ABRAHÁN EL CREYENTE SEGÚN LA ESCRITURA Y EL MIDRASH (José Pons.-Emiliano Jiménez)
7. ABRAHAM EMIGRA A JARAN
"La fe es la garantía de lo que se espera; la prueba de lo que no se ve" (Hb 11,1). Es lo que Abraham repetía incansablemente. Dios, que lo ve todo, El es invisible.
De aquí que la vida de Abraham sea una perenne peregrinación, un camino desde lo visible a lo invisible o, mejor, hacia el Invisible. Abraham abandona la patria, la familia, la casa paterna y marcha, lejos de los lugares conocidos y familiares, hacia una tierra de la que no conoce ni el nombre. La promesa es grande: "Haré de ti una nación inmensa; te bendeciré; te daré un nombre; tú serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan y en ti serán bendecidas todas las familias de la tierra" (Gn 12,2-3). La promesa es grande, pero futura y sin apoyo en el presente. Sólo existe la voz del Invisible que le llama y pone en camino.
Pasado el sobresalto del horno de fuego, por un tiempo reinó la calma en Ur. Pero sólo por un breve tiempo y, sólo aparentemente. Ni Nimrod cambió, ni Téraj recobró la paz, ni Abraham vio calmado su corazón. El fuego seguía quemando por dentro a todos en forma diversa.
Nimrod intentó olvidar lo ocurrido intensificando sus cacerías. Pasaba días y días desfogando sus ansiedades con las fieras del campo. Pero, en la noche, no lograba conciliar el sueño y, cuando en la mañana conseguía dormirse, el sueño se le poblaba de fantasmas, que le hacían salir del lecho más fatigado que al entrar en él.
Un sueño, que se repetía con frecuencia, le hacía verse con sus soldados en el valle del horno de Caldea, por el que vagaba un hombre, que terminaba tomando el semblante de Abraham. Tenía en la mano una espada desenvainada y corría contra él. El rey, asustado, huía, pero aquel hombre, que terminaba siempre tomando el semblante de Abraham, le arrojaba un huevo a la cara. El huevo, sin saberse cómo, se transformaba en un río pequeño, que crecía, crecía, tragándose a todos los soldados. Al final sólo quedaban el rey y tres hombres ante él. Los tres hombres llevaban vestidos reales, parecidos a los suyos. El río, después de tragarse a los soldados, volvía a transformarse en huevo, del que, ahora, salía un pájaro, que revoloteaba sobre su cabeza, hasta que le saltaba un ojo con su pico. Sobresaltado, Nimrod se despertaba siempre en ese momento.
Ante la persistencia obsesiva del sueño, el rey convocó a ministros y magos, pídiéndoles interpretación y consejo. Una vez oído el sueño, éstos, de común acuerdo, dijeron al rey:
-No hay duda, el sueño es claro y tiene una sola interpretación. Se trata, en realidad, de Abraham, como muy bien ha visto el rey, y de sus descendientes que, como un río, anegan a todos tus ejércitos. Los tres hombres con vestidos reales representan a tres reyes, que se aliarán contigo, intentando salvar la vida a tu lado. En cuanto al río que se transforma en huevo, del que sale el pájaro que te atraviesa con su pico el ojo, se refiere a la descendencia de Abraham, que intentará darte muerte. Este es el sueño y su interpretación. Esto es lo que ya tus sabios habían descubierto el día del nacimiento de Abraham, hace ya cincuenta y dos años. Los presagios siguen anunciándose y seguirán amenazándote mientras Abraham siga con vida. ¿Por qué, nos preguntamos todos, no se libera el rey, de una vez por todas, de esta amenaza? ¿Por qué el rey no se decide a dar muerte a Abraham y recupera así la serenidad presente y futura? Este es, pues, nuestro consejo: Abraham debe morir.
Eliezer, advertido por uno de sus antiguos compañeros, corrió a comunicar a Abraham la sentencia dictada contra él por los ministros y magos del rey y que éste había aceptado y ratificado. Abraham escuchó las palabras de su fiel siervo y huyó a esconderse en casa de su maestro Noé. Los soldados del rey buscaron a Abraham por todos los rincones de la ciudad y del campo, pero no lograron descubrirlo. El rey, al ser notificado de la desaparición de Abraham, pensó que Abraham había abandonado su reino y se calmó en parte por un tiempo.
Téraj seguía gozando, en la corte del rey, de sus honores y mantenía su puesto de confianza. Con compromisos y simulaciones daba pruebas de fidelidad al rey. Pero cada día se le hacia más difícil aquella situación, pues su corazón se hallaba más cerca de su hijo que del rey. Su fe en los ídolos estaba minada y se le derrumbaban en su interior. Por otra parte, a causa de Abraham, todos los días veía miradas de sospecha en los ojos de los otros ministros y, a veces, hasta en el rey Nimrod.
Un día, de incógnito, Téraj se fue a visitar a su hijo Abraham. Ambos se confesaron abiertamente sus pensamientos y deseos. Convinieron en la conveniencia de salir en busca de un país más tranquilo para sus vidas y para su fe. Noé y Sem estaban también de acuerdo: esa era la vía del Señor para cumplir sus designios. Téraj, a quien más costaba abandonar Ur, dijo la última palabra:
-Después de cuanto he visto, hoy sé, querido hijo, que no actúas por tu cuenta, sino por inspiración del Señor del cielo y de la tierra, en quien también yo creo.
Mientras Téraj y el resto de la familia hacían, con diligencia y en el mayor secreto, los preparativos para la partida, Abraham observaba el cielo, buscando una señal que le mostrase el momento propicio para su salida de Ur.
Era el Rosh Chòdesh (final del mes) del séptimo mes. Abraham, contemplando las estrellas, las interrogaba sobre el momento favorable y en su corazón meditaba la respuesta. Pero, de pronto, se dijo:
-Las estrellas, el sol y la luna, ¿no están en manos del Señor? ¿Por qué, entonces, preguntar a los astros? Si el Señor desea mandar la lluvia, llueve; y si no quiere mandarla, no llueve.
Por ello, dirigiéndose al Señor, alzó a él las manos y oró:
-Tú eres mi único Dios, en tus manos pongo mi vida y mis proyectos, custodia tú mis caminos y dirige mis pasos...
Sin haber concluido su súplica, Abraham sintió en su corazón la voz del Señor, que le decía:
-Escucha, abre tu oído a las palabras de mi boca...
Y por primera vez Abraham oyó que el Señor le hablaba en la lengua con que se había comunicado con el primer hombre y que había caído en desuso durante la construcción de la torre de Babel. El Señor le hablaba en la lengua con la que había creado todas las cosas. Era la lengua que había aprendido en los libros que estudiaba en casa de Noé y Sem. En esta lengua el Señor, ahora, le llamaba, eligiéndolo, para hacer de él padre de una descendencia numerosa y nueva, principio de una historia llena de bendiciones. El Señor le llama a dejar atrás el presente, tan ligado al pasado, cargado de idolatría, y a mirar al futuro, a caminar tras la promesa, abierto al Invisible, a lo imprevisible del Dios que siempre crea cosas nuevas...
-... Sal de tu tierra. Allí haré de ti una gran nación, mientras que aquí no merecerías siquiera tener hijos. Allá, además, haré que tú persona sea conocida en todo el mundo y, así, será glorificado mi Nombre en toda la tierra.
Abraham, saliendo de la tierra de la idolatría, es el símbolo de todo creyente, lo mismo que lo será el profeta Ezequiel (Ez 12).
En cuanto a Nimrod, -que no quede memoria de su nombre-, se cuenta que murió, muchos años después, víctima de su orgullo insaciable, que no le dejaba aceptar a nadie superior a él en nada. Como experto cazador no soportó la noticia de que hubiera surgido otro cazador excepcional, del que se contaban hazañas extraordinarias. Se trataba de Esaú, nieto de Abraham. Cuando lo descubrió, el odio se apoderó de su corazón y se juró no descansar hasta darle muerte, vengándose en el nieto contra el abuelo.
También Esaú se enteró de los planes de Nimrod. Y un día Esaú se dio cuenta de que Nimrod estaba tras él con dos de sus guerreros, pues el grueso de su séquito se había quedado en el campamento. Esaú, entonces, le tendió una trampa, como solía hacer con las fieras salvajes. El se escondió cerca. Cuando vio que Nimrod se distanció de sus compañeros, salió de su escondite, se le echo encima y con un solo golpe de espada le segó la cabeza. Corrieron a auxiliar al rey los dos guerreros, pero ya nada pudieron hacer por él. Es más, uno tras otro, los dos cayeron muertos a manos de Esaú. Pero los gritos de los dos soldados alertaron a la tropa, que corrieron hacia el lugar. Esaú, despojó al rey de sus vestidos reales y corrió, sin mirar siquiera atrás, hasta que llegó a la tienda de su hermano Jacob, donde se refugió exhausto. Sin aliento y alarmado por lo ocurrido, Esaú creyó llegada su última hora.
Vio a Jacob y le dijo:
-Estoy para morir, ¿de qué me sirve la primogenitura? Dame de eso rojo y quédate con ella...
Jacob, comprendiendo que era el Señor quien le ofrecía la primogenitura, se la compró a su hermano por el plato de lentejas. Esaú se las tragó y, sin más, se levantó y se fue (Gn 25,29-34).
Pero esto fue mucho más tarde. De momento estamos en Ur, abandonando Ur para siempre. "Téraj tomó a su hijo Abraham, a su nieto Lot, el hijo de Harán, y a su nuera Saray, la mujer de su hijo Abraham, y salieron juntos de Ur de los caldeos, para dirigirse a Canaán. Llegados a Jarán, se establecieron allí" (Gn 11,31).