II Parte
Mártires «El mundo entero está bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19).
Las pequeñas comunidades cristianas, a partir de la primera de Jerusalén, se van implantando por todo el Imperio romano, y a veces más allá de donde llegan las legiones. En estas comunidades primeras todavía no se distinguen más que pastores y laicos, aunque también hay algunos ascetas y vírgenes, que viven en sus familias o aislados, o quizá a veces asociados, en modos hoy escasamente conocidos. Todas las formas de vida pública de la Iglesia están fuertemente cohibidas, y apenas pueden manifestarse y expresarse, a causa de la persecución del mundo. Leyes romanas persecutorias Desde el año 64 hasta el 313, vive la Iglesia dos siglos y medio de situación martirial. Roma, habitualmente tolerante con todas las religiones indígenas o extranjeras, en el 64, sin embargo, emite contra los fieles de Cristo un edicto de proscripción, el llamado institutum neronianum, mandando que «los cristianos no existan»: «cristiani non sint». En efecto, negándose los cristianos a dar culto al emperador y a otras manifestaciones de la religiosidad oficial romana, se hacen infractores habituales del derecho común, y vienen a incurrir en crimen de lesa majestad (lex majestatis). Según esto, la persecución contra un cristiano concreto o contra la Iglesia puede desencadenarse en cualquier momento, y de hecho se produce de vez en cuando partiendo de estímulos diversos. Una vez la persecución proviene de la crueldad de un cónsul autoritario, otra es un asunto de venganza, de envidia o de interés económico, otra vez se produce para distraer al pueblo en momentos políticos conflictivos, o para frenar un influjo excesivo de los cristianos en una determinada región. Pasada la tormenta, a veces terrible, sobreviene normalmente un tiempo más o menos largo de tregua. Según cálculos de Allard, «la Iglesia atravesó seis años de padecimientos en el siglo I, ochenta y seis en el II, veinticuatro en el III, y trece al principio del IV» (El martirio 87). Y en todo esto hubo grandes diferencias de unos a otros lugares del Imperio. Las comunidades cristianas de la época se multiplican a veces tanto en ciertas regiones que producen situaciones alarmantes, y al mismo tiempo no poco embarazosas para el sentido jurídico de la autoridad romana. Es muy significativo en esto el rescripto imperial de Trajano (año 112), que dispone no buscar de oficio a los cristianos (conquirendi non sunt); condenar a los que fueran denunciados; y absolver a los que renunciaran a su fe, demostrándolo con algún acto claro de religiosidad romana. «Gracias» a esta ley, vigente en todo el siglo, la condenación del mártir se produce siempre con el consentimiento libre y expreso de éste, pues la apostasía podría liberarle. Más duramente persecutorio se hace el régimen legal romano en el siglo III y comienzos del IV. Edictos sucesivos disponen que la autoridad romana debe buscar a los cristianos (conquirendi sunt), para obligarlos a apostatar. Las leyes prohiben toda nueva conversión al cristianismo. Exigen certificados oficiales de haber sacrificado a los dioses. Proscriben absolutamente frecuentar los cementerios o celebrar la liturgia. Y las penas que se imponen son muy graves: la muerte, el destierro, la confiscación de los bienes, el exilio, la esclavitud, el trabajo en las minas... Para los cristianos, según esto, el ambiente del mundo es de persecución o, al menos, de menosprecio social y marginación más o menos acentuada. El influjo cultural y político de la Iglesia sobre el mundo es, lógicamente, mínimo. Pero el pueblo cristiano, sin embargo, no sólo alcanza a sobrevivir, sino que se va acrecentando de día en día. El mundo en los Padres de los tres primeros siglos Los Padres de los tres primeros siglos, lógicamente, desarrollan una teología muy próxima al Nuevo Testamento, en la cual las categorías mentales y verbales de éste permanecen siempre vigentes. Por lo que se refiere al término «mundo», concretamente, los Padres primeros, según muestra Manuel Ruiz Jurado en un amplio estudio, distinguen cuatro sentidos fundamentales, enlazados entre sí: Mundo espacial: «este escenario de la vida temporal del hombre, en que se decide su suerte eterna, con el conjunto de las criaturas que componen esta escena». Mundo temporal: «esta etapa de la historia de la salvación, la vida terrena en la que se decide la otra vida, la eterna». Mundo social: «el conjunto de costumbres, instituciones, estructuras en el que se desenvuelve la vida terrena del hombre». Mundo moral-espiritual : «enemigo del alma, instrumento o aliado de Satán para la perdición humana, reino de las tres concupiscencias, objeto de la renuncia bautismal y de los demás enunciados despectivos. «Pero observemos, en seguida, que en los tres primeros sentidos puede emplearse el término "mundo", y de hecho, es empleado por los Padres de los tres primeros siglos, casi siempre bajo la consideración moral-espiritual; es decir, predominando la dirección del cuarto sentido, que es el que más les interesa en su exposición de contenido histórico-salvífico. «Y ese influjo maléfico del mundo en el hombre no se coloca sólamente en el campo exclusivamente moral, sino muy particularmente en el orden de la fe -ceguera o miopía espiritual-» (El concepto de «mundo» en los tres primeros siglos de la Iglesia, «Estudios Eclesiásticos» 51, 1976,93). Pues bien, en el marco histórico de enfrentamiento durísimo entre Iglesia y mundo, la apotaxis bautismal, por la que el cristiano «renuncia al mundo», cobra en los Padres primeros un sentido tan evidente que no requiere muchas explicaciones. Igualmente, como vamos a mostrar ahora, las más graves palabras de Cristo y de sus apóstoles se hacen en aquellos siglos martiriales muy fáciles de entender, y apenas requieren más interpretación que la dada por una «exégesis histórica», real, de sentido patente. 1. Los mártires Odio del mundo -«Si el mundo os odia, sabed que a mí me odió antes. Si fuéseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os aborrece» (Jn 17,18-21). Para los cristianos que están sufriendo persecución a causa de Cristo, el sentido de esas palabras es evidente. Se dan cuenta de que el árbol de la Iglesia plantado en el Calvario, para dar fruto, hubo de ser regado primero por la sangre de Cristo, y ahora ha de ser regado por la sangre de sus discípulos. Esto podrá causarles dolor y lágrimas, pero no perplejidad alguna. Comprenden como algo obvio que «sin perder la propia vida» no es posible ser discípulo de Jesús (Jn 12,25). El desprecio social que sufren los primeros cristianos aparece como una situación bastante generalizada. Son tenidos normalmente por stulti (tontos, estúpidos; +Arnobio, Adv. nationes I,59), y todavía a fines del siglo IV la sociedad culta romana sigue considerándolos así (+Seudo Ambrosio, Quæstiones Veteris et Novi Testamenti, q.124). Se escuchan con frecuencia comentarios como éste: «Es un hombre de bien, dice uno, este Gayo Seyo; ¡lástima que sea cristiano!» (Tertuliano, Apologet. III,1). A juicio de los paganos los que predican el Evangelio no suelen ser sino «pelagatos, zapateros, bataneros, gentes sin ninguna clase de educación ni de cultura», que sólo se atreven con niños, mujerucas y gente ignorante, pero que se escurren en cuanto aparece alguien ilustrado (Orígenes, Contra Cels. III,55). Lo mismo viene a decir de los cristianos Cecilio, portavoz de los paganos en el Octavius de Minucio Félix: «raza taimada y enemiga de la luz del día, sólo habladora en los rincones solitarios» (VIII,3-4; X,2). Por otra parte, a los cristianos se echa la culpa de pestes y desgracias, y se grita «¡a las fieras!», cuando se ha perdido, por ejemplo, una guerra, tomándolos así como chivos expiatorios (+Bardy, La conversión 269-270). Exiliados del mundo -«Sois extranjeros y peregrinos» en este mundo (1Pe 2,11; +1,17). Tampoco es difícil por entonces dar a entender a los cristianos la veracidad de tales palabras. Situados fuera de la ley por ser cristianos -no por hacer esto o lo otro-, en cualquier momento pueden verse abatidos por la persecución. Y si por parte de alguien son objeto de una injusticia, habrán de soportarla pacientemente, no sólo por seguir el consejo de Cristo, sino porque el ofensor podría acusarles de ser cristianos... Todo esto sitúa de hecho en el mundo a los cristianos como exiliados voluntarios, que entienden el Éxodo sin necesidad de mayores exégesis, y que aceptan sin dificultad ese calificativo de forasteros y peregrinos, que no hace sino dar el «sentido espiritual» de un «sentido histórico» que ellos ya están viviendo. El mundo secular, en efecto, querría desterrar o mejor suprimir a los cristianos, pues los siente extraños al cuerpo social (christiani non sint), y los ve también peligrosos, como un tumor que un día puede acabar con la salud del cuerpo social del Imperio. Celso, con sobria argumentación romana, decía: «La razón quiere que de dos partidos en presencia se elija uno u otro. Si los cristianos se niegan a cumplir con los sacrificios habituales y a honrar a los que en ellos presiden, en tal caso no deben ni dejarse emancipar, ni casarse, ni criar hijos, ni desempeñar ninguna obligación de la vida común. No les queda sino marcharse muy lejos de aquí y no dejar tras de sí posteridad alguna; de este modo semejante ralea será completamente extirpada de esta tierra» (Orígenes, Contra Cels. VIII,55). En la inscripción de Arykanda se lee esta petición popular dirigida al emperador, a quien se reconoce de «la estirpe de los dioses»:... «Nos ha parecido bien dirigirnos a vuestra inmortal Majestad y pedirle que los cristianos, rebeldes desde hace tanto tiempo y entregados a esta locura, sean finalmente reprimidos y no quebranten más con sus funestas novedades el respeto que se debe a los dioses. Esto podría conseguirse si por medio de un divino y eterno decreto vuestro se prohibieran e impidieran las odiosas prácticas de estos ateos y se les forzara a todos a rendir culto a los dioses, congéneres vuestros» (+Bardy 274). Patética es también la situación de los primeros cristianos franceses, según refiere la crónica de los mártires de Viena y Lión hacia el año 177: «Los siervos de Cristo, que habitan como forasteros en Viena y Lión de la Galia, a los hermanos de Asia y Frigia, que tienen la misma fe y esperanza que nosotros en la redención... Cuánta haya sido la grandeza de la tribulación por que hemos pasado aquí, cuán furiosa la rabia de los gentiles contra los santos y qué tormentos hayan tenido que soportar los bienaventurados mártires... no es posible consignarlo por escrito... Y así, no sólo se nos cerraban todas las puertas, sino que se nos excluía de los baños y de la plaza pública, y aun se llegó a prohibir que apareciera nadie de nosotros en lugar alguno». Así estaba el ambiente social cuando se produjo allí el martirio del obispo Potino y de otros muchos fieles. Tragedias familiares -«Entregará el hermano al hermano a la muerte, se alzarán los hijos contra los padres...» (Mt 10,21). «Vine a separar al hombre de su padre... El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí...» (10,35-37). También estas palabras tienen en la época un claro sentido literal. Las tragedias familiares, anunciadas por Cristo a los hijos del Reino, son relativamente frecuentes, y sin afrontar fielmente al menos su posibilidad, no es posible ser cristiano. Casos como el que sigue fueron muy frecuentes: Ante Probo, gobernador de Panonia, comparece el joven padre cristiano Ireneo, obispo de Sirmio. Sujeto a durísimos tormentos, se niega a sacrificar a los dioses. Sus niños, «abrazándose a sus pies, le decían: «Padre, ten lástima de ti y de nosotros». Todos sus parientes lloraban y se dolían de él, gemían los criados de la casa, gritaban los vecinos y se lamentaban los amigos, y como formando un coro, le decían: «Ten compasión de tu poca edad»». Ireneo no duda en resistir, manteniéndose en la confesión de su fe. Llamado de nuevo a comparecer, Probo le pregunta si tiene mujer, hijos, parientes. A todo responde Ireneo que no. «Pues ¿quiénes eran aquellos que lloraban en la sesión pasada?». Responde: «Hay un precepto de mi Señor que dice: «El que ama a su padre o a su madre o a su esposa o a sus hijos o a sus hermanos o a sus parientes por encima de mí, no es digno de mí». Así, mirando hacia el cielo, a Dios, y puesta su mente en las promesas de él, todo lo menospreció, confesando no conocer ni tener pariente alguno sino él. Probo insiste: «Siquiera por ellos, sacrifica». Ireneo responde: «Mis hijos tienen el mismo Dios que yo, que puede salvarlos. Pero tú haz lo que te han mandado»». Murió a espada y fue arrojado al río. Por otra parte, en un mundo romano, tan piadoso hacia los antepasados, los cristianos son hombres impíos, que no cumplen hacia sus difuntos las tradiciones cultuales antiguas. En la consideración de los familiares paganos, quien se hace cristiano «se coloca fuera de la tradición, rompe con el pasado, tacha de falsos a sus antepasados. Y todo esto es suficientemente grave como para constituir a los ojos de muchos un obstáculo casi insalvable para la conversión» (Bardy 257). También los matrimonios mixtos ponen con frecuencia al cónyuge cristiano en una situación extremadamente difícil, pues, sobre todo la mujer, entra a vivir en un clima familiar continuamente marcado por la idolatría y el paganismo. Por eso los Padres y concilios lo prohiben o lo desaconsejan vivamente. Acomodos, transigencias y «lapsi» -«De nosotros han salido, pero no eran de los nuestros» (1Jn 2,19)... En tan trágicas circunstancias hay, por supuesto, cristianos que son infieles, que caen (lapsi). Para algunos incluso, circunstancias en ocasiones extremadamente complejas parecen hacer lícitas ciertas simulaciones o transigencias... Y tampoco faltan entonces quienes elaboran algunos trucos de moral que hagan posible pecar con buena conciencia. Aunque la verdad es que en estos siglos primeros no hay apenas moralistas laxos. En materia moral, los errores se producen más bien hacia los rigorismos extremos (encratitas, montanistas, etc.), con pocas excepciones (como los nicolaítas, relajados e inmorales: Ap 2,6.14-15). Son tiempos muy duros. Y por eso no es extraño que el número de lapsi sea a veces elevado. Las mismas Actas de los mártires dan referencia de ellos. Es el caso de Lión y Viena en 177: «Entonces se pusieron evidentemente en descubierto los que no estaban preparados ni ejercitados, ni tenían fuerzas robustas para soportar el empuje de tamaño certamen. Diez de ellos que se derrumbaron, nos produjeron el mayor dolor y pena increíble; y quebraron el entusiasmo de otros... Pero de nada les aprovechó la apostasía de su fe», pues eran retenidos por otras acusaciones. Y en seguida se vio la diferencia entre la alegría de los mártires vencedores y la amargura de los caídos. «La alegría del martirio, la esperanza de la gloria prometida, la caridad hacia Cristo y el Espíritu de Dios Padre recreaba a aquéllos, que se acercaban gozosos, mostrando en los rostros cierta majestad mezclada de hermosura... En cambio éstos, con el rostro inclinado, abyectos, escuálidos y sórdidos, llenos de oprobio...». Durante mucho tiempo las apostasías solían ser únicamente individuales. Pero en 250 un edicto de Decio, que exigía a todos un certificado de profesar la religión imperial, provocó apostasías colectivas. San Cipriano narra, con inmenso dolor, las apostasías numerosas que se produjeron en Cartago, y lo mismo refiere Dionisio, obispo de Alejandría. Incluso se dieron casos de obispos apóstatas. Y más tarde, en los primeros años del siglo IV, en la persecución de Diocleciano, hubo otro flujo de deserciones masivas. Pero también es cierto que entre los lapsi eran frecuentes los casos de vuelta a la Iglesia, una vez pasada la tormenta de la persecución, y a veces incluso antes. Valores del mundo romano A pesar de la degradación moral generalizada -homosexualidad, concubinato, esclavitud, aborto, prepotencia de las legiones, inmoralidad de los espectáculos, tan crueles como indecentes (+Rm 1,18-32)-, persiste en Roma una sombra de grandeza en la lengua, el derecho o el arte, en la disciplina de las legiones, en las vías y obras públicas, o en la misma religiosidad popular. Perdura entre los romanos, podría decirse, un cierto respeto por el orden natural -por el que ellos conocen-, por la inviolabilidad del derecho, por el culto a los dioses, a la patria y a los mayores. Los moralistas paganos todavía pueden ensalzar una vida virtuosa -que muy pocos viven-, sin suscitar una repulsa generalizada. Por eso, no obstante tantas miserias intelectuales y morales, y tan graves persecuciones contra la Iglesia, no es raro que los Padres reconozcan los valores romanos. Un San Ireneo (+202?) bendice la pax romana: «Gracias a los romanos goza de paz el mundo, y nosotros podemos viajar sin temor por tierra y por mar, por todos los lugares que queremos» (Adv. Hæres. IV,30). Es convicción común a los Padres lo que afirma Orígenes (+254): «La Providencia ha reunido todas las naciones en un solo imperio desde el tiempo de Augusto para facilitar la predicación del Evangelio por medio de la paz y la libertad de comercio» (In Jos. Hom.3). Y San Agustín, al escribir La Ciudad de Dios al fin de su vida y al fin también del Imperio, no oculta la romanidad profunda de su corazón cristiano. Crecimiento y alegría de la Iglesia La difusión geográfica de la Iglesia y su acrecentamiento numérico es en estos siglos martiriales muy considerable. Sobre todo en el Asia romana, junto a regiones rurales completamente cristianas, hay ya ciudades en que la mayoría ha recibido el Evangelio. Y el crecimiento da alegría, aunque también podría decirse que sólo lo que está alegre puede crecer. ¿Cómo va a crecer un cuerpo social angustiado, perplejo ante las circunstancias adversas, un cuerpo en el que abundan los más amargos lamentos, y no faltan aquellas quejas que llevan en sí protesta? En realidad, durante esta época martirial no hallamos en la literatura nada semejante a una lamentación ante el cúmulo de males que la Providencia divina permite que vengan sobre su Iglesia. ¡Y «motivos» para las lamentaciones había de sobra!... Pero los cristianos sabían que ésta era su más alta vocación en el mundo: «completar en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). La alegría -la alegría de la fidelidad, la alegría de la victoria en el combate, la alegría que acompaña al crecimiento y a la pujanza vital- es uno de los rasgos más patentes de la Iglesia de los mártires. Perpetua, en el comienzo de su Pasión, escribe de su mano: «condenados a las fieras, bajamos alegres a la cárcel». Y en el resto de la crónica, cuenta Sáturo que ella dijo más tarde: «Gracias a Dios que, como fui alegre en la carne, aquí soy más alegre todavía». Igualmente, en el martirio de Montano, Lucio y compañeros, «la alegría de los hermanos era general; pero él [el mártir Flaviano] se alegraba más que todos». «Sabina va riendo al tribunal, con gran extrañeza de los paganos; los espectadores quedan atónitos viendo sonreir a Carpos durante el interrogatorio y en la hoguera misma; Teodosio permanece sonriente durante la tortura; Hermes bromea al ir al suplicio. Las Actas hablan a menudo del semblante sereno y alegre de los mártires. «Confesamos a Cristo y morimos con alegría», escribe el filósofo San Justino» (Allard 228). Libremente mártires Sabiendo los cristianos que el Derecho romano reconocía siempre el derecho a apelar contra una sentencia, incluso en el camino hacia el ajusticiamiento, «con todo, no tenemos noticia de que ni una sola vez usasen los cristianos del derecho de apelación» (Allard 227), y esto no obstante el peso social que a veces tenían, sobre todo en regiones donde eran mayoría. «Cuando en el curso del proceso se ofrecía a los cristianos un plazo para reflexionar, lo rehusaban siempre. Escuchaban con júbilo la sentencia. "No podemos dar suficientemente gracias a Dios", exclama uno de los mártires de Scillium. "Sea Dios bendito por tu sentencia", dice Apolonio al prefecto. "¡Que Dios te bendiga!", dice el centurión Marcelo a su juez. "¡Gracias a Dios!", exclama San Cipriano... Quienes así hablaban por nada del mundo hubieran apelado contra la sentencia que los condenaba» (Allard 228-229). San Ignacio de Antioquía, en sus famosas cartas, hacia el 107, suplica encarecidamente que por nada del mundo traten de impedir su muerte: «permitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado alcanzar a Dios» (Romanos 4,1). 2. En el mundo, sin ser del mundo Libres de un mundo efímero y pecador ¿Huir del mundo o permanecer en él? Los cristianos primeros se saben unidos al Cordero de Dios, que entrega su vida para «quitar el pecado del mundo». Y saben que ésa es su vocación. Que convenga huir del mundo o retirarse más de él, o que, al contrario, sea conveniente participar más de su vida, esto será ya una cuestión secundaria, prudencial, que habrá que resolver en cada caso. Después de todo, como enseña Clemente alejandrino, disfrutar del mundo o renunciar a él, las dos pueden ser formas de la virtud de la templanza (Stromata 2,18). Pero lo primordial es que los cristianos primeros conocen que el mundo no sólo es efímero, sino pecador, y con frecuencia altamente peligroso. Marcado por el pecado, y más o menos sujeto, como está, al demonio, es inevitable su hostilidad, a veces asesina, hacia la Esposa de Cristo. Sólo el Cordero de Dios, que «quita el pecado del mundo», puede purificarle con su sangre y sacarle de su abismo. Hay que guardarse, pues, del mundo; pero evangelizándolo, tratando de salvarlo, aunque en ello se arriesguen las vidas. Ahora bien, únicamente pueden evangelizar el mundo quienes están libres de su fascinación, aquellos que no lo temen ni tampoco lo desean con avidez; es decir, aquellos que en Cristo lo han vencido por la fe (1Jn 4,4). Llama la atención en este sentido que, siendo los cristianos primeros tan pocos, frecuentemente tan pobres e ignorantes, y siempre tan oprimidos, no se aprecia, sin embargo, en ellos ni un mínimo complejo de inferioridad ante el mundo, el mundo greco-romano, tan culto y poderoso entonces, y tan lleno de prestigios humanos. Las Apologías de San Justino, Arístides, etc., o escritos como el Contra paganos de San Atanasio, muestran la pésima opinión que los cristianos primeros tienen de las idolatrías del mundo pagano. Como los profetas de Israel, que se reían e ironizaban duramente contra los ídolos (1Re 18,18-29; Is 41,6ss; 44,9-20; Jer 10,3ss; Os 8,4-8; Am 5,26), estos cristianos, estos miserables fuera-de-la-ley, incluso ante la proximidad del martirio, reprochan a sus propios jueces, diciéndoles cómo no les da vergüenza dar culto a dioses tan numerosos y de tan baja moral. Así San Apolonio, en Roma, a fines del siglo II: «Pecan los hombres envilecidos cuando adoran lo que sólo consta de figura, un frío pulimento de piedra, un leño seco, un metal inerte o huesos muertos. ¡Qué necedad, semejante engaño!... Los atenienses, hasta el día de hoy, adoran el cráneo de un buey de bronce». Buena parte de la fuerza evangelizadora de los cristianos primeros está precisamente en que se han dado cuenta, a la luz de Cristo, que el mundo no vive sino en «la vieja locura» (Pedagogo I,20,2), de la que ellos, cristianos, se saben felizmente libres por el Evangelio. En efecto, evangelizar es siempre iluminar con la luz de Cristo a hombres que están en las tinieblas. No codiciar el mundo, ni temer la muerte Libre del mundo está sólo quien ya no lo codicia y, por tanto, no lo teme. Los Padres primeros exhortan incansablemente a esta gloriosa libertad, tan necesaria a unos fieles que en cualquier momento pueden verse amenazados por el martirio -confiscación de bienes, exilio, esclavización, muerte-. En efecto, para sostener la fidelidad de los cristianos en circunstancias tan adversas, los Padres ven la necesidad de mostrarles la vanidad y la maldad del mundo, al que ya desde el bautismo han renunciado. La fidelidad a Dios y la fidelidad al mundo se excluyen mutuamente, y es preciso elegir. San Ignacio de Antioquía lo deja bien claro: «Las cosas están tocando a su término, y se nos proponen juntamente estas dos cosas: la muerte y la vida, y cada uno irá a su propio lugar. Es como si se tratara de dos monedas, una de Dios y otra del mundo, que llevan cada una grabado su propio cuño: los incrédulos, el de este mundo; mas los fieles, por la caridad, el cuño de Dios Padre grabado por Jesucristo. Si no estamos dispuestos a morir por él, no tendremos su vida en nosotros» (Magnesios V). San Cipriano insiste en la misma perspectiva: «Si hay bienes dignos de tal nombre, son los bienes espirituales, los divinos, los celestes, que nos conducen a Dios y permanecen con nosotros junto a él por toda la eternidad. Al contrario, todos los bienes terrenos que hemos recibido en este mundo, y que aquí se han de quedar, deben menospreciarse (contemni debent) lo mismo que el propio mundo, a cuyas vanidades y placeres ya renunciamos desde que con mejores pasos nos volvimos a Dios en el bautismo. San Juan nos exhorta y anima, apremiándonos con palabras llenas de espíritu celestial: «No queráis amar al mundo, ni lo que hay en el mundo» (1Jn 2,15)» (De habitu virginum 7). San Ignacio de Antioquía, temiendo verse privado del martirio, escribe: «El príncipe de este mundo está decidido a arrebatarme y corromper mi pensamiento y sentir, dirigido todo a Dios. Que nadie, pues, de los ahí presentes le vaya a ayudar [procurando que yo siga en el mundo]; ponéos más bien de mi parte, es decir, de parte de Dios. No tengáis a Jesucristo en la boca y luego codiciéis el mundo» (Romanos 7,1). Lo mismo dice San Policarpo: «Bueno es que nos apartemos de las codicias que dominan en el mundo, pues todas ellas van contra el espíritu» (Filipenses 5,3). Y el Pastor de Hermas: «Ante todo, guárdate de todo deseo malo, y limpia tu corazón de todas las vanidades de este siglo. Si esto guardares, tu ayuno será perfecto» (Comparación 5,3,6; +6,3; 7,2). Pues el ángel del Señor «toma por su cuenta a los que se extravían de Dios y se andan tras los deseos y engaños de este siglo, y los castiga, según lo que merecen, con terribles y diversos castigos» (6,3). Por el contrario, el que «se purifica de toda codicia de este siglo» alcanza preciosas gracias y bendiciones de Dios (7,2). No tener miedo a la muerte, que nos separa de este mundo definitivamente, y estar prontos para el martirio, son dos signos inequívocos de estar libre del mundo. En una impresionante exhortación a los mártires, el obispo San Cipriano pide «que nadie desee cosa alguna de un mundo que se está muriendo» (Carta 58,2,1). Y en su tratado sobre la muerte considera: «¿para que pedimos [en el Padrenuestro] que «venga a nosotros el reino de los cielos», si tanto nos deleita la cautividad terrena?... Si el mundo odia al cristiano, ¿por qué amas tú al que te odia, y no sigues más bien a Cristo, que te ha redimido y te ama?... Debemos pensar y meditar, hermanos muy amados, que hemos renunciado al mundo [ya desde el bautismo] y que, mientras vivimos en él, somos como extranjeros y peregrinos. Deseemos con ardor aquel día en que se nos asignará nuestro propio domicilio... El que está lejos de su patria es natural que tenga prisa por volver a ella. Para nosotros, nuestra patria es el paraíso» (cap. 18). Participación Los apologistas de la Iglesia, defendiendo a ésta, alegan que los cristianos participan honradamente en todos los oficios y profesiones, y que de hecho están presentes en todos los campos de la sociedad (Tertuliano, Apologet. 37). En efecto, a medida sobre todo que los cristianos, aquí y allá, se van extendiendo por todas las regiones del Imperio, es prácticamente imposible que no se dé su participación en comercio y milicia, en agricultura y artesanías, e incluso en el Senado o el Palacio imperial. «Somos de ayer y hemos llenado ya la tierra y todo lo que es vuestro: ciudades e islas,... senado, foro... navegamos, comerciamos, etc.» (Tertuliano, ib. 42,2-3). Orígenes llega a afirmar contra Celso: «Los cristianos son más útiles a la patria que el resto de los hombres; forman ciudadanos, enseñan la piedad respecto a Dios, guardián de las ciudades» (VIII,73-74). Separación Sin embargo, otros textos o normas disciplinares de la Iglesia antigua acentúan la necesidad de separación del mundo pagano: «Huye, hijo mío, de todo mal, y hasta de todo lo que tenga apariencia de mal» (Dídaque 3,1). «Huyamos, hermanos, de toda vanidad (mataiotetos); odiemos absolutamente las obras del mal camino» (Carta de Bernabé 4,10). Y esta huída, al menos en ciertos campos concretos de la vida social, ha de ser efectiva. Y es que todavía no pocos oficios y profesiones son, de hecho, difícilmente conciliables con la vida en Cristo. La política, por ejemplo. «Nada más extraño para nosotros que la política -asegura Tertuliano-. Conocemos una sola república común a todos, el mundo» (Apologet. 38,3). Este sentimiento apátrida, aquí eventualmente expresado, no es genuinamente cristiano, no es tradicional; pero el dato proporcionado en la frase citada es verdadero. Participar en la vida política del Imperio, como no fuera en cargos locales muy secundarios, no es posible todavía. Y es que, en realidad, toda la vida pública del mundo está tan marcada por el paganismo inmoral e idolátrico, que participar en ella se hace muy difícil. También la milicia es objeto, según tiempos y Padres, de reticencias más o menos fuertes. Y la muy venerable Traditio apostolica romana, hacia el 215, enumera una serie de oficios y profesiones que no son conciliables con la vida cristiana, pues están inevitablemente configurados en formas inmorales o relacionadas con el culto a los ídolos; así los escultores y pintores, actores y luchadores, etc. Si los que se dedican a esos menesteres piden el bautismo, «o renuncian a sus profesiones o se les debe rechazar» (16). Por eso un San Ignacio le escribe a San Policarpo, obispo de Esmirna: «Rehuye los oficios malos, o mejor aún, trata con los fieles para precaverles contra ellos» (Policarpo 5,1). No faltan autores más extremistas, como Tertuliano, que llegan a condenar todas las profesiones y diversiones seculares, lo que les lleva a reconocer que, al menos tal como están las cosas, el ideal sería una salida general de los cristianos al desierto, donde hicieran una ciudad exclusivamente cristiana (Apologet. 37,6)... El Pastor de Hermas, un texto romano de mediados del siglo II, aunque no en forma tan extrema, parece como si abandonase el mundo a los mundanos; como si reconociera que mientras el mundo esté bajo el Maligno, a sus hijos les corresponde gobernarlo y gozar de él. Aunque los textos, como éste que transcribo, no son precisos y doctrinales, pues están escritos a veces bajo la presión de grandes sufrimientos, tienen, sin embargo, una conmovedora fuerza testimonial. «Vosotros, los siervos de Dios, vivís en tierra extranjera, pues vuestra ciudad está muy lejos de ésta en que ahora habitáis. Si, pues, sabéis cuál es la ciudad en que definitivamente habéis de habitar, ¿a qué fin os aparejáis aquí campos y lujosas instalaciones, casas y moradas perecederas? El que todo eso se apareja para la ciudad presente, señal es que no piensa en volver a su propia ciudad. ¡Hombre necio, vacilante y miserable! ¿No te das cuenta que todo eso son cosas ajenas y están bajo poder de otro?... «Atiende, por tanto. Como quien habita en tierra extraña, no busques para ti nada fuera de una suficiencia pasadera, y está apercibido para el caso en que el señor de esta ciudad quiera expulsarte de ella por oponerte a sus leyes. Saliendo entonces de la ciudad suya, marcharás a la tuya propia, y allí seguirás tu ley, sin injuria de nadie, con toda alegría. «¡Atención, pues, vosotros, los que servís al Señor y le tenéis en el corazón! Obrad las obras de Dios, recordando sus mandamientos y las promesas que os ha hecho, y creed que él las cumplirá, con tal de que sus mandamientos sean guardados. En lugar, pues, de campos, comprad almas atribuladas, conforme cada uno pudiere; socorred a las viudas y a los huérfanos, y no los despreciéis; gastad vuestra riqueza y vuestros bienes todos en esta clase de campos y casas, que son las que habéis recibido del Señor. Porque éste es el fin para que el Dueño os hizo ricos, para que le prestéis estos servicios. Mucho mejor es comprar tales campos y posesiones y casas, que son las que has de encontrar en tu ciudad cuando vuelvas a ella. Este es el lujo bueno y santo, que no trae consigo tristeza ni temor, sino alegría. No practiquéis, por tanto, el lujo de los gentiles, pues es sin provecho para vosotros, los servidores de Dios. Practicad, sí, vuestro propio lujo, aquél en que podéis alegraros» (Comparación I). De modo especial, se hace imposible participar en los espectáculos, el teatro, el circo, etc., y no sólo porque están marcados profundamente por las formas de inmoralidad más abyectas, sino también porque llevan en sí continuamente nombres y actos de significación idolátrica. Por eso «los paganos no se llaman a engaño: la primera señal por la que reconocen a un nuevo cristiano, es que ya no asiste a los espectáculos; si vuelve a ellos, es un desertor» (Bardy 279). Distinción y adaptación A pesar de esta distinción tan neta entre el mundo y los cristianos, éstos no se caracterizan exteriormente por los signos secundarios. En efecto, dentro del mosaico innumerable de razas y religiones del Imperio romano, unos y otros, pueblos o devotos, se diferencian frecuentemente de los demás por sus leyes, fiestas y costumbres, e incluso por la forma de comer, de vestir o de construir sus casas. En este sentido, el Cristianismo primero asume en gran medida todo lo que en el mundo hay de bueno o de indiferente, haciéndose, como el Apóstol, judío con los judíos, griego con los griegos, «para salvarlos a todos» (+1Cor 9,19-23). Es consciente de que el Reino de Cristo es, ante todo, algo interior, una renovación profunda de la mente y del corazón, que permite, con la gracia de Dios, estar en el mundo sin ser del mundo, y que, igualmente, hace posible tener como si no se tuviera. En este tema, hacia el 200, la Carta a Diogneto se expresa así: «Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla ni por sus costumbres; porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás... Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extranjera. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no exponen [dejándolos morir] los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes... Por los judíos se los combate como a extranjeros; por los griegos son perseguidos y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben decir el motivo de su odio. Más, por decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo» (cp. V-VI). Optimismo juvenil cristiano, Reino de Cristo Sin ningún complejo de inferioridad respecto del mundo, los cristianos, aunque se vean como ciudadanos marginados, fuera de la ley, siempre amenazados de muerte, confiscación o cárcel y, a los ojos humanos, sin ningún horizonte histórico, gente que no tiene salida, saben que en Cristo son reyes. Saben que Cristo venció al mundo en la cruz, y que fue allí precisamente donde mostró ser Rey del universo, atrayendo a todos hacia sí. Del mismo modo, los cristianos mártires saben que por sus combates victoriosos se manifiesta y se extiende el Reino de Cristo, inaugurado ya para siempre en el Calvario. En este sentido, es significativo que en el final de las Passiones de los mártires se halla a veces una afirmación solemne del reinado universal de Cristo: «Padecieron los beatísimos mártires Luciano y Marciano siete días antes de las calendas de noviembre, bajo el emperador Decio y el procónsul Sabino, reinando nuestro Señor Jesucristo, a quien sea honor y gloria, virtud y poder, por los siglos de los siglos. Amén». 3. Idealismo del cristianismo primitivo La alta doctrina espiritual La altura idealista de la doctrina de Cristo y de los Apóstoles es mantenida por los primeros Padres, y por varios documentos primitivos, como Dídaque, Pastor de Hermas, Carta a Diogneto, Actas de los mártires, etc. Así enseña, por ejemplo San Cipriano (+258): «Sea nuestra conducta como conviene a nuestra condición de templos de Dios, para que se vea de verdad que Dios habita en nosotros. Que nuestras acciones no desdigan del Espíritu: hemos comenzado a ser espirituales y celestiales y, por consiguiente, hemos de pensar y obrar cosas espirituales y celestiales» (Sobre Padrenuestro 11-12). Exhortaciones apostólicas de altísima perfección son dirigidas a todos los cristianos, también a los que no han dejado el mundo; también aquellas que, pasando la frontera de lo meramente razonable, se adentran por el campo espiritual de «la locura y el escándalo de la cruz» (+1Cor 1,23), como el consejo de no defenderse y preferir sufrir la injusticia (1Pe 2,20-22; 1Cor 6,1-7), o los referentes a la comunicación de bienes (Hch 4,32). La comunidad apostólica de Jerusalén La Iglesia apostólica de Jerusalén es el testimonio más autorizado y prestigioso del idealismo cristiano primitivo. San Lucas, su cronista, da de aquella comunidad cristiana, tan próxima a Jesucristo, una visión realmente admirable, centrada sobre la comunión. Los que han creído en el Evangelio, permanecen constantes «en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la comunidad de vida, en la fracción del pan [eucaristía] y en las oraciones» (Hch 2,42), y entre ellos no hay pobres (+2,42-47; 4,32-37; 5,12-16). La palabra koinonía, característica de los Hechos de los apóstoles, y ausente de todo el resto del Nuevo Testamento, expresa tanto la comunión espiritual («un solo corazón y una sola alma»), como la comunión material de bienes («todo lo tenían en común, no había pobres entre ellos»). Yavé, en el Antiguo Testamento, dice a Israel: «no habrá pobres entre los tuyos» (Dt 15,4). Y también en los griegos puede hallarse algún precedente de este ideal. Un proverbio decía «koina ta filon» (entre amigos, todo es común; Dupont, Études 505-508). Pero ese sueño sólo va a realizarse en Cristo, en la Iglesia. En la primera comunidad de Jerusalén, en efecto, había un servicio diario en favor de los necesitados (6,1s), y de hecho no había pobres entre los discípulos de Jesús (4,34), pues quien tenía bienes los ponía a disposición de los apóstoles, para que pudieran ayudar a los necesitados. La entrega de los bienes propios no era obligatoria, como se ve en el elogio que se hace de la actitud de Bernabé, chipriota, que «poseía un campo, lo vendió y llevó el precio, y lo depositó a los pies de los apóstoles» (4,37). Y esa misma libertad para dar los bienes propios se atestigua en el caso de Ananías y Safira (5,4). La Iglesia primera forma así comunidades utópicas, cuya calidad social de vida es sin duda distinto y mejor que la del mundo tópico, el existente en la sociedad global. Los cristianos están en el mundo, pero son claramente distintos del mundo. Como se dice muy exactamente en un texto de los Hechos, «nadie de los otros se atrevía a unirse a ellos, pero el pueblo los tenía en gran estima; y crecía más y más el número de los creyentes» (5,13-14). En efecto, en Jerusalén, como hemos visto, pero también en otros lugares, como veremos, los cristianos inspiran admiración, respeto y atracción, al menos entre los hombres de buena voluntad. La Iglesia de Cristo constituye así un nuevo orden que, por el momento, se restringe a la misma comunidad cristiana, y que no es en absoluto un programa de renovación social de toda la sociedad. No es, pues, al menos entonces, un intento político. Jerusalén, modelo para siempre Importa, sin embargo, afirmar que esta perfecta koinonía de Jerusalén es presentada en los Hechos y es considerada en toda la tradición cristiana como el ideal de una vida eclesial perfecta. Y ésta es una verdad que hoy conviene recordar. Actualmente algunos ven aquella experiencia de Jerusalén como un caso notable, carismático, pero apenas significativo. Hace poco, por ejemplo, en una reunión de profesores de teología, sobre este tema, afirmaba uno de ellos que «la comunión de bienes de los cristianos primeros de Jerusalén fue tal fracaso, que hizo necesario organizar una colecta para sacarlos de la ruina». Esta afirmación es errónea, y no halla base en ningún dato histórico. La colecta aludida en 2 Corintios 8-9 se produce hacia el año 57, y San Lucas en los Hechos, quince o treinta años más tarde, pone como ideal la koinonía, lo que no hubiera hecho de haber sido ésta un fracaso. Pero, a fin de cuentas, el lapsus del aludido profesor no tiene mayor importancia. Lo que sí tiene importancia es la mentalidad que revela. En efecto, ahí está operante la convicción -expresada por ese mismo profesor- de que «los cristianos, si quieren evangelizar el mundo, deben asumir las formas de vida comunitaria que están vigentes en la sociedad secular, y que todo intento cristiano de vida social distinta y mejor que la del mundo está condenado al fracaso, por ser utópico, o si se quiere, a-histórico». Y éste sí es ya un error más grave, pues la comunidad cristiana evangeliza realmente en la medida en que es distinta y mejor que el mundo de su tiempo. Conviene, pues, dejar bien establecido la validez perenne del ideal comunitario de la primera Iglesia apostólica. El origen de la primera koinonía eclesial de Jerusalén «ha de buscarse en la comunidad de los discípulos con Jesús en el tiempo de su ministerio» (Rasco, Actus 301). En efecto, la Tradición católica posterior no ve en la koinonía jerosolimitana sólamente una floración carismática admirable, pero no ejemplar, esto es, no imitable. Por el contrario, venera aquella comunión primera de corazones y bienes como un supremo ideal de la Iglesia para todos los siglos, y en prueba de ello le da el nombre de vita apostolica. La koinonía de Jerusalén fue el ideal realizado en alguna medida por otras Iglesia locales de los primeros siglos. Lo cual nos hace de nuevo comprobar que no fue una aislada experiencia admirable, pero apenas significativa, sino que formó parte del ideal común cristiano de la Iglesia de los mártires. No me alargo a demostrarlo aquí, pues este tema será objeto de más largos desarrollos en un libro que preparo, y que quizá se titule Evangelio y utopía. Diré ahora brevemente que la comunión de bienes materiales, de una u otra forma realizada, entre quienes viven en comunión de bienes espirituales, es un ideal propuesto en no pocos documentos cristianos antiguos (2Cor 8-9; Dídaque IV,8; Carta a Bernabé XIX,8; Pastor de Hermas V comp.3,7). Este ideal, incluso, en uno u otro grado, era un dato real de las comunidades cristianas, que podía ser aducido como argumento elogioso por los Padres apologistas (Arístides, Apología XIV,8; San Justino, I Apología XIV,2-3). Clemente de Alejandría Como no nos es posible comprobar aquí ese idealismo cristiano primitivo en la enseñanza de muchos Padres, lo observaremos sólamente en un autor que, por varias circunstancias, puede ser especialmente significativo: Clemente de Alejandría (+215). Probablemente ateniense, hijo de paganos, converso al cristianismo, hacia el 200, está al frente de la escuela teológica de Alejandría. Laico, según parece, es un hombre muy culto y sensible a la belleza. Es al mismo tiempo un cristiano entusiasta, sin complejo alguno ante el mundo de su tiempo, que produce tantos mártires. Aquí nos interesa especialmente observar cómo presenta el ideal de la vida cristiana perfecta, cuando aún no existen los monjes, sino sólo pastores y laicos. En el Protréptico expone Clemente una visión muy crítica del mundo secular, mostrando un cuadro terrible de sus absurdos intelectuales y de su degradación moral. Ve el mundo pagano, que él conoce perfectamente, con amor y compasión, pero, ciertamente, sin el menor sentimiento de inferioridad. Y lo mismo se expresa en su obra el Pedagogo. Los paganos son viejos, frente a los cristianos, que son los jóvenes de este mundo (I,20,3-4). En contraste a la «vieja locura» del mundo pagano (I,20,2), los cristianos representan la juventud permanente de la humanidad (I,15,2). La visión que tiene Clemente de la vida cristiana perfecta queda expuesta sobre todo en su obra el Pedagogo, compuesta de tres libros (SChr 70, 108 y 158). Nuestros pecados nos han hundido en tal miseria que necesitamos absolutamente la guía y ayuda del Pedagogo, el Verbo encarnado (lib. I). Une Clemente el Evangelio con la mejor ascesis de los filósofos griegos, fijándose también en múltiples aspectos concretos de la vida en el mundo: costumbres, comida y vestido, trabajos y diversiones, etc. Todo ha de ser evangelizado (lib. II-III). En la espiritualidad del gran Clemente alejandrino se refleja el idealismo característico de la Iglesia primera. Fuerte ruptura con los pensamientos y costumbres del mundo, y entusiasta impulso a la nueva vida evangélica, tan distinta de la secular. En lo referente, por ejemplo, a la oración, para Clemente el cristiano verdadero, el espiritual, guarda de Dios «memoria continua: ora en todo lugar, en el paseo, en la conversación, en el descanso, en la lectura, en toda obra razonable, ora en todo» (Stromata VII,7). Por la noche conviene «levantarse del lecho para bendecir a Dios; y felices aquellos que se despiertan para él» (Pedagogo IX,79,2). Viviendo así, también los casados, por supuesto, avanzan hacia la perfección cristiana. Concretamente, «la esposa casta, consagrando su tiempo a su marido, honra a Dios sinceramente, mientras que si se dedica a adornarse, se aparta tanto de Dios como de un casta vida conyugal, y viene a ser como una prostituta» (II,109, 3-4). Todos los aspectos que forman la vida ordinaria -comidas, vestidos, trabajos y ocios, diversiones y conversaciones, sueño y vigilia- son iluminados por Clemente con la luz de las más altas enseñanzas de Cristo y de los Apóstoles. Henri-Irénée Marrou, en la presentación del Pedagogo, comenta: «Sí, es realmente una moral auténticamente cristiana. Clemente, para describirla, emplea acentos que anuncian el futuro desarrollo de la espiritualidad monástica», pues evoca con frecuencia «una atmósfera característica, la que será propia del hesycasmo: «tranquilidad, calma, serenidad, paz» (II,60,5; +112,2); la paz, tema favorito del Pedagogo (II,32,1), la oración perpetua (III,101,2), el culto isangélico (II,79,2; 109,3). Y sin embargo, Clemente no piensa de ningún modo en retirar al cristiano del mundo: su moral es una moral para fieles casados (II,X), que aceptan sus responsabilidades sociales (III,78,3). El estado del matrimonio no se opone ni a la piedad ni a la santidad (II,109,4; 39,1); y el hecho de estar cargado de familia no constituye un impedimento para seguir a Cristo (III,38,2) (SChr 70,61). Efectivamente, Clemente no vincula necesariamente la perfección a un estado (+Stromata VII,12,70, 6-8). Él, como Cristo y los apóstoles, exhorta a todos los cristianos, casados o célibes, ricos o pobres, a la más alta perfección evangélica. Acierta, pues, Marrou cuando señala que la espiritualidad propuesta por Clemente es plenamente laical y secular. No parece acertar igualmente cuando ve en ella «una anticipación de la espiritualidad monástica». ¿Monástica?... La espiritualidad dada a los laicos por Clemente y los primeros Padres no es monástica, es simplemente evangélica, y de hecho está continuamente fundamentada en el Evangelio y en los escritos apostólicos. A lo largo de nuestra exploración histórica hemos de ver cómo esta grave equivocación reaparece con acentos cada vez más significativos y consecuencias más graves. Resumen He aquí algunos rasgos fundamentales de la espiritualidad cristiana en los tres primeros siglos: -La condición efímera y pecadora del mundo es patente para los cristianos, que pretenden guardarse de él y convertirlo. Todavía se entiende fácilmente que mundanizarse es una forma de apostasía. Y todavía se comprende la absoluta necesidad de Cristo, esto es, de la fe, del bautismo, de la Iglesia, de la evangelización del mundo. Es un tiempo de muchas conversiones y la Iglesia, gozosamente consciente de la victoria de Cristo sobre el mundo, va creciendo en todas partes. -El peligro espiritual de mundanizarse es escaso. De hecho, recluídos por la hostilidad del mundo circundante, los cristianos viven como en un claustro. El mundo secular es muy peligroso para el cuerpo de los cristianos, pero no tanto para el alma, pues su hostilidad es frontal, no insidiosa. No es, pues, grande por entonces el peligro de una conciliación cómplice entre cristianos y mundo, pues está claro que sólo es posible ser cristiano en abierta ruptura, al menos afectiva, con el mundo. -La santidad tiene forma martirial. Como dice Clemente alejandrino, «llamamos al martirio perfección, y no porque el hombre llegue por él al término de su vida, como los otros hombres, sino porque en él se manifiesta la obra perfecta de la caridad» (Stromata IV,4,14). La forma de la santidad es entonces el martirio, y de hecho los mártires son los únicos santos venerados. Y es de notar que quizá en esta época la Iglesia venera más santos laicos que pastores, pues aunque la persecución se dirige especialmente contra éstos, los mártires laicos son más numerosos. El vínculo que une martirio y perfección se ve siempre, por supuesto, a la luz de la Pasión de Cristo. Si Cristo consumó, esto es, perfeccionó su caridad y su ofrenda en el martirio del Calvario, igualmente los cristianos se consuman, esto es, se hacen perfectos en el martirio. Como decía San Ignacio de Antioquía, «a cambio de sufrir unido a él, todo lo soporto, ya que aquel mismo que se hizo [en la Cruz] hombre perfecto (teleios), es quien me fortalece» (Esmirniotas 4,2). «Entonces seré de verdad fiel a Cristo, cuando no apareciera ya al mundo» (Romanos III,2). Las persecuciones guardan a la Iglesia en la santidad. En efecto, continuamente la Iglesia se ve obligada en sus miembros fieles a actos heroicos de fidelidad, y continuamente se ve purificada de aquellos miembros infieles que no quieren ser confesores de la fe, ni tampoco mártires por su causa. Así la Iglesia se mantiene como una santa Vid, sana, vigorosa y creciente: «Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, [mi Padre] lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto» (Jn 15,2). -La primacía de la gracia es profundamente captada en la vida cristiana, pues todavía el cristianismo se entiende mucho más que como una obligación moral, cumplida sobre todo por el esfuerzo del hombre, como un don indecible del Dios inefable, es decir, como un regalo y una alegría. Baste este texto para recordarnos el tono constante de la época: «Mirad cuán grande ha sido la misericordia del Señor para con nosotros -exclama un autor del siglo II-, que no ha permitido que sacrificáramos ni adoráramos a dioses muertos, sino que quiso que, por Cristo, llegáramos al conocimiento del Padre de la verdad» (Funk 1,149). -La fe en la gracia de Cristo lleva a afirmar claramente la vocación universal a la santidad, pues el Evangelio es norma de vida para todos. Y el Evangelio, sin duda, es camino perfecto hacia la perfección. Según hemos visto, la doctrina y la disciplina de la Iglesia primera pone a todos los fieles en camino de perfección, lo que no significa, claro está, que sean todos quienes lo sigan. Conviene recordar aquí que, en un primer momento, los herejes gnósticos se apropian de los términos peculiares de la perfección (perfectos, pneumáticos, espirituales, gnósticos), como si sólo en ellos se realizaran; y los contraponen a los que ellos estiman cristianos psíquicos, la masa imperfecta de la Iglesia, y a los hylicos, los reprobados. Sin embargo, los Padres de la época, Ireneo, Clemente, Orígenes, niegan tajantemente que la perfección cristiana sea un don de naturaleza, y afirman siempre que es el término de un proceso de perfeccionamiento obrado por la gracia de Dios y la libertad del hombre. Es, pues, el crecimiento cristiano en gracia y caridad lo que hace pasar de hombre carnal o animal (psíquico) a hombre espiritual (pneumático) (+San Ireneo, Adv. hæreses IV). -Hay ya pastores y laicos, y también vírgenes y ascetas. Y todos los fieles deben imitar a los pastores, vírgenes y ascetas, pues en ellos se realiza el Evangelio en plenitud. La espiritualidad, por lo demás, todavía centrada en lo más central, es profundamente unitaria, y apenas estimula sino las actitudes cristianas fundamentales. Y por eso mismo, no existiendo aún monjes y religiosos, todavía se entienden como evangélicas muchas prácticas ascéticas que más tarde, en tiempos más relajados, serán consideradas erróneamente como «monásticas». -El ejemplo de los primeros cristianos, la «vita apostolica», se considera un ideal permanente. Se ven, pues, como simplemente evangélicos los ideales de vida cristiana reflejados, por ejemplo, en los Hechos de los Apóstoles.
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