.

((Las personas juzgan frecuentemente la gravedad de un pecado según su temperamento y modo de ser. Tal caballero antiguo no hace casi problema de conciencia si comete adulterio o mata a otro en un duelo de pura vanidad, pero si dijera una mentira grave sentiría terriblemente manchado su honor y su conciencia. Esta señora rezadora es incapaz de faltar contra la castidad en los más mínimo, pero maltrata a su empleada, y no ve en ello nada de malo; ve en ello, más bien, una muestra noble de energía y autoridad.

Influye también mucho el ambiente, el mismo medio eclesial concreto. Faltas, por ejemplo, contra la abstinencia penitencial que son muy tenidas en cuenta en tal época o Iglesia particular, en otro tiempo y lugar apenas se consideran. Se dan, pues, en esto errores de época, graves errores colectivos, de los cuales, por supuesto, no se libran los cristianos carnales de nuestro tiempo.))

3.-A todo pecado, sea mortal o venial, hay que dar mucha importancia. El dolor por la culpa ha de ser siempre máximo, y en este sentido no tiene mayor interés llegar a saber si ésta fue mortal o venial, venial leve o grave. Por lo demás, insistimos en que un pecado, aunque no sea mortal, puede ser muy grave. En pecados, por ejemplo, contra la caridad al prójimo, desde una antipatía apenas consentida, pasando por murmuraciones y juicios temerarios, hasta llegar al insulto, a la calumnia o al homicidio, hay una escala muy amplia, en la que no se puede señalar fácilmente cuándo un pecado deja de ser venial para hacerse mortal.

4.-EI pecado de los cristianos tiene una gravedad especial. «Si pecamos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad» ¿qué castigo mereceremos? Si era condenado a muerte el que violaba la ley de Moisés, «¿de qué castigo más severo pensáis que será juzgado digno el que haya pisoteado al Hijo de Dios, y haya profanado la sangre de su Alianza, en la que fue santificado, y haya ultrajado al Espíritu de la gracia?» (Heb 10,26. 29). A éstos «más les valía no haber conocido el camino de la justificación, que, después de haberlo conocido, echarse atrás del santo mandamiento que se les ha transmitido. Les ha pasado lo del acertado proverbio: «El perro ha vuelto a su propio vómito», y «el cerdo, recién lavado, se revuelca en el lodo»» (2 Pe 2,21-22).

5.-El cristiano que habitualmente vive en gracia de Dios, en la duda, debe presumir que su pecado no fue mortal. Y la presunción será tanto más firme cuanto más intensa sea su vida espiritual. Recordemos que gracia, virtudes y dones son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en el hombre. Y el hábito es «qualitas difficile mobilis», que implica permanencia y estabilidad, como dice Santo Tomás (STh I-II, 49,2 ad 3m). La gracia da al hombre una habitual inclinación al bien, así como una habitual tendencia a evitar el pecado (De veritate 24,13). Tanto la vida en pecado como la vida en gracia poseen estabilidad, y la persona no pasa de un estado al otro con facilidad y frecuencia. Por eso aquellos buenos cristianos que con excesiva facilidad piensan que su pecado fue mortal suelen estar equivocados, quizá recibieron una mala formación, o son escrupulosos.

Tengamos en cuenta sobre todo que cuando el Señor agarra al hombre fuertemente por su gracia, no consiente tan fácilmente que por el pecado mortal se le escape. Como dice Jesús, «lo que me dio mi Padre es mejor que todo, y nadie podrá arrancar nada de la mano de mi Padre» (Jn 10,29). Y San Pablo: «¿Quién podrá arrancarnos al amor de Cristo?... [Nada] podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35.39).))

6.-No conviene cavilar en exceso tratando de evaluar exactamente la gravedad de un pecado. Lo que hay que hacer es arrepentirse de él con todo el corazón.

((Los que atormentan su alma intentando evaluar su culpa, dándole vueltas y más vueltas, no sacan nada en limpio. Muchas veces son escrupulosos. Imaginemos que un niño, desobedeciendo a su madre, ha dado un portazo -por prisa, por mal genio, por negligencia, por lo que sea-. Triste sería que luego el niño, arrugado en un rincón, se viera corroído por interminables dudas: «¿Fue un portazo muy fuerte? No tanto. ¿Quizá trato de quitarme culpa? Muy suave no fue, ciertamente. ¿Pero hasta qué punto me di cuenta de lo que hacía?» etc, etc, etc. Poco tiene eso que ver con la sencillez de los hijos de Dios, que viven apoyados siempre en el amor del «Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo» (2 Cor 1,3). En no pocos casos, estas cavilaciones morbosas proceden en el fondo de un insano deseo de controlar humanamente la vida de la gracia y cada una de sus vicisitudes. Pero muchas veces la evaluación del pecado concreto es moralmente imposible: «Ni a mí mismo me juzgo -decía S.Pablo-. Quien me juzga es el Señor» (1 Cor 4,3-4).))

Efectos del pecado

El pecado original produjo en el hombre y en el mundo terribles consecuencias, efectos que se ven actualizados en cierta medida por todos los pecados personales posteriores. El pecado, enseña Trento, deja al hombre sujeto al Demonio y enemigo de Dios; «toda la persona de Adán fue mudada en peor, según cuerpo y alma» (Dz 1511; +Orange II: Dz 371, 400). La creación entera se hizo hostil al hombre, por cuyo pecado fue «maldita la tierra» (Gén 3,17), y quedó sujeta a «la servidumbre de la corrupción» (Rm 8,21).

El pecado mortal separa al hombre de Dios, lo arranca del Cuerpo místico de Cristo, y desnudándole del hábito resplandeciente de la gracia, profana el Templo vivo de Dios. Por él se pierden todos los méritos adquiridos por las buenas obras -aunque la vuelta a la gracia puede hacerlos revivir (STh 111,89,5)-. El pecador, sujeto a Satanás, se hace merecedor de la condenación eterna. «Cayó la corona de nuestra cabeza. ¡Ay de nosotros, que pecamos!» (Lam 5,16)...

El pecado aniquila de algún modo la persona humana, al separarla de Dios, al romper en ella la imagen de Dios. San Agustín dice que «el que va por el camino contrario a Aquél que verdaderamente es, camina hacia el no-ser» (ML 36,431). El Señor le dice a Santa Catalina de Siena: «El que está en el amor propio de sí mismo, está solo, ya que está separado de mi gracia y de la caridad de su prójimo; estando privado de mí por su pecado, se convierte en nada, porque sólo yo soy el que soy» (Diálogo II,4,3). Y la misma santa escribía: «La criatura se convierte en lo que ama: si yo amo el pecado, el pecado es nada, y he aquí que me convierto en nada» (Lettere, Florencia, Giunti 1940, I,105-106).

El pecado, con inexorabilidad ontológica, aplasta al hombre, lo atormenta, enferma y mata, al separarle de Dios, que es su vida. Con razón llora el salmista: «No tienen descanso mis huesos, a causa de mis pecados; mis culpas sobrepasan mi cabeza, son un peso superior a mis fuerzas; mis llagas están podridas y supuran por causa de mi insensatez; voy encorvado y encogido, todo el día camino sombrío, tengo las espaldas ardiendo, no hay parte ilesa en mi carne, estoy agotado, deshecho del todo» (Sal 37,4-9).

La condición monstruosa del pecador ha sido vista por los santos con gran lucidez. Santa Teresa escribe: «No hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan oscura y negra, que [el pecador] no lo esté mucho más... Si lo entendiesen, no sería posible a ninguno pecar». Todo el hombre se ve profundamente trastornado: «¡Qué turbados quedan los sentidos! Y las potencias ¡con qué ceguera, con qué mal gobierno!... Oí una vez a un hombre espiritual que no se extrañaba de las cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no hacía» (1 Morada 2,1-5).

El pecado venial no mata al hombre, pero le debilita y enferma; le aleja un tanto de Dios, aunque no llega a separarle de él. Las funestas consecuencias de los pecados veniales podrían resumirse en estas cuatro 1.-Refuerzan la inclinación al mal, dificultando así el ejercicio de aquellas virtudes que, con los actos buenos e intensos, debieran haberse acrecentado. 2.-Predisponen al pecado mortal, como la enfermedad a la muerte, pues «el que en lo poco es infiel, también es infiel en lo mucho» (Lc 16,10). 3.-Nos privan de muchas gracias actuales que hubiéramos recibido en conexión con aquellas gracias actuales que por el pecado venial rechazamos. Uno, por ejemplo, rechazando por pereza la gracia de asistir a un retiro, se ve privado quizá de un encuentro que hubiera sido decisivo para su vida. Los pecados veniales no hacen perder la gracia de Dios, pero desbaratan muchas gracias actuales de gran valor. 4.-Impiden así que las virtudes se vean perfeccionadas por los dones del Espíritu Santo.

El padre Lallement (+1635) decía: «Es extraño ver a tantos religiosos» que no llegan a la perfección evangélica «después de haber permanecido en estado de gracia cuarenta o cincuenta años», con misa y oración diarias, ejercicios piadosos, etc. «No hay por qué extrañarse, pues los pecados veniales que continuamente cometen tienen como atados los dones del Espíritu Santo; de modo que no es raro que se vean en ellos sus efectos... Si estos religiosos se dedicasen a purificar su corazón [de tantos pecados veniales], el fervor de la caridad crecería en ellos cada vez más, y los dones del Espíritu Santo resplandecerían en toda su conducta; pero jamás se los verá manifestarse mucho en ellos, viviendo como viven, sin recogimiento y sin atención al interior, dejándose llevar por sus inclinaciones, descuidando las cosas pequeñas y evitando únicamente los pecados más graves» (Doctrina espiritual 4 pº,3,2).

Nótese, por otra parte, que en todo pecado mortal o venial hay culpa, que atrae sobre el pecador una pena eterna y una pena temporal. El perdón de Dios quita del pecador la culpa y la pena eterna; pero queda en el pecador, como consecuencia de su pecado, la pena temporal, cuya importancia no debe ser ignorada. En efecto, la pena temporal consiste ante todo en el debilitamiento para el bien y el reforzamiento de la inclinación al mal, y trae consigo muchos sufrimientos.

¿Nos damos cuenta del daño que los mismos pecados veniales hacen en nosotros y en los prójimos, tanto en lo espiritual como en lo material? Un hombre, con su frivolidad, puede perjudicar gravemente a una muchacha, y ésta puede sufrir graves daños por su curiosidad o su ligereza. Una mujer, con su desorden, su impuntualidad o su charlatanería, puede llevar a su marido al borde de la desesperación. Un jefe de taller o de oficina, con sus manías, puede hacer que el trabajo sea para sus subordinados un verdadero purgatorio. Un negocio, levantado con grandes sacrificios familiares, puede ser arruinado por las pequeñas negligencias de un tarambana. El mal genio ocasional de un cura puede alejar de la Iglesia a una persona de poca fe. Un joven, que por vanidad, conduce su moto con imprudencia, puede matar a un niño... Sí, las culpas pueden ser leves, pero los males por ellos causados pueden ser muy grandes. Es decir, la gravedad de los pequeños pecados puede ser apreciada por la importancia de los males que a veces producen. Y aún son más terribles, por supuesto, los daños causados por los pecados mortales.

Por eso, como veremos en el próximo capítulo, es muy grande la importancia de un arrepentimiento intenso, pues cuanto más profunda es la contrición por el pecado, más concede Dios la reducción o incluso la anulación de la pena temporal. La contrición, con la gracia de Dios, puede y debe aniquilar (conterere, triturar, despedazar) en el corazón la culpa, la pena eterna, y también la pena temporal. Por eso la compunción, es decir, la actualización frecuente del arrepentimiento, y la reiteración del sacramento de la penitencia tienen tanta importancia para el crecimiento espiritual.

Por otra parte, no debemos ignorar ni olvidar las consecuencias del pecado en la otra vida, aunque la misericordia de Dios nos libre del infierno. Recordemos que en el purgatorio (purificatorio) han de expiarse todas las penas temporales no redimidas en esta vida, sean debidas a pecados mortales ya perdonados, o derivadas de pecados veniales, perdonados o no antes de la muerte. En fin, ya vemos que las consecuencias del pecado llegan incluso al cielo, aunque sólo sea en forma negativa. La glorificación de Dios, la bienaventuranza del justo, y su poder de intercesión en favor de los hombres, tendrán un grado correspondiente al grado de crecimiento en la gracia alcanzado en este vida. Pero los pecados, también los veniales, si no fueron seguidos de una penitencia suficientemente profunda, frenan el crecimiento en la gracia, y producen así en la persona disminuciones cuyas consecuencias pueden ser eternas.

Pruebas y tentaciones

Pruebas (tentatio probationis). -Como las virtudes crecen por actos intensos, y como la persona no suele hacerlos como no se vea apremiada por la situación, por eso Dios permite en su providencia ciertas pruebas que aprietan al hombre -enfermedades, éxitos, desengaños, etc.-, dando su gracia para que sea ocasión provechosa la dificultad que ha permitido (Rm 8,28). Con ocasión de una prueba, una persona enferma, por ejemplo, puede crecer en paciencia y esperanza más en un mes de enfermedad que en diez años de salud.

Dios nos pone a prueba para acrisolar nuestro corazón (Dt 13,3; Prov 17, 3; 1 Pe 4,12-13). Y con la prueba, da su gracia: «Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que dispondrá con la tentación el modo de poderla resistir con éxito» (1 Cor 10,13). Por eso, «tened por sumo gozo veros rodeados de diversas tentaciones, considerando que la prueba de vuestra fe engendra paciencia» (Sant 1,2-3). Y merece el premio prometido: «Bienaventurado el varón que soporta la tentación, porque, probado, recibirá la corona de la vida que Dios prometió a los que le aman» (1,12). En este sentido, toda la vida del hombre es una prueba que debe conducirle al cielo.

Tentaciones (tentatio seductionis). -Por la misma razón, Dios permite que el hombre sufra tentaciones, estos es, inducciones al mal que proceden del Demonio, del mundo y de la propia carne. Estos son los tres enemigos, según enseña Jesús, que hostilizan al hombre. En la parábola del sembrador, por ejemplo, el Maestro señala la acción del Demonio: «Viene el Maligno y le arrebata lo que se habla sembrado en su corazón». Alude a la carne: «No tiene raíces en sí mismo, sino que es voluble»; y es que «el espíritu está pronto, pero la carne es flaca». Indica también el influjo del mundo: «Los cuidados del siglo y la seducción de las riquezas» (Mt 13,1-8. 18-23; 26,41). Los cristianos, como dice el concilio de Trento, estamos en «lucha con la carne, con el mundo y con el diablo» (Dz 1541). En tres capítulos analizaremos después la lucha contra estos tres enemigos.

Pues bien, conocemos perfectamente el proceso de la tentación, pues desde el principio de la revelación la Biblia nos describe sus fases, ya tipificadas en el pecado de nuestros primeros padres (Gén 3,1-13):

La tentación parte de Demonio, y se inicia como una sugestión primera, aparentemente inocua («la serpiente, el más astuto de los animales», pregunta a la mujer: «¿Cómo es que Dios os ha dicho «No comáis de ninguno de los árboles del jardín»?»). Tal sugestión, envenenada por la mentira, debe ser desechada al instante. Pero el pecado entra en diálogo, también inocente en apariencia, con la tentación: sólo se trata de dejar la verdad en su sitio (Eva respondió: «Podemos comer del fruto de los árboles del jardín, pero del fruto del árbol que está en el medio del jardín, ha dicho Dios «No comáis de él, ni lo toquéis, bajo pena de muerte»»). Viene entonces ya la tentación descarada y punzante («No, no moriréis. Es que Dios sabe que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal»). He aquí la fascinación de la felicidad, de la autonomía, en una independencia gozosa (la mujer vio «que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría»). Es el momento terrible y misterioso del consentimiento del mal, de la desobediencia (Eva «tomó de su fruto y comió»). Pero en seguida, tras el pecado, viene el escándalo, inexorablemente, como la sombra sigue al cuerpo, surgiendo así una nefasta solidaridad en el mal («y dio también a su marido, que igualmente comió»). Así se llega a la vergüenza inherente al pecado («entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta que estaban desnudos», desnudos ante todo del hábito de la gracia divina; y «el hombre y la mujer se escondieron de Yavé Dios por entre los árboles del jardín»). Así los hombres se separan de Dios. Y esa separación entraña la des-solidarización entre ellos mismos, las acusaciones y las excusas («la mujer que me diste por compañera me dio de él y comí», «la serpiente me engañó y comí»). Esta es la sutil gradualidad de la tentación: el hombre puede hundirse en la muerte del pecado con extrema suavidad.

La lucha contra las tentaciones

La vida del hombre sobre la tierra es milicia (Job 7,1). El cristiano, como «buen soldado de Cristo Jesús» (2 Tim 2,3), ha de librar «el buen combate» (1 Tim 1,18).

Los enemigos son, como ya vimos, el Demonio, la carne y el mundo. O como dice San Juan: «concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida» (1 Jn 2,16). Evagrio Póntico señala ocho principales pensamientos malos (logismoi), gula, lujuria, avaricia, tristeza, ira, acedía, vanagloria y soberbia (Practicós 6-33; De octo spiritibus malitiæ: MG 79,1145-1164). Y su enseñanza se hace clásica. También Santo Tomás la acepta, con alguna variante: son siete los pecados o vicios capitales -soberbia o vana gloria, envidia, ira, avaricia, lujuria, gula y pereza o acedía (STh I-II,84)-. Estos pecados son como principios o cabezas de todos los demás («capitale a capite dicitur», 84,3). La avaricia (avidez desordenada de riquezas) y la soberbia (afán desordenado de la propia excelencia) son especialmente peligrosos: la avaricia es raíz de todo pecado (1 Tim 6,10; I-II,84,1), y la soberbia está al inicio de todo pecado (84,2).

Las actitudes del cristiano en su lucha contra el pecado están igualmente bien definidas. Ante todo la confianza en la gracia de Cristo Salvador: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4,13). Fuera todo temor desordenado, aunque haya que atravesar un valle de tinieblas (Sal 22,4). Fuera todo temor, pues Cristo nos asiste, y además, como dice San Agustín, «necesitamos» las tentaciones, «ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones» (CCL 39,766).

Y con la confianza, la humildad, pues Dios «resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes» (Sant 4,6; 1 Pe 5,5). Nadie se fíe de su propia fuerza, y «el que cree estar de pie, mire no caiga» (1 Cor 10,12). A veces Dios permite que un defecto -el mal genio, por ejemplo- humille a un cristiano muchos años, por más que haga para superarlo. Y sólo cuando el cristiano, reconociendo su impotencia, llega a la perfecta humildad, es entonces cuando Dios le da su gracia para superar ese pecado con toda facilidad. Ya no hay peligro de que el cristiano considere esa gracia, no como un don, sino como fruto de sus propias fuerzas.

((Los soberbios se exponen, sin causa, a ocasiones próximas de pecado, y caen en él: «El que ama el peligro caerá en él» (Sir 3,27). Para excusar su pecado se reconocen débiles («es que no puedo evitarlo», «con ese ambiente es imposible»), pero para adentrarse en la situación pecaminosa se creen fuertes («todo es puro para los puros», Tit 1,15; «a mí esas cosas no me hacen daño»). ¿En qué quedamos? Algunos, incluso, parecen sentirse autorizados por su propia vocación secular para someterse a la tentación («todos van, yo no quiero ser raro, ni tengo vocación de monje»), a una tentación en la que con frecuencia sucumben. Es como si se creyeran autorizados para pecar. Al fondo de todo esto, obviamente, está «el padre de la mentira» (Jn 8,44).))

Las armas principales del cristiano en la lucha contra la tentación son aquellas que le hacen participar de la fuerza de Cristo Salvador: Palabra divina, sacramentos y sacramentales, oración y ascesis. Como Jesús venció la tentación en el desierto (Mt 4,1-11), así hemos de vencerla nosotros. La oración y el ayuno (Mc 9,29), y sobre todo la Palabra, nos harán poderosos en Cristo para confundir y ahuyentar al Demonio, que como león rugiente busca a quién devorar (1 Pe 5,8-9).

«Reforzáos en el Señor y en el vigor de su fuerza. Revestíos la armadura de Dios para que podáis resistir a las maniobras del diablo: pues vuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los Dueños mundanales de las tinieblas de este siglo, contra los espíritus del mal que hay en los espacios cósmicos. Por eso, tomad la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y manteneros en pie después de realizarlo todo. Estad, pues, alerta, ceñida la cintura con la verdad, revestidos con la coraza de la justicia, y con los pies calzados de celo para anunciar el evangelio de la paz; embrazando en todo momento el escudo de la fe, con que podáis hacer inútiles las encendidas flechas del Malo. Tomad el casco de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios, con toda oración y súplica, rezando en toda ocasión con el Espíritu, y para ello velando con toda perseverancia y súplica por todos los santos» (Ef 6,10-18).

((Muy equivocados van quienes pretenden vencer la tentación apoyándose sobre todo en medios naturales -métodos, técnicas de concentración y relajación, regímenes dietéticos, dinámicas de grupo, etc.-. Todo eso es bueno y tiene cierta eficacia benéfica. Pero quienes ahí quieren hacer fuerza parecen olvidar que «el pecado mora en nosotros», que «no hay en nosotros, esto es, en nuestra carne, cosa buena» (Rm 7,17-18), y, sobre todo, que no es tanto nuestra lucha contra la carne, sino contra los espíritus del mal (Ef 6,12). Son como niños que salieran a enfrentar la artillería enemiga armados con un palito. No; los cristianos, «aunque vivimos, ciertamente, en la carne, no combatimos según la carne; porque las armas de nuestra lucha no son carnales, sino poderosas por Dios para derribar fortalezas» (2 Cor 10,3-4).))

Las tácticas convenientes para vencer las tentaciones también nos han sido reveladas. La tentación hay que combatirla desde el principio, desde que se insinúa. Hay que apagar inmediatamente la chispa, antes de que haga un incendio. Hay que aplastar la cabeza de la Serpiente tentadora en cuanto asoma, en seguida, sin entrar en diálogo, sin darle ninguna opción. Por otra parte, la tentación debe ser vencida o por las buenas («si tu ojo es puro, tu cuerpo entero estará iluminado», Mt 6,22) o bien por las malas («si tu ojo te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti», 5,29), sin temor alguno a las medidas radicales -cambiar de domicilio, dejar de ver a alguien, renunciar a un ascenso-, y sin dramatizar los despojamientos que fueran precisos, que siempre serán una nada. Por último, otra táctica importante es manifestar al director espiritual los propios combates, con toda humildad.

Hablando de los antiguos monjes, decía Casiano: «Se enseña a los principiantes a no esconder, por falsa vergüenza, ninguno de los pensamientos que les roen el corazón, sino a manifestarlos al anciano [maestro espiritual] desde su mismo nacimiento; y, para juzgar esos pensamientos, se les enseña a no fiarse de su propia opinión personal, sino a creer malo o bueno lo que el anciano, después de examinarlo, declarare como tal. De este modo el astuto enemigo ya no puede embaucar al principiante aprovechándose de su inexperiencia e ignorancia» (Instituta 4,9).

((Algunos, como Lutero y Bayo (Dz 1950) confunden concupiscencia y pecado, sin saber que no hay pecado en sentir la inclinación al mal, sino en consentir en ella. Otros, al verse tentados, ceden la voluntad, alegando su debilidad congénita o que «todos lo hacen». Pero es mayor la corrupción de quienes, ante la tentación, ceden también el intelecto, viendo lo malo como bueno (2 Tim 3,1-9; 4,3-4; Tit 1,10-16). Otros, en actitud que recuerda el luteranismo primitivo o el quietismo, creen que no se debe resistir activamente contra la tentación (Errores Molinos 1687: Dz 2237s). Y no faltan quienes consideran el pecado como una experiencia enriquecedora. Sin el pecado, no podría llegar a conocerse bien la misericordia de Dios. Además, toda experiencia, incluso la culpable, implicaría una dilatación positiva de la personalidad. Según esto, la personalidad de los santos conversos sería más rica que la de los santos que mantuvieron la inocencia. Prolongando esta línea, se llegaría a pensar que las personalidades de Jesús o de María, al no haber conocido el pecado, serían en algo incompletas. Gran error: nadie conoce el pecado tanto como los santos. Los pecadores, conocen algo de él, en la medida en que se convierten y se alejan de él; pero en la medida en que pecan, son los que menos saben del pecado: «no saben lo que hacen» (Lc 23,34; +Rm 7,15; 1 Tim 1,13).))

Fase purificativa: no pecar

La vida cristiana pasa por fases sucesivas, bien caracterizadas. Pues bien, como enseña Santo Tomás siguiendo la tradición de los maestros espirituales, «en el primer grado [purificación] la dedicación fundamental del hombre es la de apartarse del pecado y resistir sus concupiscencias, que se mueven contra la caridad. Este grado corresponde a los principiantes, en los que la caridad ha de ser alimentada y fomentada para que no se corrompa. En el segundo grado [iluminación], el adelantado ha de procurar crecer en el bien, aumentando y fortaleciendo la caridad. En el tercer grado [unión], el perfecto ha de unirse plenamente a Dios y gozar de él, y ahí se consuma la caridad. Sucede aquí como en el movimiento físico: lo primero es salir del término original; lo segundo es acercarse al otro término; y lo tercero es descansar en la meta pretendida» (STh II-II,24,9). Salir de Egipto (pecado), atravesar el Desierto (penitencia), y llegar a la Tierra Prometida (santidad).

Según esto, el principiante ha de vencer el pecado mortal, el adelantado centra su lucha contra el pecado venial, y el perfecto llega a una relativa impecabilidad (+San Ignacio, los grados de humildad, Ejercicios 164-167).

Lo primero de todo es la victoria sobre el pecado. Esto antes que nada. Sería, pues, un grave error no enfrentar el tema seriamente en el trato espiritual con el cristiano principiante. Sería igualmente una insensatez, mientras ande enredado en pecados, impulsarle con insistencia a la acción apostólica, en la que sólo podrá tener frustraciones. Pero veamos, con ayuda de San Juan de la Cruz (1 Subida 11) algunos aspectos de esta victoria progresiva sobre el pecado.

1.-Tendencias naturales. La perfecta unión con Dios es imposible mientras tendencias voluntarias se opongan más o menos a la gracia. Pero esa unión con Dios no se ve imposibilitada porque todavía ciertas desordenadas inclinaciones naturales subsistan en sus primeros movimientos, siempre que no sean consentidas y hechas así voluntarias.

«Los apetitos naturales [desordenados: deseos de saber, de ser feliz, de no enfermarse, de tener compañía, etc.] poco a nada impiden para la unión del alma [con Dios] cuando no son consentidos; ni pasan de primeros movimientos todos aquellos en que la voluntad racional ni antes ni después tuvo parte. Porque quitar éstos -que es mortificación del todo en esta vida- es imposible, y éstos no impiden de manera que no se pueda llegar a la divina unión, aunque del todo no estén mortificados, porque bien los puede tener el natural, y estar el alma según el espíritu racional [y la voluntad] muy libre de ellos» (1 Subida 11,2). Eso sí, al serles negada la complicidad de la voluntad, irán desapareciendo con el tiempo, sanados por la gracia de Cristo. Por eso, si una tendencia natural desordenada (por ejemplo, una antipatía hacia alguien que nos dañó gravemente) no va desapareciendo, si perdura obstinadamente, es clara señal de que tal sentimiento halla un consentimiento mayor o menor en la voluntad. Pero, por el contrario, mientras subsiste, si tiene la voluntad en contra, no es señal de pecado, sino sólo de inmadurez espiritual.

2.-Tendencias voluntarias. Estas, si son desordenadas, son las que frenan la obra de la santificación e impiden la unión plena con Dios, por mínimas que sean.

«Todos los apetitos voluntarios [desordenados], ahora sean de pecado mortal, que son los más graves, ahora de pecado venial, que son menos graves, ahora sean sólamente de imperfecciones, que son los menores, todos se han de vaciar y de todos ha de carecer el alma para venir a esta total unión con Dios, por mínimos que sean. Y la razón es porque el estado de esta divina unión consiste en tener el alma según la voluntad con tal transformación en la voluntad de Dios, de manera que no haya en ella cosa contraria a la voluntad de Dios, sino que en todo y por todo su movimiento sea voluntad sólamente de Dios; pues si esta alma quisiere alguna imperfección que no quiere Dios, no estaría hecha una voluntad con Dios, pues el alma tenía voluntad de lo que no la tenía Dios; luego claro está que, para venir el alma a unirse a Dios perfectamente por amor y voluntad, ha de carecer primero de todo apetito [desordenado] de voluntad por mínimo que sea, esto es, que advertida y conocidamente no consienta con la voluntad en imperfección, y venga a tener poder y libertad para poderlo hacer en advirtiendo» (1 Subida 11,2-3).

Nótese la última observación. La santidad se ve impedida por el pecado que era conocido (a veces una persona, por ejemplo, habla demasiado, pero no se da cuenta) y que era evitable (o quizá se da cuenta, pero no puede evitarlo). «Digo conocidamente, porque sin advertirlo o conocerlo, o sin estar en su mano [evitarlo], bien caerá en imperfecciones y pecados veniales y en los apetitos naturales que hemos dicho; porque de estos tales pecados no tan voluntarios y subrepticios [ocultos] está escrito que «el justo caerá siete veces en el día y se levantará» (Prov 24,16)» (1 Subida 11,3).

3.-Pecados actuales y habituales. A veces un cristiano incurre en actos malos, aunque está en lucha para matar el hábito malo del cual proceden. Es comprensible. Lo más grave y alarmante es que todavía tenga hábitos malos no mortificados, es decir, consentidos en cuanto hábitos. Es cosa evidente que quien incurre en pecados habituales y deliberados, aunque sean muy leves, no puede ir adelante en la perfección.

Tratándose de personas con vida espiritual no suele ser cuestión de graves pecados, sin más bien de pequeños apegos. Concretamente, «estas imperfecciones son: como una común costumbre de hablar mucho, un asimientillo a alguna cosa que nunca acaba de querer vencer, así como a persona, a vestido, a libro, habitación, tal manera de comida y otras conversacioncillas y gustillos en querer gustar de las cosas, saber y oir, y otras semejantes». Como se ve, cosas nimias; pero «cualquiera de estas imperfecciones en que el alma tenga asimiento y hábito hace tanto daño para poder crecer e ir adelante en virtud que, si cayese cada día en otras muchas imperfecciones y pecados veniales sueltos, que no proceden de ordinaria costumbre de alguna mala propiedad ordinaria, no le impedirá tanto cuanto tener el alma asimiento en alguna cosa, porque, en tanto que le tuviera, excusado es que pueda ir el alma adelante en perfección, aunque la imperfección sea muy mínima. Porque lo mismo me da que un ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso en tanto que no lo quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar, pero, por fácil que sea, si no le quiebra, no volará. Y así es el alma que tiene asimiento en alguna cosa, que, aunque más virtud tenga, no llegará a la libertad de la divina unión» (1 Subida 11,4).

Adviértase, sin embargo, que la mera reiteración de un pecado no arguye necesariamente que haya en la persona hábito consentido en cuanto tal. Una persona, siempre la misma, viviendo en las mismas circunstancias, es previsible que incurra más o menos en los mismos pecados, aunque esté en lucha sincera contra ellos, y no esté por tanto asida a su mal hábito.

4.-No adelantar, es retroceder. Éste es un axioma repetido por los maestros espirituales. Si un cristiano no adelanta, es esto signo claro de que está limitando de un modo consciente, voluntario y habitual su entrega a Dios. No quiere amar a Dios con todo el corazón. Le ofrece su vida, pero como una hostia mellada, no circular. Guarda escondida en su mano una monedita, muy poca cosa, pero que se la reserva, sin querer darla al Señor. Las consecuencias de esto son desastrosas.

«Es lástima de ver algunas almas como unas ricas naves cargadas de riquezas y obras y ejercicios espirituales y virtudes y gracias que Dios les hace [nótese que es gente, según suele decirse, «muy buena»], y que por no tener ánimo para acabar con algún gustillo o asimiento o afición -que todo es uno-, nunca van adelante, ni llegan al puerto de la perfección... Harto es de dolerse que les haya hecho Dios quebrar otros cordeles más gruesos de aficiones de pecados y vanidades y, por no desasirse de una niñería que les dijo Dios que venciesen por amor de El, que no es más que un hilo y que un pelo, dejen de ir a tanto bien. Y lo peor es que no sólamente no van adelante, sino que por aquel asimiento vuelven atrás, perdiendo lo que en tanto tiempo con tanto trabajo han caminado y ganado; porque ya se sabe que en este camino el no ir adelante es volver atrás, y el no ir ganando es ir perdiendo... El que no tiene cuidado de remediar el vaso, por un pequeño resquicio que tenga basta para que se venga a derramar todo el licor que está dentro. Y así, una imperfección basta para traer otras, y éstas otras; y así casi nunca se verá un alma que sea negligente en vencer un apetito, que no tenga otros muchos que salen de la misma flaqueza e imperfección que tiene en aquél, y así siempre van cayendo. Y ya hemos visto muchas personas a quien Dios hacía gracia de llevar muy adelante en gran desasimiento y libertad, y por sólo comenzar a tomar un asimientillo de afección y (so color de bien) de conversación y amistad, írseles por allí vaciando el espíritu y gusto de Dios, y caer de la alegría y entereza en los ejercicios espirituales, y no parar hasta perderlo todo» (1 Subida 11,4-5).

5.-Impecabilidad de los perfectos. El santo se une tanto al Señor, con un amor tan fuerte, que apenas puede ya pecar, y puede decirle como el salmista: Dios mío, «en esto conozco que me amas, en que mi enemigo no triunfa sobre mí» (Sal 40,12).

Santa Teresa confesaba con humildad y verdad: «Guárdame tanto Dios en no ofenderle, que ciertamente algunas veces me espanto, que me parece veo el gran cuidado que trae de mí, sin poner yo en ello casi nada» (Cuenta conciencia 3,12). El cristiano adulto en Cristo está ya decidido a no ofender a Dios por nada del mundo, «por poquito que sea, ni hacer una imperfección si pudiese» (6 Moradas 6,3).

6.-En la victoria sobre el pecado se da la plena potencia apostólica. Antes no, porque los pecados, aunque sean veniales, oscurecen en el cristiano el resplandor de la gracia divina, y el testimonio así dado sobre Dios apenas resulta inteligible y conmovedor. Ya nos dijo Cristo: «Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen al Padre, que está en los cielos» (Mt 5,16).

((Es normal que apenas dé fruto apostólico la persona que aún peca deliberada y habitualmente, aunque sea en cosas mínimas. En esa falta de santidad personal y comunitaria radica sin duda la causa principal de la ineficacia apostólica que la Iglesia sufre en algunos lugares. Cuando un sacerdote, por ejemplo, que está lejos de la perfección y no tiende hacia ella seriamente, dice con desánimo: «Yo he hecho todo lo que he podido en mi trabajo pastoral, pero esta gente no ha respondido», se está engañando lamentablemente. Cuando fue ordenado, ejerció quizá el apostolado con cierto entusiasmo -aunque junto a la caridad hubiera no pocas motivaciones más bien carnales-. Todavía no se habían formado en su vida hábitos negativos que inhibieran el ejercicio de la acción pastoral. Pero pasaron los años, y después de tantas misas, oraciones, sacramentos y trabajos, aunque es posible que el grado real de su celo apostólico sea mayor, sin embargo, como en su vida se han ido formando muchos pequeños malos hábitos que él no ha combatido suficientemente (comodidad, seguridad, respeto humano, etc.), resulta que el ejercicio concreto de ese celo apostólico se ha ido viendo cada vez más inhibido por trabas diversas, y de hecho cada vez trabaja menos por el Reino de Dios. No se ha decidido a morir del todo al pecado, y el resultado es patente. «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto» (Jn 12,24).))

La compunción

Uno de los rasgos fundamentales de la espiritualidad del cristiano es esa conciencia habitual de ser pecador, que los latinos llamaban «compunctio» y los griegos «penthos». Es la compunción una tristeza por el pecado, no una tristeza amarga, sino en la paz de la humildad, y en lágrimas, que a veces son de gozo, cuando en la propia miseria se alcanza a contemplar la misericordia abismal del Señor. «La tristeza conforme a Dios origina una conversión salvadora, de la que nunca tendremos que lamentarnos; en cambio, la tristeza producida por el mundo ocasiona la muerte» (2 Cor 7,10).

En la tradición cristiana la compunción de corazón ha sido un rasgo muy profundo. En los Apotegmas de los padres del desierto, leemos que uno de ellos confesaba: «Si pudiera ver todos mis pecados, tres o cuatro hombres no serían bastantes para lamentarlos con sus lágrimas» (MG 65,161). Y otro explica la causa de esa actitud: «Cuanto más el hombre se acerca a Dios, tanto más se ve pecador» (65,289). Pero ese acercamiento a Dios, a su bondad, a su hermosura, explica a su vez por qué la compunción no es sólo tristeza, sino también gozo inmenso y pacífico, un júbilo que a veces conmueve el corazón hasta las lágrimas. Así lo describe Casiano: en el monje «a menudo se revela el fruto de la compunción salvadora por un gozo inefable y por la alegría de espíritu. Prorrumpe, entonces, en gritos por la inmensidad de una alegría incontenible, y llega así hasta la celda del vecino la noticia de tanta felicidad y embriaguez espiritual... A veces está [el alma] tan llena de compunción y dolor, que sólo las lágrimas pueden aliviarla» (Colaciones 9,27).

((«El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado». Esta afirmación de Pío XII (Radiomensaje 26-X-1946) es recogida por Juan Pablo II, que señala varias causas: -«Oscurecido el sentido de Dios, perdido este decisivo punto de referencia interior, se pierde el sentido del pecado». -El secularismo, «que se concentra totalmente en el culto del hacer y del producir, embriagado por el consumo y el placer, sin preocuparse por el peligro de «perder la propia alma», no puede menos de minar el sentido del pecado. Este último se reducirá a lo sumo a aquello que ofende al hombre». Pero «es vano esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado». También están los equívocos de la ciencia humana mal entendida: -La psicología, cuando se preocupa «por no culpar o por no poner frenos a la libertad, lleva a no reconocer jamás una falta». -La sociología conduce a lo mismo, si tiende a «cargar sobre la sociedad todas las culpas de las que el individuo es declarado inocente». -Un cierta antropología cultural, «a fuerza de agrandar los innegables condicionamientos e influjos ambientales e históricos que actúan en el hombre, limita tanto su responsabilidad [su libertad] que no le reconoce la capacidad de ejecutar verdaderos actos humanos y, por lo tanto, la posibilidad de pecar». -Una ética afectada de historicismo «relativiza la norma moral, negando su valor absoluto e incondicional, y niega, consecuentemente, que puedan existir actos intrínsecamente ilícitos».

«Incluso en el terreno del pensamiento y de la vida eclesial -sigue diciendo el Papa- algunas tendencias favorecen inevitablemente la decadencia del sentido del pecado. Algunos, por ejemplo, tienden a sustituir actitudes exageradas del pasado con otras exageraciones: pasan de ver pecado en todo, a no verlo en ninguna parte... ¿Y por qué no añadir que la confusión, creada en la conciencia de numerosos fieles por la divergencia de opiniones y enseñanzas en la teología, en la predicación, en la catequesis, en la dirección espiritual, sobre cuestiones graves y delicadas de la moral cristiana», por ejemplo, en lo referente a la moral conyugal, «termina por hacer disminuir, hasta casi borrarlo, el verdadero sentido del pecado? Ni tampoco deben ser silenciados algunos defectos en la praxis de la Penitencia sacramental». El Papa quiere que «florezca de nuevo un sentido saludable del pecado. Ayudarán a ello una buena catequesis, iluminada por la teología bíblica de la Alianza, una escucha atenta y una acogida fiel del Magisterio de la Iglesia, que no cesa de iluminar las conciencias, y una praxis cada vez más cuidada del sacramento de la Penitencia» (Reconciliatio et pænitentia 18).))

Entre el don y el perdón de Dios

Dios siempre dona o perdona a los hombres que quieren vivir en su amistad. Si obramos el bien, es porque recibimos el don de la gracia divina. Y si obramos mal, es porque rechazamos el don de Dios; pero entonces, si nos arrepentimos, Dios nos concede su perdón, es decir, nos da de nuevo el don intensivo, reiterado, sobreabundante. Por eso siempre vivimos del don o del perdón de Dios, y «donde abundó el pecado [un abismo], sobreabundó la gracia» (otro abismo) (Rm 5,20). San Agustín, como San Pablo, contempla con frecuencia estos dos abismos: «En la tierra abunda la miseria del hombre y sobreabunda la misericordia de Dios. Llena está la tierra de la miseria humana, y llena está la tierra de la misericordia de Dios» (ML 36,287).

2. La penitencia

AA.VV., La conversione, «Sacra Dottrina» 11 (1966) 173-270; J. P. Audet, La penitenza cristiana primitiva, ib. 12 (1967) 153-177; J. Behm, metanoeometanoia, KITTEL IV,994-1002/VII,1169-1188; F. J. J. Buytendijk, El dolor: psicología, fenomenología, metafísica, Madrid, Rev. Occidente 1958; C. Jean-Nesmy, La alegría de la penitencia, Madrid, Rialp 1970; H. Karpp, La pénitence, París, Delachaux-Niestlé 1970; J. H. Nicolas, L’amour de Dieu et la peine des hommes, París, Beauchesne 1969; C. Vogel, Le pécheur et la pénitence dans l’Eglise ancienne, París, Cerf 1966; y...au Moyen àge, ib. 1969; E. Würthwein , metanoeometanoia, KITTEL IV,976-985/VII,1121-1143.

Véase también Pablo VI, const. apost. Poenitemini 17-II-1966; Nuevo Ritual de la Penitencia (=NRP), Madrid 1975; Juan Pablo II, cta. apost. Salvifici doloris 11-II-1984, 39: DP 1984,39; exhort. apost. Reconciliatio et pænitentia 2-XII-1984: DP 1984,335.

El Catecismo, actos que integran la penitencia (1422-1460, 1471-1479); días penitenciales (1438).

La penitencia en la Biblia

En las religiones naturales primitivas el hombre intenta purificarse de su pecado aplacando a los dioses con ritos exteriores -abluciones, sangre, transferencia del pecado a un animal expiatorio-; y experimenta su pecado como un mal social, que afecta a la salud de la comunidad. En las religiones más avanzadas, crecen juntamente el sentido personal de culpa y la condición fundamentalmente interior de la penitencia. En todo caso, como dice Pablo VI, la penitencia ha sido siempre una «exigencia de la vida interior confirmada por la experiencia religiosa de la humanidad» (Poenitemini 32).

En la historia espiritual de Israel se aprecia también un importante desarrollo en la idea y en la práctica de la penitencia. Esta aparece pronto ritualizada en días y celebraciones peculiares (Neh 9; Bar 1,5-3,8), y siempre los actos principales de la penitencia son oración y ayuno (1 Sam 7,6; Job 2,8; Is 22,12; Lam 3,16; Ez 27,30-31; Dan 9,3; Os 7,14; Joel 1,13-14; Jon 3,6). Los profetas acentúan en la penitencia la interioridad y la individualidad. Las culpas no pasan de padres a hijos como una herencia fatal (Ez 18). Por otra parte, si el pecado fue alejarse de Dios, la conversión será regresar a Yavé (Is 58,5-7; Joel 2,12s; Am 4,6-11; Zac 7,9-12), escucharle, atendiendo sus normas, recibiendo sus enviados (Jer 25,2-7; Os 6,1-3), fiarse de él, apartando otros dioses y ayudas (Is 10,20s; Jer 3,22s; Os 14,4); será, en fin, alejarse del mal, que es lo contrario de Dios (Jer 4,1; 25,5).

Pero ¿es posible realmente la conversión? ¿Podrá el hombre cambiar de verdad por la penitencia? «¿Mudará por ventura su tez el etíope, o el tigre su piel rayada? ¿Podréis vosotros obrar el bien, tan avezados como estáis al mal?» (Jer 13,23)... La Biblia revela que con la gracia santificadora del Señor la penitencia es posible (Is 44,22; Jer 4,1; 26,3; 31,33; 36,3; Ez 11,19; 18,13; 36,26; Sal 50,12). Es posible con la gracia de Dios -suplicada, recibida- y con el esfuerzo del hombre: «Conviérteme y yo me convertiré, pues tú eres Yavé, mi Dios» (Jer 31,18; +17,14; 29,12-14; Lam 5,21; Is 65,24; Tob 13,6; Mal 3,7; Sant 4,8).

La predicación del Evangelio comienza por llamar a la penitencia. La plenitud de los tiempos implica una plenitud de metanoia (Mc 1,4), palabra equivalente a penitencia, conversión, arrepentimiento. «Juan el Bautista apareció en el desierto, predicando el bautismo de penitencia para remisión de los pecados» (ib.). Jesús «fue levantado por Dios a su diestra como príncipe y Salvador, para dar a Israel penitencia y remisión de los pecados» (Hch 5,31). La predicación del Bautista y la de Jesús comienza, pues, con el mismo envite: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos está cerca» (Mt 3,2; =Mc 1,15).

La penitencia es igualmente el núcleo central de la predicación apostólica. Los apóstoles fueron enviados por Cristo en la ascensión «para que se predicase en su nombre la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones» (Lc 24,47). San Pablo, por ejemplo, recibe de Jesús la misión apostólica en estos términos: «Yo te envío para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de los pecados y parte en la herencia de los consagrados» (Hch 26,18).

La penitencia es presentada como absolutamente necesaria y urgente: «Si no hiciéreis penitencia, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3. 5); ya la conversión no puede postergarse (19,41s; 23,28s; Mt 11,20-24). La penitencia evangélica va a ser a un tiempo don de Dios y esfuerzo humano (Mc 10,27; Hch 2,38; 3,19.25; 8,22; 17,30; 26,20; Ap 2,21); va a ser principalmente interior, pero también exterior (Mt 6,1-18; 23,26); individual, interior y moral, pero también social, exterior y sacramental (Mt 18,18; Mc 16,16; Jn 3,5; 20, 22-23). No va a ser asunto exclusivo de la conciencia con Dios, sino algo verdaderamente eclesial, pues la Iglesia convierte a los pecadores no sólo por los sacramentos, sino también por las exhortaciones y correcciones fraternas, y sobre todo por las oraciones de súplica ante el Señor (Mt 18,15s; 2 Cor 2,8; Gál 6,1; 1 Tim 5,20; 2 Tim 2,25-26; 1 Jn 1,9; 5,16; Sant 5,16).

En la Iglesia antigua

En la predicación de los Apóstoles hay una clara conciencia de que evangelizar es anunciar a Jesús y la conversión de los pecados. En este sentido puede decirse que una predicación es evangélica en la medida en que suscita la fe en Cristo y la verdadera conversión del pecado. Así San Pablo resume su obra apostólica: «Anuncié la penitencia y la conversión a Dios por obras dignas de penitencia» (Hch 26,20; +2,38; 14,22; 17,30; 20,21; Mc 6,12; Lc 24,47).

Hay que apartarse del mal (Hch 8,22; Ap 2,22; 9,20-21;16,11) y volverse incondicionalmente a Dios (Hch 20,21; 26,20) por la fe en Cristo (20,21; Heb 6,1), abriéndose así a la gracia de Dios (Hch 11,18). La conversión es ante todo un acto del amor de Dios al hombre: «Yo reprendo y corrijo a cuantos amo: sé, pues, ferviente y arrepiéntete» (Ap 3,19). Pero el que rechace este amor, esta gracia, y rehuse hacer penitencia, será castigado (2,21s; 9,20s; 16,9. 11).

En los Padres apostólicos la penitencia designa con frecuencia toda la vida cristiana. El pecador no puede acercarse al Santo y vivir de él, si no es por la penitencia. «Dios habita verdaderamente en nosotros, en la morada de nuestro corazón; dándonos la penitencia, nos introduce a nosotros, que estábamos esclavizados por la muerte, en el templo incorruptible» (Bernabé 16,8-9).

Así que «el que sea santo, que se acerque; el que no lo sea, que haga penitencia» (Dídaque 10,6). Y que sepa que «no hay otra penitencia fuera de aquella en que bajamos al agua y recibimos la remisión de nuestros pecados pasados» (Hermas, mandato 4,3,1). Jesucristo bendito es quien nos ha traído la verdadera penitencia; él es quien ha quitado realmente el pecado del mundo (Jn 1,29); por eso «fijemos nuestra mirada en la sangre de Cristo, y conozcamos qué preciosa es a los ojos de Dios y Padre suyo, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo» (1 Clemente 7,4).

En la teología protestante

((Enseña Lutero que la justificación es sólo por la fe, y consiguientemente el hombre trata en vano de borrar su pecado con obras penitenciales -examen de conciencia, dolor, expiación-. Todo en él es pecado. Tratando de hacer penitencia, negaría la perfecta redención que nos consiguió el Crucificado, dejaría Su gracia para apoyarse en las propias obras, en una palabra: judaizaría el genuino Evangelio. Cierto que los discípulos de Jesús hicieron penitencias, pero eso no significa sino que «en el umbral mismo de la historia neotestamentaria de la metanoia en la Iglesia antigua aparece inmediatamente el malentendido judaico» (Behm 1002/1191).))

En la doctrina católica

«Cristo es el modelo supremo de penitentes; él quiso padecer la pena por pecados que no eran suyos, sino de los demás» (Poenitemini 35). Y a los que sí somos pecadores, él quiso participarnos su espíritu de penitencia: él nos da conocimiento de nuestros pecados y de la misericordia de Dios, dolor por nuestras culpas, capacidad de expiación, y gracia para cambiar de vida. El no quiso hacer penitencia solo, sino con nosotros, que somos su cuerpo. En Cristo, con él y por él hacemos penitencia.

Y por otra parte, la penitencia cristiana es en la Iglesia, ella misma «a un tiempo santa y necesitada de purificación» (LG 8c). Es la Iglesia la que llama a los pecadores, la que -como la viuda de Naim, que lloraba su hijo muerto- intercede ante el Señor por los pecadores. Ella es la que realiza sacramentalmente la reconciliación de los pecadores con Dios, y la que, con los ángeles, se alegra de su conversión (Lc 15,10). El es la que llama siempre y a todos a la penitencia: «La Iglesia proclama a los no creyentes el mensaje de salvación, para que todos los hombres conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo y se conviertan de sus caminos haciendo penitencia. Y a los creyentes les debe predicar continuamente la fe y la penitencia» (SC 9b).

La virtud de la penitencia

Existe la virtud específica de la penitencia, que como dice San Alfonso Mª de Ligorio, «tiende a destruir el pecado, en cuanto es ofensa de Dios, por medio del dolor y de la satisfacción» (Theologia moralis VI,434; +STh III,85). Y esta virtud implica varios actos distintos, que iremos estudiando uno a uno:

La virtud de la penitencia, por tanto, constituye una virtud especial, con una serie de actos propios que la integran, y es una de las principales de la vida espiritual. En efecto, aunque el bautismo perdona los pecados, persiste en el cristiano esa inclinación al mal que se llama concupiscencia, la cual no es pecado, pero «procede del pecado y al pecado inclina» (Trento 1546: Dz 1515). En este sentido, todo cristiano es pecador, y en el ejercicio de cualquier virtud hallará una dimensión penitencial, ya que le hace volverse a Dios. Y también en este sentido, todas las virtudes cristianas son penitenciales, pues todas tienen fuerza y eficacia de conversión.

Examen de conciencia

El examen de conciencia hay que hacerlo en la fe, mirando a Dios. «Cada uno debe someter su vida a examen a la luz de a palabra de Dios» (NRP 384). El hombre -avaro, soberbio, murmurador, prepotente, perezoso-, cuanto más pecador es, menos conciencia suele tener de su pecado. Si mirase más a Dios y a su enviado Jesucristo, si recibiera más la luz de su palabra, si leyera más el evangelio y la vida de los santos, se daría mejor cuenta de su miserable situación, y la vería en relación a la misericordia divina. Por eso la liturgia del sacramento de la penitencia pide: «Dios, que ha iluminado nuestros corazones, te conceda un verdadero conocimiento de tus pecados y de su misericordia» (NRP 84).

Santa Teresa explica esto muy bien. «A mi parecer, jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza, y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes. Hay dos ganancias en esto: la primera, está claro que una cosa parece blanca muy blanca junto a la negra, y al contrario, la negra junto a la blanca; la segunda es porque nuestro entendimiento y voluntad se hace más noble y dispuesto para todo bien, tratando a vueltas de sí con Dios, y si nunca salimos de nuestro cieno de miserias es mucho inconveniente. Pongamos los ojos en Cristo, nuestro bien, y allí aprenderemos la verdadera humildad, y en sus santos, y se ha de ennoblecer el entendimiento, y el propio conocimiento no hará [al hombre] ratero y cobarde» (1 Moradas 2,9-11).

Cuando el alma llega a verse iluminada en la alta oración contemplativa, «se ve claramente indignísima, porque en pieza a donde entra mucho sol no hay telaraña escondida; ve su miseria... Se le representa su vida pasada y la gran misericordia de Dios» (Vida 19,2). «Es como el agua que está en un vaso, que si no le da el sol está muy clara; si da en él, se ve que está todo lleno de motas. Al pie de la letra es esta comparación: antes de estar el alma en este éxtasis le parece que trae cuidado de no ofender a Dios y que, conforme a sus fuerzas, hace lo que puede; pero llegada aquí, que le da este Sol de Justicia que la hace abrir los ojos, ve tantas motas que los querría volver a cerrar... se ve toda turbia. Se acuerda del verso que dice: "¿Quién será justo delante de ti?" (Sal 142,2)» (20,28-29).

Cuando el examen de conciencia se hace mirando a Dios el pecador ve su pecado no simplemente como falla personal, sino como ofensa contra Dios. Y ve siempre su negrura en el fondo luminoso de la misericordia divina.

El examen, también, ha de hacerse en la caridad, actualizándola intensamente, pues sólo amando mucho al Señor, podrá ser advertida una falta, por mínima que sea; en la abnegación de la propia voluntad, pues ésta influye en el juicio, y en tanto permanezca asida a su mal, no nos dejará verlo como malo; en la humildad, ya que el soberbio o vanidoso es incapaz de reconocer sus pecados, es incorregible, mientras que sólo el humilde, en la medida en que lo es, está abierto a la verdad, sea cual fuere; y en la profundidad, no limitando el examen a un recuento superficial de actos malos, sino tratando de descubrir sus malas raíces, esas resistencias a la gracia que son ya habituales. Así realizado, el examen de conciencia hecho diariamente -como en el canon 664 la Iglesia establece para los religiosos- o con otra periodicidad, sobre un punto particular o en general, ayuda mucho al crecimiento espiritual.

Contrición

La contrición hay que procurarla en la caridad, mirando a Dios. Cuanto más encendido el amor a Dios, más profundo el dolor de ofenderle. Pedro, que tanto amaba a Jesús, después de ofenderle tres veces, «lloró amargamente» (Lc 22,61-62). Es voluntad clara de Dios que los pecadores lloremos nuestras culpas: «Convertíos a mí -nos dice-, en ayuno, en llanto y en gemido; rasgad vuestros corazones» (Joel 2,12-13). Es absolutamente necesaria la contrición para la conversión del pecador. Si Cristo llora por el pecado de Jerusalén (Lc 19,41-44), ¿cómo no habremos de llorar los pecadores nuestros propios pecados?

El corazón de la penitencia es la contrición, y con ella la atrición. El concilio de Trento las define así:

«La contrición ocupa el primer lugar entre los actos del penitente, y es un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante. Esta contrición no sólo contiene en sí el cese del pecado y el propósito e iniciación de una nueva vida, sino también el aborrecimiento de la vieja. Y aun cuando alguna vez suceda que esta contrición sea perfecta y reconcilie al hombre con Dios antes de que de hecho se reciba este sacramento [de la penitencia], no debe, sin embargo, atribuirse la reconciliación a la misma contrición sin deseo del sacramento, que en ella se incluye».

La atrición, por su parte, «se concibe comúnmente por la consideración de la fealdad del pecado y por el temor del infierno y de sus penas, y si excluye la voluntad de pecar y va junto con la esperanza del perdón, no sólo no hace al hombre más hipócrita y más pecador [como decía Lutero], sino que es un don de Dios e impulso del Espíritu Santo, que todavía no inhabita, sino que sólamente mueve, y con cuya ayuda se prepara el penitente el camino para la justicia. Y aunque sin el sacramento de la penitencia no pueda por sí misma llevar al pecador a la justificación, sin embargo, le dispone para impetrar la gracia de Dios en el sacramento de la penitencia» (Trento 1551: Dz 1676-1678).

((Es un gran error considerar inútil la formación del dolor espiritual por el pecado. O, por ejemplo, en la preparación de la penitencia sacramental, darlo por supuesto, y centrar la atención casi exclusivamente en el examen de conciencia. El dolor de corazón es sin duda lo más precioso que el penitente trae al sacramento, y en modo alguno debe omitir su actualización intensa, distraído quizá en hacer sólo el recuento de sus faltas, y discurriendo el modo y las palabras con que habrá de acusarlas. Pero el mayor error es que no duela el pecado como ofensa contra Dios, sino simplemente como falla personal, como fracaso social, como ocasión de perjuicios y complicaciones. Esto es lo que más falsea la verdad del arrepentimiento.))

La contrición es el acto más importante de la penitencia, y por eso debemos pedirla -pedir, con la liturgia, «la gracia de llorar nuestros pecados» (orac. Santa Mónica 27-VIII)-, y debemos procurarla mirando a Dios. Mirando al Padre, comprendemos que por el pecado le abandonamos, como el hijo pródigo, y buscamos la felicidad lejos de él (Lc 15,11s). Mirando a Cristo, contemplándole sobre todo en la cruz, destrozado por nuestras culpas, conocemos qué hacemos al pecar. Mirando al Espíritu Santo vemos que pecar es resistirle y despreciarle. El verdadero dolor nace de ver nuestro pecado mirando a Dios.

Conviene señalar que en los buenos cristianos la contrición es mayor que el pecado. El pecado fue un breve tiempo demoníaco, apasionado, oscuro, falso. Pero, en cambio, el arrepentimiento es tiempo largo y consciente, personal y profundo, donde más verídicamente se expresa la personalidad del cristiano. Y cuando la contrición es muy intensa, no sólamente destruye totalmente el pecado, sino que deja acrecentada la unión con Dios. Como en una pelea entre novios: tras la ofensa, si en la reconciliación hubo dolor y amor sinceros, quedan más unidos que antes.

Propósito de enmienda

El propósito penitencial es un acto de esperanza, que se hace mirando a Dios. El es quien nos dice: «Vete y no peques más» (Jn 8,11), él es quien nos levanta de nuestra postración, y quien nos da su gracia para emprender una vida nueva.

((Gran tentación para el hombre es verse pecador y considerarse irremediable. Tras una larga experiencia de pecados, de impotencia para el bien, al menos para el bien más perfecto, tras no pocos años de mediocridad aparentemente inevitable, va posándose en el fondo del alma, calladamente, el convencimiento de que «no hay nada que hacer», «lo mío no tiene remedio». De este lamentable abatimiento -falta fe en la fuerza de la gracia de Dios, falta fe en la fuerza de la propia libertad asistida por la gracia- sólo puede sacarnos la virtud de la esperanza: «Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27; +Jer 32,27). Muchos propósitos no se cumplen, pero son muchos más los que ni se hacen.))

Los propósitos han de ser firmes, prudentes, bien pensados, sinceros, bien apoyados en Dios, y no en las propias fuerzas. Han de ser altos, audaces: «Aspirad a los más altos dones» (1 Cor 12,31). Toda otra meta sería inadecuada para el cristiano, para el hijo de Dios, que no está hecho para andar, sino para volar.

«La vida entera de un buen cristiano se reduce a un santo deseo», dice San Agustín: «Imagínate que quieres llenar un recipiente y sabes que la cantidad que vas a recibir es abundante; extiendes el saco o el odre o cualquier otro recipiente, piensas en lo que vas a verter y ves que resulta insuficiente; entonces tratas de aumentar su capacidad estirándole. Así obra Dios: haciendo esperar, amplía el deseo; al desear más, aumenta la capacidad del alma y, al aumentar su capacidad, le hace capaz de recibir más. Deseemos, pues, hermanos, porque seremos colmados. En esto consiste nuestra vida: en ejercitarnos a fuerza de deseos. Pero los santos deseos se activarán en nosotros en la medida en que cortemos nuestro deseo del amor del mundo. Lo que ha de llenarse, ha de empezar por estar vacío» (SChr 75 ,230-232) .

Los propósitos no deben ser excesivamente vagos y generales, que en el fondo a nada concreto comprometen. A ciertas personas les cuesta mucho dar forma a su vida, asumir unos compromisos concretos. Les gusta andar por la vida sin un plan, sin orden ni concierto, a lo que salga, según el capricho, la gana o la circunstancia ocasional. Y esto es muy malo para la vida espiritual. Pero tampoco conviene hacer propósitos excesivamente determinados, pues «el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va: así es todo nacido del Espíritu» (Jn 3,8).

El propósito, como acto intelectivo («proponer» una obra mentalmente, según la fe), responde a la naturaleza inteligente del hombre, y es conforme a su modo natural de obrar. Pero el propósito, entendido como acto volitivo («decidir»: «Hoy o mañana iremos a tal ciudad y pasaremos allí el año, y negociaremos y lograremos buenas ganancias», Sant 4,13), aunque intente obras espirituales, en sí mismas muy buenas, puede presentar resistencias a los planes de Dios, que muchas veces no coinciden con los nuestros («no sabéis cuál será vuestra vida de mañana, pues sois humo, que aparece un momento y al punto se disipa», 4,14). Otra cosa es si el propósito, aun siendo volitivo, es claramente hipotético, condicionado absolutamente a lo que Dios quiera y disponga («En vez de esto debíais decir: Si el Señor quiere y vivimos, haremos esto o aquello», 4,15).

Y es que el cristiano carnal quiere vivir apoyándose en sí mismo, controlando su vida espiritual, andando con mapa, por un camino claro y previsible. Y muchas veces Dios dispone que sus hijos vayan de su mano sin un camino bien trazado, en completa disponibilidad a su gracia, lo que implica un no pequeño despojamiento personal.

Expiación

La necesidad de expiar por el pecado ha sido siempre comprendida por la conciencia religiosa de la humanidad. Pero aún ha sido mejor comprendida por los cristianos, con sólamente mirar a Cristo en la cruz. ¿Dejaremos que él solo, siendo inocente, expíe por nuestros pecados o nos uniremos con él por la expiación? El hijo pródigo, cuando vuelve con su padre, quiere ser tratado como un jornalero más (Lc 15,18-19), y Zaqueo, al convertirse, da la mitad de su bienes a los pobres, y devuelve el cuádruplo de lo que a algunos hubiera defraudado (19,8). Está claro: hay espíritu de expiación en la medida en que hay dolor por el pecado cometido. Hay deseo de suplir en la propia carne «lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) en la medida en que hay amor a Jesús crucificado.

Por eso la devoción al Corazón de Jesús, al centrarse en la contemplación del amor que nos ha tenido el Crucificado, y en la respuesta de amor que le debemos, necesariamente se centra también en la espiritualidad de la expiación, de la reparación y el desagravio. No se trata, pues, de una moda espiritual piadosa, que pueda ser olvidada por la Iglesia Esposa, ya que ésta encuentra en ella el cumplimiento perfecto de su propia vocación.

Es un gran honor poder expiar por el pecado. Un niño, un loco, no pueden satisfacer (satisfacere, hacer lo bastante, reparar, expiar) por sus culpas: a éstos se les perdona sin más. Pero la maravilla del amor de Dios hacia nosotros es que nos ha concedido la gracia de poder expiar con Cristo por nuestros pecados y por los de toda la humanidad. Por supuesto que nuestra expiación de nada valdría si no se diera en conexión con la de Cristo. Pero hecha en unión a éste, tiene valor cierto, y nos configura a él en su pasión. Como dice Trento: «Al padecer en satisfacción por nuestros pecados, nos hacemos conformes a Cristo Jesús, que por ellos satisfizo (Rm 5,10; 1 Jn 2,1s), «y de quien viene toda nuestra suficiencia» (2 Cor 3,5). Verdaderamente, no es esta satisfacción que pagamos por nuestros pecados tal que no sea por medio de Cristo Jesús, en el que satisfacemos «haciendo frutos dignos de penitencia» (Lc 3,8), que de él tienen su fuerza, por él son ofrecidos al Padre, y por medio de él son aceptados por el Padre» (Dz 1692).

-La expiación es castigo. En todo pecado hay una culpa que le hace merecer al pecador dos penalidades: una pena ontológica (se emborrachó, y al día siguiente se sintió enfermo), y una pena jurídica (se emborrachó, y al día siguiente perdió su empleo). Los cristianos al pecar contraemos muchas culpas, nos atraemos muchas penalidades ontológicas, y nos hacemos deudores de no pocas penas jurídicas o castigos, que nos vendrán impuestas por Dios, por el confesor, por el prójimo o por nosotros mismos.

El bautismo quita del hombre toda culpa y toda pena temporal o eterna. Quita también la pena jurídica por completo, pero no necesariamente la pena ontológica (un borracho, bautizado, sigue con su dolencia hepática). Ahora bien, la penitencia, incluso la sacramental, borra del cristiano toda culpa, pero no necesariamente toda pena, ontológica o jurídica (STh III,67, 3 ad 3m; 69,10 ad 3m; 86,4 in c.et ad 3m). Por eso el ministro de la penitencia debe imponer al penitente una expiación, un castigo. Y por eso es bueno también que el mismo cristiano expíe, imponiéndose penas por sus pecados y los del mundo.

Santo Tomás enseña que «aunque a Dios, por parte suya, nada podemos quitarle, sin embargo el pecador, en cuanto está de su parte, algo le sustrajo al pecar. Por eso, para llevar a cabo la compensación, conviene que la satisfacción quite al pecador algo que ceda en honor de Dios. Ahora bien, la obra buena, por serlo, nada quita al sujeto que la hace, sino que más bien le perfecciona. Por tanto no puede realizarse tal substracción por medio de una obra buena a no ser que sea penal. Y por consiguiente para que una obra sea satisfactoria, es preciso que sea buena, para que honre a Dios, y que sea penal, para que algo se le quite al pecador» (STh Sppl. 15,1).

-La expiación es medicina.La contrición quita la culpa, pero la satisfacción expiatoria ha de sanar las huellas morbosas que el pecado dejó en la persona. Esta función de la penitencia tiene una gran importancia para la vida espiritual. En efecto, por medio de actos buenos penales la expiación tiene un doble efecto medicinal: 1.-sana el hábito malo, con su mala inclinación, que se vio reforzado por los pecados, y 2.-corrige aquellas circunstancias y ocasiones exteriores proclives al mal que en la vida del pecador se fueron cristalizando como efecto de sus culpas. En una palabra, la expiación ataca las raíces mismas que producen el amargo fruto del pecado (STh Sppl. 12,3 ad 1m; +III,86, 4 ad 3m). Y adviértase aquí que la misma contrición tiene virtud de expiar, pues rompe dolorosamente el corazón culpable.

La perfecta conversión del hombre requiere todos los actos propios de la penitencia. No basta, por ejemplo, que el borracho reconozca su culpa, tenga dolor de corazón por ella, y propósito de no emborracharse otra vez. La conversión (la liberación) completa de su pecado exige además que expíe por él con adecuadas obras buenas y penales (por ejemplo, dejando en absoluto de beber en Cuaresma), que le sirvan de castigo y también de medicina. Sólo así podrá destruir en sí mismo el pecado y las consecuencias dejadas por el pecado. Dicho de otro modo: Cristo salva a los pecadores de sus pecados no sólamente por el reconocimiento del mismo, por la contrición y el propósito, sino también dándoles la gracia de la expiación penitencial. Por lo demás, notemos que en cualquier vicio arraigado, por ejemplo, en el que bebe en exceso, no es posible pasar del abuso al uso, sino a través de una abstinencia más o menos completa.

El cristiano es sacerdote en Cristo, y por serlo está destinado a expiar por los pecados, no sólamente por los suyos, sino por los de todo el mundo. En efecto, Jesucristo es a un tiempo sacerdote y víctima, y en la cruz ofreció su vida «por todos para el perdón de los pecados» (Mt 26,28). Y el cristiano, al participar de Cristo en todo, participa ciertamente de este sacerdocio victimal (LG 10,34), «completando» con la expiación de su propia sangre lo que falta a la pasión de Cristo para la salvación de su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24).

Pío XII decía: Es preciso que «todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y su mayor dignidad consiste en la participación en el Sacrificio Eucarístico; y eso de un modo tan intenso y activo, que estrechísimamente se unan con el Sumo Sacerdote, y ofrezcan con él aquel sacrificio juntamente con El y por El, y con El se ofrezcan también a sí mismos. Jesucristo, en verdad, es sacerdote... y es víctima... Pues bien, aquello del Apóstol, «tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo» (Flp 2,5), exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el divino Redentor cuando se ofrecía en sacrificio, es decir, que imiten su humildad y eleven a la suma majestad de Dios la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias; exige, además, que de alguna manera adopten la condición de víctima, abnegándose a sí mismos según los preceptos del Evangelio, entregándose voluntaria y gustosamente a la penitencia, detestando y expiando cada uno sus propios pecados. Exige, en fin, que todos nos ofrezcamos a la muerte mística en la Cruz junto con Jesucristo, de modo que podamos decir como S.Pablo: «Estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo» (Gál 2,19)» (enc. Mediator Dei 20-XI-1947, 22).

¿Cuáles son los modos fundamentales de participar de la pasión de Cristo, y de expiar con él por los pecados? El modo fundamental, desde luego, es la participación en la eucaristía. Pero además de ello, hay tres vías fundamentales: las penas de la vida, las penas sacramentales impuestas por el confesor, y las penas procuradas por la mortificación. Así lo enseña Trento: «Es tan grande la largueza de la munificencia divina que podemos satisfacer ante Dios Padre por medio de Jesucristo no sólo con las penas espontáneamente tomadas por nosotros para castigar el pecado [penas de mortificación] o por las penas impuestas a juicio del sacerdote según la medida de la culpa [penas sacramentales], sino que también -lo que es máxima prueba de su amor- por los azotes temporales que Dios nos inflige y nosotros sufrimos pacientemente [penas de la vida]» (Dz 1693; +1713).

Penas de la vida

El cristiano participa de la cruz de Cristo aceptando las penas de la vida, enfermedad, sufrimientos morales, decadencia psíquica y física, problemas económicos, fatiga, prisa, trabajo duro, convivencia difícil, inseguridad, ignorancia, impotencia, muerte. Las penas de la vida son las más permanentes, desde la cuna hasta el sepulcro; las más dolorosas, mayores sin duda que cualquier penalidad asumida por iniciativa propia; las más humillantes, las que con elocuencia más implacable nos muestran nuestra condición inerme de criaturas; las más providenciales, pues son inmediatamente regidas por el amor de Dios; las más voluntarias, aunque pueda parecer otra cosa, pues su aceptación las hace realmente nuestras, y requiere actos muy intensos de la voluntad; y en fin, las más universales, ya que todos los hombres, conozcan o no a Jesucristo, todos las llevan de uno u otro modo sobre sus hombros.

Hay grados muy diversos en la aceptación de la cruz. Pues bien, dice el Vaticano II, «recuerden todos que con el culto público y con la oración, con la penitencia y la libre aceptación de los trabajos y desgracias de la vida, con la que se asemejan a Cristo paciente (2 Cor 4,10; Col 1,24), pueden llegarse a todos los hombres y ayudar a la salvación del mundo» (AG 16g).

Así como veneramos la cruz de Cristo, la besamos y ponemos en ella la esperanza de nuestra salvación, veneremos nuestra cruz, y conozcamos bien la virtualidad santificante que tiene para nosotros y para el mundo. Sepamos que la cruz nuestra es cruz de Cristo, pues somos sus miembros. Veamos en cada sufrimiento un peldaño en la escala ascendente hacia el cielo. Oremos y esforcémonos por aceptar y ofrecer todos y cada uno de nuestros sufrimientos.

La fe nos da aceptación y paciencia ante el dolor, nos hace ver que tendríamos que sufrir mucho más, y que el Señor «no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102,10). La esperanza nos hace sufrir con buen ánimo (Rm 8,18; 2 Cor 4,17-18). Y la caridad nos da a conocer la alegría de compartir la cruz con Cristo (Hch 5,41; Gál 6,14; Col 1,24; 1 Tes 1,6; 1 Pe 4,13).

((Algunos piensan que las penas impuestas, no pueden ser voluntarias ni meritorias. Ven, por ejemplo, el mérito de un ayuno voluntario, pero no ven el posible valor de cruz de una pobreza obligada. Es un error muy grave. Identifican la acción libre, voluntaria, con la acción espontánea, realizada por propia iniciativa. Dejan así sin explotar la mina preciosísima de los sufrimientos diarios, como si fueran materia sin valor. Olvidan que la cruz de Cristo fue una pena de la vida, una pena impuesta, no espontáneamente decidida por él, sino aceptada con un acto absoluta y máximamente voluntario (Jn 10,17-18; 14,31).

Algunos temen que la aceptación del dolor les lleve a una pasividad cobarde y estéril, y así justifican indirectamente la rebeldía contra la providencia de Dios, como si los males se vencieran mejor desde la amargura. El cristiano tiene en las penas la paz de la aceptación, y con paz y buen ánimo trabaja por superarlas. No hay en ello contradicción alguna: un enfermo, por ejemplo, con el buen ánimo de la aceptación, debe tratar de curarse. Y con buen ánimo se curará antes.

Otros, más o menos conscientemente, ven el sufrimiento como un mal absoluto, contra el cual todo es lícito: cualquier medio -el aborto o el divorcio, el terrorismo, la guerra o la huelga salvaje- todo es lícito si, al menos a corto plazo, muestra alguna eficacia para neutralizar la cruz. Esta es una atroz negación del Evangelio. «Nunca hagamos el mal para que venga el bien», aunque venga sobre nosotros ignominia, ruina o muerte, sino venzamos «el mal con el bien» (Rm 3,8; 12,21).

En fin, otros hay que aceptan las penas limpias, pero no las sucias; es decir, están dispuestos a aceptar aquellas penas que no proceden de culpa humana -una sequía, un terremoto-, pero se sienten autorizados a rebelarse contra las que vienen de pecados -injusticias, calumnias, egoísmos-. Así, el mismo que puede dormir con el ruido de la calle, queda insomne por el ruido de la casa, aunque sea menor, porque éste le indigna y le subleva, aquél no. La misma mujer que sufre con paciencia que su hermana no pueda ayudarle porque se ha puesto enferma, se desespera si ésta no le ayuda por pereza e irresponsabilidad. Pues bien, todos los sufrimientos de la vida deben ser cristianamente aceptados como cruz que son de Cristo -nuestra cruz es su cruz (Mt 25,42-45; Hch 9,1-5)-. Toda cruz, limpia o sucia, debe ser tomada cada día, para seguir a Jesús (Lc 9,23; 14,27), cuya cruz fue la más sucia de todas. Ninguna cruz, como aquella del Calvario, procede de tantas y tan terribles culpas.))

Penas sacramentales

El acto penitencial impuesto a cada uno en el sacramento «hace participar de forma especial de la infinita expiación de Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos» (Poenitemini 42).

Por eso el confesor, al imponer la penitencia, añade: «La pasión de nuestro Señor Jesucristo, la intercesión de la bienaventurada Virgen María y de todos los santos, el bien que hagas y el mal que puedas sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados y premio de vida eterna» (NRP 104). Todo ello nos indica que las penitencias sacramentales, bien aplicadas, pueden tener un influjo sumamente benéfico sobre la vida espiritual del cristiano.

En efecto, «el objeto y la cuantía de la satisfacción deben acomodarse a cada penitente, para que así cada uno repare el orden que destruyó y sea curado con una medicina opuesta a la enfermedad que le afligió. Conviene, pues, que la pena impuesta sea realmente remedio del pecado cometido y, de algún modo renueve la vida» (NRP 6; +Trento 1551: Dz 1692). En la práctica, la aplicación de esta norma resulta difícil, sobre todo cuando el confesor no conoce personalmente a los penitentes, que es lo más frecuente: teme que una penitencia severa, enérgicamente medicinal, pueda resultar inconveniente o suscitar una reacción negativa. Por otra parte, los que necesitarían penitencias más graves suelen ser los menos capaces de asumirlas, y los que están más dispuestos, los que menos las merecen. Por eso el Episcopado Español propone que la obra penitencial expiatoria, «sin quitar nada al valor de ser impuesta por el ministro, pueda ser sugerida por el penitente o considerada por ambos» (Orientaciones 65, anexas a NRP). De este modo, además, las mortificaciones privadas pueden ser elevadas a la dignidad y eficacia de las penas sacramentales, que tienen especial fuerza para unir a la pasión de Cristo.

((A veces las penas sacramentales son meramente simbólicas, no hay proporción alguna entre la culpa y la pena, ni ésta tiene especial condición medicinal, todo lo cual contraría la voluntad de la Iglesia. Esta deficiencia está justificada cuando median circunstancias pastorales como las que aludíamos; pero es injustificable cuando procede de una falta de fe en el valor espiritual de la expiación. En este sentido, las levísimas, casi inexistentes, penas que en nuestra época se imponen en el sacramento de la penitencia, contrastan notablemente con el peso y la fuerza medicinal de las penitencias aplicadas en la antigüedad, en la edad media, en el renacimiento o hasta hace no mucho. Esto hace pensar que la espiritualidad cristiana actual padece un déficit grave en la captación del misterio de la cruz y de la expiación cristiana por el pecado.))

Penas procuradas (mortificación)

Finalmente, el cristiano expía con Cristo por los pecados asumiendo por iniciativa propia ciertas penalidades, que afligen alma o cuerpo, es decir, «con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida diaria» (Poenitemini 59). El Magisterio eclesial sobre el culto al Corazón de Jesús ha expresado en nuestro tiempo con especial fuerza esta necesidad de la mortificación voluntaria. Sin duda, «entregarse por completo a la voluntad de Dios» y «tolerar con paciencia las penalidades que sobrevinieren» lleva en sí la penitencia fundamental; pero es preciso además «castigarse espontáneamente» (Pío XI, enc. Miserentissimus Redemptor: AAS 20,1928, 176). Y esa multiforme expiación espontánea implicará por ejemplo, entre otras cosas, «mortificaciones externas del cuerpo», «abstenerse, aunque cueste, de cosas agradables», «de los espectáculos, de los juegos públicos y de las delicias del cuerpo, aun de las lícitas» (enc. Caritate Christi: AAS 24,1932, 189-193).

Ésta ha sido siempre, por otra parte, la doctrina de la Iglesia. San Agustín decía: «El pecado no puede quedar impune, no debe quedar impune, no conviene, no es justo. Por tanto, si no debe quedar impune, castígalo tú, no seas tú castigado por él» (ML 38,139). Es la doctrina de Trento (Dz 1713), la de Juan XXIII en la encíclica Pænitentiam agere (1-VII-1962), la del concilio Vaticano II sobre los laicos (SC 105a; 110a; OT 2e; AG 36c) y especialmente sobre sacerdotes y religiosos (CO 33b; PO 12, 13, 16, 17; PC 7, 12b; AG 24, 40b). Y es también la enseñanza espiritual de la Liturgia de la Iglesia, cuando, por ejemplo, en los prefacios cuaresmales, nos habla del «ayuno corporal» o de las «privaciones voluntarias».

((La impugnación doctrinal de la mortificación voluntaria, hoy no infrecuente, apenas fue conocida en la antigüedad, puede decirse que comenzó en Lutero, y en el s.XVII la continuó también, bajo otras premisas muy diversas, Miguel de Molinos: «La cruz voluntaria de las mortificaciones es una carga pesada e infructuosa, y por tanto hay que abandonarla» (Dz 2238). Trento condenó el error de los que dicen que «en manera alguna se satisface a Dios por los pecados en cuanto a la pena temporal por los merecimientos de Cristo con los castigos espontáneamente tomados, como ayunos, oraciones, limosnas y también otras obras de piedad, y que por lo tanto la mejor penitencia es sólamente la nueva vida» (1713).

Otros hay que sólamente impugnan la mortificación corporal, como si ésta implicara un dualismo antropológico hostil al cuerpo. Quienes así piensan son, precisamente, los que en realidad se ven afectados de una mala antropología dualista, como si el hombre fuera el alma, y el cuerpo algo ajeno y accidental, que no se hubiera visto implicado en el pecado ni en sus consecuencias. «La verdadera penitencia -dice Pablo VI con más verdad- no puede prescindir en ninguna época de la ascesis física; todo nuestro ser, cuerpo y alma, debe participar activamente en este acto religioso. Este ejercicio de mortificación del cuerpo -ajeno a cualquier forma de estoicismo- no implica una condena de la carne, que el Hijo de Dios se dignó asumir; al contrario», considera al cuerpo unido al alma, y no como objeto extraño a ésta (Poenitemini 46-48).))

Por otra parte, Jesucristo y todos los santos se han mortificado con penas voluntarias. Cristo, al comienzo de su vida pública, se retiró al desierto cuarenta días, en oración y ayuno total (Mt 4,1-2; como lo hizo Moisés, Dt 9,18). Y el Espíritu de Jesús ha iluminado y movido a todos los santos para que hicieran mortificaciones voluntarias, a veces durísimas. Santa Teresa comenzó a mortificarse con mucho miedo, pensando que «todo nos ha de matar y quitar la salud. Como soy tan enferma, hasta que me determiné en no hacer caso del cuerpo ni de la salud, siempre estuve atada y sin valer nada. Vi claro que en muchas [cosas], aunque yo de hecho soy harto enferma, era tentación del demonio o flojedad mía; y que después que no estoy tan mirada y regalada, tengo mucha más salud» (Vida 13,7). Así, con grandes expiaciones penitenciales, han querido siempre vivir los santos, bien unidos a la cruz de Cristo. Y así han querido morir: San Pedro de Alcántara murió de rodillas, según nos cuenta la misma Santa (27,16-20), como también San Juan de Dios. Y San Francisco de Asís quiso morir desnudo, postrado en tierra (Celano, II Vida 217). En fin, no acabaríamos si hiciéramos memoria de las penitencias de los santos cristianos. Y probablemente nuestros relatos no serían suficientes para persuadir a quienes se atreven a pensar que todos los santos estaban equivocados.

El Código de Derecho Canónico reciente afirma que «todos los fieles, cada uno a su modo, están obligados por ley divina a hacer penitencia; sin embargo, para que todos se unan en alguna práctica común de penitencia, se han fijado unos días penitenciales, en los que se dediquen los fieles de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad, y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia» (c. 1249).

La Conferencia Episcopal Española (7-VII-1984) precisó: «A tenor del canon 1253, se retiene la práctica penitencial tradicional de los viernes del año, consistente en la abstinencia de carnes; pero puede ser sustituida, según la libre voluntad de los fieles, por cualquiera de las siguientes prácticas recomendadas por la Iglesia: lectura de la Sagrada Escritura, limosna (en la cuantía que cada uno estime en conciencia), otras obras de caridad (visita de enfermos o atribulados), obras de piedad (participación en la Santa Misa, rezo del rosario, etc.) y mortificaciones corporales. En cuanto al ayuno, que ha de guardarse el miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, consiste en no hacer sino una sola comida al día; pero no se prohibe tomar algo de alimento a la mañana y a la noche, guardando las legítimas costumbres respecto a la cantidad y calidad de los alimentos» (DP 1984, 219).

Oración, ayuno y limosna

La Iglesia ha visto siempre «en la tríada tradicional oración-ayuno-caridad la formas fundamental para cumplir con el precepto divino de la penitencia» (Poenitemini 60). Es doctrina clásica, enseñada en el Catecismo de la Iglesia (1434-1435; +2443-2449)-

Y es una convicción expresada bellamente en la oración de la liturgia: «Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, que nos otorgas remedio para nuestros pecados por medio del ayuno, la oración y la limosna, mira con amor a tu pueblo penitente, y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas» (or. 3 dom. cuaresma). Precisamente, nuestro Señor Jesucristo enseñó en el sermón del monte, corazón de su evangelio, cómo hay que orar, ayunar y hacer limosna (Mt 6,1-18).

La sagrada Escritura siempre enseñó el valor penitencial de la ascética triada: «Buena es la oración con el ayuno, y la limosna con la justicia» (Tob 12,8; +Jdt 8,5-6; Dan 10,3; Lc 2,37; 3,11). Jesucristo, en el desierto, confirma esta tradición ascética (Mc 1,13; +Ex 24,18), y la enseñó, como hemos visto, en el sermón del monte. En la Iglesia antigua, de hecho, oraciones, ayunos y limosnas vienen a formar el marco fundamental de la vida evangélica (Hch 2,44; 4,32-37; 10,2. 4. 31; 13,2-3; 14,23; 1 Cor 9,25-27; 2 Cor 6,5; 11,27).

Los Padres apostólicos exhortan igualmente a los fieles para que desarrollen sus vidas en esa tríada penitencial que hace posible al hombre la verdadera metanoia (Dídaque 1,5-6; 7,4; 8; 15,4; Pastor de Hermas, comparación 5,3; +San Justino, I Apología 61,2).

La enseñanza de los Padres de la Iglesia se muestra de modo excelente en este texto de San León Magno: «Tres cosas pertenecen principalmente a las acciones religiosas: la oración, el ayuno y la limosna, que se han de realizar en todo tiempo, pero especialmente en el tiempo consagrado por las tradiciones apostólicas, según hemos recibido. Pues por la oración se busca la propiciación de Dios, por el ayuno se apaga la concupiscencia de la carne, por las limosnas se perdonan los pecados (Dan 4,24). Al mismo tiempo, por todas estas cosas se restaura en nosotros la imagen de Dios, si estamos siempre preparados para la alabanza divina, si somos incesantemente solícitos para nuestra purificación, y si constantemente procuramos la sustentación del prójimo. Esta triple observancia, amadísimos, sintetiza los afectos de todas las virtudes, nos hace llegar a la imagen y semejanza de Dios y nos hace inseparables del Espíritu Santo. Porque en las oraciones permanece la fe recta; en los ayunos, la vida inocente, y en las limosnas, la benignidad» (Hom. 1ª sobre el ayuno en diciembre 4: BAC 291, 1969, 48; +,1; Hom. 10ª cuaresma; San Juan Crisóstomo: PG 51,300).

Padres y concilios organizaron la vida del pueblo cristiano con oraciones (las Horas), ayunos (días penitenciales) y limosnas (diezmos y primicias), considerando que ese triple ejercicio establece el espacio espiritual más favorable para el crecimiento de la vida en Cristo. Juan Pablo II hace notar que «oración, limosna y ayuno han de ser comprendidos profundamente. No se trata aquí sólo de prácticas momentáneas, sino de actitudes constantes, que imprimen a nuestra conversión a Dios una forma permanente» (14-III-1979; +21-III-1979).

El ayuno es restricción del consumo del mundo, es privación del mal, y también privación del bien, en honor de Dios. Hay que ayunar de comida, de gastos, de viajes, de vestidos, lecturas, noticias, relaciones, espectáculos, actividad sexual (1 Cor 7,5), de todo lo que es ávido consumo del mundo visible, moderando, reduciendo, simplificando, seleccionando bien. La vida cristiana es, en el más estricto sentido de la palabra, una vida elegante, es decir, que elige siempre y en todo; lo contrario, justamente, de una vida masificada y automática, en la que las necesidades, muchas veces falsas, y las pautas conductuales, muchas veces malas, son impuestas por el ambiente. Es únicamente en esta vida elegante del ayuno donde puede desarrollarse en plenitud la pobreza evangélica.

La oración hace que el hombre, liberado por el ayuno de una inmersión excesiva en el mundo, se vuelva a Dios, le mire y contemple, le escuche y le hable, lea sus palabras y las medite, se una con él sacramentalmente. Pero sin ayuno no es posible la oración; es el ayuno del mundo lo que hace posible el vuelo de la oración. Y sin oración, sin amistad con el Invisible, no es psicológica ni moralmente posible reducir el consumo de lo visible. Es la oración la que posibilita el ayuno y lo hace fácil.

La limosna, finalmente, hace que el cristiano se vuelva al prójimo, le conozca, le ame, le escuche, y le preste ayuda, consejo, presencia, dinero, casa, compañía, afecto. Pero difícilmente está el hombre disponible para el prójimo si no está libre del mundo y encendido en Dios. El cristiano sin oración, cebado en el consumo de criaturas, no está libre ni para Dios por el ayuno, ni para los hombres por la limosna. Está preso, está perdido, está muerto.

Ya se ve, según esto, cómo oración, ayuno y limosna se posibilitan y exigen mutuamente, forman un triángulo perfecto, que abarca la vida del cristiano en todas sus dimensiones. Estos son los tres consejos evangélicos más adecuados para fomentar la vida de perfección en los laicos consagrados sólamente por el bautismo.

Por la triada penitencial se produce la conversión perfecta del hombre a Dios y la completa expiación por los pecados. San Pedro Crisólogo decía: «Tres son, hermanos, tres las cosas por las cuales dura la fe, subsiste la devoción, permanece la virtud: oración, ayuno y misericordia. Oración, misericordia y ayuno son tres en uno, y se dan vida mutuamente» (ML 52,320). Con razones profundas explica Santo Tomás la conversión del pecador a Dios por esta triple vía: «La satisfacción por el pecado debe ser tal que por ella nos privemos de algo en honor de Dios. Ahora bien, nosotros no tenemos sino tres clases de bienes: bienes de alma, bienes de cuerpo, y bienes de fortuna o exteriores. Nos privamos de los bienes de fortuna por la limosna; de los bienes del cuerpo por el ayuno; en cuanto a los bienes del alma no conviene que nos privemos de ellos ni en cuanto a su esencia, ni disminuyéndolos en cantidad, ya que por ellos nos hacemos gratos a Dios; lo que debemos hacer es entregarlos totalmente a Dios, y esto se hace por la oración» (STh Sppl 15,3).

La penitencia hoy

En una alocución notable, Pablo VI, comentando la ley renovada de la penitencia, decía: «No podremos menos de confesar que esa ley [de la penitencia] no nos encuentra bien dispuestos ni simpatizantes, ya sea porque la penitencia es por naturaleza molesta, pues constituye un castigo, algo que nos hace inclinar la cabeza, nuestro ánimo, y aflige nuestras fuerzas, ya sea porque en general falta la persuasión [de su necesidad]. ¿Por qué razón hemos de entristecer nuestra vida cuando ya está llena de desventuras y dificultades? ¿Por qué, pues, hemos de imponernos algún sufrimiento voluntario añadiéndolo a los muchos ya existentes?... Acaso inconscientemente vive uno tan inmerso en un naturalismo, en una simpatía con la vida material, que hacer penitencia resulta incomprensible, además de molesto» (28-II-1968. El diagnóstico es muy grave, porque sin la penitencia queda distorsionada gravemente toda la espiritualidad cristiana, hasta quedar irreconocible. ¿No estará aquí la enfermedad más grave del cristianismo actual?

López Ibor, analizando El dolor en el mundo moderno, en su obra El descubrimiento de la intimidad, afirma que «la apetencia del hombre moderno es la de ser dichoso, buscando la dicha en la evitación del dolor y no en la profundización de su existencia» (Madrid, Aguilar 1958,260). Y en la misma línea, Buytendijk (22) observa que «el hombre moderno se irrita contra muchas cosas que antes admitía serenamente. Se indigna contra la vejez, contra la enfermedad larga, contra la muerte, pero desde luego contra el dolor. El dolor no debe existir... Se ha originado una algofobia que en su desmesura se ha convertido incluso en una plaga y tiene por consecuencia una pusilanimidad que acaba por imprimir su sello a toda la vida».

Por lo que se refiere a nuestra sagrada tríada, bien sabemos hasta qué punto la sociedad actual dificulta el ayuno, estimulando sin cesar al hombre a un consumo de criaturas cada vez más avido y cuantioso; cómo dificulta la oración, alejando de Dios el mundo secular, captando la atención del hombre de mil maneras, distrayéndole de Dios, y haciéndole gastarse en un activismo vacío; y cómo dificulta la limosna, al haber cegado sus fuentes, que son la oración y el ayuno.

Pues bien, «si alguno tiene oídos, que oiga» (Mc 4,23). Esta es la palabra de Jesús: «Entrad por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y amplio el camino que llevan a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué angosta es la puerta y que estrecho el camino que llevan a la vida! Y qué pocos dan con ellos» (Mt 7,13-14).

No ha cambiado el Señor de idea. La liberación de los cristianos quiere hacerla hoy Jesucristo, como siempre, por el camino de la penitencia, en oración, ayuno y caridad. No hay otro camino para salir de Egipto, atravesar el Desierto, y llegar a la Tierra Prometida. No hay otra salida para los cristianos empantanados en el mundo. Es la de siempre: «Si no hiciéreis penitencia, todos igualmente moriréis» (Lc 13,3. 5).

3. El Demonio

AA.VV., Satan, Etudes carmélitaines, Desclée de B. 1948; AA.VV., Démon, DSp III (1957) 141-238; AA.VV., arts. sobre El Diablo y la espiritualidad, «Rev. de Espiritualidad» 44 (1985) 185-336; C. Balducci, La posesión diabólica, Barcelona, Mtz. Roca 1976; A. Cini Tassinario, II Diavolo secondo l’insegnamento recente della Chiesa, Roma, Diss. Pont. Ateneo Antonianum 1984; W. Foerster, daimon, KITTEL II,1-21/II,741-792; M. García Cordero, El ministerio de los ángeles en los escritos del N. T., «Ciencia Tomista» 118 (1991) 3-40; Los espíritus maléficos en los escritos del N. T., ib. 119 (1992) 209-249; H. Haag, El diablo, su existencia como problema, Barcelona, Herder 1978; W. Kaspers-K. Lehmann, Diavolo-Demoni-Possessione, Brescia, Queriniana 1983; J. V. Rodríguez, La imagen del diablo en la vida y escritos de S. Juan de la Cruz, «Rev. Espiritualidad» 44 (1985) 301-336; J. A. Sayés, El demonio ¿realidad o mito?, Madrid, San Pablo 1997; C. Spicq, El diablo en la revelación del NT, «Communio» 1 (1979) 30-38; C. Vagaggini, Teología de la liturgia, BAC 181 (1965) 342-423.

Véase también estudio encargado por S. C. Doctrina de la Fe, Fe y demonología, «L’Osservatore Romano» 29-VI-1975 = «Ecclesia» 35 (1975) 1057-1065; Pablo VI, 29-VI y 15-XI-1972;23-II-1977; Juan Pablo II, 13 y 20-VIII-1986: DP 1986, 166, 170.

Catecismo enseña la fe en los ángeles (328-336) y en los demonios (391-395), y ve en el Maligno el enemigo principal de la vida cristiana (2850-2854).

El origen del mal

¿Cómo es posible el mal en la creación de Dios, tan buena y armoniosa? Aquí y allá, con desconcertante frecuencia, dice Pablo VI, «encontramos el pecado, que es perversión de la libertad humana, y causa profunda de la muerte, y que es además ocasión y efecto de una intervención en nosotros y en el mundo de un agente oscuro y enemigo, el demonio. El mal no es sólamente una deficiencia, es una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y perversor. Terrible realidad. Misterio y pavorosa... Y se trata no de un solo demonio, sino de muchos, como diversos pasajes evangélicos nos lo indican: todo un mundo misterioso, revuelto por un drama desgraciadísimo, del que conocemos muy poco» (15-XI-1972).

Sin embargo, aunque no sabemos muchos, debemos hablar del demonio según lo que nos ha sido revelado, debemos denunciar sin temor a nada su existencia y su acción. Como decía San Juan Crisóstomo, «no es para mí ningún placer hablaros del demonio, pero la doctrina que este tema me sugiere será para vosotros muy útil» (MG 49,258).

El Diablo en el Antiguo Testamento

Aunque en forma imprecisa todavía, los libros antiguos de la Biblia conocen al Demonio y disciernen su acción maligna. Es la Serpiente que engaña y seduce a Adán y Eva (Gén 3). Es Satán (en hebreo, adversario, acusador) el ser viviente enemigo del hombre, que tienta a Job (1,6-2,7) y acusa al sumo sacerdote Josué (Zac 3). Es el espíritu maligno que se alzó contra Israel y su rey David, inspirando proyectos malos (1 Crón 21,1). Es «el espíritu de mentira» que levanta falsos profetas (1 Re 22,21-23).

El Demonio es el gran ángel caído que, no pudiendo nada contra Dios, embiste contra la creación visible, contra su jefe, el hombre, buscando que toda criatura se rebele contra el Señor del cielo y de la tierra. La historia humana es el eco de aquella inmensa «batalla en el cielo», cuando Miguel con sus ángeles venció al Demonio y a los suyos (Ap 12,7-9). Y por eso hay en la historia humana una sombra continua pavorosa, pues por esta «envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sab 2,24).

El Diablo en el Nuevo Testamento

La lucha entre Cristo y Satanás es tema central del Evangelio y de las cartas apostólicas. El Nuevo Testamento da sobre el Demonio una revelación mucho más clara y cierta que la que había en el Antiguo. El evangelio relata la vida pública del Salvador comenzando por su encontronazo con el Diablo: «fue llevado Jesús por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1-11). Así se inicia y manifiesta su misión pública entre los hombres.

De un lado está Satanás, príncipe de un reino tenebroso, formado por muchos ángeles malos (Mt 24,41; Lc 11,18) y hombres pecadores (Ef 2,2). El Diablo (diabolos, el destructor, engañador, calumniador), el Demonio (daimon, potencia sobrehumana, espíritu maligno), tiene un poder inmenso: «el mundo entero está puesto bajo el Maligno» (1 Jn 5,19; +Ap 13,1-8). El «Príncipe de los demonios» (Mt 9,34), «Príncipe de este mundo» (Jn 12,31; 14, 30; 16,11), más aún, «dios de este mundo» (2 Cor 4,4; +Ef 2,2), forma un reino opuesto al reino de Dios (Mt 12,26; Hch 26,18), y súbditos suyos son los pecadores: «Quien comete pecado ése es del Diablo» (1 Jn 3,8; +Rm 6,16; 2 Pe 2,19).

Así pues, con el orgullo de este poder, Satanás le muestra con arrogancia a Jesús «todos los reinos y la gloria de ellos», y le tienta sin rodeos: «Todo esto te daré si postrándote me adoras». Satanás, en efecto, puede «dar el mundo» a quien -por pecado, mentira, riqueza- le adore: lo vemos cada día. Tres asaltos hace contra Jesús, y en los tres intenta «convertir a Jesús al mesianismo temporal y político del judaísmo contemporáneo, compartido en gran parte por los Apóstoles hasta la iluminación interior de Pentecostés» (Spicq 31). Satán tienta realmente a Jesús (Heb 2,18; 4,15), ofreciéndole una liberación de la humanidad «sin efusión de sangre» (9,22). La misma tentación habrían de sufrir después, a través de los siglos, sus discípulos: «He aquí por qué Jesús tuvo que revelar por sí mismo a sus Apóstoles este primer ataque del Diablo, que no es una ficción didáctica, sino una realidad histórica» (Spicq 31).

Del otro lado está Jesús, dándonos en el austero marco del desierto la muestra primera de su poder formidable. Ahí, desde el principio de la vida pública, se ve que «el Hijo de Dios se manifestó para destruir las obras del Diablo» (1 Jn 3,8), y se hace patente que el Príncipe de este mundo no tiene ningún poder sobre él (Jn 14,30), porque en él no hay pecado (8,46; Heb 4,15). Este primer enfrentamiento termina cuando Jesús le impera «Apártate, Satanás». Lo echa fuera como a un perro.

Lucha entre los cristianos y Satanás. -«El Diablo, desde esta primera aparición en el ministerio de Jesús, es considerado como el tentador por excelencia, exactamente como lo había sido en figura de serpiente, engañando a Eva con su astucia (Gén 3,1s; +2 Cor 11,3; 1 Tim 2,14), y como seguirá haciéndolo con los discípulos del Salvador (1 Cor 7,5; Ap 2,10). Siempre se esforzará por «descarriar» a los fieles, en sustraerlos del Señorío de Cristo para arrastrarlos consigo (1 Tim 5,15). Su arma siempre es la misma, la que ha empleado respecto a Jesús: la astucia (2 Cor 2,11). Es un mentiroso (Jn 8,44; +Ap 2,9;3,9), que adquiere las mejores apariencias para seducir a sus víctimas. Lobo con piel de oveja (Mt 7,15), este ángel de las tinieblas va incluso a disimularse como ángel de luz (2 Cor 11,14). He aquí por qué su actividad es constantemente señalada como engañosa y de extravío para las naciones o la tierra entera (Ap 12,9; 20,3. 8. 10). Por estas razones, se opone tan radicalmente como la noche al día (2 Cor 6,14-15; Jn 8,44) a Cristo, que es la Verdad (Jn 14,6; 18,37; 2 Cor 11,10) y la Luz (Mt 4,16; Jn 1,4.9; 8,12; 9,5; 12,46)» (Spicq 32).

En este sentido, la victoria cristiana sobre el Demonio es una victoria de la verdad sobre el error y la mentira. La redención cristiana es siempre una «santificación en la verdad» (Jn 17,17). Por eso Juan Pablo II, comentando las palabras de Jesús sobre la acción engañadora del Demonio (+Gén 3,4; Jn 8,31-47), dice: «Los que eran esclavos del pecado, porque se encontraban bajo el influjo del padre de la mentira, son liberados mediante la participación de la Verdad, que es Cristo, y en la libertad del Hijo de Dios ellos mismos alcanzan «la libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21)» (3-VIII-1988). Por eso para los demonios, que ostentan «el poder de las tinieblas» (Lc 22,53), nada hay tan temible con la acción iluminadora de los que evangelizan, nada temen tanto como «la espada de la Palabra de Dios» (Ef 6,17).

En efecto, ante el embate del poder apostólico de la verdad, los demonios, sostenidos en la mentira del mundo, caen vergonzosamente de sus tronos. Por eso los setenta y dos discípulos vuelven alegres de su misión: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre. El les dijo: Yo estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc 10,17-18). «Con estas palabras -comenta Juan Pablo II- el Señor afirma que el anuncio del reino de Dios es siempre una victoria sobre el diablo, pero al mismo tiempo revela también que la edificación del reino está continuamente expuesta a las insidias del espíritu del mal» (13-VIII-1986). Si el reino de Cristo avanza, el de Satanás retrocede. El es «el enemigo» que siembra la cizaña (Mt 13,25), el pájaro maléfico que arrebata lo sembrado por Dios en el corazón del hombre (Mc 4,15). Pero los apóstoles reciben de Cristo grandes poderes contra él (Lc 10,19). Por eso Satanás combate especialmente a los apóstoles de Jesús (Lc 22,31-32). Logra a veces «entrar» en un apóstol, lo que para él es gran victoria (22,3; Jn 13,2. 27; +6,70-71). Pero el Colegio apostólico, como tal, es una roca, sobre la cual se fundamenta la Iglesia, que resistirá hasta el fin los ataques del infierno (Mt 16,18).

Los influjos diabólicos. -Del Demonio viene el pecado, y por éste trae sobre los hombres la enfermedad, que no siempre es influjo diabólico (Jn 9,2-3), pero a veces sí (Lc 13,16; +2 Cor 12,7); y también por el pecado, consigue el Demonio que «entre la muerte en el mundo» (Sab 2,24). Por eso Cristo acepta la cruz, «para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al Diablo» (Heb 2,14; +Jn 8,44). Tan grande es el poder del Maligno entre los hombres que llega a veces a la posesión corporal de algunos de ellos.

Hoy se admite generalmente que los relatos de expulsión de demonios pertenecen al fondo más antiguo de la tradición sinóptica (Mc 1,25; 5,8; 7,29; 9,25). «Jesús tiene conciencia de haber sido enviado a destruir el poder del demonio y de sus ángeles, ya que en él está presente el Reino de Dios en la humanidad (Mt 12,28). La curación de endemoniados es por tanto un aspecto esencial de los relatos evangélicos y de los Hechos; significativamente, los demonios vienen echados con el poder de Dios y no [como en la magia] con un conjuro dirigido a un espíritu, ni con el recurso a medios materiales» (Foerster 19/788). El mismo Cristo entiende su poder de echar los demonios como señal clara de que ha llegado el reino de Dios (Mt 12,28).

Victoria de Cristo sobre el Demonio.-Tras el combate en el desierto, «agotada toda tentación, el Diablo se retiró de él temporalmente» (Lc 4,13). Por un tiempo. Al final del ministerio de Cristo en la tierra, vuelve a atacar con todas sus abominables fuerzas. En la Cena, «Satanás entró en Judas» (22,3; Jn 13,27). El Señor es consciente de su acción: «Viene el Príncipe de este mundo, que en mí no tiene poder» (14,30). En Getsemaní dice: «Esta es vuestra hora, cuando mandan las tinieblas» (Lc 22,53). La victoria de la cruz está próxima: «Ahora es el juicio del mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,31-32; +16,11).

Victoria de la Iglesia sobre el Demonio. -Aunque vencido en la Cruz, sigue Satanás hostilizando a los discípulos de Cristo, especialmente a los apóstoles, cuya misión trata de impedir y paralizar («pretendimos ir... pero Satanás nos lo impidió», 1 Tes 2,18; +Hch 5,3; 2 Cor 12,7). Todos los cristianos deben estar alertas, «para no ser víctimas de los ardides de Satanás, pues no ignoramos sus propósitos» (2 Cor 2,11). Ciertamente, la Iglesia en esta lucha lleva las de ganar: «El Dios de la paz aplastará pronto a Satanás bajo vuestros pies» (Rm 16,20). «El Príncipe de este mundo ya está condenado» (Jn 16,11). Está en las últimas.

El Apocalipsis contempla la historia de la Iglesia como una inmensa batalla entre los que son de Cristo y los que son del Diablo. Éste combate frenéticamente y «con gran furor, por cuanto sabe que le queda poco tiempo» (1,12). Lo sabe, y dirige ahora su acción rabiosa «contra los que guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (12,17). A veces lucha atacando él personalmente (12,3), pero normalmente ataca sirviéndose de personas, instituciones e imperios que están bajo su influjo (12,9; 13,1-8 14,9; 17,1; 19,19). En efecto, es el Dragón satánico quien da poder a la Bestia (13,2), que profiere blasfemias y palabras insolentes, pues tiene fuerza efectiva para luchar contra los santos y vencerlos (13,3-7). Todos deben venerar la Bestia mundana, y todos deben recibir su marca en la frente y en la mano, en el pensamiento y la acción; quien le resista, no podrá «comprar ni vender» en el mundo (13,11-17). Muchos ceden a su poderío; pero otros no, y por ello «fueron degollados por el testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, y cuantos no habían adorado a la Bestia, ni a su imagen, y no habían recibido la marca sobre su frente y sobre su mano» (20,4).

Habrá poco antes del fin de la historia un milenio misterioso, en el cual Satanás será encadenado, y reinará Cristo con sus fieles (20,2-6; +Sto. Oficio 1944: Dz 3839). Pasado el milenio, de nuevo será soltado Satanás, aunque «por poco tiempo» (20,3.7-8). Y entonces se dará la batalla final, que también San Pablo conoce, anuncia y describe: «Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de la perdición, el Adversario, que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto... Entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la Manifestación de su Venida» (2 Tes 2,1-10).

Ahora es la definitiva victoria de Cristo y de la Iglesia. «Ahora llega la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo, porque fue precipitado el Acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios de día y de noche. Pero ellos le han vencido por la sangre del Cordero, y por la palabra de su testimonio, y menospreciaron su vida hasta morir. Por eso, alegráos, cielos y todos los que moráis en ellos» (Ap 12,10-12).

Errores

Antes de seguir adelante, convendrá que señalemos algunos errores sobre el Demonio que alteran profundamente el mensaje evangélico. Como dice Juan Pablo II, es preciso en este punto «aclarar la recta fe de la Iglesia frente a aquellos que la alteran exagerando la importancia del diablo o de quienes niegan o minimizan su poder maligno» (13-VIII-1986).

((Algunos niegan la existencia de Satanás y de los demonios, que en la Escritura serían sólamente personificaciones míticas del mal y del pecado que oprimen a la humanidad. Sería incluso preciso reconocer que «en la fe en el diablo nos enfrentamos con algo profundamente pagano y anticristiano» (Haag 423).

Pablo VI en cambio cree que «se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer la existencia [del Demonio]; o bien la explica como una pseudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias» (15-XI-1972; +Spicq 38).

Algunos piensan que Cristo, sobre los demonios, dependería de la creencia de sus contemporáneos, al menos en los modos de hablar.

«Sostener hoy que lo dicho por Jesús sobre Satanás expresa sólamente una doctrina tomada del ambiente y que no tiene importancia para la fe universal, aparece en seguida como una información deficiente sobre la época y la personalidad del Maestro» (Fe y demonología 1058). «El que bajó del cielo» (Jn 6,38), Jesús, pensó, habló y actuó siempre con una gran libertad respecto a los condicionamientos del mundo.

Por otra parte, en tiempos de Jesús unos judíos creían en la existencia de los demonios y otros no (Hch 23,8). Por eso cuando acusaron a Jesús de «expulsar los demonios» de los hombres «con el poder del demonio», si él no hubiera reconocido la existencia de los demonios, hubiera podido dar una respuesta muy simple y eficaz: «Los demonios no existen». Por el contrario, Jesús responde que si él y los suyos arrojan los demonios, eso es señal de que el poder del Reino de Dios ha entrado con él en el mundo (Mt 10,22-30; Mc 3,22-30; Lc 10,17-19).

Algunos, de ciertas representaciones del Diablo que estiman ingenuas o ridículas, deducen que la fe en Satanás corresponde a un estadio religioso primitivo o infantil. No sería serio continuar creyendo en el Demonio.

Es cierto que a veces tales representaciones han sido lúgubres y falsas, pero hay que afirmar en general que los artistas no hicieron sino plasmar en piedra o lienzo aquellas figuras del Diablo -serpiente, dragón o bestia- que venían dadas en los mismos textos sagrados, inspirados por Dios, y que no confundían el signo con la realidad significada. Tenían los antiguos facilidad para captar el lenguaje de los símbolos. No eran en esto tan analfabetos como el hombre moderno (+Spicq 38).

Otros piensan que son tan horribles «las consecuencias de la fe en el diablo» -posesiones, brujería, satanismo, prácticas mágicas, sacrilegios-, que bastan para descalificar tal fe (Haag 323-425).

Las aberraciones aludidas han sido combatidas siempre en Israel y en la Iglesia (Ex 22,17; Lev 19,26-31; 20,27; Dt 18,10-12; ML 89,810-818; Toledo I 400, Braga I 561, Pío IV 1564: Dz 205, 459, 1859, etc.). No son, pues, «consecuencias de la fe», sino de la superstición y de la ignorancia. Por otra parte, negar el Demonio lleva a consecuencias iguales o peores.

Por último, otros hay que, sin entrar en discusión sobre la existencia del Demonio, sea de ello lo que fuere, opinan que no conviene hablar hoy de Satanás, que no vale para nada, y que sólo crea dificultades innecesarias para la fe.

Ciertamente, la predicación debe ser prudente y sobria en la presentación del misterio pavoroso del Maligno. Pero en la Biblia y la tradición es evidente que «Satanás no es una pieza adicional o secundaria que pudiese ser eliminada sin perjuicio de la Revelación. Es el elemento esencial del misterio del mal. Es, primero y ante todo, el Adversario por excelencia. Afiliarse a Jesucristo implica el renunciar a Satanás» (Spicq 38).))

Tradición y Magisterio

Los Padres de la Iglesia enseñaron un amplia doctrina demonológica, y apenas hallaríamos uno que no dé doctrina sobre el combate cristiano contra el Demonio. Sólo haremos aquí una breve alusión a la espiritualidad monástica antigua (G. M. Colombás, El monacato primitivo II, BAC 376, 1975, 228-278). Los monjes salían al desierto no sólo para librarse del mundo, y atenuar así las debilidades de la carne, sino para combatir al Demonio en su propio campo, como lo hizo Cristo (Mt 4,1; Lc 11,24).

Evagrio Póntico y Casiano son, quizá, los autores más importantes en la demonología monástica. Los demonios son ángeles caídos, que atacan a los hombres en sus niveles más vulnerables -cuerpo, sentidos, fantasía-, pero que nada pueden sobre el hombre si éste no les da el consentimiento de su voluntad. Para su asedio se sirven sobre todo de los logismoi -pensamientos, pasiones, impulsos desordenados y persistentes-, que pueden reducirse a ocho: gula, fornicación, avaricia, tristeza, cólera, acedía, vanagloria y orgullo. Pero no pueden ir en sus ataques más allá de lo que Dios permita (Evagrio: MG 79,1145-1164; SChr 171,506-577; Casiano, Institutiones 5-11; Collationes 5).

El Demonio sabe tentar con mucha sutileza, como se vio en el jardín del Edén, presentando el lado aparentemente bueno de lo malo, o incluso citando textos bíblicos, como hizo en el desierto contra Cristo. El cristiano debe resistir con «la armadura de Dios» que describe el Apóstol (Ef 6,11-18), y muy especialmente con la Palabra divina, la oración y el ayuno, que fueron las armas con que Cristo resistió y venció en las tentaciones del desierto. Pero debe resistir sobre todo apoyándose en Jesucristo y sus legiones de ángeles (Mt 26,53). Como dice San Jerónimo, «Jesús mismo, nuestro jefe, tiene una espada, y avanza siempre delante de nosotros, y vence a los adversarios. El es nuestro jefe: luchando él, vencemos nosotros» (CCL 78,63).

El Magisterio de la Iglesia afirma que Dios es creador de todos los seres «visibles e invisibles» (Nicea I 325, Romano 382: Dz 125, 180). Los demonios, por tanto, son criaturas de Dios, y en modo alguno es admisible un dualismo que ve en Dios el principio del bien y en el Diablo «el principio y la sustancia del mal» (Braga I 561: Dz 457). El concilio IV de Letrán afirma solemnemente que Dios es el único principio de cuanto existe: «El diablo y los demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza; mas ellos por sí mismos se hicieron malos» (800; +Florent. 1442, Pío IV 1564, Vat.I 1870: Dz 1333, 1862, 3002).

El Catecismo de la Iglesia enseña que, cuando en el Padre nuestro pedimos la liberación del mal, «el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El "diablo" [diabolos] es aquel que "se atraviesa" en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo» (2851).

Por otra parte, siempre la Iglesia entendió la redención de Cristo como una liberación del poder del Demonio, del pecado y de la muerte, como lo afirma en innumerables concilios y documentos (Dz: 291, 1347, 1349, 1521, 1541, 1668). El concilio Vaticano II, siguiendo esta tradición, enseña que «a través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (GS 37b). Por eso es necesario revestirse de «la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del diablo» (LG 48d; +35a; GS 13ab; SC 6; AG 3a). Con todo fundamento, pues, afirmaba Pablo VI, como vimos, que quien niega la existencia y acción del Demonio «se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica» (15-XI-1972; +Juan Pablo II, 13-VIII-1986).

La liturgia de la Iglesia incluye la «renuncia a Satanás» en el Bautismo de los niños (150), y dispone exorcismos en el Ritual para la iniciación cristiana de los adultos (101, 109-118, 373). Esa renuncia a Satanás la renueva cada año el pueblo cristiano en la Vigilia Pascual.

En los Himnos litúrgicos de las Horas, ya desde antiguo, son frecuentes las alusiones a la vida cristiana como lucha contra el Demonio. Estas alusiones son más frecuentes en Completas: «Tu nos ab hoste libera», «insidiantes reprime»; «visita, Señor, esta habitación, aleja de ella las insidias del enemigo» (or. domingo). Precisamente en las lecturas breves de esta Hora (martes y miércoles) la Iglesia nos recuerda que es necesario resistir al Diablo, que nos ronda como león rugiente (1 Pe 5,8-9), y no caer en el pecado, para no darle lugar (Ef 4,26-27).

Las tentaciones diabólicas

El Demonio es el Tentador que inclina a los hombres al pecado. «El oficio propio del Diablo es tentar» (STh I,114,2). Cierto que también somos tentados por el mundo y la carne, pues «cada uno es tentado por sus propios deseos, que le atraen y seducen» (Sant 1,14; +Mt 15,18-20); de modo que no todas las tentaciones proceden del Demonio (STh I,114,3). Pero al ser él el principal enemigo del hombre, y el que se sirve del mundo y de la carne, bien puede decirse que «no es nuestra lucha contra la carne y ]a sangre, sino contra los espíritus malos» (Ef 6,12).

Hay señales del influjo diabólico, aunque oscuras. Ya dice San Juan de la Cruz que de los tres enemigos del hombre «el demonio es el más oscuro de entender» (Cautelas 2). Cuando hablamos del padre de la mentira, observa Pablo VI, «nuestra doctrina se hace incierta, por estar como oscurecida por las tinieblas mismas que rodean al Demonio» (15-XI-1972). Conocemos, sin embargo, suficientemente sus siniestras estrategias, que siempre operan por la vía de la falsedad: convicciones, por ejemplo, absurdas («me voy a condenar»), ideas falsas persistentes, que no parecen tener su origen en temperamento, educación o ideas personales...

Santa Teresa, describiendo una tentación contra la humildad, nos señala los elementos típicos de la tentación diabólica: Esta era «una humildad falsa que el demonio inventaba para desasosegarme y probar si puede traer el alma a desesperación. Se ve claro [que es cosa diabólica] en la inquietud y desasosiego con que comienza y el alboroto que da en el alma todo el tiempo que dura, y la oscuridad y aflicción que en ella pone, la sequedad y mala disposición para la oración o para cualquier cosa buena. Parece que ahoga el alma y ata el cuerpo para que de nada aproveche» (Vida 30,9).

Inquietud, desasosiego, oscuridad, alboroto interior, sequedad... pero sobre todo falsedad. El Demonio «cuando habla la mentira, habla de lo suyo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44). Todo en él es engaño, mentira, falsedad; por eso en la vida espiritual -¿qué va a hacer, si no?- intenta falsear y falsificar todo. San Juan de la Cruz dice que, si se trata de humildad, el Demonio pone en el ánimo «una falsa humildad y una afición fervorosa de la voluntad fundada en amor propio»; si de lágrimas, también él «sabe muy bien algunas veces hacer derramar lágrimas sobre los sentimientos que él pone, para ir poniendo en el alma las afecciones que él quiere» (2 Subida 29,11). Si se trata de visiones, las que suscita el Demonio «hacen sequedad de espíritu acerca del trato con Dios, y dan inclinación a estimarse y a admitir y tener en algo las dichas visiones; y no duran, antes se caen en seguida del alma, salvo si el alma las estima mucho, que entonces la propia estimación hace que se acuerde de ellas naturalmente» (24,7).

Es importante en la vida espiritual iluminar en Cristo los fondos oscuros donde actúan las tentaciones del Maligno. Decía Santa Teresa: «Tengo yo tanta experiencia de que es cosa del demonio que, como ya ve que le entiendo, no me atormenta tantas veces como solía» (Vida 30,9).

Nada puede el Demonio sobre el hombre si éste no le cede sus potencias espirituales. «El demonio -enseña San Juan de la Cruz- no puede nada en el alma si no es mediante las operaciones de las potencias de ella, principalmente por medio de las noticias [que ocupan la memoria], porque de ellas dependen casi todas las demás operaciones de las demás potencias; de donde, si la memoria se aniquila de ellas, el demonio no puede nada, porque nada halla de donde asir, y sin nada, nada puede» (3 Subida 4,1). Dios puede obrar en la substancia del alma inmediatamente o también mediatamente, con ideas, sentimientos, palabras interiores. Pero el Demonio sólo mediatamente puede actuar sobre el hombre, induciendo en él sentimientos, imágenes, dudas, convicciones falsas, iluminaciones engañosas. Sin la complicidad de las potencias espirituales del hombre, el alma misma permanece para él inaccesible.

Sentidos, imaginación. Hasta en personas de gran virtud «se aprovecha el demonio de los apetitos sensitivos (aunque con éstos, en este estado, las más de las veces puede muy poco o nada, por estar ya ellos amortiguados), y cuando con esto no puede, representa a la imaginación muchas variedades, y a veces levanta en la parte sensitiva muchos movimientos, y otras molestias que causa, así espirituales como sensitivas; de las cuales no está en mano del alma poderse librar hasta que «el Señor envía su ángel y los libra»» (Cántico 16,2).

Memoria, fantasía. La acción del Diablo «puede representar en la memoria y fantasía muchas noticias y formas falsas que parezcan verdaderas y buenas, porque, como se transfigura en ángel de luz (2 Cor 11,14), le parece al alma luz. Y también en las verdaderas, las que son de parte de Dios, puede tentarla de muchas maneras» para que caiga «en gula espiritual y otros daños. Y para hacer esto mejor, suele él sugerir y poner gusto y sabor en el sentido acerca de las mismas cosas de Dios, para que el alma, encandilada en aquel sabor, se vaya cegando con aquel gusto y poniendo los ojos más en el sabor que en el amor» (3 Subida 10,1-2).

Entendimiento. El padre de la mentira halla su mayor ganancia cuando pervierte la mente del hombre, pero si no lo consigue con falsas doctrinas -que es su medio ordinario-, puede intentarlo echando mano de locuciones y visiones espirituales o imaginarias. El Demonio a estas personas «siempre procura moverles la voluntad a que estimen aquellas comunicaciones interiores, y que hagan mucho caso de ellas, para que se den a ellas y ocupen el alma en lo que no es virtud, sino ocasión de perder la que hubiese» (2 Subida 29,11). Estima Santa Teresa que en las visiones imaginarias es «donde más ilusiones puede hacer el demonio» (Vida 28,4; +6 Moradas 9,1).

El Demonio tienta a los buenos. A los pecadores les tienta por mundo y carne, y con eso le basta para perderlos. Pero se ve obligado a hostilizar directamente, a cara descubierta, a los santos, que ya están muy libres de mundo y carne. Por eso en las vidas de los santos hallamos normalmente directas agresiones diabólicas. Esto se supo ya desde antiguo; lo vemos, por ejemplo, en la Vida de San Antonio: los demonios «cuando ven que los cristianos, y especialmente los monjes, se esfuerzan y progresan, en seguida los atacan y tientan, poniéndoles obstáculos en el camino; y esos obstáculos son los malos pensamientos (logismoi)» (MG 26,876-877).

San Juan de la Cruz da la causa: «Conociendo el demonio esta prosperidad del alma -él, por su gran malicia, envidia todo el bien que en ella ve-, en este tiempo usa de toda su habilidad y ejercita todas sus artes para poder turbar en el alma siquiera una mínima parte de este bien; porque más aprecia él impedir a esta alma un quilate de esta su riqueza que hacer caer a otras muchas en muchos y graves pecados, porque las otras tienen poco o nada que perder, y ésta mucho» (Cántico 16,2).

Santa Teresa confesaba: «Son tantas las veces que estos malditos me atormentan y tan poco el miedo que les tengo, al ver que no se pueden menear si el Señor no les da licencia, que me cansaría si las dijese» (Vida 31,9). Por otra parte, en estas almas tan unidas a Dios, «no puede entrar el demonio ni hacer ningún daño» (5 Morada 5,1). Por eso muchos santos mueren en paz, sin perturbaciones del Diablo (Fundaciones 16,5). Lo mismo atestigua San Juan de la Cruz: la purificación espiritual adelantada «ahuyenta al demonio, que tiene poder en el alma por el asimiento [de ella] a las cosas corporales y temporales» (1 Subida 2,2). «Al alma que está unida con Dios, el demonio la teme como al mismo Dios» (Dichos 125). En ella «el demonio está ya vencido y apartado muy lejos» (Cántico 40, 1).

Se da, pues, la paradoja de que el Demonio ataca sobre todo a los santos, a los que teme mucho, y en quienes nada puede. Cuando al Santo Cura de Ars le preguntaban si temía al Demonio, que durante tantos años le había asediado terriblemente, contestaba: «¡Oh no! Ya somos casi camaradas» (R. Fourrey, Le Curé d’ Ars authentique, París, Fayard 1964, 204).

El Demonio tienta a lo que parece bueno. «Entre las muchas astucias que el demonio usa para engañar a los espirituales -dice San Juan de la Cruz-, la más ordinaria es engañarlos bajo especie de bien, y no bajo especie de mal; porque sabe que el mal conocido apenas lo tomarán» (Cautelas 10). «Por lo cual, el alma buena siempre en lo bueno se ha de recelar más, porque lo malo ello trae consigo el testimonio de sí» (3 Subida 37,1). A Santa Teresa, por ejemplo, el Demonio le tentaba piadosamente a que dejase tanta oración «por humildad» (Vida 8,5).

A la persona especialmente llamada por Dios a una vida retirada y contemplativa, el Demonio le tentará llamándola a una vida excelente, pero más exterior, por ejemplo, al servicio de los pobres. Y si el Señor destina a alguien a escribir libros espirituales, el Diablo le impulsará, con apremios difícilmente resistibles, a que se dedique a la predicación y a la atención espiritual de muchas personas, y a que de hecho deje de escribir. A estas personas el Padre de la Mentira no les tienta con algo malo, pues sabe que se lo rechazarán, sino que procura desviarles del plan exacto de Dios sobre ellas con algo bueno, es decir, con algo que, siendo realmente bueno -el servicio de los pobres, la predicación, la dirección espiritual-, no permitirá, sin embargo, la perfecta santificación de la persona y su plena colaboración con la obra de la Redención.

Obsesión y posesión

Las tentaciones del Diablo revisten a veces caracteres especiales que conviene conocer, siquiera sea a grandes rasgos.

En la obsesión el Demonio actúa sobre el hombre desde fuera -aquí la palabra obsesión tiene el sentido latino de asedio, no el vulgar de idea fija-. La obsesión diabólica es interna cuando afecta a las potencias espirituales, sobre todo a las inferiores: violentas inclinaciones malas, repugnancias insuperables, impresiones pasionales muy fuertes, angustias, etc.; todo lo cual, por supuesto, se distingue difícilmente de las tentaciones ordinarias, como no sea por su violencia y duración. La obsesión externa afecta a cualquiera de los sentidos externos, induciendo impresiones, a veces sumamente engañosas, en vista, oído, olfato, gusto, tacto. Aunque más espectacular, ésta no tiene tanta peligrosidad como la obsesión interna. Las obsesiones diabólicas, sobre todo las internas, pueden hacer mucho daño a los cristianos carnales; por eso Dios no suele permitir que quienes todavía lo son se vean atacados por ellas.

En la posesión el Demonio entra en la víctima y la mueve despóticamente desde dentro. Pero adviértase que aunque el Diablo haya invadido el cuerpo de un hombre, y obre en él como en propiedad suya, no puede influir en la persona como principio intrínseco de sus acciones y movimientos, sino por un dominio extrínseco y violento, que es ajeno a la sustancia del acto. La posesión diabólica afecta al cuerpo, pero el alma no es invadida, conserva la libertad y, si se mantiene unida a Dios, puede estar en gracia durante la misma posesión.

Sobre las posesiones diabólicas (Mc 5,2-9), Juan Pablo II dice: «No resulta siempre fácil discernir lo que hay de preternatural en estos casos, ni la Iglesia condesciende o secunda fácilmente la tendencia a atribuir muchos hechos e intervenciones directas al demonio; pero en línea de principio no se puede negar que, en su afán de dañar y conducir al mal, Satanás puede llegar a esta extrema manifestación de su superioridad» (13-VIII-1986).

Espiritualidad de la lucha contra el Demonio

El Demonio es peor enemigo que mundo y carne. Esto es algo que el cristiano debe saber. «Sus tentaciones y astucias -dice San Juan de la Cruz- son más fuertes y duras de vencer y más dificultosas de entender que las del mundo y carne, y también se fortalecen [sus hostilidades] con estos otros dos enemigos, mundo y carne, para hacer al alma fuerte guerra» (Cántico 3,9).

Un tratado de espiritualidad que, al describir la vida cristiana y su combate, ignore la lucha contra el Demonio, difícilmente puede considerarse un tratado de espiritualidad católica, pues se aleja excesivamente de la Biblia y de la tradición. Por lo demás, sería como un manual militar de guerra que omitiera hablar -o sólamente lo hiciera en una nota a pie de página- de la aviación enemiga, que es sin duda hoy el arma más peligrosa de una guerra.

La armadura de Dios es necesaria para vencer al Enemigo. En el cristianismo actual muchos ignoran u olvidan que la vida cristiana personal y comunitaria implica una fuerte lucha contra el Diablo y sus ángeles malos. A esto «hoy se le presta poca atención -observa Pablo VI-. Se teme volver a caer en viejas teorías maniqueas o en terribles divagaciones fantásticas y supersticiosas. Hoy prefieren algunos mostrarse valientes y libres de prejuicios, y tomar actitudes positivas» (15-XI-1972). Pero la decisión de eliminar ideológicamente un enemigo que sigue siendo obstinadamente real sólo consigue hacerlo más peligroso. Quienes así proceden olvidan que, como decía León Bloy, «el mal de este mundo es de origen angélico, y no puede expresarse en lengua humana» (La sangre del pobre, Madrid, ZYX 1967,87). Por esa vía se trivializa el mal del hombre y del mundo, y se trivializan los medios para vencerlos.

Es necesaria la armadura de Dios que describe San Pablo: «Confortáos en el Señor y en la fuerza de su poder; vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis resistir ante las asechanzas del diablo» (Ef 6,10-18)...

La espada de la Palabra y la perseverancia en la oración: son las mismas armas con las que Cristo venció al Demonio en el desierto. La Palabra divina es como espada que corta sin vacilaciones los nudos de los lazos engañosos del Maligno. «Orad para que no cedáis en la tentación» (Lc 22,40). Ciertos especie de demonios «no puede ser expulsada por ningún medio si no es por la oración» (Mc 9,29).

La coraza de la justicia: venciendo el pecado se vence al Demonio. «No pequéis, no deis entrada al diablo» (Ef 4,26-27). «Sometéos a Dios y resistid al diablo, y huirá de vosotros» (Sant 4,7). «¿Qué defensa, qué remedio oponer a la acción del demonio? -se preguntaba Pablo VI-. Podemos decir: Todo lo que nos defiende del pecado nos defiende por ello mismo del enemigo invisible» (15-XI-1972).

El escudo de la fe: dejando a un lado visiones y locuciones, aprendiendo a caminar en pura fe, pues el Demonio no tiene por dónde asir al cristiano si éste sabe vivir en «desnudez espiritual y pobreza de espíritu y vacío en fe» (2 Subida 24,9).

La fidelidad a la doctrina y disciplina de la Iglesia es necesaria para librarse del Demonio. Decía Santa Teresa: «Tengo por muy cierto que el demonio no engañará -no lo permitirá Dios- al alma que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe»; a esta alma «como tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar -aunque viese abiertos los cielos- un punto de lo que tiene la Iglesia» (Vida 25,12). El que da crédito a «quien enseña cosas diferentes y no se atiene a las palabras saludables, las de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es conforme a la piedad» (1 Tim 6,3), no sólo cae en el error -lo cual es grave-, sino que cae bajo el influjo del padre de la mentira -lo cual es más grave aún-.

Los sacramentales de la Iglesia, la cruz, el agua bendita, son ayudas preciosas. Como un niño que corre a refugiarse en su madre, así el cristiano asediado por el Diablo tiende, bajo la acción del Espíritu Santo, a buscar el auxilio de la Madre Iglesia. Y los sacramentales son auxilios «de carácter espiritual obtenidos por la intercesión de la Iglesia» (SC 60). Santa Teresa conoció bien la fuerza del agua bendita ante los demonios: «No hay cosa con que huyan más para no volver; de la cruz también huyen, mas vuelven. Debe ser grande la virtud del agua bendita; para mí es particular y muy conocida consolación que siente mi alma cuando la tomo». Y añade algo muy de ella: «Considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia» (Vida 31,4; +31,1-11).

No debemos temer al Demonio, pues el Señor nos mandó: «No se turbe vuestro corazón ni tengáis miedo» (Jn 14,27). Cristo venció al Demonio y lo sujetó. Ahora es como una fiera encadenada, que no puede dañar al cristiano si éste no se le entrega. El poder tentador de los demonios está completamente sujeto a la providencia del Señor, que los emplea para nuestro bien como castigos medicinales (1 Cor 5,5; 1 Tim 1,20) o como pruebas purificadoras (2 Cor 12,7-10).

Los cristianos somos en Cristo reyes, y participamos del Señorío de Jesucristo sobre toda criatura, también sobre los demonios. En este sentido escribía Santa Teresa: «Si este Señor es poderoso, como veo que lo es y sé que lo es y que son sus esclavos los demonios -y de esto no hay que dudar, pues es de fe-, siendo yo sierva de este Señor y Rey ¿qué mal me pueden ellos hacer a mí?, ¿por qué no he de tener yo fortaleza para combatir contra todo el infierno? Tomaba una cruz en la mano y parecía darme Dios ánimo, que yo me veía otra en un breve tiempo, que no temiera meterme con ellos a brazos, que me parecía que con aquella cruz fácilmente los venciera a todos. Y así dije: «Venid ahora todos, que siendo sierva del Señor quiero yo ver qué me podéis hacer»». Y en esta actitud desafiante, concluye: «No hay duda de que me parecía que me tenían miedo, porque yo quedé sosegada y tan sin temor de todos ellos que se me quitaron todos los miedos que solía tener hasta hoy; porque, aunque algunas veces les veía, no les he tenido más casi miedo, antes me parecía que ellos me lo tenían a mí. Me quedó un señorío contra ellos, bien dado por el Señor de todos, que no se me da más de ellos que de moscas. Me parecen tan cobardes que, en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza» (Vida 25,20-21).

Señales del Demonio

«¿Existen señales, y cuáles, de la presencia de la acción diabólica? -se pregunta Pablo VI-. Podremos suponer su acción siniestra allí donde la negación de Dios se hace radical, sutil y absurda; donde la mentira se afirma, hipócrita y poderosa, contra la verdad evidente; donde el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel; donde el nombre de Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde (1 Cor 16,22; 12,3); donde el espíritu del Evangelio es mistificado y desmentido; donde se afirma la desesperación como última palabra» (15-XI-1972)...

Si esto es así, es indudable que nuestro tiempo se dan claramente las señales de la acción del Diablo. Estas señales también en otras épocas se han dado, pero no quizá como en el presente. Los últimos Papas, al menos, no han dudado en atribuir el «lado oscuro» de nuestro siglo al influjo diabólico.

«Ya habita en este mundo el «hijo de la perdición» de quien habla el Apóstol (2 Tes 2,3)» (San Pío X, enc. Supremi apostolatus cathedra: AAS 36, 1903,131-132). «Por primera vez en la historia, asistimos a una lucha fríamente calculadora y arteramente preparada por el hombre «contra todo lo que es divino» (2 Tes 2,4)» (Pío XI, enc. Divini Redemptoris 19-III-1937, 22). «Este espíritu del mal pretende separar al hombre de Cristo, el verdadero, el único Salvador, para arrojarlo a la corriente del ateísmo y del materialismo» (Pío XII, Nous vous adressons 3-VI-1950). «Se diría que, a través de alguna grieta, ha entrado el humo de Satanás en el Templo de Dios... ¿Cómo ha ocurrido todo esto? Ha habido un poder, un poder perverso: el demonio» (Pablo VI 29-VI-1972).

4. La carne

U. Barrientos, Purificación y purgatorio, Madrid, Espiritualidad 1960; L. Cristiani, SJC, vida y doctrina, ib.1969; R. Daeschler, abnegation, DSp I (1937) 73-101; Eulogio de SJC, La transformación total del alma en Dios según SJC, Madrid, Espiritualidad 1963; F. García Llamera, La doctrina de SJC y la teología tomista de los dones del ES, Valencia 1965; G. Morel, Le sens de l’existence selon SJC, París, I-III, 1960-1961; F. Ruiz Salvador, Introducción a SJC, 3AC 279 (1968); H. Sanson, El espíritu humano según SJC, Madrid, Rialp 1962; E. W. Trueman Dicken, El crisol del amor, Barcelona, Herder 1967; J. Vilnet, Bible et mystique chez SJC, Etudes Carmelitaines, Desclée de B .1949 .

En este tema seguiremos de cerca la doctrina de San Juan de la Cruz en la Subida al Monte Carmelo (=S) y la Noche oscura (=N), que probablemente forman un único libro (+Llama 1,25).

Abnegación de la carne en el Nuevo Testamento

«Sólo el espíritu da vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6, 63). Es preciso que el hombre carnal -adámico, viejo, animal y terreno- venga a transformarse en hombre espiritual, pues «el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41). De poco valdría que el hombre se liberara del Demonio y del mundo, si estuviera sujeto a la carne. El cristiano, el hombre nuevo, espiritual, celestial, nace y crece en la medida en que se produce la abnegación (arneomai) de la carne, el renunciamiento (apotasso), el despojamiento y desposeimiento (apotithemi), la mortificación del hombre carnal.

Jesús enseñaba esta doctrina a todo el pueblo, no a un grupo reducido de ascetas. «Decía a todos: El que quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24; +Mt 16,24-25; Mc 8,34-35). No es posible ser discípulo de Jesús si no se le prefiere a todo, aun a la propia vida, y si no se renuncia a todo lo que se tiene (Lc 14,26-27. 33). Para dar fruto en Cristo, es preciso caer en tierra, como grano de trigo, y morir a sí mismo (Jn 12,24-25). Desde luego, este lenguaje tan duro constituye en su desmesura una verdadera provocación. ¿Cómo entenderlo?

Y San Pablo enseña lo mismo con palabras equivalentes. «Dejando vuestra antigua conducta, despojáos del hombre viejo, viciado por la corrupción del error; renováos en vuestro espíritu, y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,22-24; +Rm 13, 12.14; Col 3,9-10). La razón es clara: «No somos deudores a la carne de vivir según la carne, que si vivís según la carne, moriréis; mas si con el Espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis» (Rm 8,12-13).

Algunas claves previas

Antes de analizar los modos y fases de la metanoia que el Espíritu Santo ha de realizar en el hombre carnal para hacer de él un hombre espiritual, algunas observaciones fundamentales son convenientes.

1ª.-La abnegación cristiana en realidad no niega nada. El hombre se niega a sí mismo cuando se aleja de Dios y peca, y se afirma a sí mismo, es decir, se realiza profunda y verdaderamente, cuando se une con Dios haciendo las obras de su gracia. En otras palabras: El viejo hombre pecador es falso, irreal, negativo, auto-destructivo, pues el pecado es no-ser. Su pensamiento es erróneo, sus aspiraciones vanas, sus ideas alucinatorias, sus relaciones con los demás están falseadas por un egoísmo que deforma y confunde todo. Por supuesto, negar esta negación de hombre, es una afirmación.

Jesús emplea, sin embargo, un lenguaje de negaciones y renuncias porque todavía sus oyentes son pecadores. Lo que él viene a afirmar no puede ser recibido por los pecadores sin negar primero todo el mundo falseado en el que malviven.

((Algunos creen que afirmar lo cristiano exige negar lo humano, ganar la vida eterna implica perder la presente, realizar la vida cristiana no es posible sin frustrar la vida humana. Muchos no pasan por ello, y algunos lo aceptan, de mala gana. Una mujer, por ejemplo, separada del marido, para ser fiel a Dios, admite no casarse de nuevo, pasa por ello, «aunque así se destroce mi vida de mujer». Estos no han entendido apenas el Evangelio. Lo que en realidad hace Cristo con su gracia es salvar al hombre pecador de su completa autodestrucción temporal y eterna.))

2ª.-La abnegación se hace por la fuerza afirmativa del amor. Toda abnegación cristiana es un acto de amor a Dios y al prójimo, y nada hay más positivo que el amor. San Juan de la Cruz deja bien claro que el cristiano se niega a sí mismo -es decir, niega en sí el hombre negativo y pecador- para amar, por amor, con la fuerza del amor.

«Dice el alma que «con ansias, en amores inflamada», pasó y salió en esta noche oscura del sentido a la unión con el Amado, porque, para vencer todos los apetitos y negar los gustos de todas las cosas, era menester otra inflamación mayor de otro amor mejor, que es el de su Esposo, para que, teniendo su gusto y fuerza en éste, tuviese valor y constancia para fácilmente negar todos los otros» (1 S 14,2). Con la fuerza del amor fácilmente se niega lo que sea.

3ª.-El desposeimiento siempre ha de ser afectivo, no siempre efectivo. La santidad cristiana no siempre exige «no tener», pero siempre exige «tener como si no se tuviera», es decir, sin apego desordenado (1 Cor 7,29-31). Así pues, «no tratamos aquí del carecer de las cosas -porque eso no desnuda al alma si tiene apetito de ellas-, sino de la desnudez del gusto y apetito de ellas, que es lo que deja al alma libre y vacía de ellas, aunque las tenga; porque no ocupan al alma las cosas de este mundo ni la dañan, pues no entra en ellas, sino la voluntad y apetito de ellas que moran en ella» (1 S 3,4).

Ascética activa y mística pasiva

En el contexto de este capítulo, noche viene a significar purificación o santificación. Pues bien, la plena deificación del hombre carnal se realiza en un proceso que incluye varias fases: -santificación activa del sentido (1 S); -santificación activa del espíritu: entendimiento, memoria, voluntad (2-3 S) y carácter; -santificación pasiva del sentido (1 N) y -santificación pasiva del espíritu ( 2 N).

Estos conceptos se entenderán mejor si se recuerda lo que dijimos acerca de las virtudes y los dones; cómo aquéllas tienen un modo activo y humano, y cómo éstos lo tienen pasivo y divino. En efecto, entendemos por santificación ascética y activa aquella que el alma hace de su parte con el auxilio de la gracia; y por mística y pasiva aquella modalidad de santificación en la que el alma está como si no hiciera nada, siendo Dios quien obra en ella, y estando ella como paciente que libremente recibe la acción divina (1 S 13,1).

Adviértase, por otra parte, que esas cuatro fases de la santificación son simultáneas, aunque las estudiaremos separadamente para mayor claridad. Sin embargo, es indudable que la actividad ascética de las virtudes predomina en los comienzos de la vida espiritual, y que mientras esa ascesis no está bien adelantada no se llega a la vida mística pasiva, en la que es predominante el régimen espiritual de los dones. Como también es cosa cierta que normalmente la purificación del sentido precede a la del espíritu. Todo eso es así. Pero nótese también que la santificación pasiva comienza ya desde el mismo nacimiento del cristiano en el bautismo, y sigue a lo largo de toda su vida en múltiples formas, sacramentales o no.

Sentido y espíritu

Los términos sentido y espíritu suelen tener en los maestros espirituales una gran riqueza de acepciones, también en San Juan de la Cruz. Nosotros entenderemos por espíritu del hombre entendimiento, memoria, voluntad y carácter. Y por sentido todo el plano inferior al nivel intelectual-volitivo, es decir, el plano de sensaciones y sentimientos, todo ese mundo anímico en que las diversas escuelas de psicología ponen sensaciones, percepciones, necesidades, instintos, pulsiones, tendencias, sentimientos, afectos y emociones. El contexto de cada frase ayudará al buen entendimiento de las palabras. En todo caso, el estudio que iniciamos de la acción del Espíritu divino en el sentido y espíritu del hombre es de suyo complejo y delicado.

Al tratar esta materia San Juan de la Cruz advierte honradamente: «No se maraville el lector si le pareciere algo oscura... La materia de suyo buena es y harto necesaria. Pero me parece que, aunque se escribiera más acabada y perfectamente de lo que aquí va, no se aprovecharán de ella sino los menos» (prólg. S 8).

Ascética del sentido

El hombre tiene en su sentido graves desórdenes. Sus inclinaciones sensibles desean con frecuencia objetos que entendimiento y fe rechazan; o siente repugnancia por aquello que más bien podría hacerle. Es como un enfermo que desea vivamente lo que le perjudica, y siente repugnancia por lo que más le conviene.

Pues bien, mientras una persona está a merced de sus gustos o repugnancias sensibles, no es libre, no está dócil al Espíritu divino, está incapacitado para ejercitarse en las virtudes -prudencia, fortaleza, castidad, etc.-. El que es incapaz de hacer lo que le repugna, aun cuando sabe que le conviene, o se muestra impotente para negarse a lo que le agrada -aunque entienda que es malo-, es hombre «entregado a los deseos de su corazón» (Rm 1,24. 28; Ef 2,3; Sal 80,13). No podrá amar a Dios, que es Espíritu (Jn 4,24), inaccesible al sentido; no podrá perseverar en la oración, ni podrá obedecer los mandatos divinos que le repugnen. Tampoco podrá amar al prójimo, si todavía está sujeto a simpatías o antipatías sensibles: caerá necesariamente en la acepción de personas. Para amar hay que darse, para darse hay que poseerse, y una persona no se posee -no tiene dominio de sí- en tanto está a merced de filias o fobias sensibles.

Terribles daños sufre el hombre esclavizado al sentido. El más grave, la privación de Dios: «Todas las afecciones que tiene en la criatura son delante de Dios puras tinieblas, de las cuales estando el alma vestida no tiene capacidad para ser ilustrada y poseída de la pura y sencilla luz de Dios, si primero no las desecha de sí» (1 S 4,1; +62). Pero además de esto, los apetitos sensibles desordenados «cansan el alma y la atormentan y oscurecen y la ensucian y enflaquecen» (6,5); «son como hijuelos inquietos y descontentadizos, que siempre están pidiendo a su madre uno y otro, y nunca se contentan» (6,6-7; +1 S 6-10).

La ascética del sentido es absolutamente necesaria. En la vida espiritual muchos esfuerzos bienintencionados -de lecturas, reuniones, sacramentos, oraciones- apenas valdrán de algo en tanto se permita al sentido vivir a su gusto, sin sujetarse en todo al amor de la caridad.

«Es una suma ignorancia del alma pensar que podrá pasar a este alto estado de unión con Dios si primero no vacía el apetito de todas las cosas naturales y sobrenaturales que le pueden impedir. Y tanto más pronto llegará el alma cuanto más prisa en esto se diere; pero hasta que cesen esos apetitos no hay manera de llegar, aunque más virtudes ejercite, porque le falta el conseguirlas con perfección, la cual consiste en tener el alma vacía y desnuda y purificada de todo apetito» (1 S 5,2. 6). Y es que no caben en una misma persona amor perfecto a Dios y amor desordenado a criatura. «Dos contrarios no pueden caber en un sujeto», y el mal amor a criatura es una forma de idolatría (4,2-3). «Por cuanto no hay cosa que iguale con Dios, mucho agravio hace a Dios el alma que con El ama otra cosa o se ase a ella; y pues esto es así ¿qué sería si la amase más que a Dios?» (5,5).

El cristianismo coincide con otros sistemas salvíficos -budismo, estoicismo, etc.- al considerar la sujeción del sentido al espíritu como el comienzo mismo del camino de la sabiduría. Esos sistemas, para conseguirlo, proponen a veces técnicas muy depuradas, que en algo, sin duda, pueden ayudar al cristiano. Pero la ascética cristiana del sentido se caracteriza por su fin: tener «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5), y por sus medios: oración, meditación del evangelio, sacramentos, y ejercicio de virtudes, sobre todo de la caridad. Veamos, pues, sus líneas fundamentales.

1.-La fuerza de la caridad es la que libra al sentido de sus apegos. La ascética cristiana no pretende matar la sensibilidad, a no ser que en algún aspecto fuera preciso, sino integrar su impulso delicado y cambiante en la corriente más alta y fuerte de la caridad. No se trata de que el jinete mate el caballo, para evitarse rebeldías, sino que lo domine y lo ponga a su servicio y al de los demás.

Con un ejemplo: un sacerdote, aficionado al fútbol, cuando se dispone a ver en televisión un gran partido, recibe aviso de que una persona le busca. Según el grado de su caridad, 1.-se excusará de recibirla, alegando estar ocupado; 2.-atenderá la visita, pero de mala gana y procurando acabar pronto; 3.-atenderá a la persona con interés sincero, pero todavía con cierta división interior, pues aún el sentido le tira hacia el espectáculo que se va pasando; 4.-se centrará con todo atención en la persona, sin acordarse siquiera de la televisión. Su afectividad sensible está ya completamente fundida con la misma inclinación de la caridad. Pues bien, con la gracia de Dios, es la fuerza de amor de la caridad la que ha ido produciendo esta progresiva santificación y liberación del sentido.

2.-Nunca el sentido debe constituirse en principio de pensamiento y acción. Nunca un cristiano debe profesar una idea porque le agrada más, porque se acomoda mejor a su temperamento, sino por ser verdadera. Nunca debe hacer u omitir una obra porque le gusta o fastidia, sino porque es conveniente o inoportuna. El cristiano debe regirse por la fe y la caridad.

3.-No hay que buscar, ni menos exigir, gustos sensibles en las cosas espirituales, ni en la oración ni en la acción, ni en lecturas, ni en trabajos apostólicos, ni en nada. Si Dios da consolación sensible, o si no la da, hay que servirle igual, y sin queja alguna. «Es cosa donosa -dice Santa Teresa- que aún nos estamos con mil embarazos e imperfecciones, y las virtudes aun no saben andar, sino que ha poco que comenzaron a nacer -y aun quiera Dios estén comenzadas- ¿y no habemos vergüenza de querer gustos en la oración y quejarnos de sequedades? Nunca os acaezca, hermanas; abrazaos con la cruz» (2 Moradas 7).

4.-Hay que distinguir entre gustos sensibles que acercan a Dios o que alejan de él, para mantener unos y sanar o suprimir los otros. A veces en esto el discernimiento no es fácil. Cuando uno ve que cierto gusto sensible le es obligatorio -hacer, por ejemplo, un viaje a un lugar muy hermoso-, o le es todavía necesario -dormir tantas horas, oír música-, y le ayuda espiritualmente a unirse a Dios -«en seguida al primer movimiento se pone la noticia y afección de la voluntad en Dios» (3 S 24,5)-, tendrá que moderar ese gusto, pero no suprimirlo. Pero, por el contrario, si ese gusto no es obligatorio ni necesario, ni le acerca a Dios, debe tender a suprimirlo: «Cualquier gusto que se le ofreciere a los sentidos, como no sea puramente para honra y gloria de Dios, renúncielo y quédese vacío de él por amor de Jesucristo» (1 S 13,4). En fin, si se trata de algo que claramente le daña espiritualmente, es claro que debe suprimirlo inmediatamente.

Sanado ya el sentido, podrá quizá la persona recuperar lo renunciado, según los casos. Una persona, por ejemplo, que está desordenadamente apegada a la lectura -no le es obligatoria ni necesaria, no le acerca a Dios, más aún, le aleja: le quita oración, atención al prójimo, estudio, etc.-, renuncia por un tiempo a la lectura, pues no logra poseerla sin verse poseído por ella. Quizá más adelante pueda recuperarla sin dificultades espirituales, y es posible que le convenga. Ya vimos en otra ocasión que hay materias en las que no se pasa del abuso al uso si no es a través de la abstinencia.

5.-La liberación del sentido ha de ser total, pero ha de conseguirse parcial y progresivamente. No podría ser de otro modo. El cristiano, intencionalmente, ha de pretender desde el principio el despojamiento total de cualquier apego desordenado; pero la pedagogía espiritual que debe usar -la misma que Dios usa con él- le hará proceder por fases, comenzando por mortificar los apetitos más gravemente desordenados, para ocuparse después de los menos perjudiciales.

6.-La mortificación del sentido hay que hacerla sin miedo, sin dramatizar las renuncias. Los hijos de Dios que quieren «adorarle en espíritu y en verdad» (Jn 4,24), deben tumbar los ídolos de un manotazo, sin pensarlo dos veces, y sin temor alguno a las consecuencias. «Todas las criaturas en este sentido nada son, y las aficiones de ellas menos que nada podemos decir que son, pues son impedimento y privación de la transformación en Dios» (1 S 4,3). Una persona, por ejemplo, excesivamente adicta a la televisión puede temer que dejarla o disminuir su uso va a trastornar el equilibrio de su vida. Nada más falso: y si la deja un tiempo -una cuaresma, unas vacaciones, una estancia en un monasterio-, comprobará que ni se acuerda de ella, si acierta a llenar su tiempo con cosas más bellas y valiosas.

Incluso esa mortificación ha de hacerse con alegría, pues precisamente «en esta desnudez [del sentido] halla el alma espiritual su quietud y descanso, porque no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba y nada le oprime hacia abajo, porque está en el centro de su humildad» (13,13).

Inmensos bienes trae la ascesis del sentido. Vivir como víctima constante de una afectividad desordenada es, sin comparación, mucho más duro que mortificar y santificar el sentido. La purificación activa del sentido acrecienta la inteligencia, da fuerza a la memoria y libertad a la voluntad; disminuye el sufrimiento de la vida, atenúa el cansancio, hace menores las necesidades -de sueño, dinero, vacaciones, cosas-; logra que el alma gane en armonía y serenidad, haciéndose para los otros más amable. Pero sobre todo facilita el acceso a Dios: «Hasta que los apetitos se adormezcan por la mortificación en la sensualidad, y la misma sensualidad esté ya sosegada de ellos de manera que ninguna guerra haga al espíritu, no sale el alma a la verdadera libertad, a gozar de la unión con su Amado» (1 S 15,2). «Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8).

Ascética del espíritu

La ascética del sentido trata de sujetar éste al espíritu, al plano intelectual-volitivo, mientras que la ascética del espíritu procura la docilidad del espíritu humano al Espíritu Santo. Por tanto, la ascesus cristiana no se conforma con integrar el sentido en el espíritu, sino que, siempre con el impulso de la gracia, intenta elevar todo el hombre, sentido y espíritu, a la vida sobrenatural del Espíritu Santo, de modo que así sea deificado.

No le basta a Dios tener unión sustancial con el hombre, sino que quiere para él una unión deificante. Tan grande es el amor que le tiene. En efecto, Dios, como creador, está siempre unido a la criatura humana, dándole ser y obrar. Pero cuando aquí «hablamos de unión del alma con Dios, no hablamos de ésta sustancial que siempre está hecha, sino de la unión y transformación del alma con Dios, que no está siempre hecha, sino sólo cuando viene a haber semejanza de amor. Y, por tanto, ésta se llamará unión de semejanza, así como aquélla unión esencial o sustancial; aquélla natural, ésta sobrenatural; la cual es cuando las dos voluntades, la del alma y la de Dios, están en uno conformes, no habiendo en la una cosa que repugne a la otra; y así, cuando el alma quitare de sí totalmente lo que repugna y no conforma con la voluntad divina, quedará transformada en Dios por amor» (2 S 5,3).

Nótese bien que la maravilla inefable de la deificación sólo Dios puede producirla por su gracia, y así, por parte del hombre, no está tanto en poner iniciativas y acciones, sino en quitar todo obstáculo consciente y voluntario a la acción de Dios.

«El alma no ha menester más que desnudarse de estas contrariedades y disimilitudes naturales para que Dios, que se le está comunicando naturalmente por naturaleza, se le comunique sobrenaturalmente por gracia. Pongamos una comparación: Está el rayo del sol dando en una vidriera. Si la vidriera tiene algunos velos de manchas o nieblas, no la podrá esclarecer y transformar en su luz totalmente, como si estuviera limpia de todas aquellas manchas y sencilla. Y así el alma es como esta vidriera, en la cual siempre está embistiendo o, por mejor decir, en ella está morando esta divina luz del ser de Dios por naturaleza, como hemos dicho. En dando lugar el alma -que es quitar de sí todo velo y mancha de criatura, lo cual consiste en tener la voluntad perfectamente unida con la de Dios, porque el amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios-, luego queda esclarecida y transformada en Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios; y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación» (2 S 5,4-7).

Por la ascesis del espíritu éste se desapropia de sus pensamientos, memorias y voluntades, teniéndolos como si no los tuviera, pues para que el Espíritu divino pueda llevar al hombre «a la transformación sobrenatural, claro está que ha de oscurecerse y transponerse a todo lo que contiene su natural, que es sensitivo y racional, porque sobrenatural eso quiere decir, que sube sobre el natural; luego el natural abajo queda. Y así grandemente se estorba un alma para venir a este alto estado de unión con Dios cuando se ase a algún entender, o sentir, o imaginar, o parecer, o voluntad, o modo suyo, o cualquiera otra cosa u obra propia, no sabiéndose desasir y desnudar de todo ello; porque a lo que va es algo sobre todo eso, aunque eso sea lo más que se puede saber y gustar» (2 S 4,2.4).

Esta ascética del espíritu no deja las almas aleladas, desmemoriadas o inertes, en absoluto, «porque el espíritu de Dios las hace saber lo que han de saber, e ignorar lo que conviene ignorar, y acordarse de lo que se han de acordar, y olvidar lo que es de olvidar, y las hace amar lo que han de amar y no amar lo que no es en Dios. Y así, todos los primeros movimientos de las potencias de las tales almas son divinos; y no hay que maravillarse de que los movimientos y operaciones de estas potencias sean divinos, pues están transformadas en ser divino» (3 S 2,9).

Dios deifica al hombre elevándole a fe, esperanza y caridad. Ya el hombre no se rige por sí mismo, sino por el Espíritu de Dios. Así lo dice San Juan de Avila sencillamente: «No has de vivir, hermano, por tu seso, ni por tu voluntad, ni por tu juicio; por Espíritu de Cristo has de vivir» (Sermón 28, 478-480)

«El alma no se une con Dios en esta vida por el entender, ni por el gozar [de la voluntad], ni por el imaginar, ni por otro cualquier sentido, sino sólo por la fe, según el entendimiento, y por esperanza según la memoria, y por amor según la voluntad. Las cuales tres virtudes todas hacen vacío en las potencias: la fe en el entendimiento, vacío y oscuridad de entender; la esperanza hace en la memoria vacío de toda posesión; y la caridad vacío en la voluntad y desnudez de todo afecto y gozo de todo lo que no es Dios» (2 S 6,1-2; +STh I,1,8 ad 2m).

«Pocos hay que sepan y quieran entrar en esta desnudez y vacío de espíritu» (2 S 7,3). Pocos saben: faltan guías, escasea la buena doctrina espiritual. Pocos quieren: «En ofreciéndoseles algo de esto sólido y perfecto, que es la aniquilación de toda suavidad en Dios, en sequedad, en sinsabor, en trabajo (lo cual es la cruz pura espiritual y desnudez de espíritu pobre de Cristo), huyen de ello como de la muerte» (2 S 7,5). Y se conforman con cualquier modo de reforma moral y ejercicios de virtud, pero sin llegar a «perder la cabeza», no yendo mucho más allá de «lo razonable». «¡Cuán diferente es el modo que en este camino deben llevar del que muchos de ellos piensan!» (ib.).

La ascética del espíritu es mucho más valiosa que la del sentido; pero también resulta mucho más difícil, pues es indudable que el espíritu humano está aún más asido a lo suyo que el sentido a lo suyo (2 S 1,1).

Ascesis del entendimiento

La mente del hombre carnal es un oscuro caos, desordenado, confuso, contradictorio, cerrado para la captación de la verdad, abierto a los diversos influjos erróneos del ambiente.

-Hay en nosotros criterios naturales sobre temas generales, convicciones operativas, cuya validez no solemos poner en duda: modos humanos e históricos de entender, por ejemplo, valores como salud, igualdad, autoridad, trabajo, etc. El temperamento personal y el ambiente influyen muchas veces de modo decisivo en la conformación de esas ideas.

-Hay en nosotros criterios naturales sobre temas concretos, por ejemplo, «yo necesito tanto tiempo de sueño, de lectura, de vacaciones», «es absolutamente necesario que yo siga al frente del negocio», «yo no valgo para discurrir, para hablar en público, para...» Tales convicciones, que -como las anteriores- tantas veces son falsas o al menos inexactas, solemos tenerlas de hecho como axiomas indiscutibles.

-Hay en nosotros criterios sobrenaturales mal entendidos, oscuramente captados, con algo de verdad y no poco de error. Este sacerdote, por amor a la pobreza evangélica, emplea muchas horas trabajando manualmente, y disminuye demasiado su dedicación a los ministerios más propiamente apostólicos. Aquella religiosa o este seglar entienden que «encarnarse» y «hacerse todo a todos» significa secularizar y mundanizar sus modos de vida...

-Hay en nosotros criterios sobrenaturales impedidos, bloqueados por otros criterios contradictorios que se muestran más fuertes y operativos. Este piensa que hay que dedicar tiempo a la oración, pero también piensa que hay mucho que hacer; y, de hecho, apenas halla nunca tiempo para orar con calma. Aquí no falla sólo la voluntad; antes y más falla la mente.

-Finalmente, faltan en nosotros ciertos criterios sobrenaturales. Aquí no se trata ya sólo de criterios mal entendidos o impedidos, sino de convicciones que, simplemente, están ausentes de nuestra cabeza por ignorancia o por olvido -pero que en el Evangelio están bien claramente presentes-. Son criterios espirituales de los que ni siquiera nos hemos enterado, como no sea en forma meramente teórica. Mortificación, pobreza, ángeles, oración litúrgica, frecuencia de sacramentos, limosna, etc. son para muchos, según personas y ambientes, palabras por completo vacías de contenido real, valores no integrados en su vida espiritual.

Así está nuestra mente. Y lo peor del caso es que el hombre está frecuentemente descontento de su cuerpo, de su memoria, de su voluntad, e incluso lo declara sin dificultad; pero suele estar contento de su entendimiento: estima que piensa como se debe pensar, y que a él no se le engaña tan fácilmente.

Los pensamientos y caminos nuestros difieren mucho de los de Dios (Is 55,8). Esto es evidente. Que en esto o lo otro estemos equivocados no es cosa que tenga mayor importancia; lo grave es que estemos apegados a nuestros modos de pensar. ¿Cómo podrá el Señor modificar nuestros pensamientos si estamos torpemente convencidos de su validez? ¿Cómo podrá el Espíritu Santo iluminarnos y movernos si nuestra mente permanece aferrada a sus propias concepciones? ¿Cómo podrá hacer un hombre nuevo, según la lógica del Logos divino, si el viejo ni siquiera acepta poner en duda sus viejos criterios lamentables?

((Muchos hay que no ven siquiera la necesidad de una ascesis del entendimiento. Dan por supuesto que ellos piensan bien, y que la falla está en la voluntad. No ven que para tener derecho a decir «nosotros tenemos el pensamiento de Cristo» (1 Cor 2,16) es necesario estudio, oración, meditación, consulta. Tampoco ven que la configuración de la propia mente a la mente de Cristo tenga especial importancia: basta con hacer lo que él manda, sin que tenga mayor importancia pensar o no como él. Pero ¿cómo podrá actuar como Cristo -imitarle, seguirle- el que no piensa igual que Cristo? Y además ¿cómo podrá el cristiano «entenderse», tener amistad, con Cristo, si en tantas cosas piensa lo contrario de lo que él piensa y enseña?

No se dan cuenta éstos del daño enorme que una idea falsa o inexacta puede causar en la vida propia o en la de los demás. Un rico con una idea falsa de sus deberes; un sacerdote que no conoce bien su misión apostólica; una joven que, por una idea falsa, menosprecia el trabajo en el hogar; un padre -autoritario o permisivo, según la época- que plantea mal la educación de sus hijos; una persona que proyecta mal su vida porque tiene una idea equivocada acerca de sus propias facultades -cree, por ejemplo, que tiene dotes de artista como para dedicarse al arte, y no es así-; un terrorista que considera sus crímenes como obras meritorias e incluso heroicas... ¿Cuánto daño pueden hacer y cuánto bien pueden omitir? ¿Cuántas barbaridades puede hacer la voluntad, «con la mejor intención», siguiendo errores de la mente?))

La conversión profunda del hombre comienza por la fe, es una metanoia, implica un cambio y una superación de la propia mente (metanous, Mt 3,8; +Rm 12,2). En toda clase de conocimiento intelectual, en las percepciones sensibles, en las imaginaciones naturales o sobrenaturales, en todo puede haber impedimento y engaño para unirse a Dios, si el hombre se apega a cualquiera de estos modos de conocer o sentir (2 S 11-32).

En efecto, «todo lo que la imaginación pueda imaginar y el entendimiento recibir y entender en esta vida no es ni puede ser medio próximo para la unión con Dios, porque todo lo que puede entender el entendimiento y gustar la voluntad y fabricar la imaginación es muy disímil y desproporcionado a Dios. Para llegar a él [el hombre] antes ha de ir no entendiendo que queriendo entender, y antes cegándose y poniéndose en tiniebla que abriendo los ojos para llegar más al divino rayo. De la misma manera que los ojos del murciélago se han con el sol, el cual totalmente le hace tinieblas, así nuestro entendimiento se ha a lo que es más luz en Dios, que totalmente nos es tiniebla. Y más: cuánto las cosas de Dios son en sí más altas y más claras, son para nosotros más ignotas y oscuras» (2 S 8,4-6).

Sólo la fe es el medio intelectual apto para vivir en Dios. Sólo su luz sobrenatural y divina es absolutamente fidedigna en las cosas espirituales. Por eso en éstas «cuanto menos obra el alma con habilidad propia va más segura, porque va más en fe» (2 S 1,3).

Y es que «el ciego, si no es bien ciego, no se deja guiar bien del mozo de ciego, sino que, por un poco que ve, piensa que por cualquier parte que ve por allí es mejor ir, porque no ve otras partes mejores, y así puede hacer errar al que le guía y ve más que él, porque, en fin, puede mandar más que el mozo de ciego; y así el alma, si estriba en algún saber suyo o gustar o saber de Dios, como quiera que ello (aunque más sea) sea muy poco y disímil de lo que es Dios para ir por este camino, fácilmente yerra o se detiene, por no quererse quedar bien ciega en fe, que es su verdadera guía» (2 S 4,3).

No valen razonamientos o imaginaciones, que a los principiantes son necesarias para ir enamorándose del Señor, y así les «sirven de medios remotos para unirse con Dios, pero ha de ser de manera que pasen por ellos y no se estén siempre en ellos, porque de esa manera nunca llegarían al término, el cual no es como los medios remotos ni tiene que ver con ellos; así como las gradas de la escalera no tienen que ver con el término y estancia de la subida, para lo cual son medios, y si el que sube no fuese dejando atrás las gradas hasta que no dejase ninguna y se quisiese estar en algunas de ellas, nunca llegaría ni subiría a la llana y apacible estancia del término. Por lo cual, el alma que hubiere de llegar en esta vida a la unión de aquel sumo descanso y bien, por todos los grados de consideraciones, formas y noticias, ha de pasar y acabar con ellos, pues ninguna semejanza ni proporción tienen con el término a que encaminan, que es Dios» (2 S 12,5).

Sucede en esto algo curioso: lo no-razonable nunca procede de Dios, que es autor de la razón, como lo es de la fe (por ejemplo, gastar en lo superfluo careciendo de lo necesario); pero lo razonable muchas veces tampoco viene de Dios (por ejemplo, una forma razonable de entender la pobreza evangélica). Y es que la fe sobrenatural está por encima de la razón, más allá de la razón, y es algo razonable sólo desde un punto de vista absolutamente nuevo (por ejemplo, la pobreza de Cristo).

No valen locuciones, visiones o revelaciones privadas. Mal van quienes, menospreciando la Revelación divina y la fe, andan siempre buscando luz en las señales extraordinarias, presuntos milagros o libros de revelaciones (2 S 11-12, 16-32). No hay que pedirle a Dios más luz que la que nos dio en Jesucristo, que «como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya -que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar» (22,3). Todas esas visiones, locuciones o noticias, «ahora sean de Dios, ahora no, muy poco pueden servir al provecho del alma para ir a Dios si el alma se quisiese asir a ellas; antes, si no tuviese cuidado de negarlas en sí, no sólo la estorbarían, sino aun la dañarían harto y harían errar mucho» (26,28). Por tanto el alma debe «desviar los ojos de todas aquellas cosas, y desnudar el apetito y espíritu de ellas para ir adelante» (22,19); «ha de haberse puramente negativa en ellas, para ir adelante por el medio próximo, que es la fe. No ha de hacer archivo ni tesoro el alma, ni ha de querer arrimarse a ellas, porque sería estarse con aquellas formas, imágenes y personajes, que acerca del interior residen, embarazada, y no iría por negación de todas las cosas a Dios» (24,8). Y no tenga cuidado de que de este modo pueda rechazar cosas quizá de Dios por dejarlas en olvido, «pues, de estas cosas que pasivamente se dan al alma siempre se queda en ella el efecto que Dios quiere, sin que el alma ponga su diligencia en ello» (26,18).

La ascesis del entendimiento, como toda ascesis cristiana, lleva siempre por delante, como una proa, la oración de petición -Señor, «creo; ayuda a mi fe, aunque sea poca» (Mc 9,23); «envía tu luz y tu verdad, que ellas me guíen» (Sal 43,3)-. Pero tiene también sus peculiares líneas de crecimiento:

1.-Examinar humildemente el entendimiento propio. ¿Esto que yo mantengo tan apasionadamente... cómo lo fundamento en Evangelio, razón o experiencia? ¿Me doy cuenta de que hablar -o pensar- con seguridad sobre temas que en realidad se ignoran es una forma de mentir? En criterios naturales: ¿Será eso como yo lo pienso? Otras personas fidedignas lo ven de otro modo -o en otra época se pensó muy distinto-. ¿De verdad estará Dios conforme con lo que yo pienso de mi trabajo, sueño, ocio, consumo, modo de distribuir el tiempo, etc.? En criterios espirituales debemos partir de que nos faltan muchos; muchos pensamientos de Cristo nos son perfectamente extraños, ignorados u olvidados. ¿Por qué tal idea evangélica «no me dice nada»? ¿Cómo es que sobre tal otra enseñanza de la fe no quiero ni pensar en ella, ni darme por enterado? ¿Qué medios pongo habitualmente para conocer cada vez más a Cristo y sus enseñanzas, y para configurar más mi pensamiento al suyo? Tantas cosas de la fe ignoramos... Pero respecto a lo que ya conocemos: ¿Tiene mi criterio (por ejemplo, de pobreza) la debida claridad y certeza, o es un pensamiento vago y temperamental, no verificado en meditación, estudio y consulta? ¿Tal criterio está armónicamente integrado con otros, que también son de fe (pobreza con caridad, prudencia, esperanza, sentido de cruz)? En fin ¿ese criterio está vivo y operante en mí, o queda en mera teoría, bloqueado por otros criterios con más fuerza de vigencia? ¿Y cuáles son éstos?...

Lo malo es que mucho prefieren cualquier cosa antes que pararse a pensar. Prefieren seguir caminando. No verifican la dirección de su marcha; quizá porque no se atreven a hacerlo.

2.-Abrir la mente a Dios. Orar -pedir y contemplar- es la condición primera para tener lucidez sobrenatural. Pero también seleccionar bien el alimento del alma, especialmente lo que se lee. En las lecturas espirituales ha de prestarse sin duda una atención preferente a Biblia, Magisterio, liturgia, enseñanzas de autores recibidos por la Iglesia, vidas y escritos de santos. No debe el cristiano atracarse de palabra humana -charlas, periódicos, televisión-, pues queda así luego incapacitado para captar la Palabra divina. Es preciso también que confrontemos con el Evangelio no sólo nuestra conducta, sino también nuestro pensamiento. Y que cuidemos mucho de no acomodar el Evangelio a nuestros modos de pensar, o de no seleccionar de él lo que nos confirma, desechando el resto. Hemos de abrirnos incondicionalmente a la captación de lo que Dios nos diga en la oración, los libros, las personas: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Sam 3,10). Cuando nos acercamos a la zarza ardiente del pensamiento de Jesucristo debemos descalzarnos, conscientes de que entramos en tierra sagrada.

3.-Abrir la mente al prójimo. Atención respetuosa a los que saben, que Dios los puso para enseñarnos. Atención humilde a los que no tienen estudios, pero tienen especial sabiduría de Dios (Lc 10,21). Docilidad incondicional a la verdad, venga de donde viniere -siempre procederá del Espíritu Santo-. Escuchar de verdad lo que con palabras -a veces poco exactas- o con obras nos está diciendo tal hermano. El salmista nos asegura que si contemplamos al Señor, quedaremos radiantes (33,6); también sucederá eso si le contemplamos con amorosa atención en su imagen, que es el hombre.

Ascesis de la memoria

La memoria del hombre carnal es un completo desorden, apenas tiene dominio de sí misma, no está libre, no sabe recordar u olvidar, según conviene, está a merced de todo visitante, deseado u odiado -como una casa abandonada, de la que se arrancaron puertas y ventanas, en la que cualquiera puede entrar; como un jardín sin jardinero, lleno de malezas-.

La memoria desordenada y carnal deja al hombre cerrado a Dios, inquieto y turbado por cientos de cosas secundarias, y olvidado de lo único necesario (Lc 10,41); incapaz de oración y de meditación, olvidado del cielo. Lo deja cerrado al prójimo, encerrado en sí mismo y en sus cosas, incapaz de pensar en los otros y acogerlos con atención. Lo deja alienado del presente, perdido en recuerdos inútiles de un pasado ya pasado, o perdido igualmente en vanas anticipaciones de un futuro inexistente e incierto. Lo deja vulnerable al influjo del Diablo, que «tiene gran mano en el alma por este medio, porque puede añadir formas, noticias y discursos, y por medio de ellos afectar al alma con soberbia, avaricia, ira, envidia, etc., y poner odio injusto, amor vano, y engañar de muchas maneras; y además de esto, suele él dejar las cosas y asentarlas en la fantasía de manera que las que son falsas parezcan verdaderas, y las verdaderas falsas» (3 S 4,1). En fin, hace del hombre un excéntrico, pues desplaza su atención de lo central, y la deja habitualmente absorta en cosas triviales y superficiales. Todo esto hace «estar sujeto a muchas maneras de daños por medio de las noticias y discursos, así como falsedades, imperfecciones, apetitos, juicios, perdimiento de tiempo y otras muchas cosas, que crían en el alma muchas impurezas» (3,2).

¿De dónde procede el caos de la memoria carnal? Del egoísmo, que centra al hombre en si mismo, haciendo de su alma una madeja llena de nudos, cerrada a Dios y al prójimo. De la desconfianza en Dios y en su providencia, pues cuando el hombre trata de apoyarse en sí mismo o en criaturas, es natural que luego enferme de ansiedades y preocupaciones. De los apegos del sentido y de la voluntad, ya que la memoria está apegada, sin poder despegarse, de todo aquello -salud, dinero, independencia, tranquilidad, lo que sea- que es deseado y querido con apego. En efecto, todo apego del sentido y de la voluntad se hace apego de la memoria.

¿Qué síntomas denuncian el desorden de la memoria? Sobre todo la inutilidad y la falta de libertad. La ocupación de la atención en las cosas es sana, normal; incluso hay asuntos que requieren muchas y largas vueltas de la atención. Pero la preocupación es insana, es una ocupación excesiva, morbosa.

¿Cómo distinguir una de otra? La memoria desordenada es como un animal que siguiera dando vueltas a una noria que ya no da más agua (inutilidad). Así, a veces, una persona quisiera desconectar ya de una cuestión, suficientemente considerada, para descansar, rezar, leer, dormir; pero no lo consigue, pues sigue dándole vueltas al tema: «Es que no me lo puedo quitar de la cabeza» (falta de libertad). Esos son dos claros síntomas de una memoria desordenada y esclava.

La memoria ha de ser pacificada por la esperanza, por el confiado abandono en la providencia de Dios. Fuera ansiedades, ideas fijas, obsesiones, nudos del alma: todo eso son esclavitudes de la memoria, y por tanto de la persona; pero «para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres; mantenéos, pues, firmes y no os dejéis sujetar al yugo de la servidumbre» (Gál 5,1). El Espíritu Santo quiere enseñarnos a «poner las potencias en silencio y callando para que hable Dios» (3 S 3,4), y que «la memoria quede callada y muda, y sólo el oído del espíritu en silencio a Dios, diciendo «Habla, Señor, que tu siervo oye»» (3,5). Por eso, «date al descanso echando de ti cuidados y no se te dando nada de cuanto acaece, y servirás a Dios a su gusto y holgarás en él» (Dichos 69).

Dios quiere pacificar nuestra memoria, de modo que «nada la turbe y nada la espante» -como en la oración de Santa Teresa-. Por eso nos manda por el salmista: «Encomienda al Señor tus afanes, que él te sustentará» (54,23). «Encomienda tu camino al Señor, confía en él, y él actuará. Descansa en el Señor y espera en él» (36,5.7). No es sólo un consejo, es un mandato de Cristo: «No os preocupéis». Confiad en el Padre, que si cuida de aves y flores, más del hombre. No os preocupéis, que con eso no vais a adelantar nada, es completamente inútil: «¿Quién de vosotros con sus preocupaciones podrá añadir una hora al tiempo de su vida?». Es normal que los paganos se preocupen, pero es anormal que anden con ansiedades quienes tienen un Padre celestial que conoce perfectamente sus necesidades. La paz está en buscar el Reino con todo el corazón, despreocupándose por las añadiduras y sin inquietarse para nada por el mañana (Mt 6,25-34; +10,28-31; 13,22; Lc 12,22s; Jn 14,1. 27; Flp 4,4-9).

((A pesar de estas enseñanzas evangélicas tan claras, hay cristianos que piensan y dicen:

Es humano vivir con preocupaciones, y no hay en ello nada de malo». Sería inhumana la persona que, en medio de tantos males y peligros como hay en el mundo, viviera sin preocupaciones. Es cosa de preguntarse qué idea tienen del hombre aquellos que consideran humano preocuparse morbosamente, e inhumano vivir en paz inalterable y en continua confianza en Dios. En esta ocasión comprobamos una vez más qué precaria idea tiene de lo humano -y de lo cristiano, por supuesto- el hombre carnal. El pobre no tiene ni idea siquiera de la perfección espiritual a la que está llamado por Dios, que quiere poner en su corazón una paz perfecta. En efecto, como ya hemos visto, las preocupaciones consentidas y morosamente cultivadas, lo mismo, por ejemplo, que los pensamientos obscenos, son «pensamientos malos». Tener malos pensamientos no es pecado, pero consentir en ellos sí. Igualmente, las preocupaciones consentidas ofenden a Dios y a su providencia amorosa.

Es imposible ordenar la memoria, y por tanto la ascética de la memoria es imposible. El hombre, a no ser que se recluya en un monasterio, necesariamente en esta vida se ve lleno de preocupaciones y ansiedades». Todo eso es falso. Las preocupaciones y los pensamientos vanos deben ser combatidos con todo empeño, como se combaten los pensamientos obscenos: procurando no consentir en ellos, pidiendo en la tentación el auxilio de Dios, actualizando la esperanza para confiarse a él. Y lo mismo que los pensamientos obscenos, cuando han sido larga y fielmente combatidos, acaban normalmente por desaparecer, igualmente los pensamientos vanos y las preocupaciones. Entonces se alcanza, como don de Cristo, el perfecto silencio interior, la paz del corazón, que es la herencia del cristiano en esta vida: «La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da os la doy yo. No se turbe vuestro corazón ni se intimide» (Jn 14,27).

Y adviértase que ese mismo vacío de la memoria, llena de Dios por la esperanza, lo vemos no sólo en los santos contemplativos, alejados del ruido mundanal, sino igualmente en los activos, sumergidos en ajetreos que para otros resultarían insoportables. Unos y otros pueden decir con toda verdad: «Quedeme y olvídeme, / el rostro incliné sobre el Amado; / cesó todo y déjeme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado» (canc. introd. S).

Esa ascesis de la memoria deja al hombre alelado, inerte, desmemoriado», si, como dice San Juan de la Cruz, «de todas estas noticias y formas se ha de desnudar y vaciar, y procurar perder la aprehensión imaginaria de ellas, de manera que en ella no le dejen impresa noticia ni rastro de cosa, sino que se quede calva y rasa, como si no hubiese pasado por ella, olvidada y suspendida de todo» (3 S 2,4). Por el contrario, a las personas de memoria desnudada y santificada «Dios les hace acordarse de lo que se han de acordar y olvidar lo que es de olvidar» (2,9). Por eso son particularmente despiertas, lúcidas, alertas.

Por otra parte, bien está en la vida ascética ejercitarse en recordar ciertas cosas buenas -por ejemplo, acordarse de orar por una persona-; pero incluso estos recuerdos deben ser procurados por la memoria sin apego. Y en la vida mística la persona ni siquiera se ejercita en procurar esos recuerdos buenos -orar por tal persona, por ejemplo-. «Esta persona no se acordará de hacerlo por alguna forma o noticia que se le quede en la memoria de aquella persona, y si conviene encomendarla a Dios -que será queriendo Dios recibir oración por la tal persona-, la moverá la voluntad dándole gana de que lo haga; y si no quiere Dios aquella oración, aunque se haga fuerza a orar por ella, no podrá ni tendrá gana, y a veces se la pondrá Dios para que ruegue por otros que nunca conoció ni oyó; y es porque Dios sólo mueve las potencias de estas almas para aquellas que conviene según la voluntad y ordenación de Dios, y no se pueden mover a otras; y así, las obras y ruegos de estas almas siempre tienen efecto. Tales eran las de la gloriosísima Virgen nuestra Señora» (3 S 2,10).))

La ascética de la memoria requiere observar estas normas:

1.-Limitar la avidez y consumo de noticias. No es absolutamente necesario -ni conveniente- que la persona esté enterada de cuanto sucede en su casa, en su pueblo o ciudad, en el mundo. Pero la memoria del hombre carnal es insaciable: no se cansa de noticiarios, periódicos, conversaciones vanas (mejor dicho: se cansa; el cansancio suele agobiar al hombre carnal, también al que no hace nada). Es como una esponja que se hincha absorbiendo cuanto le rodea. Se ceba en las añadiduras y se olvida de «el Reino y su justicia» (Mt 6,33). Pues bien, esa esponja insaciable de la memoria debe ser estrujada y vaciada, y «cuanto más el alma desaposesionare la memoria de formas y cosas memorables que no son Dios, tanto más pondrá la memoria en Dios y más vacía la tendrá para esperar de él el lleno de su memoria» (3 S 15,1).

2.-No consentir en las preocupaciones y en los vanos pensamientos obsesivos. Combatirlos como se lucha contra los pensamientos malos de lujuria, de odio, de robos o de venganzas: pidiendo ayuda a Dios, procurando quitar la atención de lo malo y ponerla en algo bueno, actualizando intensamente las virtudes contrarias, en este caso sobre todo la esperanza.

3.-Soltar la memoria en la esperanza, confiando en Dios con total y filial abandono, cortando así, sin más, los nudos que embarullan el alma y quitan salud al cuerpo.

«Lo que pretendemos es que el alma se una con Dios según la memoria en esperanza... no pensando ni mirando en aquellas cosas más de lo que le bastan las memorias de ellas para entender y hacer lo que es obligado; y así no ha de dejar el hombre de pensar y acordarse de lo que debe hacer y saber, que, como no haya afecciones de propiedad [en esos recuerdos] no le harán daño» (3 5 15,1).

((Como se ve, la ascética cristiana de la memoria es muy diversa del erróneo quietismo de Molinos, el cual enseñaba: «El que hizo entrega a Dios de su libre albedrío, no ha de tener cuidado de cosa alguna, ni del infierno ni del paraíso, ni debe tener deseo de la propia perfección, ni de las virtudes, ni de la propia santidad, ni de la propia salvación, cuya esperanza debe expurgar» (Dz 2212). La gracia de Cristo no mata la memoria, sino que la sana de su desorden morboso y la eleva a su centro propio, que es Dios.))

Inmensos bienes produce la santificación de la memoria, que merece la pena describir. El hombre de memoria purificada queda libre para mirar a Dios en una oración sin distracciones, y para escucharle en silencio, sin ruidos interiores. Puede centrar en el prójimo una atención solícita, no distraída por otros objetos inoportunos. Logra desconectar, cuando conviene, de sus ocupaciones y atenciones diarias. Vive sereno en medio de las vicisitudes de la vida, pues «teniendo el corazón tan levantado del mundo, [éste] no sólo no le puede tocar y asir el corazón, pero ni alcanzarle de vista» (2 N 21,6). Duerme y descansa -sin pastillas, gotas o comprimidos- cuando es oportuno: «En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo» (Sal 4,9; +3,6). Tiene el alma ligera y clara, libre del agobio de preocupaciones oscuras: «Cuando se multiplican mis preocupaciones, tus consuelos [Señor] son mi delicia» (93,19). Tiene una sorprendente capacidad de trabajo, pues apenas se cansa con lo que hace (lo que cansa no es tanto la acción, sino las tensiones y preocupaciones que la acompañan indebidamente). Lejos de ser para el mundo persona inerte o poco útil, es el más entregado y animoso, guarda el ánimo cuando otros lo pierden, no se desconcierta, pasa por el fuego sin quemarse, y en vez de caminar «vuela velozmente sin cansarse» (Is 40,31). Pero dejemos que el mismo San Juan de la Cruz termine la descripción, como él sabe hacerlo:

«El alma se libra y ampara del mundo, porque esta verdura de esperanza viva en Dios da al alma una tal viveza y animosidad y levantamiento a las cosas de la vida eterna, que, en comparación de lo que allí espera, todo lo del mundo le parece -como es la verdad- seco y lacio y muerto y de ningún valor. Y aquí se despoja y desnuda de todas estas vestiduras y traje del mundo, no poniendo su corazón en nada, ni esperando nada de lo que hay o ha de haber en él, viviendo sólamente vestida de esperanza de vida eterna» (2 N 21,6).

Ascesis de la voluntad

La voluntad del hombre carnal está gravemente enferma; por eso «no hubiéramos hecho nada en purificar el entendimiento para fundarle en la virtud de la fe, y a la memoria en la de la esperanza, si no purificásemos la voluntad acerca de la tercera virtud, que es la caridad» (3 S 16,1). En efecto, la voluntad carnal apenas es libre -hace lo que aborrece y no hace lo que quiere (Rm 7,15-18)-, y tiene un amor frágil, oscilante, desviado, muchas veces pecaminoso. Es claro, pues, que el hombre no puede ser perfecto, no puede ser clara imagen de Dios, en tanto que el amor enfermo de su voluntad no viene a ser sanado y elevado por la virtud sobrenatural de la caridad. Entonces podrá amar a Dios y al prójimo plenamente.

Terribles daños padece el hombre cuya voluntad se pierde en amores desordenados; para describirlos ni «tinta ni papel bastarían, y el tiempo sería corto» (3 S 19,1). El «daño privativo principal es apartarse de Dios; porque así como allegándose a él el alma por la afección de la voluntad de ahí le nacen todos los bienes, así, apartándose de él por esta afección de criatura, dan en ella todos los daños y males a la medida del gozo y afección con que se junta con la criatura, porque eso es el apartarse de Dios» (19,1). El alma cebada en gozo de criaturas sufre «un embotamiento de la mente acerca de Dios, que le oscurece los bienes de Dios», y que le trae «oscuridad de juicio para entender la verdad y juzgar bien de cada cosa como es». «Le hace apartarse de las cosas de Dios y de los santos ejercicios y no gustar de ellos porque gusta de otras cosas». Todo esto le va llevando a «dejar a Dios del todo, no cuidando de cumplir su ley por no faltar a las cosas y bienes del mundo, dejándose caer en pecados mortales por la codicia. En este grado se contienen todos aquellos que de tal manera tienen las potencias del alma engolfadas en las cosas del mundo y riquezas y tratos, que no se dan nada por cumplir con lo que les obliga la ley de Dios, y tienen grande olvido y torpeza acerca de lo que toca a su salvación, y tanta más viveza y sutileza acerca de las cosas del mundo (+Lc 16,8); y así, en lo de Dios no son nada y en lo del mundo lo son todo». «Sirven al dinero y no a Dios, y se mueven por el dinero y no por Dios, haciendo de muchas maneras al dinero su principal dios y fin, anteponiéndole al último fin, que es Dios» (3 S 19,3-9). Observemos aquí que el dinero es «el principal dios y fin» del hombre carnal, pero no el único. De hecho, hay hombres que menosprecian el dinero y dan culto absoluto a otros ídolos tan peligrosos o más: ideas propias, afán de dominio, de poder, de independencia, de placer. Son, por supuesto, igualmente idólatras.

Es preciso «purificar la voluntad de todas sus afecciones desordenadas», de lo que llamaremos apegos. «Estas afecciones o pasiones son cuatro: gozo, esperanza, dolor y temor» (3 S 16,2). Gozo del bien presente, esperanza del bien ausente, dolor del mal presente, temor del mal inminente. Las cuatro afecciones de la voluntad juntamente se ordenan o se tuercen: si el hombre pone, por ejemplo, su gozo en la salud, ahí se centrarán convergentemente su esperanza, dolor y temor. Pues bien, la abnegación de la voluntad ha de ser total. Ninguna clase de bienes (3 S 18-45) ha de apresar el corazón del hombre con un apego que lesione o disminuya su amor a Dios. Sencillamente, «la voluntad no se debe gozar [ni doler, ni esperar, ni temer] sino sólo de aquello que es gloria y honra de Dios» (17,2). Esto es «dejar el corazón libre para Dios» (20,4).

Entendemos por apegos de la voluntad, en este sentido, todo amor a criatura no integrado en el amor a Dios, o contrario a él. Y la voluntad humana puede apegarse a cualquier cosa que no sea Dios. Uno puede tener amor desordenado a cosas malas -robar, adulterar, mentir-, o a cosas de suyo indiferentes -meterse en todo, no meterse en nada-, o a cosas buenas -estudiar o rezar mucho, terminar unos trabajos excelentes-. Apegos hay que tienen como objeto bienes exteriores -vino, tierras, dinero-; otros hay con objetos más interiores -vivir tranquilo, parecer moderno, ser eficaz, guardar un ritmo de vida previsible-.

La caridad es la fuerza que ordena la voluntad del hombre, librándole de todo apego desordenado, y uniéndole amorosamente a la voluntad de Dios. Creciendo en caridad, el cristiano va abandonando uno tras otro todos los ídolos de su afecciones desordenadas, donde puso gozo-esperanza-dolor-temor, y va amando al Señor con todas las fuerzas de su alma, como está mandado (Lc 10,27).

Todos los apegos y todos los ídolos han de ser consumidos por el fuego sobrenatural de la caridad. Si se trata, por ejemplo, de bienes temporales exteriores, «el hombre no se ha de gozar [ni doler, ni esperar, ni temer] de las riquezas cuando él las tiene ni cuando las tiene su hermano, sino [ver] si con ellas sirven a Dios. Y lo mismo se ha de entender de los demás bienes de títulos, estados, oficios, etc..; en todo lo cual es vano gozarse si no es si en ellos sirven más a Dios y llevan más seguro el camino para la vida eterna. No hay, pues, de qué gozarse sino en si se sirve más a Dios» (3 S 18,3). «También es vana cosa desear [desordenadamente] tener hijos, como hacen algunos que hunden y alborotan al mundo con el deseo de ellos, pues no saben si serán buenos y servirán a Dios, y si el contento que de ellos esperan será dolor, y el descanso y consuelo, trabajo y desconsuelo, y la honra, deshonra y ofender más a Dios con ellos, como hacen muchos» (18,4). Como veremos al tratar más adelante de la obediencia, hacer la voluntad de Dios es lo que de verdad realiza al hombre en el tiempo y en la eternidad. El hombre se disminuye, se enferma, se destruye en la medida en que polariza su voluntad -gozo, esperanza, dolor, temor- en criaturas, por nobles que en sí mismas sean.

La ascética de la voluntad puede verse ayudada por algunas normas fundamentales:

1.-Descubrir las afecciones desordenadas. Los apegos -que en el principiante son muchos- están a veces encubiertos, y los más suelen depender de unos pocos más radicales. Ahora bien, si la persona no se molesta en descubrir la concreta y perversa existencia de los apegos, no podrá desarraigarlos. Y no es difícil localizarlos, pues las señales que los revelan son claras. Las preguntas básicas «¿en que te gozas y alegras? ¿qué te produce más dolor y temor?», respondidas sinceramente, suelen indicar de modo convergente ciertos apegos.

Pero hay muchas otras señales. El hombre piensa mucho en el objeto de su apego -salud, dinero, etc.-, y habla mucho de él: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las preocupaciones de la memoria revelan apegos de la voluntad: uno se preocupa por aquellas cosas a las que está desordenadamente apegado. Las distracciones persistentes en la oración a causa de un objeto suelen indicar que el hombre lo quiere con voluntad carnal. Por otra parte, los apegos son raíces que producen malos frutos: así, cuando una persona -de suyo veraz- miente para salvar o acrecer su prestigio, es claro indicio de que está apegada a él. En este sentido, para discernir la calidad de amores dudosos, conviene aplicar la clave evangélica: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16).

2.-Tender siempre al desposeimiento afectivo, y a veces al efectivo. Fácilmente el hombre se apega a las cosas que posee, y «si las manoseare con la voluntad, quedará herido de algún pecado» (3 S 18,1). Por eso el cristiano, enseñado por Cristo en el evangelio, procura poseer con gran sobriedad, desconfiando humildemente de su propio corazón. Y esto lleva siempre a la pobreza espiritual, y a veces también a la pobreza material. Ya sabemos que todos los cristianos, también los laicos, están llamados a vivir los consejos evangélicos, si no efectivamente, al menos en el afecto y en la disposición del ánimo, que es en definitiva lo único que cuenta ante Dios.

Cuando las cuatro afecciones de la voluntad están ordenadas en el amor a Dios, «de manera que el alma no se goce sino de lo que es puramente honra y gloria de Dios, ni tenga esperanza de otra cosa, ni se duela sino de lo que a esto tocare, ni tema sino sólo a Dios, está claro que enderezan y guardan la fortaleza del alma y su habilidad para Dios; porque cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios y cuanto más esperare otra cosa, tanto menos esperará en Dios; y así de las demás. Estas cuatro pasiones tanto más reinan en el alma cuanto la voluntad está menos fuerte en Dios y más pendiente de las criaturas, porque entonces con mucha facilidad se goza de cosas que no merecen gozo, y espera de lo que no aprovecha, y se duele de lo que, por ventura, se había de gozar, y teme donde no hay que temer» (3 S 16,2. 4).

«Debe, pues, el espiritual, al primer movimiento, cuando se le va el gozo a las cosas, reprimirle» (20,3), haciéndose consciente de que su tesoro es Dios, y que en él tiene que tener puesto el corazón, todo el corazón. Ahora bien, sobre todo a los comienzos, cuando todavía el cristiano es carnal, es muy difícil la pobreza afectiva en ciertas cosas si sobre ellas no se ejerce también la pobreza efectiva. Desde luego, el desprendimiento material se impone si éstas son malas; pero también si, aun siendo buenas -más arriba pusimos como ejemplo la afición a la literatura-, hacen daño de hecho a quien las posee. Esas mismas cosas buenas renunciadas, quizá puedan ser recuperadas más tarde con ventaja cuando la persona esté más crecida en lo espiritual.

3.-Desvalorizar los apegos a la luz de la fe. No son más que ídolos, muchas veces ridículos, alzados en el corazón del hombre, y a los que éste da culto. Pero no resisten la luz de la fe, pues cuando ella revela lo que son, se vienen abajo. Por eso, cuando descubrimos en nosotros el ídolo de algún amor desordenado a criatura, lo venceremos sobre todo proyectando sobre él el foco de una fe intensamente actualizada.

Supongamos que una mujer tiene gran apego al orden: si cada cosa no está en su sitio y a su hora, se pone nerviosa, se enfada y hace a todos la vida imposible. Esta mujer, mientras no derribe de su corazón el ídolo del orden, apenas conseguirá nada con sus buenos e ingenuos propósitos de no enfadarse «la próxima vez». Tiene que ver a la luz de la fe la estupidez de su manía; ha de comprender que el orden es un valor que ha de integrarse en otros valores -paz, alegría familiar-, y que es completamente ridículo que estos valores sean sacrificados a aquél. Al valorar lo que ahora no tiene suficientemente en cuenta, porque ve las cosas con poca luz, conseguirá desvalorar su idolatrado orden. Y si ella misma llega a «reírse de sus manías de orden», entonces la curación puede darse por hecha.

Pero el combate contra los apegos suele ser muy torpe. Suele reducirse a decretos volitivos («la próxima vez no me enfadaré por el desorden»), que espiritualmente resultan ineficaces, y psicológicamente insanos. El cristiano, al combatir un apego, debe convencerse de su vanidad, ridiculez y maldad; debe renunciar volitivamente a sus ávidas obstinaciones («procuraré el orden, pero me conformaré con el que se consiga en la casa»); y, en ocasiones, cuando no resulta posible la afirmación simultánea de todos los valores, debe elegir los que le parezcan más importantes, dejando otros («tal como están las cosas, elijo positivamente descuidar un poco el orden, para sacar adelante la unidad y la alegre paz familiar, que me importan más»).

¡Qué tranquilos están los apegos cuando ven que el hombre sólo los combate a golpes de voluntad! ¡Y cómo tiemblan en cuanto ven que la persona enciende la luz de la fe y se apresta a enfocarla sobre ellos! En ese momento saben que tienen las horas contadas.

4.-Hay que saber que el apego a cosas buenas puede ser más peligroso que el referido a cosas malas, pues aquél fácilmente se justifica bajo capa de bien. Un cura apegado a la bebida, tratará de corregirse, y si no lo consigue, al menos se reconocerá pecador. Pero un cura apegado a su parroquia -se resiste a posibles cambios, inventa para ello razones falsas, etc.-, difícilmente reconoce su afección desordenada: ¿Acaso no es bueno y noble que un sacerdote ame a su parroquia?... Mucho cuidado hay que tener para descubrir y reducir los apegos de la voluntad a cosas buenas.

5.-Hay que saber que los apegos interiores son más peligrosos que los referidos a bienes exteriores. Los interiores son mas persistentes, más vinculados a la personalidad de cada uno, más ocultos, y suelen ser la raíz que sostiene no pocos apegos a objetos exteriores. Por eso en la vida espiritual -y concretamente en la dirección espiritual- tiene la mayor importancia descubrir estos apegos internos y desarraigarlos. De otro modo, gran parte del trabajo ascético será inútil.

Un hombre, por ejemplo, tiene como afección radical desordenada triunfar en el mundo y sobresalir en la sociedad (apego interno), y para conseguirlo busca enriquecerse (apego externo), pero como no lo consigue, se entrega a la bebida (apego externo). Esta persona, probablemente, será consciente de su apego a la bebida; será menos consciente de su apego a las riquezas, pues es una tendencia desordenada más universal; pero quizá no sea consciente en absoluto de su apego al éxito mundano, que en él es el decisivo. Así pues, si combate sus apegos a riqueza y bebida, probablemente no conseguirá nada, pues no ataca la mala raíz -el apego al éxito- que los sostiene. Pero aun en el supuesto, improbable, de que consiga una vida más libre de riqueza y bebida, si continúa apegado al éxito ¿ha adelantado algo con su ascetismo? Sigue siendo un idólatra, quizá ahora más soberbio, al verse libre de unos apegos exteriores humillantes.

6.-Los apegos han de ser arrancados con la fuerza de la caridad. No tiene el alma otra fuerza que la de su amor. «El amor es la inclinación del alma y la fuerza y virtud que tiene para ir a Dios, porque mediante el amor se une el alma con Dios» (Llama 1,13). San Juan de la Cruz sabe bien que del amor desordenado a criatura sólo puede arrancarnos un amor a Dios más fuerte. Es cuestión de preferir a Dios en un acto intenso y fuerte de la caridad: «¿Amaré a la criatura más que al Creador? ¿Voy a preferir mi gusto al agrado de mi Señor?» Sólo la fuerza del amor a Dios puede arrancarnos de nuestros apegos. Y puede hacerlo con facilidad, pues ante el alma que ama de verdad a Dios «todas las cosas le son nada, y ella es para sus ojos nada. Sólo su Dios para ella es el todo» (1,32).

7.-Los apegos han de ser atajados cuanto antes; y por pequeños que sean, nunca debe ser subestimada su peligrosidad, pues «una centella basta para quemar un monte y todo el mundo. Y nunca se fíe por ser pequeño el asimiento, si no le corta luego, pensando que adelante lo hará, porque, si cuando es tan poco y al principio no tiene ánimo para acabarlo, cuando sea mucho y más arraigado ¿cómo piensa y presume que podrá?» (3 S 20,1).

Se atajan los apegos, ante todo, por la oración de petición, rogando a Dios que rompa las cadenas que nos sujetan o nos dé fuerzas para romperlas; se atajan con los actos intensos que les son contrarios, y también no consintiendo en estos apegos mientras duran, que muchas veces no bastan unos actos, por intensos que sean, para que desaparezcan.

Inmensos bienes gana de Dios la voluntad liberada por la caridad. El cristiano que tiene el corazón «desnudo de todo, sin querer nada» (2 S 7,7), y ama a Dios con toda su alma, da la fisinomía fascinante de Jesús y de sus santos:

«Adquiere libertad de ánimo, claridad en la razón, sosiego, tranquilidad y confianza pacífica en Dios; adquiere más gozo y recreación en las criaturas con el desapropio de ellas; adquiere más clara noticia de ellas para entender bien las verdades acerca de ellas, así natural como sobrenaturalmente; por lo cual las goza muy diferentemente que el que está asido a ellas. Gózase en todas las cosas, no teniendo el gozo apropiado a ellas, como si las tuviese todas; en tanto que ninguna tiene en el corazón, las tiene todas en gran libertad (2 Cor 6,10); el otro, en tanto que tiene de ellas algo con voluntad asida, no tiene ni posee nada, antes ellas le tienen poseído a él el corazón, por lo cual, como cautivo, pena. Al desasido no le molestan cuidados ni en oración ni fuera de ella, y así, sin perder tiempo, con facilidad hace mucha hacienda espiritual» (3 S 20,2-3).

Ascesis del carácter

El hombre carnal tiene mal carácter. Esto se comprende fácilmente si se considera que la modalidad concreta de un carácter procede 1.-del temperamento psicosomático, poco modificable, que viene ya herido y con malas tendencias; 2.-del ambiente condicionante, generalmente malo o mediocre, y que desde niño ha sido asimilado consciente o, la mayor parte de las veces, inconscientemente; 3.-de la historia personal de pecado, que ha dejado en la persona -alma y cuerpo- muchas huellas de culpa, aún vigentes y condicionantes si no han sido suficientemente borradas por el arrepentimiento y la expiación; y 4.-de la historia personal de gracia recibida, aún pendiente de continuación y desarrollo.

La ascesis del carácter, según esto, viene a coincidir con la del sentido y del espíritu; sin embargo, presenta algunos aspectos particulares que merece la pena señalar.

1.-El carácter es modificable y debe ser modificado -en algunos aspectos, profundamente-. Las vidas de los santos nos muestran la fuerza de la gracia para modificar sorprendentemente el carácter inicial de las personas. La ascesis del carácter resulta en cambio imposible en quien se ve a sí mismo como irreformable: «Genio y figura hasta la sepultura». Así será, si así lo cree.

2.-La persona no debe solidarizarse con su propio carácter, aprobándolo en el fondo. No es raro captar en algunos que confiesan sus debilidades, deficiencias y pecados, una satisfacción y evidente complacencia, es decir, una simpatía cómplice con su propio modo de ser. En tal actitud éstos son incorregibles.

3.-La persona no debe constituir nunca su carácter como principio de pensamiento y acción. Hay que pensar con la cabeza -no con el corazón, el hígado o los pies-: la búsqueda de la verdad que se debe pensar o del bien que se debe hacer está condenada al extravío si la persona se deja condicionar por su modo peculiar de ser. Incluso si el modo en sí no es malo o es indiferente: ser lento o rápido, razonador o intuitivo, organizado o improvisador, inclinado a lo abstracto o a lo concreto. Todo eso da más o menos igual, tendrá ventajas para esto y limitaciones para aquello. Lo que estorba gravemente al hombre para la unión con Dios es «cuando se ase a algún modo suyo, o cualquier otra cosa u obra propia, no sabiéndose desasir y desnudar de todo ello» (2 S 4,4). Eso es lo que frena y resiste la obra del Espíritu.

El que se cierra a un trabajo o ministerio, a una norma, a un profesor puesto por la Iglesia, alegando simplemente «A mí eso no me va», «Eso es contrario a mi estilo», padece, al menos de modo implícito, dos graves errores: 1.-El carácter es inmodificable, y sería malo hacerse violencia para cambiarlo. 2.-Dios está obligado a mover con su gracia a los hombres ajustándose cuidadosamente al carácter que tienen. Según eso, Teresa de Ahumada, tan vivaz y sociable, puede resistirse con toda razón a Dios si le quiere recluir en un monasterio. Y lo mismo puede -debe- hacer Juan Bautista Vianney, tan inclinado a la soledad penitente del monasterio, si el Señor osa retenerle hasta su muerte en la parroquia de Ars.

4.-El propio carácter no debe ser impuesto a los demás como una norma universal. Esto hace un daño especial cuando la persona tiene autoridad -padre, párroco, maestro-. Este obispo tiene un carácter ordenado y meticuloso, y tiene su diócesis cuadriculada. Este padre de familia aborrece los viajes, y su familia está siempre quieta. Aquel trabaja rápidamente, y cuando colabora con otro que es más lento, es incapaz de moderar su ritmo, haciendo la acomodación conveniente... A nadie impongamos nuestro modo de ser. Estorbaríamos en nosotros y en los demás la acción del Espíritu divino.

San Francisco de Javier, como provincial jesuíta, escribe con gran dureza al padre Cipriano, hombre dominado por su carácter violento: «Siempre usáis de vuestra condición fuerte: todo lo que hacéis por una parte, por otra lo deshacéis. Estáis ya tan acostumbrado a hacer vuestra voluntad que, dondequiera que estáis, con vuestras maneras escandalizáis a todos, y dais a entender a los otros que es condición vuestra ser así fuerte. Quiera Dios que de estas imprudencias algún día hagáis penitencia. Por amor de Dios nuestro Señor os ruego que forcéis vuestra voluntad, y que en lo por venir enmendéis lo pasado, porque no es condición ser así irritable, sino descuido grande que tenéis de Dios y de vuestra conciencia y del amor de los prójimos» (Cta. 113: 6/14-IV-1552).

Necesidad de la mística pasiva

La vida mística es necesaria para la perfección. Ya vimos más arriba que la actividad ascética ejercita las virtudes, por las que el hombre participa de la vida sobrenatural al modo humano. La vida mística, en cambio, se caracteriza por el predominio operativo de los dones del Espíritu Santo, que hacen participar de la vida sobrenatural al modo divino. Pues bien, en la mística pasiva se consuma la obra de la gracia, iniciada y adelantada por la ascesis, pues ésta misma no puede dar la perfección.

«Por más que el alma se ayude, no puede ella activamente purificarse de manera que esté dispuesta en la menor parte para la divina unión de perfección de amor, si Dios no toma la mano y la purifica en aquel fuego oscuro para ella» (1 N 3,3). «Por más que el principiante en mortificar en sí ejercite todas estas sus acciones y pasiones, nunca del todo ni con mucho puede [llegar a la unión], hasta que Dios lo hace en él, habiéndose él pasivamente» (7,5; +STh I-II,68,2).

En los «buenos cristianos» quedan vivas no pocas miserias que se resisten a morir. Hay todavía cierta soberbia oculta, con satisfacción de sí y menosprecio de los demás, y más gusto por enseñar que por aprender de otros; y tienen «grandes ansias con Dios por que les quite sus imperfecciones y faltas, más por verse sin la molestia de ellas en paz que por Dios» (1 N 2). Hay avaricia espiritual: no se cansan de leer y oír cosas espirituales, sin tener igual celo para realizarlas; cuando no sienten consuelo espiritual, se desconsuelan mucho (3). Hay lujuria espiritual, movimientos involuntarios de la sensualidad, amistades algo desordenadas, que inquietan la conciencia (4). Hay todavía accesos de ira, de indignación ante vicios ajenos, como si fueran dueños de la virtud (5). Hay gula espiritual, deseo inmoderado de adelanto espiritual, pero aún son «semejantes a los niños, que no se mueven ni obran por razón, sino por el gusto» (6). Hay envidia, poca y poco consciente, pero no querrían que los otros fueran alabados, y a veces deshacen esas alabanzas, disminuyéndolas como pueden; preferirían ser ellos más estimados (7). Hay pereza en la oración y trabajos, y «en lo que ellos no hallan voluntad y gusto, piensan que no es voluntad de Dios, y que, por el contrario, cuando ellos la satisfacen, creen que Dios se satisface, midiendo a Dios consigo, no a sí mismos con Dios» (7,3).

La santificación mística pasiva es necesaria. Ya el hombre no puede psicológicamente, obrando al modo humano, arrancar esas miserias tan arraigadas en el fondo mismo de su personalidad. Pero además no puede ontológicamente lograr de su mano una deificación adquirida: ha de ser Dios mismo quien purifique con su mano el fondo del hombre, y quien consume en él una deificación que ha de ser necesariamente dada. Es el paso de la ascética a la mística, la delicada transición del moverse con el auxilio de la gracia al ser movido por el mismo Dios. En efecto, «hay almas que muy ordinariamente son movidas por Dios en sus operaciones, y ellas no son las que se mueven, según aquello de San Pablo: que «los hijos de Dios», que son éstos, los transformados y unidos en Dios, «son movidos por el Espíritu de Dios» (Rm 8,14)» (3 S 2,16). Así era la vida espiritual de la Virgen María (2,10).

Y como ya vimos, la consumación de la ascética en la mística es normal, entra en la dinámica ordinaria del crecimiento en la gracia. Y es que «es imposible, cuando [la persona] hace lo que es de su parte, que Dios deje de hacer lo que es de la suya en comunicársele, a lo menos en secreto y silencio. Más imposible es esto que dejar de dar el rayo del sol en lugar sereno y descombrado; pues que, así como el sol está madrugando y dando en tu casa para entrar si destapas la ventana, así Dios entrará en el alma vacía y la llenará de bienes divinos. Dios está como el sol sobre las almas para comunicarse a ellas» (Llama 3,46-47).

Mística del sentido

La purificación pasiva del sentido viene producida fundamentalmente por la luz de la contemplación infusa, que comienza a incidir dolorosamente en una persona aún imperfecta para recibirla; por las penas de la vida -trabajos, enfermedades, depresiones, desengaños, «tribulaciones de la carne», esas que San Pablo anunciaba especialmente a los seglares (1 Cor 7,28)-; y también por las tentaciones del demonio, que a estas alturas procura turbar y angustiar el alma que va escapando de su influjo.

Entre los cristianos que viven de verdad su fe «es común y acaece a muchos» (1 N 8,1), pero son «muy pocos los que sufren y perseveran en entrar por esta puerta angosta» (11,4), pues la mayoría se resiste en la vida espiritual a ir más allá de lo «razonable». Es noche amarga y terrible (8,2), y su duración es variable: depende de que haya más o menos imperfección que purificar en las personas, y también depende del grado de santidad al cual Dios las destina (14,5). En todo caso, «harto tiempo suelen durar en estas sequedades y tentaciones ordinariamente» (14,6). En la gente de vida contemplativa esta gran prueba «comúnmente acaece más en breve después que comienzan que a los demás» (8,4).

Es como una gran crisis por la que necesariamente han de pasar aquellos que, perdiendo ya todo resto de apoyo en sí mismos o en las criaturas -Dios quita estos apoyos-, van a llegar a la unión con Dios por la mística del espíritu. «Cuando más claro a su parecer les luce el sol de los divinos favores, oscuréceles Dios toda esta luz, y así, los deja tan a oscuras, que no saben por dónde ir con el sentido de la imaginación y el discurso» (1 N 8,3).

Algunas señales indican el ingreso en esta noche. 1ª.-El cristiano «así como no halla gusto ni consuelo en las cosas de Dios, tampoco le halla en ninguna de las cosas creadas» (1 N 9,2). Si en éstas tuviera consuelo y en aquéllas no, sería quizá un estado de tibieza espiritual; pero el disgusto es universal. Nótese en esto que un disgusto semejante puede venir de neurosis o perturbaciones psíquicas. No basta, pues, esta señal sola. 2ª.-El cristiano «ordinariamente trae memoria en Dios con solicitud y cuidado penoso, pensando que no sirve a Dios, sino que vuelve atrás, como se ve con aquel sinsabor en las cosas de Dios». No se trata, pues, de tibieza, que sería sin cuidado de Dios; ni de enfermedad psíquica o física, pues en ésta «todo se va en disgusto y estrago del natural, sin estos deseos de servir a Dios que tiene la sequedad purificativa» (9,3); ni será tentación del demonio, pues éste no inspira solicitud por Dios. 3ª.-Tercera señal es «el no poder ya meditar ni discurrir en el sentido de la imaginación como solía, aunque más haga de su parte» (1 N 9,8; +2 S 13). Mientras imaginación y discurso son posibles, no se deben dejar (2 S 13,2), pero llega un momento en que quedan inertes, por más que el cristiano haga de su parte.

Los cristianos en esta situación espiritual sufren mucho y «no tanto por las sequedades que padecen como por el recelo que tienen de que van perdidos en el camino. Se fatigan y procuran arrimar con algún gusto las potencias a algún objeto de discurso, pensando ellos que, cuando no hacen esto y se sienten obrar, no se hace nada; lo cual hacen no sin harta desgana y repugnancia interior del alma» (1 N 10,1).

Inmensos bienes trae esta purificación mística y pasiva del sentido (1 N 12-13). El cristiano se hace mucho más humilde y comprende mejor la excelencia inefable de Dios. Se hace más suave con Dios, consigo mismo y con el prójimo. Aprende a obedecer, ya que se ve tan perdido, y se acuerda más de Dios. Como ya no tiene modo de cebarse en gustos sensibles, ni en lo natural ni en las cosas de Dios, aprende a moverse no por gustos, sino por pura fe y caridad -incluso ya ni sabe lo que le agrada o le desagrada-. Va venciendo la pereza, va saliendo de ser niño que se mueve por el gusto. Le invade en este desierto una extraña paz inalterable, y logra ahora aquella «libertad de espíritu, en la que se van granjeando los doce frutos del Espíritu Santo» (13,11).

Algunos consejos pueden ayudar a quienes, muchas veces sin guías idóneos, han de sufrir esta oscura noche, amarga y desconcertante. 1.-«Paciencia, no teniendo pena; confíen en Dios, que no deja a los que con sencillo y recto corazón le buscan, ni les dejará de dar lo necesario para el camino» (1 N 10,3). 2.-«No se den nada por el discurso y meditación [ni en la oración ni en la vida ordinaria], pues ya no es tiempo de eso, sino que dejen estar el alma en sosiego y quietud, aunque les parezca claro que no hacen nada y que pierden el tiempo, que harto harán en tener paciencia en perseverar en la oración sin hacer ellos nada» (10,4).

Mística del espíritu

La santificación pasiva del espíritu es necesaria para la consumación de la obra de la gracia, pues «la purificación [pasiva] del sentido sólo es puerta y principio para la del espíritu; más sirve para acomodar el sentido al espíritu que para unir el espíritu con Dios» (2 N 2,1). Sin la vida mística del espíritu ni siquiera el sentido queda totalmente purificado, «porque todas las imperfecciones y desórdenes de la parte sensitiva tiene su fuerza y raíz en el espíritu, donde se sujetan todos los hábitos buenos y malos. De donde en esta noche (pasiva del espíritu) se purifican entrambas partes», sentido y espíritu (3,1-2).

Hecha ya la purificación pasiva del sentido, «suele pasar harto tiempo y años, en que, salida el alma del estado de principiantes, se ejercita en el de los aprovechados: en el cual, así como el que salido de una estrecha cárcel, anda en las cosas de Dios con mucha más anchura y satisfacción del alma. Aunque, como no está bien hecha la purificación del alma -porque le falta la principal parte, que es la del espíritu-, nunca le faltan a veces algunas necesidades, sequedades, tinieblas y aprietos, a veces mucho más intensos que los pasados, que son como presagios y mensajeros de la noche venidera del espíritu; aunque no son éstos durables, como será la noche que espera» (2 N 1,1).

El cristiano sufre mucho en «esta tempestuosa y horrenda noche» pasiva del espíritu (2 N 7,3). «Siéntese el alma tan impura y miserable, que le parece estar Dios contra ella, y que ella está hecha contraria a Dios» (5,5). Es un «sentirse sin Dios, y castigada y arrojada e indigna de él, y que está enojado» (6,2). «En esto humilla Dios mucho al alma para ensalzarla mucho después, y, si él no ordenase que estos sentimientos, cuando se avivan en el alma, se adormeciesen pronto, moriría muy en breves días. Mas son interpolados los ratos en que se siente su íntima viveza, la cual se siente tan a lo vivo, que le parece al alma que ve abierto el infierno y la perdición» (6,6). «No halla consuelo ni arrimo en ninguna doctrina ni maestro; puede el alma tan poco en este puesto, como el que tienen aprisionado en una oscura mazmorra atado de pies y manos» (7,3). Y si esta purificación «ha de ser algo de veras, dura algunos años, puesto que en estos medios hay interpolaciones de alivios, en que por dispensación de Dios, dejando esta contemplación oscura de embestir en forma y modo purificativo, embiste iluminativa y amorosamente» (7,4).

Inmensos bienes trae consigo la mística del espíritu: La abnegación total de la persona: «desasida de lo exterior, desposesionada de lo interior, desapropiada de las cosas de Dios, ni lo próspero la detiene ni lo adverso la impide» (Dichos 124). La lucidez espiritual: «En esta oscura luz espiritual de que está embestida el alma, cuando tiene en qué reverberar, esto es, cuando se ofrece alguna cosa que entender espiritual y de perfección o de imperfección -por mínimo átomo que sea, o juicio de lo que es falso o verdadero-, luego la ve y entiende mucho más claramente que antes que estuviese en estas oscuridades» (2 N 8,4). Queda así el alma purificada de sus miserias «más incurables» (2,4). Queda dispuesta el alma para ser «llevada a la divina unión» (1,1). Y la fuerza y causa de este sagrado crecimiento ha sido el amor. Y es que ya los gustos los ha recogido Dios de tal modo «que no pueden gustar de cosa que ellos quieran. Todo lo cual hace Dios a fin de que, apartándolos y recogiéndolos todos para sí, tenga el alma más fortaleza y habilidad para recibir esta fuerte unión de amor de Dios, que por este medio purificativo le comienza ya a dar, en que el alma ha de amar con gran fuerza de todas las fuerzas y apetitos espirituales y sensitivos del alma» (11,3).

La mística del espíritu es sumamente pasiva, y el místico ha de decir: «Salí del trato y operación humana mía a operación y trato de Dios» (2 N 4,2). Se va a consumar la perfecta transformación del hombre carnal en hombre espiritual, y es Dios mismo quien enciende al hombre como llama de amor viva. «Dios obra en el alma como se ha el fuego en el madero para transformarle en sí; porque el fuego material, en aplicándose al madero lo primero que hace es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene;... y finalmente, comenzándole a inflamar por de fuera y calentarle, viene a transformarle en sí y ponerle hermoso como el mismo fuego» (2 N 10,1).

Los que conciben la santidad cristiana como un perfeccionamiento ético asequible a las fuerzas humanas, no saben de qué va la cosa. La santidad es deificación que sólo Dios puede obrar y consumar en el hombre, «apretándole y enjugándole las afecciones sensitivas y espirituales, y debilitándole y adelgazándole las fuerzas naturales del alma acerca de todo (lo cual nunca el alma por sí misma pudiera conseguir), haciéndola Dios desfallecer y desnudar en esta manera a todo lo que no es Dios naturalmente, para irla vistiendo de nuevo, desnudada y desollada ya ella de su antiguo pellejo. Lo cual no es otra cosa sino alumbrarle el entendimiento con la lumbre sobrenatural, de manera que de entendimiento humano se haga divino unido con el divino; y, ni más ni menos, informarle la voluntad de amor divino, de manera que no sea voluntad menos que divina, no amando menos que divinamente, hecha y unida en uno con la divina voluntad y amor; y la memoria, ni más ni menos; y también las afecciones y apetitos todos mudados y vueltos según Dios, divinamente. Y así, esta alma será ya alma del cielo celestial y más divina que humana» (2 N 13,11).

5. El mundo

Z. Alszeghy, fuite du monde, DSp 5 (1964) 1575-1605; J. Daniélou, L’oraison, problème politique, París, Fayard 1965; J. M. Iraburu, De Cristo o del mundo, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 1997; N. Iung, respect humain, Dictionnaire de théologie catholique, París 13 (1937) 2461-2466; M. Ruiz Jurado, El concepto de mundo en los tres primeros siglos de la Iglesia, «Estudios Eclesiásticos» 51 (1976) 79-94; J. Saward, Dieu a la folie. Histoire des saints fous pour le Christ, París, Seuil 1983; C. Spicq, Vida cristiana y peregrinación según el NT, BAC 393 (1977).

Sobre la psicología social: Hay muchos manuales, como los de A. Aronson, S. A. Asch, E. P. Hollander, O. Klineberg, P. Lersch, T. M. Newcomb. Indicaremos especialmente AA.VV., L’homme manipulé, Univ. des Sciences humaines, Estrasburgo 1974; G. Le Bon, Psychologie des foules, París 1947; H. C. Lindgren, Introducción a la psicología social, México, Trillas 1973; L. Mann, Elementos de psicología social, México, Limusa-Wiley 1972; J. Stoetzel, Psicología social, Alcoy, Marfil 1975; S. Tchakhotine, Le viol des foules par la propagande politique, París 1952.

Sobre el martirio: P. Allard, El martirio, Madrid, Fax 1943; G. Bardy, La conversión al cristianismo durante los primeros siglos, Desclée de B. 1961; C. Miglioranza, Actas de los mártires, B. Aires, Paulinas 1986; C. Noce, Il martirio, Roma, Studium 1987; D. Ruiz Bueno, Actas de los mártires, BAC 75 (1962); J. Zeiller, La vie chrétienne aux deux premiers siecles, en Histoire de l’Eglise, dir. Fliche-Martin, París 1941,I, 259-278.

Catecismo (407-409).

En el mundo, sin ser del mundo

Cristo, estando en el mundo, afirmó no ser del mundo, distinguiéndose de los que le escuchaban: «Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo» (Jn 8,23). Más aún, se declaró a sí mismo vencedor de un mundo hostil: «Yo he vencido al mundo» (16,33). Pues bien, también los cristianos hemos de vivir en el mundo sin ser del mundo (15,18; 17,6-19). Si fuésemos del mundo, el mundo nos amaría como a cosa suya; pero como no somos del mundo, sino del Reino, por eso el mundo nos aborrece (15,19). Y también nosotros, en Cristo, podemos declararnos vencedores del mundo: «Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe» (1 Jn 5,4).

Pero precisemos qué se entiende por «mundo» en el lenguaje cristiano derivado de la Biblia, y hagámoslo con la ayuda del magisterio de Pablo VI (23-II-1977):

Mundo-cosmos: «La palabra mundo asume en el lenguaje escrito significados muy distintos, como el de cosmos, de creación, de obra de Dios, significado magnífico para la admiración, el estudio, la conquista del hombre» (Sab 11,25; Rm 1,20).

Mundo-pecador: Otro sentido es «el de la humanidad; el mundo puede significar el género humano tan amado de Dios, hasta el extremo de que el mismo Dios se ocupó de su salvación (Jn 3,16), de su elevación a un nivel de inefable asociación del hombre a la vida misma de Dios». Esta es, quizá, la acepción más usada en el concilio Vaticano II (por ejemplo, GS 2b).

Mundo-enemigo: «Y finalmente la palabra mundo, tanto en el Nuevo Testamento como en la literatura ascética cristiana, adquiere frecuentemente un significado funesto, y negativo hasta el punto de referirse al dominio del Diablo sobre la tierra y sobre los mismos hombres, dominados, tentados y arruinados por el Espíritu del mal, llamado «Príncipe de este mundo» (Jn 14,30; 16,11; Ef 6,12). El mundo, en este sentido peyorativo, sigue significando la Humanidad, o mejor, la parte de Humanidad que rechaza la luz de Cristo, que vive en el pecado (Rm 5,12-13), y que concibe la vida presente con criterios contrarios a la ley de Dios, a la fe, al Evangelio (1 Jn 2,15-17)».

Según esto, el cristiano ha de vivir en el mundo-cosmos, ha de amar al mundo-pecador, sin hacerse su cómplice, guardándose libre de él en criterios y costumbres, y ha de vencer al mundo-enemigo del Reino.

El influjo del medio sobre el individuo

El hombre carnal depende muchísimo del mundo en que vive. Puede decirse que vive casi completamente sujeto a él, sin saberlo, en sus modos de pensar, sentir, hablar y hacer. Esto siempre lo han sabido y enseñado los maestros espirituales cristianos -y muchos no cristianos-. Así San Pablo decía: «Mientras fuimos niños, vivíamos esclavizados bajo los elementos del mundo» (Gál 4,3; +Col 2,8. 20). Pero hoy podemos conocer y expresar mejor ese hecho -la dependencia individual del medio- con la ayuda de la psicología social. Citaremos, pues, en síntesis, algunos experimentos científicamente realizados, que pueden verse referidos más detalladamente en las obras que hemos citado sobre esta ciencia.

Percepciones. -El deseo de agradar, de coincidir, de recibir aprobación social, el miedo a disentir de los otros, a enfrentarse con ellos, puede condicionar muy eficazmente al individuo, afectando a sus mismas percepciones.

Veamos un experimento clásico. Siete personas eran reunidas en una sala que tenía dos carteles. Uno con una línea, otro con tres. Se trataba de discernir a cuál de estas tres líneas era igual la primera. El sujeto, como se comprobó en experimentos previos, probado a solas, acertaba siempre. Pero el investigador dispuso una situación experimental nueva, en la que un individuo (ingenuo) había de enfrentar su opinión (verdadera) con la opinión unánime (falsa) de otros seis sujetos (cómplices del investigador). ¿Qué haría? ¿Quedarse aislado con su percepción verdadera, o mantenerse agrupado, a costa de expresar -o incluso de percibir- una estimación visual errónea? La prueba tuvo muchos sujetos y numerosas variantes. El resultado global vino a ser éste: La 1/2 de los probados se sometió al grupo en un 25% de pruebas; 1/4 parte se sometió en un 75% de casos; y sólo 1/4 mantuvo su percepción y juicio, sin someterse nunca. Es significativo que si el sujeto hallaba en el grupo otro sujeto ingenuo, con el que coincidía en la verdad, el índice de sometimiento descendía notablemente (S. A. Asch 1956).

Criterios.-Enfrentado el hombre a estímulos ambiguos y poco conocidos -aprendiz que entra en un taller, universitario de primer curso, emigrante en país extraño-, tiende a buscar orientación en el grupo, mira de reojo a los lados, y se atiene a lo que ve establecido y es usual. Esta socialización o masificación va configurando eficacísimamente la mente del hombre, desde que ingresa en el mundo hasta que muere, pasando por una serie de situaciones, problemas y asuntos sucesivamente cambiantes. Como es obvio, los influjos recibidos unas veces favorecerán la formación de criterios verdaderos (por ejemplo, «hay que trabajar»), otras veces inculcarán convencimientos falsos («cuantos menos hijos mejor»).

En Francia los jóvenes de 15-20 años estiman como número ideal de hijos: ninguno, un 8%; uno, 10%; dos, 42%; tres, 31%; cuatro o más, ninguno; sin opinión, 9% (Encuesta SOFRES-L’Express 10-XI-1975). ¿Qué pensarán de este tema los jóvenes matrimonios cristianos que se formen en este ambiente? Si son cristianos carnales, estarán «esclavizados bajo los elementos del mundo» (Gál 4,3), y pensarán-obrarán como todos. Sólamente si son cristianos espirituales, tendrán fe iluminada y libertad del mundo para pensar y obrar en este tema según convenga, según Dios quiera. Pero, como sabemos, los cristianos espirituales, es decir, los cristianos plenamente libres del mundo, son muy pocos.

Conducta. -El comportamiento individual se ve constantemente afectado por la aprobación social, que refuerza ciertas pautas conductuales, y por la reprobación social, que aleja otras. Esta presión de la sociedad sobre el individuo se asemeja a la presión atmosférica: actúa sobre la persona siempre, desde su nacimiento, y por eso mismo no se advierte su influjo.

Veámoslo en un caso trivial, pero tengamos en cuenta que el mismo mecanismo se produce en las cuestiones más graves. En una residencia de señoritas un investigador hizo que algunas de ellas -colaboradoras suyas- elogiaran un día a todas las muchachas vestidas de azul, que eran un 25%: «Qué bien te sienta el azul». A los cinco días del tratamiento elogioso, el porcentaje del azul se alzó en un 35% (A. D. Calvin 1962).

Interpretación individual por comparación social. -El influjo de los otros es tan fuerte sobre el individuo que éste llega a interpretar sus propias experiencias, sobre todo cuando son ambiguas, por comparación social. Y en realidad son muy frecuentes las situaciones vitales en las que la persona no sabe qué pensar. Pues bien, la carencia de una respuesta personal segura se soluciona por referencia social a otra persona, o a la mayoría, o a un grupo de referencia caracterizado.

Un grupo de voluntarios fue requerido para experimentar en ellos los efectos que ciertas vitaminas causaban en la visión. En realidad se les inyectaba adrenalina. Cada sujeto esperaba en una sala los efectos durante un tiempo. Aislado, se sentía raro, sin discernir bien sus sensaciones. Le introducían entonces un compañero (un colaborador del investigador) que daba expresivas muestras de euforia (o decaimiento, o agresividad, etc.). Se pudo comprobar que los sujetos probados tendían a apropiarse la reacción fisiológica de su compañero visitante, aunque no en grado tan intenso (S. Schachter-J. E. Singer 1962).

Roles. -Los individuos suelen asumir ciertas pautas conductuales -de maestro, padre, novia, sacerdote, etc.- que la sociedad les da ya hechas. Y es natural que así sea, pues el individuo no puede pensar toda su vida partiendo de cero, sino que se ve en la necesidad, en parte positiva, de atenerse a una tradición. Ahora bien, fácilmente se podrá advertir el peligro que esto implica para la libertad de la persona y para la honestidad moral. La aceptación acrítica de un rol social suele conducir a la mediocridad o a la maldad. Esto es tan obvio que ni siquiera requiere ilustraciones concretas.

Expectativas. -De un modo semejante, la psicología social habla de las expectativas como de normas conductuales que la sociedad espera de sus miembros y que les inculca desde niños.

En cierta cultura se espera que la muerte de un familiar sea aguantada con estoicismo sereno; en otra se espera que todos lloren a gritos y que las mujeres se desmayen y tengan que ser asistidas. La aprobación y reprobación sociales vigilan con cuidado el cumplimiento de tales expectativas, que normalmente se cumplen.

Necesidades. -Las necesidades físicas y espirituales son para el hombre objetivos dinamizadores de su esfuerzo vital. Hay necesidades físicas (como las calorías para subsistir) que apenas quedan sujetas a condicionamiento real. Pero las demás sí lo están, y en gran medida. Hay necesidades psico-físicas (como la cantidad de metros cuadrados de una vivienda para estar a gusto) que se ven enormemente condicionadas por el medio. Y lo mismo sucede con aquellas necesidades que son más estrictamente psíquicas (necesidad de conservar lo viejo, de adquirir lo nuevo, de no meterse en nada, de participar en todo, etc.). Todas estas necesidades personales y familiares varían mucho de una cultura a otra, de una a otra época o ambiente social.

Estos hechos deben dar mucho que pensar a los cristianos. Ellos han sido llamados por Dios para ser «hombres nuevos» (Col 3,10; Ef 2,15). Pero ¿cómo podrán colaborar con el Espíritu Santo, que quiere y puede renovarlo todo, si permanecen atados por lazos invisibles en sus modos de pensar, sentir, decir y hacer? La adhesión del individuo al grupo suele ser mayor que la que tiene hacia sí mismo, hacia sus ideales personales. ¿Cómo esta realidad amenaza la existencia cristiana genuina? El mecanismo social de la aprobación y la reprobación muestra una implacable eficacia. ¿Cómo un cristiano podrá vivir el Evangelio si desea en este mundo éxitos y teme consiguientemente sufrir fracasos?

Por otra parte ¡qué indecible la fuerza de los medios de comunicación social para inculcar en la masa ciertos criterios de pensamiento o pautas de conducta! Ellos tienen poder para valorar una línea y burlarse de otra hasta desprestigiarla, y pueden conseguir que los clientes que se someten a su influjo piensen y actúen como ellos quieren. En fin, ¿qué expectativas y necesidades debe el cristiano asumir en el espacio histórico donde Dios le ha puesto para vivir y renovar la vida del mundo? ¿Hasta qué punto el cristiano, llevado por un noble deseo de encarnación e inculturación del Evangelio, deberá aceptar los roles sociales, tal como están configurados en su ambiente? ¿Tendrá el cristiano suficiente libertad del mundo para pensar y actuar desde la suprema originalidad del Evangelio? ¿Tendrá en el Espíritu fuerza creativa suficiente para ser de verdad disidente del mundo?

Los influjos sociales se reciben inconscientemente

Las personas no suelen sentirse cautivas del mundo, aunque de hecho lo estén. Normalmente creen que sus convicciones y conductas parten de opciones personales, conscientes y libres. Pero esto queda muy lejos de la realidad. El mundo, con múltiples y eficacísimos medios, moldea los sentimientos, pensamientos, conductas y actitudes de los hombres carnales, los cuales con toda razón son llamados en el evangelio «hijos de este siglo» (Lc 16,8). Los lazos invisibles del mundo son suaves, y tan sutiles y constantes, que no suelen ser sentidos como ataduras. Es como un preso que estuviera contento atado en su rincón, y experimentara sus argollas como si fueran pulseras preciosas. Sólamente quienes intentan liberarse del mundo, saliendo del rincón donde están sujetos, experimentan hasta qué punto esas pulseras son realmente argollas, y esos lazos forman una malla férrea, que no es posible romper sin el auxilio de la gracia de Cristo. El es el único que ha vencido al mundo, y que puede transmitir a su fieles el poder de esta victoria.

Por otra parte, hay una diferencia muy importante: así como el influjo benéfico de Cristo sólo puede ser recibido por una conciencia sumamente alerta y vigilante, y mediante actos muy personales e intensos, los influjos maléficos del mundo se reciben tanto más cuanto la persona es menos consciente y libre, menos dueña de sí, y está más abandonada a los pensamientos de moda y a las costumbres vigentes. Ésta se deja llevar, en tanto que aquélla, con el auxilio divino, trabaja intensamente para no conformarse a este mundo y renovarse por la transformación de la mente según Cristo (Rm 12,2).

Conformismo, rebeldía e independencia

Los hijos del siglo no tienen más cuadro de referencia que este mundo, pues no tienen la fe que les daría la intuición inefable del mundo celestial. Es cierto que lecturas, viajes, conocimientos históricos, pueden ampliar en ellos el marco de visión, pero dentro de ciertos límites que sólo por la fe pueden ser superados. Los hijos del siglo, inevitablemente, tienen sus ojos siempre puestos en las cosas temporales y visibles (2 Cor 4,18; Flp 3,19).

Pues bien, ante este mundo presente, que cambia y pasa (1 Cor 7,31), el hombre carnal va desde el conformismo extremo a la radical rebeldía inconformista, en una gama amplia de actitudes posibles; pero, sin el auxilio de Cristo, no alcanza la verdadera independencia, la perfecta y creativa libertad del mundo; al menos no puede alcanzarla de modo integral y durable.

Por temperamento o educación, por oportunismo o simple moda, el hombre carnal -sin dejar de ser hijo del siglo- se afilia al conformismo o a la rebeldía. Y en el fondo las dos posturas se asemejan mucho: ambas son gregarias, y están formuladas automáticamente -sin elaboración consciente-, en forma reactiva de aceptación o de rechazo, en referencia a un cuadro social exterior. El inconformismo es tal sólamente en referencia a un marco social, pero es al mismo tiempo conformismo en relación a otro cuadro social -con frecuencia sumamente uniforme: blousons noirs, hippies, etc.-. Eso explica, concretamente, que al paso de los años sea tan suave, tan poco traumático, el paso de la rebeldía juvenil al conformismo de los adultos ya instalados, con familia y en zapatillas caseras.

Sólo en la independencia hay verdadera libertad del mundo. La independencia no actúa por adhesión o rechazo del medio social, es decir, no se configura por referencia positiva o negativa al mundo presente, sino que nace desde el ser, busca la verdad, acepta o rechaza con sentido crítico las realidades presentes, pero, sobre todo, no fija sus ojos en las cosas visibles, que son temporales, sino en las invisibles, que son eternas (2 Cor 4,18).

En términos de psicología: El hombre normal, maduro, sano, vive con fidelidad a su propio ser -que es su norma-. El hombre corriente está lejos de ser fiel a su ser, pero está adaptado al medio social -que es falso-. Por último, el hombre neurótico no se adapta ni a su ser ni al medio. En este sentido, el normal es independiente, el corriente es conformista, y el neurótico es rebelde. Hay, al menos, cierta correspondencia entre estos tipos. El cristiano debe ser un hombre normal e independiente.

La moda cambia

El hombre carnal sigue la moda, que es siempre cambiante, pues se apoya en valores parciales. Los valores temporales son congenitamente incompletos; no pueden satisfacer del todo, establemente, porque son limitados: acentúan unos aspectos y olvidan otros. Por eso cansan y producen tedio y desengaño con el tiempo. Y por eso las modas cambian, no pueden menos de ir cambiando: ninguna es tolerable para siempre.

Todo lo temporal está sujeto a la ley cambiante de la moda: y así se pasa del autoritarismo al liberalismo permisivo, del racionalismo al irracionalismo, del legalismo al antijuridicismo, de la falda larga a la corta. Se alternan y se desplazan delicadamente el tipo permanente y otro, opuesto, aberrante y provocativo: el poder y la oposición; la cintura se alza o se baja, y finalmente «vuelve la cintura en su sitio». Lo único permanente en la moda es la adoración de lo presente (hodiernismo). El presente, obviamente, es lo que vale: «La moda de ayer es ridícula y fea; la de mañana, tal como se anuncia, es incómoda y absurda; sólo la de hoy está bien» (Stoetzel 238).

Y el hombre mundano sigue la moda, la que sea. Se entusiasma, por ejemplo, con los regímenes autoritarios cuando/porque están de moda, y se hace permisivo y demócrata «de toda la vida» cuando/porque estas tendencias son impuestas por la moda. Nadie acuse de inconstancia a este hombre, pues siempre ha sido estrictamente fiel a su principio único: es preciso seguir incondicionalmente los vientos de la época. ¿Puede haber algo más constante que la veleta?

La necesidad de afiliación social

El individuo siente una gran necesidad de afiliación social, quiere volver, como diría un psicoanalista, a verse acogido en el grato seno materno. Cada sociedad presenta al individuo un completo cuadro de referencia, para que en él configure su mente y su conducta. Esta socialización o asimilación del individuo a la sociedad comienza en la cuna y la familia, y sigue en la escuela, el taller, la televisión y la calle. En todo momento el mundo catequiza a sus hijos, enseñándoles qué deben pensar y hacer en cada circunstancia, reforzando con premios a quienes guardan ciertas actitudes, y reprobando eficazmente a los disidentes.

Esta socialización es, claro está, ambivalente. Por una parte ayuda al individuo, da estabilidad a sus actitudes, le hace heredar una tradición, le da ocasión de concerse a sí mismo y de manifestarse a los otros, le estimula con medios y orientaciones. Pero, por otra parte, la intensa afiliación social impide la verdadera vida personal y el acceso a los más altos valores. En efecto, cuando la persona se remite completamente a lo mayoritario o a su grupo de referencia, no vive ya desde sí misma, sino desde lo colectivo, y cae inevitablemente en lo malo o al menos en lo mediocre. Y tal afiliación social se hace aún más ambigua cuando se produce en un grupo de fuerte cohesión interna, en cual el individuo queda -quizá gozosamente- atrapado.

El aislamiento, en cambio, deja al hombre en una situación excesivamente conflictiva y difícil, sin soluciones establecidas, desprovisto de los datos, medios y estímulos que la sociedad ofrece al individuo. Difícil es que el hombre desarrolle su libertad en el aislamiento sin una afiliación social suficiente. Una vez más comprobamos que la verdad integral exige una síntesis de extremos aparentemente contrapuestos, un equilibrio, un discernimiento consciente y libre.

El hombre carnal es el más ávido de afiliación social, pues es quien más desea el éxito en el mundo, y quien más teme su reprobación. Incluso llega con frecuencia a una aberración suma: se estima a sí mismo según la estima del mundo. Es el caso de un pintor que no estima su propia obra porque no tiene venta (Van Gogh, en cambio, siguió fiel a su pintura, en medio de grandes miserias, aunque sólo logró vender un cuadro). Es el caso del sacerdote que pierde la estima de su ministerio, y lo abandona, porque no recibe suficiente aprobación social (Jesús, aunque fue socialmente rechazado, no abandonó su misión, y la consumó en la cruz). La cosa es clara: el hombre que no se estima a sí mismo en función de valores absolutos, sino según la estimación social, es capaz de las bajezas más lamentables.

En fin, profetas judíos, ascetas orientales, maestros cristianos, filósofos modernos, psicólogos y sociólogos, todos, desde perspectivas muy distintas, confirman la mundanidad del hombre carnal, es decir, del hombre no liberado del mundo por el Espíritu. Si el hombre no se arraiga profundamente en la Verdad que transciende el tiempo, no puede menos de verse atrapado por el mundo. «Apenas un diez por ciento de hombres son capaces de resistir a la técnica de la propaganda afectiva; un noventa por ciento sucumben a la violación psíquica» (Tchakhotine 549).

La libertad del mundo en la Biblia

Así las cosas, se entiende que si Dios quiere hacer hombres realmente nuevos, habrá de liberarlos primero de «los elementos del mundo» que les esclavizan (Gál 4,3). Los cristianos somos santificados (Jn 17,17-19) por la introducción en la esfera divina de lo santo -el Padre es santo (17,11), el Hijo es santo (10,36), el Espíritu es santo (14,26)-, que se contrapone a la esfera del mundo, el cual no es santo. De este modo los cristianos, al ser santificados por Dios, somos desmundanizados. Es decir, «a la desmundanización corresponde en términos positivos participar en la santidad de Dios», escribe J. M. Casabó en La teología moral en San Juan, y añade: «Se comprende que, en plena consonancia con el Antiguo Testamento, esta designación pertenezca al nivel óntico antes que al ético» (Madrid, Fax 1970, 228-229).

Pues bien, la sagrada Escritura enseña que esa desmundanización ontológica posibilita y exige una desmundanización psicológica y moral. La Revelación divina que ilumina al profeta y al apóstol los hace extrañarse del mundo, al que son enviados para proponer unos pensamientos y caminos de Dios, distintos a los pensamientos y caminos de los hombres (Is 55,8). Esto implica un enfrentamiento, y también un peligro muy grave para el enviado por Dios; y es previsible que se verá tentado de callar para evitar sufrimientos (Jer 20,7-9). Por eso Yavé le dice a su profeta: «Todos se volverán a ti, no serás tú quien te vuelvas a ellos» (15,19); «no te quiebres ante ellos, no sea que yo a su vista te quebrante a ti» (1,17). San Pablo declara valientemente: «Yo no me avergüenzo del Evangelio» (Rm 1,16), y exhorta a su colaborador apostólico: «No te averguences jamás del testimonio de nuestro Señor» (2 Tim 1,8; +1,16).

Pero no sólo profetas y apóstoles, todo el Pueblo de Dios debe extrañarse del mundo, debe salir de Egipto, o si se quiere, debe volver a Jerusalén desde el exilio mundano: «Partid, partid, salid de ahí» (Is 52,11). El Pueblo elegido es purificado del mundo durante largos años en el desierto. La Iglesia sabe bien que, aun estando en el mundo, no pertenece a su orden, es extraña a su régimen, y forma así un pueblo peregrino, que vive en el mundo como forastero (1 Pe 2,11).

De ahí las exhortaciones del Apóstol: «No os hagáis siervos de los hombres» (1 Cor 7,23). «No os unáis en yunta desigual con los infieles. ¿Qué consorcio hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué parte del creyente con el infiel?» (2 Cor 6,14-18). «No os conforméis a este siglo, sino transformáos por la renovación de la mente» según Dios (Rm 12,2). Así como la santificación aparece en la Biblia como desmundanización, el pecado del Pueblo de Dios será la mundanización de su mente y su conducta. «Emparentaron con los gentiles, imitaron sus costumbres, adoraron sus ídolos, cayeron en sus lazos» (Sal 105, 35-36). «Siguieron las costumbres de las gentes. Se fueron tras las vanidades y cayeron así ellos mismos en la vanidad, como los pueblos que los rodeaban, y a quienes Yavé les había prohibido imitar» (2 Re 17,8. 15).

La libertad del mundo en la antigüedad cristiana

La relación de los primeros cristianos con el mundo es muy dura. Puede decirse que «hasta la paz de Milán (313), la opinión pública, tomada en su conjunto, es radicalmente hostil al cristianismo, y opone a las conversiones un formidable obstáculo que muchos no están dispuestos a franquear. Sin embargo, se puede desafiar a la opinión y aceptar el situarse aparte, el vivir al margen de la sociedad; se puede, al menos, tratar de hacerlo. ¿Aceptan los cristianos esta situación de exilados voluntarios en el interior de su propia patria?... Hay que elegir entre el mundo y Dios. Todo candidato a la conversión se ve puesto en la alternativa» (Bardy 274, 276).

El odio del mundo antiguo a los cristianos, ya anunciado por Jesús (Jn 15,18s), viene claramente atestiguado por los autores de la época. De una obra de Celso, autor pagano del siglo II, entresacamos algunos textos sobre los cristianos: «Tienen razonamientos idiotas, propios para la turba, y no hay hombre inteligente que los crea. El maestro cristiano busca a los insensatos. Yo los compararía a una sarta de murciélagos, o a hormigas que salen de sus agujeros, o a ranas que tienen sus sesiones al borde de una charca, o a gusanos que allá en el rincón de un barrizal celebran sus juntas y se ponen a discutir quiénes de ellos son más pecadores» (Discurso verídico). Según el autor cristiano Minucio Félix (siglos II-III), los fieles eran vistos así: «Hombres de una secta incorregible, ilícita, desesperada. Una caterva de gentes de las más ignorantes, reclutadas de la hez del pueblo, y de mujeres crédulas, fáciles a la seducción por la debilidad de su sexo. Raza taimada y enemiga de la luz, muda a la luz del día, habladora en los rincones solitarios. ¿Por qué no hablan jamás en público, ni jamás se reunen libremente, si lo que honran con tanto misterio no es punible y vergonzoso?» (Octavius VIII,3-4; X,2).

Otros autores cristianos, como Tertuliano (160-250), dan testimonio del mismo aborrecimiento social: «La mayor parte odian tan ciegamente el nombre de cristiano que no pueden rendir a un cristiano un testimonio favorable sin atraerse el reproche de llevar dicho nombre: «Es un hombre de bien este Cayo Seyo, dice uno; ¡lástima que sea cristiano!». Y otro dice: «Me extraña que Lucio, un hombre tan ilustrado, se haya hecho súbitamente cristiano»» (ML 1,280).

Los mártires marcan el punto de mayor tensión entre evangelio y mundo. Ellos han de elegir entre Cristo y el mundo, y han de hacerlo bajo la presión de los jueces, que unas veces amenazan, y otras halagan y solicitan: «Te aconsejo que cambies de sentir y veneres a los mismos dioses que nosotros, los hombres todos, adoramos, y vivas con nosotros» (Martirio de San Apolonio 13). Pero lejos de ceder, los mártires se ríen de los ídolos que el mundo adora: «Pecan los hombres envilecidos cuando adoran lo que sólo consta de figura, un frío pulimento de piedra, un leño seco, un metal inerte o huesos muertos. ¡Qué necedad semejante engaño! Los atenienses, hasta el día de hoy, adoran el cráneo de un buey de bronce» (ib. 16-17). Desprecian públicamente los ídolos que el mundo venera, siguiendo en esto la tradición de los profetas (1 Re 18,18-29; Is 41,6s; 44,9-20; Jer 10,3s; Os 8,4-8; Am 5,26). Y esto produce en unos paganos conversión, y en otros un odio más profundo.

Los cristianos de Viena y Lión cuentan: «No sólo se nos cerraban todas las puertas, sino que se nos excluía de los baños y de la plaza pública, y aun se llegó a prohibir que apareciera nadie de nosotros en lugar alguno» (Eusebio, Hª Eclesiástica V,1,5). ¡No era difícil para estos cristianos sentirse en el mundo como «extranjeros y forasteros»! (1 Pe 2,11). Esa conciencia es expresada con frecuencia en los saludos iniciales de las antiguas cartas: «La Iglesia de Dios, que habita como forastera en Roma, a la Iglesia de Dios, que habita como forastera en Corinto» (1 Clemente). «Los siervos de Cristo, que habitan como forasteros en Viena y Lión de la Galia...» (Hª Eclesiástica V,1,3).

El cristiano primero bien pudo comprender y hacer suya la frase de S.Pablo: «El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14). «El convertido se sitúa al margen del mundo, en el que, sin embargo, se ve obligado a vivir: la opinión pública le condena, las instituciones y las costumbres lo excluyen» (Bardy 268). Y no es que ellos se auto-marginen, no. Como dice Tertuliano, «hemos llenado todo, los campos, las tribus, las decurias, los palacios, el senado, el foro» (ML 1,462-463). Aunque en algunos aspectos de la vida esa auto-marginación se hacía inevitable: «La estrecha unión, en el antiguo Estado, de la actividad cívica y de las expresiones religiosas inaceptables para los adoradores del Dios único, o de costumbres que la moral del Evangelio reprueba, como los combates del circo, obligaban a los cristianos a renunciar a una parte de la vida social; les ponía en cierta medida al margen de la ciudad» (Zeiller 398). En ocasiones la misma Iglesia prohibe o desaconseja a los catecúmenos ciertas profesiones (Traditio apostolica 11, en la Roma de principios del siglo III).

Otros documentos de la época dan una visión del conflicto más matizada. San Ignacio de Antioquía recomienda: «Mostrémonos hermanos suyos por nuestra amabilidad, pero imitar, sólo hemos de esforzarnos por imitar al Señor» (Efesios 10,3). De modo semejante dice Tertuliano: «Es lícito vivir con los paganos, pero no se puede participar de sus costumbres. Vivamos con todos, alegrémonos con ellos en la comunidad de naturaleza, no de superstición. Somos iguales en cuanto al alma, no en cuanto a la disciplina. Compartimos con ellos la posesión del mundo, no del error» (ML 1,682). En fin, uno de los texto más bellos de la antigüedad sobre este tema lo hallamos en el Discurso a Diogneto (V-VI,1), de finales del siglo II, donde se dice que, en medio del mosaico étnico-religioso del Imperio, «los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres, sino que habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable, y por confesión de todos, sorprendente. Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extranjera. Se casan como todos, como todos engendran hijos, pero ellos no exponen [abandonan] los que nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman, y por todos son perseguidos. Pero para decirlo brevemente: lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo».

La Iglesia hoy es perseguida por el mundo, especialmente en los países ricos descristianizados, tan duramente como en los primeros siglos, no en forma sangrienta, sino de un modo cultural y político, mucho más eficaz. Por eso los rasgos martiriales que caracterizaron en sus comienzos la vida cristiana vuelven hoy a marcar el sello de la cruz en los discípulos de Cristo. Es la persecución de siempre, la anunciada por Jesús: «Todos os odiarán por causa de mi nombre» (Lc 21,17).

El bautismo: apotaxis y syntaxis

La estructura misma del rito litúrgico expresa con fuerza que el bautismo es romper con Satanás y su mundo (apotaxis) y adherirse a Cristo y a su Iglesia (syntaxis). Veamos, por ejemplo, una renuncia bautismal de San Cirilo de Jerusalén, en el siglo IV: «Yo renuncio a ti, Satanás, y a todas tus pompas y a todo tu culto. La pompa de Satán es la pasión del teatro, son las carreras de caballos en el hipódromo, los juegos circenses y toda vanidad semejante. Igualmente, todo lo que se suele exponer en las fiestas de los ídolos, como carnes, panes u otras cosas contaminadas por la invocación de los demonios impuros» (MG 33, 1068-1072). Advertía J. Daniélou que esos espectáculos aludidos «forman parte de la pompa diaboli en cuanto que llevan consigo actos cultuales que los convierten en manifestaciones de idolatría. Pero, con la desaparición de la idolatría, el acento fue recayendo sobre la inmoralidad de los espectáculos» (Sacramentos y culto según los SS.PP., Madrid, Guadarrama 1962, 50).

Esta renuncia cristiana al mundo, que se mantiene hoy también en el bautismo, tiene, por supuesto, un carácter espititual. Es el sentido que ya le daba Orígenes: «Debemos salir de Egipto, debemos dejar el mundo, si queremos servir al Señor. Y digo que debemos dejarlo no en un sentido local, sino espiritualmente» (SChr 16,108). La ruptura del cristiano con el mundo en el bautismo expresa que el Espíritu nuevo recibido por el bautizado requiere una vida nueva, muy distinta al estilo de la vieja, que ya no vale: «No se echa el vino nuevo en cueros viejos, sino que se echa el vino nuevo en cueros nuevos, y así el uno y los otros se preservan» (Mt 9,17).

San Pablo expresa así la ruptura de los cristianos con el mundo: «No viváis ya como viven los gentiles, en la vanidad de sus pensamientos, obscurecida su razón, ajenos a la vida de Dios por su ignorancia y la ceguera de su corazón. Embrutecidos, se entregaron a la lascivia, derramándose ávidamente con todo género de impureza. No es esto lo que vosotros habéis aprendido de Cristo, si es que le habéis oído y habéis sido instruídos en la verdad de Jesús. Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojáos del hombre viejo, viciado por la corrupción del error; renováos en vuestro espíritu y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,17-24). Ese paso del mundo al Reino está en la esencia misma del bautismo y de la existencia cristiana.

((Hoy son muchos los cristianos que quieren gozar del mundo sin limitaciones, con las mismas posibilidades de los hijos del siglo. Son cristianos, como decía Santa Teresa del Niño Jesús de unos parientes suyos, «demasiado mundanos; sabían demasiado bien aliar las alegrías de la tierra con el servicio del Buen Dios. No pensaban lo bastante en la muerte» (Manus. autobiog. IV,4). Quieren disfrutar de todo al máximo, prosperar en los negocios, asumir ideas, costumbres, universidades, playas, partidos políticos, televisión y espectáculos, tal y como estas realidades se dan en el mundo presente. Quieren triunfar en esta vida, haciendo para ello las concesiones que sean precisas. Quieren, sobre todo, evitar toda persecución, soslayar la misma apariencia de una confrontación con el mundo vigente, con sus ideas y costumbres.

La persecución del mundo no es para ellos una bienaventuranza que corona necesariamente una vida cristiana llegada a su plenitud (Mt 5,11-12), sino una maldición. Más aún, la persecución del mundo, lejos de significar para ellos que se está en el verdadero Evangelio -«todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2 Tim 3,12)-, es signo de error eclesial, indicio de que una mayor apertura al mundo es necesaria, llamada para una asimilación más valiente del mundo actual, que haga así inteligible y atractivo el rostro de la Iglesia. Sin embargo, el Apóstol nos dice a todos: «Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con él» (Col 3,3-4). Pero ellos no aceptan de ninguna manera, en ningún aspecto, eso de estar muertos al mundo visible, sino que quieren estar bien vivos y participando en todo como todos. Ellos, para algunas cosas, ponen como modelo la Iglesia primitiva, pero de la espiritualidad bautismal y martirial de renuncia al mundo, no quieren ni oír hablar. Ellos rechazan, como maniqueas y esquizoides, ciertas alternativas evangélicas: ellos quieren «ganar todo el mundo» sin perder la propia vida (Mt 16,24-26).))

Ascesis para ser libres del mundo

Es fácil hablar de la libertad, hacer su elogio, encarecer su necesidad, exigir sus condiciones en la vida comunitaria y política. Pero hacer la libertad en uno mismo y en los otros exige grandes valores y virtudes heroicas. No hay libertad personal sino en la medida en que se vence el pecado que encadena la voluntad (Rm 7,14-25). La libertad es sólo verbal cuando la persona no tiene dominio -señorío efectivo- sobre sí misma, sino que está a merced de filias y fobias, gustos y repugnancias insuperables. Tampoco hay libertad sin perseverancia, y ésta es imposible sin capacidad de cruz y de pobreza, sin fuerza de paciencia y caridad. En fin, liberar la libertad de los muchos lazos con que el mundo la apresa exige una formidable ascesis, de la que señalaremos algunos rasgos, imposible sin la gracia de Cristo.

La oración nos libera del mundo presente, pues gracias a ella lo comprendemos y lo transcendemos, ya que «no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2 Cor 4,18; +Col 3,1-2).

No nos configuremos según el siglo, sino transformémonos por la renovación de la mente, según Cristo (Rm 12,2). «Un cristiano que quiere ser coherente y fiel con la propia adhesión a la religión católica -decía Pablo VI- ¿puede sumergirse en el potente y tempestuoso mar de la vida moderna? ¿Hay un contraste, un conflicto, un choque, entre la concepción en torno al modo de vivir de un bautizado, de un hijo auténtico de la Iglesia, y la concepción y la costumbre de un hijo no menos auténtico de nuestro siglo?» (15-X-1975). Este conflicto es real, no está inventado por los ascetas cristianos.

Al paso de los siglos, muchos cristianos han intentado guardar el vino nuevo de la vida interior cristiana en los viejos cueros de la vida exterior del mundo; pero es imposible, y se pierden vino y cueros (Mt 9,17). Y es que entre la interioridad personal, hecha de espíritu, convicciones y valores, y la exterioridad de la vida hay, debe haber, una profunda unidad. Por una parte, la interioridad cristiana va irradiando unos modos de vida exterior particulares, que se estabilizan y que son su expresión normal. Y por otra parte, esos modos exteriores cristalizados inducen y favorecen la peculiar interioridad evangélica. Entre interioridad y exterioridad hay una mutua correspondencia. Por eso, pensar que el estilo exterior de la vida mundana pueda convenir a la vida interior del cristiano, es como suponer que el vestido de una niña pequeña le vendrá bien a un hombretón adulto. «El vino nuevo ha de echarse en odres nuevos».

No confundamos historia y naturaleza. El pez vive en el agua, la ardilla en el bosque, el camello en el desierto, y el hombre en su mundo. Y así fácilmente el mundo histórico concreto se le presenta al hombre como si fuera naturaleza. Es natural que el hombre pegue a la mujer, y que ésta cargue con los fardos pesados (?). Es natural que las personas dediquen un par de horas cada día a enterarse de las noticias del mundo (?), y que cada año tomen un mes de vacaciones, en el que se vayan lejos y no hagan nada (?)... Pero ¿es seguro que ésas y tantas otras cosas son lo natural? ¿No serán meras formas históricas, que están vigentes en cierto lugar y tiempo?

Basta viajar o leer algo de historia para comprender que todo eso ha sido en otro tiempo y hoy es en otros lugares sumamente diverso. No confundamos, pues, historia y naturaleza, porque nos remitimos entonces a lo que es, juzgándolo necesario, y nos cerramos a cosas mucho mejores que realmente podrían ser aquí y ahora. Quien toma la historia como naturaleza se cierra por completo a la formidable fuerza renovadora del Espíritu que procede del Padre y del Hijo.

No sigamos la moda. La dictadura del presente efímero, la severa ortodoxia de la actualidad vigente, sujeta a los hijos del siglo. Como es lógico, la moda ejercita su dominio más severo 1.-sobre personas inmaduras, sin convicciones claras, sin personalidad firme; 2.-en cuestiones triviales, sin importancia; 3.-y acerca de asuntos complejos, en los que resulta muy difícil orientarse de forma responsable. Pues bien, cada siglo lleva, no sólo en el mundo, también en la Iglesia, aunque en menor medida, corrientes de pensamiento, sentimiento y acción, en las que ciertos valores se olvidan y otros se ponen de moda. Los santos, los cristianos espirituales, que han vencido al mundo porque han muerto a él, son los únicos libres de la moda, libres para asumirla o rechazarla o modificarla, según ven conveniente. Pero la mayoría de los cristianos carnales siguen las modas con entusiasmo, sin libertad ni discernimiento, considerándolo incluso un deber espiritual de encarnación.

No seguir la moda puede resultar muy duro. El que no acepta la marca del mundo en su mano y en su frente, no podrá ni comprar ni vender (Ap 13,16-17). Cuando, por ejemplo, la más obtusa ortodoxia está de moda ¿qué teólogo se atreverá a reconocer los aspectos válidos de un autor sospechoso? Se juega el nombre, la cátedra, la posibilidad de publicar. Cuando la heterodoxia es la que está de moda ¿quién se atreverá a denunciar los errores de un autor y a llamar a las herejías por su nombre propio? Sólo aquéllos que, por amor a Jesús, dan por perdida su vida en este mundo (Mt 16,25; Jn 12,25).

Y cuántas veces, incluso en el mundo cristiano, se ha urgido en cada época cierta moda espiritual como si viniera claramente exigida por el Evangelio. A la religiosa que hace unos años le dijeron: «Ha de ser su caridad más reservada, Madre Concepción, procure ser menos comunicativa, ame el santo silencio y guarde sus cosas para hablarlas con su Divino Esposo», veinte años más tarde le han dicho: «Has de ser más comunicativa, Conchi, habla más, cuenta tus cosas, no estés inhibida, no pases tanto tiempo sola». Y antes, como ahora, creían decirle estas cosas en el nombre del más genuino Evangelio. Pero eran -son- modas, sólo modas, modas cambiantes.

Siendo esto así, ¿cuántas personas e instituciones serán sacrificadas a la moda por sus ministros, los hodiernistas? ¿Cuántas energías se distraerán de lo principal para empeñarse en lo accesorio? ¿Cuántos sufrimientos inútiles se producirán, y cuántas discusiones y enojos? Los que tengan el temperamento que va con la moda serán tenidos, falsamente, por perfectos. Pero ¿cuánto durará esa moda? Y desde otra perspectiva: ¿Hasta cuándo se apoyará el cristiano en esa fórmula de moda -que es criatura-, buscando en ella salvación, y no en Dios? ¿Cuándo sobrevendrá el cambio y el fracaso? ¿Aprenderá entonces algo el cristiano carnal o hallará una nueva fórmula mágica de moda en la que poner su esperanza?

No tengamos miedo a parecer raros. Esta palabra, raro, tiene varias acepciones 1.-infrecuente, poco común; 2.-excelente, sobresaliente; 3.-extravagante, con tendencia a singularizarse. Todos los santos han sido raros, muy raros, en las dos primeras acepciones, no en la tercera. Por eso debemos tener mucho cuidado de que el miedo a ser raros no sea miedo a ser santos, es decir, a dejarse renovar incondicionalmente por el Espíritu de Jesús. Nosotros, como San Pablo: «Si hacemos el loco, es por Dios» (2 Cor 5,13).

Sobre las rarezas de los santos se podrían poner muchísimos ejemplos, pues en muchas cosas -comida, vestido, sueño, dinero, distribución del tiempo y de la atención, relación con los otros- no seguían los convencionalismos acostumbrados en su medio. Ellos era distintos y actuaban de modo diverso, lo que inevitablemente era ocasión de murmuraciones, de juicios temerarios... y también de conversiones, por supuesto. San Juan de la Cruz señala que suele darse «una tácita reprensión de parte de los del mundo, los cuales han de costumbre notar a los que de veras se dan a Dios, teniéndoles por demasiados en su extrañeza y retraimiento y en su manera de proceder, diciendo también que son inútiles para las cosas importantes y perdidos en lo que el mundo aprecia y estima» (Cántico 29,5).

((A veces se insiste en las posibilidades de santificación que los cristianos tienen sin salir de la vida ordinaria de los hombres. Ese principio, bien entendido, impulsa grandemente la santificación de los laicos. Mal entendido, da lugar a una caterva de mediocres que prefieren la mediocridad antes que pasar por raros. No se acuerdan de que Cristo resultaba muy chocante en no pocos aspectos de su vida. Algunos decían: «Está endemoniado, ha perdido el juicio» (Jn 10,20). Y hasta sus familiares pensaron alguna vez si no sería mejor retirarlo discretamente de la vida pública: «Se decían «no está en sus cabales»» (Mc 3,21).

Algunos temen que si los cristianos son «distintos» del mundo, quedan «separados» de los hombres, incapaces de acción apostólica eficaz. Pero los hombres del mundo son muy semejantes entre sí, y están muy separados. En cambio Cristo y los santos son muy distintos de sus contemporáneos -en pensar, sentir, hablar, hacer-, y son quienes más unidos están a ellos. No es la uniformidad lo que une, sino la fuerza del amor. Semejanza o diferencia no deben ser ni pretendidas, ni temidas: simplemente, no son valores en sí. Lo que hay que buscar es amar con todo el corazón, ser incondicionalmente fieles al Espíritu Santo, y si está de Dios que nos santifiquemos encaramados en una columna, como San Simeón Estilita, allí subiremos. No tenemos nada que oponer.))

No imitemos las costumbres de los hombres, sino a Cristo y a sus santos. Debemos ser «imitadores de Dios, como hijos amados» (Ef 5,1), imitadores de Dios y de sus santos (1 Cor 4,16; 11,1; Flp 3,17; 1 Tes 1,6; 2,14; 2 Tes 3,7; Heb 6,12). Como dice San Cipriano: «No hay que seguir la costumbre de los hombres, sino la verdad de Dios» (ML 4,385). Seguir la costumbre humana es fácil, es caminar, acompañado, por un camino ya trazado. Salirse de la costumbre, es dejar el camino de los hombres, y aventurarse, a veces sólo, por el campo sin camino. Por eso las costumbres vigentes en el mundo se apoderan de los hombres y los arrastran. San Agustín, muy sensible al tema, exclamaba: «¡Hay de ti, oh río de la costumbre humana! ¿Quién hay que te resista? ¿Cuándo no te secarás? ¿Hasta cuándo arrastrarás a los hijos de Eva a ese mar inmenso y espantoso que apenas logran pasar los que subieren sobre el leño?» (Confesiones I,16,25). Sólamente aferrados a la cruz, es decir, al amor, hallamos fuerzas para resistirnos a la costumbre mundana y para reorientar nuestra vida según Cristo, que es el verdadero camino.

«No te dejes arrastrar al mal por la muchedumbre. En las causas no respondas porque así responden otros, falseando la justicia» (Ex 23,2). Si has de ser fiel, ten valor para enfrentarte con la mayoría: «Aunque todas las naciones que forman el imperio abandonen el culto de sus padres y se sometan a vuestros mandatos, yo y mis hijos y mis hermanos viviremos en la Alianza de nuestros padres» (1 Mac 2,19-20). En cosas de perfección «dejáos de miedos -dice Santa Teresa-; nunca hagáis caso en cosas semejantes de la opinión del vulgo. Mirad que no son tiempos de creer a todos, sino a los que viéreis van conforme a la vida de Cristo» (Camino Perf. 36,6). «¡Oh gran libertad, tener por cautiverio haber de vivir y tratar conforme a las leyes del mundo!» (Vida 16, J). Y San Juan de la Cruz: «Nunca tomes por ejemplo al hombre en lo que hubieres de hacer, por santo que sea, porque te pondrá el demonio delante sus imperfecciones; sino imita a Cristo, que es sumamente perfecto y sumamente santo, y nunca errarás» (Dichos 156).

No busquemos agradar a los hombres. Busquemos en todo lo que es grato a Dios y lo que beneficia a los hombres. Y no torzamos esta intención tratando de agradar a los hombres: sea buscando su aprobación y afecto, sea temiendo ser descalificados y rechazados por ellos.

La fidelidad a la misión exige en el apóstol una gran autonomía afectiva, por enamoramiento de Cristo, y, como consecuencia necesaria, una gran libertad del mundo. Los apóstoles, dice San Pablo, hemos «sido juzgados aptos por Dios para confiarnos el Evangelio; y así lo predicamos, no buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones. Nunca nos presentamos, bien lo sabéis, con palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia, Dios es testigo, ni buscando gloria humana, ni de vosotros ni de nadie» (1 Tes 2,4-6). «¿Busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿Acaso busco agradar a los hombres? Si aún buscase agradar a Ios hombres, no sería siervo de Cristo» (Gál 1,10). El mismo amor pastoral que hace decir al apóstol: «Me hago judío con los judíos... Me hago con los flacos flaco... Me hago todo para todos, para salvarlos a todos» (1 Cor 9,19-23), cuida eficazmente para que la necesaria acomodación pastoral no caiga en la complicidad. Por eso ese mismo amor pastoral deja al apóstol libre para hacer a veces necesarias correcciones que pueden quitarle el amor de sus fieles: «Yo de muy buena gana me gastaré y me desgastaré hasta agotarme por vuestra alma, aunque, amándoos con mayor amor, sea menos amado» (2 Cor 12,15).

Procuremos ser libres incluso de familiares y amigos. Los criterios y costumbres que rigen la muchedumbre quizá sean para nosotros un condicionamiento distante, poco apremiante. En cambio, el influjo cálido, próximo, amistoso de aquellos que nos quieren puede envolvernos suavemente, pero obstinadamente, limitando nuestra libertad para pensar y obrar según Dios. En este sentido, ya avisó Jesucristo que «los enemigos del hombre serán los de su casa» (Mt 10,36). Normalmente el profeta «es tenido en poco entre sus parientes y en su familia» (Mc 6,4). De Jesús, como hemos visto, pensaban sus parientes «que no estaba en sus cabales» (3,21).

Y, por otra parte, el influjo limitador de una familia buena, pero mediocre, puede ser tentación más peligrosa que el ejemplo de una familia mala, más fácil de discernir y neutralizar. Pues bien, es preciso que el discípulo de Cristo que busca la perfección evangélica sepa dejar de verdad «casa, hermanos o hermanas, madre o padre, hijos o campos, por amor» a Jesús y a su evangelio (Mc 10,29), diciendo: «Mi madre y mis hermanos son éstos, los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 8,21). Es preciso a veces saber «dejar que los muertos sepulten a su muertos», y partir a evangelizar (9,60). Es preciso que ni los más amigos nos desvíen de la voluntad de Dios. Una vez que Jesús habló de su próxima cruz, Pedro se lo llevó aparte y le amonestó seriamente: «No quiera Dios, Señor, que esto suceda». Pero el Maestro lo rechazó con dureza: «Apártate de mí, Satanás, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Mt 16,22-23).

Nuestra libertad del mundo ha de ser creativa. Las cosas del mundo no son como son de un modo necesario. Podrían ser diversas y mejores. Si los cristianos en el mundo hemos de ser luz, sal, fermento que transforme la masa (Mt 5,13-16; 13,33), hemos de explorar entre las posibilidades del mundo presente, para producir nuevas formas de vida en todo, familia, trabajo, ocio, vestido, comida, arte, convivencia, casa, educación, información, política, vida social, distribución del tiempo, del dinero, de la atención. Sólo así podremos ayudar al mundo de verdad. Y, por otra parte, sólo podremos librarnos de vivir en la sucia y ruinosa Casa del mundo, en la medida en que logremos construir en el mundo una Casa nueva, hecha de criterios y costumbres evangélicos.

Pero tengamos respeto por la sociedad presente, en la que Dios nos puso en su providencia, y guardémonos bien de menospreciarla con una altivez provocativa. Es de justicia, enseña Santo Tomás, venerar «a la patria, en cuanto que es para nosotros en cierto modo principio del ser» (STh II-II, 101,3 ad 3 m ).

Claudicantes, resistentes y victoriosos

«A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (GS 17b). Y es que, en palabras de Pablo VI, «se vive en un ambiente ambiguo y contaminado, donde es preciso continuamente saber inmunizarse con una profilaxis moral que va desde la huída del mundo -como hacen justamente los que, por deseo de perfección, eligen un género de vida dedicado a un riguroso y amoroso seguimiento de Cristo (LG 40)-, hasta la disciplina ascética propia de toda vida cristiana, «como corresponde a los santos» (Ef 5,3; Rm 6,22), que incluso trata de difundir las costumbres cristianas en el mismo mundo que os resulta hostil y refractario (AA 2). La sagrada Escritura llama milicia la condición del hombre sobre la tierra (Job 7,11; Ef 6,11-13). Y el Señor ha querido insertar esto en la fórmula oficial de nuestra oración a Dios Padre, cuando nos hace invocar siempre su auxilio para obtener la defensa contra una amenaza constante que acecha nuestra marcha en el tiempo: la tentación. Somos libres, sí, pero estamos muy condicionados por el ambiente, por el mundo en que vivimos; por eso nuestro sentido moral debe estar siempre en una tensión de vigilancia -otra palabra evangélica- (Mt 24,42; Mc 14,38; 13,37; 1 Cor 16,13; 1 Pe 5,8)» (extractos 23-II-1977).

Así las cosas, en esta batalla hay diferentes tipos de cristianos: claudicantes, resistentes o victoriosos.

((Los cristianos claudicantes, vencidos por el mundo, no influyen en el mundo, sino que están bajo su influjo. En mayor o menor grado, han aceptado en su frente y en su mano la marca de la Bestia, lo que les permite comprar y vender en este mundo, sin especiales problemas (Ap 13,16-17).

Los cristianos resistentes, defensivos, no claudican del todo ante el mundo, pero no tienen tampoco fuerza suficiente para vencerle, y en parte -más de lo que suponen- dependen de él. Su vida cristiana carece de frescura, pues más que imitar a Dios, imitan a los que le imitaron, tratando así de «conservar las costumbres cristianas». No tienen fuerza suficiente en el Espíritu para actualizar el Evangelio en el presente, con formas vivas fieles a la tradición. La renovación de las formas tradicionales es muchas veces el mejor modo de mantenerlas vivas. En fin, éstos combaten el mundo a veces, pero con torpe agresividad, y suelen hacerse odiosos porque no distinguen bien el trigo y la cizaña, y en ocasiones lo estropean todo. Los descendientes de los cristianos resistentes suelen ser ya claudicantes.))

Los cristianos victoriosos vencen con Cristo al mundo, y en el Espíritu Santo tienen fuerza vital -para dialogar con el mundo presente sin complejos defensivos o agresivos, «prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16); -para recibir del mundo todos los aspectos que deben ser asumidos, purificados y elevados; -para vencer al mundo, sabiendo «deponer toda sordidez y todo resto de maldad» (Sant 1,21), por más que ésta se halle muy aceptada y generalizada en el ambiente; y -para configurar, al menos a escala personal, familiar y comunitaria, formas de vida, antiguas o modernas (Mt 13,52), genuinamente evangélicas, siendo de este modo fermento en la masa del mundo.

Los hombres presos del mundo nada pueden hacer por mejorarlo. Las figuras históricas que más han influido en el mundo han sido siempre hombres con una gran libertad, con una efectiva independencia, respecto a las ideas, valores, modos y costumbres de su tiempo. Los cristianos, hombres nuevos en Cristo, segúndo Adán, han de ser libres del mundo, para poder transformarlo con la fuerza renovadora del Espíritu Santo. Y en esto, el número no tiene tanta importancia. «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» (1 Cor 5,6; Gál 5,9).

Veámoslo con un ejemplo. En un cierto Seminario la capilla suele estar vacía («es que va uno allí y no hay nadie: están todos charlando o en la televisión»). Lo que ahí sucede es que el individuo siente angustia de hacer algo sin refuerzo social. Y la mayoría no lo hace, aunque algunos tengan el convencimiento personal de que deberían hacerlo. Pero supongamos que un seminarista comienza a visitar al Señor en la capilla. Quizá otro, apoyándose en el primero, vaya después también; y otro y otro. Y supongamos que, finalmente, cambia el ambiente y la capilla se ve bastante frecuentada. «Un poco de levadura ha hecho fermentar la masa». No hay otro camino. Así obra normalmente la gracia de Dios para renovar los sacerdotes, los matrimonios, las parroquias, los religiosos, todo. De un «grano de mostaza» se hizo un árbol grande (Mt 13,31-32). La cosa es clara: el apostolado es un ministerio que sólo puede ser cumplido por cristianos que tengan una gran libertad del mundo: sin tal libertad, no tienen nada que hacer.

Libres del mundo por la vida religiosa

Los religiosos, «renunciando al mundo» (PC 5a), llevan al extremo, y en forma comunitaria, el despojamiento de lo secular que iniciaron como cristianos en el bautismo (GS 44ac; 46b). Los laicos, con la gracia de Cristo, habrán de «tener como si no tuvieran» (1 Cor 7,29-32). Pero a los religiosos Cristo les ha dado la gracia de seguirle «dejando todo lo que tenían»: ellos han «dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos por amor al reino de Dios» (Lc 18,28-29). En la Biblia se ve que Dios, cuando elige y llama a unos hombres para misiones especiales, los desmundaniza de un modo particularmente radical. El Señor le manda a Abraham: «Salte de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre» (Gén 12,1). Y al joven del evangelio le dice: «Si quieres ser perfecto, véndelo todo, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme» (Mt 19,21).

Ya sabemos que la vida en el Espíritu tiene tres enemigos: Demonio, carne y mundo, y que los tres combaten al cristiano coordinadamente. Pues bien, la vida religiosa, al descondicionar del mundo a los religiosos, les sitúa en situación muy ventajosa para vencer al Demonio y a la carne. En efecto, como explica San Juan de la Cruz, «el mundo es el enemigo menos dificultoso [nótese que habla a religiosos, que ya lo han dejado]. El demonio es más oscuro de entender; pero la carne es más tenaz que todos, y duran sus acometimientos mientras dura el hombre viejo. Para vencer a uno de estos enemigos es menester vencerlos a todos tres; y enflaquecido uno, se enflaquecen los otros dos; y vencidos todos tres, no le queda al alma más guerra» (Cautelas a un religioso 2-3). No es, ciertamente, el mundo el principal enemigo del cristiano; pero vencerlo le da una inmensa ventaja espiritual.

((Por eso la mundanización desvirtúa por completo una comunidad religiosa. Allí donde los religiosos «no renuncian al mundo» (contra PC 5a), sino que secularizan sus formas de vida, asemejándolas a las de los laicos, pierden todo su atractivo y se quedan sin miembros -se van parte de los que están, y no entran nuevos-. Y es lógico que así sea. No comprenden que los laicos -sobre todo los buenos, que sufren tanto dentro del condicionamiento mundano- encuentran atractiva la vida religiosa precisamente en la medida en que les ofrece un ámbito evangélico, bien diferenciado del medio mundano. La vida religiosa es atractiva e incluso fascinante en la medida en que anticipa escatológicamente en este mundo el reino celestial (LG 44c). Cuando los laicos se acercan a una comunidad religiosa, quizá con el deseo de ingresar en ella, y la encuentran secularizada y adaptada casi en todo a los modos de vida vigentes en el mundo, se marchan defraudados. Y si alguno entra en ella, o es que no tiene verdadera vocación religiosa, o si la tiene, no perdurará allí.))

Libres del mundo por la muerte

Los que somos «ciudadanos del cielo» (Flp 3,20) y vivimos en el mundo «como extranjeros y forasteros» (1 Pe 2,11), hemos de llegar normalmente a una fase en la que la muerte nos sea deseable. Incluso, como enseña San Cipriano, debemos ejercitarnos en este buen deseo:

«Debemos pensar y meditar que hemos renunciado al mundo, y que mientras vivimos en él somos como extranjeros y peregrinos. Deseemos con ardor aquel día en que se nos asignará nuestro propio domicilio, en que se nos restituirá el paraíso y el reino, después de habernos arrancado de las ataduras que en este mundo nos retienen. El que está lejos de su patria es natural que tenga prisa por volver a ella. Para nosotros, nuestra patria es el paraíso» (CSEL 3A,31).

 

 

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