El Misterio de la Cruz: Odo Casel
Cortestía: conocereislaverdad.org
EL
RETORNO A LAS FUENTES DIVINAS (Presentación)
Primera parte
LA VIDA DEL CRISTIANO BAJO EL SIGNO DE LA CRUZ
LA CRUZ:
MISTERIO DE LA SABIDURÍA Y DEL AMOR DE DIOS
EL HOMBRE ANTE EL MISTERIO
DE LA CRUZ
EL TEMOR A LA CRUZ
EL FALSO ÁRBOL DE LA VIDA
LA CRUZ:
ÁRBOL FRONTERIZO ENTRE LA MUERTE Y LA VIDA
LA CRUZ DE CRISTO: FUERZA DE
DIOS
CRISTO CRUCIFICADO
LA CRUZ GLORIOSA:
POR LA DERROTA A LA VICTORIA
SIGNO DE
CONTRADICCIÓN; LOS DOS VALORES DE LA CRUZ
Segunda parte
LA CRUZ EN EL AÑO LITÚRGICO
PESEBRE Y CRUZ
LA META DEL CAMINO DE LA CRUZ
LA VERDADERA
ORACIÓN DE LA CRUZ (Viernes Santo)
SEMANA SANTA Y
NOCHE PASCUAL: "Muéstrame tu Gloria"
PASCUA DEL SEÑOR
LA CRUZ, PUERTA
DE ACCESO A LA VIDA EN EL PADRE
EN LAS
MANOS DEL GLORIFICADO (la Ascensión de Cristo)
CRUZ Y PNEUMA (Pentecostés)
MISTERIO DE LA CRUZ Y DÏA
DEL SEÑOR
CRUZ Y PARUSÍA
LA CRUZ: MISTERIO DE DOLOR
Y DE AMOR (San Juan Pablo II)
EL RETORNO A LAS FUENTES
DIVINAS
1.- Sonó la hora de volver al Misterio; se trata de que cada cual retorne a la fuente de la salvación, porque sólo en el Misterio de Dios puede curarse de nuevo el hombre. Es ahí donde actúa el Pneuma vital de Dios; es ahí donde corre la sangre de Cristo que cura y santifica al mundo, lo redime y lo transfigura. Viendo, contemplando y meditando, el hombre se pone en contacto con las entrañas de la creación y con la raíz divina de las cosas.
2.- Es
decisivo dejarnos conducir a los orígenes, a las causas primeras de todas
las cosas, allá donde Dios habla y el hombre, ante todo, escucha y
contempla. No se trata de transmitir verdades, sino de comunicar la
revelación recibida del mismo Dios, por la cual Él pone en nuestras manos su
Vida. Mirar las cosas hasta el fondo, hasta aquella causa primera de la que
decía San Pablo: "Todo
fue creado por Él y para Él. Él es antes que todo y todo subsiste por Él" (Col
1,16s). Cristo es la medida y el molde original de todo lo creado, su causa,
su plenitud y el sentido de toda la historia. Por medio de todas las
criaturas, Dios, en forma admirable, anuncia y revela a Cristo. La Iglesia
lo aprende y se regocija de ello. Esta realidad no es perceptible ni tan si
quiera para el más sabio, a no ser que se haga a sí mismo lo que fue el
hombre en un principio: alguien que calla, escucha y contempla.
3.- El hombre de hoy ya no vive de una manera vital en las realidades divinas. Se ha tratado de investigar y analizar razonadamente los misterios divinos, con el objeto de poder "demostrarlos". La humanidad occidental ha perdido el órgano para conocer las verdades ocultas. Consigue ilimitados conocimientos particulares de ciencias especializadas, pero pierde de vista la santa totalidad.
4.- La
historia de la salvación no es un camino que discurra en línea recta a
través de las historia. Se trata, más bien, de una senda que corre como una
serpentina alrededor de la Cruz de Cristo, poniéndonosla de manifiesto en
todos sus aspectos: como símbolo en la creación, como imagen profética en el
Antiguo Testamento, como pena y miseria en la vida terrena de todos los
bautizados, como corona sobre la cabeza de los bienaventurados... Tal vez,
los grandes actos de la vida no puedan realizarse sin nuestro esfuerzo pero,
con toda seguridad, no se cumplirán sólo por nuestro trabajo, ya que
únicamente se llevarán acabo si sabemos aceptarlos como un don gratuito de
Dios.
* * *
Primera parte
LA VIDA DEL CRISTIANO BAJO EL SIGNO DE LA CRUZ
LA CRUZ: MISTERIO DE LA SABIDURÍA Y DEL AMOR DE DIOS
5.- La
Cruz es un Misterio porque brota de lo profundo de Dios y nos introduce de
nuevo en lo más íntimo de su ser; todo Misterio cristiano es una revelación
divina que nos descubre al Dios oculto. Dios es aquél que se esconde en el
Misterio. Cuando se revela, aparece algo que el hombre no espera,
humanamente absurdo, algo que parece locura. ¡Quién hubiera pensado jamás
que Dios se había de manifestar en la Cruz! ¿Puede un criminal que ha sido
expulsado y crucificado por los hombres ser la mayor revelación de Dios?
¿Puede manifestarnos a Dios la muerte, el dolor y la indigencia? ¡Sí! Porque
ahí se revela en toda su profundidad y plenitud como Misericordia, como Amor
eterno a los pecadores. Pero al mismo tiempo nos revela qué horrible es el
alejamiento de Dios y el pecado, cuando por su causa muere Cristo en la
Cruz. Hacía falta un acto de amor tan ilimitado e increíble para que se
rompiera el hielo del odio a Dios. Pero al mismo tiempo había que
desenmascarar el pecado en toda su malicia. Cuando estuvo suspendido de la
Cruz, todo el mundo tuvo que reconocer la gravedad del pecado; mas también
todos debieron admitir cómo ama Dios.
6.- La
Cruz es símbolo de Dios mismo que desciende del cielo. Él la ha escogido
como signo de su obra de amor. El mismo Dios está suspendido de la Cruz. ¡Oh
Misterio incomprensible! Y todos, queramos o no, estamos clavados en la Cruz
de Cristo. Pero depende de nuestra decisión el estar suspendidos en la Cruz
con Cristo por amor. Para eso nos regala Dios los Misterios: para que con su
fuerza divina, podamos unirnos a su Cruz.
7.- La
Cruz va contra todo sentido y razón, contra la dignidad humana, contra toda
prudencia. Esta es la voz del mundo sublevado contra la Cruz, hoy más que
nunca: "No
queremos que éste reine sobre nosotros" (Lucas
19,14). Pero el mensaje de la Cruz se puede abordar también de distinta
manera. La fe, que reconoce la manifestación de Dios en la Cruz, se dice a
sí misma que la rabiosa oposición del mundo está demostrando precisamente
que la Cruz es el núcleo, lo fundamental del nuevo mensaje. Cuando habla
Dios, toda inteligencia humana debe callar y escuchar. Si el espíritu humano
reconoce y aprecia muchas cosas en el cristianismo, pero precisamente
maldice y reniega de la Cruz, es señal de que aquí se revela algo que
sobrepasa toda inteligencia humana y, que por esa razón, tiene su origen en
las profundidades de Dios.
8.- En
el mundo de Dios todos los valores han sido invertidos y sólo la Cruz nos da
la posibilidad de reconocer los que son auténticos. Lo que a los hombres
parece sabio, noble y fuerte, para Dios es necio, vulgar y débil. Y lo que
los hombres tienen por impotencia y locura, para Dios es omnipotencia y
sabiduría suma.
9.- La Cruz nos revela la existencia de una vida
suprema y divina, y sólo aquella es la puerta que da acceso a la única
realidad verdadera, a la única vida auténtica. Porque la vida del mundo, sus
valores y fundamentos, acaban en disgusto, desengaño, desesperación y
muerte. La vida terrena se convierte al fin en hastío y toda la sabiduría
humana es incapaz de producir la felicidad.
10.- La
Cruz desbarata todas las obras terrenas y todos los esfuerzos humanos.
Consiste en que todo sale de distinta manera a como esperábamos y habíamos
pensado. Se cruza en el camino de nuestros planes y proyectos. Muchas veces
nos disponemos para luchar y sufrir, nos prevenimos para una tribulación,
nos proponemos resistir... Y, he aquí, que la Cruz aparece en una forma
distinta e inesperada, quizá de una manera deplorable y ridícula, de suerte
que nuestro orgullo y nuestro espíritu se desmoronan. En esto hay también un
quebranto y una destrucción del propio "YO" de cada uno. Ahora bien, cuando
el "yo" desaparece se presenta Dios. Por eso, cuando se lleva la Cruz y no
se rechaza, ella misma nos introduce en la vida superior y divina.
11.- Dios,
antes de que aprendamos a buscarlo y a confiar únicamente en Él, debe
quitarnos toda seguridad terrena basada en el poder humano. Sólo entonces
empieza para nosotros, por medio de la Cruz, la nueva existencia: la vida
divina.
12.- La continua tribulación viene a ser para el
justo una tentación, una prueba. Todavía no es tan justo como para que sólo
le importe Dios; aún piensa en la recompensa que no recibe. Sin embargo, a
pesar de la impaciencia que brota de su debilidad, el enojo del justo no se
convierte en rebelión; quiere permanecer como hijo de Dios. Pero no es su
lucha, ni su esfuerzo, ni sus cavilaciones los que le traen la solución,
sino el hecho de que Dios mismo levanta el velo de sus santos pensamientos y
permite al orante contemplar por un momento su Misterio. Allí, lleno de
admiración, con un conocimiento que es don de Dios, en una contemplación que
es pura gracia, el devoto comprende a qué obedece la prueba: debe liberarle
de toda esperanza humana y egoísta en una recompensa, de toda confianza en
su propia justicia; tiene que enseñarle que uno sólo es el verdaderamente
bueno: Dios mismo. El Señor le despoja de todo para abrir sus ojos a lo que
es el único bien auténtico: la presencia eterna de Dios.
13.-
La Cruz ya no es únicamente sufrimiento, sino que por el contrario destruye
todo cuanto se opone a la felicidad, porque el alma sólo alcanza la
felicidad cuando es inundada por la vida de Dios. Toda justicia terrena, aun
la que aparentemente es más noble, debe desaparecer antes de que pueda
resplandecer la justicia de Dios. Esta es la finalidad de las cruces que
sobrevienen a la humanidad, aun cuando a veces parezca que con la cruz queda
extinguido todo bien y toda justicia. En semejantes ocasiones dice el hombre
natural: ¿Cómo pudo permitir esto el Dios justo? Mas la mirada espiritual
reconoce que en esta aparente injusticia brilla de forma misteriosa la
justicia de Dios.
14.- La Cruz nos libera de la desesperación y del hastío porque nos muestra
un reino nuevo. La muerte de lo terreno es la puerta que se abre a la vida
auténtica. Solamente en la Cruz, se comprueban los verdaderos valores;
aquello que no es capaz de resistir la prueba de la Cruz, aquello que no
sobrevive a la muerte, en el fondo, no tiene valor. La Cruz es el comienzo
del Cielo, porque purifica y perfecciona al hombre, hasta el punto de
hacerle capaz de entender, contemp lar y desear lo divino.
EL HOMBRE ANTE EL
MISTERIO DE LA CRUZ
15.- Se
da el caso notable de que veneramos la Cruz de Cristo y, sin embargo, nos
negamos a colaborar. Cristo no exige de nosotros que seamos sus iguales en
cargar con la Cruz, sino solamente que le ayudemos a Él a llevarla. Sin
embargo, llegamos a rechazar la cruz más pequeña. Queremos beber de la
fuente del Salvador, pero tienen que acercarnos el agua a la boca; ni
siquiera queremos agacharnos hacia ella. En cambio, del Salvador se dice en
el Salmo
110,7: "Beberá
de la fuente", es decir, se abajará "y
por eso erguirá la cabeza". Sin embargo la ley del Misterio manda: "Sacaréis
con alegría el agua de las fuentes del Salvador" (Isaías
12,3). El Salvador ha desenterrado el manantial, pero somos nosotros los que
debemos agacharnos; y lo haremos -al principio con fatiga- pero luego con
alegría.
16.- Cierto
monje hablaba con un muchacho, cuyo padre había pasado del judaísmo al
catolicismo para ayudar a la Iglesia con su dinero, por creer que significa
en el mundo una potencia del orden. También el muchacho tenía la loable
intención de ayudar a la Iglesia con la fuerza: "¡Si yo fuera un sacerdote
como usted, Padre, querría luchar para suprimir toda injusticia de la faz de
la tierra!". El Padre le contestó: "¡Ten, al menos, cuidado de no suprimir
también la Cruz de Cristo!". Esta es la gran tentación que nos persigue
siempre: suprimir la Cruz. He aquí la razón de la lucha que el mundo
mantiene contra la Iglesia: porque el cristianismo predica la Cruz.
17.- Los
soberbios rechazan la Cruz porque en ella ven la humillación. Piensan que el
verdadero hombre debe caminar siempre a grandes pasos, con la cabeza
erguida, sin soportar nada y satisfaciendo en todo su propio ser; todo lo
demás es servilismo y degradación. Detrás de esta soberbia se esconde, sin
embargo, debilidad y cobardía. Porque estos hombres se buscan sólo a sí
mismos; jamás han conocido la grandeza de la propia renuncia para que la
obra llegue a realizarse. Hablan mucho de heroísmo pero, en el fondo, son
unos pobres cobardes que no pueden negarse nada a sí mismos y levantan su
grandeza sobre la desgracia de los demás.
18.- Pero
existe otra enemistad de la Cruz que se insinúa aun en los corazones de los
cristianos, cuyo fallo es querer implantar la justicia a viva fuerza, es
decir, por su propia voluntad. San Pedro es el prototipo de todos los que,
con la mejor buena voluntad, rechazan la Cruz. No puede soportar la
injusticia dirigida contra su amado Maestro. Sin embargo, el Señor afirmará
contundentemente que rechazar la Cruz, aunque sea con buena intención, es un
sentimiento diabólico. La inteligencia del hombre jamás comprenderá la Cruz.
En cambio, la sabiduría divina sabe que la Cruz es el único camino hacia
Dios, hacia la vida y la verdadera justicia.
19.- ¿De
dónde nace el temor a la Cruz? La Cruz es contra la naturaleza. Entraña
destrucción y muerte, pero también vida a través de la muerte. Es nuestra
naturaleza humana, alejada de Dios, la que se asusta ante el sufrimiento.
Tampoco nuestra naturaleza espiritual quiere el sufrimiento por el
sufrimiento, sino la felicidad. Abrazamos la Cruz, no como sufrimiento, sino
como camino que nos lleva a la verdadera felicidad: la felicidad de Dios.
20.- La
mayoría de los cristianos tienen miedo a la Cruz y, a pesar de adorarla y
venerarla, quieren librarse de ella. No es ninguna vergüenza tener miedo a
la Cruz. Lo vergonzoso y lo inútil es huir de ella. Lo verdaderamente
cristiano es sentir la miseria de la criatura, superándola como portadores
que somos del Espíritu divino.
21.- La
Cruz es el único medio que tenemos para ascender hasta Dios. Lo que no lleva
esta marca no es bien celestial y no llega a buen término. Sólo se deja paso
libre a lo que está marcado con esta señal. Debemos preguntarnos a cada
instante si nuestras acciones salen airosas al confrontarlas con la Cruz.
Sólo entonces son legítimas y están orientadas hacia la eternidad, hacia la
vida.
22.- El
que entra seriamente en el camino de la Cruz, quedará cambiado en su
interior, maduro, lleno de suavidad y dulzura. Nosotros seremos iguales a
Él, si llevamos su Cruz tras Él. Si tomamos parte en el dolor, dejándonos
marcar por la Cruz, veremos brillar cada vez más sobre nosotros su misterio
en el aspecto más maravilloso, triunfante y gozoso.
23.- La
Cruz de Cristo nos introduce en el Reino de los Cielos, en la vida eterna de
Dios, porque destruye todo cuanto se opone a esta vida divina. Aniquila el
capricho, el orgullo del mundo, la soberbia, la altanería, el egoísmo; y
precisamente por eso, infunde nuevas fuerzas a la vida opuesta: al Espíritu,
a la humildad, a la conformidad con la voluntad de Dios. Se trata de abrazar
todos los días la Cruz, hacer día tras día lo que San Benito pedía a sus
monjes: "Debes
volver, por la penalidad de la obediencia, a Aquel de quien te apartaste por
la desidia de la desobediencia". La
desobediencia del pecado queda derrotada cuando llevamos todos los días la
Cruz con Cristo. Por la paciencia y el acatamiento de la voluntad divina, el
camino de la Cruz se nos convierte en camino que lleva al Paraíso, donde nos
espera el Señor.
24.- A
la verdadera Cruz corresponde la fe verdadera. Nadie puede decir "Jesús
es Kyrios... sino en el Espíritu Santo" (1Corintios
12,3). La fe nos muestra que nosotros no somos el centro del mundo, sino que
lo es Cristo. Toda cruz debe servir, según la voluntad de Dios, para
conducir al hombre a la única, verdadera y eterna felicidad, que es la
posesión del mismo Dios. Precisamente porque Dios, por pura bondad y sin
ningún mérito de nuestra parte, quiere hacernos partícipes de su vida
sagrada, nos envía la Cruz, no para atormentarnos, ni para sumirnos en la
desesperación, sino para conducirnos a la felicidad verdadera.
25.- Desde que el Hijo de Dios venció a Satanás
en la Cruz, ésta ya no es una mera carga para los cristianos y todos los
dolores llegan con una mezcla de suavidad celestial. Desde entonces sabemos
que, aun cuando todavía no se nos pueda quitar la cruz porque hemos sido
concebidos en pecado y porque todavía dura el tiempo de la prueba, sin
embargo, el dolor no puede empujarnos a la desesperación, porque Cristo,
victorioso portador de la Cruz, va delante de nosotros, dándonos la fuerza y
la paciencia necesarias e infundiéndonos esperanza.
26.-
Esta es nuestra misión en el mundo: seguir al Señor en su camino de Cruz, y
no sólo como imitadores sino como verdaderos miembros de su Cuerpo que viven
con El su vida, padecen y hacen con Él lo que Él padece y hace. No basta con
escuchar, admirar y seguir al Señor: hay que olvidarse de uno mismo,
renunciar al mezquino "yo" personal y hacerse una cosa con Él hasta poder
decir "Estoy
crucificado con Cristo" (Gálatas
2,19).
27.- La cruz particular es precisamente aquello que a cada uno le parece más
desagradable, porque hiere su "yo" en la parte más sensible, aun cuando más
tarde, se advierta que, a pesar de todo, ¡esa cruz era lo más conveniente y
lo más fácil! De tal forma, el fiel se convertirá en parte del cuerpo
místico del Señor, podrá entrar en lo más íntimo de Cristo, tomar parte en
él y aun hacer que otros participen, si es ésa la voluntad de Dios: "Tomemos
parte por la paciencia en los padecimientos de Cristo, para que merezcamos
ser también partícipes de su reino" (San
Benito).
28.- Así como los discípulos, a pesar de todas las revelaciones, no llegaron
a comprender en un principio el sentido profundo que la Cruz del Hijo tiene
en el plan redentor de Dios, así también nosotros volvemos a caer siempre en
pensamientos humanos, mundanos y hasta demoníacos. Se necesita el trabajo de
toda una vida para llegar a comprender al fin que la gloria verdadera y
duradera sólo puede venir de la Cruz. Las espaldas llevarán el peso de la
Cruz y la leve carga del Señor, si el hombre acepta con paciencia la misión
que Dios le ha señalado en la vida, si no sirve al mundo ni a su ambición
personal (Mateo 11,30). "¡Bienaventurado
el que soporta el yugo desde la mocedad!" (Lamentaciones
3,27). ¡Bienaventurado el que toma sobre sí con paciencia la Cruz del Señor!
Ésta se convertirá con el tiempo en columna fuerte que le sostiene y signo
de victoria para él.
29.-
"Paganos" son todos los que están "libres" de Dios, que no conocen para nada
a Cristo y viven solamente para la vida de aquí abajo. En medio de ellos se
alza el árbol de la vida de este mundo que conduce a la muerte; este árbol
da frutos que fascinan al hombre, pero que son venenosos. Buscan un paraíso
terreno pero sólo encuentran la destrucción. Dios mostró en la Ley al hombre
un camino para salir de este laberinto. En ella todo es cumplimiento de
preceptos y esfuerzo de la voluntad.
30.- Junto al reino natural del pagano está el edificio austero de la Ley.
El judío estaba también encerrado en su propio círculo, contra cuyas
barreras se daba golpes lastimeros y donde jamás llegó a alcanzar la
libertad. Para él, Dios no era Padre indulgente, sino Señor exigente. Junto
al paganismo infantil, el judaísmo se presenta como la edad madura que
confía en sus fuerzas y se quiere redimir a sí misma. Pero cuanto más viejo
y más sabio, el hombre comprende mejor que no se puede salvar a sí mismo.
Cuanto más se esfuerza, tanto más se fatiga y siente más su impotencia.
LA CRUZ: ÁRBOL FRONTERIZO ENTRE LA MUERTE Y LA VIDA
31.-
La Cruz es el árido árbol situado como frontera entre la muerte y la vida,
entre este mundo pecador y el mundo sagrado de Dios. Nadie que no haya
superado este árbol lindero, esta barrera, podrá entrar de nuevo en el
Paraíso. La Cruz se encuentra en el lugar mismo donde la vida terrena deja
de existir para dar paso, aparentemente, a la muerte, a la oscura puerta
donde no alcanza nuestro ojo terreno. Solamente la fe en la misericordia de
Dios nos da ánimo para tomar este camino que, al parecer, lleva a la muerte.
El que no tiene esta fe, el que no sabe que detrás de esa puerta empieza una
nueva vida, prefiere permanecer detrás y bailar alrededor del árbol mundano
de la vida, hasta que silbe la serpiente y le hiera con mordedura mortal.
Por el contrario, el que busca el árbol fronterizo en obediencia y
confianza, y traspasa por la fuerza del Espíritu el umbral de la muerte,
consigue llegar al país de la vida verdadera, de la vida divina y eterna.
32.- El día que, en la fe y en unión a la
voluntad de Dios, atravesemos la frontera y demos con decisión el paso hacia
la oscuridad de la muerte espiritual, descubriremos con ojos asombrados y
con el alma extasiada que nos hallamos en medio del reino de la luz;
reconoceremos que el árbol estéril de la muerte clavado en la línea
divisoria, se encuentra ahora como árbol de la vida que, en medio del
Paraíso, reverdece, florece y da frutos de vida eterna. El palo seco, que
sólo muestra a este mundo su lado sombrío y muerto, y por eso mismo espanta
a muchos hasta el punto de que huyen ante la Cruz de Cristo y prefieren
arrojarse en brazos del mundo, nos muestra en el nuevo Paraíso su lado de
luz, la cara que da a Dios.
LA CRUZ DE CRISTO: FUERZA DE DIOS
33.-
La salvación de la Iglesia y la nuestra, es la participación en la Cruz de
Cristo, la lucha del Espíritu y de la paciencia. Virtus
crucis (la fuerza de la
cruz). Virtus significa
una fuerza que irradia, que quiere ponerse en acción, que quiere obrar en
nosotros, que nos invade, nos llena y nos capacita para acciones elevadas.
Es un Misterio de Dios que sólo podemos comprender con su ayuda.
34.- La fuerza de la Cruz se manifiesta de dos
maneras. Es a la vez Misterio y ejemplo. Misterio en cuanto que la fuerza de
Dios despliega toda su potencia por medio de la Cruz; ejemplo, en cuanto que
ella enciende en el hombre el deseo de abandonarse a la voluntad de Dios. En
la participación sacramental, podemos unirnos a Jesús por la fe, la
esperanza y la caridad, concelebrando con Él su Misterio, de suerte que
seamos nosotros mismos los que venzamos al mundo con la fuerza de nuestro
Señor.
35.-
Jesucristo, el Hijo de Dios, descendió hasta el reino que el hombre se había
creado con el pecado. Él convirtió la barrera infranqueable en puente. Dijo
¡sí! a la cruz en paciencia, obediencia y amor. Del reino de la autonomía,
de la arrogancia y del esfuerzo, pasó, a través de la obediencia, de la
negación del propio Yo y de la muerte de la carne, al Reino de la filiación.
36.- "Dios
mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?" (Salmo
22,1). Es el grito angustioso del hombre que ha deseado quedar libre de Dios
y ahora se siente morir. Jesús no quiere ser autónomo, sino hijo. Toda la
miseria del mundo parece concentrarse en un hombre crucificado. La tierra le
ha arrojado de sí; está suspendido sobre el suelo, que ya no ofrece ningún
apoyo a sus pies. Le queda solamente un madero seco, pero no ya como un
sostén, sino como instrumento de tortura. Tampoco el cielo recibe a ese
hombre; está suspendido entre el cielo y la tierra. Solamente el sol sigue
ardiendo en lo alto, pero no para iluminarle ni calentarle, sino para
aumentar su tormento. Está extendido y clavado. Pende desnudo de la cruz,
expuesto a las miradas de todos, blanco de sus burlas. Ni siquiera le queda
un sitio donde poder reclinar su cabeza al morir.
37.- De la Cruz pende un Inocente que se ha dejado crucificar por amor. ¡Y
qué amor debía arder en este hombre que murió por los pecadores! Un amor
como éste es algo que el mundo no acaba de comprender; solamente puede
emanar de las profundidades de Dios. Este hombre que se está desangrando en
la Cruz obra por santa obediencia. Su Padre, el Amor eterno, le encomendó la
misión de revelar al mundo el Amor de Dios. Y, verdaderamente, el
Crucificado es la revelación más conmovedora del amor de Dios.
38.- El Crucificado no conserva nada que pertenezca al mundo; por eso
Satanás, el príncipe de este mundo, no tiene ningún poder sobre Él. El Señor
ha sido despojado de todo: de sus derechos, honra y dignidad. Arrebatado a
la justicia, es libre, verdaderamente pobre en el Espíritu, todo humildad y
obediencia. Está ya camino del Reino. Todavía permanece suspendido entre el
cielo y la tierra, lleno de dolores. Pero el cielo se abrirá para recibirle
glorificado. Muerto al mundo, vive para Dios.
39.- Nuestro Rey no vence por la fuerza sino más bien por la entrega de Sí
mismo, por la humildad, el desprendimiento, la privación y la renuncia. De
todo esto, el mundo no posee nada. Por eso no puede seguir al Señor hasta el
campo de batalla. Por medio de la muerte que el mundo le inflige, el Señor
escapa al poderío de la fuerza terrena. Pero esta victoria significa derrota
a los ojos del mundo.
40.- El Crucificado nos muestra que el fin
verdadero del hombre no es el placer del cuerpo, ni el poder, ni las
riquezas, ni la gloria delante de los hombres; ni siquiera el amor terreno,
la beneficencia o el servicio a la humanidad. El fin es Dios, a quien
pertenecen exclusivamente todo nuestro ser, nuestro amor y nuestras fuerzas.
Por consiguiente, el Crucificado es el modelo de nuestra vocación verdadera:
servir al Amor divino y entrar en ese Amor por la humildad y la obediencia.
LA CRUZ GLORIOSA: POR LA DERROTA A LA VICTORIA
41.-
El camino que el Señor siguió para triunfar fue la derrota, ser clavado al
madero de la ignominia y borrado de entre los hombres, la muerte, el
abandono por parte de sus amigos y aun, temporalmente, por parte de su
Padre. Las fiestas en honor de la Cruz son un Misterio, una celebración: si
hemos participado en este camino, tomaremos también parte en la victoria de
nuestro Señor. Porque las celebraciones en honor de la santa Cruz nos
permiten asomarnos a la felicidad eterna y nos dan una anticipación de la
misma. En el Misterio gustamos algo de los bienes venideros y recibimos de
ahí la fuerza para conservar la esperanza en medio de las tribulaciones de
este mundo y para mantenernos firmes en ellas hasta el final.
42.- La cruz da muerte a la vida, oprime, destruye y acarrea dolor y
tristeza. ¿Cómo puede la Cruz convertirse en fiesta? ¡Ninguno de nosotros
sería capaz, por sus solas fuerzas, de celebrar una fiesta semejante No
puede haber celebración más que allí donde nace, crece y se comunica la
vida, y donde brota la alegría. Por eso, las fiestas de la Cruz nadie puede
celebrarlas salvo aquellos que reconocen que de la Cruz dimana la única vida
verdadera. Porque el cielo es la posesión de Dios; es Dios mismo, y la cruz
nos abre la puerta tras la cual nos espera Dios. ¡Cuánto deberíamos amarla,
si no en sí misma, al menos por los tesoros a los que nos conduce!
43.- En torno a la persona de Jesús se dividen los espíritus. En la actitud
que se adopta ante Jesús se hacen manifiestos los pensamientos más íntimos y
ocultos que, de otra forma, el hombre mantiene escondidos. El mundo, que
está cimentado enteramente sobre la mentira, no puede soportar a los
veraces; por eso trata de aniquilarlos. Pero desde lo alto de la Cruz el
Salvador predica la verdad. Quien quiera estar en la verdad, debe subir con
el Señor a la Cruz.
44.- Toda la vida de la Iglesia procede de la Cruz. Por esta razón la
Iglesia prosperó y brilló más siempre que estuvo desposada con la Cruz. Tan
pronto como se desasió de ella y trabó relaciones con el mundo, empezó a
debilitarse y languidecer, y su hermosura sobrenatural se fue palideciendo.
Gocémonos, pues, en la santa Cruz y examinémonos si la amamos de veras.
Escrutémonos en las dificultades, en los sufrimientos, en las humillaciones
y en las adversidades, para averiguar si buscamos de verdad la Cruz y, por
ella, a Cristo.
SIGNO DE CONTRADICCIÓN; LOS DOS VALORES DE LA CRUZ
45.-
La Cruz es en sí misma una contradicción, por cuanto que implica muerte y
vida, humillación y gloria. Da muerte a la vida carnal, y de ese modo, da la
vida del Espíritu. Tiene, pues, dos caras: la una, la que da hacia atrás, es
terrible y espantosa; la otra, la que mira hacia adelante, está llena de
luz, de esplendor y de Amor. No debemos atemorizarnos por la primera porque
se transformará ante nuestros ojos en el bien más amable que existe. El
momento de esta transformación es la tentatio,
la prueba, el sacrificio. La mayoría de los hombres se asusta y retrocede
ante esa prueba; prefieren recorrer el camino del placer y del orgullo o, al
menos, el de la tibieza. En cambio, para los que emprenden el camino
empinado y estrecho, se abre el Reino de los Cielos.
46.- La santa Cruz se convierte en Misterio, es decir, en símbolo portador
de vida eterna. La razón más profunda de esta paradoja, la encontraremos en
la misma esencia de Dios, que es Amor, y constituye la suprema revelación
del cristiaismo. El Amor de Dios quiere dominarlo, abarcarlo y envolverlo
todo.El Amor verdadero no es sentimental ni egoísta. Es fuerte y luchador, y
cuando se le opone algo en el camino, recurre a los medios más enérgicos,
aun a la misma muerte. Por eso, Cristo tomó la Cruz como arma para triunfar.
Con ella derriba todo lo que no sea Amor, todo lo que sea egoísmo y
oposición a la voluntad de Dios.
47.- La voluntad de Dios que encontramos en la Cruz es Amor. Si nuestra
voluntad se ha identificado con la de Dios, nuestro ser quedará
transformado: nos hacemos "partícipes
de la divina naturaleza" (2Pedro
1,4). Cada vez que sufrimos una afrenta, una humillación o una enfermedad;
cada vez que ejercitamos la obediencia o renunciamos a nuestra voluntad,
avanza el estandarte de la Cruz. Vistos con los ojos del mundo, cada vez
somos más pequeños e insignificantes; pero a los ojos de Dios, la Cruz
aparece cada vez más adornada y gloriosa. A cada acto de amor de la Cruz, se
debilita el dominio de Satanás y del mundo, y se acerca el Reino de Dios:
"Es hermoso desaparecer del mundo, para amanecer en Dios" (san Ignacio de
Antioquía). Si uniéndonos a Cristo entregamos también nosotros nuestra
voluntad a la voluntad de Dios, la Cruz será también para nosotros un
símbolo de gloria. Por ello, los antiguos cristianos representaban al hombre
perfecto como Orante, en pie delante del Señor, con los brazos extendidos en
forma de cruz.
48.- La Cruz trae la ruina del mundo; por eso Cristo murió en la Cruz por la
tarde cuando el día declinaba y el mundo se acercaba a su fin (Salmo 140,2),
de ahí que no pueda ya esperar nada de este mundo el que ha cargado con la
Cruz. Esta es la misteriosa ley del cristianismo: que la vida nace de la
muerte; la luz, de la noche. La Cruz vino a ser medianera entre la
naturaleza y el mundo sobrenatural, entre el hombre y Dios. Une al hombre
purificado con Dios. Por eso se eleva de la tierra al cielo abrazándolo
todo, penetrándolo todo de fuerza divina y santa.
* * *
Segunda parte
LA CRUZ EN EL AÑO LITÚRGICO
49.-
Por "gloria" entendemos brillo, esplendor, majestad; y todo ello lo
imaginamos a medida humana, como algo magnífico, poderoso y misterioso. Sin
embargo, la gloria de Dios es algo totalmente distinto, infinitamente más
profundo y hermoso, algo que supera todo poder y sabiduría. La palabra
decisiva sigue siendo: El Señor, el Kyrios de la gloria es Cristo; con esto
hemos adquirido una noción nueva y distinta de la gloria. Gloria no es el
poder, ni la sabiduría de este mundo. La auténtica gloria viene de la Cruz,
porque juzga y condena todo poder, toda soberbia y toda ciencia mundana y
hace al hombre capaz de conocer y alcanzar la verdadera gloria de Dios. El
que confiesa que "Jesucristo es Kyrios" -es decir, que Jesús hecho hombre en
humildad y clavado en una Cruz, es el Todopoderoso-, es cristiano porque ha
conocido la verdadera gloria de Dios; ha reconocido que esta gloria no tiene
nada de común con la grandeza de este mundo terrena, humana, interesada y
orgullosa. Esta es la esencia más profunda de la fe. La Cruz, la humildad de
la fe, es el único camino para la gloria de Dios.
50.- Aquel que confiesa que este hombre pobre y agobiado que lleva la Cruz
es el Kyrios, tiene ojos divinos que contemplan la gloria de la Cruz. Esta
es la paradoja del cristianismo: gloria de la ignominia, vida de la muerte,
luz de tinieblas. Porque la verdadera gloria es el Amor. La esencia más
íntima de Dios es el Amor; y, por consiguiente, la razón más profunda que
revelará su gloria a través de la humildad es su esencia, esto es, el Amor.
51.- La carne de Jesucristo, su Humanidad, es el paso necesario para el
Padre. Su pesebre y su Cruz conducen a la gloria. El que rechaza la carne de
Cristo, rechaza también su gloria; el que desprecia la Humanidad de Cristo,
desprecia también su divinidad. En cambio, el que se inclina humildemente
ante la Humanidad de Jesús y toma sobre sí su humillación, contempla a Dios
mismo en la carne de Jesús. Sólo el que es Vida en sí mismo, puede
comunicarnos a nosotros la vida. Por eso la manifestación de Dios en la
carne, su Epifanía, es para nosotros objeto de una fiesta muy grande, porque
la vida divina se nos hizo asequible gracias al Dios que se manifestó en la
carne.
52.- La fortaleza de Dios se manifiesta en la debilidad. Jesús se hizo débil
por los débiles, para ganar a los débiles; se hizo niño para que tú pudieras
llegar a ser un hombre perfecto; estuvo reclinado en un pesebre, para que tú
pudieras estar de pie ante el altar; descendió a la tierra, para que tú
pudieras tener muchas mansiones en el cielo. Era rico y se hizo pobre por tu
causa, para que su indigencia te enriqueciera a ti... Las lágrimas de aquel
Niño lloroso lavaron mis pecados. Por eso, Señor Jesús, estoy más agradecido
a las inclemencias que sufriste por haberme redimido, que a tu poder por
haberme creado (san Ambrosio).
53.-
Cristo es el Señor; obra por bondad, no por justicia; por amor, no según el
mérito. Por eso en su manera de obrar se esconde una justicia superior a la
justicia humana; incomprensible para nosotros, pero la única que nace del
amor, que no brota de la letra de la ley, sino del Espíritu.
54.- Nosotros también tenemos que recorrer el camino de nuestra vida igual
que San Pablo: debemos aceptar pacientemente la debilidad con que Dios ha
cargado nuestras espaldas y confiar sólo en Él. Incluso los pecados que Dios
ha tolerado, debemos llevarlos humildemente en penitencia, para que Cristo
pueda mostrarse en nosotros como Redentor y Salvador. Si fallamos con tanta
frecuencia y si nuestras fuerzas son tan exiguas y mezquinas, alegrémonos,
porque de esa manera el hombre, en nosotros, se hace pequeño, y Dios, en
cambio, grande. Muchas veces Dios nos hace llevar ciertas cargas a lo largo
de toda la vida, para que seamos humildes y clamemos: "En
ti, Señor, confío. No sea yo nunca confundido" (Salmo
30,2; 70,1).
55.- Como expresa la parábola del Sembrador, Dios da su gracia a todos.
Aparentemente, desparrama sus dones sin cuidado, sin fijarse en qué manos
caen. Aquí aparece de nuevo la gran responsabilidad humana: aun cuando
dependa en todo de la misericordia divina, Dios no exige al hombre más que
una sola cosa: estar abierto a Cristo. El que se cierra dentro de sí mismo,
endureciéndose y enterrándose en su Yo, recibe la gracia en vano; no lleva
fruto. Aun la misma fuerza de Dios nada puede con un corazón endurecido.
Dios es impotente frente al soberbio. Por lo tanto, no acusemos a Dios, si
es que no damos fruto Dejemos que abra surcos en nuestro corazón el arado de
la misericordia de Dios. La humildad y el amor deben preparar el alma para
recibir todas las semillas y proporcionarles suelo adecuado a fin de que
pueda crecer. El hombre endurecido está rodeado por la gracia de Dios y, sin
embargo, permanece impasible.
56.-
Junto a Cristo, estechísimamente unida a Él, está la Esposa pura y
obediente, la virgo
sponsa Ecclesia, la nueva Eva, la Iglesia Virgen y Esposa. Los dos
juntos forman el único Cristo espiritual. En torno a Él está el paraíso con
el nuevo árbol de la vida, la Cruz gloriosa, cuyo fruto da vida eterna. El
plan redentor de Dios ha quedado concluido en este segundo y eterno Adán.
57.- Todo lo que en la tierra es duro y áspero -dolor, enfermedad,
sufrimientos, servidumbre, persecución, hambre, flaqueza, angustia,
muerte...-, es para nosotros un camino hacia Dios, un retorno a la
salvación. Mientras el camino del primer Adán y de sus descendientes lleva
al desierto de la cuaresma de este mundo y allí se pierde, cerca corre otro
camino, la senda del segundo y último Adán. Es a primera vista un camino
semejante en todo al primero, que lleva al nuevo Adán igualmente al
desierto, donde es tentado por Satanás. Pero existen también diferencias. El
camino del primer Adán arrancaba del Paraíso y, después, a causa del pecado,
desembocaba en el desierto. En cambio, el camino del segundo Adán empieza en
la pobreza y el desamparo, en el frío del pesebre, en la persecución y en
las amenazas, para finalizar en el Paraíso celestial de Dios.
58.- Nada puede acercarnos más al verdadero Dios que el dolor del Sievo de
Yahvéh, el cual nos revela las profundidades y la santidad divinas, que de
otra manera hubieran permanecido ocultas para nosotros por toda la
eternidad. Precisamente porque el Amor y la Santidad de Dios son tan
grandes, cualquier alejamiento y negación de este Amor es algo terrible y
espantoso. El santo amor de Dios quiere comunicarse y hacerse con lo suyo,
pues no busca nada que no le pertenezca.
59.- La Cruz de Cristo es la única solución de todos los enigmas, siendo el
mayor de todos el dolor y la muerte que nos acarrea el pecado. Pero desde
que el Hijo de Dios murió en la Cruz por amor, el dolor ha perdido su mayor
horror demoníaco que es la desesperación. Aun cuando nuestra cruz siga
siendo áspera y dura, sabemos, gracias a la Cruz de Cristo, que de ella está
suspendida solamente nuestra parte terrena, que debe morir si queremos
llegar a la felicidad de Dios. Tan pronto como haya muerto, empezará la
nueva vida.
60.- Al Hijo de Dios en el Antiguo Testamento y en la Liturgia, se le llama "el que viene". Su vida nunca es cosa pasada, sino que está viniendo continuamente para llevarnos al Padre; la vida de Dios y la de Cristo siempre vienen. Es verdad que ahora el yugo del Señor agobia mucho; pero más tarde, si es llevado con paciencia, se convertirá en yugo nupcial de amor. ¿Quién no amará un camino que lleva a bienes tan grandiosos, aun cuando al principio sea empinado y pedregoso? Cuando en la cruz muera nuestra vida terrena juntamente con Cristo, amanecerá para nosotros el día de la vida eterna en Dios.
LA VERDADERA ORACIÓN DE LA CRUZ (Viernes Santo)
61.-
Cristo Resucitado aparece con las manos extendidas, pero que ya no se
encogen dolorosamente en la Cruz, sino que abrazan victoriosamente a todo el
mundo y lo atraen hacia Sí.
62.- Así como Cristo fue ensalzado a la gloria del Padre por su humillación,
también los que están "en Cristo" solamente pueden ser ensalzados por la
humildad de la Cruz. Porque la nueva vida que trae el Señor es tan superior
a la vida terrena que no se puede llegar a ella si no es a través de la
muerte espiritual. Por eso se hizo Jesús obediente: renunció a la afirmación
de sí mismo, incluso hasta la muerte: hasta la entrega de lo más grande que
tiene el hombre, es decir, el "yo", que, al menos, quiere defender siempre
su existencia. Es más; se hizo obediente hasta la muerte de Cruz: hasta la
suprema ignominia, fue cancelado violentamente, arrojado de entre los
hombres, colgado entre el cielo y la tierra, condenado como un malhechor.
Nada terreno quedó en El; fue verdaderamente aniquilado: "He
sido reducido a la nada" (Salmo
72, 22). Mas en el momento en que murió al mundo, empezó a vivir para Dios.
SEMANA SANTA Y NOCHE PASCUAL: "Muéstrame tu Gloria"
63.-
Para nosotros, los cristianos, esta relación entre Cruz y Gloria se ha hecho
algo normal. Pero es necesario descubrir que no es cosa natural en manera
alguna. Por el contrario, es algo extraño, inaudito y aun, aparentemente,
absurdo. La cruz, para el hombre antiguo, era el símbolo de la suprema
ignominia y de la destrucción completa. Los antiguos hablaban de crucis
terror, del horror de la cruz: "¡Que te crucifique!", era la peor
maldición que se podía recibir. En la cruz, el pobre criminal quedaba
totalmente exterminado y era borrado de la comunidad de los hombres lleno de
oprobio y vergüenza, en medio de los tormentos más atroces. Sin embargo,
nosotros rendimos homenaje a este instrumento de tortura y de ignominia, y
lo ensalzamos en grado sumo. ¡Qué inversión de todos los valores! En la Cruz
podemos ver que el cristianismo ha traído un espíritu nuevo, que este mundo
no podrá entender y tiene que odiar necesariamente -y, en primer lugar, su
símbolo supremo: la Cruz-.
64.-
El hombre no puede ver en la Cruz más que un paso. La gloria, piensa él,
viene después de la Cruz, tras la Pasión y la muerte. Sin embargo, la
Ekklesia habla de la gloria que está en la Cruz. Por gloria, el mundo
entiende honor, reconocimiento por parte de los hombres, fama, triunfo,
poder. En Dios es totalmente distinto. Su gloria es Él mismo, su bondad, su
amor y su poder eternos. La Sagrada Escritura, preferentemente, llama gloria
a la esencia divina en cuanto que se nos comunica y se nos da, no sólo como
una noticia, sino como participación en su ser. La gloria de Dios desciende
y llena el templo, el alma, la Iglesia; nos hace participar en la vida de
Dios. La gloria de Dios no es su omnipotencia ni su esplendor, sino su
misericordia.
65.- Dios cubre con su mano la hendidura de la roca hasta que su gloria pasa
delante de Moisés, y entonces le muestra "sus espaldas". Dios desciende de
la altura sublime, pero no le muestra todo su esplendor porque el hombre no
lo podría soportar. Jesús es igual a Dios, participa de toda la gloria del
Padre, juntamente con el Santo Espíritu. Pero no se nos manifestó de pronto
en su gloria, sino más bien en desprendimiento, humillación e ignominia. Nos
mostró sus espaldas, las espaldas de Dios. El Dios anonadado nos dio a
conocer su gloria, que es totalmente distinta de como la esperábamos; una
gloria que no es de este mundo. Mas precisamente por eso, reveló la gloria
que le es propia: la gloria de la bondad, de la gracia y de la misericordia.
En ella se manifiesta la esencia íntima de Dios: su Amor. Nos muestra a Dios
como el Misericordioso, el Bueno, que se entrega por los demás. Mas todo
esto nos fue revelado por medio de la Cruz de Cristo. Sin la cruz del Señor,
que Él tomó sobre sí a causa del pecado, no hubiéramos conocido jamás esta
gloria.
66.- Esta es la revelación de la suprema gloria de Dios del Nuevo Testamento: la Cruz. Y, por ello, nosotros podemos hablar con razón de la gloria crucis. Mientras sigamos siendo hombres mortales y pecadores, contemplaremos la gloria de Dios en la Cruz. Vemos su misericordia que, en el fondo, es una misma cosa con su esencia. Por consiguiente, cuanto más profundicemos en la Cruz, tanto más se nos manifiesta, ya desde ahora, la faz de Dios. Jesucristo, que, en su encarnación, humillación y crucifixión, representa las "espaldas" de Dios, es la gloriosa manifestación de la faz de Dios.
67.-
El pagano de la antigüedad trató ya de ponerse en comunicación con la vida
divina; para eso celebraba sus fiestas. Pero, por sus propios medios, no
podía elevarse por encima de las fuerzas humanas. Gracias a Cristo, fue
posible, por vez primera, tener acceso a la vida divina del Dios que existe
eternamente y se oculta a nuestros ojos.
68.- Cada uno de los cristianos tiene que volver a experimentar en sí mismo lo que experimentó antes su Señor. Indudablemente, no le es posible, por sus propias fuerzas llevar la cruz de esta vida hasta la victoria final, pero puede hacerlo con el poder de Cristo victorioso. El medio para unirnos a su Pasión y vida es la participación, por la fe, en los Misterios de Cristo. Pues el Señor quiere que su acción redentora sea accesible a cada uno de sus fieles a través de los siglos, razón por la que la depositó en los Misterios de su Iglesia.
LA CRUZ, PUERTA DE ACCESO A LA VIDA EN EL PADRE
69.- "Antes de la fiesta de la Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de PASAR AL PADRE, habiendo amado a los suyos..." (Juan 13,1). La Pascua cristiana es, primero para el mismo Señor, mas también para los que le siguen, el paso de este lugar de tinieblas al Padre, a la vida de Dios, al día eterno. La Pascua es la gloriosa puerta de entrada a la vida divina. La Pascua del Señor se ha convertido en Pascua nuestra, y la vida eterna del Señor resucitado en el seno del Padre ha venido a ser nuestra vida. Por la fe penetramos en los Misterios de Cristo y, participando en ellos, tomamos parte, como miembros de Cristo que somos, en todo lo que nuestro Señor padeció y experimentó por nuestra causa. En consecuencia, nuestra vida en santidad se apoya en la gracia del Señor, no conseguida por nosotros mismos, sino don gratuito de Dios, pero que actúa vitalmente en nosotros.
EN LAS MANOS DEL GLORIFICADO (la Ascensión de Cristo)
70.-
Gloriarse es expresión suprema de vida, es un grito de alegría que brota de
la fuerza vital que se desborda. En cambio, la cruz es la supresión de toda
vida y, por lo tanto, de todo gozo; es tristeza, dolor y muerte. En ese
tronco duro e inerte muere toda vida. Y a pesar de eso, la Iglesia canta: en
nuestro Señor Jesucristo crucificado están nuestra salvación, nuestra vida y
nuestra resurrección. Es aquí donde vemos que la Iglesia es, verdaderamente,
una realidad celeste. La Iglesia está en el cielo, desciende y nos grita:
¡En la Cruz están la salvación, la vida y la resurrección! Porque estas
palabras no se pueden comprender más que desde el cielo, desde las
profundidades de Dios, desde su sabiduría; vistas desde la tierra, esas
palabras son locura y absurdo.
71.- El Señor, en su Ascensión, lleva consigo la Cruz al cielo, y sólo desde
el cielo se nos puede revelar su verdadera significación. La Cruz está
suspendida entre el cielo y la tierra. Está profundamente hincada en la
tierra, pero toca el cielo. Unió el cielo y la tierra cuando el Hijo del
Hombre estuvo suspendido de ella y se ofreció en sacrificio por la humanidad
separada del cielo. La Cruz es siempre el poste lindero entre Dios y el
mundo (reino del pecado). Dios no puede bajar al mundo sin traspasar este
límite; tampoco el hombre puede llegar hasta Dios, si no traspasa el mismo
límite.
72.- De la Cruz del Señor nos viene la fuerza para llevar nuestra cruz. Sólo
del Señor brota toda gracia, potencia y vida. Pero esta vida no la tenemos
asegurada ni está en su plenitud, sino que es solamente un comienzo, una
prenda, y tenemos que ganarla nuevamente todos los días y defenderla contra
los ataques. La Cruz se nos ofrece como el más seguro instrumento para
lograrlo, bajo el sobrio y sencillo ropaje de la vida ordinaria. Se trata de
recorrer, con incansable esfuerzo, el camino trabajoso, muchas veces
monótono, de la conversatio
morum -de la conversión de
las costumbres-, y no dejar de la mano, ni de día ni de noche, el
instrumento de la cruz. Este camino de la cruz se va haciendo cada vez más
triste, lleva a profundidades donde toda vida terrena se apaga. Pero sobre
nosotros se cierne la gloria de la cruz, el Misterio sagrado; nos da fuerza
para que no nos desalentemos. Y poco a poco, la oscura cruz de la vida
ordinaria se transforma en Cruz resplandeciente. A veces su gloria se
manifiesta ya en esta tierra, cuando el hombre exulta de júbilo en Dios, su
Salvador. Mas llegará un día en que esa gloria de la Cruz se manifestará
plenamente. En la muerte de este cuerpo es cuando la gloria de la Cruz
estará más cerca de nosotros, lo mismo que el Señor nunca estuvo más cerca
de la Resurrección que el Viernes Santo.
73.-
Cuando Dios creó al hombre le inspiró "en
el rostro aliento de vida" (Génesis
2,7). El que lleva dentro el hálito de Dios -su santo Espíritu- es un ser
que vive por Dios. Y el que vive por el Espíritu de Dios puede abrir su boca
emitiendo palabras que dan nombre a las cosas. Adán acertó a poner nombre a
las criaturas gracias al hálito de Dios que llevaba en su alma. Hoy el
hombre ya no sabe dar el nombre justo a las cosas porque ya no vive del
Espíritu.
74.- El aliento del hombre es su vida. Así también el Kyrios da vida a los
Apóstoles con su aliento. El Espíritu, la vida de Dios, solamente lo podemos
recibir de Aquel que ha venido del cielo. Permanecemos en la carne, mas si
recorremos con Cristo su camino, abrigamos la esperanza de tener parte en la
vida del Cristo celestial.
75.-
Cuando Cristo traspasó la puerta tenebrosa y estrecha de la muerte, entró en
el redil del Padre, en el Paraíso. Nos abrió la puerta que dejó abierta tras
de Sí para nosotros. Siguiendo sus pisadas, debemos entrar también nosotros.
Su muerte se ha hecho nuestra muerte. Aquel que como Cristo ha quedado libre
de todo impedimento carnal por la muerte -liberado del peso de la voluntad
propia, del orgullo, de la gloria personal y de las malas inclinaciones, de
la vanidad y de la arrogancia del poder, puede ahora presentarse delante de
Dios, ser recibido por Él y participar de su vida. Este es el sentido último
y más profundo del sacrificio: eliminar todo lo que se opone a la vida y al
amor del Padre y arrojase jubiloso en brazos del Padre de todo amor.
76.- Lo que el sacrificio tenía de doloroso, la renuncia a tantas cosas que
nos eran queridas y que no creíamos poder dejar, se ha convertido ahora en
el gozo supremo, porque ahora podemos recibir el mismo hálito de Dios. El
soplo divino nos hizo hombres y nuestra vida se mantiene del hálito vital de
Dios. Si la imagen ha sido restaurada, si el puro hálito de Dios alienta de
nuevo en nuestros pechos, es que somos felices.
77.- El mundo no ve más que la carne por eso no verá ya más al Señor, porque
el Señor "murió en la carne". Para el mundo, Jesús está muerto; no lo puede
ver, porque no tiene ojos para contemplarle en su condición de Resucitado.
Sólo tiene ojos para la materia; mas Jesús, por la Cruz, entró en un Reino
totalmente distinto, en un forma de existencia completamente diferente, a la
que nosotros somos llamados en su poder.
78.- La bienaventurada Pentecostés que arranca de la Pascua, de la Cruz, es
para siempre el Misterio de la Redención y de la Exaltación. En ella no se
ayuna ni se arrodilla; es un tiempo de júbilo constante y de santa alegría,
un Aleluya ininterrumpido. Pentecostés es el símbolo litúrgico de la
perfección de la Iglesia en el Reino de Cristo, de su eterno reposo en Dios,
que será perfecto cuando todos los escogidos se hayan abierto paso por medio
de la Cruz hasta la vida en Dios. En Misterio, Pentecostés es ya el Sábado
prometido al pueblo de Dios, la glorificación en el Amor eterno, cuando toda
la comunidad redimida descanse eternamente en brazos del Padre y entone el
canto de alabanza. Pero todo esto no es sólo esperanza o una imagen del
futuro, sino verdad y realidad ya desde ahora.
79.- Pentecostés es la vida en la fuerza divina de Cristo. Nuestra vida en
la carne es todavía Pascua, es decir, paso; permanece bajo la Cruz. Nos
encontramos todavía en el tiempo que separa el desierto de este mundo de la
patria. La visión del Reino que nos proporciona Pentecostés, nos da fuerza
para recorrer ahora con Jesús crucificado el camino de la Pascua, es decir,
el camino de la Cruz. Pero, al mismo tiempo, la santa Pentecostés nos da la
seguridad de caminar ya desde ahora, como cristianos, en una vida nueva, que
un día se impondrá y dominará sola en la bienaventurada y eterna
Pentecostés.
MISTERIO DE LA CRUZ Y DÍA DEL SEÑOR
80.- Gracias al Espíritu, Dios no es lejano, sino cercano: Dios como vida nuestra, como nuestro más íntimo ser. La doctrina del Espíritu nos muestra al Dios que habita en la Iglesia. Con la resurrección, Cristo entró en la vida eterna junto al Padre; ese día empezó el Reino de Dios para la Cabeza y, por tanto, también para los miembros del Cuerpo, la Iglesia. El domingo significa el comienzo de la vida divina; por eso los cristianos de la antigüedad gustaban de llamarlo "el día octavo" y día que está por encima del tiempo terrenal. El mundo fue creado en siete días; al día siguiente resucitó el Señor, quien, por consiguiente, no pertenece a este mundo, sino que penetró en la eternidad.
81.-
Tenemos que distinguir entre la penumbra que se produce cuando disminuye la
luz porque declina el día, y aquel otro crepúsculo matutino, que lleva ya en
su seno la luz del nuevo día rebosante de esperanza. Un crepúsculo así va
bien con la Madre Iglesia, pues lleva en su seno la vida venidera; lleva en
la oscuridad el germen de la luz caminando hacia la luz. Si ha de nacer el
verdadero día luminoso de Dios tenemos que descender primeramente a la noche
temible, bajar al "útero materno" -a la "caligo
Dei"-, a la oscuridad de Dios, donde todo lo terreno desaparece. El
mismo Cristo tuvo que entregarse a la "noche
en que ya nadie puede trabajar" (Juan
9, 4), al "poder
de las tinieblas" (Lucas
22,35). Es horrible esta noche de la Cruz, en la que todas las potencias
humanas fallan, el ojo queda ciego, las manos paralizadas y la voluntad sin
energía. Pero en el seno de esa noche brota la luz verdadera: la semilla se
deposita en la tierra, para que allí se corrompa. Mas cuando ha muerto, se
abre de nuevo camino hacia la luz y da mucho fruto.
82.- Los antiguos, en sus Misterios, gustaban de descender al seno de la
tierra, a las cuevas y a las criptas; se alejaban de la luz deslumbrante del
día, se introducían en la media luz del recinto sagrado, porque sólo allí se
enciende la luz del Espíritu; para simbolizar esto, encendían muchas luces
en los Misterios sagrados. El Misterio propiamente dicho, está hecho de
sombras y luces. El santo Sacrificio está lleno, a la vez, de las
oscuridades de la Pasión y de los resplandores de la Resurrección. Cristo,
luz del Espíritu, nace en medio de la noche, y desde el corazón de la noche
se levanta del reino de los muertos, de la noche eterna.
83.- Así peregrina la Iglesia, con alternativas de sombras y de luces, hacia
el Señor, que es Luz eterna, mañana sin ocaso. Todas sus luces las espera de
Cristo: no quiere ser luz ella misma, sino recipiente de la luz verdadera.
Así es, en verdad, esposa del Esposo. El hombre puramente terreno representa
a la luz mundana de la razón; la mujer terrena es una imagen de la noche,
que engaña y seduce al hombre. Pero la mujer espiritual representa a la
Ekklesia, preparada para la luz de Dios.
84.- Pero también en la noche está presente Dios, aun cuando no se le vea.
La Iglesia está protegida por la mano de su Señor; la gracia de Dios se
levanta como una firme muralla en torno a ella. Indudablemente, todavía
tiene que enfrentarse con perturbaciones, luchas y crisis, pero es sostenida
por la esperanza. Dios no permite que la Susana del Nuevo Testamento sea
ofendida y engañada. Por eso recorre con plena seguridad, envuelta toda ella
por el amor de la Cruz y por la oración, el camino que, a través de la
oscuridad, conduce a la aurora. En esta esperanza, ya desde ahora, exulta de
júbilo por la redención ocurrida ya. Ve desde lejos la venida del Kyrios, la
Parusía del Salvador y Rey. Entonces cuando aparezca El, el Monte Sión será
todo regocijo.
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“La
contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto
más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de
la Cruz. [...] Pasa ante nuestra mirada la intensidad de la escena de la
agonía en el huerto de los Olivos. Jesús, abrumado por la previsión de la
prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna
expresión de confianza: « ¡Abbá, Padre! ». Le pide que aleje de él, si es
posible, la copa del sufrimiento (cf. Mc 14,36).
Pero el Padre parece que no quiere escuchar la voz del Hijo. Para devolver
al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del
hombre, sino cargarse incluso del « rostro » del pecado. « Quien no conoció
pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de
Dios en él » (2 Co 5,21).
Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio. Es toda la aspereza de esta paradoja la que emerge en el grito de dolor, aparentemente desesperado, que Jesús da en la cruz: « "Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?" —que quiere decir— "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?" » (Mc 15,34). [...] El grito de Jesús en la cruz, queridos hermanos y hermanas, no delata la angustia de un desesperado, sino la oración del Hijo que ofrece su vida al Padre en el amor para la salvación de todos. Mientras se identifica con nuestro pecado, « abandonado » por el Padre, él se « abandona » en las manos del Padre. Fija sus ojos en el Padre. Precisamente por el conocimiento y la experiencia que sólo él tiene de Dios, incluso en este momento de oscuridad ve límpidamente la gravedad del pecado y sufre por esto. Sólo él, que ve al Padre y lo goza plenamente, valora profundamente qué significa resistir con el pecado a su amor. Antes aun, y mucho más que en el cuerpo, su pasión es sufrimiento atroz del alma."
(Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, nn. 25-27)
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