ABRAHÁN EL CREYENTE SEGÚN LA ESCRITURA Y EL MIDRASH (José Pons.-Emiliano Jiménez)
1. LA TORRE DE BABEL
Kus, hijo de Cam, engendró a Nimrod, que fue el primer rey prepotente de la tierra (Gn 10,8.10). Se cuenta que Nimrod era hijo de la ancianidad y que, por ello, su padre le quiso con amor particular. Como prueba de este amor le regaló las túnicas de piel que el Señor, siempre solícito en guiar a los pecadores a la teshuvà (conversión), había preparado para Adán y Eva, al expulsarlos del jardín del Edén (Gn 3,21). A la muerte de Adán, estas túnicas pasaron de padres a hijos hasta llegar a Noé, que las llevó consigo en el Arca. Cam, después, se las robó a su padre y las tuvo escondidas por muchos años hasta que se las pasó, en herencia, a su hijo Kus, quien a su vez se las regaló a Nimrod. Nimrod, pues, a sus veinte años, vistió las túnicas hechas por el Señor.
Gracias a estas túnicas Nimrod era estimado por hombres y animales, que quedaban deslumbrados ante él y le reverenciaban como si fuera un dios. Por ello está escrito: "Nimrod fue el primero que se hizo potente en la tierra; fue un potente cazador, como ningún otro y extendió su reino por Babel, Erek y Acad, ciudades del valle de Senaar" (Gn 10,9).
Apenas Nimrod subió al trono, aclamado por los habitantes del lugar, cundió el terror en los pueblos vecinos, que corrieron a ponerse a sus pies, ofreciéndole dones y llegando a darle culto. Su dominio duró incontestado hasta que comenzó a brillar la luz de Abraham, nuestro padre.
Ante un multitud inmensa, congregada a las puertas de la ciudad, Nimrod se presentó y les dijo:
-Oídme bien, súbditos míos, siento el deber de comunicaros una noticia trascendental, aunque inquietante para todos nosotros. Sé con certeza que muy pronto el cielo comenzará a temblar y terminará por desplomarse sobre nosotros. Sólo se me ocurre una solución para evitar la catástrofe. "Es preciso construir una ciudad y una torre, cuya cúspide toque el cielo" (Gn 11,4). Sólo de este modo evitaremos el peligro. Y, además, así podremos alcanzar las alturas y deshacer la leyenda de que "el cielo pertenece a Dios y sólo la tierra ha sido dada a los hombres" (Sal 115,16). Desde esta torre podremos defendernos contra este Señor, le derrotaremos, haciéndonos famosos, nos instalaremos en el cielo, donde nos corresponde, como dioses, decidiendo con absoluta libertad nuestra vida.
Tras una larga aclamación de entusiasmo, obtenido el silencio con un gesto, Nimrod prosiguió:
-Todo será increíblemente más fácil para nosotros a partir de hoy. Por ejemplo, si el cielo nos niega la lluvia, lo quebraremos con nuestras piedras afiladas y tendremos todo el agua que queramos.
La propuesta de Nimrod, por lo absurda que era, suscitó el entusiasmo de la multitud, que gritó hasta enloquecer:
-¡Nimrod, rey! ¡Nimrod, dios!.
Se trataba, en primer lugar, de buscar el lugar donde construir la ciudad y la torre famosa. "Dejemos el oriente (Gn 11,2), donde nos puso el Señor del cielo", dijo Nimrod y todos se pusieron en camino tras él. Hallaron una vega en el valle de Senaar -así llamado por haber quedado enterrados en él todos los cadáveres del diluvio- y allí se instalaron, porque el lugar agradó al rey.
Todo el mundo, entonces, hablaba una misma lengua, pues eran todos hijos de Noé. Se trataba de la lengua sagrada, con la que el Señor había creado el cielo y la tierra y con la que se había comunicado con Noé, al salir del arca. Así, pues, todos se pusieron manos a la obra, como si fueran un sólo hombre. Se dijeron el uno al otro:
-Ea, vamos a fabricar ladrillos y a cocerlos al fuego.
Así el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa. Trabajaban de día y de noche, incansablemente. La torre subía, a ojos vista, de altura. Contaba con dos rampas, una a oriente para subir y otra a occidente para bajar. Era tal la altura, que, mirando desde arriba, hasta los árboles más grandes parecían simples hierbas. En su afán por alcanzar el cielo, nadie se fijaba en nadie; cada uno iba a lo suyo. Si un hombre, exhausto, caía en el vacío, nadie se preocupaba por él; era sustituido por otro en su labor. No ocurría lo mismo cuando alguien se descuidaba y dejaba caer algún material, ladrillos o instrumentos de trabajo. Entonces se encendía toda la furia de los capataces y del rey, por la perdida que suponía de tiempo y de dinero.
El Señor vio todo esto y sintió dolor por el hombre, obra de sus manos. Pero, después de la experiencia del diluvio, el Señor no pensó ya en destruirlos. El arco iris en el cielo le recordaba el "aroma de los holocaustos de Noé y la palabra de su corazón: Nunca más volveré a herir al hombre como ahora he hecho. Mientras dure la tierra, sementera y siega, frío y calor, verano e invierno, día y noche, no cesarán" (Gn 8,21-22). El Señor se limitó a interrumpir su loca empresa, confundiendo sus lenguas. El Señor convocó a los setenta ángeles que rodean el trono de su gloria y les dijo:
-¡Ea, bajemos y confundamos su lengua!
La torre, como la veía Nimrod, era altísima. Pero, vista desde el cielo, el Señor, para darse perfectamente cuenta de lo que ocurría tuvo que "descender para ver" (Gn 11,5). Es la ironía de las grandes obras del orgullo humano que, ante el Señor, no son más que sueños fatuos. ¡Cuanto más pretende subir a los cielos más se precipita en el abismo! Que bien lo sabe el salmista:
¿Por qué se agitan las naciones,
y los pueblos hacen planes vanos?
Se alían los reyes de la tierra,
los príncipes conspiran aliados
contra Yahveh y contra su Mesías.
El que se sienta en el cielo sonríe,
El Señor se burla de ellos (Sal 2).
Así, pues, descendiendo hasta el hombre, el Señor vio el corazón de los hombres e hizo que saliera por la boca lo que llevaban dentro. De este modo confundió su lenguaje. Si uno pedía agua, el otro le llevaba arena; a quien pedía un instrumento de hierro, le daban uno de madera inservible para su labor. Surgieron entonces litigios y discusiones interminables. Pronto llegaron a las manos y se interrumpieron los trabajos. Al no lograr entenderse, la gente se dividió y se desperdigaron por toda la haz de la tierra. "Una sola lengua les había llevado a la locura; la confusión de lenguas les serviría para tomar conciencia de su pecado y anhelar la conversión", pensó el Señor, siempre solícito en ayudar al hombre, incluso pecador.
Aquel lugar se llamó Babel, porque en él el Señor confundió la lengua de toda aquella gente. Bajó el Santo, bendito sea su Nombre, con los setenta ángeles que rodean su Trono de Gloria y confundió su lengua, dividiéndolos en setenta pueblos, cada uno con su lengua y escritura diferente; y puso un ángel al frente de cada pueblo, según le tocó a cada uno; e Israel cayó en el lote del Señor y fue su porción (Dt 32,9). Cuando los ángeles vieron a Israel, se lo disputaron entre ellos. Uno decía:
-Que Israel me corresponda a mí.
Y otro le respondía:
-No, que me corresponda a mí.
Al ver esto el Santo, bendito sea, les dijo:
-Sorteemos a mi pueblo Israel y veremos a quién le cae en suerte. A quien le toque, para él será.
Así lo hicieron, echando las suertes. E Israel cayó en el lote del Señor (Dt 32,9), quien lo escogió y lo llamó "su propiedad", como está escrito: "Y seréis entre todos los pueblos mi propiedad personal" (Ex 19,5). Sobre Israel el Señor no dio poder a ningún ángel, pues El solo es su Señor.
Luego, un fuego bajó del cielo y quemó una tercera parte de la obra realizada hasta aquel momento, la tierra se abrió y se tragó otro tercio y la otra tercera parte quedó, en ruinas, como testimonio perenne para las futuras generaciones...
Pero ¿es cierto que "las trazas del corazón de todo hombre son malas desde su niñez"? ¿No hubo ni un sólo hombre que se opusiera a los absurdos sueños del potente Nimrod? El midrash, que conoce la lucha futura de Abraham contra Nimrod, ha escuchado ya la voz del patriarca oponiéndose a la vana (idolátrica) empresa de la torre de Babel. Abraham, al ver el afán con que construían la torre, les maldijo en nombre de su Dios, diciendo:
-Confunde, oh Señor, enreda su lengua (Sal 55,10; Sb 10,5).
Ellos, los constructores, despreciaron la palabra de Abraham, considerándola como piedra que se tira al suelo; y, sin embargo, ¿no es la piedra escogida y buena la única que se coloca en el ángulo central del edificio? Como está escrito: "La piedra que desecharon los arquitectos se ha constituido en piedra angular" (Sal 118,22; Mt 21,42; Hch 4,11; 1P 2,4.7-8).
Al emprender la construcción de la Torre, cuya cima llegase al cielo, los hombres pretendían, entre otras cosas, hacer "famoso su nombre en toda la tierra". Por ello se dijeron: "Ea, vamos a fabricar ladrillos, escribiendo cada uno su propio nombre sobre uno de ellos, luego los cocemos al fuego y, de este modo, quedará perennemente escrito nuestro nombre en la obra de nuestras manos. Así estableceremos, además, una alianza entre nosotros para cuando nos dispersemos sobre la haz de la tierra". Pero hubo doce que se negaron a poner su nombre en los ladrillos de la torre: Abraham, Najor, Lot, Reú, Tenut, Seba, Almodad, Yobab, Het, Abimael, Serug y Asur. Arrestados, confesaron la razón de su negativa:
-Nosotros conocemos un solo Dios y sólo a él damos culto. Si lo deseáis, echadnos al horno de fuego con los ladrillos, pero pensadlo bien antes de hacerlo.
-Que se haga con ellos como han dicho. Si no quieren poner su nombres en los ladrillos, que corran la suerte de los ladrillos y sean quemados con ellos.
Pero un tal Jotán, descendiente de Sem, se alzó en su defensa y propuso:
-Que se les concedan siete días y, si durante ellos no cambian de idea, que se les queme, como se ha establecido.
Jotán trataba de salvarlos, pues también él creía en Dios. Los doce fueron encerrados en casa del mismo Jotán. Cuando anocheció, Jotán llamó a cincuenta de sus soldados y les ordenó: -Cargad de provisiones diez asnos y llevadlos a la montaña.
Luego reunió a los doce prisioneros y les dijo:
-No temáis, el Dios en quien creéis es potente y os salvará. Ya he mandado provisiones para vosotros a la montaña. Id también vosotros y escondeos en ella. Permaneced allí por treinta días, mientras se calma la ira de estos insensatos y, cuando el Dios, en quien creéis, les haya dispersado, podréis volver y vivir aquí en paz.
Once de los prisioneros aceptaron la propuesta de Jotán. Pero Abraham guardó silencio. Le preguntó el príncipe Jotán:
-¿Por qué no me respondes, Abraham, siervo de Dios?.
-Si hoy -respondió- huyo a los montes, para librarme del fuego, caeré como presa de las fieras, víctima de mi pecado. Si hay pecado en mí, por Dios, en quien creo, que no me moveré de aquí y seré abrasado en el fuego; y, si no hay pecado en mí, El me librará del fuego. ¡Hágase su voluntad!.
Y Abraham se quedó solo en la prisión de la casa de Jotán. Pasados los siete días fijados, la gente se reunió ante la casa del príncipe y dijo:
-Entréganos a los hombres que no han aceptado nuestras ideas para arrojarlos al horno de fuego.
Fueron a la prisión a buscarlos y no encontraron más que a Abraham. Nimrod, entonces, enfurecido con el príncipe, le preguntó:
-¿Dónde están los hombres que encerraste en la prisión?.
-Han forzado la puerta de la prisión y han huido. Ya he mandado a cien soldados a buscarles con la orden de aniquilarlos.
-Bien, quememos, entonces, al que queda.
Tomaron, pues, a Abraham y lo sacaron a las puertas de la ciudad. Construyeron un horno, encendieron el fuego, colocando en él piedras ardientes y arrojaron dentro a Abraham. Jotán, con el corazón en un puño, no tuvo más remedio que hacer lo que le exigía Nimrod, acompañado de toda la multitud. Pero el Señor hizo temblar la tierra y las llamas y chispas de fuego saltaron del horno, abrasando a cuantos curiosos se aglomeraban a su alrededor. Abraham, en cambio, salió ileso del horno, sin una quemadura.
Entonces Abraham se fue a dar la noticia a los otros once, que estaban escondidos en la montaña, que descendieron gozosos, dando gloria a Dios, que les había salvado del fuego de sus enemigos, a quienes había dispersado por toda la faz de la tierra.