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Cuadro de texto: Si no encuentra lo que busca envíe un mensaje a los MSC.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 






 

Final

Esperanza

«Poned una esperanza sin límites en la gracia que nos va a traer la Revelación de Jesucristo» (1Pe 1,13).

Mañana será creíble lo que quizá hoy apenas lo es

En la Introducción he dicho que «no hace falta ser profeta o vidente para prever que muchas verdades de este libro serán rechazadas por no pocos lectores, pues los errorres contrarios tienen actualmente una gran vigencia». Pues bien, también preveo ahora que estas verdades de la Iglesia católica mañana serán recibidas por muchos de los fieles. Y argumento mi previsión.

Dios habla a los hombres por su Palabra y por los Hechos que su providencia suscita o permite. Como dice el Vaticano II, «las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan» (DV 2). Y así, verdades que quizá son rechazadas en su primera expresión verbal, son muchas veces aceptadas posteriormente en su formulación providencial histórica.

Un ejemplo. Por los años setenta, no pocos sacerdotes se orientan hacia el trabajo civil, y reduciendo su dedicación a los ministerios más propiamente apostólicos, recuperan «la barca y las redes», para «acercarse más a los hombres». Y así trabajan como pescadores, taxistas, albañiles, agentes de seguros, etc. En tal circunstancia ambiental, la Palabra divina -el Vaticano II, el Sínodo 1971, etc.- enseña otra cosa, pues urge la dedicación prioritaria de los sacerdotes a sus ministerios propios; pero muchos no escuchan esta Palabra. Pues bien, después de veinte o treinta años, la escasez extrema de sacerdotes -en buena parte procedente de aquella desatención a la Palabra- trae consigo un acrecentamiento tal de las ocupaciones pastorales, que ya no se le ve ningún sentido a que los sacerdotes hayan de tener un trabajo civil más o menos absorbente. Unos, pues, aprendieron esta verdad por la misma Palabra de Dios, otros la aprendieron más tarde por los Hechos de Dios.

Pues bien, con las verdades bíblicas y tradicionales sobre «el mundo», las que he recordado en el presente estudio, pasará más o menos lo mismo. Algunos las poseen ya directamente recibidas de la Palabra divina -que, como hemos visto, se ha expresado muy claramente en este tema desde la antigüedad hasta el presente-. Otros, más tarde, con muchos perjuicios y menos mérito, las aceptarán por la elocuencia de los Hechos providenciales. Y aún habrá otros que permanecerán en sus errores, sordos a la Palabra y ciegos a los Hechos de Dios.

Diagnósticos para niños y para adultos

Imaginemos que una niña pregunta sobre su madre, que está gravemente enferma: «¿Verdad, papá, que lo de mamá no es nada grave, y que se pondrá buena en seguida?». La niña, está claro, no pregunta acerca del estado de salud de su madre, sino que pide, simplemente, que le tranquilicen, pues ha oído algo y está muy asustada. Y lógicamente el padre le contestará: «Estáte tranquila, que en seguida va a curarse». ¿Qué otra cosa le puede decir?

Pero si un adulto le hace la misma pregunta a ese señor, lo normal es que responda conforme a la verdad: «Mi mujer está muy grave, y los médicos dicen que si no se somete a un tratamiento muy fuerte, no sanará, e incluso es probable que muera». La verdad en el diagnóstico es condición necesaria para la recuperación de la salud. Un dignóstico tranquilizador, pero falso, podría traer consecuencias nefastas.

La Nueva Evangelización

Pues bien, es de creer que quienes leen estas páginas no son en la cosas de la fe como niños, sino que tienen ya una relativa madurez, y que, por tanto, se les puede decir la verdad. Por eso, si al terminar de leer este libro se preguntan sobre el futuro de aquellas Iglesias occidentales que están en avanzado estado de descristianización, estimo que se les debe responder sin miedos con la verdad de Cristo.

La primera evangelización -la del Bautista, la de Jesús- comenzó con una llamada a la conversión: «arrepentíos, porque el reino de los cielos está cerca» (Mt 3,2; Mc 1,15). La nueva evangelización tendrá que iniciarse igualmente por una llamada a la penitencia, es decir, al cambio de pensamientos y caminos: «si no hiciéreis penitencia, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3.5). Y así como una persona no llega a arrepentirse de verdad si no comienza por reconocer humildemente sus pecados, tampoco aquellas Iglesias locales de Occidente más necesitadas de conversión podrán llegar a ella si primero no reconocen cuáles son en concreto sus infidelidades culpables en materias doctrinales, morales y disciplinares.

-Si los pueblos ricos y descristianizados de Occidente siguen evitando rechazar claramente los errores del mundo moderno naturalista, para vencerlos con la verdad de Cristo y de la Iglesia; si continúan dando triste culto a las riquezas, al tiempo que abandonan la alegría del culto litúrgico verdadero; si tantos teólogos y predicadores, tantas catequesis y publicaciones, persisten en su soberbia, menospreciando la Tradición y el Magisterio apostólico; si muchos de sus laicos abandonan el sacramento de la penitencia, profanan habitualmente el matrimonio y desprecian la eucaristía, alejándose de ella o comulgando sin confesar, aunque lo necesiten; si aquellos cristianos que son especialmente llamados por Cristo, se agarran al mundo presente, resistiéndose a seguir el camino de la vida sacerdotal o religiosa; etc., en tal caso esas Iglesias continuarán gravemente enfermas, con peligro de ir en disminución indefinida.

-Si, por el contrario, en esos pueblos descristianizados es suficientemente predicado el Evangelio de la conversión, y son bastantes los que lo escuchan, se producirá entonces en ellos un reflorecimiento del cristianismo. Éste vendrá realizado por la misericordia de Dios, que obra a través de un Resto fiel, hoy mártir en el mundo y en esas Iglesias por «guardar los mandamientos de Dios y por mantener el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). Se habrá producido así una gran poda del árbol eclesial, realizada providencialmente por el Padre, «para que dé más fruto» (Jn 15,2).

¿Cuál será el futuro de las Iglesias descristianizadas?

¿Qué futuro espera a las Iglesias locales hoy en gran medida mundanizadas? No lo sabemos. Y hablar como si lo supiéramos, sería mentir, pues ese futuro está escondido en el designio de Dios y será manifestado por la libertad imprevisible de los hombres. Para responder a esa pregunta no hay, por supuesto, Revelación pública. Y si acerca de ella hubiera revelaciones privadas, a lo más estarían permitidas por la Iglesia, pero nunca podrían exigir el asentimiento de la fe.

Las posibilidades, en todo caso, de las Iglesias locales descristianizadas vienen a ser éstas: que recuperen la vida católica, bíblica y tradicional, fiel al Magisterio apostólico; que deriven abiertamente hacia formas de cristianismo protestante; o que pierdan la fe, es decir, que mueran, y que de uno u otro modo se extingan -como desaparecieron no pocas Iglesias, antes florecientes, del Asia Menor o del Norte de Africa-.

Por otra parte -y ésta razón teológica es mucho más fuerte-, sabemos que una Iglesia local católica no puede persistir largamente en el error. Esto es posible en ciertas confesiones cristianas, pero es imposible en la Iglesia Católica, pues ella, asistida especialmente por el Espíritu Santo, es «columna y fundamento de la verdad» (1Tim 3,15). Así pues, las Iglesia locales descristianizadas, a plazo más o menos corto, tendrán que elegir entre la conversión o la pérdida abierta de su identidad católica.

Pero tengamos esto bien claro: el Evangelio verdadero, predicado con vigor y claridad, hoy como ayer, tiene una fuerza infinita para dar vida nueva a pueblos de toda raza, lengua y nación. Digo el Evangelio verdadero: pecado y gracia, inutilidad de la carne y fuerza del Espíritu, Satanás y Cristo Rey, posibilidad real de condenación o de salvación eterna, oración y penitencia, ascesis y sacramentos, destinación del pueblo cristiano al culto de la Trinidad divina y a la salvación del mundo, etc.: éste es el Evangelio verdadero, no hay otro. Y lo que es más, mucho más: puede incluso resucitar a pueblos apóstatas, que abandonaron a Cristo y se avergonzaron de su antigua tradición cristiana, falsificándola primero, y renegando de ella después. La gracia de Cristo, servida por un Resto humilde, que se mantiene «libre de las corrupciones del mundo» (2Pe 2,20), puede con eso y con todo.

¿Pronto, tarde, cuándo?

Para el Señor, «mil años son como un día» (2Pe 3,8)... Para nosotros, en cambio, que, encerrados en nuestras estrechas coordenadas de espacio y tiempo, tenemos un ciclo vital tan corto, la orientación del siglo en que vivimos, ascendente o descendente, nos parece una tendencia histórica definitiva. Pero los ciclos de la Providencia divina no se corresponden con las prisas y ansiedades de nuestro corazón inquieto.

Es probable, según afirman algunos científicos, que la humanidad lleve viviendo un millón de años. Según eso, Cristo es de anteayer, y la Iglesia, con sus dos mil años, puede estar dando en la historia sus primeros pasos vacilantes, como un niño muy pequeño, que aprende a andar... cayéndose a veces, sin que eso deba desanimarnos demasiado.

Por el contrario, si bien es posible que la Iglesia esté dando sus primeros pasos en la historia, también es posible que se acerque a su final, una vez cumplida, al menos en un grado no conocido antes en la historia, la apostasía de las naciones (2Tes 2,3; +1Tim 4,1).

Y en todo caso, nunca olvidemos que el Señor de la historia aseguró: «Yo vengo pronto» (Apoc 3,12; 22,12.20). Y si va a venir «pronto», según nuestro modo de entender este adverbio, eso significa que está «próxima» la victoria definitiva de Cristo. Pero ¿cómo entender ese pronto?... No lo sabemos.

La mundanización de tantos cristianos de Occidente se explica en buena parte por una pérdida casi total de esperanza histórica: han pactado con el mundo, intentan ser al mismo tiempo «de Cristo y del mundo», asimilan del mundo todas las mentalidades y costumbres que sea preciso, porque consideran la historia de la Iglesia con un derrotismo completo: no creen que Cristo Rey se manifieste «pronto», de Oriente a Occidente, como vencedor y Salvador del mundo. Por eso pactaron y callaron frente al Comunismo -juzgándolo inexorablemente vencedor e indestructible-, pactan y callan frente al Liberalismo naturalista, y aceptan sumisos en su frente y en su mano el sello de la Bestia mundana. Porque no tienen esperanza histórica en Cristo Rey.

Por la Cruz a la Nueva Evangelización

La Nueva Evangelización de los pueblos descristianizados, igual que en los primeros siglos, sólo podrá ser realizada bajo el signo de la Cruz, es decir, en medio de grandes persecuciones y sufrimientos. Los evangelizadores de aquellos hombres que viven un cristianismo en gran medida falsificado o que ya se alejaron de toda forma de cristianismo, únicamente podrán cumplir su misión si aceptan incondicionalmente la Cruz, dando su vida por perdida en este mundo.

En el siglo IV, cuando una gran parte de los Obispos del Oriente eran arrianos, semiarrianos o al menos cómplices pasivos de unos o de otros, San Atanasio, que fue Obispo de Alejandría durante 45 años (328-373), hubo de sufrir cinco destierros (335-337, 339-346, 356-362, 362-363, 365-366) por defender la fe católica en la divinidad de Jesucristo, negándose a aceptar fórmulas equívocas.

Hacia 1700, cuando en Francia tenía gran fuerza el jansenismo, la predicación popular católica de San Luis María Grignion de Monfort (1673-1716), al mismo tiempo que suscitaba grandes y duraderas conversiones, encontró en los ambientes eclesiásticos continuas resistencias, hasta el punto que, sucesivamente, se vio obligado a abandonar las diócesis de Poitiers, París, Saint Maló, Nantes, Rennes y Saintes, y sólo al final de su vida pudo evangelizar en paz acogido en las diócesis de Luçon y La Rochelle (1711-1716), gracias a que «sus Obispos eran de los poquísimos que en Francia no se habían dejado doblegar por el espíritu jansenista» (Obras de S. Luis M. G. de Monfort, BAC 111, 41).

Pues bien, de modo semejante, la nueva evangelización del Occidente descristianizado, igual o más que en los primeros siglos, sólamente podrá ser llevada hoy adelante por verdaderos «amigos de la Cruz» -que diría Monfort-, es decir, por hombres que den por perdida su vida en el siglo presente, y que, impulsados por su amor a Cristo y a los hombres, sólo tengan puesta su esperanza en la vida eterna.

Por la intercesión de María

El mismo Monfort anuncia una especial mediación de la Virgen María en la evangelización de los últimos tiempos:

«Por medio de María vino Dios al mundo la primera vez en humildad y anonadamiento. ¿No se podrá decir que por medio de María vendrá la segunda vez, como lo espera toda la Iglesia, para reinar en todas partes y juzgar a vivos y muertos?... Y es de creer además que al final de los tiempos -y quizá más pronto de lo que se piensa- Dios suscitará grandes hombres, llenos del Espíritu Santo y del espíritu de María. Hombres por medio de los cuales esta excelsa Soberana llevará a feliz término empresas maravillosas para destruir el pecado y establecer el reino de Jesucristo sobre el del mundo corrompido» (Secreto de María 58-59; +Marie des Vallées, +1656: DSp XVI,211).

El papa Juan Pablo II tiene como lema el totus tuus de San Luis María Grignion de Monfort (Tr. verdadera devoción 233 y 266), y son muchos los cristianos y asociaciones que hoy hacen suyo el mensaje de este Santo. Su influjo espiritual va creciendo con los años, y desde luego es muyo mayor en la Iglesia hacia el año 2000 que en 1700.

El llanto de la Virgen

-La Salette. El sábado 19 de noviembre de 1846 la Virgen se aparece en La Salette a dos niños pastores, Melania y Maximino: «Nos dijo, llorando todo el tiempo que nos ha hablado -he visto correr sus lágrimas-: si mi pueblo no quiere someterse, me veré obligada a soltar la mano de mi hijo... ¡Cuánto sufro por vosotros!» (Melania). Se queja llorando la Virgen María de los pecados del pueblo cristiano, de que muchos, por ejemplo, no guardan la cuaresma, blasfeman, se burlan de la religión, no van a misa en domingo y trabajan, etc. Y llama a oración y penitencia: «Hacedlo saber a todo mi pueblo» (+Rousselot; Juan Pablo II, 150 aniv. de las apariciones, 6-V-1996).

-Fátima. El 13 de mayo de 1917 y en los meses siguientes, la Virgen se aparece en Fátima a tres pastorcitos, Lucía, Francisco y Jacinta. Primero, para prepararles, se les aparece el Angel de Portugal:

«Los Corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia. Ofreced constantemente al Altísimo oraciones y sacrificios... De todo lo que podáis, ofreced un sacrificio, en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido, y de súplica por la conversión de los pecadores... Sobre todo, aceptad y soportad con sumisión el sufrimiento que el Señor os envíe... Jesucristo es horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios».

Y la Virgen María después, en sucesivas ocasiones, les dice:

«¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quisiera enviaros, en acto de desagravio por los pecados con que es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores? -Sí, queremos. -Tendréis, pues, que sufrir mucho, pero la gracia de Dios será vuestra fuerza».

«Rezad el Rosario todos los días... Sacrificáos por los pecadores... Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón... Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará... Rezad, rezad mucho, y haced sacrificios por los pecadores, pues van muchas almas al infierno por no tener quien se sacrifique y pida por ellas... No ofendan más a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido» (Lucía, Historia de las Apariciones).

Desde entonces ha crecido muchísimo la descristianización del mundo y de los cristianos. Por eso el padre Werenfried von Straaten escribía hace poco: «Esto dijo María hace 80 años. Seis Papas y muchos católicos han creído en ello; pero son innumerables los que han rechazado el mensaje de María, lo han ridiculizado o combatido. ¿Cuánto tiempo tendrá todavía Dios paciencia con nosotros?» (Boletín AIN III-97).

Y Juan Pablo II en Fátima: «¡Cuánto nos duele que la invitación a la penitencia, a la conversión y a la oración no haya encontrado aquella acogida que debía! ¡Cuánto nos duele que muchos participen tan fríamente en la obra de la Redención de Cristo! ¡que se complete tan insuficientemente en nuestra carne "lo que falta a los sufrimientos de Cristo" (Col 1,24)» (13-V-82).

La Virgen, en otras apariciones recientes, como en Siracusa o Civitavecchia -reconocidas por la Iglesia-, se ha mostrado también llorando, como en La Salette, y sigue llamando al pueblo cristiano a oración y penitencia.

Un Resto humilde

Avanzamos, como siempre, hacia un futuro histórico incierto, que el Señor no nos ha revelado. En todo caso, siempre que el Señor ha salvado a su Pueblo de una infidelidad generalizada, ha querido servirse, en su misericordia omnipotente, de un Resto fiel. Y es indudable que en las Iglesias locales descristianizadas de Occidente este Resto hoy existe, y a veces no tan pequeño y débil como pudiera parecer a primera vista. Muchos feligreses y sacerdotes humildes, y no pocos miembros entusiastas de movimientos, forman este Resto esperanzador, que Dios conoce y ama con inmenso amor.

De todos modos, si es la soberbia la que ha enfermado tan gravemente a las Iglesias locales descristianizadas, en ellas la vuelta a la plena vida católica no podrá realizarse sino a través de la más profunda humildad. Y esto afecta de un modo especial a los ministros sagrados del Señor. La Iglesia, a lo largo de su historia, ha padecido a veces pastores perezosos, libertinos o avaros, y ha persistido en la fe. Pero, en cambio, con pastores trabajadores, honrados y pobres -supongámoslo-, se viene abajo si son soberbios, y se atreven a violentar el Magisterio apostólico en doctrina, liturgia o disciplina.

Y es que las Iglesias de Cristo sólo pueden subsistir edificadas sobre la roca de la humildad. Su ruina progresiva es inevitable si en ellas, especialmente en sus pastores y doctores, se generaliza la soberbia, y con ella la desobediencia. Por la desobediencia de un Obispo, de un párroco o de un teólogo «muchos fueron hechos pecadores» (Rm 5,19). Ahora, pues, a estas Iglesias tan débiles y enfermas a causa de la soberbia y la desobediencia, no les queda sino volverse a Dios con oraciones como aquella de Esdras:

«Dios mío, me avergüenzo y sonrojo de levantar mi rostro hacia ti, porque estamos hundidos en nuestros pecados y nuestro delito es tan grande que llega al cielo. Desde los tiempos de nuestros padres hasta el día de hoy hemos sido gravemente culpables, y por nuestros pecados nos entregaste a nosotros, a nuestros reyes y a nuestros sacerdotes en manos de reyes extranjeros, y a la espada, al cautiverio, al saqueo y al oprobio, como ocurre hoy. Pero ahora, en un instante, el Señor nuestro Dios se ha compadecido de nosotros, dejándonos algunos supervivientes, al dejarnos un Resto y al concedernos apoyo en su lugar santo. Nuestro Dios ha iluminado nuestros ojos y nos ha reanimado un poco en medio de nuestra esclavitud... y nos ha dado ánimos para levantar el Templo de nuestro Dios y restaurar sus ruinas» (Esd 9,5-9).

Por el camino de la humildad

Dios enseña la humildad a las Iglesias no sólamente por medio de su Palabra, sino también por sus Hechos providenciales. Fijémonos aquí, por ejemplo, sólo en un tema: la extrema carencia de vocaciones sacerdotales y religiosas, con todas sus gravísimas causas y sus gravísimos efectos. En los últimos treinta años, en Occidente, la mayor parte de los pueblos de antigua cristiandad ha visto reducirse más o menos a un tercio el número de sacerdotes y religiosos, y en pocos años más ese tercio se reducirá, según las previsiones, a una mitad... Esto trae consigo, sin duda, miles de iglesias habitualmente cerradas, y más o menos abandonadas; revistas, colegios, centros catequéticos o de estudios teológicos, suprimidos o secularizados; grave disminución de las actividades litúrgicas y asistenciales, culturales o misioneras, etc.

Pues bien, el abatimiento extremo que sufrirán esas Iglesias descristianizadas les purificará de muchas arrogancias intelectuales y operativas, pasadas o actuales, y llevándoles a la humildad por este duro camino de la humillación, les abrirá de nuevo a la verdad. Así es: de la humillación a la humildad, y de la humildad a la verdad.

Es posible que algunas Iglesias hoy sumamente debilitadas persistan en su soberbia, y en ella morirán, pues «Dios resiste a los soberbios» (1Pe 5,5). Pero otras, Dios quiera que todas, volverán a la verdad por el camino de la humildad, pues «Dios da su gracia a los humildes» (ib.). En efecto, es en la debilidad extrema donde brilla con suma potencia la gracia de Cristo (+2Cor 12,9). Y donde abundó el pecado, sobreabundará la gracia (+Rm 5,20).

Entonces, las Iglesias que recuperen la salud, haciendo suyo el Resto eclesial que hoy marginan, dejarán a un lado los maestros del error que les llevaron al borde de la muerte, y asumirán de nuevo la Tradición católica, en sus exponentes antiguos y modernos. El Catecismo universal, por cierto, tendrá entonces en ellas mejor acogida.

«En su angustia, ya me buscarán», dice el Señor (Os 5,15).

Por el camino de la fe

A veces, cuando un enfermo está muy grave, se multiplican frenéticamente las acciones procurando su salud, cuando quizá lo que más le ayudaría es que le dejaran en quietud y más silencio.

¿Cómo devolver la salud y la fuerza a esas Iglesia locales tan gravemente enfermas? ¿Cómo poner fin a esa dispersión del rebaño, siempre creciente? ¿Cómo lograr que la Viña eclesial vuelva a dar el fruto de las vocaciones sacerdotales y apostólicas? ¿Qué tendrían que hacer esas Iglesias?... Cuando los judíos le preguntaron al Señor: «¿Qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere? Respondió Jesús y les dijo: La obra de Dios es que creáis en aquél que Él ha enviado» (Jn 6,28-29).

En efecto, más que hacer, lo que esas Iglesias gravemente enfermas necesitan es recuperar la verdadera fe católica, la que enseña el Catecismo de la Iglesia, sobre el mundo y el cielo, sobre el demonio y el pecado, sobre la necesidad de Cristo y de sus sacramentos, sobre la realidad de los milagros y de la resurrección de Jesús, sobre la virginidad de María y la necesidad del sacramento de la penitencia, sobre la castidad conyugal y el valor de la virginidad, etc. No está la salvación tanto en hacer esto o aquello, o en organizar grandes cosas, o en cambiar de imagen, pues todo eso será inútil y muchas veces contraproducente, sino en creer humildemente lo que la Iglesia enseña y manda. Es cuestión, ante todo, de volver a creer y predicar sin reservas la verdad católica enseñada por el Magisterio apostólico, según la Biblia y la Tradición viva de la Iglesia.

Por el camino de la esperanza

Hay muchas esperanzas falsas, y una sola verdadera.

-No tienen verdadera esperanza aquéllos que diagnostican como leves los males graves: o están ciegos o es que prefieren ignorar u ocultar la verdad. Como no tienen esperanza, niegan la gravedad de los males, pues consideran irremediable el extravío del pueblo. Y así vienen a estimar más conveniente -más optimista- decir «vamos bien».

Son falsas igualmente las esperanzas de quienes, reconociendo a su modo los males, pretenden ponerles remedio aplicándoles fórmulas doctrinales, litúrgicas y disciplinares «más "avanzadas" que las de la Iglesia oficial». Ellos se consideran a sí mismos como un «acelerador», y como un «obstáculo» a la autoridad apostólica -a la que incluso a veces, sintiéndose magnánimos, también reconocen una cierta función necesaria en la máquina de la Iglesia: la de «freno»-.

Éstos, como no tienen la verdadera esperanza, una y otra vez intentan por medios humanos -métodos y consignas, nuevas organizaciones y campañas, una y otra vez cambiadas y renovadas-, lo que sólo puede conseguirse por la fidelidad a la verdad y a los mandamientos de Dios y de su Iglesia.

Es falsa la esperanza de los que, como no creen en la victoria de Cristo Rey, pactan con el mundo, haciéndose sus cómplices. Sin esperanza en la fuerza de la gracia, aprueban, al menos con su silencio, lo que sea: que el pueblo se aleje normalmente de la eucaristía o que profane el matrimonio de modo habitual. Ni siquiera se les ocurre llamar a conversión, sino que piensan: «¿cómo les vas a pedir que?».... Es decir, ellos no piden, y por tanto, no dan el don de Dios, porque no tienen esperanza: no esperan ni en la gracia de Dios, ni en la bondad potencial de los hombres asistidos por la gracia.

No tienen esperanza los que se atreven a anunciar renovaciones primaverales sin llamar primero al reconocimiento de los pecados concretos cometidos, y a la conversión y penitencia de los mismos. Pero si no llaman a conversión previa, es porque en el fondo no creen en su posibilidad: les falta la esperanza. ¡Y son ellos los que tachan de pesimistas, derrotistas y carentes de esperanza a los únicos que, entre tantos desesperados, mantienen la esperanza verdadera!

-Los que tienen verdadera esperanza se reconocen también muy fácilmente. Ellos ven los males del pueblo descristianizado: se atreven a verlos y, más aún, a decirlos, precisamente porque tienen esperanza en el poder del Salvador. No dicen que el bien es imposible, y que por eso es mejor no proponerlo; ni enseñan con sus palabras o silenciois que lo malo es bueno; y tampoco aseguran, con toda afabilidad y simpatía, «vais bien» a los que en realidad «van mal».

Y es que la verdadera esperanza en Cristo les hace libres de la fascinación del mundo. Eso hace posible que no vengan a ser sus cómplices por acción o por omisión.

Éstos, como tienen esperanza, predican al pueblo con mucho ánimo el Evangelio de la conversión, para que todos pasen de la mentira a la verdad, de la soberbia intelectual a la humildad discipular, del culto al placer y a las riquezas al único culto litúrgico del Dios vivo y verdadero.

Se atreven a predicar así el Evangelio porque creen que Dios, de un montón de esqueletos descarnados, puede hacer un pueblo de hombres vivos (Ez 37), y de las piedras puede sacar hijos de Abraham (Mt 3,9). Sostenidos por esa viva esperanza, todo ella fundada en la omnipotencia misericordiosa del Salvador del mundo, procuran incluso evangelizar a los cristianos paganizados, lo que sin duda es milagro mayor que evangelizar a los paganos. Éstos están más cerca del Evangelio que aquéllos.

Es, pues, una falsedad muy grande tachar de pesimistas y de carentes de esperanza a quienes califican como graves los graves males de ciertas Iglesias. En realidad, repito, quienes los juzgan leves o prefieren silenciarlos, es porque no tienen esperanza, y los consideran irremediables.

El «Salvador del mundo» salvará al mundo

¿Cuáles son las esperanzas de los cristianos sobre este «mundo», tan alejado de Dios, tan contrario a sus pensamientos y caminos?... Nuestras esperanzas no son otras que las promesas de Dios en las Sagradas Escrituras, donde los autores inspirados aseguran una y otra vez: «todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor, y bendecirán tu Nombre» (Sal 85,9; +Tob 13,13; Sal 85,9; Is 60; Jer 16,19; Dan 7,27; Os 11,10-11; Sof 2,11; Zac 8,22-23; Mt 8,11; 12,21; Lc 13,29; Rm 15,12; etc.). Nos anuncia y promete el Señor que «habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16), y que, finalmente, resonará formidable entre los pueblos el clamor litúrgico de la Iglesia:

«Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios, soberano de todo; justos y verdaderos tus designios, Rey de las naciones. ¿Quién no te respetará? ¿quién no dará gloria a tu Nombre, si sólo tú eres santo? Todas las naciones vendrán a postrarse en tu presencia» (Ap 15,3-4).

Siendo ésta la altísima esperanza de los cristianos, no tenemos ante el mundo ningún complejo de inferioridad, ni nos asustan sus persecuciones, ni nos fascinan sus halagos, ni nos atemorizan los zarpazos de la Bestia, azuzada y potenciada por el Diablo, que «sabe que le queda poco tiempo» (Apoc 12,12). Sabemos, en efecto, los cristianos que al Príncipe de este mundo «le queda poco», y por eso mismo no tenemos ni siquiera la tentación de establecer con el mundo complicidades oscuras de acción o de omisión.

Nuestras esperanzas son las mismas que, por ejemplo, León XIII expresa así: «Puesto que toda salvación viene de Jesucristo, y no se ha dado otro nombre a los hombres en el que podamos salvarnos (Hch 4,12), éste es el mayor de nuestros deseos: que todas las regiones de la tierra puedan llenarse y ser colmadas del nombre sagrado de Jesús... No faltarán seguramente quienes estimen que Nos alimentamos una excesiva esperanza, y que son cosas más para desear que para aguardar. Pero Nos colocamos toda nuestra esperanza y absoluta confianza en el Salvador del género humano, Jesucristo, recordando bien qué cosas tan grandes se realizaron en otro tiempo por la necedad de la predicación de la cruz, quedando confusa y estupefacta la sabiduría de este mundo... Dios favorezca nuestros deseos y votos, Él, que es rico en misericordia, en cuya potestad están los tiempos y los momentos, y apresure con suma beningnidad el cumplimiento de aquella divina promesa de Jesucristo: se hará un solo rebaño y un solo Pastor» (1894, Epístola Apostólica Præclara gratulationis).

De modo semejante, San Pío X, en su primera encíclica, declara que su voluntad más firme es «instaurar todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10). Es cierto que «"se amotinan las naciones" contra su Autor, "y que los pueblos planean un fracaso" (Sal 2,1), de modo que casi es común esta voz de los que luchan contra Dios: "apártate de nosotros" (Job 21,14). De aquí viene que esté extinguida totalmente en la mayoría la reverencia hacia el Dios eterno, y que no se haga caso alguno de la Divinidad en la vida pública y privada. Más aún, se procura con todo empeño y esfuerzo que la misma memoria y noción de Dios desaparezca totalmente. Quien reflexione sobre estas cosas, será ciertamente necesario que tema que esta perversidad de los ánimos sea un preludio y como comienzo de los males que se han de esperar para el último tiempo; o que "el Hijo de perdición", de quien habla el Apóstol, no esté ya en este mundo... "levantándose sobre todo lo que se llama Dios... y sentándose en el templo de Dios como si fuese Dios" (2Tes 2,3-4)».

«Sin embargo, ninguno que tenga la mente sana puede dudar del resultado de esta lucha de los mortales contra Dios... El mismo Dios nos lo dice en la Sagrada Escritura... "aplastará la cabeza de sus enemigos" (Sal 67,22), para que todos sepan "que Dios es el Rey del mundo" (46,8), y "aprendan los pueblos que no son más que hombres" (9,21). Todo esto lo creemos y esperamos con fe cierta» (1903, Encíclica Supremi Apostolatus Cathedra).

No sabemos cuándo ni cómo será la victoria final del Reino de Cristo. Pero siendo nuestro Señor Jesucristo el Rey del universo, el Rey de todas las naciones; teniendo, pues, sobre la historia humana una Providencia omnipotente y misericordiosa; y habiéndosele dado en su ascensión «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18), ¿podrá algún creyente, sin renunciar a su fe, tener alguna duda sobre la plena victoria final del Reino de Jesucristo sobre el mundo? ¿Y habrá alguno que ignore que Cristo no vence destruyendo, sino salvando?

La prueba más dura de la Iglesia precede al advenimiento del Reino

Ni siquiera un posible desbordamiento de los males del mundo es capaz de disminuir nuestra cristiana esperanza. Precisamente, está anunciado en las Escrituras que una apostasía generalizada ha de preceder a la victoria definitiva del Reino de Cristo. Así lo enseña el Catecismo de la Iglesia:

«Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (+Lc 18,8; Mt 24,12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (+Lc 21,12; Jn 15,19-20) desvelará «el Misterio de iniquidad» bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas, mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es el Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo, colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (+2Tes 2,4-12; 1Tes 5,2-3; 2Jn 7; 1Jn 2,18.22)» (n.675).

«La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua, en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (+Ap 19,1-19). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (+13,8), en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (+20,7-10). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (+20,12), después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (+2Pe 3,12-13)» (n.677).

A la espera de tan formidables victorias del Reino de Cristo, orando y trabajando para que se aceleren los tiempos -«venga a nosotros tu Reino», «ven, Señor Jesús»-, permanecemos y aguantamos los cristianos firmes sobre la roca de nuestra indefectible esperanza. Las victorias del Reino divino, ya realizadas en el mundo secular, nos ayudan a esperar otras mayores. Y mientras éstas llegan, no nos atemoriza el mal del mundo, ni nos desmoraliza, causándonos perplejidades paralizantes, ni tampoco nos hunde en aquella «tristeza que es según el mundo» (2Cor 7,10). Por el contrario, los cristianos, «esperando contra toda esperanza... vivimos con la alegría de la esperanza» (Rm 4,18; 12,12).

Uno mismo es el camino que se baja o que se sube

La misericordia poderosa del Corazón de Cristo, más y más revelada y comunicada: ésa es nuestra esperanza para el futuro del mundo y de todas las Iglesias, también para el futuro de aquéllas que hoy existen en los pueblos ricos descristianizados. Por gracia de Dios, guardan también estas Iglesias un Resto fiel, y todavía conservan huellas vivas de una tradición cristiana que marcó profundamente su historia, sus costumbres y su cultura. Conocen, pues, ya el camino que lleva a la plena vida cristiana: es el mismo camino que han recorrido alejándose de Cristo, pero andado en dirección contraria.

Aquel francés tan grande, San Bernardo de Claraval (1090-1153), lo dijo bien en su libro sobre Los grados de la humildad y la soberbia: «Un solo camino lleva dos nombres diferentes, de iniquidad para los que por él descienden, y de verdad para los que por él ascienden. Por un mismo camino se va y se vuelve a la Ciudad; y por una misma puerta se sale y se entra en la Casa... Si deseas volver a la verdad, no busques un nuevo camino, desconocido, pues ya conoces el que has bajado. Así pues, desandando el mismo camino, sube, humillado, los mismos grados que has bajado ensoberbecido (per eosdem gradus humiliatus ascendas, per quos superbiendo descenderas)» (9,27).



 

 

 

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