SAN JUAN DE AVILA MAESTRO DE EVANGELIZADORES
Emiliano
Jiménez Hernández
1. NACE EN ALMODÓVAR DEL CAMPO
2. ALMODÓVAR- SALAMANCA-ALMODÓVAR
3. EN LA UNIVERSIDAD DE ALCALÁ
4. MUCHO TRABAJO HAY EN ANDALUCÍA SIN PASAR LA MAR
5. EN LA CÁRCEL DE LA INQUISICIÓN
6. INCARDINADO EN CÓRDOBA
7. EL MAESTRO ÁVILA Y SANCHA CARRILLO
8. EN GRANADA SE DOCTORA EN TEOLOGÍA
9. FUNDACIONES DE ESCUELAS Y COLEGIOS
10. RENOVACIÓN DEL CLERO
11. ARCHIVO DE LA ESCRITURA
12. LAS TRES MIRADAS
13. RETIRO EN MONTILLA
14. JUAN DE ÁVILA Y LA COMPAÑÍA DE JESÚS
15. ACTIVIDADES DE LOS ÚLTIMOS AÑOS
16. AUDI, FILIA
17. MUERTE EN MONTILLA
BREVE CRONOLOGÍA DE SAN JUAN DE AVILA
El Maestro
Ávila, como le llamaban en su época, es el patrón del clero secular
español. La Conferencia episcopal española, en su mensaje con motivo del
V aniversario de su nacimiento, le llama Maestro de evangelizadores. Es
maestro de los evangelizadores de su época y sigue siéndolo para los de
hoy. Así lo reconoce Juan Pablo II en su mensaje con motivo del
encuentro de los sacerdotes españoles en Montilla el 31 de mayo del
2000: “Ante los retos de la nueva evangelización, la figura de San Juan
de Avila es aliento y luz también para los sacerdotes de hoy”. Para
todos “es un modelo siempre
actual”. Juan de Ávila, dice la tradición, era “una copia fiel del
apóstol Pablo”, a quien le unía la estirpe, el temperamento y el celo
apostólico. Su vida era una donación a Dios y a los hombres, a quienes
llamaba “hijos de lágrimas”.
El
“Misterio de Cristo” es el núcleo central de su doctrina. Dios se
lo desveló de un modo singular durante su estancia en la cárcel de la
Inquisición. Este misterio, según él, se resume en el amor de Dios a los
hombres de tal modo que les dio a su Hijo Unigénito, cuyo amor
resplandeció sobre todo en la Encarnación, en la Cruz y en la
Eucaristía. El amor de Dios se hizo “carne, cruz y eucaristía”. La
Conferencia episcopal española, en el mensaje citado, dice: “Juan dedica
al estudio varias horas al día. Sin embargo, la fuente principal de su
ciencia era la oración y contemplación del misterio de Cristo. Su libro
más leído y mejor asimilado era la cruz del Señor, vivida como la gran
señal de amor de Dios al hombre. Y la eucaristía era el horno donde
encendía su corazón en celo ardiente. Así Fray Luis de Granada podía
decir de él que las palabras que salían como saetas encendidas del
corazón que ardía, hacían también arder los corazones en los otros”.
Junto al
Misterio de Cristo, en sus escritos, ocupa un lugar importante el tema
del sacerdocio. El Maestro Ávila está convencido de que los sacerdotes,
gracias al sacramento del Orden, desempeñan el mismo sacerdocio de
Cristo. Por ello, es necesario que vivan santamente conscientes de su
dignidad, ya que han de realizar el sacramento de la Eucaristía con
temor y temblor. Para él, los sacerdotes, como Jesucristo, son
intercesores entre el pueblo y Dios, pues por medio de ellos la palabra
de Dios llega a los hombres. Y como el oficio del sacerdote es signo del
Dios Amor, conviene que el amor se comunique con amor. Se trata en
definitiva de seguir las huellas de Cristo Sacerdote, que se entrega a
Dios por los hombres. Y ni concebirse puede un sacerdote que no ame con
una estima constante a María, la Madre de Cristo.
El Concilio
Vaticano II señala que “en el corazón mismo de su vocación el sacerdote
está llamado a lograr la unidad entre ministerio y vida interior”, entre
la consagración a Dios y la misión a los hombres. Por su misma vocación,
cada sacerdote debe ser todo de Dios y todo de los hombres. Sólo el
equilibrio de ambos aspectos revela el verdadero rostro del sacerdocio
de Cristo en la Iglesia. Cristo mismo es el centro vital y la fuente de
esta unidad de vida. En Cristo no hay oposición entre consagración al
Padre y entrega a los hombres. El buscar, hasta la muerte de cruz, la
voluntad del Padre se convierte en el acto de amor más intenso hacia los
hombres, sus hermanos. Se trata de un mismo amor: al Padre y a los
hombres.
Juan de Ávila
enseña, de forma vivencial, el camino para lograr la unidad de vida. El
amor a Cristo lleva al presbítero a unirse a El de forma dinámica, de
tal modo que esa vinculación afecte y transforme su sentir, su pensar y
su actuar. Y la unión con Cristo le lleva a la unidad interior, porque
su amor pastoral a los hombres se acrecienta en el amor a Dios, y su
amor a Dios se vierte en amor y salvación para los hombres. En el
Tratado del amor de Dios, resalta los sentimientos sacerdotales de
Cristo hacia el Padre, que es Dios Amor, y hacia los hombres, a quienes
salva por su Muerte y Resurrección.
San Juan de
Ávila se entrega de cuerpo y alma a la renovación de la Iglesia,
traspasada por la revolución humanista, que puso en el hombre el centro
de sus preocupaciones, y por la ruptura de la unidad de la Iglesia,
consumada por Lutero. Desde su honda experiencia de Dios y del misterio
de Cristo, Juan de Ávila se constituyó en guía seguro para muchos
obispos durante el concilio de Trento. Ocupa un lugar central en la
espiritualidad del siglo XVI.
Juan de Ávila
fue el amigo y padre en Cristo de muchas personas de toda condición,
nobles y humildes, sacerdotes y seglares. Al mismo tiempo le unió una
estrechísima amistad con los santos de su tiempo: Juan de Dios, Luis de
Granada, Francisco de Borja, Pedro de Alcántara, Ignacio de Loyola, Juan
de Ribera, Tomás de Villanueva, Teresa de Jesús. Muchas lágrimas derramó
Teresa a su muerte. El le había devuelto la paz al aprobar el libro de
su vida.
Juan de Ávila ejerció su acción apostólica en la ciudad y en el
mundo rural. Fue director espiritual de gentes sencillas, religiosos,
sacerdotes, obispos y nobles, casados y solteros, jóvenes y ancianos,
profesores de universidad y gente del pueblo. A lo largo de su vida
funda escuelas de primeras letras y colegios de humanidades para
remediar el analfabetismo y sobre todo para encaminar jóvenes al
servicio de la Iglesia.
Pablo VI, en la
homilía de la misa de Canonización, dice: “Juan es un hombre pobre y
modesto por propia elección. Ni siquiera está respaldado por la
inserción en los cuadros operativos del sistema canónico; no es párroco,
no es religioso; es un simple sacerdote de escasa salud y de más escasa
fortuna desde el principio de su ministerio; sufre en seguida la prueba
más amarga que puede imponerse a un apóstol fiel y fervoroso: la de un
proceso con su detención, por sospecha de herejía, como era costumbre
entonces. El no tiene ni siquiera la suerte de poderse proteger
abrazando un gran ideal de aventura. Quería ir de misionero a las
tierras americanas, las ‘Indias’ occidentales, entonces recientemente
descubiertas, pero no le fue dado el permiso”.
Pero, sigue
diciendo Pablo VI, “su palabra de predicador se hizo poderosa y resonó
renovadora. San Juan de Ávila puede ser todavía hoy maestro de
predicación... Su palabra se presentaba rebosante de sabiduría
impregnada en las fuentes bíblicas y patrísticas”. Y, junto a la palabra
predicada, Juan de Ávila “conoció el ejercicio de la palabra personal e
interior, propia del ministerio y del sacramento de la penitencia y la
dirección espiritual. Y quizás todavía más en este ministerio paciente y
silencioso, extremadamente delicado y prudente, su personalidad
sobresale por encima de la de orador”. “El nombre de Juan de Ávila está
ligado al de su obra más significativa, la célebre Audi, filia,
que es el libro del magisterio interior, lleno de religiosidad, de
experiencia cristiana, de bondad humana”.
Juan de Ávila
cree de verdad lo que dice y escribe; la misma luz y energía animan su
mente, su corazón y su vida entera. Es lo que es y actúa en
consecuencia, sin fisuras entre lo que dice y lo que hace. Se le puede
aplicar lo que ha escrito D. Baldomero Jiménez Duque: “Cuando nos
acercamos a hombres como Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Francisco de
Asís, Juan de la Cruz... quedamos persuadidos de que ellos creen y saben
firmemente haberse encontrado con Dios, de que para ellos, por
consiguiente, ese ser misterioso es una realidad viva. Ellos atestiguan
su existencia y su proximidad a ellos mismos. Un Dios personal y
quemante, un Dios con el cual han establecido diálogo de amor y vida”.
Santa Teresa le
calificó de “gran columna de la Iglesia”. Fray Luis de Granada escribe
su vida para “presentar una perfecta imagen del predicador evangélico”.
“En este predicador evangélico, dice, se pueden ver claramente, como en
un espejo limpio, las propiedades y condiciones de quien ha de ejercer
este ministerio de la predicación”. La sed insaciable de la salvación de
las almas da calor y vida a su predicación.
Juan Pablo II,
en el mensaje citado, escribe: “En un momento histórico lleno de
controversias y de cambios profundos, Juan de Ávila supo hacer frente
con entereza a los grandes desafíos de su época, de la manera que sólo
los hombres de Dios saben hacer: afianzado incondicionalmente en Cristo,
lleno de amor por los hermanos e impaciente por hacerles llegar la luz
del Evangelio. Ese fue el misterio de su inmensa actividad apostólica,
de su amplia producción literaria y de su creatividad en la tarea de
evangelizar a todos los sectores de la sociedad. El ejemplo de su vida,
su santidad, es la mejor lección que sigue impartiendo a los sacerdotes
de hoy, llamados también a dar nuevo vigor a la evangelización”.
Juan de Ávila es
un hombre de su época, entregado de lleno a la tarea conciliar y
postconciliar. Sus documentos de reforma atestiguan esta dedicación
personal y completa de su persona a la renovación de la Iglesia. Los
Memoriales al Concilio de Trento y las Advertencias al Concilio
de Toledo, elaborados en la madurez de su vida, enfermo ya en
Montilla, hablan claro de esa fe acrisolada del apóstol fiel a la acción
del Espíritu Santo. Hoy la Iglesia necesita hombres como él, que lleven
a las parroquias el Concilio Vaticano II.
Juan de Ávila es
hoy, para nosotros, modelo de predicador enamorado de Cristo, heraldo
del Evangelio, conocedor e imitador fervoroso del apóstol san Pablo. Su
celo apostólico le hace itinerante por todos los caminos “con un nuevo
ardor, nuevos métodos y nueva expresión”, según las exigencias de su
tiempo. Su palabra, salida de lo íntimo del corazón, hería los corazones
de los oyentes, pues, como dice Fray Luis “no hay palabra que más hiera
los corazones que la que sale del corazón, porque las que solamente
salen de la boca no llegan más que a los oídos”.
Con este libro
quisiera abrir el oído de los lectores a esa palabra viva y vibrante del
Maestro Ávila. Aunque no siempre ponga las comillas, casi todo son citas
de él o de sus primeros biógrafos, Fray Luis de Granada y el Licenciado
Luis Muñoz.
SAN
JUAN DE AVILA
MAESTRO DE EVANGELIZADORES
Maestro de
evangelizadores, le llama la Conferencia episcopal española en su
mensaje con motivo del V aniversario de su nacimiento. Juan es maestro
de los evangelizadores de su época y sigue siéndolo para los
evangelizadores de hoy. Así lo reconoce Juan Pablo II en su mensaje con
motivo del encuentro-homenaje de los sacerdotes españoles a San Juan de
Avila: Montilla 31 de mayo del 2000: “Ante los retos de la nueva
evangelización, la figura de San Juan de Avila es aliento y luz también
para los sacerdotes de hoy”. Para todos los sacerdotes “es un modelo
siempre actual”. Juan de Ávila, como dice la tradición, era “una copia
fiel del apóstol Pablo”, a quien le unía la estirpe, el temperamento y
el celo apostólico. Su vida era una donación a Dios y a los hombres, a
quienes llamaba “hijos de lágrimas”.
Juan de Ávila
fue el amigo y padre en Cristo de muchas personas de toda condición,
nobles y humildes, sacerdotes y seglares. Al mismo tiempo le unió una
estrechísima amistad con los santos de su tiempo: Juan de Dios,
Francisco de Borja, Pedro de Alcántar, Ignacio de Loyola, Juan de
Ribera, Tomás de Villanueva, Teresa de Jesús. Muchas lágrimas derramó
Teresa a su muerte. El le había devuelto la paz al aprobar el libro de
su vida.
El núcleo
central de su doctrina es el “Misterio de Cristo”, que Dios le desveló
de un modo singular durante su estancia en la cárcel de la Inquisición.
Este misterio, según él, se resume en lo siguiente: Dios amó a los
hombres de tal modo que les dio a su Hijo Unigénito, cuyo amor
resplandeció sobre todo en la Encarnación, en la Cruz y en la
Eucaristía. El amor de Dios se hizo “carne, cruz y eucaristía”.
Junto al
Misterio de Cristo, en sus escritos ocupa un lugar importante el tema
del sacerdocio. Juan de Ávila está convencido de que los sacerdotes,
gracias al sacramendo del Orden, desempeñan el mismo sacerdocio de
Cristo. Por ello, es necesario que vivan santamente conscientes de
sudignidad, ya que han de realizar el sacramento de la Eucaristía con
temor y temblor. Para él, los sacerdotes, como Jesucristo, son
intercesores entre el pueblo y Dios, pues por medio de ellos la palabra
de Dios llega a los hombres. Y como el oficio del sacerdote es signo del
Dios Amor, conviene que el amor se comunique con amor. Se trata en
definitiva de seguir las hullas de Cristo Sacerdote, que se entrega a
Dios por los hombres. Finalmente, ni concebirse puede un sacerdote que
no ame con una estima constante a María, la Madre de Cristo.
“Juan es un
hombre pobre y modesto por propia elección. Ni siquiera está respaldado
por la inserción en los cuadro operativos del sistema canónico; no es
párroco, no es religioso; es un simple sacerdote de escasa salud y de
más escasa fortuna después de las primeras experiencias de su
ministerio; sufre en seguida la prueba más amarga que puede imponerse a
un apóstol fiel y fervoroso: la de un proceso con su relativa detención,
por sospecha de herejía, como era costumbre entonces. El no tiene ni
siquiera la suerte de poderse proteger abrazando un gran ideal de
aventura. Quería ir de misionero a las tierras americanas, las “Iandias”
occidentales, entonces recientemente descubiertas, pero no le fue dado
el persiso” (Homilía de Pablo VI en la misa de Canonización).
“Su palabra de
predicador se hizo poderosa y resonó renovadora. San Juan de Ávila puede
ser todavía hoy maestro de predicación... Su palabra se presentaba
rebosante de sabiduría impregnada en las fuentes bíblicas y patrísticas”
(Ibidem). Y, junto a la palabra predicada, Juan de Ávila “conoció el
ejercicio de la palabra personal e interior, propia del ministerio y del
sacramento de la penitencia y la dirección espiritual. Y quizás todavía
más en este ministerio paciente y silencioso, extremadamente delicado y
prudente, su personalidad sobresale por encima de la de orador”
(Ibidem).
“El nombre de
Juan de Ávila está ligado al de su obra más significativa, la célebre
obra Audi, filia, que es el libro del magisterio interior, lleno
de religiosidad, de experiencia cristiana, de bondad humana” (Ibidem).
Nace en
Almodóvar del Campo (Ciudad Real) el 6 de enero de 1499. La tradición
señala que Juan nació en la calle de la Trinidad, antiguamente llamada
de las Herrerías. Según el P. Granada, su primer biógrafo, “sus padres
eran de los más honrados y ricos del lugar y, lo que es más, temerosos
de Dios”. El ambiente familiar que rodeó a Juan durante sus primeros
años debió ser sinceramente piadoso. Se cuenta que la madre, “descalza y
con una soga ceñida a las carnes, va en romería durante trece días a la
ermita de Santa Brígida, que está en una sierra áspera, algo distante de
la villa, a pedir al Señor un hijo para su santo servicio”.
El licenciado
Luis Muñoz, segundo biógrafo de Juan de Avila, nos da los nombres de los
padres: Alonso de Avila y Catalina Xixón, ricos en bienes temporales y
en fe. En los procesos de Beatificación se nos dice que el padre, junto
con otros familiares, poseía una mina de plata “en Sierra Morena, junto
a la venta del Herrero, cerca de los campos de Alcudia”. Cuando, más
tarde, Juan venda los bienes heredados, recibirá por ellos la suma de
“cinco mil ducados”. La madre, “como todos los que en Almodóvar llevan
el apellido Xixón”, era de familia noble.
El padre, Alonso
de Avila, procedía de cristianos nuevos, judíos conversos. En los
procesos de Beatificación se lee repetidamente que “los padres de
nuestro Maestro eran de familia pura y limpia, sin mezcla de aquella
sangre que una gota dicen que inficiona mucha buena..., en nuestro
vulgar, cristianos viejos, de limpieza asegurada”. Sin embargo el origen
judío del Maestro Avila está claramente atestiguado en las relaciones
que tendrá más tarde con los jesuitas. El P. Villanueva en 1552, en los
momentos difíciles de Silíceo, no se atreve a ir a entrevistarse con él,
porque “Avila tiene su raza”. Y cuando se habla de su entrada en la
Compañía, se recuerda siempre que “es de cristianos nuevos”.
Sobre la fecha
del nacimiento no están de acuerdo las fuentes. Fray Luis nos da el día,
pero no el año: “el día de la fiesta de la Epifanía”.
Los historiadores, cotejando fechas, dan como la más probable el
año de 1499. Tampoco queda registrado el día del bautismo. Pero si nació
el día de la Epifanía, seguramente fue bautizado, como se hacía de
ordinario, a los ocho días, en la fiesta del Bautismo de Cristo por Juan
Bautista, por lo que recibió el nombre de Juan.
En Almodóvar estudia, con las primeras letras y la doctina cristiana, algo de gramática y humanidades. Luego, “mozo de edad de catorce años, su padre le envió a Salamanca a estudiar leyes”. En Salamanca, dice Fray Luis, “le hizo nuestro Señor la merced de llamarle con muy particular llamamiento y dejando el estudio de las leyes, volvió a casa de sus padres”. La ocasión de esta vocación particular a la vida cristiana es realmente sorprendente. Según nos cuenta A. García Morales, en su Historia de Córdoba, Dios se hace presente allí donde Juan “menos se lo esperaba, porque hallándose en unas fiestas de toros y cañas en aquella ciudad, le representó el Señor tan vivamente las miserias del mundo, el descuido de su muerte y el olvido del camino de su salvación que, reprendiéndose a sí mismo de lo embebido que estaba en aquella vanidad con todos los demás, salió de las fiestas con otro espíritu distinto del que entró en ellas. Se volvió a casa, gastó grandes ratos en la consideración de las cosas del mundo, de su vajeza y vileza. De este modo decidió dejar el estudio de las leyes y atender sólo a las de Dios, sirviéndole de veran en una vida retirada y santa”. A los cuatro años deja, pues, Salamanca y vuelve a Almodóvar, donde lleva una vida de recogimiento y austeridad durante casi tres años. Son tres años en que se entrega a la oración y a la penitencia, frecuentando los sacramentos y pasando muchas horas de oración ante el Sagrario
En Almodóvar se
sienten admirados de esta vida de oración y, en en los procesos de
Beatificación, repiten que “pidió a sus padres le señalasen en la casa
un aposento para él y, preguntándole los padres que para qué le quería,
respondió que para estar a solas y que no le estorbase nadie cuando se
encomedase a Dios”. Así lo recoge Fray Luis: “Y dejando el estudio de
las leyes, volvió a casa de sus padres. Y, como persona ya tocada de
Dios, les pidió que le dejasen estar en aposento apartado de la casa, y
así se hizo, porque era extraño el amor que le tenían. En este aposento
tenía una celda muy pequeña y muy pobre, donde comenzó a hacer
penitencia y vida muy áspera. Su cama era sobre unos sarmientos, y la
comida era de mucha penitencia, añadiendo a esto cilicio y disciplinas.
Los padres sentían esto tiernamente, mas no le contrdecían,
considerando, como temerosos de Dios, las mercedes que en esto les
hacía. Perseveró en este modo de vida casi tres años. Confesábase muy a
menudo y su devoción comenzó por el Santísimo Sacramento, y así estaba
muchas horas delante de él; viendo esto y la reverencia con que
comulgaba fueron muy edificados así los clérigos como la gente del
lugar”.
Sobre su
devoción a la Eucaristía, él mismo dirá más tarde en un sermón: “¡Dios
se lo pague a quien a mí tanto bien me hizo! Fui devoto de este
Santísimo Sacramento y creo que se me pegó de un santo varón que me lo
aconsejó”.
Un franciscano,
habiendo oído hablar de la profunda piedad de Juan, le aconseja reanudar
los estudios interrumpidos y que, luego, se ordene sacerdote, pues de
ese modo serviría mejor a Dios y a su Iglesia. Siguiendo este consejo
marcha a estudiar en la recién fundada Universidad de
Alcalá, donde estudia Artes con el Maestro Domingo de Soto,
colegial de San Ildefonso, recón llegado de París, “quien por la
delicadeza de su ingenio, acompañada de mucha virtud, lo amaba mucho y
decía que si siguiera escuelas, sería de los aventajados en Letras que
hubiera en España”,
dice Fray Luis. Comienza el estudio en Alcalá a los veintiún años. A
mediados del tercer año recibe el título de bachiller después del
correspondiente examen. Este título de bachiller acompaña su nombre
cuando se le procesa en el Santo Oficio de Sevilla en 1532.
En el año 1523
empieza sus estudios teológicos, continuándoles hasta 1526 en que
aparece ya en Sevilla, acuciado por el deseo de partir a las Indias.
Durante este trienio Juan estudia la teología de Santo Tomás, de Escoto
y el nominalismo de Gabriel, a quien cita y recomienda más tarde a
alguno de sus discípulos como autor fácil de entender. También
recomendará a sus discípulos los libros de Erasmo, “que en gran manera
les aprovecharán”. Durante su estancia en Alcalá se vive en su joven
Universidad un fran fervor y entusiasmo erasmista, del que Juan no
permanece ajeno. Precisamente en esos años se traducen y publican varias
de las obras de Erasmo.
En Alcalá recibe la ordenación sacerdotal y celebra la primera misa en Almodóvar “para honrar los huesos de sus padres”, que habían muerto antes de terminar sus estudios. “Para honra de la misa, escribe Fray Luis, en lugar de los banquetes y fiestas que en estos casos se suele hacer, como persona que tenía ya más altos pensamientos, dio de comer a doce pobres y les sirvió a la mesa, les vistió e hizo con ellos otras obras de piedad”. En los proceso de Beatificación se recogen los testimonios sobre su preparación para la ordenación y primera misa: “Acabados los estudios, antes de ordenarse de sacerdote se recogió en una ermita, donde estuvo a título de pasante, recogiéndose y haciendo penitencia, y ordenándose volvió a ella a prepararse para decir la misa”.
Fernando de
Contreras tiene una gran importancia en la vida del Maestro Avila.
Nacido en Sevilla, el cardenal Cisneros le nombra, a sus cuarenta años,
capellán mayor del Colegio de San Ildefonso, en Alcalá de Henares. Allí
se distingue como varón espiritual y austero, entregado a la oración y a
la predicación. En 1526 le hallamos en Sevilla, donde funda el primer
colegio de niños y compone la Doctrina cristiana, que se difunde
por todo el reino. A los niños les enseña a cantar, gramática, artes y
teología. Toda su vida es un preludio de lo que será luego la de Juan de
Avila, a quien conoce en Sevilla.
Juan de Avila
llega a Sevilla con la intención de partir para las Indias en compañía
de Fray Julián Garcés, obispo dominico, que zarpa rumbo a la Nueva
España a primeros de 1527. Fernando de Contreras escucha una
predicación, llena de espíritu, de Juan de Avila y corre a hablar al
arzobispo de Sevilla, don Alonso Manrique, gran inquisidor. A gritos, le
dice: “Señor, no dejéis salir de aquí un clérigo que ha venido para
pasar a las Indias, pues es lo que conviene a vuestro arzobispado”. Éste
le llama y queda prendado de él, obligándole a quedarse en España.
Fernando de Contreras le dice a Juan:
-Mucho trabajo
hay en Andalucía sin pasar la mar.
Juan de Avila
insiste en su deseo de pasar a las Indias. Entonces, según nos cuenta
Fray Luis, don Alonso, con su autoridad de arzobispo e inquisidor, le
dijo:
-Te mando por
precepto de santa obediencia que te quedes en Sevilla.
Por obediencia
renuncia, finalmente, a su deseo. Quizás lo hace también debido a su
condición de “cristiano nuevo”, pues una real célula de junio de 1510,
entre otras cosas, dice: “En lo que toca al examen de los clérigos, para
que allá (America) no vayan sino personas como conviene, he mandado
proveer que sean examinados en Sevilla... Y en lo que toca a los
conversos es nuesta voluntad que ningún reconciliado, ni hijo ni nieto
de condenado pueda pasar ni estar en las Indias”.
El arzobispo lo
retiene, pues, en su diócesis. “Y además -sigue Fray Luis- le mandó que
predicase y, aunque se excusó, como nuevo en aquel oficio, sin embargo
lo hubo de hacer. El sermón fue en la iglesia del Salvador, en la fiesta
de la Magdalena, asistiendo el arzobispo con otra gente principal. Este
fue el primer sermón que predicó”. El Maestro Avila no olvidó los apuros
y vergüenza que pasó antes de subir al púlpito. Sin embargo a uno de sus
discípulos le dijo años más tarde que “aquel había sido uno de los
grandes sermones que había predicado y uno de los de más provecho”.
Superados los
apuros de su primer sermón, Juan perdió la vergüenza y siguió
predicando. Como primeros frutos de su predicación se le juntan “algunos
clérigos virtuosos que tratan familiarmente con él y se aprovechan de su
doctrina”. Predica en las iglesias y también en los hospitales, además
de dedicarse a explicar la doctrina a los niños. Durante estos primeros
tiempos, según cuenta uno de sus primeros discípulos, “moraba en unas
casillas con un padre sacerdote (probablemente se trata de Fernando
Contreras), sin tener a nadie que le sirviese; y cuando iba a decir
misa, pedía a alguno de los que se hallaban allí que le ayudase a la
misa. Y en cuanto a la comida, comía de lo que pasaba por la calle:
leche, granadas y frutas, sin tener nada que pasase por el fuego; pero
algunas personas devotas a veces le daban limosna, con que compraba lo
dicho”.
Juan salió muy
pronto a predicar por los pueblos del arzobispado: Écija, Alcalá de
Guadaira, Lebrija, Jerez, Palma... El P. Valtanás le encaminó a Écija,
ciudad rica y comercial, a cuatro leguas de Córdoba, “a casa de unos
caballeros, muy grandes cristianos y devotos, que se dedicaban a
hospedar en su casa a predicadores y gente espiritual y devota. En
aquella ciudad, siendo
huésped de estos caballeros, comenzó su predicación y a leer
públicamente unas lecciones sacras”. Se trata de las lecciones que da
asus discípulos sobre la carta a los Hebreos. Aquí, en Écija, se le unen
numerosos discípulos, que se forman con él y predican como él o,
enviados por él, van a estudiar a diversas universidades.
Uno de los
discípulos de primera hora fue don Pedro Fernández de Córdoba, clérigo
ejemplar,. Era hermano de doña Sancha Carrillo, doncella de poco más de
catorce años, a quien trataron sus deudos de ofrecerla al servicio de la
emperatriz. Carlos V, a su paso por Écija, la conoce y se muestra
contento de recibirla como dama de Isabel. Pero don Pedro Fernández no
paró hasta llevarla a los pies del Maestro Ávila. En la confesión que
hace con él en la parroquia de Santa María Dios cambió totalmente el
corazón de doña Sancha. Dispuesta a vivir vida de recogimiento, pensó
retirarse a un monasterio: “Aconsejada con el Maestro Ávila pidió a sus
padres que le señalasen un cuarto de la casa tan apartado en el que
pudiera estar tan fuera de todo y de todos que pareciera estar ya muerta
y debajo de tierra o le encerrasen en el monasterio de Santa María de
Gracia en Sevilla, donde no pudieran inquietarla con sus visitas”. Sus
padres prefirieron concederle una pequeña casa al lado de la suya, con
un oratorio, dos aposentos y un pequeño patio. Allí comenzó su vida de
austeridad, con gran recogimiento y mortificación, entregada a la
oración y favorecida por Dios con extraordinarias revelaciones. Después
de su muerte Juan escribe su vida, que se ha perdido. En 1536, doña
Sancha, enferma desde hacía un año, siente la ausencia del Maestro
Ávila, según deja traslucir una carta que escribe a otra señora,
convertida como ella por Ávila: “Así que, señora, no os desconsoléis por
ninguna cosa que venga, ni tampoco por la ida del P. Ávila, porque en
todas partes tenemos a Dios y no se nos irá, si nosotros no lo echamos.
Todos pasamos esos tragos de su ausencia, pero, considerando lo dicho, y
como así ha de ser mientras andemos desterrados, basta para
consolarnos”.
El Maestro Ávila
sostiene solícito a doña Sancha con sus cartas y visitas. En los largos
días de encerramiento en la cárcel de la Inquisición, el bachiller Ávila
da vueltas en su mente al misterio de nuestra justificación e
incorporación a Cristo. Una vez liberado de la prisión empieza a
escribir su libro, según nos refiere su discípulo y amanuense Juan de
Villarás, que comportió una misma casa y mesa con el Maestro durante los
dieciséis años que pasaron en Montilla: “Cuando el Maestro comenzó a
componer este libro, que fue a ruego de una doncella religiosa muy
sierva de Dios y persona de calidad, que pidió al Padre Maestro algunas
advertencias escritas como reglas de bien vivir, para que, leyéndolas,
se consolase y aprovechase,... el piadoso Padre Maestro de sus hijos
espirituales comenzó sobre aquel salmo 44 Audi, filia, y escribió
cuatro o seis pliegos y los envió a esta señora, a la cual gustó tanto
lo escrito que volvió a suplicar al Padre Maestro que escribiese más
para el mismo intento, y recibió otros ocho o diez pliegos más, y creció
tanto el gusto y fervor de esta señora con lo escrito que le rogaron
esta señora y otras amigas suyas que escribiera más. De esta suerte se
compuso este libro de Audi, filia”. A la doncella doña Sancha,
que renunció a servir al emperador terreno para ser la esposa del Rey
celestial, debemos, pues, lo más bello que se encuentra en el tratado
del Mestro Ávila.
El 13 de agosto
de 1537 muere doña Sancha Carrillo y es enterrada en el monasterio de
San Francisco de Córdoba. El cortejo fúnebre fue solemne y numeroso:
“Precedió, según costumbre, la cruz, algunos religiosos y clérigos,
luego la litera y a los lados de ella el P. Maestro Juan de Ávila y don
Pedro de Córdoba, hermano de la difunta. Después, gran acompañamiento de
criados y deudos, todos a caballo”. En la puerta de la ciudad, pasado el
puente, esperaban los padres franciscanos con velas encendidas y
cantando salmos.
Antes, pues, de
esta fecha de la muerte de doña Sancha ya estaba escrito el libro en su
brevedad incial. El Padre Luis de Granada habla de la obra como de un
“librillo”. En el prólogo al conde de Palma de la redacción siguiente,
el Padre Ávila dice: “Lo primero iba brevemente dicho y casi por señas,
porque la persona a quien se escribió era muy enseñada y en pocas
palabras entendía mucho. Ahora, para todos, va copiosa y llanamente
declarado, para que cualquiera, por principiante que sea, lo pueda
fácilmente entender”. Muy pronto el libro, “mi tesoro”, lo llamaba doña
Sancha, corrió de mano en mano entre las personas amigas de ella y del
Maestro Ávila, que por este tiempo predica en Palma del Río y entrega el
manuscrito del Audi, filia a don Luis de Puertocarrero, conde de
Palma, a quien se sabe que agradó muchísimo. Hacia el final de 1539
parece que el Maestro Ávila tenía ya su libro pronto para la imprenta.
Pero su intensa actividad, sus predicaciones y viajes con motivo de la
fundación de sus colegios le distrajeron de la proyectada edición.
La acogida de la
predicación de Ávila en Córdoba es enorme. Cuando él predica, se llenan
las iglesias. A veces predica también en las plazas públicas. La gente
se siente impresionada por su palabra y, sobre todo, por el testimonio
de su vida. Vive pobremente, no acepta dinero por sus sermones y, si le
quieren dar algo, pide que lo entreguen a los pobres. Se muestra
humilde, paciente; organiza colectas para ayudar a los necesitados y
mantener a los clérigos estudiantes.
Alonso García de Morales, en su Historia de Córdoba, nos cuenta una anécdota de este tiempo: “Un día estaba para subir al púlpito en la iglesia mayor. Vino un clérigo comisario de bulas y le dijo que no predicase aquel día, porque debía de predicar él. El Padre cedio con mucha humildad; pero los caballeros y señoras, levantándose de sus asientos, le pidieron al clérigo que dejase predicar al Padre y que al final él publicaría la bula, ya que toda la ciudad había concurrido a oír al Padre. No se rindió ante los ruegos de tantos y así el P. Maestro Avila se salió a una iglesia fuera de la ciudad, llevado de la nobleza y multitud de gente que allí se había juntado, y predicó su sermón con mucho gusto de todos, aunque con disgusto suyo, porque dejaron al bulero solo en la iglesia y todos se fueron en su seguimiento. Quedó el personaje corridísimo; y, a la tarde, estando en los portales de la plaza y viendo venir al buen Maestro, se fue hacia él como un león, le dijo mil groserías, llamándole hipócrita, fingido, engañador y alborotador del pueblo. El Padre se arrojó a sus pies, pidiéndole perdón con lágrimas y disculpándose. Y, aunque se llegó toda la plaza para ponerle en razón, él tuvo tan poca que, en medio de tanta publicidad, dio una bofetada al humillado a sus pies”.
En la cárcel de la inquisición
En 1531 Juan de Avila es denunciado a la Inquisición por haber proferido en Écija algunas proposiciones sospechosas. El proceso inquisitorial se amplía con una denuncia de Alcalá de Guadaira, villa distante de Sevilla unos doce kilómetros. El proceso informativo dura todo un año, desde el otoño de 1531 al otoño de 1532. Durante estas fechas el Santo Oficio dicta contra Avila la orden de prisión. Desde la cárcel secreta de la Inquisición, Juan escribe a sus amigos de Écija una de sus más bellas cartas: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en toda nuestra tribulación, de manera que podamos nosotros consolar a los que están en angustia; y esto por la consolación con la cual Dios nos consuela... ¡Oh hermanos míos muy amados! Dios quiere abrir vuestros ojos para considerar cuántas mercedes nos hace en lo que el mundo piensa que son disfavores, y cuán honrados somos en ser deshonrados por buscar la honra de Dios, y cuán alta honra nos está guardada por el abatimiento presente, y cuán blandos, amorosos y dulces brazos nos tiene Dios baiertos para recibir a los heridos en la guerra por Él, que sin duda exceden sin comparación en placer a toda la hiel que los trabajos aquí pueden dar... Aunque no sé si digo bien en llamar trabajos a los de la cruz, porque a mí me parecen que son descansos en cama florida y llena de rosas”.
Juan piensa en Cristo, “Jesús Nazareno, que quiere decir florido”, y entona un canto apasionado al Señor crucificado. Tras lo cual sigue: “Me había olvidado, amados hermanos, de lo que había comenzado a hablaros, rogándoos y amonestándoos de parte de Cristo que no os turbéis y no os maravilléis, como de cosa no usada o extraña a los siervos de Dios, con las persecuciones o sombra de ellas que nos han venido. Porque esto no ha sido una prueba o examen de la lección que desde hace cinco o seis años venimos leyendo: ¡Padecer, padecer por amor a Cristo!... Confortaos en el Señor y en el poder de su fortaleza, que os ama para querer defenderos; y aunque es uno, puede más que todos, pues es omnipotente; y por falta de saber no temáis, pues no hay cosa que ignore; pues mirad si es razón que se mueva quien estuviere atado a Dios con estos tres nudos. Ni os espanten las amenazas de quien os persigue, porque de mí os digo que no tengo en un cabello cuanto amenazan, porque no estoy sino en manos de Cristo.
Y tengo gran
compasión de su ceguedad, porque el Evangelio de Cristo, que yo en este
pueblo he predicado, está cubierto a los ojos de ellos, como San Pablo
dice, que el dios de este siglo, que es el demonio, cegó las almas de
los infieles para que no les luzca la gloria del Evangelio de Cristo. Y
deseo mucho, y lo pido a nuestro Señor, que tenga misericordia de ellos
y les dé bendiciones en lugar de las maldiciones, y gloria por la
deshonra que me dan o, por mejor decir, me quieren dar, porque en verdad
yo no pienso que haya otra honra en este mundo sino el ser deshonrado
por Cristo. Haced, pues, así, amados míos, y sed discípulos de aquel que
dio beso de paz y llamó amigo al que le había vendido a sus enemigos. Y
en la crus dijo: Perdónales, Padre, que no saben lo que hacen. Mirad en
todos los prójimos cómo son de Dios, y como Dios quiere su salvación, y
entonces no querréis mal a quien Dios desea el bien. Acordaos cuántas
veces habéis oído de mi boca que hemos de amar a nuestros enemigos; y
con sosiego de corazón y sin decir mal de ninguna persona pasad este
tiempo, que pronto traerá nuestro Señor otro. Y estad sobre aviso, que
no volváis atrás ni en un solo punto del bien que habíais comenzado,
porque eso sería máximo mal... Usad mucho el callar con la boca y hablad
mucho en la oración en vuestro corazón con Dios... Y si algo padeciereis
de lenguas de malos, tomadlo en descuento de vuestras culpas y como
merced señalada de Cristo, que os quiere limpiar con la lengua de malos,
como con estropajo, para que ella quede sucia, pues habla cosas sucias,
y vosotros limpios con el sufrir... Mas no quiero que os sintáis mejores
que los otros que veis ahora andar errados... Rogad a Dios por mí muy de
corazón, como creo que lo hacéis; que yo espero que Él os oirá y me os
dará parar que os sirva como antes”.
Por diciembre de 1532 Juan responde a los cargos que se le hacen.
Los inquisidores le presentan un interrogatorio con 22 puntos a los que
debe responder primero verbalmente y después por escrito. En sus
respuestas hallamos el estilo de su apostolado. Con relación a la
acusación de haber dicho que los condenados por la Inquisición eran
mártires, Juan declara que él maldice el martirio de quienes mueren no
por confesar, sino por negar la fe de Cristo; sin embargo, para inducir
a los condenados a aceptar la sentencia con paciencia, sin odiar a los
jueces, les dice que si mueren con fe y en gracia, la pena se puede
cambiar para ellos en una especie de martirio, de modo que pudieran
volar del patíbulo a la gloria. Y, por otra parte, acepta haber
preguntado muchas veces a los penitentes si han odiado a los
penitenciados, porque sabe que algunos no consideran a los tales como
prójimos. Además confiesa que ha reprendido el que se llame a los
cristianos nuevos o conversos con los apelativos de perros, moros o
judíos, por ser este desprecio la causa de que los infieles no deseen
bautizarse.
A la pregunta
acerca de la imposibilidad de salvarse quien ha pecado después de haber
sido perdonado en trance de muerte, dice que nunca lo ha enseñado y que
ha creído y practicado lo contrario. Lo que ha ocurrido es que,
explicando a sus discípulos el texto de la Epístola a los Hebreos
(6,4ss) -“Es imposible...”- le advirtió que podía entenderse de
dos maneras: o bien que se
refiere al bautismo, que no puede repetirse, o, si se refiere a la
penitencia, entonces el imposible hay que traducirlo por difícil. No
puede por menos de salvarse quien a la hora de la muerte hace
verdadera penitencia; pero es muy difícil que haga verdadera
penitencia en aquella hora quien ha llevado por lasgos años una mala
vida.
Acerca de sus
reuniones secretas responde que ante todo tiene que decir que en todos
los lugares donde ha estado ha trabajado mucho, tanto de día como de
noche, en declarar la palabra de Dios a cuantos han ido a encontrale.
Respondiendo concretamente a lo que se refiere la pregunta dice que el
hecho ocurrió en Écija. Allí, teniendo grandes deseos de enseñar la
doctrina cristiana a los niños y no pudiendo ellos asistir durante el
día por estar ocupados en sus trabajos o en las escuelas, iban a
encontrale al caer el sol, y él enonces se la explicaba y les corregía
las faltas que había hecho aquel día. Como venían con ellos también los
padres, él, en presencia de los señores de la casa y de la servidumbre,
no dejaba de darles algunas enseñanzas, exhortándoles particularmente a
que se ocupasen algún tiempo del día en meditar la pasión del Señor.
Para enseñarles el modo de hacerlo, puesto que decían que nunca lo
habían practicado ni oído, les leía primero un paso de la pasión y
después se quedaban un rato meditando; y para que vieran que no era
impedimento el haber poca luz, mandaba tapar un poco la candela de
manera que no quedase la sala ni del todo a oscuras ni del todo
iluminada; pero él no daba importancia a esto... Pero, habiendo sabido
que se murmuraba de ello como de cosa nueva, y porque comenzaron a
acudir algunas mujeres, a las que había prohibido asistir, dejó este
ejercicio y confió a otra persona la clase de los niños.
En cuanto a la
acusación de que había dicho que se confesasen con él y no con otro
sacerdote, él nunca lo dijo. Únicamente, desde el púlpito, avisaba que
si alguno quería confesarle, él estaba dispuesto a oírlo.
Así siguió el
entonces bachiller Juan de Ávila respondiendo a todas las acusaciones.
Después le presentaron la lista de los testigos, para que tachara los
que no le parecieran sinceros o desinteresados. El P. Maestro Párraga,
uno de los inquisidores, cuenta a Fray Luis, que “él le aconsejaba muy
ahincadamente que tachase los testigos que habían depuesto contra él,
alegando que, como un hombre en su legítima defensa puede matar a su
agresor, así puede tachar a los testigos que le infaman. Pero ni con
esta razón ni con otras pudo lograr que él lo hiciera, alegando que
estaba muy confiado en Dios y en su inocencia, y que Dios le salvaría”.
Se cuenta que al decirle alguien que en pleito no había remedio en la
tierra, con gozo él respondió:
-Ahora está muy
bueno mi negocio, pues está en las manos de Dios.
El 16 de junio
de 1533 los inquisidores emitieron su voto y el 5 de julio dictaron la
sentencia en la que se absuelve al bachiller Juan de Ávila: “Visto por
nos, los inquisidores apostólicos, el presente proceso, sentenciamos que
el promotor fiscal no probó su intención, como la debía probar; y por lo
misma la damos por no probada, y que el bachiller Juan de Ávila probó
sus excusas y defensas, y por lo mismo las damos por bien probadas, y
que debemos absolver, como absolvemos, al dicho bachiller de la
instancia de este juicio; y por cuanto de las actas resulta que el dicho
bachiller Juan de Ávila ha proferido en sus sermones y fuera de ellos
algunas proposiciones que no parecieron bien sonantes y de ello nació
algún escándalo y murmuración entre algunas personas; y para evitar la
dicha murmuración y escándalo se le manda moderarse en el hablar y que
explique convenientemente el sentido de esas proposiciones en los
sermones que ha de hacer en adelante en los lugares donde parece que las
había dicho, y en especial en Écija y en las villas de Alcalá de
Guadaira y Lebrija, de manera que los oyentes sepan y entiendan, al
serles bien declaradas, que no hubo ni hay en ellas error ni mala
interpretación, y no queden con el escrúpulo y escándalo en que han
estado”.
Fray Luis añade
que, terminado el proceso inquisitorial, los inquisidores le mandaron
predicar un día de fiesta en la iglesia del Salvador de Sevilla y que,
“apareciendo en el púlpito, comenzaron a sonar las trompetas, con gran
aplauso y consolación de la ciudad”. Es probable que este festojo no lo
organizara la Inquisición, sino los amigos del Maestro Juan.
Juan cumplió su
sentencia, continuando su predicación por el arzobispado de Sevilla
durante el año de 1533-1534. Y a finales de 1534 parte para Córdoba.
Fray Luis nos
dice cómo pasó Juan el tiempo en la prisión. Nos dice que “en el tiempo
de este entretenimiento, ni este Padre estuvo ocioso ni nuestro Señor
olvidado de él. Tratando familiarmente conmigo me dijo que en este
tiempo nuestro Señor le hizo una merced que él estimaba en gran precio,
que fue darle un muy particular conocimiento del misterio de Cristo,
esto es, de la grandeza de la gracia de nuestra redención y de los
grandes tesoros que tenemos en Cristo para esperar, y los grandes
motivos para amar, alegrarnos en Dios y padecer alegremente por su amor.
Por esto él tenía por dichosa aquella prisión, pues por ella aprendió en
pocos días más que en todos los años de su estudio”.
El mismo Juan se
refiere a esta experiencia en una carta, escrita al predicador Fray
Alonso de Vergara diez años después de abandonar la prisión: “Le digo
que la Escritura Sagrada la da nuestro Señor a cambio de la persecución.
A vosotros, dice el mismo Señor, os es dado a conocer el misterio del
reino de Dios, mas a los otros sólo en parábolas. ¿Quiénes son estos
vosotros? A vosotros, discípulos míos, que no vivís de gana en este
mundo y lo despreciáis, atribulados por mí, hecho escoria de este mundo.
Si algo de ello Dios me dio (que sí me dio), a cambio de esto me lo gio,
y sin esto no aprovecha nada leer”.
Entre los
testimonios del proceso de Beatificación está uno en que se cuenta que
“le preguntaban muchas veces sus discípulos: Padre Maestro, ¿cómo
entiende vuestra merced tan bien a San Pablo?, y que él respondía: Si
vuestras mercedes estuvieran sentenciados a muerte con tres testigos
contestes (concordes), como yo los tuve, entenderían muy bien a San
Pablo”.
En la prisión de
Sevilla, “por un favor de Dios tuvo luz para escribir el Audi, filia.
Allí, en los largos días “de entretenimiento”, Juan medita en el
misterio de nuestra incorporación a Cristo a manera de un epitalamio
entre la Iglesia o el alma y el Rey divino. Tal vez, en la misma
prisión, bosquejó el escrito, que luego desarrolló después de su salida.
Juan sale de la
cárcel de la Inquisición con el espíritu rejuvenecido. El Señor ha
iluminado su alma y, al se “liberado sin nota alguna” da a su
predicación un sello de recomendación. Cumplido cuanto le han impuesto
los inquisidores, a fines de 1534 o principios de 1535 Juan llega a
Córdoba acompañado de su fiel discípulo Pedro Fernández de Córdoba. Era
obispo de Córdoba Fr. Juan Álvarez de Toledo. No sólo se trslada a
Córdoba, sino que toma posesión de un beneficio en la villa de
Santaella, vinculándose de por vida a la diócesis de Córdoba.
El P. Granada
dice que “Ávila continuó allí su predicación por muchos días con grande
concurso de oyentes y satisfacción de todos. Y, tendida la red del
Evangelio, entraron muchos peces en ella de diversas personas:
caballeros, clérigos y otras personas más sencillas”. Uno de los
cautivados por la predicación del Maestro Juan es el mismo Fr. Luis de
Granada. Fr. Luis, desde que oyó a Juan, quedó prendado de la
espiritualidad de aquel clérigo que predicaba con tanta unción a Cristo
crucificado, impulsando valientemente la renovación de la iglesia. Su
palabra viva era persuasiva, ejerciendo sobre el alma contemplativa de
Fray Luis una atracción extraordinaria.
“Lo mismo
exponía desde la cátedra las Sagradas Escrituras con eruditos
comentarios que enseñaba los rudimentos de la doctrina cristiana en
lenguaje sencillo a los niños y aldeanos” (Mensaje de la Conferencia
episcopal Española al pueblo de Dios en el V centenario de su
nacimiento).
En 1536,
mientras Juan sigue en Córdoba, se imprime en Sevilla un libro titulado
Contemptus mundi nuevamente romanzado “con muy mejor y más
apacible estilo de lo que soía estar”. Se trata de la traducción de la
Imitación de Cristo hecha por Juan de Ávila. En el prólogo ya
aparece algo de cuanto ha madurado en el tiempo de la prisión: “Tres
cosas hay, amado lector, que aprovechan notablemente al alma que desea
salvarse. Una es la palabra de Dios, otra es la oración continua, y otra
es el recibir muchas veces el precioso cuerpo de nuestro Señor
Jesucristo. Estas tres cosas leemos haber sido muy usadas en el
principio de la Iglesia cristiana; por eso fue tan próspera en Dios; y
con ellas cualquier alma se atará tan fuertemente con Dios que ni el
demonio, ni la carne, ni el mundo podrán romper esa atadura”.
Es probable que Juan llenara el tiempo de la cárcel con la traducción de este libro y con la concepción de su Audi, figlia, fruto de luces y reflexiones sobre el misterio de Cristo.
A fines de 1536
Juan de Ávila parte para Granada. Así lo narra Fray Luis: “De Córdoba
fue a Granada, en tiempo de don Gaspar de Ávalos, arzobispo de Granada,
gran prelado y siervo de Dios. En esta ciudad parece que le renovó Dios
su espíritu, porque, cobrando nueva esperanza con la virtud y santidad
del prelado, se ofreció de nuevo al trabajo de la predicación. Al
principio, el buen pastor, entendiendo la excelencia y eficacia de su
doctrina, se alegraba de cómo Dios le había dado tal ayudador para
descargo de su obligación. Luego lo aposentó en un cuarto apartado
de su misma casa, ayudándose de su consejo en todas las cosas de
importancia”.
En Granada, el
día de San Sebastián de 1537, tuvo lugar una de las conversiones más
sonada de la predicación del Maestro Ávila. Un mercader de origen
portugués, hombre aventurero, que había sido antes pastor en Oropesa y
soldado en Fuenterrabía, Hungría y Ceuta, tenía puesta por aquellos días
su tienda de libros junto a la Puerta Elvira. El veinte de enero va a
homenajear a San Sebastián en su ermita de las afueras de Granada. Juan
de Avila predica el sermón, proponiendo a sus oyentes las
bienaventuranzas. Les dice cómo Cristo hace sabrosas la pobreza, las
deshonras y las lágrimas. Al terminar el sermón, el librero, contrito el
corazón de dolor, sale de la ermita dando voces, confesando públicamente
sus pecados. Revolcándose en el cieno de las calles y dándose golpes con
una piedra en el pecho, llega a su tienda, regala los libros devotos
entre los muchachos y coriosos que le rodean y arremete contra los
libros profanos con dientes y manos con tal furor que los presentes se
convencen de su locura. La admiración crece cuando, desnudo de su
vestido, en camisa y calzones, se dirige a la iglesia mayor seguido de
un grupo de mozalbetes que gritan: “¡Al loco, al loco!”. Almas
caritativas le llevan al Maestro Ávila, quien en una larga conversación
enciende en él la verdadera locura de amor a Cristo. En adelante será
conocido como Juan de Dios. Contaba en el momento de su conversión
cuarenta y dos años de edad.
De Córdoba,
donde participa en los funerales de doña Sancha Carrillo, Juan vuelve a
Granada, donde predica por encargo del cabildo de la catedral. Las actas
capitulares le dan por primera vez el título de “Maestro”. Es el año de
1538. En los procesos de la Inquisición se le llama bachiller. Como
bachiller le trata con desprecio el doctor Bernardino Carleval, al
conocerle en la Granada. Lo cuenta un sobrino suyo en los procesos de
beatificación: “Su tío, el doctor Bernardino Carleval, le refirió,
llorando, cómo el siervo de Dios le había convertido. Estando de rector
del Colegio Real de Granada y predicando el dicho siervo de Dios
Maenstro Ávila, le había dicho a un compañero suyo: Vamos a oír a este
idiota; veamos qué y cómo predica”. Habiéndole oído, quedó tan tocado
del amor de Dios que de allí en adelante procuró oír con mucho cuidado
los sermones del dicho siervo de Dios y tratarle y comunicarle en su
casa”. Seguramente, en el curso 1536-1537 se gradúa en Granada,
recibiendo el título de Maestro.
Dos cartas de
sumo interés estan fechadas en este mismo año de 1538. Una de ella está
dirigida al Maestro García Arias, predicador, y la otra va dirigida a un
discípulo de Cordoba, tal vez el P. Alonso de Molina, donde da a conocer
el juicio y estima que le merecen los escritos de Erasmo. Ambas nos
muestran el vínculo que liga a Juan con sus discípulos. La santa amistad
que les une se trasforma en dependencia de dirigido a director. Juan,
varón espiritual y hombre de formación universitaria, dirige la vida
espiritual y también los estudios de sus discípulos. Su magisterio es,
desde luego, siempre vital, orientando a sus dirigidos hacia la
Escritura, particularmente a San Pablo. Les lleva a mirar a Cristo a
través de san Agustín y de san Bernardo de Claraval. Alguien se
escandaliza del realismo de su lenguaje y borra de la primera carta
expresiones como: “Lo que en su corazón pasa con Dios, lo calle con gran
aviso, como debe callar la mujer casada lo que pasa con su marido en la
cama”. Se muestra igualmente humano en sus consejos sobre la siesta, el
cuidado de la salud y el demasiado madrugar. Un plan de vida parecido al
que aconseja debía guardar él mismo en sus años de estancia en Granada
(ver cartas 5 y 225 de Epistolario de la BAC).
En este tiempo
encuentra en Granada a varios discípulos, que alcanzarán importancia en
la obra del Maestro Ávila. De Granada es el Maestro Gaspar López, que
Juan llevará a fundar el colegio de Jerez en 1541. De Granada son
también Diego de Santa Cruz, que extenderá a Portugal la vida y reforma
del Maestro Ávila, y su hermano Cristóbal Sánchez... Fray Luis de
Granada dice que “de los discípulos, había algunos más familiares que
comían con él a su mesa en un pequeño refectorio que tenía. Y se hizo
también aquí un colegio de clérigo recogidos para servicio del
arzobispado y otro de niños para enseñar la doctrina cristiana”. En
realidad, “por consejo del Maestro Ávila”, se fundan tres colegios: el
de Santa Catalina, el de los Abades y el de San Miguel. En carta,
escrita por el Maestro Avila al obispo Guerrero, a raíz de su elevación
a la sede de Granada, le dice: “Conviene favorecer el Colegio de Santa
Catalina, porque de él han de salir oyentes de teología... y formadores
de otros colegios”. Ávila considera el Colegio de Santa Catalina como
seminario para proveer de buenos colegiales los restantes colegios. Para
que funcione bien, la soloción está “en tener buen rector y buenos
colegiales”.
Ávila influye en
los estudiantes y en la misma Universidad de Granada, que comenzaba
entonces a organizarse.
Francisco de
Borja llega a Granada la tarde del 16 de mayo de 1539 acompañando el
cadáver de la emperatriz, la bella esposa de Carlos V. Al día siguiente
se hicieron las honras fúnebres en la Capílla Real. Celebró la misa el
cardenal de Burgos, don. Juan de Toledo, y predicó el arzobispo de
Granada, don Gaspar de Ávalos. Francisco de Borja, al abrir el ataúd,
quedó tremandamente impresionado. La enfermedad, la muerte y los calores
del camino habían marchitado la belleza de la emperatriz. El Maestro
Ávila, que predicó el sermón en las honras fúnebres de la catedral, fue
el confidente de los desengaños de Francisco de Borja. Del encuentro con
el Maestro Ávila, Francisco salió con un propósito: No servir más a
señor que se pudiera morir.
Poco después el
P. Ávila sale para Córdoba. Parece que es ahora, en el verano de 1539,
cuando realiza más arriesgada de sus acciones apostólicas. El 1 de
julio, víspera de la fiesta de la Visitación, predica el Maestro Ávila
en la iglesia mayor de Córdoba. Entre los oyentes, cubierto el rostro
con su manto, está doña María de Hoces, que desde hace unos siete años
vive amancebada con el chantre, del que ya tiene tres hijos. El Maestro
Ávila parece que predica para ella. Habla de las pobres mujeres que, por
su indigencia, están metidas en el pepado. “¡Pobrecita miserable! ¡La
muerte está en la olla de que te sustentas! Rejalgar es eso que comes,
que trae consigo, no muerte temporal, sino muerte eterna”. El Señor toca
el corazón de María de Hoces, que al terminar el sermón se acerca al
confesonario. Ávila está decidido a sacarla del lodo. La manda ir a casa
de doña Mencía de Narváez y de allí pasa al monasterio de santa Marta,
que está cerca, porque el chantre, alborotado, ha cercado con fuerza la
casa. Ávila, informado de lo que ocurre, acude al corregidor, que le
provee de gente de a caballo y de un alguacil de justicia. Con ellos
sale el Maestro Ávila camino de Montilla. Como aquí no estaba segura
continúan el viaje hasta granada, donde la confía a una familia amiga.
Lleva ya varios días en Granada y aún no ha dicho nada al arzobispo
Ávalos, en cuya casa se hospeda. El chantre llega a Granada y calumnia
al Maestro Ávila ante el arzobispo: “Juan de Ávila ha venido hace pocos
días de Córdoba con una mujer, con quien vive torpemente”. Pero el Señor
guarda la fama del Maestro Ávila y así queda incontaminada.
Fundación de escuelas y colegios
Pocos meses
después de esta hazaña Juan comienza una etapa nueva: la fundación de
una casa de estudios en Baeza, en la diócesis de Jaen. Lo primero que
establece es el Colegio de los niños: “El padre maestro Ávila señaló a
los niños tres horas de lección por la mañana, la última para que
cantasen la doctrina, lo mismo por la tarde, y los domingos, por las
calles. Dio orden que fuesen en procesión delante del clero los tres
días de Letenías y el del Corpus...”.
El Maestro Ávila
aprovechó la estancia en Baeza para predicar y tratar con la gente
espiritual. Su predicación se dirigió en gren parte a acabar con los
odios que quedaban entre los dos antiguos bandos comuneros, de Benavides
y Carvajales. Fray Luis asegura que “allanó buena parte de estos bandos;
y lo que no había podido hasta entonces el brazo del rey, lo pudo el del
pobre clérigo, ayudado de Dios”.
Las fundaciones
de colegios se suceden por toda Andalucía. El 22 de septiembre de 1540
Juan está en Córdoba negociando con el cabildo la fundación de uno de
ellos. Y a fines del mismo año, baja a Sevilla, desde donde va a Jerez
de la Frontera para fundar el Colegio de Santa Cruz.
En la octaba del
Corpus Christi de 1542 predica en la iglesia mayor de Granada. En la
cuaresma de este año ocurrió un hecho del que fue testigo Fray Luis, que
lo narra: “Estando en Granada algo flaco y con necesidad de comer carne,
la señora marquesa de Mondéjar, viendo, por una parte, el fruto de sus
sermones y, por otra, el impedimento de su flaqueza, decía que había que
obligarle a comer carne en cuaresma, para que no se perdiese lo más por
lo menos. A lo que él, estando yo presente, respondió que el predicador
testificaba que hay socorros de Dios sobrenaturales, por lo que es razón
que testifique con la vida lo que dice con la palabra, fiándose de Dios,
cuando de los remedios humanos se sigue algunos inconvenientes que
tienen apariencia de mal, como es comer carne en cuaresma quien predica
la abstinencia de ella”.
De Granada a
Baeza, de Baeza a Córdoba, de Córdoba a Granada, Juan impulsa la
formación de colegios y la transformación del colegio de Baeza en
Universidad. Pero nunca abandona el ministerio de la predicación y de la
dirección espiritual. Así el 9 de abril de 1943 escribe a un estudiante:
“Más aprovecha al alma el negar la propia voluntad y hacer de corazón lo
que el hombre siente ser agradable al Señor que no el tener ternura de
corazón, porque en lo primero se muestra el verdadero amor que se tiene
a Dios, en lo que consiste la perfección cristiana, y en lo segundo
puede estar escondido el amor propio, que todo lo ensucia” (carta 71).
El germen
inicial de 1538 llega a su más notable esplendor en 1549. A aquel primer
colegio de niños se añadió otro colegio mayor, en el que no sólo se
leían, según la mente de su fundador, el doctor Rodrigo López, la
gramática, los evangelios, homilías, himnos, el salterio, las epístolas
paulinas y canónicas y demás libros de la Escritura, sino que se había
transformado en una Universidad con facultad de conferir grados en Artes
y Sagrada Teología, y con un claustro de catedráticos selecto y
numeroso.
En el año 1759,
el Papa Clemente XIII aprobó el Decreto sobre sus virtudes heroicas; en
1894, el 15 de abril, el Papa León XIII le inscribió en el catálogo de
los Beatos; el 2 de julio de 1946, el Papa Pío XII le declara Patrón
principal del clero secular español; el 31 de mayo de 1970, el Papa
Pablo VI “declara y define que el Beato Juan de Ávila es Santo”.
El 12 de marzo
de 1545 llegan a Montilla, procedentes de Osuna, los jóvenes condes de
Feria, Don Pedro Fernández de Córdoba y doña Ana Ponce de León. A los
dos meses de estar en Extremadura envían a llamar al Maestro Avila. Juan
se pone inmediatamente en camino. Al llegar a Córdoba, uno de sus
discípulos, le pregunta que dónde iba tan deprisa. Le responde:
-Me llama la
condesa de Feria y, a lo que entiendo por una carta, está en días de
parir y se quiere confesar conmigo.
-¿Que se quiere
confesar esa mujer profana que pasó por aquí en una carroza de plata,
escandalizando la ciudad, pues parecía gentil?
-Rogad a Dios
que ella se hinque de rodillas a mis pies, que yo la quitaré la carroza
y más.
Y así fue.
Hicieron la condesa y el conde una confesión general con el Padre Ávila,
quien les impulsó por la vía de la perfección. La condesa, de modo
particular, la emprendió muy de veras: “Se deshizo de la carroza con
todas las demás cosas de adorno de su persona”.
Toda una
cuaresma pasó el Maestro Avila en Zafra con lo condes de Faria. Aquí es
donde don Diego de Guzmán le oía los sermones de rodillas, por el gran
respeto que tenía de su doctrina. Don Diego de Guzman acababa de
regresar de Salamanca, donde había cursado la teología. Le acompañaba su
compañero inseparable, el licenciado Gaspar Loarte, discípulo del Padre
Ávila desde 1537, a quien también había mandado el Maestro a la
Universidad de Salamanca, a prepararse para el naciente Colegio de
Baeza. En Zafra comenzó el apostolado de los dos al lado del Maestro
Ávila, quien desde el primer momento se había consagrado a la
predicación y a la enseñanza de la doctrina a los niños, como hacía
siempre, en todas partes.
El Padre Ávila y
los dos discípulos partieron para Córdoba. En Sevilla, en Écija y en
Córdoba, movidos por su palabra, se le han ido juntando los sacerdotes
más celosos y apostólicos. Ahora en Córdoba, en torno al 1538, comienza
a concretarse una especie de congregación. De la admiración se pasa a la
obediencia. Juan de Ávila comienza a trazar planes de vida para sus
discípulos. En ellos trata, sobre todo, de robustecer el espíritu
interior: recogimiento, frecuencia de confesión y comunión, dos horas de
oración diaria y no olvidar el estudio del Nuevo Testamento, para cuya
inteligencia aconseja servirse de San Juan Crisóstomo y de Erasmo. Como
lectura de Padres aconseja Casiano, San Gregorio, San Agustín, San
Bernardo y también libros en castellano como La imitación de Cristo, que
él mismo ha traducido... Entre sus discípulos se cuentan sacerdotes
sencillos, sin muchas letras, y otros, hombres doctos, de los que salen
los profesores de los colegios de Córdoba, Baeza, Jerez de la
Frontera... También se le unen otros que no son aún sacerdotes a quienes
envía a Salamanca a perfeccionar sus estudios.
Para el Maestro
Ávila siempre fue importante el estudio de la teología. Pero para él la
teología no es una ciencia teorica, abstracta, siempre tiene un sentido
espiritual, apostólico. Le entusiasma entenderla al estilo de Pablo y
Juan, como algo vivo y palpitante, rumiada en la oración: “Me parecía
que leyendo a San Juan o a San Pablo y a Isaías, habrían de conocer la
Escritura y, sin embargo, veo a muchos que no saben nada de ella....”
(Carta 2 al Padre Alonso de Vergara).
En todos sus
colegios se estudia teología. Pero en ellos ninguno se gradúa sin que
haya salido a misionar por los pueblos. Los doctores de Baeza no son
unos especlativos, sino varones espirituales, directores de almas.
Oyendo al Maestro Ávila, Fray Luis de Granada, tan preocupado siempre
por el estilo literario, escribe: “¡Oh mi Dios! Veo en el Evangelio que
las lámparas no arden sin el olio de la caridad, la cual no nace de las
letras. Veo que Esaú, que andaba a caza, perdió la bendición y la ganó
el simple y doméstico Jacob. ¡Oh, cuàntos teólogos andan a caza de
sutilezas, volando por el aire, y pierden la bendición, la cual gana una
vejezuela hilando en su casa!...
Ahora en Córdoba
llega a tener juntos “más de veinte compañeros en el Alcázar viejo”.
Este centro de sacerdotes retiene al Maestro Ávila en Córdoba, como su
sede habitual, durante unos ocho o nueve años, hasta que, gravemente
enfermo, fije definitivamente su residencia en Montilla hacia 1555. Pero
esta larga permanencia en Córdoba no significa que esté inmóvil. Solo no
acompañado de sus discípulos predica con gran fruto, no sólo en la
ciudad, sino también en los alrededores: por la serranía cordobesa,
Fuenteovejuna, llegando hasta los límites del arzobispado de Toledo.
Sube hasta la ermita de Nuestra Señora del Castillo, donde confiesa a
muchas personas que le habían seguido desde los lugares donde había
predicado.
En 1945 Fray
Luis de Granada es nombrado prior del convento de Palma del Río. Allí
vive el amigo del Maestro Ávila don Luis de Puertocarrero, conde de
Palma, quien muchas veces, de palabra y por carta, le ha insistido en la
publicación del Audi, filia. Visitando a los dos amigos, al conde
y al prior, el Maestro Ávila finalmente se decide a darlo a la imprenta.
El conde promete patrocinar y sufragar la edición del libro y Juan se le
dedica. En la dedicatoria el Maestro Ávila explica los motivos que le
mueven a publicar su tratado: “La causa, muy ilustre señor, por lo que
no he dado a la imprenta el presente tratado, habiéndomelo pedido muchas
veces, de palabra y por carta, no ha sido por falta de voluntad de
obedecerle y servirle, sino el temor de que por mi insuficiencia,
imprimiendo el libro con intención de aprovechar a los que lo leyesen,
se les volviera impedimento de leer otros muchos, de los cuales pudieran
sacar mucha más erudición y santo fervor. Pensando esto me he mantenido
hasta ahora y siguiera así si, en los días pasados, no hubiera caído en
mis manos este tratado y, leyéndolo, lo vi tan cambiado, borrado y al
revés de como yo lo escribí que, habiéndolo compuesto yo, yo mismo no le
entendía. Entonces me pareció que así no sólo ninguno se podría
aprovechar de él, sino que haría daño a quienes le leyesen, por las
muchas mentiras peligrosas que en él había y cada día aumentaban , pues
cada uno que le copiaba añadía errores a los pasados. Visto lo cual, he
querido trabajarlo de nuevo e imprimirlo, para avisar a los que tenían
los otros traslados llenos de mentiras de manos de ignorantes
escritores, que no les den crédito, sino que los rompan y, en lugar de
ellos, puedan leer este de molde y verdadero. Y lo que antes iba
brevemente dicho y casi por señas (porque la persona a quien se escribió
era muy enseñada, y en pocas palabras entendía mucho), ahora, para
todos, va copiosa y llanamente declarado, para que cualquiera, por
principiante que sea, lo pueda fácilmente entender.
El intento del
libro es dar algunas enseñanzas y reglas cristianas, para que las
personas que comienzan a servir a Dios, por su gracia sepan efectuar su
deseo. Se dan primero algunos avisos con lo que nos defendamos de
nuestros enemigos especiales y, después, se ofrece el camino para
ejercitarnos en el conocimiento de nuestra miseria y poquedad, y en el
conocimiento de nuestro bien y remedio, que está en Jesucristo. Estas
dos cosas son las que en esta vida son más provechosas”.
El Maestro
Ávila, en el libro que ahora dedica al conde de Palma, no sólo corrige
los errores que circulaban en las copias hechas a mano, sino que amplia
notablemente el escrito dedicado a doña Sancha Carrillo, cuya memoria
queda ya bastante distante. Esta segunda redaccación fue seguramente
objeto de largos coloquios entre el Maestro Ávila y su amigo Fray Luis
de Granada, según éste se lo confiesa a la condesa de Feria, al final de
su vida: “El Audi, filia puedo decir que lo tengo en la cabeza,
por haberlo leído muchas veces; y, cuando lo leo, me parece que veo vivo
al Padre en aquellas letras muertas, acordándole cuántas veces platicó
conmigo muchas de éstas”.
Sin embargo, a
pesar de estar dispuesto para la imprenta, aún tarda unos años en
publicarse. Habiendo sido convocado el Concilio de Trento en 1546 y
siendo la justificación uno de los principales temas a tratar en aquella
primera atepa conciliar, el Padre Ávila quiso esperar hasta conocer las
decisiones tridentinas. Finalmente se publicará en Álcalá en 1556 la
edición escrita antes del Concilio, por lo que no le cita. En cambio en
las lecciones leídas en Zafra en 1549 sobre la primera carta de San Juan
cita y saborea repetidamente las enseñanzas que se acaban de dar sobre
la justificación en “este Concilio de Trento”.
A primeros de
abril de 1547 está en Montilla, pues desde allí escribe una carta muy
afectuosa a su antiguo amigo Don Pedro Guerrero con ocasión de su
nombramiento como arzobispo de Granada. Don Pedro le ha escrito
pidiéndole que se ecerque a Granada para orientarle en su nuevo cargo.
Juan le promete acudir a ayudarle “en tan pesada carga” apenas se libre
de algunas ocupaciones. No le señala fecha, “pues a lo más que me atrevo
es a decir lo que pienso hacer, dejando la realización de ello a la
voluntad del Señor, sin cerrar nunca la puerta para hacer lo que me
pareciere más conforme con ella”. En el mes de diciembre aún no había
logrado ir a Granada, pues el 15 de diciembre el arzobispo le envía un
mensajero “rogándole que venga”.
La insistencia
del arzobispo surte efecto y el Maestro Ávila parte para Granada a
principios del año 1548. Y en Granada sigue al comienzo del verano, pues
allí le encuentran sus discípulos el Maestro Gaspar López, catedrático
de Jerez de la Frontera, y el Padre Cristóbal de Mendoza. El Maestro
Gáspar cuenta en carta a San Ignacio sus impresiones del encuentro con
el Maestro Ávila: “Presentándose cada día muchas perplejidades en cuanto
a volver a Jerez o proseguir el camino, el Padre Mendoza y yo partimos
para Granada, que se halla de camino a Gandía, para pedir consejo al
religiosísimo Maestro Ávila, en vida y ejercicios y doctrina en todo
igual a la Compañía”. El Maestro Gaspar encuentra un mismo espíritu en
las escuelas sacerdotales del Padre Ávila y en Compañía de San Ignacio.
El Maestro Ávila “con su gran doctrina y santidad ha formado muchos
siervos de Dios... Por lo que, estando lejos S. R., mi padre y maestro,
no he dudado en consultar mis dudas a persona tan eminente”. A Juan de
Ávila le parece bien que su discípulo entre en la Compañía, aunque le
pide que retrase su entrada, hasta terminar el curso de Teología en
Jerez.
El primer
discípulo del Padre Ávila que entra en la Compañía es el Padre Cristóbal
de Mendoza, admitido en Roma por San Ignacio en el verano de 1546. El
Padre Cristóbal era de Jerez y, al regresar a su tierra, habla de su
experiencia con el Maestro Gaspar López, ganándole para la Compañía.
Decidido a entrar en la Compañía al terminar aquel curso, el Maestro
Gaspar partió para Sevilla con el propósito de ir a Gandía. Pero en
Jerez, el cabildo y la ciudad se alarmaron al verle abandonar la ciudad
y le suplicaron que no dejara el colegio. Un mensajero fue a pedir al
Maestro Ávila que le mandase volver para terminar el curso de Teología
que estaba leyendo. Con lágrimas en los ojos volvió a Jerez el Maestro
Gaspar. Desde Jerez escribe a San Ignacio: “Hace ocho años que enseño en
esta ciudad por consejo y mandato del Maestro Ávila, de quien V. R.
quizás ha oído hablar, y de otros teólogos, siervos de Dios, que en esta
tierra hacen gran fruto con sus vidas y doctrinas. He acabado dos cursos
de Artes y leo el de Teología. Algún fruto se ha hecho por la bondad del
Señor, mas no tanto como yo quisiera, por mis pecados. El trabajo me ha
enflaquecido mucho. Deseo ir a donde em enseñen a bien morir y a bien
vivir. Primero me parecía conveniente acabar de leer la Teología, pero
¿qué sé yo si la acabaré? Bien sé que me irá mejor estando sentado y
callar y oír entre tan santa Compañía y hacer lo que me mande V. R., que
no en sufrirme a mí entre tan gran variedad de corazones, que Jesucristo
no ha hecho tan unos. No he visto ni oído religión donde tanto espere
ser remediado y que tan apta sea para hacerme caminar hacia Cristo”.
Juan de Ávila
sigue en Granada hasta el mes de agosto de 1548. Un aviso de la condesa
de Faria le anunció que estaba para dar a luz y se puso en camino. El 25
de agosto lacía en Constantina el primer hijo varón de los condes, don
Lorenzo. Allí estaban el Maestro Ávila y Fray Luis de Granada. El
Maestro Ávila se detuvo poco tiempo junto a los condes, pues a los 15
días ya estaba en el cabildo de Córdoba: “En este cabildo del 10 de
sptiembre entró el Padre Maestro Ávila y trató con su señoría de cómo en
esta ciudad debe haber un colegio donde se lean todas las ciencias, como
lo hay en otras ciudades”.
Mientras sigue
urgiendo la formación de este colegio sigue creciendo el número de sus
discípulos. Ahora, en 1548, le conocen y se le unen Baltasar Loarte,
hermano del doctor Gaspar Loarte, y Francisco Gómez, a quien el Maestro
Ávila llama siempre “el Licenciado”. Es un intelectual, pero su forma de
enseñar Teología es sapiencial, como ha aprendido del Maestro Ávila.
Estando ya en la Compañía escribe en 1562: “Enseño Teología por Santo
Tomás. Salud tengo, gloria al Señor, cuanto basta para leer, aunque bien
cansadas las potencias y harto ya de leer, no tanto por el leer, que me
parece que le tengo aficción, sino porque tener que leer al modo que se
usa me da en el rostro, porque soy enemigo de tratar cosas inútiles y
que, sacando en blanco lo que unos y otros dicen, no veo que aproveche
ni ad mores ni ad fidem... En las cosas importantes, cuyo
conocimiento tiene que ver con las costumbres y con la fe, procuro
trabajar lo te a su posible, y en lo demás, como no me sale del corazón,
estudio cuanto veo que basta para que parezca que no lo ignoro, pero lo
trato sólo de paso y superficialmente...”.
En este mismo
año de 1547, a sus veintiséis años, comenzó en Córdoba su predicación el
doctor Juan Ramiro de Oviedo, discípulo del Maestro Ávila desde muy
joven. Había cursado sus estudios en Granada y Salamanca. Ordenado
sacerdote, “trató con su Maestro, el Padre Juan de Ávila, si seguiría o
no el camino de la predicación. Quiso oírle un sermón antes de darle su
parecer. Se lo dio hecho de su mano para que lo aprendiese de memoria y
lo predicase en un convento de monjas en Córdoba. Durante el sermón, por
la novedad y por tener delante s su Maestro, habiendo comenzado a citar
n texto de jeremías, hizo una digresión y, no acertando a volver al
punto de donde había salido, lo echó de ver el Maestro Ávila y desde su
asiento le dijo esta sola palabra: Aquilón, con lo que le puso en camino
y volvió al texto que había comenzado a explicar. Acabado el sermón fue
a oír el parecer del Padre Ávila. Pensaba que le diría que tomase otro
camino, que era desacierto querer predicar; pero como el santo varón
tenía del cielo tanta luz para acertar en sus consejos, no juzgó por
aquella falta de memoria o turbación el talento del nuevo predicador,
sino que con resulución le dijo que estudiase y predicase, que el Señor
le había escogido para predicador de su palabra”.
El dominico
Melchor Cano ha sembrado la inquietud entre los jesuitas de Salamanca,
“esos religiosos nuevos, sin hábito y sin coro”. A finales de enero de
1549, Ignacio de Loyola creyó oportuno escribir al maestro Ávila,
dándole cuenta de esta contradicción. Esta carta y otras de Francisco de
Borja y del Padre Araoz le llegaron al Maestro Ávila a primeros de
abril. Su respuesta a Ignacio lleva la fecha del 13 de abril. Al Maestro
Ávila le parece bien que en donde haya oposición a esta obra de Dios se
provea de remedio por parte del Vicario suyo en la tierra, para que las
lenguas de los que, con buena o mala intención, la quieren hacer
sospechosa, sean frenadas, pues los corazones de quienes están en esta
Compañía no se moverán en esto con amargura de ira, sino con la
fortaleza del celo celestial por la casa del Señor, que cuando permita
la contradicción no actúa fuera de su antigua costumbre, pues desde el
principio del mundo nunca faltó bondad que padeciese ni malicia que
persiguiese. Esta es la piedra de toque que distingue al siervo fiel del
fingido, “pues como en nuestra cabeza primero hubo pasión que
resurrección, los miembros no deben huir de lo que pasó la Cabeza”.
A finales de
este mismo año de 1549, Juan de Ávila está nuevamente en Zafra. Se
conservan algunos sermones de esta época y muy probablemente hay que
situar en esta estancia en Zafra las 24 lecciones sobre la primera carta
de San Juan, que leyó en el monasterio de Santa Catalina con asistencia
de la condesa y de la marquesa de Priego. Luego serán publicadas en
forma de tratado en 1553.
Estando en Zafra
le llega la noticia de que han hecho rector de la Universidad de
Salamanca a su discípulo don Antonio Fernández de Córdoba, hijo de la
marquesa de Priego. Don Antonio escribe al Maestro Ávila presentando sus
excusas por haber aceptado. El Maestro Ávila le dice que ha hecho bien
en aceptar, pero le pone en guardia: “Receloso estoy de que nuestro
adversario urdió esto para impedirle el camino que le llevaba a Dios;
porque como las ocupaciones, aunque buenas, no se hayan de imponer a los
principiantes, porque suelen turbarlos, por no tener puesto en paz lo
que a ellos toca, ha hecho mucho mal a muchos por esta vía,
haci´´endoles parar en lo que el golondrinillo que sale a volar antes de
tiempo, el cual, como no tiene fuerza para proseguir su vuelo en alto ni
para volver a su nido, cae en manos de muchachos, que juegan con él y
después le matan”.
El 10 de enero
de 1550 el Maestro Ávila vuelve a estar en Córdoba, tratando en el
cabildo el viejo asunto del Colegio. Pocos días después escribe una
carta (220) a su discípulo Diego de Santa Cruz, a quien había enviado a
Évora a fundar un colegio de sacerdotes seculares y que ahora acaba de
entrar en Coimbra en la Compañía de Jesús.
En agosto de
1550 muere en Gandía San Francisco de Borja. Este mismo año también
muere en Granada San Juan de Dios. Mientras tanto el conde de Feria,
aquejado de continuas enfermedades, ha trasladado su residencia de Zafra
a Pliego, buscando la salud. La condesa, preocupada por la salud
espiritual de su esposo, ha llevado a Pliego al Maestro Ávila, a Fray
Luis de Granada y al Padre Diego de Guzmán. En esta ocasión tuvo lugar
la fundación del Colegio de San Nicasio en esta villa de Priego.
Entre tanto, en
diciembre de 1550 se convocaba de nuevo el concilio para el 1 de mayo de
1551. El arzobispo de Granada, Don Pedro Guerrero, va a asistir por vez
primera a esta magna asamblea. Desea llevar consigo al Maestro Ávila
“conociendo su virtud, santidad y letras”. Dadas sus graves enfermedades
el maestro Ávila se excusó de no poderle acompañar, pero sí le dio por
escrito el Tratado de reformación del estado eclesiástico y el
escrito De lo que se debe avisar a los obispos.
“Habiendo vivido
en el período de transición, lleno de problemas, de discusiones y de
controversias que precede al Concilio de Trento, e incluso durante y
después del largo y grande Concilio, el Santo no podía eximirse de tomar
una postura frente a este gran acontecimiento. No pudo participar
personalmente en él a causa de su precaria salud; pero es suyo un
memorial, bien conocido, titulado Reformación del Estado Eclesiástico
(1551) (seguido de un apéndice: Lo que se debe avisar a los obispos),
que el arzobispo de Granada, Pedro Guerrero hará suyo en el Concilio de
Trento, con aplauso general” (Pablo VI, homilía en misa de
Canonización).
“Cuando se
dirige al Papa y a los Pastores de la Iglesia, ¡qué sinceridad
evangélica y devoción filial, qué fidelidad a la tradición y confianza
en la constitución intrínsica y original de la Iglesia y qué importancia
primordial reservada a la verdadera fe para curar los males y prever la
renovación de la Iglesia misma!” (Ibidem).
Ignacio se ha
dado cuenta del valor personal del Maestro Ávila y de la semejanza que
hay en la obra evangelizadora de ambos. Piensa que es conveniente
inclinarle a entrar en la Compañía, “porque traería tras sí mucha cosa
el Ávila”. Así le dice al Padre Francisco Villanueva en una carta de
septiembre de 1550. Si el Maestro Ávila hubiese entrado en la Compañía,
San Ignacio, como él mismo decía, habría mandado trasladarlo a hombros
como si se tratara del “arca del Testamento”.
A principios de
1551 comenzaron las enfermedades de Juan de Ávila y ya no le dejaran
hasta el fin de sus días. Las enfermedades “comenzaron poco después de
los cincuenta años” y “duraron por espacio de diecisiete años”, es
decir, desde los cincuenta y dos hasta los setenta en que muere. Pero
con la enfermedad no cesan sus actividades. Y lo que no puede hacer
personalmente lo hace por carta. No olvida algo que lleva en el corazón
y que no acaba de cuajar: el Colegio de Córdoba. El 14 de enero, en el
cabildo de la ciudad, “se ve la petición del señor Maestro Juan de
Ávila”. Las actas del 5 de marzo señalan una nueva gestión suya y de
nuevo insiste en el cabildo del 22 de junio. Con su insistencia consigue
que la ciudad tome con interés el estudio “para que hubiese clérigos
doctos en la administración de los sacramentos”.
El Maestro Ávila
está en Córdoba todo el año 1551, al menos hasta finales de septiembre,
pues el 30 de dicho mes escribe desde Córdoba al duque de Sesa, que está
enfermo. Ese mismo día se escribe desde Salamanca a San Ignacio
informándole del viaje que habían hecho a Granada el Maestro Juan
Álvarez y otro hermano jesuita, en la que expresan el deseo del Padre
Ávila de entregar a la Compañía todos sus colegios. Le mueven a ello la
simpatía y estima que siente por Ignacio y su Compañía y las
enfermedades que le aquejan y aumentan cada día: “A la ida, dice la
carta, fueron por las ciudades de Úbeda y Baeza, donde hay ciertos
clérigos y estudiantes discípulos del Padre Ávila. Escríbennos que están
muy movidos para venir a la Compañía, y que el Padre Ávila trata de
entregar los colegios con toda la renta, que es en cantidad, a la
Compañía. En especial hay dos, los más principales: uno es el hermano
del conde de Bailén y docto en teología, don Diego de Guzmán, y el otro,
Gaspar Loarte, doctor en teología. Los dos, según dicen, están
determinados a entrar en la Compañía y dicen que ya les ha dado licencia
para ello el Padre Ávila. Son personas que se ejercitan en enseñar a
muchos niños la doctrina y en otros ejercicios humildes”.
También está
dispuesto a entrar en la Compañía un hijo de la marquesa de Priego, don
Antonio de Cárdoba, que estudia en Salamanca. Cuando le eligieron rector
de aquella Universidad, Juan de Ávila le animó a tratar con los
jesuitas. Así don Antonio se fue aficionando a los padres de la Compañía
y comenzó a pensar en entrar en ella. Sólo le detenían los muchos
prejuicios que había en torno a aquellos padres, de quienes se decían
tantas cosas. Estando enfermo en la primavera de 1550 escribe al Maestro
Ávila, consustándole sobre ello. La respuesta es la carta 151 del
Epistolario. Después de darle algunos consejos para que sepa
aprovecharse de la enfermedad, “con la que Cristo pasa a los suyos del
aula de memores a la de mayores”, el Maestro Ávila pasa a deshacer las
habladurías contra la Compañía: “Las objecciones que ponen algunas
personas me parecen muy flacas”... Para concluir: “No deje de comunicar
con las personas de quien siente recibir provecho su alma, y cuando vea
cosa que discrepa de los dogmas o de las costumbres aprobadas per la
iglesia, entonces apártese. Cuando no se dé esto, siga la senda que Dios
le ha descubierto en el campo de estos siervos suyos”.
A instancia de
sus familiares, el emperador había propuesto a Don Antonio para
cardenal. Don Antonio pesa las razones en pro y en contra y el 31 de
marzo de 1551 escribe a San Ignacio dándole cuenta de ellas y poniendo
en sus manos la decisión. No mucho después Don Antonio partió de
Salamanca para Oñate, donde estaba el Padre Francisco de Borja. Aquí
entró en la Compañía en mayo del mismo año. Con ocasión de su entrada en
la Compañía el Maestro Ávila le escribe lleno de gozo el 16 de junio
desde Montilla. No sentía esa gozo la madre de don Antonio, doña
Catalina, que dijo: “Rogábamos a Dios nos diera santos, pero no tantos”.
Aún se añadirá
otro hecho que apenará más el corazón de la marquesa. Al dolor de la
muerte de su hijo don Pedro y de la entrada de don Pedro en la Compañía
se añadía el dolor de la entrada en 1553 de su nuera doña Ana, la
condesa de Feria, en el monasterio de santa Clara. En esta ocasión el
Maestro Ávila estuvo a punto de perder los favores de los señores de
Priego, al sospechar que todo ello era obra suya. La condesa le dice que
el Padre Ávila era totalmente ajeno a aquella determinación. Le sacó de
su siesta y le llevó al monasterio. Allí se entera de lo ocurrido y,
viendo tantas señales del llamamiento de Dios a la condesa, no pudo
menos de aprovar lo hecho.
Mientras don
Antonio discurría en Salamanca sobre su entrada en la Compañía, su
Maestro, el Padre Ávila, comparecía ante el escribano Juan de Eslava
para patentizar unos inventos que ha hecho para la elevación de aguas.
Con ellos entretiene sus ocios y esperar sacar de ellos el mayor
rendimiento para financiar sus colegios.
En el verano de
1552 muere el conde de Feria. Juan de Ávila le ha asistido algunas
temporadas con su presencia y otras veces le ha confortado con sus
cartas. El 1 de julio de 1552 hizo testamento cerrado en Montilla, que
“escribió de su letra el Padre Maestro Ávila”. Muere el conde el 27 de
agosto en la villa de Priego. El Maestro Ávila “como fiel amigo” estaba
presente. Cuando la condesa, al sospechar por los lamentos y lloros la
muerte del conde, se dirigía a la recámera donde él acababa de expirar,
“le detuvo el camino el Maestro Ávila, a quien preguntó ella:
-¿Cómo queda el
conde?
Juan de Ávila
llevaba en la mano un crucifijo con el que ayudó a morir al conde.
Alargándoselo a la condesa, le dijo:
-Este es su
conde, que ya no tiene otro”.
Por estas
fechas, verano de 1552, por mandato de Ignacio de Loyola se escribe de
nuevo al Padre Villanueva para que visite al Maestro Ávila. Las
relaciones del Padre Ávila y la Compañía han cobrado auge en estos
últimos años. Pero el Padre Villanueva no se atreve a hacerlo, por temor
a la animosidad del arzobispo de Toledo, Juan Martínez Silíceo,
intransigente con los cristianos nuevos. Así se lo comunica al Padre
Ignacio desde Alcalá el 20 de septiembre: “Yo pensé ir este verano a ver
al Maestro Ávila, pero después, con estas cartas recibidas en agosto
para el arzobispado de Toledo, me encogí, porque Ávila también tiene su
raza”.
Por este tiempo
el colegio de Baeza pasaba algunas dificultades por causa de la
Inquisición. A finales de 1551 o principio de 1552 la Inquisición toma
al doctor Loarte y poco después al doctor Bernardino de Carleval, alma
de la Universidad. El doctor Loarte salió libre, “sin nota alguna”, en
el otoño de 1552. Mientras tanto, su compañero don Diego había escrito
al inquisidor mayor y al Consejo, diciendo que él sabía que algunas
personas habían sido condenadas por la Inquisición sin culpa alguna, y
parece que indicaba que le constaba a él por confesión sacramental de
los mismos. El inquisidor mayor y los del Consejo, al recibir la carta
de don Diego, mandaron a un inquisidor que le tomase su dicho y que, de
no satisfacer, se le detuviese en la cárcel; y que de todos modos lo
desterrasen de Andalucía. Cuando se presentó el inquisidor don Diego ya
no estaba. El y el dontor Gaspar Loarte habían ido a Priego a tratar con
el Padre Ávila su entrada en la Compañía. El Maestro les encaminó hacia
Oñate, para que tratasen su vocación con el Padre Francisco de Borja. De
paso se detuvieron en Alcalá para hablar también con el Padre Araoz de
su entrada en la Compañía y de la ida de la Compañía a Córdoba y Baeza.
Por estas fechas
el Maestro Ávila ya había escrito al provincial, Padre Araoz,
manifestándole su decisión de entregar a la Compaía sus colegios. El
Padre Francisco de Borja se lo escribe al Padre Ignacio: “Por una carta
nuevamente recibida del Maestro Ávila se entiende que, estando muy
enfermo, quiere dejar por heredera a la Compañía de sus discípulos en
los colegios”. El Padre Araoz escribe al Maestro Ávila el 19 de enero de
1553 una larga carta. Lamenta no haber estado en Alcalá cuando pasaron
por allí don Diego y el doctor Loarte antes de navidad, para poder
tratar de palabra lo referente a tomar la Compañía los colegios de
Ávila, especialmente los de Córdoba y Baeza.
Durante este
verano de 1553, el doctor Loarte y don Diego de Guzmán, después de
practicar sus ejercicios y ser admitidos en la Compañía, estaban
predicando y enseñando la doctrina a los niños por el obispado de
Calahorra. Llegó a sus oídos que al Padre Araoz no le parecía oportuna
por el momento la entrada de ellos dos en la Compañía, por ser el doctor
Loarte de ascendencia judía. Esto hirió en lo más vivo el corazón de los
dos discípulos de Ávila, que buscaban en la Compañía una vida
evangélica, sin fariseísmos de distinciones de raza. Con fecha de 13 de
julio escriben una dura carta al Padre Araoz: “Sabe nuestro Señor cuánto
hemos sentido haberse introducido tal espíritu (que a nuestro parecer no
es nada santo), adonde pensábamos que puramente reinaba el de Cristo”.
Aunque es cierto
que el problema de los cristianos nuevos estaba planteado en la
Compañía, no era ese problema el que detenía de momento detenía a los
jesuitas para recibir a los dos discípulos del Padre Ávila. La
dificultad, según escribe el Padre Nadal a San Ignacio, “es que el
doctor Loarte ha sido tomado por la Inquisición y, aunque se dice que ha
salido libre y sin nota, todavía esto no se sabe sino por dicho del
mismo Padre Loarte”. Y, por otra parte, don Diego de Guzmás cometió la
imprudencia de escribir al Consejo inquisitorial indicándoles que se
habían condenado a algunas personas sin culpa y, a lo que parece, que lo
sabía por confesión. Los inquisidores habían mandado tomarle su dicho y,
como mínimo, desterrarle de Andalucía; pero, como había ya partido a
verse con Borja, había quedado esto suspenso. En realidad el Padre Araoz
tiene dificultad a aceptar a los conversos y, en concreto, le resulta
difícil acoger en la Compañía a los dos discípulos de Ávila, cuya
espiritualidad no acababa de parecerle conforme al estilo de la
Compañía. En carta a san Ignacio escribe: “Nuestro Señor nos rija en
todo con su misericordia. Espíritus criados en libertad, y con otra
leche, con dificultad se doman”.
Al final de este
verano de 1553 el Padre Villanueva, acompañado del Hermano Alonso López,
entonces sólo diácono, fueron a Córdoba a visitar al Maestro Ávila, que
residiía en Montilla. El Padre Villanueva habló al Maestro Ávila de la
Compañía, de sus constituciones, de sus Ejercicios. El Maestro escuchaba
con gozo y exclamó: “Eso es tras lo que yo andaba desde hace tanto
tiempo y ahora caigo en la cuenta que no me salía, porque nuestro Señor
había encomendado esta obra a otro, que es vuestro Ignacio, a quien ha
tomado por instrumento de lo que yo deseaba hacer y no lo lograba. Me ha
sucedido a mí como a un hombre que empieza una obra y luego se le cae, o
como a un niño que procura con todas sus fuerzas subir una cuesta arriba
una cosa pesada y, por sus pocas fuerzas, no puede y viene un hombre y
la pone donde quiere”.
El Maestro Ávila
ve con tan buenos ojos la obra de Ignacio que a todos sus discípulos que
consedera aptos para la Compañía les aconseja la entrada en ella. Y él
mismo se animaría a entrar en ella si fuera más joven y no tuviera
tantos achaques. El Padre Villanueva, después de tratar personalmente
con el Maestro Ávila quedó “muy edificado de la prodencia y santidad del
buen Padre Ávila y muy satisfecho de sus sermones, de tal manera que
solía decir que andaría muchas leguas para irle a oír”.
La marquesa de
Priego también tenía deseo de conocer aquellos nuevos religiosos, entre
los cuales se contaba desde hacía muy poco su hijo don Antonio. Los
atendió con mucha diligencia y, al partir ellos para Córdoba, escribió a
don Juan de Córdoba, su pariente, rogándole que le acogiese como sus
huéspedes. Don Juan de Córdoba era el dean de la iglesia catedral, noble
por su sangre y poderoso por sus riquezas. Aunque magnánimo y
caritativo, su vida moral dejaba mucho que desear. Tenía varios hijos.
El Maestro Ávila había trabajado por la reforma de sus costumbres y don
sentía por él un gran afecto...
Este canónigo,
encargado por la marquesa de acoger a los jesuitas que llegan por
primera vez a Córdoba, es enemigo de la Compañía. Habla tan mal de ella
que el Maestro Ávila teme que se oponga a su entrada en la ciudad.
En efecto, cuando sabe que han llegado a Córdoba manda a un
criado de la marquesa a buscarlos al hospital donde se han recogido, más
que para acogerlos en su casa, para expiarlos y ver qué clase de gente
son. Pero la simpatía del Padre Villanueva se gana de tal manera su
voluntad que cambia totalmente de parecer y ofrece a los jesuitas sus
casas principales, en que vivía, para fundar el esperado Colegio. Llegan
después el Padre Francisco de Borja y el Padre Bustamante y confirma su
ofrecimiento. Con las casas daba ornamentos y plata para la capilla, por
valor de más de mil ducados, y se obligaba a hacer la capilla principal
de la iglesia con su teja y retablo, dotando la fábrica con veinte mil
maravedíes. Para todo ello daba poder al Padre Ávila, autorizándole para
que concertase con la ciudad lo que ésta debía aportar por su parte.
Las escuelas se
abrieron el 13 de diciembre con cuatro clases de gramática y retórica.
El Maestro Ávila estaba muy contento de la venida de la Compañía a
Córdoba. Por fin, aunque no con el esplendor que siempre había soñado,
veía en marcha el Colegio de Córdoba. Poco antes de Navidad llegó a
Córdoba el Padre Nadal, que ultimó los últimos detalles del Colegio y
trató con el Maestro Ávila todo lo referente a la entrega que éste
quería a la Compañía hacer de sus Colegios y discípulos. Los Colegios
del Padre Ávila eran 15: tres mayores, once menores y el de Alcalá, cuya
finalidad no nos es conocida.
Al tratar el
Maestro Ávila con el Padre Nadal sobre el ingreso de sus discípulos en
la Compañía, no pretendió que entrasen todos en ella, sino sólo los que
tenían condiciones para ello. Como escribe Ribadeneira: “Excluir a los
judíos de la Compañía es contra el parecer de los hombres más santos,
más religiosos, más graves y amigos de la Compañía. Más santos, porque
el Maestro Ávila dijo que por dos cosas se podría perder la Compañía: la
primera, por admitir en ella a mucha gente; y la segunda, por hacer
distinción de linaje y sangre”.
Y uno de los
temas que con más interés trató el Padre Nadal con el Maestro Ávila fue
el de su ingreso en la Compañía. Es un tema sobre el que se sigue
tratando insistentemente durante varios años. San Ignacio lo desea
vivamente y se lo encarga a sus más cercanos colaboradores. La impresión
que le ha causado al Padre Nadal queda reflejada en la carta que escribe
a San Ignacio. En ella traza el mejor retrato que se ha hecho del
Maestro Ávila: “El Maestro Ávila es una persona de mucha habilidad
natural y de buenas letras y buen espíritu. El Señor le ha concedido
mucho fruto en Andalacía, y gran autoridad y crédito, no sólo en
Andalucía, sino también en el resto de España. Es de los cristianos
nuevos y ha sido tomado por la Inquisición, pero liberado sin nota
alguna. Ha tenido secuela de muchos, que, siguiendo su consejo, se dan
al servicio de Dios y a la renovación de su vida, en todos los estados,
y especialmente le siguen algunos, en los cuales ha atinado el buen
Ávila el modo de vivir de la Compañía, aunque sin obediencia ni
oblegación. Un día me decía a mí: Yo he sido como un niño que se
esfuerza en subir una piedra por una cuesta y nunca puede alcanzar la
cima, y luego viene un hombre y fácilmente sube la piedra: así ha sido
el Padre Ignacio. Es buen hombre y a mí me satisfacía mucho ver cómo
acertaba incluso en puntos muy concretos de nuestro modo de vivir. Ha
tomado y tiene nuestras cosas como suyas y así las favorece, como que lo
que él quería hacer se cumple en nosotros... Tenemos en la Compañía a
muchos de sus discípulos... El deseo del Maestro Ávila es entregar sus
principales discípulos a la Compañía, para dejarles amparados. Además él
mismo me dijo que había sido movido a entrar en la Compañía, y que se
siente con ánimos de vivir en congregación con la gracia del Señor, pero
que está enfermo y tiene necesidad de alimentos exquisitos. Me rogó que
escribiese a V.P., pidiéndole que lo encomiende a Dios y que también yo
rogase al Señor para que le encamine, si eso era mayor servicio suyo.
Está enfermo y en la cama casi ordnariamente y no predica; sin embargo,
negocia mucho y aprovecha a muchos; vive de limosma, como ha sido su
costumbre”.
Para San Ignacio
no tiene importancia ninguna de las dificultades. El 14 de junio
responde al Padre Nadal: “Con el Maestro Ávila parece se podría usar
qualquier privilegio por ser persona muy señalada. Vea de ayudarle,
quitándole el temor de algunos impedimentos, así de su salud y necesidad
de tratamiento como de lo demás”. Para quitar obstáculos a su entrada en
la Compañía se piensa en eximirle de todo otro superior inmediato que no
fuese el mismo San Ignacio y en hacerle algo así como compañero del
provincial de Andalucía. Es algo que aparece en la carta del 28 de
octubre de 1554 que don Antonio escribe a San Ignacio desde Plasencia:
“Viendo los grandes dones que nuestro Señor le ha comunicado, tanto de
letras como de espíritu, determiné de hablarle, presentándole algunas
razones en que parecía se serviría al Señor nuestro de que él entrase en
la Compañía, sin que importases sus continuas indisposiciones y
enfermedades. El me respondió que creía que su espíritu y sentir no era
distinto del de V.P., pero que temía la diversidad de pareceres con
otros; y yo le repliqué diciéndole lo que V.P. solía hacer con algunos,
haciéndolos inmediatos a sí. Entonces me respondió con más blandura que
otras veces: Del Señor somos; pídanselo, que yo no pretendo sino su
mayor servicio en mí y en todos”.
En 1554 el Padre
Jerónimo Nadal llevó a Roma al doctor Gaspar Loarte y a don Diego de
Guzmán. Embarcaron en Barcelona rumbo a Génova y llegaron a Roma el día
de San Lucas. El Padre Diego cuenta “que la noche que en compañía del
Padre Nadal llegó a Roma, el santo Padre San Ignacio de Loyola, fundador
de la Compañía de Jesús, que estaba enfermo, quiso que los huéspedes
españoles, que habían llegado, cenasen con él. En la sobre mesa dijo San
Ignacio:
-Díganos nuestro
hermano don Diego algo del santo Padre Ávila.
Le respondió:
-Yo hace ya dos
años que no le veo, porque tantos hace que nos envió al Padre Loarte
(que también estaba presente) y a mí a Oñate, para que el Padre
Francisco de Borja nos recibiese en la Compaía. Nos dijo:
-Andad, hijos,
que quizás seré yo como Jacob, que envió sus hijos delante y después fue
él tras ellos.
A esto replicó
el Padre Nadal:
-Muchas veces
trató conmigo el santo Maestro Ávila esto de entrar en nuestra Compañía,
pero, como humilde, le parece que, estando ya tan viejo y tan agravado
de enfermedades, no ha de ser de provecho, sino de carga a la Compañía.
A esto dijo San
Ignacio con gran ponderación estas palabras:
-Quisiera el
santo Padre Ávila venirse con nosotros, que aquí le traeríamos en
hombros como el arca del Testamento.
El Padre Ávila
fundamentalmente coincidía con los objetivos de la Compañía. Sin
embargo, difería en algún punto con algunos miembros de la Compañía,
como en lo de la limpieza de sangre. Al Maestro Ávila le disgustaba esta
acepción de personas, tan poco evangélica; pero comprendía que había que
proceder con alguna cautela. Teniéndolo en cuenta, al pretender que la
Compañía continuase en Andalucía la obra que él había comenzado con sus
discípulos, y que ahora le era ya imposible atender por sus muchas
enfermedades, no exigía que la Compañía tomase todos sus discípulos,
“para que no dijesen que era sinagoga”.
Durante todo el
tiempo de las negociaciones del Colegio de los jesuitas, el Maestro
Ávila ha residido en Córdoba. Su firma aparece en Córdoba por última vez
el 21 de junio de 1554, como testigo en el testamento de doña Mencía de
Narváez. Durante estos años que está en Córdoba lee públicamente a
clérigos y seglares las epístolas de San Pablo, con grande fruto y
admiración de los doctos. De estos días se cuenta que yendo un día a
decir misa a la parroquia de la Magdalena a eso de las once y media,
entrando en la iglesia, se acercó a él una mujer y le pidió que le ayese
en confesión. El Padre Ávila “se reparó y le oyó hasta pasadas las doce.
Estando en ello, llegó el Padre Juan de Villarás, compañero suyo, y le
dijo: venga vuestra merced a decir misa, que son las doce. Entonces el
Maestro le respondió: No importa que sean las doce que más conviene
acudir al consuelo de esta alma y de ello se servirá más a Dios que no
de que yo dega misa”. Con estas razones prosiguió la confesión hasta
cerca de la una del día y por ello se quedó sin decir misa.
El 22 de julio
de 1554, día de la Magdalena, el Maestro Ávila está en Montilla, donde
en la toma de velo de la condesa de Feria predica un sermón
“excelentísino”, según el calificativo de Fray Luis. El tema es el amor
eterno que el Señor tuvo a la Magdalena. El evangelio del día, al hablar
del fariseo, le da ocasión para fustigar “a los santos secos, santos sin
caridad y sin jugos”. “¿Quién es el fariseo? Un hombre ataviado por
fuera con mucho rezar, con mucho ayunar, con pagar bien sus diezmos, con
guardar las ceremonias de la Ley; un hombre que si la santidad consiste
en esto, santísimo. Pero mirad lo que tiene dentro...”. La condesa, por
el contrario, ha imitado a la Magdalena. “¿No os parece que la
ilustrísima señora condesa de Feria ha hecho otro tanto? Dicen algunos
que para qué se encierra en un monasterio, qué le faltaba acá fuera para
servir a Dios. ¿Sabéis a qué entra en el monasterio? A fregar, si se lo
mandan; a barrer, si le parece a la prelada; a cocinar, si es menester;
a abajarse, a ser esclava de las otras, y a besar la tierra que las
otras pisan. -¿Pues tan alto es eso que por ello se haga una mudanza tan
grande?- Espantaos. Semejante es el reino de los cielos a el tesoro
escondido en el campo, que quien lo halla, va y vende toda su hacienda y
compra aquel campo. Reino de los cielos es el amor de Dios, que quien a
Dios ama, en el cielo está. Tesoro es, mas escondido está”.
En efecto, en
este año de 1556 el librero Luis Gutiérrez publica “Los avisos y reglas
cristianas para los que desean servir a Dios, aprovechando el camino
espiritual. Compuestas por el Maestro Ávila, sobre aquel verso de David
Audi, filia et vide et inclina aurem tuam”. Publica este libro
sin retoques, como le había dejado el Maestro Ávila hacía 20 años, al
dedicarlo al conde de Palma, don Luis de Puertocarreño. Las copias a
mano del manuscrito se habían difundido bastante y una de ellas cayó en
manos del librero complutense, quien, “presupuesta la voluntad del
autor” lo publica, “creyendo que hacía algún servicio a nuestro Señor y
ayuda a mis prójimos al imprimir una obra tan espiritual y tan
excelente, de un tan santo varón como es el Padre Ávila”.
El Padre Ávila
se llevó una gran sorpresa al enterarse de ello. Así se expresa en el
prológo a la segunda edición, escrito en 1564: “Hace 27 años que escribí
a una religiosa doncella, que hace muchos que es difunta, un tratado
sobre el verso del salmo 44, que comienza Oye, hija, y ve; y
aunque muchos de mis amigos me habían afirmado muchas veces que
corregido el trabajo y poniéndolo en orden para imprimirlo, recibirían
provecho los a´nimos de los que lo leyeren, no lo había hecho, por
parecerme que para quien se quiere aprovechar de leer en romance hay
tantos libros buenos que éste no les era necesario; y para quien no,
también éste sería superfluo, como los otros. Y me ayudaba a esto mi
enfermedad continua desde hace casi ocho años. Y así se había quedado el
tratado sin imprimir y casi sin acordarme de él, hasta que el año
pasado, vencido ya por los ruegos de los amigos, comenzaba ya poco a
poco a corregirlo y a añadir para que se imprimiese, aunque sabía lo
mucho que me había de costar de mi salud.
Y al cabo de
pocos días supe que se había impreso un tratado sobre este mismo verso y
con título de mi nombre, en Alcalá de Henares, en casa de Juan de
Brocar, año de 1556. Me maravillé que hubiese quien se atreva a imprimir
libro la primera vez sin la corrección del autor, y mucho más de que
alguno diese por autor de un libro a quien primero no preguntase si lo
es; y procuré con más cuidado entender en lo comenzado, para que,
imprimido este tratado, el otro se desacreditase. Pero las enfermedades
que, desde entonces han crecido, y el haber añadido algunas cosas, han
retarde todo. Ahora que va, recíbelo con caridad, y no tengas el otro
por mío ni le des crédito. Y no te digo esto solamente por aquel
tratado, sino también por si vieres otros impresos en mi nombre, porque
hasta el día de hoy yo no he puesto en orde cosa alguna para imprimir
sino una Declaración de los diez mandamientos, que cantan los niños de
la doctrina, y este tratado de ahora”.
Ávila está muy
enfermo y reside de forma fija en Montilla, en una casa junto al palacio
de la marquesa de Priego, no lejos de Santa Clara, donde está encerrada
la condesa de Feria. Sin los continuos viajes de otros tiempos ahora
tiene algo más de tiempo para dedicarse a sus escritos. Ahora puede
finalmente revisar el Audi, filia, que está sin tocar desde hace
diez años, cuando escribió la dedicatoria al conde de Palma. Siguen los
ruegos de los amigos, pidiéndole que lo publique y es, además, ajustarlo
a los cánones del concilio de Trento.
Mientras está
entregado a corregir y aumentar su tratado, le llega otra sorpresa. El
Audi, filia es llevado a la Inquisición e incluido en el
Indice de libros prohibidos. El Maestro Ávila suspende el trabajo y
antes de seguir su corrección se preocupa de everiguar el alcance de la
prohibición y de saber qué es lo que habían encontrado en su escrito
merecedor de censura. Sabemos que Fray Luis de Granada, al enterarse de
que también sus libros han sido llevados a la Inquisición, corre desde
la corte de Portugal a Valladolid a parar el golpe. Se entrevista con
Valdés, pero ya tarde, el Cátálogo de libros prohibidos ya estaba
en la imprenta. El arzobispo Valdés le dice, además, que “él es
contrario a cosas ce contemplación para mujeres de carpinteros”. En las
primeras páginas del Índice se indica el criterio seguido. Se ha
mandado hacer el Catálogo de cuantos libros “pareciesen
heréticos, sospechosos y que contengan algún error, o que sean de autor
hereje, o que puedan producir algún escándalo o sea inconveniente
tenerles o leerles”. Entre los libros incluidos en el Índice figuran
libros de San Francisco de Borja, Fray Luis de Granada, Fray Bartolomé
Carranza y el del Maestro Ávila.
El Padre Ávila,
al preparar la edicción definitiva de 1574 tiene en cuenta todas las
observaciones, incluso las correcciones que afectan solo a una palabra.
La nueva revisión la termina hacia finales de 1564, pues desde 1565
vuelven a circular copias del libro. Mientras tanto, el Padre Ávila,
para obviar cualquier inconveniente, había presentado el libro a la
censura del obispo de córdoba, don Cristóbal de Rojas, quien concedió la
aprobación el 7 de junio del mismo año de 1565: “Habiendo mandado ver y
examinar este libro, que ha sido hecho por elPadre Maestro Juan de
Ávila, entiendo que su doctrina es católica y provechosa para cualquier
cristiano; por tanto, doy licencia para que lo puedan leer y tener todas
las personas que quisieren”.
Para evitar toda
sospecha, en su prólogo a esta edicción de 1564 avisa al lector que
“como este libro fue escrito a aquella religiosa doncella, la cual y las
de su calidad han menester más esforzarlas el corazón con confianza que
atemorizarlas con rigos, así va enderezado más a lo primero que a lo
segundo. Pero, si la disposición de tu alma pide más rigor de justicia
que blandura de misericordia, toma de aquí lo que hallares que te
conviene y deja lo otro para otros que lo habrán menester”.
Después de la
muerte del Padre Ávila, dos de los discípulos, Juan de Villarás, su
amanuense, y el Padre Juan Díaz, su sobrino, se empeñaron en la
publicación de las obras del Padre Maestro. Comenzaron por el Audi,
filia, que dedicaron ambos juntamente a don Alonso de Aguilar, marqués
de Priego. La aprobación del Padre Bartolomé de Isla lleva la fecha del
26 de noviembre de 1573. El libro apareció el año siguiente en Toledo.
El mismo año de 1574, poco después, volvió a imprimirse en Madrid y al
año siguiente en Salamanca ya con el título de Audi, filia.
La casa que
habitó el Maestro Ávila en Montilla es una típica casa andaluza,
sencilla y modesta, con un patio abierto hacia el sur. Tiene la planta
baja y un piso. Una estrecha escalera conduce directamente a la celda en
que murio el Maestro. Es una habitación del piso alto orientada hacia el
norte, con una ventana que mira a la calle. Todo en ella respiraba
pobreza evangélica. En los últimos años de su vida había quitado todo
adorno, dejando en ella sólo una cruz y un cuadro pequeño del Ecce homo,
que colgaba en la pared del lado de la cama. En este mismo piso hay otra
habitación bien soleada, con dos ventanas que dan al patio, en la que
tenía su buena biblioteca y la mesa de trabajo. Desde esta estancia
podía ver el campo fértil de olivos y viñedos. Enfrente estaba el
palacio de los marqueses de Priego, con los que le era fácil comunicarse
por una puerta interior. En la planta baja tenía el Maestro un “oratorio
con un Cristo en campo negro y una imagen de nuestra Señora del Pópolo”.
En esta casa
vivía con él el Padre Juan de Villarás, su mejor amanuense, y dos
criados, que “buscaban a su lado la ciencia de la virtud”. Estos se
encargaban de responder a las visitas y de comunicar al Maestro los
avisos. Si el Padre daba permiso de entrar, éstos introducían en la casa
a la persona, pero nunca consintió que entrase en ella mujer alguna. A
las que iban a pedir un consejo o con otra necesidad, les remitía a la
iglesia e iba a hablarles allí. Hasta seis fueron los criados del Padre
Ávila en estos años de Montilla. Les solían dar el apelativo de
“hermanos” y su principal ocupación era, además de atender a las cosas
materiales de la casa, el trasladar los escritos del Padre Maestro o
escribir al dictado sus cartas cuando los achaques le tenían impedido.
Excepto uno, que se casó, los demás abrazaron la vida religiosa. Por el
hermano Baltasar de los Reyes conocemos algunos detalles íntimos de la
manera de vivir del Maestro Ávila. El es quien refiere que “cuando se
decía en presencia del Maestro Ávila algún defecto de un prójimo
ausente, cortaba la plática, dando una palmada en la silla y diciendo:
Basta, démosle treinta días de tiempo para que responda por sí mismo”.
En cierta
ocasión el Maestro Ávila se hospedó por diez o doce días en el Colegio
de los jesuítas de Montilla, dejando a todos admirados por “su
acostumbrada mesura y serenidad”, según la narración de Fray Luis. Fue
durante los días en que se hacían unas obras de reparación en la casa
donde residía. Aprovechó esos días para explicar a los dieciocho
religiosos, cinco padres y los demás hermanos, del Colegio las epístolas
de San Pablo. El predica en la inauguración del nuevo templo del Colegio
en el año 1560. Hay testimonios de las pláticas y sermones con que
edificaba a los jesuitas “por sus muchas letras, virtud y santidad”. Los
padres jesuítas invitaban también al Padre Ávila a pasar algunos días en
su finca de recreo. Así lo refiere el licenciado Muñoz: “Estando el
Maestro viejo y enfermo en Montilla, salía alguna vez durante el año a
la heredad de San Lorenzo, que tienen para recreación los padres de la
Compañía. Allí tendía las velas a la oración sin embarazo y descansaba
algunos días de sus continuos trabajos y enfermedades”.
Descendiendo
desde su casa el Maestro se llegaba frecuentemente al monasterio de las
monjas de Santa Clara. Allí estaban sor Ana de la Cruz, la santa condesa
de feria, y dos hermanas de la marquesa de Priego, doña Isabel Pacheco y
sor María, que se dirigían espiritualemente con él. Cuando el Padre
Ávila, por sus achaques, no podía acercarse al monasterio, se comunicaba
por escrito. Desde 1565, un muchacho, Pedro Luis de León, hijo del
mayordomo de Santa clara, era el encargado de llevar los papeles de las
monjas, particularmente de la marquesa, a la casa del Maestro. En los
procesos de beatificación él testifica que esto “era muchas veces cada
día”. En casa de los marqueses de Priego también eran varias las
personas que se confesaban y dirigían espiritualmente con el Maestro
Ávila.
Con su trato
“suave y apacible” se insinuaba fácilmente hasta el fondo de las almas
con quien trataba. Decía que de ordinario la santidad y la urbanidad
corrían juntas. El se mostraba sumamente sumiso a los prelados y
señores, a quienes hacía tales reverencias y daba tantos títulos que
algunos discípulos suyos lo juzgaban excesivo y se lo echaban en cara. A
lo que él contestó en una ocasión: “Quieren paja, les doy paja”.
Vestía
humildemente, “una sotana vieja, más de un codo alta del suelo”. Pero
procuraba llevar siempre sus hábitos muy limpios, porque así convenía a
la decencia del estado sacerdotal. Y como él vestían también sus
discípulos, de modo que “quien no los conocía, por la pinta sabía
quiénes eran. Este hábito es el que impuso a los antiguos doctores y
maestros de Baeza, y él se acomodaron los jesuitas al llegar a
Andalucía, por ser el traje de los clérigos más ejemplares.
Encerrado de
ordinario en su casa de Montilla, apenas sale para otra cosa que para
predicar o confesar. Y el tiempo que pasa en su retiro lo dedica en su
mayor parte a la oración. Él mismo le ha dicho a Fray Luis que aún en el
“tiempo que predicaba, cercado de tantas ocupaciones, tenía cada día dos
horas de oración por la mañana y otras dos en la noche. Esto lo pagaba
el sueño, porque se acostaba a las once y despertaba a las tres de la
madrugada, y así tenía tiempo para esto. Pero, después que por las
muchas enfermedades, no continuaba tanto el oficio de predicador, el
tiempo que quitaba a la predicación lo dedicaba a la oración. Este era
el orden de su jornada: toda la mañana hasta las dos de la tarde lo
gastaba con Dios y en la Misa cuando la podía decir; y en este tiempo no
admitía ocupación alguna por importante que fuese. Luego desde las dos
hasta las seis daba audiencia a los que a él venían. Y desde esta hora
hasta las diez se recogía y trataba con Dios los negocios de su alma y
de las ajenas; y así eran sus vigilias muy continuas, llenas de dolores
y gemidos por los pecados del mundo”.
Tenía en su
habitación un crucifijo muy grande de escultura y su modo de hacer
oración en sus últimos años, como no podía estar de rodillas por sus
enfermedades, consistía en asirse con una mano del clavo de los pies y,
sustentándose en pie, se estaba las horas en oración. En los procesos de
beatificación se repite: “Es cosa pública que le pagó Dios nuestro Señor
con muchas mercedes y regalos durante la oración, que tenía las más de
las veces asido al clavo de los pies de un santo crucifijo que tenía en
su oratorio. Y he oído decir que uno de los regalos que Dios nuestro
Señor hizo a su siervo fue que le habló desde el crucifijo, diciéndole:
Juan, perdonados son tus pecados”.
Algunas veces el
Maestro se expansionaba en voz alta delante del crucifijo, según
refieren los hermanos que le cuidaban. El Hermano Rodríguez del Campo
dice que “el Maestro Ávila trataba de remediar cierta ocasión de ofensa
a Dios en persona grave y, faltando el remedio o ayuda de quien la podía
o debía dar, vino este testigo y oyó al Maestro Ávila, hablando con un
santo crucifijo en su oratorio: Poderoso sois Vos, Señor, y en vuestra
misericordia confío que me ayudaréis a defender vuestras ofensas y no me
apartaré de hacerlo así, aunque me cueste mil vidas, y teniendo yo
vuestra ayuda, no hago caso de ninguna potencia ni contradicción
humana”.
El hermano
Rodríguez nos cuenta también que “el Maestro Ávila no dormía en cama los
jueves y viernes, por haber padecido en tales días Cristo nuestro Señor,
sino que dormóia en unos haces de sarmientos que, para que no se viesen,
estaban cubiertos con un paño, que ocultaba detrás de la cama”. Esto lo
aconseja también a sus discípulos y a otras personas que se dirigen con
él espiritualmente.
Todos testifican
que hacían “muchas penitencias por los pecados del pueblo y decía muchas
veces: ¿Cómo, Señor, siendo Vos tan bueno, os ofendemos tanto los
hombres? ¡Al fin, ingratos a tan gran Señor! Dadnos la gracia, Señor, de
que os amemos y sirvamos a Vos por Vos. No miréis, Señor, a tantas
ofensas, sino a nuestra miseria y a vuestra gran misericordia”.
Cuando salía de
casa era para confesar o para otros servicios de caridad en favor del
prójimo. Estas eran sus únicas ocupaciones. Y aún decía: “¡Ay, Dios mío!
¿No sería mejor estarme en mi dulce rincón, llorando mis pecados y los
del pueblo y ocupándome en la contemplación de las perfecciones divinas
y en sus alabanzas? Y así tenía grande envidia a los religiosos que, por
medio de su superior y de la obediencia, saben con certidumbre cuándo es
voluntad divina ocuparse en las alabanzas de Dios y en la oración y
cuando quiere Dios que se ocupen del bien de los prójimos”.
Celebraba la
Misa, nos dice Fray Luis, con tantas lágrimas y devoción que la
trasmitía a quienes la oían. Sólo algunas veces podía celebrar en la
iglesia, pues normalmente por sus dolencias la celebraba en casa. Su
devoción y respeto al Señor que se hace presente en la Eucaristía le
lleva a lo que cuenta en los procesos Pedro Luis de León: “Estando
ayudando Misa a cierto sacerdote en el convento de Santa Clara, el
sacerdote hacía los signos de la partícula del labio ad labium
del cáliz muy de prisa y con poca reverencia, entonces se le acercó el
Maestro Ávila, como quien va a enderezar una vela, y le dice en voz
baja: Trátelo bien, que es hijo de buen Padre”.
De la Eucaristía
y de la oración sacaba un ansia ardiente de salvación de las almas. En
medio de tantas enfermedades y dolores no dejaba de ayudar a los demás
en todo lo que podía. Predicaba, consolaba, enseñaba... A veces no podía
levantarse y se lamentaba de no haber podido predicar: “He estado malo y
no he podido predicar ni del Espíritu Santo ni del Corpus Christi. Yo
bien sé que no soy digno de ello y eso me pesa; y sólo me queda decir
con David: Soy yo quien ha pecado, ¿qué culpa tiene esta grey?”.
Desde la casa
Montilla dos géneros de apostolado ejerció el Maestro Ávila: el de la
correspondencia epistolar y el de consejero a cuantos le visitaban.
Continuamente le llegaban visitas en busca de una palabra edificante o
de una orientación para la vida. A unos aconsejaba la vida religiosa, a
otros el sacerdocio, a otros el matrimonio. A todos acogía y atendía con
caridad y solicitud. Y a veces, si llegaba alguien a verle mientras
estaba comiendo, por más modesta que fuese la persona que acudía a él,
se levantaba de la mesa para atenderle, porque, como él decía, “no era
suyo, sino de aquellos que le necesitaban”.
Acudían
particularmente a él sus discípulos a consultarle en los momentos
importantes de su vida. Le visita el doctor Diego Pérez de Valdivia a
principios de 1556 para consultarle si debe a ceptar o no el arcedianato
de Jaen que le ofrecen. El Maestro le dice: “Bien lo podéis aceptar, que
no os faltarán trabajos ni persecuciones”. Le visita el Padre
Centenares, el ermitaño de Sierra Morena, quien al dar cuenta a Padre
Ávila de cómo distribuye su tiempo, el Maestro le dice que quite un poco
de tiempo del estudio y lo añada a la oración, porque aprovecha más un
poco de oración que mucho estudio para llegar al conocimiento de Dios y
a la verdadera caridad para con el prójimo. Este consejo lo repite una y
otra vez a sus discípulos. Para conocer a Dios es mejor maestro la
oración que el estudio. Y para predicar es mejor prepararse con la
oración que con el estudio. El, gran amante de las letras, lo sabe por
experiencia.
A la casa de
Montilla acude el Padre Juan Sánchez, a quien al quedar viudo, aconsejó
se ordenase de sacerdote. Le visita un matrimonio sin hijos, el obispo
de Córdoba, los padres y hermanos de la Compañía de Jesús van a
comunicar con él sus dudas sobre diversos textos de la Escritura. El
Padre Maestro Gudiel, fraile agustino, insigne teólogo, después de
tratar con él decía que el Maestro Ávila era Maestro de Maestros, por
sus letras y por su santidad.
Se cuenta un
caso que se ha hecho célebre. “Fue un sacerdote al siervo de Dios a
pedirle consejo si debía tener en su casa un ama, que fuese ya mujer de
edad, para que le guisase la comida y le sirviese. El Maestro Ávila le
dijo que al día siguiente le daría la respuesta, invitándole a pasar la
noche en su casa. Aquella noche ordenó al criado que servía a este padre
que echase más sal de la ordinaria en la comida y que, luego, no dejase
agua en las vasijas que la solían tener y que en una vacía grande donde
se recogía el vidriado después de haber comido y cenado, dejase un poco
de agua. El criado así lo hizo. Cuando despertó el huésped se halló con
tanta sed que se levantó y fue a buscar agua y, no hallándola en los
vasos, acudió a la vacía del vidriado sin mirar si estaba limpia o no. Y
allí satisfizo su sed. Cuando se levantó por la mañana, el Maestro Ávila
le preguntó cómo le había ido aquella noche, y él le contó lo que le
había pasado. Entonces el santo le dijo que eso respondía al consejo que
le había pedido, pues podía ser tanta la concupiscencia y flaqueza de la
carne que, aunque el ama fuese vieja, tuviese muy grande inconveniente,
y que esto le daba por consejo: que no tuviese en su casa mujer”.
Esto es lo que
practicaba él y lo que practicaron sus discípulos. En los procesos se
lee que “aconsejaba a los confesores que en las confesiones que hicieren
con mujeres fuesen en público y en pocas palabras, porque con la
experiencia que tenía de tan largos años de ejercicio de confesor, sabía
que muchas mujeres principales, no atreviéndose a ser malas por el honor
de su calidad, se dedicaban a ser virtuosas y a estar mucho tiempo con
los confesores; las tales mujeres satisfacían con esto su apetito y esto
lo tenía él por sensualidad”.
Un antiquísimo
cuadro del P. Avila, conservado en Granada en el monasterio de la
Encarnación, lleva en el ángulo superior izquierdo esta inscripción: “El
Maestro Juan de Avila, llamado apóstol de Andalucía, fue natural de la
villa de Almodóvar del Campo y falleció en Montilla, el 10 de Mayo de
1569, cumplidos los 70 años de edad”.
El Maestro Ávila
dedicaba la mayor parte de su tiempo a la oración. Sin embargo, también
dedicaba una buena parte a la correspondencia epistolar, “respondiendo a
las cartas que le enviaban de diferentes partes consultándole y
pidiéndole consejo, de que tuvo don particular”. Cuenta el Padre Juan de
Villarás, su amanuense, que ocurría con frecuencia que, estando
comiendo, llegaban cartas y consultas de diferentes partes y “acabando
de comer, sin más estudio ni más premeditación, sino ex abundantia
cordis, le mandaba escribir y forjaba estas cartas que, impresas
ahora, asombran al mundo”. Fray Luis de Granada admira esa presteza y
seguridad con que el Maestro escribía sus cartas: “Era tan fácil en
escribirlas que, sin borrar ni enmendar nada, porque sus ocupaciones no
le daban lugar, las enviaba como salían de primera mano”.
Otras veces el
Maestro tarda en responder. Cuando no veía claro, lo encomendaba a Dios
y decía misas para alcanzar su luz. A veces sucedía que le consultaban
sobre asuntos concretos y respondía: “Encomendémoslo a nuestro Señor”. Y
se pasaban días y volvían a insistirle que respondiese. Y él respondía:
“Todavía no me ha dado nuestro Señor qué deciros”. Y, pasados más días,
respondía con tan gran certidumbre y seguridad como si hubiera visto con
sus propios ojos el suceso u oído la respuesta de nuestro Señor.
También sucedía
que las tardanzas se debieran a sus muchas enfermedades y ocupaciones.
No pocas veces se excusa en sus cartas de su prolongado silencio,
achacándolo a las enfermedades e incluso a veces a su negligencia, como
cuando felicita a Padre Diego Laínez por su promoción al gobierno
general de la Compañía. Con frecuencia leemos: “La continua falta de mi
salud me hace faltar a vuestra merced en escribirle, aunque me hace
nuestro Señor merced de darme algún suspiro y oración en su favor”.
“Creo se contentará vuestra merced con lo escrito, pues para muñecas
enflaquecidas de dolores basta”. “Y porque los ojos se quejan ya, me
dará V.S. licencia para acabar”. “Me edifica con la paciencia que ha
tenido al escribirme tres cartas sin recibir respuesta mía”. Sobre su
negligencia dice: “¿Qué aprovechan espuelas cuando el jumento es tan
perezoso como yo? Y juntándose con esto la carga de mi poca salud, no es
maravilla que ni escriba ni responda”. Pero aun en casos como estos hace
constar que no ha habido olvido o falta de amor. Así se lo escribe a una
doncella dirigida suya: “Aunque el no haberos escrito se me pueda con
alguna causa atribuir a negligencia, ninguna hay para atribuirlo a falta
de amor o poco cuidado, sabiendo que, si en las cartas habéis sentido
falta, no la podréis sentir en la voluntad. Pero os baste saber que,
aunque estéis ausente de la presencia corporal, no lo estáis ni lo
habéis estado de mi memoria, ni lo estaréis de aquí en adelante, cuando
os quisiérais aprovechar del amor que por Dios y en Dios os tengo”.
En algunas
ocasiones es el Maestro Ávila quien se adelanta a escribir a sus amigos,
deseoso de tener noticias de ellos o preocupado por los peligros de sus
almas. A una religiosa le escribe con gracia y humor: “Algunas veces he
pensado si nuestro Señor os ha llevado de esta vida presente a gozar de
sí, pues estando acá y llevar tanto tiempo sin hacerme saber nada de
vuestra alma, me parece increíble. Aunque algunas veces es tanto lo que
aquí nuestro Señor hace sentir de sí mismo que el alma no se acuerda de
nadie, por estar toda ocupada en Aquel que es todas las cosas... Quiera
su bondad que la causa de no escribirme sea ésta”.
Según Fray Luis
de Granada, el Maestro Ávila “en las cartas cunsuela a los tristes,
anima a los flacos, despierta a los tibios, esfuerza a los pusilánimes,
socorre a los tentados, llora a los caídos, humilla a los que presumen
de sí mismos. Es notorio cómo descubre las artes y celadas del enemigo,
qué avisos da contra él. ¡Cómo abate las fuerzas de la naturaleza! ¡Cómo
levanta las de la gracia! ¡Con qué palabras declara la vanidad del
mundo, la malicia del pecado y los peligros de nuestra vida!... Da sus
avisos a los sacerdotes para que celebren dignamente, y a los
predicadores para que prediquen fructuosamente, y a las vírgenes
desposadas con Cristo para que guarden con todo cuidado el tesoro de su
pureza virginal, y así a todos los demás. Parece que el .pecho de este
padre era una botica espiritual, donde el Espíritu Santo había
depositado las medicinas necesarias para la cura de tantas enfermedades
como padecen nuestras almas, que sin duda son más que las de los
cuerpos. Concluyendo, pues, digo que cualquier hombre prudente que
leyere estas cartas descubrirá que en ellas está el dedo de Dios”.
De todas partes
de España le llegaban cartas, pidiendo su sonsejo. En sus últimos años
era consultor y padre de muchos obispos, para los que siempre tenía una
respuesta oportuna. Pero a veces también nos abre los repliegues de su
alma.
Una nota
significativa de su epistolario es la intensidad con que vive el año
litúrgico: Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua, Pentecostés hallan un
eco en sus cartas.
“Las
innumerables cartas que escribió nos han dejado un elocuente testimonio
de su santidad y de su sabiduría. A pedir consejo acudían a él en su
retiro de Montilla o le escribían jóvenes buscando orientación y
discernimiento vocacional, casados que pedían consejo, políticos y
hombres de gobierno, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas que
buscaban una palabra de aliento o de luz. Se relacionó con San Pedro de
Alcántara, San Ignacio de loyola, San Francisco de Borja, San Juan de
Ribera, Fray Luis de Granada... En algunos influyó de manera decisiv.
Así ayudó a San Juan de Dios en el proceso de su conversión y en su
posterior camino espiritual” (Conferencia E.E. en V aniversario).
“Juan dedica al
estudio varias horas al día. Sin embargo, la fuente principal de su
ciencia era la oración y contemplación del misterio de Cristo. Su libro
más leído y mejor asimilado era la cruz del Señor, vivida como la gran
señal de amor de Dios al hombre. Y la eucaristía era el horno donde
encendía su corazón en celo ardiente. Así Fray Luis de Granada podía
decir de él que ‘las palabras que salían como saetas encendidas del
corazón que ardía, hacían también arder los corazones en los otros’”
(Conferencia E.E. en V. Aniversario).
Sobre la oración
dice: “Los que no cuidan de tener oración, con una mano nadan, con sola
una mano pelean y con un solo pie andan”.
En su retiro de
Montilla, el Maestro Ávila sigue predicando, aunque ya poco: “Yo tengo
alguna mejoría en mi salud y predico alguna vez, aunque como viejo”,
escribe a San Francisco de Borja el 9 de septiembre de 1566. Y, sin
embargo, los contemporáneos admiraron en él, sobre todo, al “predicador
apostólico”. A la predicación se ordenaba toda su vida, el estudio no
tenía otra finalidad. Su oración era el fuego en que templaba su
espiritu para el púlpito. Sus mismas cartas no eran otra cosa que
sermones escritos.
Un sermón del
Maestro Ávila era siempre un acontecimiento. La gente madrugaba para ir
a coger sitio en la iglesia donde predicaba. “Sucedió que para oír el
sermón se fueron apretando muchísimo; y después, para oír el evangelio,
se levantaron; y al sentarse, para oír el sermón, fue tanta la apretura
que se quedaron ocho mujeres sin lugar, Esto causó tanta pena que se
inquietó toda la gente y hubo de salir del coro el maestro de ceremonias
con dos canónigos, y no se consiguió que se hiciese sitio a las mujeres.
Viendo el Maestro Ávila que le impedían el sermón, dijo estas palábras:
La persona que no es comedida más valiera que no naciera en el mundo.
Fue de tanta fuerza esta palabra que luego se levantaron todas las
mujeres, que hicieron sitio a las que estaban de pie y hubieran podido
caber otras tantas”.
Cuando, aliviado
algo de sus dolencias, podía predicar en Montilla, en toda la villa se
corría la voz: ¡El Padre Ávila predica! Duraban sus sermones dos horas
ordinariamente, pero nadie se cansaba, “porque predicaba con tanto
afecto, mansedumbre y suavidad la sana doctrina evangélica que todos
salían muy aprovechados de sus sermones”. “Tenía el agrado y dulzura en
el decir y fuerza en el persuadir que, aunque de ordinario predicaba más
de dos horas, nunca se cansaban los oyentes”.
Fray Luis admira
“la facilidad y presteza que tenía en el estudio de los sermones y en
las cartas que escribía. Porque él me decía que la noche que predecía el
día del sermón le bastaba para estudiarlo. Y con ser tales los sermones,
y frecuentados de tantos oyentes, que las más de las veces duraban dos
horas, no le costaban más que el estudio de una noche (de modo que más
tiempo se gastaba en predicarlos que en estudiarlos), costando a otros
el trabajo de una semana y el revolver unos y otros libros”. En cambio,
cuando se decidía a ser breve, entonces necesitaba
una preparación más larga.
A sus discípulos
aconsejaba que, para preparar sus sermones, dedicasen más tiempo a la
oración que al estudio, pues “en la oración se aprendía la verdadera
predicación y se alcanzaba más que con el estudio”. El era el primero en
ponerlo en práctica, pues “estudiaba sus sermones de rodillas, puesto en
oración”, “asidas ambas manos al clavo de los pies de un santo
crucifijo”. En los procesos de beatificación se cuenta que “en la
iglasia mayor de Granada un predicador hizo un sermón, en presencia del
arzobispo don Pedro Guerrero, de tantas profundidades en Escritura que
todos los oyentes salieron alabándole y admirados, sin dar muestra de
conversión alguna ni arrepentimiento de pecados, y que entonces el señor
arzobispo mandó al Maestro Ávila que predicase en la misma iglesia al
día siguiente. El Padre Ávila se excusó diciendo que no tenía libro
donde estudiar para cumplir con su obligación en tan breve tiempo y en
presencia de tan grandes
letrados. El señor arzobispo le mandó, en virtud de santa obediencia,
que predicase. Y el Padre Maestro dijo que, mándándole su Ilustrísima,
le obedecería y confiaría en que nuestro Señor le daría qué decir. Esto
fue durante la cena. Acabada la cena, el Maestro Ávila se recogió en un
aposento sin pedir libro alguno. Entonces le acecharon por los canceles
de la puerta del aposento para ver cómo estudiaba el sermón y vieron que
estuvo toda la noche de rodillas delante de un crucifijo, y a la mañana,
en la iglesia mayor, predicó un sermón tan grandioso y con tanto
espíritu que todos los oyentes salieron compunjidos, mirándose unos a
otros, sin acertar a hablar palabra alguna, dando grandes muestras de
que salían todos convertidos y arrepentidos de sus culpas”.
A un teólogo que
le pregunta qué le recomienda para cumplir fructuosamente su oficio de
predicador, le responde brevemente: Amar mucho a nuestro Señor. Y a Fray
Luis de granada, para lo mismo, le recomienda que suba al púlpito con un
gran deseo de la conversión de las almas. Él pone fuego en sus sermones,
aunque también le afloran espontáneamente las citas apropiadas de la
Escritura, que lleva en su interior, o de los santos Padres, que lee con
fruición. Un maestro dominico, que sospechaba de la doctrina del Maestro
Ávila, fue a escucharle el comentario que estaba haciendo de las cartas
de San Pablo y volvio a casa, diciendo: “He oído a San Pablo interpretar
a San Pablo”. Deseoso de ganar a todos para Cristo en sus sermones había
algo para cada uno de sus oyentes. Con su predicación el Maestro Ávila
buscaba sólo la conversión de las almas: “Predicar no es estar razonando
una hora de Dios, sino que venga el oyente hecho un demonio y salga
hecho un ángel”.
Con frecuencia,
acabado el sermón, invitaba a confesarse con él a cuantos quisiesen. Sin
descansar, se metía en el confesonario, donde atendía a los penitentes
hasta horas avanzadas.
Entre los
oyentes de sus sermones, confrecuencia había algunos que tomaban notas
de cuanto él hablaba. El mismo Fray Luis de Granada, admirador del
Maestro Ávila, le “iba a oír y escribir sus sermones mientras los
predicaba”, “sentándose en la grada del púlpito”. También los
estudiantes de la Universidad de Baeza acudían a la iglesia de San
Andrés cuando sabían que tenía el sermón el Padre Ávila. Colocados
detrás del púlpito, le tomaban por escrito lo más importante. Lo mismo
se nos cuenta de los sermones de Montilla. “Las más de las veces que
predicaba, tres o cuatro estudiantes escribían lo que el Maestro
predicaba: uno apuntaba las citas de la Escritura; otro, las sentencias;
y otro, la doctrina. Después juntaban el sermón y, sacado en limpio, lo
llevaban al Maestro Ávila y se lo leían. Muchas veces no tenían nada que
enmendar, y otras veces el Padre decía: yo no dije eso, díganlo de esta
manera. Todo este cuidado se ponía para aprovechar y tener viva la
memoria de las palabras de este venerable Padre”.
Fray Luis no tenía reparo en
citarle, pero otras veces se repetían sus ideas sin necesidad de
citarle, incluso por escrito. “Habiéndole oído un sermón un gran
predicador, religioso dominico, y habiéndole preguntado algunas personas
qué le parecía, respondió: Este varón todo cuanto dice es Escritura,
hasta la menor palabra que pronuncia; parece que la tiene toda de
memoria. Con este sermón de hoy tengo yo para hacer más de veinte
sermones.
A principio de
1551 comienzan las enfermedades del Maestro Ávila y le aconpañarán hasta
el final de sus días por espacio de dieciocho años. En 1558 se retira
definitivamente a Montilla. Don Pedro Guerrero deseó mucho llevar
consigo al maestro Ávila al Concilio de Trento. El asistió a las dos
últimas sesiones. El arzobispo se tuvo que conformar con llevar los
memoriales que le escribió el Padre Ávila: “avisos divinos para la
reforma de la cristiandad y del estado eclesiástico”. Cuando el
arzobispo Guerrero recibe las felicitaciones en el Concilio de Trento
por las ideas de reforma que presenta, confiesa con franqueza que él no
hace otra cosa sino exponer las ideas del Maestro Ávila.
El tema de la
reforma era un tema álgido en la época de Trento. El Maestro Ávila lo
vive con intensidad apostólica. En la reforma del clero intuye la
reforma de toda la Iglesia. En el Memorial primero escribe: “Lo
que este santo Concilio pretende es el bien y la reforma de la Iglesia.
Para este fin el remedio es la reforma de sus ministros. Se trata, pues,
de establecer cómo estos ministros sean tales como el oficio tan alto
requiere. Por tanto se dé orden y se cree la manera de educarles para
ello. Si la Iglesia quiere tener buenos ministros conviene hacerles; si
quiere tener el gozo de poseer buenos médicos de almas, ha de encargarse
de criarlos. Sin esto no alcanzará lo que desea”. La reforma que busca
el Maestro Ávila supone la selección y una adecuada formación de quienes
aspiraban al sacerdocio. En carta a su amigo el arzobispo aún le
dice sobre la formación sacerdotal: “El remedio de los colegios
consiste en tener buen rector y buenos colegiales”.
A través del
Memorial el Padre Ávila nos da las directrices que regirán los
seminarios: casas de estudio, de recogimiento y de oración, donde sean
educados, antes de ser ordenados, los futuros sacerdotes. Bajo la
obediencia al rector “se ejercitan en ayunos y oraciones y, con la
gracia del Señor y con el cuidado y sudor del preado, salgan hábiles
para ser abogados del pueblo de Dios y aprendan principalmente la
bondad, y después las letras, para que puedan ser, sin peligro, maestros
y edificadores de almas”. Como se ve acentúa la necesidad de la vida
interior y del celo apostólico, aunque nunca desprecia el estudio y
otras condiciones humanas, que puedan ayudarles en el ministerio
sacerdotal.
El primer
memorial abarca, pues, la selección de vocaciones, formación en el
Señinario con experiencia pastoral, para ser párrocos, confesores o
predicadores. Analiza también algunas cuestiones de la vida clerical y
pastoral como la edad para las órdenes, división de parroquias y
diócesis, grupo de predicadores que recorran el obispado, estudio de
lateología a partir de la Escritura-Padres-Concilio, e incluso insinúa
un estudio especializado de la Sagrada Escritura.
Esta fue una de
las aspiraciones principales de su vida. Fray Luis, refiriéndose a la
Universidad de Baeza, que éste fue uno de los negocios más deseados y
procurados poreste Padre. Porque desde el principio de su predicación
siempre entendió que convenía tener doctrina, para enseñar a los jóvenes
y para formar clérigos virtuosos”. El Maestro Ávila aboga también por un
centro de enseñanza superior para los mejor dotados: “Porque algunas
veces salen algunos señaladamente hábiles, de cuya perfección en letras
se espera mucho fruto, podría ordenarse que cada provincia tuviese en
alguna Universidad alguna casa donde enviar estos pocos a perfeccionarse
en sus estudios, para que después ellos sean maestros en los
seminarios”. El solía mandar a sus discípulos a estudiar a diversas
Universidades.
De sumo interés,
en la pluma de uno que se siente “cristiano nuevo”, o sea de ascendencia
judía, es el párrafo en que reivindica la posesión de la fe, no como
heredada de carne y sangre, sino con agradecimiento y humildad, con
temor de perderla y acompañada siempre de buenas obras: “Se ha de poseer
la fe con mucho agradecimiento, como cosa no heredada de carne o sangre,
sino dada por mano de Dios y a persona indigna. Se ha de poseer con gran
temblor, acompañada con buenas obras, para que no permita el Señor que
la perdamos, queriéndonos contentar con ella sola. Se ha de poseer con
mucha humildad, sin engreírse quien la tiene sobre quien no la tiene.
Al Papa ledice:
“Deseo que se le abran las entrañas y sean comidas con el santo celo de
la casa de Dios que le está encomendada, para sentir sus caídas y para
ofrecerse, si fuere necesario, a muerte de cruz, a semejanza de aquel
Señor, de quien es vicario, y de San Pedro, su primer antecesor. Tome su
alma la mortificación de la cruz, cosa muy necesaria, si quiere remediar
la perdición de la Iglesia. Porque si quiere pelear y no mortifica la
honra, codicia, placeres, y no tiene ánimo, como la tribu de Leví, para
mover bien la espada de la palabra y celo de Dios, se
de cansará en balde”.
Cada día más
enfermo, el Maestro Ávila se ha confinado en Montilla, donde cuida con
esmero el alma de la condesa de Feria, sor Ana de la Cruz, viendo en
ello la voluntad del Señor. Pero no abandona a sus discípulos. Les
dirige y aconseja, respetando los caminos de Dios para cada uno. Con sus
ministerios diversos, dispersos por toda España, les une una nota común:
todos se dedican a la predicación del misterio de Cristo, a la
renovación del clero, a la enseñanza de la doctrina cristiana,
especialmente a los rudos y niños, “ejercicio común a todos los
discípulos del Maestro Ávila”. Predican, según el modelo de su Maestro,
la reforma de las costumbres, reprendiendo los vicios. Desprecian toda
clase de puestos y dignidades humanas, pasando trabajos y persecuciones,
pues no pocos eran de ascendencia judía, lo mismo el Padre Ávila.
Se hallan
dispersos en pueblos pequeños y alejados, de pastores, colmeneros y
cabreros, en las almadabras y puntos de pesca del atún, en la soledad de
Sierra Morena, en las minas de Almadén, en la humildad del apostolado
rural y en la cátedra de Baeza. Permanecen en sus puestos, sin
ambicionar otros, pues así lo había determinado su Maestro.
Otro grupo lo
forman los solitarios del Tardón, regidos por el Padre Mateo de la
Fuente, que comunica sus cosas y las de sus dirigidos con el Maestro
Ávila. Con él viven ahora, durante ocho años, dos que serán frailes
carmelitas descalzos: Fray Juan de la Miseria y el Padre Mariano de San
Benito. Estos solitarios del Tardón rodearon de cariño los últimos años
del Maestro. Estos se han refugiado a vivir su vida de retiro y oración
en Sierra Morena, no muy lejos de Córdoba, en el término de Hornchuelos,
una explanada abundante en cardos. Primero como ermitaños, viviendo en
chozas hechas de jaras y corchos, y luego, bajo una misma regla, como
religiosos conventuales, restauran en España la antigua Orden de los
basilios. Dan el paso de ermita��os a conventuales en cumplimiento de las
órdenes del Concilio de Trento, que exigía a los eremitas vivir en
monasterio y bajo una regla aprobada por la Iglesia. Varios de estos
discípulos se pasaron al Carmelo reformado.
Un tercer grupo
reside en Extremadura, en Zafra y Fregenal sobre todo. Son los que
buscan en la oración gustos, consuelos, devoción y lágrimas. Estos serán
una preocupación para el Maestro Ávila en sus últimos años. Mientras el
Maestro retoca el Audi, filia, eliminando todo lo que pudiera parecer
más o menos sospechoso de iluminismo, éstos discípulos exageran esos
puntos, desviándose de cuanto les propone el Maestro: “su deseo sea
guardar la ley de Dios por camino llano, huya de corazón del deseo de
revelaciones, sentimientos y cosas semejantes. Por no estar los
corazones desasdos de estos sentimientos el Señor permite grandes
ilusiones”. Es lo que escribe en la última carta de su vida, dirigida “a
un discípulo suyo, que se había dado mucho a la oración y buscaba en
ella consuelos, lágrimas y gustos y, sin entenderlo, estaba para caer
iluso en la trampa del error oculto y en los desatinos escandalosos de
la secta”.
Con discrección
de espíritu desengaña a quienes “andan tras la miel de las cosas divinas
y no tras la cruz que los habría de salvar”. Estos “no aman
verdaderamente a Dios, sino el sentimiento y devoción sensual que les
causa la dulzura de Dios”. Apenas pasa esta dulzura, “se les ve airados,
inquietos, pecadores de arte mayor, flacos y sin rienda en los vicios”.
Este es el “testimonio de que se aman a sí mismos y no a Dios”.
Por el año de
1551 las enfermedades del Padre Ávila son continuas, con bien pocas
treguas. Los doleres retienen por largos períodos en la cama. Cuando
puede levantarse le sabe casi a milagro. Con frecuencia escribe en sus
cartas: “hace diez o doce días que estoy en cama; ayer me levanté”. “Yo
he predicado unos días; ya he caído de nuevo: Debe ser que como no soy
para hacer penitencia y llevar la cruz, tomándola yo, me la echa el
Señor y me la pone con su mano”. Con frecuencia se excusa de no poder
hacer lo que desea “por mis indisposiciones, que cada día crecen más”.
“La continua falta de salud me hace faltar a vuestra merced en
escribirle”. Con la excusa va a veces también la confidencia, que hace a
sus más íntimos: la esperanza de mejorar es “flaca, como de viejo” y “me
inclino a creer más que debo prepararme para bien morir que para hacer
otras cosas”.
Mientras escribe
todo esto en sus cartas, está preparando los memoriales de reforma,
dando los último retoque al Audi, filia, redactando platicas o
tratados sobre el sacerdocio y contestando a las innumerables cartas que
recibe.
Juan de Ávila
concibe la enfermedad como remedio de culpas, como prueba de amor que
Dios concede a las almas o como campo de batalla “para ganar coronas”.
Es el combate que él vive y que nos describe en esa especie de diario
que es su correspondencia de este tiempo: “No piense vuestra caridad que
solamente es menester fortaleza para pelear en el campo por Cristo.
También en la cama y en casa hay que ceñirse para ganar coronas; el
combate de la enfermedad y el dolor, según lo que yo alcanzo y
experimento, requiere tanta fortaleza, pues la enfermedad es cosa muy
desabrida, sobre todo si lleva dolor”. Los dolores a él se le recrudecen
sobre todo en envierno: “De salud me ha ido muy mal todo este invierno y
me ha quitado el predicar desde hace muchos meses. No sé, si cesando los
fríos, me irá mejor”.
En 1551 pasa más
de medio año en la cama; en 1558 obtiene facultad del Papa para celebrar
la misa ante lucem, pues muy de mañana necesita comer algo para
evitar los fuertes dolores de estómago. En 1560 dice a su querido Padre
Antonio de Córdoba: “De mí no más que decir que mi vida se consume en el
dolor”. Al año siguiente se excusa con el arzobispo Guerrero de no poder
ir al concilio de Trento “por sus grandes enfermedades, que son graves”.
En carta del 22 de diciembre al mismo arzobispo hace un recuento de sus
dolencias: “Desde principio de octubre me ha ido de salud tan
flacamente, de un dolor y corrimiento de ojos, que no he podido hacer
esto, aunque lo he deseado, y aunque ahora ha cesado el dolor, no el
corrimiento que, según dicen, va a hacer catarata”.
Con todo, sigue
predicando, escribiendo y aconsejando. “Predico alguna vez, aunque como
viejo”, le dice a San Francisco de Borja. Y cuando la vista le falla se
busca escribanos para las cartas. En 1968 se encuentra como
desfallecido. En el otoño se le agrava la enfermedad, viendose en
adelante “muy apretado por recios dolores”.
El Padre Granada y el Padre Muñoz nos dan detalles de estos
últimos tiempos. “Las calenturas le ocupan muchas horas del día, sin
darle lugar a más que a padecer y sufrir, además de que lo recio de los
dolores duraba cuando menos seis horas y, pasadas, podía rezar y leer y
dar audiencia a los prójimos, que venían a aconsejarse con él”. “Su modo
de vida y de distribuir el tiempo era éste: se levantaba a las tres de
la mañana, (cuando se lo permitía la salud); el primer pensamiento que
ocupaba su corazón era el de haber de recibir aquel Gran Huésped que
adoran los ángeles, rey suyo y hermano nuestro; rezaba con este
pensamiento sus horas. Comenzaba luego su oración, que duraba dos horas
largas; esto cuando predicaba y andaba lleno de ocupaciones. Pero, por
el tiempo que vivió en Montilla, cuando le molestaron las enfermedades y
no predicaba tanto, la oración fue mucho más dilatada, porque el tiempo
del estudio lo añadía a la oración”. “Después que sus enfermedades le
impidieron predicar tanto, el tiempo que dedicaba a la predicación lo
daba a la oración, gastando en ella la mayor parte del día y de la
noche”.
Sobre la predicación de este tiempo nos dicen sus biógrafos: “Las
veces que sus enfermedades le daban tregua, predicaba los últimos años
sentado en un asilla, pero con la voz tan entera y sonora que se le oía
en cualquier parte de la iglesia; el fervor y la eficacia siempre
mayor”. “No predicó menos desde el lecho de lo que había predicado desde
el púlpito, porque todos los que le visitaban salían muy edificados
viéndole padecer, y aquella grandeza de ánimo en ofrecer a Dios lo que
padecía. El decía: tan admirable es Dios con el enfermo en el rincón
como con el predicador en el púlpito”.
En el otoño de
15698 se agravan sus enfermedades, precursoras ya de la muerte, El Padre
Ávila se da cuenta de ello. Al arzobispo Guerrero le dice: “Del Señor
somos, si vivimos como si morimos”. Los biógrafos recogen, hora a hora,
los últimos momentos y palabras. En marzo de 1969 se agudiza el dolor de
los riñones. “Y al principio de mayo siguiente, día de la aparición del
Arcángel San Miguel, su grande devoto, le comenzó un dolor en el hombro
y espalda izquierda”. El Padre Villarás, que le asiste, le pregunta:
“Siente que nuestro Señor le quiere llevar con él?” Le responde que aún
no. Con todo se avisa al médico, quien se da cuenta de que está llegando
al final y así se hace saber al enfermo, “añadiendo que si tenía de qué
hacer testamento, lo haga”. El Padre Ávila le responde que no tenía que
hacerlo, “porque como siempre había vivido pobre así moría pobre”. El
médico, sin embargo, insiste: “Señor, ahora es tiempo en que los amigos
han de decir las verdades: vuestra merced se está muriendo; haga lo que
es menester para la partida”. Ávila levanta los ojos al cielo e implora:
“Acuérdate, Virgen Madre, cuando estés ante Dios, de hablarle en favor
mío”. Luego dice: “Quiero confesarme”, añadiendo: “Quisiera tener un
poco más de tiempo para prepararme para la partida”.
Se avisa la la
Marquesa de Priego y el Padre Villarás se dispone a decir la misa.
Pregunta el Maestro de quién desea que la diga, si del Santísimo
Sacramento o de Nuestra Señor, “sus especiales devociones”. El responde
que no, que la diga de la Resurrección, “como hombre que comienza ya a
consolarse con ella”. Al llevarle la comunión, exclama: “¡Denme a mi
Señor, denme a mi Señor!”. El Padre Villarás le pide, antes de
administrarle el viático, que les diga una palabra de edificación. Le
responde “que el Señor que quería recibir en aquel Santísimo Sacramento
había descendido de los cielos a la tierra para remedio, salud y
consuelo de pecadores arrepentidos y que él era uno de ellos y como tal
pedía se lo diesen”. Según el Padre Granada esto era a las ocho o nueve
de la mañana y que a esa hora el dolor que había comenzado la tarde
anterior se pasó a la hijada izquierda y subió al pecho y al corazón”.
Poco después de
recibir el Viático, pide la Extremaunción. Le dicen que aún hay tiempo,
pero él nsiste, pues “quiere estar en todo su acuerdo para oír y ver lo
que en este Sacramento se dice y hace”. Se la dan a mediodía, cuando el
dolor va creciendo y apretándole el pecho.
Un Padre de la
Compañía le pregunta qué siente en su conciencia. El le responde:
-“¿Para qué
quiere Dios el cielo sino para los pecadores arrepentidos?”.
Luego, como
quien está rumiando la misma idea, interpela a los Padres que le rodean:
-Padres míos,
¿qué suelen decir a los ahorcados y quemados cuando los acompañan?
Ello se lo
dicen:
-Que pongan su
confianza en Dios, que confíen en El.
Y él, como
susurrando, les repite:
-Padres míos,
díganme mucho de eso.
La marquesa le
pregunta dónde quiere ser enterrado, mostrando que sería su gusto y el
de la condesa, doña Ana de la Cruz, se enterrase en Santa Clara. Pero él
responde que no, que sea enterrado en el Colegio de los Padres de la
Compañía; “a los cuales, como había amado en vida, quiso darles esta
prenda en muerte”.
El Padre Granada
cuenta de esta manera los últimos momentos: “Era ya la tarde y el dolor
iba subiendo al pecho. Uno de sus discípulos, que tenía un crucifijo en
las manos, se lo entregó. El lo tomó con ambas manos y le besó los pies
y la llaga preciosa del costado con grande devoción y lo abrazó
estrechamente. Le puso también en la mano una cuenta de indulgencias,
que él tenía consigo, para que pronunciase el nombre de Jesús. El lo
pronunció muchas veces junto con el nombre de la Virgen Nuestra Señora.
Era ya noche y le apretaba mucho el dolor y él decía a nuestro Señor:
-Bueno está ya,
Señor; bueno está.
Continuó el
dolor hasta las once o las doce de la noche y él perseveraba diciendo,
aunque ya con la voz flaca:
-Jesús, María y
Joseé.
Un Padre le
tenía el crucifijo en la mano derecha, y otra persona la vela en la
izquierda”.
Poco antes de
morir “le dio una gran congoja, que no dijo qué fuese, y dando muestras
de que estaba con pena se volvió a la pared, a un cuadro que tenía de un
Ecce Homo. Habiendo estado un rato contemplándolo, volvió con suma
serenidad y dijo: “Ya no tengo pena alguna en este negocio”.
El dolor no
cesaba, ni él de invocar a Dios y repetir los nombres de Jesús, María y
José. Y cuando no podía hablar, se entendía que decía las mismas
palabras por el movimiento de los labios. Y pasado “apenas un cuarto de
hora sin habla, con paz y sosiego dio su espíritu a Nuestro Señor”.
Era la madrugada
del 10 de mayo de 1569. Moría a los setenta años de haber nacido.
Entre las causas
que le llevaron a la muerte, después de haber sufrido por años dolores
enormes, sueron las piedras o cálculos de la vejiga. Tres de un tamaño
considerable se encontraron al hacer el reconocimiento de sus restos con
motivo la beatificación. De ahí procedían los dolores de riñones.
Apenas da el
último suspiro el Padre Ávila, la marquesa de Priego manda, según se lo
había pedido él, que se digan misas en todas las iglesias de la ciudad.
Y ella y su nuera, la condesa, se unen en su posfía de enterrarle en
Santa Clara. Pero, al fin, se respeta la voluntad del Maestro y en el
mismo día se le sepulta en la iglesia de la Compañía.
Santa Teresa
lloró su muerte como no había llorado ninguna otra. Quienes estaban con
ella le preguntaron por qué se efligía tanto por la muerte de un hombre
que se iba a gozar de Dios. A esto la Santa respondió:
-De eso estoy yo
muy cierta, pero lo que me da pena es que pierde la Iglesia de Dios una
gran columna, y muchas almas un gran amparo, que la mía, aun estando tan
lejos, le tenía por esta causa obligación.
Ya en la
dedicatoria nos dice que, después de unos avisos para defendernos de
nuestros enemigos, el objeto del libro es indicar el camino para conocer
nuestra “miseria y poquedad” y, luego, indicar el remedio, que no es
otro que el conocimiento de Cristo, misericordia del Padre para nuestra
miseria. Después de contemplar nuestra miseria es necesario contemplar a
aquel que tomó sobre sí estas miserias y pecados para darnis libertad y
descanso. A Dios le agrada que, en la oración, nos dediquemos al
conocimiento de nuestras llagas y, luego, busquemos la medicina, que son
las llagas de Cristo.
Comentando el
“Escucha, hija” comienza por mostrar a quienes no se debe oír. Quien
quiere oír la voz del Cristo, esposo del alma, debe cerrar los oídos al
mundo, a la carne y al demonio. El mundo ofrece gloria vana, la carne
ofrece deleites efímeros y el demonio siembra en el corazón del hombre
la vanidad, para llevarle al engaño de la soberbia, o aviva la memoria
de los pecados para llevarle a la desesperación. Con el pensamiento de
las obras que Dios ha realizado en él, le enorgullece, haciéndole creer
que son obras suyas. Así roba la gloria a Dios y lleva al hombre a
confiar en sí mismo, con lo que fácilmente queda a merced de los engaños
del maligno. O por el camino contrario, revolviendo los pecados pasados,
lleva igualmente a desconfiar de la bondad y poder de Dios, inoculando
en el alma de la desesperación. En este segundo caso, primero quita
importacia al pecado, para que el hombre lo cometa, y luego, una vez
cometido, lo agranda su gravedad, para desconfiar de la salvación de
Dios: “De manera que a unos ciega con las buenas obras, poniéndoselas
delante, y así los engaña ensoberbeciéndolos. Y a otros les trae a la
memoria los males y así los derriba. A unos los dice que sus bienes son
muchos y sus pecados pocos y livianos; a los otros, que los bienes que
han hecho son pocos y llenos de faltas, y sus males muchos y grandes”.
Para remedio, el
Maestro Ávila nos iinvita a levantar la mirada a la misericordia de
Jesucristo. Y “si el demonio nos quiere turbar con el peso de los
pecados que hemos cometido, miremos que él ni es el ofendido ni el juez.
A Dios es a quien ofendemos cuando pecamos y él es quien ha de juzgar a
hombres y demonios. Por tanto que no nos turbe que el acusador acuse;
que nos consuele que el ofendido y juez nos perdona y absuelve”. “Por
tanto, cerremos los oídos al lenguaje del demonio y hagámole huir
avergonzado, como hicieron aquellos de los que dijo: “Estos me han
vencido, porque cuando yo los quiero enzalzar, ellos se bajan, y cuando
yo los quiero abajar, ellos se ensalzan”.
Nada hay, para
consolar al alma abatida por el conocimiento de sus pecados, como el
conocimiento de Jesucristo, especialmente contemplando cómo padeció y
murió por nosotros. Esta es la nueva alegre, predicada en la
nueva ley a todos los quebrantados de corazón (Cf Is 61,1). Este
Señor crucificado es el que alegra a los que el conocimiento de los
propios pecados entristece, y el que absuelve a los que la ley condena,
y hace hijos de Dios a los que eran esclavos del demonio. A El deben
mirar los que sienten angustia al mirarse a sí mismos.
Ciertamente el
pecado es algo terrible. Si se contempla atentamente es para desmayarse,
como dice el salmista: “Mi corazón se me ha desmayado” (Sal 39,13). Pero
semejante mal no lo deja Dios sin remedio. El demonio hará de las suyas
e intentará llevar al pecador a la desesperación mostrándole la gravedad
de su pecado. El Maestro Ávila aconseja no responderle
directamente, sino dirigirse a Dios y confesar que es verdad que
el pecado es grande, pero mayor es su misericordia: “Por tu nombre,
Señor, me perdonarás mi maldad, porque es mucha” (Sal 24,11). Esta es la
maravilla de la gracia. ¿Quien ha visto u oído que haya un tribunal en
el que el acusado de muchos y graves pecados, él mismo reconozca sus
culpas, esperando la absolución sólo por haberlas confesado.
El Señor tiene
justicia y misericordia. Si mira nuestros pecados con justicia le
provocan la ira. Pero,
cuando los mira con misericordia, le mueven a compasión, porque no los
ve como ofensa suya, sino como a mal nuestro, que tanto daño nos hace.
Por eso, cuanto más hemos pecado tanto mayor mal nos hemos hecho y tanto
más provoca a misericordia el corazón de Dios, que es rico en
misericordia (Ex 34,6; Sal 102,8).
Los grandes
pecadores se encuentran en dos situaciones. Unos, desesperados, como
Caín, vuelven las espaldas a Dios y se entregan (Ef 4,19) a toda maldad,
endureciendo cada día más su corazón, hasta llegar incluso a gloriarse
de su malicia. A estos al final les irá mal (Si 3,27.27). Otros, en
cambio, habiendo pecado mucho, se vuelven a Dios y, con su gracia, se
golpean el corazón, humillándose ante la misericordia del Señor. Y como
Dios pone sus ojos en el corazón contrito y humillado (Sal 50,19) y da
su gracia a los humildes (Pr 3,34), los muchos pecados cometidos, se
transforman en manantial de gracia y misericordia. Los pecados
confesados y llorados, en lugar de llevar a la desesperación, conducen a
la alegría, pues provocan la misericordia de Dios. Así se cumple cuanto
dice San Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm
5,20).
El camino del
seguimiento de Cristo es siempre una reñida batalla, con enemigos
fuertes dentro de nosotros y fuera de nosotros. Para enfrentar esta
guerra lo peor de todo es la pusilanimidad de corazón, pues quien la
tiene, de las mismas sombras huye. Por ello, el Maestro Ávila exhorta
con San Pablo a afrontar el combate “confortados en el Señor, y en el
poder de su fortaleza” (Ef 6,10). Se trata de “pelear con alegría” las
batallas del Señor , como Judas Macabeo
(1Mc 3,2), experimentando lo que dice San Pablo: “Gozosos en la
esperanza y sufridos en la tribulación” (Rm 12,12). Si lo primero, mal
puede darse lo segundo. Es digno de compasión vor lo que pasan las
personas que siguen el camino de Dios, cuando les falta la alegría. La
tristeza les alela el corazón, pierden el gusto por las cosas de Dios,
se sienten desabridos consigo mismos y con sus prójimos, llegando a
perder la confianza en la misericordia de Dios. Muchas de estas personas
no cometen pecados mortales, pero la pena y tristeza les daña más que
los mismos pecados que cometen. El Maestro Ávila les dice y repite: si
se ven caídos, lloren, pero no desconfíen.
“Escucha, hija,
mira”. Al oír sigue el ver. Sordos y ciegos son reprochados por Cristo o
son sanados por él. “Los sordos oyen y los ciegos ven”. El mirar de Eva
suscitó el deseo y tras el mirar se fue el corazón al pecado. Tras el
mirar de David a Betsabé se le fue el corazón al pecado. Y los ojos, que
miraron lo que no debían desear, lloraron luego arroyos de lágrimas.
El mirar se dirige en primer lugar a sí mismo, luego a Dios y, en
tercer lugar, al prójimo. Mirarse a sí mismo es tratar “de conocerse
para tenerse en poco”, “porque no hay mayor engaño que el de tenerse a
sí mismo por otro del que es: nada y pecador” o “lodo y pecador”.
Sintiendo de sí mismo otra cosa, algunos roban la gloria de Dios, se
atribuyen a sí mismos lo que es don de Dios y, finalmente, confiando en
sí mismos, experimentan lo que son, al caer en el lodo del pecado. Quien
desea edificar en sí mismo una casa para Dios lo primero que debe hacer
es “cavar en la tierra de su poquedad”, “quitar todo lo movedizo de la
estima de sí mismo” y, de este modo, “llegar a la piedra firme, que es
Dios, sobre la cual, y no sobre la propia arena, fundamentar la casa”. Y
el Maestro Ávila cita a San Gregorio: “Tú que piensas edificar edificios
de virtudes, ten primero cuidado del fundamento de la humildad; porque
quien quiere ganar virtudes sin ella, es como quien llevase ceniza en su
mano yendo contra el viento”. Este mirarse a sí mismo, para lograr el
conocimiento propio, no es cosa de un momento, sin que es preciso
perseverar, pues es posible que, al principio, uno no vea nada de sí
mismo, “como quien entra de la claridad del sol en una cámara oscura” no
ve nada; pero, “perseverando, poco a poco ve lo que hay en él, hasta lo
que hay en los rincones más secretos”.
Tenerse a sí
mismo como soberbio es parte de la humildad, como el tenerse por humilde
es verdadera soberbia.
Como si le faltara el tiempo quiere quemar etapas de su vida corriendo
el reisgo de perderla, como el ave que sale del nido antes de tiempo,
que ni puede proseguir el vuelo ni volver al nido, quedando colgada en
el aire, hasta que agotada se precipita contra el suelo.
Descubierto con
qué ojos se debe el hombre mirar a sí mismo y a Cristo, es necesario
descubrir con qué ojos mirar al prójimo. Mira bien a su prójimo quien le
mira con ojos que pasan por sí mismo y por Cristo. Mirándose a sí mismo
conoce lo que pasa el prójimo, que es la misma flaca naturaleza. Mira al
prójimo con la compasión con que te miras a ti, desea ayudar al prójimo
como deseas que te ayuden a ti en la misma situación. Haz con el otro lo
que deseas hagan contigo. ¿Qué hay más miserable que querer misericordia
en los propios yerros y venganza en los ajenos? ¿Qurer que otros te
sufran con paciencia y no querer sufrir a nadie, haciendo de la pequeña
mota del defecto ajeno una gran viga? (Cf Jn 6,41).
Mirad, además,
al prójimo con ojos que pasen por Cristo. Pensad con cuanta misericordia
se hizo hombre po amor de los hombres, con que amor ofreció su vida en
la cruz por ellos. Si miras al prójimo mirándote a ti lo miras con ojos
humanos; si le miras, mirando a Cristo, lo miras con ojos cristianos,
con los ojos con que Él le mira. Si Cristo mora en ti, sentirás del
prójimo, como Él sintió, amó y estimó, es decir, como la cabeza ama a su
cuerpo, y el esposo ama a su esposa, y como hermano a hermanos, y como
amoroso padre a sus hijos. Este es el verdadero amor al prójimo, el
fundado en sí mismo y en Cristo. El que nace fuera de estas fuentes poco
dura, es un amor fundado sobre arena movediza que, al menor combate, cae
al suelo.
“Y sabed que la
oración es mas del corazón que de la cabeza, pues el amar es el fin del
pensar”. Vuestra morada, para el encuentro con Dios, ha de ser vuestro
corazón, donde como abeja solícita, que dentro de su corcho hace la
miel, así te has de encerrar, presentando al Señor lo que de fuera se te
ofreciere, para que él lo transforme en miel.
Hay algunos que
van a la oración cargados de reglas de oración, más preocupados de
cuplir los diversos pasos que de comunicarse con el Señor, dejándose
llevar de él, con la humildad y simplicidad del niño, que se deja
conducir por su padre. Estos se engañan pensando que son más santos
quienes más horas pasan en oración, según sus leyes, ignorando que es
más santo uien, en olvidado sí, tiene más caridad, pues en ella consiste
la santidad cristiana.
Juan sale de
la cárcel de la Inquisición con el espíritu rejuvenecido. El Señor ha
iluminado su alma y el haber sido “liberado sin nota alguna” da a su
predicación un sello de recomendación. Cumplido cuanto le han impuesto
los inquisidores, a fines de 1534 o principios de 1535, Juan desde Écija
llega a Córdoba acompañado de su fiel discípulo Pedro Fernández de
Córdoba, hermano de doña Sancha Carrillo, que se ha trasladado con sus
padres a esa ciudad.
Juan de Ávila
va a Córdoba llamado por el obispo de la ciudad, Fray Juan Álvarez de
Toledo, dominico, buen prelado, pero a quien Juan, con libertad
evangélica, no duda en decirle que retire de su aposento “un cuadro algo
humano”. Le arde dentro la palabra de Jeremías sobre los pastores. Por
ello no se puede callar. Con libertad de espíritu habla al Papa, a los
obispos y a los sacerdotes. En el Comentario a la primera carta de
San Juan, grita: “Dice Jeremías de nosotros, los predicadores, que
somos atalayas, que están en alto (Jr 6,17). Está el pueblo
durmiendo, el atalaya velando. Pero si los atalayas son ciegos o se
duermen, ¿cómo dirán al pueblo, cuando viene el enemigo: ¡Alarma,
alarma! Pues dice Dios: Si han asistido a mi consejo, que griten mis
palabras a mi pueblo, para que se conviertan del mal camino y de la
maldad de sus acciones (Jr 23,22). Y lo mismo dice por Ezequiel:
Te he constituido centinela de Israel (Ez 3,17). ¡Pobres de
nosotros, predicadores y prelados, que vemos menos de las cosas de Dios
que las otras gentes! Somos atalayas ciegos, que estamos dormidos en
dineros y codicias”.
Juan, para
formalizar su situación jurídica, toma posesión de un beneficio en la
villa de Santaella, vinculándose de por vida a la diócesis de Córdoba.
Córdoba será, pues, el lugar de preferencia del Maestro Ávila y puede
llamarse su diócesis. El obispo le ofrece hospitalidad en el obispado.
Pero Juan rehúsa hospedarse en el palacio episcopal, prefiriendo una
simple habitación en el hospital de San Bartolomé. Vive, pues, primero
en el hospital, y luego, con sus discípulos, en el Alcázar viejo,
organizando desde allí la predicación por los pueblos de toda Andalucía.
El P. Granada
dice que “Ávila continuó allí su predicación por muchos días con grande
concurso de oyentes y satisfacción de todos. Y, tendida la red del
Evangelio, entraron muchos peces en ella de diversas personas:
caballeros, clérigos y otras personas más sencillas”. Uno de los
cautivados por la predicación del Maestro Ávila es el mismo Fr. Luis de
Granada, que le conoce por estas fechas, uniéndose a él con una profunda
amistad. El Padre Ávila será de por vida su maestro venerado y amado
cordialmente.
Fray Luis de
Granada deja, en 1534, su colegiatura de San Gregorio de Valladolid para
marchar a América. Pero, como a Juan de Ávila, la obediencia se lo
impide, enviándole a restaurar el convento recoleto de Escalaceli, la
fundación dominicana del beato Álvaro de Córdoba, en un repliegue de la
sierra cordobesa. Fray Luis, “alma contemplativa, suave, humanísima”,
que vive ahora los gozos del recogimiento y la oración, junto con su
innata vocación de predicador, desde que escucha a Juan, queda prendado
de la espiritualidad de aquel clérigo que predica con tanta unción a
Cristo crucificado, impulsando valientemente la renovación de la
iglesia. Su palabra viva y persuasiva ejerce sobre el alma de Fray Luis
una atracción extraordinaria.
Al final de
sus años Fray Luis escribe la primera biografía del Maestro “con los
datos que le han proporcionado los discípulos Juan Díaz y Juan de
Villarás” y, como anota en el prólogo, con muchos datos fruto de su
propia experiencia, “por haberle tratado muy familiarmente, habiendo
compartido por algún tiempo una misma casa y mesa, conociendo de esta
manera sus virtudes y estilo de vida”. Ya anciano se goza con la lectura
de las cartas del Maestro. Desde Lisboa, le dice a Sor Ana de la Cruz:
“Ahora mi libro ordinario, que me leen de noche cuando ceno, son las
cartas del Padre Ávila”. Y con una punta de orgullo añade: “y sepa que
la primera del primer tomo se escribió a este pobre fraile, cuando
comenzaba a predicar”.
Esa primera
carta, en la que habla del predicador, es un precioso tratado sobre la
dirección espiritual. En ella, con una pizca de humor, el Maestro se
burla un tanto del ingenuo Fray Luis: “Con atención y casi sonriéndome
leí la palabra que vuestra reverencia en su carta dice: que le parece
dulce cosa engendrar hijos y traer almas al conocimiento del Creador; y
respondí entre mí: Dulce bellum inexpertis (dulce les parece la
guerra a los inexpertos). Confieso que el solo engendrar no supone mucho
trabajo, aunque no carece de él; porque si se hace bien, los hijos que
hemos de engendrar por la palabra, han de ser hijos, no tanto de la voz,
cuanto de las lágrimas. Porque si uno llora por las almas y otro,
predicando, las convierte, yo no dudaría en llamar padre de los así
ganados al que, con dolores y gemidos de parto, lo alcanzó del Señor,
antes que al que, con palabra pomposa y compuesta, los llamó por fuera”.
El Maestro
Ávila habla de sí mismo. Con lágrimas y oración “se templa” él para la
predicación. Fray Luis, en su humildad, busca aprender de él. Luis
Muñoz, el segundo biógrafo del Maestro, nos cuenta que Fray Luis de
Granada iba a escuchar los sermones del Maestro, “sentado en la
escalerilla del púlpito”.
Otro de los
fieles discípulos, que se une al Maestro Ávila en Córdoba, es Juan de
Villarás, un joven sacerdote, que de ahora en adelante no le abandona
jamás. En los últimos quince años convive con él en la pobre casa de
Montilla como secretario y confidente. Juan de Villarás, junto con Juan
Díaz, cuidará de la edición de sus escritos, transmitiendo a Fray Luis
muchos recuerdos y noticias para la biografía del Maestro. El es el
discípulo amado e inseparable, que pide que, cuando muera, le entierren
a los pies del maestro, para no separarse de él.
Otro gran
discípulo de esta hora es Alonso Molina, un clérigo rico, que le ayuda
con sus bienes, hospedandole en su casa casi siempre que vuelve a
Córdoba de sus correrías apostólicas. A través de un criado suyo,
Sebastián de Escabias, más tarde hermano jesuita, nos hace llegar
valiosos datos sobre la vida del Maestro Ávila. Otros muchos se hacen
discípulos suyos.
Deseoso de
ganar seguidores de Cristo, lograba una eficaz adaptación a todos los
oyentes de su predicación y, como dice Fray Luis, “ las palabras, que
salían como saetas encendidas del corazón que ardía, hacían también
arder los corazones de los otros”. Como se lee en el Mensaje de la
Conferencia episcopal Española al pueblo de Dios en el V centenario de
su nacimiento: “Lo mismo exponía desde la cátedra las Sagradas
Escrituras con eruditos comentarios que enseñaba los rudimentos de la
doctrina cristiana en lenguaje sencillo a los niños y aldeanos”.
En el
Memorial segundo al concilio de Trento, Ávila enseña que, frente a
la predicación parcial, tibia y defectuosa, se debe predicar “la
doctrina de la palabra de Dios y de los santos, dicha con calor del
Espíritu Santo”, para que sean movidos los corazones de los oyentes a
seguir a Cristo. Su predicación se parece a “una red barredera”, pues,
mientras prosigue en el contenido principal del sermón, esparce algunos
breves avisos o sentencias para dar fuerzas a los tentados, consuelo a
los tristes, confusión de los soberbios y útiles a las personas de
diversos estados.
El licenciado
Muñoz, hablando de la predicación de Ávila, anota que “comenzó a
explicar las Epístolas del Apóstol y a citarlas en el púlpito con grande
agudeza y sutileza, diciendo cosas maravillosas”. “Además de los
sermones ordinarios, leía en una iglesia parroquial de Córdoba las
Epístolas de San Pablo o, hablando más propiamente, hacía unas pláticas
espirituales, en las que explicaba la doctrina del Apóstol”. Algunas de
estas lecciones sobre la carta a los Gálatas aún se conservan. En estos
comentarios se dirige siempre al pueblo y no a un auditorio de
escolares, aunque entre sus oyentes hay siempre numerosos eclesiásticos,
lo que justifica la abundancia de textos latinos. Su estilo es llano y
familiar. En estas pláticas el Maestro dialoga con sus oyentes.
San Pablo es
su guía y modelo. Lo cita constantemente, hasta en los comentarios a la
primera carta de san Juan. En todas partes comenta sus cartas: en Écija,
al comienzo de su predicación, la carta a los Hebreos; en Córdoba, a
clérigos y seglares; en Montilla, a los jesuitas... En la exposición de
la doctrina del Apóstol se trasluce una sólida formación bíblica. Hace
continuas referencias a textos paralelos, cita autores conocidos y
seguros, siempre escogidos con un sentido apostólico. Como buen
catequista analiza y explica cada versículo, buscando siempre la
edificación del Cuerpo de Cristo, la conversión y santificación de los
oyentes. A la preparación exquisita une la unción espiritual. Saca de su
corazón lo que cada día va meditando, dando a los fieles la palabra que
ha hecho carne en su persona.
Vale para él
lo que dice de San Pablo, comentando el versículo “si todavía tratara de
agradar a los hombres” (Ga 1,10): “¿Por ventura es mi intento contentar
a los hombres para ganar gloria ante ellos? No es ese mi intento. El
verdadero predicador de tal manera debe tratar la palabra de Dios que
pretenda principalmente la gloria de Dios. Porque si busca agradar a los
hombres, a cada paso tendrá que cambiar el Evangelio, dándole sentidos
contrarios y enseñando doctrina contraria a la voluntad de Dios. Hará
decir a Dios lo que Dios no quiso decir... ¡Qué reprendidos están los
falsos profetas porque trataban de agradar al paladar de los hombres,
mientras que los verdaderos eran perseguidos por seguir otros caminos!”.
El Maestro
muestra esta afirmación citando a Jeremías (23,17; 8,11;14,13), a
Ezequiel (22,28), a los falsos profetas que engañan a Acab (1R 22,6), al
falso profeta Sedecías, hijo de Canaán (1R 22,11), a Miqueas (1R
22,8).... Luego vuelve a Jeremías, para decir que la palabra del
verdadero profeta es molesta, suscita burlas y amenazas contra el
profeta (Jr 23,33-34). Y comenta: “Mandaba Dios que no le ofreciesen
miel en ningún sacrificio (Lv 2,11), sino sal (Lv 2,13). ¿Qué tiene de
más la sal de la miel? ¿Era cosa de más precio o más santa? No, se hacía
por su significado. Dios quiere que en el sacrificio que le hace el
predicador, sacando almas del pecado con la palabra de Dios, no use la
miel de palabras melosas, no ande untando el casco, engañando con
lisonjas y dulzuras. Dios quiere la sal, que ponga amargura en el
corazón del hombre, temor, aborrecimiento del pecado, enojo contra su
propia carne; que haga aborrecer al hombre su propia vida, para que diga
con el profeta: Al oírlo mis entrañas se estremecen, mis labios
tiemblan. Un escalofrío recorre mis huesos y vacilan mis pasos... (Jb
3,16-17). Estos gemidos y estas voces ha de dar y producir el verdadero
profeta: voces de salvación y sentimiento, porque no pretende contentar
a los hombres ni valer ante el mundo, sino contentar al Señor”.
Y, sin
embargo, él a veces habla con amor y ternura. Comentando Ga 4,12,
escribe: “A cada paso aparece esta blandura en el Apóstol, esta llaneza,
este olvidarse de su dignidad, para no despreciar a los otros, para
tratarlos con benignidad, con llaneza y con blandura... Como padre que
andaba consolándolos, rogándolos y exhortándolos... Debía tener
entendido el Apóstol que Dios le había hecho pastor en su Iglesia no
para hacerle señor, sino padre y madre de todos..., para que le
fatigasen las fatigas de todos, le persiguiesen las angustias de todos,
para llevar juntos en él los trabajos de todos, llorando y sintiendo los
sufrimientos de los demás antes que ellos. Y, finalmente, para que fuese
un refugio, un abrigo y un amparo para todos”.
Comentando
cómo “la fe actúa por medio del amor” (Ga 5,6), escribe: “Ni
circuncisión, ni obras, todo vale nada delante de Dios si no hay fe; y
tampoco la fe vale ante sus ojos si no tiene vida. ¿En qué se verá si
tiene vida? Si tiene obras. Disparate sería pensar que un cuerpo tiene
vida si no le viésemos obras de vida... La caridad, donde quiera que
está, produce grandes y excelentes frutos. No se contenta con tener el
amor oculto, sino que da muestras de él con obras, por lo que se compara
con el fuego, que diligentemente se expande y comunica, como vemos que
hacía el Apóstol (Rm 15,18-19; 1Co 9,22....). Estas son obras y efectos
de fe viva, de fe con espíritu, de fe abrasada y encendida con fuego de
caridad. No sabe esta fe estar ociosa ni parada; antes anda siempre
solícita y vigilante en contentar al Señor a quien ama. Los que la
tienen son de aquellos que enderezan todas sus obras, todas sus
palabras, todos sus cuidados y pensamientos hacia el Señor a quien han
consagrado su corazón... Todo el Apóstol está lleno de estas muestras. A
cada paso hallaremos en él indicios por los que conocer que la fe, la
noticia y la memoria que tenía de Dios era fe, noticia y memoria viva,
por lo que producía altísimas obras en él. Ésta es la que ama a Dios y
justifica al hombre, no la fe muerta; fe ociosa, sin espíritu, ni
aliento, ni señales de vida”.
La carta a los
Gálatas la comenta, capítulo por capítulo, hasta el final. Hace este
comentario durante su estancia en Córdoba en 1537. El comentario de la
primera epístola de San Juan sólo llega hasta el versículo 24 del
capítulo tercero, al menos esto es lo que se conserva. Este comentario
lo hace en el convento de Santa Catalina en Zafra, en 1546. Seguramente
lo repite otras veces, en otros lugares, cambiando y ampliando según los
oyentes.
En 1536,
mientras Juan de Ávila sigue en Córdoba, se imprime en Sevilla un libro
titulado Contemptus mundi nuevamente romanzado “con muy mejor y
más apacible estilo de lo que solía estar”. Se trata de la traducción de
la Imitación de Cristo hecha por Juan de Ávila o por Fray Luis de
Granada. En el prólogo aparece algo de cuanto ha madurado en el alma de
Juan de Ávila en la prisión: “Tres cosas hay que aprovechan notablemente
al alma que desea salvarse. Una es la palabra de Dios, otra es la
oración continua, y otra es el recibir muchas veces el precioso cuerpo
de nuestro Señor Jesucristo. Estas tres cosas leemos haber sido muy
usadas en el principio de la Iglesia cristiana; por eso fue tan próspera
en Dios; y con ellas cualquier alma se atará tan fuertemente con Dios
que ni el demonio, ni la carne, ni el mundo podrán romper esa atadura”.
La acogida de
la predicación del Maestro Ávila en Córdoba es enorme. Cuando él
predica, se llenan las iglesias. A veces predica también en las plazas
públicas. La gente se siente impresionada por su palabra y, sobre todo,
por el testimonio de su vida. Vive pobremente, no acepta dinero por sus
sermones y, si le quieren dar algo, pide que lo entreguen a los pobres.
Marcado desde
la infancia por una entrañable ternura hacia los pobres, el Padre Ávila
se ha despojado de su fortuna para distribuirla entre ellos. Los pobres
son para él la presencia viva de Cristo en la tierra, por más que no
necesite de nada en la gloria: “Quizás alguno me diga: ‘Padre, ¿no está
ya reinando en el cielo? Ya no tiene hambre ni siente desnudez’.
Hermanos, aunque esté en los cielos, también está en la tierra, porque,
aunque la Cabeza está en el cielo, el Cuerpo está en la tierra. Decid:
si os predicara yo ahora: Esta Pascua vendrá Jesucristo, pobre, desnudo,
como nació en Belén, a vuestra casa, ¿no lo recibiríais? ¿No tienes
pobres en tu barrio? ¿No tienes desnudos a tu puerta? Pues si vistes al
pobre, a Jesucristo vistes; si consuelas al triste, a Jesucristo
consuelas. Él mismo lo dice: lo que hagáis a uno de éstos, a mí lo
hacéis. No te mates ya diciendo: ¿Quién estuviera en Belén para recibir
al Niño y a su Madre? No te fatigues, que si recibes al pobre, a ellos
recibes; y si de verdad crees esto, irás más solícito a buscar quién hay
pobre en esta calle, y os saltaríais unos a otros para hacer el bien que
pudierais. Hermanos, haced limosnas, vestid a los desnudos, hartad a los
hambrientos, y no os contentéis con dar una blanca o una cosa poca, sino
dad limosna en cantidad, pues así os lo da Dios. No deis blanquillas por
Dios, pues Dios os da a su Hijo. Haced limosnas para recibir esta Pascua
a Cristo” (sermón 2).
Pero de nada
sirve dar limosna, si por dentro se carece del espíritu de pobreza.
Pobre es quien se conoce a sí mismo y no halla en sí cosa buena (Sermón
3). Según el Maestro Ávila, Jesucristo introduce en la historia una
novedad frente a las riquezas, así como un nuevo concepto de pobre:
“¡Qué cosa tan pesada era la pobreza antes que Cristo viniese al mundo,
qué aborrecida, qué menospreciada! Pero bajó el Rico del cielo y escogió
madre pobre, y nace en portal pobre, toma por cuna un pesebre, fue
envuelto en pobres mantillas y, después, cuando grande, amó tanto la
pobreza que no tenía dónde reclinar la cabeza. Y así, después de su
venida en tanta pobreza, muchos dejaron sus haciendas para hacerse
pobres, teniendo en más ser pobre con Cristo que rico con el mundo. Si
en una balanza pusieses una cosa de precio y en otra una cosa vil, pero
llena de perlas preciosas, diréis que vale más esta segunda por el valor
de lo que se juntó con ella. Y si en un arca vieja estuviese un tesoro y
en otra nueva no estuviese nada, claro está que diríais que vale más la
vieja, por lo que está dentro de ella, que no la nueva que está vacía. Y
así, si miráis la pobreza y riqueza a cada una por sí, más vale la
riqueza; pero si miráis la joya que está con la pobreza, de mucho más
valor es. Se juntó Dios con la balanza de la pobreza e hizo subir su
valor. Pues si los pobres solían tener envidia de los ricos, ahora
ténganla los ricos de los pobres, pues se juntó Jesucristo con el bando
de los pobres y lo engrandeció” (Sermón 39).
Alonso García
de Morales, en su Historia de Córdoba, nos cuenta una anécdota de
este tiempo: “Un día estaba para subir al púlpito en la iglesia mayor.
Vino un clérigo comisario de bulas y le dijo que no predicase aquel día,
porque debía predicar él. El Padre cedió con mucha humildad; pero los
caballeros y señoras, levantándose de sus asientos, le pidieron al
clérigo que dejase predicar al Padre y que al final él publicaría la
bula, ya que toda la ciudad había concurrido a oír al Padre. No se
rindió ante los ruegos de tantos y así el P. Maestro Avila se salió a
una iglesia fuera de la ciudad y predicó su sermón con mucho gusto de
todos, aunque con disgusto suyo, porque dejaron al bulero solo en la
iglesia y todos se fueron en su seguimiento. Quedó el personaje
corridísimo; y, a la tarde, estando en los portales de la plaza y viendo
venir al buen Maestro, se fue hacia él como un león, le dijo mil
groserías, llamándole hipócrita, fingido, engañador y alborotador del
pueblo. El Padre se arrojó a sus pies, pidiéndole perdón con lágrimas y
disculpándose. Y, aunque se llegó toda la plaza para ponerle en razón,
él tuvo tan poca que, en medio de tanta publicidad, dio una bofetada al
humillado a sus pies”. Juan, arrodillado a sus pies, se limita a
decirle: “Emparéjeme esta otra mejilla, que más merezco por mis
pesados”.
Fray Luis
también habla de las persecuciones y envidias que pasa el Maestro Ávila:
“Viendo algunos predicadores la fama y el grande concurso con que sus
sermones eran oídos, y viéndose a sí más olvidados, teniendo por injuria
propia la prosperidad ajena, eran muy molestados del gusano de la
envidia. De estas contradicciones padeció este padre muchas, sobre todo
al principio de su predicación, hasta que finalmente, con la prueba y
fineza de su virtud, venció la envidia. Pero con estas contradicciones
nunca perdió la paz y serenidad; y no sólo no habló palabra alguna
contra sus émulos, sino que procuraba por todos los medios que podía
aplacarlos y sacarles aquella espina del corazón”.
“En este
tiempo, sigue Fray Luis, se celebró un sínodo en esta ciudad de Córdoba,
en el cual predicó a los clérigos solos, a quienes deseaba aprovechar
más que a todos los otros, por ser ellos los ministros de los
sacramentos y de la palabra de Dios; y con este ardor y deseo les
predicó con tan grande fervor y espíritu, que se dieron entre ellos
muchos cambios. Unos se determinaron a mudar de vida, y otros se
decidieron a seguirle como discípulos suyos; y a los que parecían
personas de ingenio les envió a estudiar a Salamanca. Éstos, acabados
los estudios, al volver a él, les enviaba a predicar y confesar a
diversas partes. Éstos fueron muchos y de mucho provecho”.
La misión
principal, que llena la vida de Juan de Ávila, es la predicación. Se le
llama el predicador apostólico. San Pablo es su guía y modelo, a quien
sigue con fidelidad. Le ha tocado vivir en el siglo XVI, en el que se da
una gran importancia a la predicación. A lo largo de la Edad Media la
predicación había casi desaparecido. La mayoría de los obispos y de los
sacerdotes no predicaban. No estaban preparados y no sabían hacerlo. Al
pueblo cristiano le faltaba el alimento de la Palabra de Dios. Juan de
Ávila se lamenta sin cesar de esta situación. Por ello insiste en que
los obispos sean teólogos, para que puedan predicar, ya que ese
ministerio es el primero en su misión de pastores. Y quiere que los
futuros sacerdotes, que se van a dedicar a la evangelización, conozcan
la Escritura, la Palabra de Dios que han de dar a los demás.
La predicación
es la inquietud primera de su vida. Y en sus sermones transmite a sus
discípulos lo que él vive. La predicación evangélica exige libertad de
espíritu y testimonio de vida. El predicador ha de ser sordo a los
elogios y a las críticas, “aunque debe alegrarse más con el desprecio
que con la gloria”. El predicador y el confesor de la fe van juntos,
pues “no ha de hablar palabra que primero no haya él obrado”, y no hacer
como Herodes con los Magos, que les señala donde encontrar a Jesús y él
se queda en palacio. Al predicador le acompaña la autoridad del
testimonio, imitando a Cristo que “no solamente nos despierta con
palabras, sino también con obras”. Los que trabajan por la reforma de la
Iglesia, “por predicación e imitación de Cristo lo han de hacer y
pretender, como hicieron santo Domingo y san Francisco”. La renovación
de la comunidad no se alcanza “si los enseñadores son tibios”, antes
bien la perjudicarán.
Los
predicadores son ángeles y mensajeros de Dios, ellos son los pies del
Señor por el mundo. Citando a San Agustín dice que los predicadores son
las “espuertas de la semilla” del Evangelio, y añade que no se ha de
tener en poco la semilla porque la espuerta sea vil y tenga barro. En el
Tratado sobre el sacerdocio ilustra el ministerio de la
predicación recurriendo a diversas imágenes. Los predicadores son
llamados cielos, porque muestran la gloria de Dios, son deputados para
manifestar su claridad y glorificarlo. La palabra de Dios en su boca
riega la sequedad de las almas como lluvia y las embriaga del dulce amor
de Dios para que den fruto. Son, también, comparados al sol, porque con
el calor de la palabra sazonan los espíritus para el Señor con dulce
sabor. “Dichoso oficio, por el cual Dios es engrandecido en los
corazones humanos”.
Él es un
modelo de predicador. Cuando tiene que predicar lee, estudia, medita
mucho, pero sobre todo ora. Su principal cuidado es subir al púlpito
“con muy viva hambre y deseo de ganar con aquel sermón algún alma para
Cristo”. El celo le impulsa y mueve constantemente a predicar y animar a
los obispos a predicar. El desea que los ministros de Dios “con su calor
enciendan incluso los maderos verdes”.
A sus
discípulos, excesivamente preocupados por preparar sus sermones, les
aconseja quitar tiempo al estudio para dedicarlo a la oración: “¿Pensáis
que no hay sino leer libros y venir luego a vomitar lo que habéis leído?
Mirad no os engañéis, que la predicación no es lección de escuela. No
sabemos distinguir entre predicar y leer. Pensamos que no hay más que
leer un libro y predicar. Muy mal nos va con esto. En la escuela hace
bien el que habla bien y se contenta con decir un argumento bien dicho.
Pero aquí es buen discípulo el que obra y se le pega a las entrañas lo
que oye”. Él, nos dice Luis Muñoz, “no predicaba sermón sin que muchas
horas la oración le precediese”. “Su principal librería” era el
crucifijo y el Santísimo Sacramento.
Fray Luis
admira la facilidad que tiene en preparar los sermones: “Me decía que la
noche anterior al día del sermón le bastaba para estudiarlo. Y con ser
tales los sermones, y frecuentados de tantos oyentes, que las más de las
veces duraban dos horas, no le costaban más que el estudio de una noche
(de modo que más tiempo se gastaba en predicarlos que en estudiarlos),
costando a otros el trabajo de una semana y el revolver unos y otros
libros”. “Él tenía por libros en su pecho la lumbre del Espíritu Santo,
que le enseñaba todo lo que había de decir”. En cambio, cuando se
decidía a ser breve, entonces necesitaba una preparación más larga.
Deseoso de ganar a todos para Cristo en sus sermones hay algo para cada
uno de sus oyentes. Con su predicación el Maestro Ávila busca sólo la
conversión de las almas: “Predicar no es estar razonando una hora acerca
de Dios, sino que venga el oyente hecho un demonio y salga hecho un
ángel”.
Cuando
predica, movido por el espíritu de Dios, los oyentes sienten el soplo
divino que les toca y lleva a cambiar de vida. Las palabras salen de su
boca con los mismos sentimientos que desea infundir en sus oyentes.
Pues, comenta Fray Luis, “¿cómo moverá a dolor, quien no se duele con lo
que me dice? ¿Cómo haré llorar a los otros, si yo, que lo pretendo,
tengo los ojos secos? No es posible: porque no calienta sino el fuego,
ni nos moja sino el agua, ni cosa alguna da a otra color que ella no
tiene... Este es un don especialísimo del Espíritu Santo”. Y Luis Muñoz
añade: “Sus palabras, aunque fuesen de reprensión, iban envueltas en
amor, caridad y celo del aprovechamiento de las almas, y así le oían con
notable afecto”.
En Córdoba
llega a tener juntos “más de veinte compañeros en el Alcázar viejo”.
Este centro de sacerdotes retiene al Maestro Ávila en Córdoba, como su
sede habitual, durante unos ocho o nueve años, hasta que, gravemente
enfermo, fije definitivamente su residencia en Montilla hacia 1555. Pero
esta larga permanencia en Córdoba no significa que esté inmóvil. Solo o
acompañado de sus discípulos predica con gran fruto, no sólo en la
ciudad, sino también en los alrededores, por la serranía cordobesa,
llegando hasta los límites del arzobispado de Toledo. Sube hasta la
ermita de Nuestra Señora del Castillo, donde confiesa a muchas personas
que le han seguido desde los lugares donde ha predicado.
Sus discípulos
se dedican a todo. Enseñan la doctrina cristiana a los niños en los
colegios y en las plazas. Juan de Ávila ha puesto en versos castellanos,
literariamente muy pobres, pero bastante pegadizos, la “doctrina
cristiana”, para que los pequeños la canten en las clases y en las
calles. Sus discípulos se entregan a esta tarea con fervor, además de
predicar en las ciudades, pueblos y caseríos de Sierra Morena. Predican
y confiesan. Son, como él, apóstoles itinerantes, aunque algunos están
más fijos en las ciudades o pueblos, sobre todo los dedicados a los
colegios.
El celo de la
casa de Dios le devora. Y ese celo trata de inculcarlo en sus
discípulos. Pues el corazón de un siervo de Dios en el que no arde este
celo “es un brasero sin ascuas, una apariencia sin existencia, un cuerpo
sin alma”. Este celo “es hijo del amor, pues sólo hacemos bien aquello
que amamos”.
El licenciado
Muñoz nos ha dejado una bella narración de la gran misión que desde
Córdoba Juan organiza con sus discípulos, por los años 1545 y
siguientes: “Tuvo noticia el P. Maestro Ávila de que en Fuenteovejuna, y
en toda Sierra Morena, y otras partes, se padecía mucho por falta de
sacerdotes que enseñasen en los pueblos, por la pobreza de la tierra.
Para remediar estos daños juntó en Córdoba a sus discípulos. Pasaban de
veinticuatro... Les hizo varios razonamientos con aquellas sus palabras
encendidas, para poner en sus corazones un ardor grande y celo de la
salvación de las almas; les presentó la ignorancia de los pueblos, las
ofensas de Dios tan sin remedio, tan pocos los que las llorasen con
lágrimas vivas, oficio que juzgó siempre propio de los sacerdotes; les
animó a que procurasen el remedio y, para ello, les dijo que era su
deseo que se repartiesen por diferentes partes, predicando la palabra
divina, moviendo los pueblos a penitencia, contrición y lágrimas, les
oyesen en confesión, y administrasen el sacramento de la eucaristía; y,
finalmente, les ayudasen en todas las cosas de su salvación”.
Merece la pena
escuchar las recomendaciones del Maestro Ávila para la misión: “La
instrucción fue ésta: que fuesen de dos en dos; que no aceptasen posada
en lugares de legos o eclesiásticos; que se recogiesen en los hospitales
o sacristías de las iglesias; que no recibiesen limosnas de misas ni
regalos; que en la comida, y en todo el trato, diesen buen olor de
hombres desinteresados; que si la autoridad de la persona y otros
respetos corteses les obligasen a recibir algún presente, llamasen al
cura, o algún ministro de justicia, y lo repartiesen entre los pobres
más necesitados y enfermos; que diesen buen ejemplo, no visitasen
mujeres, evitasen otras cualesquiera visitas que no sirviesen al intento
que llevaban; que a las mujeres las confesasen de día, y a todas de
manera que no faltasen a sus maridos; que los pareceres que diesen fuese
en la Iglesia; que trabajasen de noche, y las fiestas, confesando a los
labradores y gente del campo, y que si entre ellos viniesen algunos
hombres de lustre encubiertos les acogiesen y despachasen con agrado;
que, si hubiese algunas enemistades, las compusiesen, procurando la
concordia entre todos”.
El Maestro
Ávila “les señaló los
lugares donde debían ir. El maestro Hernán Núñez, con otro compañero,
fueron a las Alpujarras. El P. Centenares y otro sacerdote, a las
almadrabas de los atunes, y tierra de Sevilla, y una vez terminada
aquella misión, volviesen a las ermitas. Otros, a Fuenteovejuna y sus
sierras. El obispado de Jaén tocó a los doctores Medina, Ávila y Pedro
de Ojeda, y señaló lugares al doctor Gonzalo Gómez, P. Barajas, y a los
hermanos Cardenales. En Córdoba y sus contornos, se quedaron don Diego
de Guzmán, doctor Loarte, doctor Juan Ramírez y don Pedro Díaz. Otros
repartió por otras partes donde entendió que había necesidad”.
“Llevaban un
jumentillo, que les aliviaba a ratos; en éste iba la recámara, que
contenía los manteos, unas alforjas con una caja de hostias, para decir
Misa en las ermitas -para que no faltase el pan que alentaba aquellos
pasos-, cilicios, rosarios, medallas, estampas, tenacillas con alambre,
para hacer cadenillas, que labraban con sus manos, y repartían entre los
que hallaban capaces de estas armas, con que pelean los cristianos
contra los enemigos invisibles; no llevaban nada de comer, confiados en
la providencia divina, y en lo que los fieles ofrecían voluntariamente;
raras veces comían carne, sino sólo pan y algunas frutas secas”.
“Partieron en
esta forma, con licencia de los obispos, y fueron ejecutando sus
misiones, yendo por todos los pueblos, evangelizando el reino de los
cielos, haciendo gran bien a las almas. El capitán y guía de esta
empresa fue el santo Maestro Ávila, que, en compañía de algunos de sus
discípulos partió, ejecutando puntualmente la instrucción que dio a los
suyos. Recorrió gran parte del obispado de Córdoba, hasta tocar los
confines que la dividen del arzobispado de Toledo y Campo de Calatrava,
visitando innumerables poblaciones, sin que su celo dejase despoblados,
durmiendo en ventas, chozas y cabañas. Predicaba, confesaba, encaminaba
las almas por el camino del cielo; padeció mucho, no por la
incomodidades del camino, aunque fueron grandes, sino al ver tan gran
número de almas tan faltas de doctrina y conocimiento de las cosas más
precisas de nuestra sagrada religión; tocó con larga experiencia cuán
necesarias son las visitas personales de los prelados eclesiásticos,
que, cuando se hacen en esta forma de misiones, como las hicieron los
obispos santos, descubren innumerables lástimas, que remedian con su
presencia y poder”.
Se conservan
algunos púlpitos desde los que predicó Juan de Ávila, como el del patio
de los naranjos, de la catedral de Sevilla; el de Santa María, de Écija;
el del convento de Santa Clara, de Montilla... Son memoriales de piedra
de aquella predicación viva y encendida del gran apóstol, cuyo eco,
siempre débil, nos llega aún hoy en los 83 sermones y dieciséis pláticas
que se conservan escritos por él o, más probablemente, por sus
discípulos.
7. EL MAESTRO ÁVILA Y
SANCHA CARRILLO
En Córdoba, en
sus salidas a predicar, le acompaña don Pedro Fernández de Córdoba, uno
de los discípulos de la primera hora, clérigo ejemplar, que desde que le
conoce le es fiel toda su vida. Es hermano de doña Sancha Carrillo,
doncella de poco más de catorce años, a quien sus familiares tratan de
ofrecer al servicio de la emperatriz. Carlos V, después de su boda en
Sevilla, a su paso por Écija, la conoce y se muestra contento de
recibirla como dama de su esposa Isabel. En la primavera de 1527, Sancha
está para partir a la corte. Pero su hermano, don Pedro, no para hasta
llevarla a los pies del Maestro Ávila, para que se confiese con él antes
de partir. En la confesión, que hace en la parroquia de Santa María,
Dios cambia totalmente el corazón de doña Sancha. Ya no será dama de la
emperatriz, sino que se consagra totalmente al Señor.
Dispuesta a
vivir vida de recogimiento, piensa retirarse a un monasterio:
“Aconsejada con el Maestro Ávila pidió a sus padres que le señalasen un
cuarto de la casa tan apartado en el que pudiera estar tan fuera de todo
y de todos que pareciera estar ya muerta y debajo de tierra o le
encerrasen en el monasterio de Santa María de Gracia en Sevilla, donde
no pudieran inquietarla con sus visitas”. Sus padres prefieren
concederle una pequeña casa al lado de la ellos, con un oratorio, dos
aposentos y un pequeño patio. Allí comienza su vida de austeridad, con
gran recogimiento y mortificación, entregada a la oración y favorecida
por Dios con extraordinarias revelaciones. Después de su muerte Juan
escribe su vida, que se ha perdido.
Nunca olvidará
doña Sancha el primer encuentro con el Maestro en el confesonario de la
parroquia de Santa María: “Entrada en el confesonario, comenzó a crujir
el manto de tafetán que traía; por lo cual el padre la reprendió
ásperamente, porque, viniendo a confesarse y a llorar sus pecados, venía
tan galana. Después, andando el tiempo, decía ella, por donaire, a este
padre: ¡Cuál me paraste aquel manto! Fue esta confesión de tan admirable
eficacia que derribó totalmente todo cuanto el mundo había fabricado en
aquel corazón con tan hondos cimientos”.
En 1536, doña
Sancha, enferma desde hacía un año, siente la ausencia del Maestro
Ávila, según deja traslucir una carta que escribe a otra señora,
convertida como ella por Ávila: “Así que, señora, no os desconsoléis por
ninguna cosa que venga, ni tampoco por la ida del P. Ávila, porque en
todas partes tenemos a Dios y no se nos irá, si nosotros no lo echamos.
Todos pasamos esos tragos de su ausencia, pero, considerando lo dicho, y
como así ha de ser mientras andemos desterrados, basta para
consolarnos”.
El Maestro
Ávila sostiene solícito a doña Sancha con sus cartas y visitas. En los
largos días de la cárcel de la Inquisición, Juan no está ocioso. Ni Dios
tampoco. Según nos cuenta Fray Luis es allí donde recibe la “gran
ilustración del misterio de Cristo”. Es el núcleo de su vida, de su
predicación y de sus escritos. Como Pablo, ya nunca quiso saber otra
cosa que no fuera Cristo, y Cristo crucificado. Allí, en la prisión,
seguramente pensó en escribir algo sobre este misterio de Cristo. Quizás
hasta haya bosquejado algunas ideas sobre el papel. Pero es después, una
vez liberado, cuando se decide o le deciden a escribir. Doña Sancha
Carrillo sabía cómo persuadirle a ello. Su discípulo y amanuense Juan de
Villarás refiere que “cuando el Maestro comenzó a componer este libro
fue a ruegos de una doncella religiosa muy sierva de Dios y persona de
calidad, que pidió al Padre Maestro algunas advertencias escritas como
reglas de bien vivir, para que, leyéndolas, se consolase y
aprovechase,... El piadoso Padre Maestro de sus hijos espirituales
comenzó sobre aquel salmo 44 Audi, filia, y escribió cuatro o
seis pliegos y los envió a esta señora, a la cual gustó tanto lo escrito
que volvió a suplicar al Padre Maestro que escribiese más para el mismo
intento, y recibió otros ocho o diez pliegos más, y creció tanto el
gusto y fervor de esta señora con lo escrito que le rogaron esta señora
y otras amigas suyas que escribiera más. De esta suerte se compuso este
libro de Audi, filia”. A la doncella doña Sancha, que ha
renunciado a servir al emperador terreno para ser la esposa del Rey
celestial, debemos, pues, lo más bello que se encuentra en el tratado
del Maestro Ávila.
El 13 de
agosto de 1537 muere en Guadalcázar doña Sancha Carrillo. Juan de Ávila
participa en los funerales, junto con el hermano de ella, el Padre don
Pedro Fernández. Juan acompaña el cadáver hasta Córdoba, donde es
enterrada, pues aquellos señores tenían su sepultura en el monasterio de
San Francisco de Córdoba. El cortejo fúnebre es solemne y numeroso:
“Precedió, según costumbre, la cruz, algunos religiosos y clérigos,
luego la litera y a los lados de ella el P. Maestro Juan de Ávila y don
Pedro de Córdoba, hermano de la difunta. Después, gran acompañamiento de
criados y deudos, todos a caballo”. En la puerta de la ciudad, pasado el
puente, esperaban los padres franciscanos con velas encendidas y
cantando salmos.
Antes, pues,
de esta fecha de la muerte de doña Sancha ya estaba escrito el libro en
su brevedad inicial. El Padre Luis de Granada habla de la obra como de
un “librillo”. En el prólogo al conde de Palma de la redacción
siguiente, el Padre Ávila dice: “Lo primero iba brevemente dicho y casi
por señas, porque la persona a quien se escribió era muy enseñada y en
pocas palabras entendía mucho. Ahora, para todos, va copiosa y
llanamente declarado, para que cualquiera, por principiante que sea, lo
pueda fácilmente entender”. Muy pronto el libro, -“mi tesoro”, lo llama
doña Sancha-, corre de mano en mano entre las personas amigas de ella y
del Maestro Ávila, que por este tiempo predica en Palma del Río y
entrega el manuscrito del Audi, filia a don Luis de
Puertocarrero, conde de Palma. El conde es uno de esos nobles, que se
gozan en ser mecenas de espirituales, escritores y artistas. Es también
amigo de Fray Luis de Granada, llegando a conseguir que le nombren prior
del convento de Palma. Hacia el final de 1539 parece que el Maestro
Ávila tenía ya su libro pronto para la imprenta. Pero su intensa
actividad, sus predicaciones y viajes con motivo de la fundación de sus
colegios le distraen de la proyectada edición.
8. EN GRANADA SE DOCTORA
EN TEOLOGÍA
No es posible
seguir el itinerario de Juan de Ávila. Sólo algunos hechos, cartas o
documentos nos dan alguna fecha y algún dato para situarle en un
determinado lugar en un
momento o durante algún tiempo. Su actividad de misionero itinerante es
desbordante y, como él mismo dice, no le gusta atarse a ningún lugar,
para estar siempre abierto a la voluntad de Dios, que le lleva de acá
para allá con el soplo de su Espíritu, que es como el viento, que no
sabes de donde viene ni a donde va. En carta a su gran amigo, el
arzobispo de Granada, don Pedro Guerrero, le dice: “Yo tengo tantas
ocupaciones que no me puedo desembarazar tan pronto como desearía, y me
es necesario visitar unos pueblos, aunque no creo que me detenga mucho
en ellos. No sé cuándo será que pueda ir. Nunca suelo señalar el tiempo
en que vaya a ir, para no decir una cosa que después no pueda cumplir.
Lo más que hago es decir lo que pienso hacer, dejando el hacerlo a la
voluntad del Señor, sin cerrarme nunca la puerta, para hacer lo que me
parezca más conforme con ella. Antes de Pascua ciertamente no podré
desocuparme. Una vez pasada, o al máximo después del Corpus Christi,
pienso quedar libre de acá y poder ir allá, si otra cosa, como digo, no
se ofreciere que me parezca ser probable voluntad de Dios”.
Juan ve en los
sucesivos llamamientos de los obispos la mano de Dios, que le abre
nuevas puertas a la evangelización. A fines de 1536 Juan de Ávila parte
para Granada, llamado por el obispo de la diócesis, que le aposenta en
un cuarto de su casa para recabar su consejo. Le ofrece una canonjía
como magistral de la catedral, pero Juan no la acepta para no sentirse
ligado a ningún lugar, perdiendo la disponibilidad para la itinerancia
misionera. Así lo narra Fray Luis: “De Córdoba fue a Granada, en tiempo
de don Gaspar de Ávalos, arzobispo de Granada, gran prelado y siervo de
Dios. En esta ciudad parece que le renovó Dios su espíritu, porque,
cobrando nueva esperanza con la virtud y santidad del prelado, se
ofreció de nuevo al trabajo de la predicación. Al principio, el buen
pastor, entendiendo la excelencia y eficacia de su doctrina, se alegraba
de cómo Dios le había dado tal ayudador para descargo de su obligación.
Luego lo aposentó en un cuarto apartado
de su misma casa, ayudándose de su consejo en todas las cosas de
importancia”.
La reconquista
de Granada (1492) no borra las huellas de la cultura árabe. En ella el
campo apostólico es inmenso, debido a los muchos moros no bautizados y
al antitestimonio de los cristianos, según confiesa el mismo Maestro
Ávila, en su Comentario a la primera carta de san Juan: “Es
verdad que a esos moros que están en Granada no les lucimos como dice
san Pablo, porque somos tan malos, tan amigos de hacienda, tan dados a
deshonestidades, tan vanos, tan glotones, que aun somos peores que
ellos. Tanto que si les reprendemos, dicen que lo han aprendido de
nosotros”.
Durante unos
tres años, desde 1536 a 1539, Juan reside en Granada, sin que esto
signifique que no se mueva de allí. Granada es el centro de sus
actividades misioneras. En el cuarto, que le ha proporcionado el obispo
en su palacio, Juan recibe a los discípulos, que en seguida se forma en
torno suyo. Convive con algunos de ellos. Fray Luis anota: “De los
discípulos había algunos más íntimos que comían con él a su mesa en un
pequeño refectorio que tenía”.
En Granada,
como en Córdoba, predica, enseña catecismo a los niños, confiesa,
escribe cartas a los discípulos de otros lugares, organiza colegios,
asiste con su dirección espiritual a las monjas, sobre todo a las
clarisas del monasterio de la Encarnación, del que será abadesa doña
Isabel de Ávalos, hermana del arzobispo, llevada allí para ello desde
Baeza...
Predicar a
estudiantes, clérigos o monjas es una de sus ocupaciones más asiduas. En
Granada son famosas sus pláticas espirituales a los estudiantes, a
quienes dice: “Más querría ver a los estudiantes con callos en las
rodillas de orar que los ojos malos de estudiar”. También las religiosas
son objeto de sus preferencias. Los monasterios de Granada, Baeza,
Córdoba, Zafra y Montilla escuchan frecuentemente su predicación. Unas
veces habla a las religiosas en sus iglesias desde el púlpito en
presencia de los fieles; otras veces les habla a solas “por la red”. Por
amor a Jesucristo se desgasta en servicio de sus esposas: “El honor de
la esposa es honor propio del esposo, porque lo que toca a la esposa
toca al esposo, como cosa propia suya, de donde quien afrenta a la
esposa afrenta al esposo y quien presta algún servicio a la esposa sirve
en ello al esposo, que lo recibe como hecho a él mismo. Sabiendo esto me
he animado a venir aquí a sudar un rato en servicio de vosotras,
señoras, que sois esposas de Jesucristo, porque sé que esto lo recibirá
vuestro esposo como servicio a él, si lo hago como debo. Pera ello
espero que me ayude vuestro esposo y Señor mío. Pedídselo poniendo como
intercesora a la que es juntamente madre y esposa de este esposo
vuestro, la benditísima Virgen”.
En Granada, el
20 de enero de 1537, día de San Sebastián, tiene lugar una de las
conversiones más sonadas de la predicación del Maestro Ávila. Un
mercader, que ni conoce el nombre de sus padres y se cree de origen
portugués, hombre aventurero, que ha sido antes pastor en Oropesa y
soldado en Fuenterrabía, Hungría y Ceuta, tiene puesta por esos días su
tienda de libros junto a la Puerta Elvira. El veinte de enero va a
homenajear a San Sebastián en la ermita de los Mártires, situada en las
afueras de Granada, frente a la Alhambra. Juan de Avila predica el
sermón, proponiendo a sus oyentes las bienaventuranzas. Les dice cómo
Cristo hace sabrosas la pobreza, las deshonras y las lágrimas. E invita
a todos a seguir a Cristo “aunque sea caminando en medio de las espinas
y de las puntas de la picas”. Al terminar el sermón, el librero,
contrito el corazón de dolor, sale de la ermita dando voces, confesando
públicamente sus pecados. Revolcándose en el cieno de las calles y
dándose golpes con una piedra en el pecho, llega a su tienda, regala los
libros devotos entre los muchachos y curiosos que le rodean y arremete
contra los libros profanos con dientes y manos con tal furor que los
presentes se convencen de su locura.
La admiración
crece cuando, desnudo de su vestido, en camisa y calzones, se dirige a
la iglesia mayor seguido de un grupo de mozalbetes que gritan: “¡Al
loco, al loco!”. Almas caritativas le llevan a la posada del Maestro
Ávila, quien en una larga conversación le serena y enciende en él la
verdadera locura de amor a Cristo. En adelante se le conoce como Juan de
Dios. Cuenta en este momento de su conversión cuarenta y dos años de
edad.
Juan de Dios
funda su célebre hospital granadino, reuniendo en torno suyo a otros
como él que le ayudan en su misión. Durante toda su vida sigue ligado al
Maestro Ávila, a quien consulta por carta o yéndole a visitar. Se
conservan tres cartas del Maestro Ávila para Juan de Dios, en las que le
define como santo de la caridad. Y cuando éste, en 1539, va en
peregrinación a Guadalupe, visita a su Maestro, a la ida en Montilla y a
la vuelta en Baeza. En uno de los sermones del Maestro Ávila dedicados
al Espíritu Santo alude a esta conversión: “Este solo Espíritu bastará a
consolarte y dar fuerzas a tu flaqueza, a dar alegría a tu tristeza. ¡Y
cómo lo sabe él hacer! Yo supe de uno a quien el Espíritu Santo se le
quiso comunicar tantico y como loco salió dando voces por las calles”.
Luis Muñoz cuenta que cuando Juan de Dios iba a visitar al Maestro en
Montilla, se quedaba en la cruz de la entrada de la villa, para hacer
llegar el recado: “Díganle al gran Maestro, a mi gran padre, que aquí
está aquel gran pecador, Juan de Dios, que si le da licencia le irá a
ver”.
Ahora en
Granada el bachiller Juan de Ávila se doctora en Teología, es decir,
culmina sus estudios teológicos y recibe el título de Maestro. A partir
del 3 de marzo de 1538 se le llama siempre Maestro Ávila. En octubre de
1537 Juan de Ávila participa en los funerales de doña Sancha Carrillo,
que es enterrada en el convento de San Francisco de Córdoba. Juan vuelve
poco después a Granada, donde predica por encargo del cabildo de la
catedral. Las actas capitulares le dan entonces por primera vez el
título de “Maestro”. En los procesos de la Inquisición se le llamaba
bachiller. Y como bachiller le trata con desprecio el doctor Bernardino
Carleval, al conocerle anteriormente en Granada. Lo cuenta un sobrino
suyo en los procesos de beatificación: “Su tío, el doctor Bernardino
Carleval, le refirió, llorando, cómo el siervo de Dios le había
convertido. Estando de rector del Colegio Real de Granada y predicando
el Maestro Ávila, le había dicho a un compañero suyo: Vamos a oír a este
idiota; veamos qué y cómo predica. Habiéndole oído, quedó tan tocado del
amor de Dios que de allí en adelante procuró oír con mucho cuidado los
sermones del dicho siervo de Dios y tratarle y comunicarle en su casa”.
Seguramente,
en el curso 1536-1537 se gradúa, recibiendo el título de Maestro, en la
universidad de Granada o en el colegio universidad de Santo Tomás de los
dominicos de Sevilla. El
título de Maestro, que recibe en este momento de su vida, se le pega a
su persona para siempre. Es el título personal, con el que se le nombra
mientras vive y después de muerto. Aún hoy sigue siendo el “Maestro
Ávila”. Es el Maestro cargado de sabiduría divina y de ciencia humana,
experimentado, acogedor, al que todos recurren con confianza y
veneración, para recibir un consejo, una orientación, una dirección en
su vida.
Según
Fray Luis de Granada, el Maestro Ávila “en las cartas consuela a
los tristes, anima a los flacos, despierta a los tibios, esfuerza a los
pusilánimes, socorre a los tentados, llora a los caídos, humilla a los
que presumen de sí mismos. Es notorio cómo descubre las artes y celadas
del enemigo, qué avisos da contra él. ¡Cómo abate las fuerzas de la
naturaleza! ¡Cómo levanta las de la gracia! ¡Con qué palabras declara la
vanidad del mundo, la malicia del pecado y los peligros de nuestra
vida!... Da sus avisos a los sacerdotes para que celebren dignamente, y
a los predicadores para que prediquen fructuosamente, y a las vírgenes
desposadas con Cristo para que guarden con todo cuidado el tesoro de su
pureza virginal, y así a todos los demás. Parece que el pecho de este
padre era una botica espiritual, donde el Espíritu Santo había
depositado las medicinas necesarias para la cura de tantas enfermedades
como padecen nuestras almas, que sin duda son más que las de los
cuerpos. Concluyendo, pues, digo que cualquier hombre prudente que
leyere estas cartas descubrirá que en ellas está el dedo de Dios”.
El título de
Maestro es un respaldo importante para su apostolado en escuelas,
colegios universitarios y universidades. El Maestro Ávila es fundador de
colegios teológicos y de la universidad de Baeza, predicador incansable
del Evangelio y también maestro seguro de espíritus. En él encuentran
luz y paz Teresa de Jesús, Francisco de Borja, Juan de Dios, Juan de
Ribera, Luis de Granada, los profesores de la universidad de Baeza, sus
discípulos, muchos sacerdotes, religiosos y seglares de todas clases y
estados.
No se
enorgullece con ello el Maestro Ávila. Recordando cómo Pedro, trabajando
toda la noche, con sus fuerzas no consiguió ni un pez y, echando las
redes en el nombre del Señor, éstas se llenaron de peces (Lc 5,5),
entiende que lo mismo acontece a los predicadores, pescadores de
hombres. Por ello, antes de cada sermón, “acudía a nuestro Señor en la
oración, diciéndole que en su nombre echaría la red. Viendo luego el
fruto, afirmaba que los hijos espirituales que con la predicación se
ganaban más eran hijos de lágrimas que de palabras”.
Está
convencido que el fruto de la predicación se debe a la acción de Dios
más que a la del predicador. El oficio de la predicación de la Palabra
de Dios es comparado a muchas cosas temporales, para que por ellas, como
por rastro, lleguemos al conocimiento de la alteza de este ministerio...
La Palabra de Dios en boca de sus predicadores riega la sequedad de las
almas como la lluvia del cielo y las hace dar frutos. Por experiencia se
ve que el pueblo donde hay predicación de la Palabra de Dios se
diferencia de aquel donde no la hay, como tierra llovida y fértil de la
seca, que en lugar de fruto da abrojos y espinas. Y, como la tierra,
aunque llovida, necesita, junto con la humedad, el calor del sol, los
predicadores son comparados también con el mismo sol, porque con el
calor y fuego de la Palabra de Dios producen en las almas fruto
provechoso para ellas y sabroso para el Señor.
Dos cartas de
sumo interés están fechadas en 1538. Una de ella está dirigida al
Maestro García Arias, predicador, y la otra va dirigida a un discípulo
de Córdoba, tal vez el P. Alonso de Molina. Ambas nos muestran el
vínculo que liga a Juan con sus discípulos. La santa amistad que les une
se trasforma en dependencia de dirigido a director. El Maestro Ávila,
varón espiritual y hombre de formación universitaria, dirige la vida
espiritual y también los estudios de sus discípulos. Su magisterio es,
desde luego, siempre vital, orientando a sus dirigidos hacia la
Escritura, particularmente a San Pablo. Les lleva a mirar a Cristo a
través de san Agustín y de san Bernardo de Claraval. Se muestra
igualmente humano en sus consejos sobre la siesta, el cuidado de la
salud y el demasiado madrugar. Un plan de vida parecido al que aconseja
guarda él mismo en sus años de estancia en Granada.
Fray Luis
habla entusiasmado de la estancia del Maestro Ávila en su ciudad y de la
acogida que allí tiene su predicación: “comenzó a predicar con nuevo
fervor y espíritu, y así respondió el fruto al trabajo, porque aquí se
ofrecieron muchos a ser sus discípulos. Particularmente se hizo gran
provecho en los maestros y doctores del colegio de esta ciudad... Y de
los discípulos había algunos más íntimos que comían con él a su mesa en
un pequeño refectorio que tenía. Y se hizo también aquí un colegio de
clérigos recogidos para servicio del arzobispado y otro de niños para
enseñar la doctrina cristiana. Y pudiera referir aquí a las personas
insignes que fueron tocadas por nuestro Señor, que después fueron
doctores en Teología y muy útiles a la Iglesia con su testimonio de vida
y con su doctrina... Se alegraba tanto el padre del fruto de sus
trabajos que, cuando nombraba esta ciudad, la llamaba mi Granada”.”.
En este tiempo
de estancia en Granada encuentra a varios discípulos, que alcanzarán
importancia en su obra. De Granada es el Maestro Gaspar López, a quien
en 1541 envía a fundar el colegio de Jerez. De Granada son también Diego
de Santa Cruz, que extenderá a Portugal la vida y reforma del Maestro
Ávila, y su hermano Cristóbal Sánchez... Ávila influye en los
estudiantes y en la misma Universidad de Granada, que comienza entonces
a organizarse.
“Por consejo
del Maestro Ávila”, se fundan tres colegios: el de Santa Catalina, el de
los Abades y el de San Miguel. A su amigo, el obispo Guerrero, a raíz de
su elevación a la sede de Granada, le dice: “Conviene favorecer el
Colegio de Santa Catalina, porque de él han de salir oyentes de
teología... y formadores de otros colegios”. Ávila considera el Colegio
de Santa Catalina como seminario para proveer de buenos colegiales los
restantes colegios. Pues, según él, para que un colegio funcione bien,
la solución está “en tener buen rector y buenos colegiales”.
Granada,
situada en la confluencia del Darro y del Genil, a los pies de Sierra
Nevada, a la sombra de la Alhambra, dominando una hermosa vega, le ha
conquistado el corazón. En ella tiene, como siempre, algunas señoras que
le cuidan y atienden en la medida en que él se lo consiente. En la
octava del Corpus Christi de 1542 predica en la iglesia mayor de
Granada. En la cuaresma de ese año, Fray Luis nos dice que “estando en
Granada algo flaco y con necesidad de comer carne, la señora marquesa de
Mondéjar, viendo por una parte el fruto de sus sermones, y por otra el
impedimento de su flaqueza, decía que le debían obligar a comer carne en
cuaresma, para que no se perdiera lo más por lo menos. A lo que él,
estando yo presente, respondió que el predicador testificaba y predicaba
que hay favores y socorros de Dios sobrenaturales; que es razonable que
testifique con la vida lo que dice con sus palabras, fiándose de Dios
cuando de los remedios humanos se siguen algunos inconvenientes que
tienen apariencia de mal, como es comer carne en cuaresma quien predica
a los demás que se abstengan de ella”.
9. FUNDACIONES DE
ESCUELAS Y COLEGIOS
Francisco de
Borja llega a Granada la tarde del 16 de mayo de 1539 acompañando el
cadáver de la emperatriz Isabel, la bella esposa de Carlos V, muerta en
Toledo el 1 del mismo mes. Al día siguiente se hacen las honras fúnebres
en la Capilla Real. Celebra la misa el cardenal de Burgos, Fray Juan
Álvarez de Toledo, y predica el arzobispo de Granada, don Gaspar de
Ávalos. Francisco de Borja, al abrir el ataúd, queda tremendamente
impresionado. La enfermedad, la muerte y los calores del camino han
marchitado la belleza de la emperatriz. El Maestro Ávila, que predica el
sermón en las honras fúnebres del cabildo, celebradas en la catedral, es
el confidente del desengaño de Francisco de Borja. De Granada, Francisco
sale con un propósito: No servir más a señor que se pueda morir.
Francisco de
Borja, en su diario espiritual, recuerda la fecha de los funerales de la
emperatriz como una fecha memorable por las gracias que llevó consigo.
Esto no significa que se consagre al Señor, retirándose del mundo. De
momento le es imposible. Está casado y tiene ocho hijos, pequeños todos.
Aún acepta ser virrey de Cataluña y, mucho después, duque de Gandía.
Entonces, ya viudo, se consagra a Dios, entrando en la Compañía de
Jesús. Ávila y Borja, dando crédito al Padre Pedro de Ribadeneira, se
encontraron en Granada y hablaron de sus deseos de una vida de
perfección, de oración y penitencia y quedaron como amigos para siempre.
Se encuentran después varias veces en Andalucía, en Córdoba en 1553, en
Montilla en 1555 y en 1559, y se relacionan por carta. Se conservan dos
del Maestro Ávila al Padre Francisco de Borja, siendo ya General de la
Compañía de Jesús. Son espíritus afines, contemplativos, enamorados de
Jesucristo y entregados a la renovación de la Iglesia.
El maestro
Ávila es un apóstol itinerante y, poco después de los funerales de la
emperatriz, sale para Córdoba. Parece que es ahora, en el verano de
1539, cuando realiza la más arriesgada de sus acciones apostólicas. El 1
de julio, víspera de la fiesta de la Visitación, predica en la catedral
de Córdoba. Entre los oyentes, cubierto el rostro con su manto, está
doña María de Hoces, que desde hace unos siete años vive amancebada con
el chantre, del que ya tiene tres hijos. El Maestro Ávila comenta las
palabras con que los hijos de los profetas gritaban a Eliseo: “¡Muerte
en la olla, hombre de Dios, muerte en la olla!” (2R 4,40). Sin saberlo,
parece que predica para María de Hoces. Habla de las pobres mujeres que,
por su indigencia, están metidas en el pecado. “¡Pobrecita miserable!
¡La muerte está en la olla de que te sustentas! Rejalgar es eso que
comes, que trae consigo, no muerte temporal, sino muerte eterna”.
El Señor toca
el corazón de María de Hoces, que, al terminar el sermón, se acerca al
confesonario. Ávila, decidido a sacarla del lodo, la manda ir a casa de
doña Mencía de Narváez y de allí pasa al monasterio de santa Marta, que
está cerca, porque el chantre, alborotado, ha cercado con fuerza la
casa. El Maestro Ávila, informado de lo que ocurre, acude al corregidor,
que le provee de gente de a caballo y de un alguacil de justicia. Con
ellos sale el Maestro Ávila camino de Montilla. Como tampoco allí está
segura, continúan el viaje hasta Granada, donde la confía a una familia
amiga. Lleva ya varios días en Granada y aún no ha dicho nada al
arzobispo Ávalos, en cuya casa se hospeda. El chantre, -“que bramaba
como la osa cuando la roban los hijos y amenazaba con la muerte”,
escribe Fray Luis-, llega a Granada y calumnia al Maestro Ávila ante el
arzobispo: “Juan de Ávila ha venido hace pocos días de Córdoba con una
mujer, con quien vive torpemente”. Pero el Señor guarda la fama del
Maestro Ávila y así queda incontaminada.
Pocos meses
después de esta hazaña, Juan comienza una etapa nueva: la fundación de
una casa de estudios en Baeza, en la diócesis de Jaén. Lo primero que
establece es el Colegio de los niños: “El padre maestro Ávila señaló a
los niños tres horas de lección por la mañana, la última para que
cantasen la doctrina, lo mismo por la tarde, y los domingos, por las
calles. Dio orden que fuesen en procesión delante del clero los tres
días de Letanías y el del Corpus...”.
Baeza en este
tiempo es una ciudad importante. Cuenta con unos cincuenta mil
habitantes Los muros de la ciudad esconden el laberinto de sus calles y
callejas. Las casas señoriales lucen en sus fachadas escudos de piedra
bien tallada. Y fuera de los muros están los campos que riega el
Guadalquivir; son campos fértiles de viñedos y de viejos olivares. Juan,
inmerso en la belleza de Baeza, quizás ni la percibe. Él centra su
atención en Cristo y en los hombres, a quienes quiere anunciar el
Evangelio. Y en Baeza ocupa toda su atención la fundación de su colegio.
El 14 de marzo de 1539 se expedía en Roma la bula, por la que el Papa
Paulo III autorizaba la erección en Baeza de un colegio, en el que
hubiera una clase para instruir a lo niños en la doctrina cristiana, en
la lectura y escritura; otra para adolescentes y cuantos quisieran
aprender, en que se enseñase gramática; y también aulas en que se lean y
comenten los evangelios, homilías, himnos, el salterio, las epístolas de
San Pablo, las cartas canónicas y otros tratados y libros de la Sagrada
Escritura. Es el germen de la famosa Universidad de Baeza.
Su fundador es
el baezano doctor Rodrigo López, que reside en Roma, como notario y
familiar del Papa. Adinerado como es desea dejar en su diócesis una
institución importante. La bula papal le nombra, junto con su hermano,
el maestro Pedro López, administrador perpetuo del colegio. Pero ambos
nombran a Juan de Ávila, “Maestro en Sagrada Teología, residente en
Granada”, junto con otro clérigo, viceadministradores y gestores con
plenas facultades, para poner en marcha el colegio. Inmediatamente, en
1539, Juan se traslada a Baeza y organiza el colegio de niños. Poco a
poco todo va quedando en las manos del Maestro Ávila. Paulo III, el 9 de
enero de 1540, concede que, “no habiendo en dicha ciudad otra
universidad de estudio general, se puedan conferir en dicho colegio los
grados de bachilleres, licenciados y doctores en las facultades lícitas
que en él se enseñasen, y que los que se hubieran de graduar recibiesen
los grados de manos del maestrescuela de la santa Iglesia de Jaén o de
otra persona constituida en dignidad eclesiástica, que eligiese el
administrador de dicha Universidad... y que los graduados gozasen de
todos los privilegios que gozaban los que se graduaban en ellos”.
Con este
documento nace jurídicamente la Universidad de Baeza. Sin embargo su
realización práctica es lenta y le cuesta muchas fatigas al Maestro
Ávila. Hasta 1544 no comienzan las primeras clases de Teología. El
Maestro no dispone de personal preparado para ello. Comienza por llevar
a Baeza discípulos de su confianza. El 1546 envía desde Granada al
doctor Bernardino de Carleval, que en adelante será el rector de la
Universidad. También envía a Salamanca a Diego Pérez de Valdivia a
prepararse para poder enseñar en Baeza. Hasta el 1549 no se confieren
los primeros grados académicos. El 1 de diciembre de 1549 tiene lugar la
solemne ceremonia. El primer colegio de niños se ha transformado en una
Universidad con facultad de conferir grados en Artes y Sagrada Teología,
y con un claustro de catedráticos selecto y numeroso.
Tenemos, pues,
en función el colegio de niños, el de gramáticos y la Universidad. La
Universidad, por decisión del Maestro, sólo tiene las facultades de
Artes y Teología. No tiene ni leyes, ni cánones, ni medicina o otra
materia académica. Juan quiere hacer de esta Universidad un centro de
formación sacerdotal, con vistas a la vida espiritual y pastoral. La
teología está al centro de los estudios. Se trata de teología bíblica y
patrística, por una parte, y luego teología especulativa. Esta parte
dogmática se hace siguiendo a Santo Tomás.
El licenciado
Muñoz, bien informado, nos describe con admiración el ambiente y estilo
de vida de los colegios y de la Universidad de Baeza en sus comienzos.
Hablando de la escuela de niños dice: “Los maestros les enseñan desde
conocer las letras, a leer, escribir, contar, latinidad, hasta ser
capaces de pasar a otra facultad superior. Se pone especial cuidado en
que sepan la doctrina y obligaciones cristianas; de estas escuelas pasan
a las mayores, donde se leen artes y teología, todo gratuitamente, de
manera que, desde poner en las manos de un niño la cartilla de las
letras hasta subir al púlpito o ponerse en el altar, no les cuesta a sus
padres un solo real... Gastan media hora por la mañana y otra media por
la tarde en enseñar la doctrina cristiana, con que se cría a toda
aquella niñez y juventud en santas y loables costumbres”.
En cuanto a la
Universidad escribe: “El intento del Maestro Ávila fue, no sólo que se
formasen hombres de letras, sino también de virtud; pues las escuelas
eran solo para formar eclesiásticos, curas de almas y clérigos
ejemplares. Así hizo que las constituciones mirasen a este fin y que los
mozos comenzasen desde el principio a formarse en las costumbres
eclesiásticas, pues se preparaban para ser ministros de Dios, para
enseñar su palabra y predicar al pueblo el camino de la virtud. Para
ello era necesario que desde sus más tiernos años asimilaran el espíritu
evangélico, porque mal puede uno ser maestro en el arte en el que nunca
fue discípulo”. Los mismos doctores, que enseñan teología, “predicaban
en la ciudad en las fiestas, confesaban, guiaban en el espíritu a muchas
almas... Apostólicamente, a imitación de su gran Maestro, los domingos
por la tarde salían de la Universidad cantando la doctrina cristiana por
las calles; estos santos catedráticos predicaban en la plaza. En tiempos
de vacaciones, o si la necesidad lo pedía, salían a misiones por los
lugares comarcanos... No se admite a ninguno al grado de maestro sin que
haya salido algunos días a misiones por los diversos lugares, a enseñar
la doctrina cristiana”.
Sobre la vida
diaria escribe: “El modo de vivir los estudiantes es más de religiosos
que de seglares. Todos los días, antes de entrar en lección, oyen Misa;
los viernes tienen plática de la doctrina cristiana y otros ejercicios
de penitencia. Todos los meses confiesa y comulga toda la escuela, y los
sábados acuden al hospital a servir y hacer las camas a los pobres”.
En todos los
colegios del Padre Ávila se estudia teología. El Maestro siempre da
importancia al estudio de la teología, y de un modo particular a la
teología bíblica. Pero la teología para él no es una ciencia teórica,
abstracta, siempre tiene un sentido espiritual, apostólico. Le
entusiasma entenderla al estilo de Pablo y Juan, como algo vivo y
palpitante, rumiada en la oración. En carta al Padre Alonso de Vergara,
escribe.: “Me parecía que leyendo a San Juan o a San Pablo y a Isaías,
habrían de conocer la Escritura y, sin embargo, veo a muchos que no
saben nada de ella....” (Carta 2).
Los doctores
de Baeza no son unos especulativos, sino varones espirituales,
directores de almas. Oyendo al Maestro Ávila, Fray Luis de Granada, tan
preocupado siempre por el estilo literario, escribe: “¡Oh mi Dios! Veo
en el Evangelio que las lámparas no arden sin el olio de la caridad, la
cual no nace de las letras. Veo que Esaú, que andaba a caza, perdió la
bendición y la ganó el simple y doméstico Jacob. ¡Oh, cuantos teólogos
andan a caza de sutilezas, volando por el aire, y pierden la bendición,
la cual gana una vejezuela hilando en su casa!”.
Dios quiso
seguir actuando en sus fieles como encarnado en el ministerio de sus
sacerdotes. Los sacerdotes representan y prolongan la persona de Cristo.
En el Tratado sobre el sacerdocio, Juan escribe: “Y porque,
Señor, conocías la dureza de nuestro corazón y cuán presto olvida el
hombre los beneficios recibidos, encumbraste tu amor, que no tiene tasa,
y ordenaste de modo admirable cómo, aunque te fueses al cielo,
estuvieses acá con nosotros, dando poder a los sacerdotes para que con
las palabras de la consagración te llamen y vengas tú mismo en persona a
las manos de ellos, para hacernos partícipes de los bienes que con tu
Pasión nos ganaste” .
El ministerio
de la palabra exige a los sacerdotes preparación y santidad, limpieza de
corazón e intimidad con Cristo, pues hablan en su nombre: “Gran dignidad
es tener oficio en que se ejercitó el mismo Dios, ser vicario de tal
Predicador, al cual es razón imitar en la vida como en la palabra”
(carta 4). Cuando Juan se pone a hablar del significado de la
predicación no acaba nunca. La predicación es mantenimiento del alma,
agua con que se lava, fuego con que se calienta, arma para pelear, cama
para reposar, antorcha para no errar; en resumen, ella ofrece la vida,
porque, así como la Palabra increada tiene virtud para crear las cosas,
así esta palabra, para renovar el espíritu. La palabra de Dios, escribe
en el Tratado sobre el sacerdocio, “alumbra nuestras ignorancias,
enciende nuestras tibiezas, mortifica nuestras pasiones y, lo que es más
admirable, resucita las almas muertas”. A un teólogo que le pedía
orientación sobre el modo de predicar, le contesta, según nos narra Fray
Luis: “Amar mucho a Jesucristo”, así la palabra brotará espontánea. Las
palabras son aire herido; el aire se desvanece, pero la herida, por
nacer de la caridad, llegará por ella a los corazones.
El Maestro
Ávila no reside normalmente en Baeza. Va y viene, sin abandonar sus
correrías apostólicas. A veces pasa largas temporadas en Baeza, dando un
espíritu a la Universidad. El Maestro Ávila aprovecha además la estancia
en Baeza para predicar y tratar con la gente espiritual. Su predicación
se dirige en gran parte a acabar con las enemistades y los odios que
quedan entre los dos antiguos bandos comuneros, de Benavides y
Carvajales. Fray Luis asegura que “viendo que en la ciudad había bandos
antiguos y muy sangrientos entre Benavides y Carvajales, por haber
intervenido muerte y sangre entre ellos, tal gracia y fuerza dio nuestro
Señor a la palabra de su siervo, que tanto se dolía de la pérdida de las
almas, que allanó buena parte de estos bandos; y lo que no había podido
hasta entonces el brazo del rey, lo pudo el del pobre clérigo, ayudado
de Dios”.
Y junto con
este fruto tan resonante, se dan otras grandes conversiones “de
caballeros y de señores principales y de otras gentes del pueblo, porque
la palabra de Dios en la boca de este siervo suyo, dondequiera que
predicase, era fuego que encendía los corazones y martillo
que quebrantaba la dureza de muchos; por ello le dio Dios esos dos
nombres en Jeremías (Jr 23,29)”. La presencia y actividad del Maestro
Ávila y de sus discípulos en Baeza hacen de esta ciudad, durante estos
años, el centro intelectual de Andalucía y un foco intenso de
espiritualidad, aunque después de la muerte del Maestro degeneró en
parte.
Pero no es
sólo Baeza. Las fundaciones de colegios se suceden por toda Andalucía.
El 22 de septiembre de 1540 Juan está en Córdoba negociando con el
cabildo la fundación de uno de ellos. Y, a fines del mismo año, baja a
Sevilla, desde donde va a Jerez de la Frontera para fundar. Para estos
colegios cuenta con los discípulos que se le van agregando. Y Juan de
Lequeito organiza los colegios para niños en Jerez, Cádiz y Sevilla.
De los
discípulos que viven con él empieza a enviarles a otros colegios ya
existentes o a los nuevos que funda. Así manda a varios a Évora,
a petición del arzobispo, don Enrique, que desea crear un colegio de
sacerdotes recogidos. Luego este Colegio pasa a la Compañía. A finales
de 1540 y a lo largo de 1541, funda el Colegio de Santa Cruz en Jerez de
la Frontera y parece que él mismo explica alguna materia en él y luego
deja como maestro principal a Gaspar López, discípulo granadino, que
persevera en dicho colegio por nueve años, enseñando artes y teología,
hasta que en 1549 ingresa en la Compañía.
En Granada,
siendo arzobispo Ávalos, Ávila funda dos colegios: el llamado de los
Abades, para clérigos o aspirantes a serlo, y el de Santa
Catalina, para sacerdotes teólogos. En total el Maestro Ávila funda
una quincena de colegios. Además de los nombrados, crea colegios en
Úbeda, Cazorla, Huelva, Andújar, Priego, Córdoba...
La fundación
de centros de formación para niños y jóvenes y, especialmente, para
futuros sacerdotes es una de las preocupaciones que ocupa más tiempo la
mente, el corazón y las horas del Maestro Ávila. Él es consciente de
que, para renovar la Iglesia, hay que sembrar en profundidad. Es
necesario preparar formadores. Suele repetir: “He de morir con este
deseo”. Apenas llegado a Sevilla se encontró con el colegio para niños
de Fernando de Contreras, que fue para él un punto de referencia y una
llamada a seguir por ese camino. Estos colegios para niños se
multiplican un poco por toda la geografía de España. Juan se inserta en
esa corriente, dando a los suyos su impronta personal. Son colegios
internos, gratuitos, para niños pobres y, en especial, para huérfanos.
Se les enseña lo elemental y la “doctrina cristiana”. Aprenden además un
oficio, yendo cada día a casa de artesanos, que se ofrecen a enseñarles
su oficio. También participan en diversos actos religiosos, actuando en
la catedral, en las parroquias y conventos como acólitos.
De Granada a
Baeza, de Baeza a Córdoba, de Córdoba a Granada, Juan de Ávila impulsa
la formación de colegios y la transformación del colegio de Baeza en
Universidad. Pero nunca abandona el ministerio de la predicación y de la
dirección espiritual, de palabra o por carta. En Baeza, ha dicho Luis
Muñoz, nadie se gradúa sin salir primero a misionar durante un tiempo
más o menos largo. Es una universidad orientada, principalmente, a la
predicación. La “congregación de sacerdotes operarios santos”, que el
Maestro Ávila sueña, la forman sacerdotes, estudiosos de la Escritura y
de los Padres, con sentido de Iglesia para catequizar a los fieles,
otorgar el perdón, celebrar los divinos misterios y enriquecer al pueblo
con la Palabra de Dios. Con ellos espera contribuir a la renovación del
clero y de la Iglesia entera. Son sacerdotes unidos por el mismo celo y
espíritu. Todos buscan seguir a Cristo encarnado, predicador itinerante,
desnudo en el pesebre y en la cruz, prensente en la Eucaristía y en la
Iglesia, su cuerpo y esposa santa.
El impulso
vital de la evangelización, que mueve al Maestro Ávila y que él comunica
a sus discípulos, es el amor de Dios al hombre, manifestado en Cristo.
Así escribe en el Tratado del amor de Dios: “En esto hemos
conocido el amor que Dios nos tiene, que nos dio su Hijo (1Jn 4,9). Este
beneficio y los demás son señales del gran amor que Dios nos tiene”. El
amor de Dios a los hombres está siempre presente en su predicación.
Junto a él van inseparablemente unidos los temas del Espíritu Santo, de
la Eucaristía, del sacerdocio ministerial y de la Virgen María.
Juan dedica
varios sermones a hablar del Espíritu Santo. Se conservan seis de ellos.
El Espíritu Santo transforma a las personas, dándoles un valor y
espíritu nuevo: “¿Lo queréis ver?
Miradlo en los apóstoles, quienes antes de que viniese el
Espíritu Santo estaban tan acobardados, tan medrosos, que no se atrevían
a salir, sino que tenían la puerta del cenáculo cerrada. En cuanto vino
sobre ellos el Espíritu Santo abren las puertas de par en par, salen por
las plazas y comienzan a predicar a Jesucristo”.
Lo mismo que
acaeció a los primeros cristianos acontece a los actuales: “¿De dónde
nació que no podían sufrir hacienda, ni posesiones, ni dineros y daban
con ellos a los pies de los apóstoles? Era obra del Espíritu Santo que
había venido abundantemente a sus corazones. ¿Quién cambió la condición
de fulano? ¿Quién le dio tanta paciencia, que solía ser muy airado, no
había quien se pudiese valer con él y ahora es un san Jerónimo, tiene un
corazón de ángel, a todo calla, todo lo sufre y disimula...? El Espíritu
Santo es el que hace todas estas cosas. Por fuerte que sea tu carne para
el mal, más fuerte es el Espíritu Santo para el bien”.
El Espíritu
Santo da interioridad y valor a nuestra fe y caridad. Sin la acción del
Espíritu en nuestro corazón todo queda en algo exterior, sin vida: “No
pienses que basta echar mano a la bolsa y dar limosna, si no lo haces en
espíritu. Dios es Espíritu y ama a su semejante; quiere que le adores y
sirvas en espíritu... Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de
Cristo. No te basta tu espíritu propio. No basta con que el hombre viva
conforme a su razón y tenga las pasiones refrenadas y regladas por su
espíritu. No. Los que son hijos de Dios nacen, no de hombres, no de
sangre, no de voluntad de carne ni de voluntad de varón, sino de Dios.
No basta para ser hijos de Dios y subir al cielo que hayas nacido de
sangre... ni que seas de sangre de rey... No basta ser hombre sólo, pues
lo nacido de carne es carne. El que no tiene Espíritu de Cristo,
ese tal no es de Cristo”
La santidad no
se reduce a la coherencia racional, comporta la experiencia de Dios y la
docilidad a su Espíritu. El Espíritu de Cristo impregna toda la vida
humana de fe; transforma y armoniza al creyente con sus dones y se hace
presente en el proceso de unión de la voluntad humana con la divina:
“Quien no vive por espíritu ajeno, ese no es de Cristo. No has de vivir,
hermano, por tu razón, ni por tu voluntad, ni por tu juicio: por
espíritu de Cristo has de vivir. Espíritu de Cristo has de tener. ¿Qué
quiere decir Espíritu de Cristo? Corazón de Cristo. El que no tenga
corazón de Cristo, ese tal no es de Cristo. Esposa, dice Jesucristo,
ponme como sello sobre tu corazón, como tatuaje sobre tu brazo, porque
fuerte es el amor como la muerte (Ct 8,6). ¡Iglesia, cristianos,
herrados habéis de estar con mi sello! Yo mismo tengo que ser el sello.
Ablandad vuestros corazones como cera y señaladme con él”.
El Espíritu
Santo es el río que riega la Iglesia de Cristo: “Este río tan hermoso es
la gracia del Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, como de
un principio; éste riega la gran ciudad, que es la Iglesia, así a la que
está en el cielo como a la que está en la tierra; porque, aunque la una
goza y la otra trabaja, no son dos ciudades: una es la escogida de Dios,
una su Esposa; porque la de allá y la de acá, a un Dios adora, en un
Dios se arrima, a un Dios ama y sirve. A esta ciudad riega el Espíritu
Santo, allá dando gloria, acá dando gracia” (Sermón 45).
En la fiesta
de Pentecostés, Juan predica directamente a los fieles: “Hoy se dan
fuerzas si tú las quieres tomar, para vencer tus pasiones; hoy es el día
en el cual prometió Dios quitar el corazón de piedra, quitar la sequedad
del alma; hoy es el día en que da corazones blandos, corazones
arrepentidos; hoy es el día en que dará corazones dispuestos para llorar
vuestros pecados y saberlos conocer; hoy es el día en que os dará un
soplo, no en las orejas, no en los oídos, no en nada de lo de acá fuera,
sino dentro de vuestros corazones; un soplo que os dé vida, un soplo que
os dé fortaleza, un soplo que os dé castidad y amor y todas las
virtudes, un soplo que refresque vuestras almas” (Sermón 29).
Otro de los
temas que nunca olvida es el mandamiento del amor al prójimo. En el
Comentario a la primera carta de San Juan (1Jn 3,10-12), dice:
“Comienza el glorioso evangelista a tratar lo que trató en el capítulo
pasado: que tuviésemos amor al prójimo. Lo mismo dice ahora, porque esta
palabra es la más frecuente en su boca, y debía de ser también en su
corazón, como hombre bien enseñado por su maestro, que dijo que nos
amáramos unos a otros, como él nos amó. Entre todos los mandamientos
Dios llama a éste mi mandamiento: Éste es mi mandamiento: que
os améis unos a otros (Jn 15,12). Ésta es la palabra que más veces
repetía San Juan, y no nos haría mal a nosotros, los predicadores,
aprender de este glorioso evangelista y apóstol a encomendar a las
gentes este mandamiento”.
Él comenta la
grandeza de este mandamiento de una forma original: “Dios dijo a Noé:
A un codo acabarás el arca por arriba (Gn 6,15). Mandó Dios a Noé
que hiciese un arca ancha por abajo y que se fuese angostando hasta que
terminase en un codo. He visto el límite de toda perfección, sólo tu
mandamiento no tiene límites (Sal 118,96). Es el amor la juntura del
arca, que comprende amar a buenos y malos. Más gente cabe en el
mandamiento del amor que en el cielo, porque en el cielo sólo caben los
buenos y en este mandamiento caben malos y buenos”.
Juan de Ávila
es el patrón del clero secular de España. A los sacerdotes consagra su
vida. La renovación del clero diocesano es su carisma particular.
Llevado por el viento del Espíritu siembra el espíritu sacerdotal
evangélico por donde pasa, en primer lugar, con el testimonio personal
de su vida y, luego, con la fundación de su Escuela sacerdotal, con la
fundación de colegios de formación y con sus escritos espirituales para
sacerdotes.
El humanismo
renacentista, con su impronta renovadora, pide a voces la reforma de la
cristiandad. Se hace clamoroso el grito de una reforma in capite et
in membris: Papa, obispos, clero, religiosos y pueblo necesitan
renovarse para subsistir en ese clima nuevo que se respira. El Cardenal
Cisneros es la figura que impulsa todo el movimiento de renovación
cultural y espiritual, sobre todo con la fundación de la Universidad de
Alcalá, donde se forma Juan de Ávila.
La
preocupación por la reforma de la Iglesia es común a obispos, sacerdotes
y pueblo fiel. Está en boca de todos la degradada situación del clero
diocesano, su escasa vida espiritual, su ignorancia y el abandono en que
se encuentran los sacerdotes por parte de los obispos, demasiado
ocupados por el sistema beneficial, una de las mayores lacras de la
Iglesia de esta época. En los escritos del Maestro Ávila se refleja esta
situación de la Iglesia. Sus propuestas muestran a un hombre libre, que
habla con verdad, precisamente por su fidelidad y amor a la Iglesia.
Juan de Ávila
vive intensamente la inquietud por la renovación de la Iglesia, que ve
“tan fuera de quicio por nuestros pecados”. En sus escritos denuncia el
“profundo adormecimiento de los cristianos”, su dureza y desprecio de la
palabra de Dios. Por ello él busca la reforma de la Iglesia en su raíz:
“Lo que ha echado a perder toda la clerecía ha sido entrar en ella gente
profana, sin conocimiento de la alteza del estado que toma y con ánimos
encendidos de terrenales codicias; y, una vez dentro, ser criados con
mala libertad, sin disciplina de letras y virtud”. Por ello su mirada se
dirige a la raíz de los males y de las esperanzas: al sacerdocio. El
sacerdocio es la piedra angular del mal de la Iglesia y también de la
esperanza de renovación. La suerte del pueblo de Dios está colgada de la
vida de sus pastores. Así lo dice en el segundo Memorial al concilio
de Trento o Causas y remedios de las herejías: “Es voluntad
de Dios que el pueblo esté colgado, en lo que toca a su daño o provecho,
de la diligencia y cuidado del estado eclesiástico, como está la tierra
de las influencias del cielo”.
Ciertamente,
la situación del sacerdocio es lamentable. Los concilios generales y los
sínodos diocesanos insisten en la denuncia del mal y en pedir una
reforma del clero. Pero, como dice el Maestro Ávila en el Memorial
primero para Trento, no basta hacer leyes buenas, sino se aportan
los medios para llevarlas a la práctica. Por ello, Juan de Ávila no se
contenta con lamentos ni con el simple análisis de la situación, sino
que aporta soluciones: fundación de escuelas en las que se enseñe a los
niños a leer y escribir, habilitando para ello hospitales o casas
desocupadas, si las hay, y si no haciéndolas de nueva planta; fundación
de colegios para la preparación de posibles candidatos al sacerdocio y,
finalmente, la fundación de una “congregación de sacerdotes operarios
santos”, para atender esos centros y otras actividades apostólicas.
Con libertad
de espíritu se dirige al Papa como principal atalaya del pueblo
cristiano y le exhorta con respeto y osadía: “Entre todos los que deben
sentir esto el primero es el supremo pastor de la Iglesia. Como
principal atalaya de toda la Iglesia debe dar más altas voces para
despertar al pueblo cristiano, avisándoles del peligro presente y del
que les puede venir. Ábranse sus entrañas, y sean comidas con el santo
celo de la casa de Dios que le está encomendada, para sentir sus caídas
y para ofrecerse, si fuere menester, a muerte de cruz, a semejanza de
aquel Señor cuyo vicario es, y de San Pedro, su primer antecesor, y a
todo lo que fuere necesario para remedio y renovación de la Iglesia. Y
si el Señor no permite que muera su cuerpo muerte de cruz, al menos tome
su alma la mortificación de la cruz, necesaria si quiere remediar la
perdición de la Iglesia. Hondas están nuestras llagas, envejecidas y
peligrosas, y no pueden curar con cualquier remedio...
No es tiempo
de tibieza, ni de negligencia, ni de otro descuido, chico o grande, para
cortar con mazo lo que necesita afilada navaja. Ánimo determinado es
menester para subir a la cruz desnudo de todas las aficiones, como el
Señor lo hizo, hasta dejar incluso a su madre tan lastimada al pie de la
cruz... Atrévase a morir debajo de la tierra, como grano de trigo, no
buscando su interés, sino la salvación de muchos. No mire a lo que es
lícito, sino a lo que edifica a la Iglesia. Mire a los navegantes que,
en tiempos de tempestades, para salvar la vida, suelen arrojar la
hacienda al mar. Si con este celo de Dios mortifica sus afectos y ofrece
a Dios su corazón desnudo de todas las cosas, herido con la compasión de
sus ovejas, llorando en la oración por el remedio de ellas, sediento por
la Iglesia de Jesucristo, cuyo vicario es, y todo afligido y
mortificado, como gallina que bajo sus alas quiere amparar a sus hijos,
no se los lleve el milano... Y si mirando cuán clavadas tuvo el Señor
sus manos y pies en la cruz...., ata sus manos con clavos de propósitos
firmes, para buscar la gloria de Dios y el provecho de la Iglesia, el
Señor le consolará, cumpliendo lo de si el grano de trigo muere en la
tierra, dará mucho fruto. Porque de su corazón, siendo uno,
mortificado del modo dicho, nacerán innumerables corazones que se
ofrecerán a Dios tras él y con él, mortificados a sí mismos y vivos para
Dios. ¿Quién no seguirá al vicario de Cristo viendo que él sigue a
Cristo?”.
Con la misma
libertad con que habla al Papa, lo hace también con los obispos. En
todas las provincias de España se celebran sínodos para aplicar en las
diócesis el Concilio de Trento. También se celebra un sínodo en Toledo,
que está sin arzobispo, pues Carranza está procesado por la Inquisición
y preso. Le toca presidirlo al obispo más antiguo de la provincia, que
es el de Córdoba, don Cristóbal de Rojas y Sandoval. Éste pide al
Maestro Ávila orientaciones para el sínodo. En mayo de 1565 Ávila le
escribe una carta (n. 182) en la que le exhorta a que tome conciencia de
su responsabilidad ante la misión que se le ha confiado, no sólo sobre
las ovejas, sino sobre los pastores del rebaño. En ella, entre otras
cosas, le dice: “Alce los ojos al Hijo de Dios puesto en la cruz,
desnudo y crucificado, y procure desnudarse del mundo y de la carne, y
sangre, codicia y de honra, y de sí mismo, para ser en todo semejante a
Jesucristo... Muera a todo y vivirá a Dios, y será causa para que otros
vivan, porque si no hace esto, se perderá a sí mismo y a los otros, pues
la palabra de Cristo no puede faltar: Si el grano de trigo no muere...”.
Además de la carta le envía Las advertencias al Sínodo de Toledo,
el discurso inaugural De la veneración que se debe a los concilios
y unas Advertencias necesarias para los reyes.
Pablo VI, en
la homilía de la misa de canonización, exclama: “Cuando se dirige al
Papa y a los Pastores de la Iglesia, ¡qué sinceridad evangélica y
devoción filial, qué fidelidad a la tradición y confianza en la
constitución intrínseca y original de la Iglesia y qué importancia
primordial reservada a la verdadera fe para curar los males y prever la
renovación de la Iglesia misma!”.
De la
negligencia de los pastores, que se apacientan a sí mismos, buscan sus
intereses y no cuidan de sus ovejas, porque no residen, no predican ni
evangelizan, ensanchan las conciencias y no reprenden los vicios, de
ellos deriva la ignorancia, nacen las enfermedades del pueblo cristiano,
la tibieza, la increencia, la vida indigna del nombre de cristianos. Con
pena escribe al concilio de Trento: “Muchos prelados han dejado lo
propio de su oficio, dedicándose más a señorear y mandar que a tener, en
la cura de almas, corazón y obras de padre. Dejan la cura de almas en
manos ajenas de predicadores y confesores, muchos de los cuales ni
tienen ciencia ni santidad de vida, ni celo de las almas, ni siquiera
prudencia natural. Por lo cual la Iglesia ha venido al triste estado en
que está”.
Sin la
transformación de los pastores, Juan ve imposible la renovación de la
Iglesia: “La Iglesia cristiana, para ser lo que debe, no ha de ser
congregación de gente relajada ni tibia, el Señor quiere que sus
cristianos sean diligentes en el servir. No nos maravillemos, pues, si
tanta gente ha perdido la fe en nuestros tiempos, pues que, faltando
diligentes pastores y legítimos ministros de Dios, con tal doctrina que
fuese luz para los pies, armas para pelear y, en fin, que lo
fundamentase bien en la fe y encendiese con fuego el amor divino, aun
hasta exponer la vida por la confesión de la fe y la obediencia de la
ley de Dios: y sucediendo en lugar de esto las doctrinas ya dichas, se
sigue que los que tenían en poco las cosas de la Iglesia cayesen como
soberbios, y los que no se preocupaban sino de las cosas exteriores,
cayesen como flacos, y los tibios fuesen vomitados de la boca de Dios y
se llevase el viento las pajas”.
Ante esta
situación Juan de Ávila, como para tantos otros reformadores de la
Iglesia, propone la renovación de la cabeza: Papa, obispos y sacerdotes.
Pero Juan dedica sus mejores energías, sobre todo, a la formación de los
sacerdotes. Se centra, por un lado, en los curas de almas y confesores,
que viven en la parroquia, y, por otro, en los predicadores, que ejercen
un apostolado itinerante. Estos son como la corona del obispo, a quien
ayudan en su misión evangelizadora y docente. Estos, para cumplir su
misión, se deben distinguir por la ciencia, prudencia y bondad. La
Iglesia tiene necesidad de curas y de predicadores. Para contar con
ellos necesita de centros especiales de preparación: seminarios para los
curas de almas y universidades para la formación de los predicadores.
Para formar al
clero parroquial, al que exige cualidades morales y espirituales
depuradas, Juan de Ávila propone ciencia y libros de Sagrada Escritura,
moral, casos de conciencia, teología y espiritualidad, “pues sin esto
todo es perdido”. En el Tratado sobre el sacerdocio dice que para
cumplir bien con el ministerio de cura de almas “son necesarias muchas y
muy buenas artes”, como prudencia, paciencia, fortaleza, conocimiento de
teología y moral, diligencia, castidad, don de palabra y oración. Pero,
“sobre todo, conviene al cura tener verdadero amor a nuestro Señor
Jesucristo, que le cause un tan ferviente celo que le coma el
corazón..., teniendo para con Dios corazón de hijo fiel y para sus
parroquianos corazón de verdadero padre y verdadera madre”.
El ministerio
de la predicación es igualmente esencial en la vida de los sacerdotes,
pues se llaman pastores y padres. Juan lamenta que muchos eclesiásticos
olviden este ministerio, descargándolo sobre hombros ajenos, como si no
les atañiese: “No basta curas medianamente enseñados para llagas tan
infestadas... Son necesarios doctos predicadores que discurran por los
obispados, lean la lección de Sagrada Escritura en las Iglesias y
acompañen al obispo, como caballeros a capitán”.
Sabemos que, en una de sus estancias en Córdoba, él comenta las
epístolas de San Pablo y en Zafra tiene unas lecciones sobre la primera
carta de san Juan.
Para preparar
los candidatos al sacerdocio, Juan descarta la residencia normal en
colegios mayores, en los que conviven los estudiantes de todas las
carreras. Juan recomienda a los obispos que preparen a los sacerdotes en
centros especiales, es decir, en seminarios, donde se formen para
predicar debidamente la palabra de Dios.
La formación
de una “congregación de sacerdotes operarios santos”, su escuela
sacerdotal, constituye un aspecto fundamental de la renovación del clero
que Juan de Ávila promueve a lo largo de toda su vida. En Sevilla, en
Écija, en Granada y en Córdoba, movidos por su palabra, se han ido
juntando en torno al Maestro los sacerdotes más celosos y apostólicos.
Con ellos, en Córdoba, en torno al 1538, comienza a concretarse una
especie de congregación. De la admiración hacia el Maestro se pasa a la
obediencia. Se someten espontáneamente a su dirección.
El licenciado
Muñoz cuenta que “le fueron muy obedientes, de manera que, en la
ocupación que les ponía, perseveraban hasta la muerte, como si un ángel
de parte de Dios les dijera que se ocupasen toda su vida en aquel
ministerio. Vivía en Córdoba un sacerdote ejemplar que, habiéndole el
padre Maestro mandado se ocupase en servir a los pobres del Hospital de
San Bartolomé, donde se curan males contagiosos, aconsejándole que,
después de tantos años, por su mucha edad y falta de salud, se ocupase
en otro ministerio, respondía: Aquí me puso mi santo Maestro, aquí he de
perseverar hasta morir, porque en esta ocupación está mi salvación”.
Juan de Ávila,
para la escuela sacerdotal, no monta una estructura oficial de gobierno,
sino que se limita a trazar planes de vida para sus discípulos. Trata,
sobre todo, de robustecer en ellos el espíritu interior: recogimiento,
frecuencia de confesión y comunión, dos horas de oración diaria y no
olvidar el estudio del Nuevo Testamento, para cuya inteligencia aconseja
servirse de San Juan Crisóstomo y de Erasmo. Como lectura de Padres
aconseja Casiano, San Gregorio, San Agustín, San Bernardo y también
libros en castellano como La imitación de Cristo, que quizás él
mismo ha traducido, y que ciertamente lee y recomienda a todos con
fervor... Entre sus discípulos se cuentan sacerdotes sencillos, sin
muchas letras, y otros, hombres doctos, de los que salen los profesores
de los colegios de Córdoba, Baeza, Jerez de la Frontera... También se le
unen otros que no son aún sacerdotes a quienes envía a Salamanca a
perfeccionar sus estudios.
En septiembre
de 1548 el Maestro Ávila se encuentra en Córdoba, urgiendo con el
cabildo la formación del colegio. Entonces le conocen y se le unen
Baltasar Loarte, hermano del doctor Gaspar Loarte, y Francisco Gómez, a
quien el Maestro Ávila llama siempre “el Licenciado”. Es un intelectual,
pero su forma de enseñar Teología es sapiencial, como ha aprendido del
Maestro Ávila. Estando ya en la Compañía escribe en 1562: “Enseño
Teología por Santo Tomás. Salud tengo, gloria al Señor, cuanto basta
para leer, aunque bien cansadas las potencias y harto ya de leer, no
tanto por el leer, que me parece que le tengo afición, sino porque tener
que leer al modo que se usa me da en el rostro, porque soy enemigo de
tratar cosas inútiles y que, sacando en blanco lo que unos y otros
dicen, no veo que aproveche ni ad mores ni ad fidem... En
las cosas importantes, cuyo conocimiento tiene que ver con las
costumbres y con la fe, procuro trabajar lo más posible, y en lo demás,
como no me sale del corazón, estudio cuanto veo que basta para que
parezca que no lo ignoro, pero lo trato sólo de paso y
superficialmente...”.
El campo de
misión de Juan de Ávila es sobre todo Andalucía, pero se extiende
también a Extremadura y llega hasta Toledo. Pasa temporadas en Zafra,
villa de Badajoz, donde goza de la asistencia y devoción de los condes
de Feria, Don Pedro Fernández de Córdoba y Doña Ana Ponce de León, y de
la madre del conde, la anciana marquesa de Priego. Allí le encontramos
en 1546, en 1548 y en 1549. Fray Luis de Granada nos da noticias de
estas estancias en Zafra: “De Montilla volvió a Córdoba y de allí partió
para Zafra en el año mil quinientos cuarenta y seis, y allí predicó con
el fruto acostumbrado de las ánimas y de los señores de aquel Estado
que, aunque eran cristianísimos, todavía recibieron grande edificación
con la doctrina y ejemplo de este padre”.
“Y en este
tiempo leía cada día una lección de la Epístola de San Juan Evangelista
en la iglesia de Santa Catalina; y a esta lección, entre otros oyentes,
acudían la señora marquesa y la señora condesa, la cual iba más alegre a
oír estas lecciones que si fuera a todas las fiestas del mundo”. El
Maestro Ávila quizás predicó estas Lecciones en más ocasiones y sus
discípulos las fueron recogiendo, lo que ha dado lugar a las varias
versiones que se conservan de ellas.
En los
procesos se nos explica en diversas ocasiones cómo recogían por escrito
sus discípulos los sermones o lecciones del Maestro: Cuando “predicaba
estaban tres o cuatro estudiantes cerca del púlpito; allí escribían lo
que el Padre Maestro predicaba en el púlpito; lo hacían de esta manera:
uno se encargaba de apuntar los textos de la Escritura; otro, las
sentencias; otro, la doctrina; y después juntaban el sermón y, sacado en
limpio, lo llevaban al Padre Maestro Ávila y se lo leían, muchas veces
en presencia del Padre Juan Villarás, el cual dijo a este testigo que
muchos sermones no los tenían que enmendar; y otras veces decía el Padre
Maestro: esto no dije yo, pero díganlo de esta manera. Tanto cuidado
como éste se ponía para aprovechar y tener viva la memoria de las
palabras de este venerable Padre y para conocer la estima de sus
escritos”.
Estando en
Zafra le llega la noticia de que han nombrado rector de la Universidad
de Salamanca a su discípulo don Antonio Fernández de Córdoba. Don
Antonio le escribe presentando sus excusas por haber aceptado. El
Maestro le dice que ha hecho bien en aceptar, pero le pone en guardia:
“Receloso estoy de que nuestro adversario urdió esto para impedirle el
camino que le llevaba a Dios; porque como las ocupaciones, aunque
buenas, no se hayan de imponer a los principiantes, porque suelen
turbarlos, por no tener puesto en paz lo que a ellos toca, ha hecho
mucho mal a muchos por esta vía, haciéndoles parar en lo que el
golondrinillo que sale a volar antes de tiempo, el cual, como no tiene
fuerza para proseguir su vuelo en alto ni para volver a su nido, cae en
manos de muchachos, que juegan con él y después le matan”.
Fray Luis nos
cuenta que, durante su vida, al Maestro Ávila le ofrecieron canonjías y,
por su fama y doctrina, le llamaron para que ocupara un puesto en la
corte. Y aunque entendía que en la corte se podía conseguir más fruto,
por estar allí la fuente de la justicia y de todo gobierno, él nunca lo
aceptó. No quería poner en peligro su recogimiento con el ruido de los
muchos negocios que en la corte le habrían inquietado. Tomaba para sí el
consejo que daba a su discípulos, a los que solía decir: “No más hijos
que leche, ni más negocios que fuerzas”.
En la escuela
sacerdotal, Juan insiste en la vida interior, oración, dirección
espiritual, ayuda mutua, desprecio de beneficios y dignidades, entrega a
la evangelización de los más abandonados, como colmeneros y cabreros de
Sierra Morena, atuneros de los puertos, labradores, mineros, pastores,
enfermos... Lo que une a todos es su deseo de seguir a Cristo encarnado,
predicador itinerante, desnudo en el pesebre y en la cruz, presente en
la Eucaristía, en la Iglesia, en el sacerdocio. La vida de fe y caridad
les encendía el celo misionero. Pero el Maestro no olvida los problemas
de la salud, como siesta, comida, sueño, descanso, paseo, diálogo con
amigos, según cada persona. Sobre todo recomienda vivir la libertad
interior de los hijos de Dios. Para ello, Juan recomienda, ante todo,
saber, es decir, saborear la Sagrada Escritura para hallarse en ella
con Cristo. Orar, meditar y estudiar conducen siempre a vivir el
misterio de Cristo para seguir sus huellas en la vida de cada día. Con
frecuencia repite a sus discípulos: “Los que no cuidan de tener oración,
con una sola mano nadan, con
una sola mano pelean y con un solo pie andan”.
Juan está
marcado por el apóstol Pablo, a quien ha tomado como guía en su camino
para “conocer el misterio de Cristo” y en su actividad apostólica. Así
lo atestigua Fray Luis: “Fue muy devoto del apóstol San Pablo y procuró
imitarlo en la predicación y en el gran amor que tenía al prójimo. Supo
sus epístolas de memoria. Fueron maravillosas las cosas que de este
apóstol predicaba. Le tenía particularísimo amor y reverencia, y así en
las epístolas que nuestro predicador escribió le imitaba
maravillosamente. Y cada vez que se le ofrecía comentar un texto de este
santo Apóstol lo hacía con grande espíritu, como consta en todos sus
sermones y escritos”.
Escritos,
gestos y vida, todo es en él paulino. Al hablar de San Pablo, las
palabras le salían “como saetas encendidas en el corazón, que ardían y
hacían arder los corazones de los otros” (Fray Luis). Habla de San Pablo
en sus cartas, en la dirección espiritual de sus discípulos, en la calle
y en el púlpito. Cita sus textos en castellano, dando a veces motivos de
escándalo. Estando en una ocasión predicando en Córdoba, un dominico
comienza a murmurar de él con los religiosos de su convento: “recelando
que fuese aquella alguna doctrina sospechosa, como la de los
alumbrados”. Alguien le advierte de su error y lo invita a que vaya
personalmente a escucharle. Así lo hace y cuando vuelve a casa, se hace
lenguas de la predicación del Maestro Ávila, repitiendo una y otra vez:
“He oído a San Pablo interpretar a San Pablo”.
La primera
sede de la escuela sacerdotal fue el Alcázar viejo de Córdoba y el
colegio de “clérigos recogidos” para servicio del arzobispado de
Granada. La carta 225, escrita en 1538, describe las líneas
fundamentales sobre la vida y modo de orar de la escuela: “...Porque
vuestra humildad y mi oficio me fuerza a hablar a quien sería razón que
yo escuchase, digo que me parece que entienda en estudiar el Nuevo
Testamento y sería bien saberlo de memoria. Y llamo estudiar el mirar el
sentido propio de él, el cual algunas veces está claro, y otras es
necesario consultar algún doctor. Y de éstos sean los principales
Jerónimo y Crisóstomo; y tambi��n puede mirar las Paráfrasis de
Erasmo, con condición que se lean en algunas partes con cautela, cuando
discrepa del sentido común de los otros doctores o del uso de la
Iglesia.
Si Crisóstomo
alcanzare sobre san Pablo, gran joya es; y para el Nuevo Testamento
aprovecha mucho un poco de griego, por poco que fuese, y tenga las
Anotaciones de Erasmo, que le aprovecharán en gran manera para esto.
Los Proverbios y Eclesiástico son muy buenos; los debe estudiar después
del Nuevo Testamento; y después los profetas y lo demás. Esto en cuanto
toca a la Escritura sagrada. En lo de los libros devotos, tenga por
principal a san Bernardo, especialmente In Canticis, y también el
Casiano, De collationibus patrum y De octo vitiis, sin los
cuales no esté. Y otros libros devotos que andan en romance, también los
tenga, pues son provechosos... Resta en lo que toca a los escolásticos,
no querría que dejase pasar a Gabriel, que es fácil, aunque del todo no
le entendiese... Pero dirá, ¿cómo puedo leer tanto? Digo que no es mi
intención ahogarle con tanta lectura, pues más desearía verle vivir con
oración, pero le doy receta para muchos días, la cual ha de ir
realizándola poco a poco y con libertad de corazón.
Y descendiendo
más en particular, digo que me parece que debe tener esta regla: al
toque del Ave María se recoja y lea en algún libro devoto un
poquito y, luego, se ponga en oración, pensando lo que en aquel día ha
pecado, y en la hora de su muerte y en el juicio de Dios... Y no deje de
importunar al Señor hasta que le dé luz para conocerse quién es. Lo cual
se dará cuando con lucidísima luz vea que no hay en él sino pecado y
todo mal...
Y pasada una
hora u hora y media, puede pasar a estudiar algo del Nuevo Testamento,
como he dicho, y después cenar un poco. Después de la cena rezará un
poco vocalmente, para quitar el sueño, y orará una hora, meditando sobre
la pasión de nuestro Señor Jesucristo, tomando para cada día un paso
diferente, para no andar vagueando... La meditación será sin discurrir
mucho por el pensamiento, sino como quien sencillamente mira al Señor en
aquel paso, esperando lo que Él le quisiere dar, y sería bueno leer en
algún libro devoto de la pasión el paso que se quiere pensar. Y después
de una hora, estudiar otra, y después dormir un poco, por la cabeza.
Al levantarse,
rezar hasta sexta inclusive; luego prepararse para decir misa,
considerando quién y delante de quién va. Dicha la misa, recójase a lo
menos media hora, porque es tiempo aceptísimo para gozar de nuestro
Señor, pues le tenemos a solas como le tuvo Zaqueo y los otros. Pasado
esto, estudie hasta comer. Y después, si lo ha menester, tome un poco de
sueño, y rece hasta completas inclusive, y gaste la tarde, parte en
salir al campo (me parece que lo necesita para la salud) y otros días,
en visitar algún enfermo; otras veces, en ir a consolar su alma con
personas que siente que desean su conversación. En esto me parece que
debe emplear las tardes: en cosas que no sean oración o estudio, porque
me parece que no podrá sufrir su cabeza tanto trabajo...
También me
parece que no debe de dejar de confesar en Santa Marta a las que
confesaba antes, y si siente que lo desean otras del mismo monasterio,
se ha de dar a ellas, mirando que sea una carga proporcionada a su
salud; para lo cual querría que comiese bien, para que trabajase bien, y
si alguna vez ve que hay necesidad de confesar a otras personas, hágalo,
si son pocas. Por lo demás, viva en libertad de hijo de Dios, sintiendo
de Él su bondad y esperando por su sangre la herencia que nos ha de dar,
que, pues nos ha llamado y justificado, Él cumplirá lo que falta....”.
Este es el
estilo de su vida. Según los datos que nos da el Padre Granada y los
recogidos en los procesos de beatificación algo así era la vida que él
llevaba, sobre todo en aquellos años en que, enfermo, vive retirado en
Montilla.
Juan de Ávila,
dentro del ambiente personalista del renacimiento, busca una
espiritualidad que brote del corazón. Este deseo le acerca a la palabra
viva de Dios, que lee y medita en la oración personal de recogimiento,
hasta aprenderla de memoria y hacerla carne en la vida. La oración, sin
buscar el gusto y la consolación sensible, se hace amorosa, vivencial.
La experiencia de Dios en el interior del alma es la fuerza de su vida y
de su misión apostólica.
San Ignacio de
Loyola decía que el Maestro Ávila era “archivo de la Sagrada Escritura;
que si ésta se perdiere, él solo la restituiría a la Iglesia”. Se
conocen sus Lecciones sobre la carta a los Gálatas y sobre la
primera carta de san Juan. Son pláticas espirituales en las que aparece
más como apóstol, que hace vivir la teología, que como teólogo que
expone fríamente una lección a los alumnos. Son comentarios pastorales,
catequéticos, pero hechos con la profundidad de quien conoce a fondo la
Escritura. En sus cartas Juan habla de “conocer a coro la Biblia” y en
los procesos de beatificación, graves y doctos religiosos testimonian
que él “la conocía toda de memoria”. Por ello, no solía escribir sus
sermones “ni revolvía muchos libros para prepararlos”; con “sólo mirar
un texto de la Escritura hacía sermones de más de dos horas”. Un gran
predicador dominico, después de oírle un sermón, dijo: “este varón todo
cuanto dice es Escritura, hasta la menor palabra que pronuncia, de modo
que parece que la tiene toda de memoria”.
El licenciado
Muñoz, en su biografía, nos da este testimonio: “Puso el principal
trabajo en adquirir conocimiento general y grande de la Sagrada
Escritura, principal materia de los sermones. Le abrió la puerta de su
inteligencia el que tiene la llave de David. Sabía la Escritura con
grande magisterio; sabía toda la Biblia de memoria, y cualquier texto
que oía decir, citaba el capítulo y hoja en que estaba”. Leyendo sus
obras asombra realmente la cantidad de citas bíblicas que aparecen. Y se
ve que cita de memoria, pues cambia las palabras y a veces confunde
incluso algunos personajes, atribuyendo a Jeremías un texto de Ezequiel
o manda a Pablo, en vez de Pedro, a casa del centurión Cornelio. Junto a
las citas literales completas hay otras muchas que son simples
alusiones.
La Escritura
la lleva en su mente desde Alcalá, y en su corazón, por haberla rumiado
día y noche en la oración. Cuando estudia en Alcalá, aunque aún no había
cátedra de Escritura, la Universidad era centro de un gran renacimiento
bíblico. En carta aconseja lo que él ha vivido: “El estudiar será,
alzando el corazón al Señor, leer el texto sin otra glosa, si no es
cuando dude algo, que entonces puede mirar a Crisóstomo o a Erasmo”
(carta 5). Se trata de las Paráfrasis de Erasmo a la Escritura.
Juan de Ávila admira a Erasmo y aconseja en varias ocasiones su lectura,
pero le dice a un discípulo, “a condición de que se lea en algunas
partes con cautela, es decir, en aquellas en que discrepa del sentido
común de otros doctores o del uso de la Iglesia” (carta 225).
En sus cartas
a los discípulos o a predicadores, que le piden consejo sobre cómo
prepararse para ejercer su ministerio, no se cansa de repetirles que
aprendan de memoria, “de coro” como dice él, la Escritura, de modo
particular el Nuevo Testamento. Esto mismo aconseja a quienes buscan la
solución de los más graves problemas propios o ajenos: “Nada perderá,
antes ganará mucho con la lectura de la Escritura, para sí y para
gobernar”, le dice en carta a Don Francisco Chacón, asistente de Sevilla
(carta 11). En un sermón, en el primer domingo de cuaresma, recomienda
dedicar “las horas desocupadas” en leer las Escrituras, “para
ejercitarse en las palabras del Señor y para defenderse de las
tentaciones”. “Como no se hace así andáis como andáis” dice a sus
oyentes. A toda clase de personas recomienda que “beban de esta fuente
que nunca se acaba”. Como enamorado de la Palabra de Dios escribe a los
demás: “Sed amigos de la Palabra de Dios, leyéndola, hablándola,
obrándola”: leerla para conocerla, hablándola para transmitirla u
obrándola en la vida de cada día.
La Palabra
siempre es nueva. Cuando se proclama se actualiza, pues es Palabra de
Dios, viva y eficaz. Así lo proclama Juan en un sermón: “Esta es la
condición de la Sagrada Escritura, que cuanto más uno sube a mayor
perfección de vida y conocimiento de Dios, así va entendiendo más un
mismo paso que antes no se entendió. No se añeja la Sagrada Escritura de
Dios; siempre hallamos en las cosas que muchas veces hemos leído cosas
nuevas que entender y secretos que otras veces no habíamos entendido”.
En el 2°
Memorial a Trento,
hablando de los predicadores, insiste: “Ya se ve por experiencia cómo
los que toman el oficio de predicar, habiendo estudiado sólo Teología
escolástica, lo hacen con muy poco provecho, pues la ciencia que hace
llorar y purificar los afectos de quien la lee, y la doctrina con que se
ha de apacentar las almas está en la Sagrada Escritura y en los
concilios y lectura de los santos. Y como de esto están ayunos, no
pueden aprovechar a las almas; más bien, algunas veces, se oponen a
quienes lo hacen. Mándese, pues, que antes de que prediquen hayan
estudiado, después de la Teología escolástica, tales y tales libros de
la Escritura divina y, estudiándoles con diligencia, se les examine
sobre ello”. “Conocer la Sagrada Escritura es lo que hace que uno se
llame teólogo”.
Sin embargo él
no se contenta con aconsejar la lectura continua de la Escritura. Sabe
muy bien que eso no basta. En el 2°
Memorial a Trento
se queja de quienes estudian la Escritura movidos por intereses humanos:
“Por experiencia se ve cómo los que oyen la Sagrada Escritura no lo
hacen con aquel estudio y fin que ella pide, pues no pretenden sino
cursar para graduarse”; “la oyen por cursar y no porque la tengan amor”.
Estos ni vibran ni hacen vibrar el corazón de sus oyentes ante la
proclamación de la palabra de Dios, como le sucede a él: “Las palabras
divinas, salidas del pecho de Dios, nos han sido dadas para que
quebranten como martillo la dureza de nuestro corazón y enciendan como
fuego nuestra tibieza”.
La lectura de
la Escritura requiere, en primer lugar, “limpieza de vida”. Su estudio
se hace “alzando el corazón al Señor”, pues “toda la Escritura se ha de
leer con la Sabiduría con que fue escrita. Un hombre carnal, ¿cómo
entenderá a san Pablo?”. En
el comentario a la primera carta de San Juan, dice: “¿Qué me aprovecha
leer a San Juan, a Dios en San Juan, si no tengo el espíritu de Dios.
Nunca entenderás a David, por mucho que lo leas, hasta que tengas el
espíritu de David. Toda la Escritura ha de ser leída con el espíritu con
que fue escrita”. Y añade, citando a San Gregorio: “En vano se cansa la
lengua del doctor, si Dios no escribe la palabra en su corazón. No
aprovecha nada mi hablar, si Dios no escribe mis palabras en vuestros
corazones”.
Con
insistencia se pregunta cómo es posible entender con espíritu humano lo
que habló el Espíritu divino. Sólo puede entender la Escritura quien se
acerca a ella con el mismo espíritu que la inspiró. Por ello, nadie
puede “arrojarse a ella”, sino con temor y con una preparación previa,
para evitar los peligros que puede hallar en ella. A veces es claro el
sentido de la Escritura, pero otras veces es necesario “servirse de
algún doctor que aclare el sentido”. A un discípulo le escribe
“Convendrá tener una Glosa ordinaria para declaración de algunos lugares
que tengan alguna dificultad” (carta 11). No se cansa igualmente de
repetir que la Escritura no se puede interpretar según el propio gusto o
ingenio de cada uno, pues entonces deja de ser palabra de Dios y se
convierte en palabra del hombre que la interpreta. “Solo a la Iglesia
corresponde el privilegio de interpretar la Escritura, pues en ella mora
el mismo Espíritu que habló en la Escritura”.
La luz del
Señor, que alumbra en la Iglesia, es la única llave que abre la
Escritura. De otro modo permanece cerrada con siete sellos a la mente
humana. Sólo quien se acerca a ella con humildad, con unción y espíritu,
puede entenderla y hacerla carne en su vida, para luego darla, en la
predicación, a los demás. Es algo que repite sin cesar. Para renovar la
Iglesia es necesario dar a conocer la palabra de Dios al pueblo. En el
2°
Memorial a Trento
y en las Advertencias para el Concilio de Toledo expresa su deseo
de que los fieles, y más aún el clero, conozcan la Escritura “para
reformar las almas y conducirlas a la buena vida”. Lamenta que la
predicación de la palabra de Dios “está muy olvidada del estado
eclesiástico y no sin gran daño para la cristiandad”.
En el
comentario a la primera carta de San Juan (1Jn 1,9-10), exclama: “Aquí
está Dios. Aquí, en este libro. La Sagrada Escritura es casa de Dios, es
silla de Dios. La palabra muestra el corazón. La palabra de Dios muestra
el corazón de Dios. Así esta Biblia es traslado del corazón de Dios”.
Luego, más adelante (1Jn 2,19), comenta cómo para entender la
Escritura es necesario tener la unción o luz de Dios, que ilumina al
hombre en su interior, y la doctrina o enseñanza de fuera, que aclara el
contenido de la revelación de Dios: “Doctrina de fuera sin la luz de
Dios por dentro es como lavar el adobe. Así dice Isaías que hay dos
males: el uno: -Lee este libro. -No sé, pues está cerrado; y el otro
mal: -Lee este libro. -No sé leer (Is 29,11-12). Si tenéis el libro
cerrado, no podéis leerlo, aunque tengáis dentro la gracia de Dios.
Necesitáis que se os predique: la fe entra por el oído (Rm 10,17). Lo
que hemos de creer, hemos de oírlo. ¿Qué aprovecha que tengamos buenos
ojos si estamos a oscuras? Es necesario tener buenos ojos y que haya
luz, es necesario luz de fuera (predicación) y luz de dentro (gracia de
Dios)”.
Para Juan de
Ávila Jesucristo es la luz de la Escritura y el cumplimiento de toda
ella. En una carta escribe: “Cristo nos abrió el sentido para entender
las Escrituras; y las entiende quien en ellas entiende a Cristo, que
está en ellas encerrado como grano en espiga y como vino en la uva; y
por tanto el fin de la ley es Cristo, porque toda ella va a parar en
Él”.
En el 2°
Memorial a Trento
expone cómo la Escritura se transforma en lazo de perdición para los
soberbios, “según la profecía de David: Que su mesa se convierta en
trampa y sus manjares en lazo de tropiezo (Sal 68,23)”. Con tristeza
se pregunta: “¿Se vio nunca cosa más al revés, que la mesa de vida se
volviese lazo de muerte; la mesa de consolación y perdón, la mesa de la
luz que alumbra el camino de la vida eterna se convierta en tropiezo
para errar ese camino y caminar por el camino de la muerte?”... “Gran
merced nos hizo Dios al darnos la Sagrada Escritura. Pero, siendo el
viento que en ese mar sopla viento del cielo, que es el Espíritu Santo,
algunos quisieron navegar por él con vientos de tierra, que son sus
ingenios, estudios y afectos impuros, y ciertamente no acertaron la
navegación y se ahogaron en ese gran mar... Pues, así como con las
parábolas del Señor los que tenían buena disposición eran secretamente
enseñados, con las mismas otros eran cegados... El profundo mar de la
Escritura enseña y ofrece la misericordia de Dios a los humildes e
inocentes corderos, mientras que ciega a los elefantes soberbios, que se
ahogan en él y ahogan a quienes les siguen”.
En este
Memorial lamenta “la falta de hombres doctos en la Sagrada Escritura”.
“Es notoria esta falta y el gran daño que de ello ha venido en la
edificación de la fe y de las costumbres, pues para ambas cosas es
necesaria esta ciencia”. Para remediar esta carencia pide al Concilio
que se funden colegios para el estudio especializado de la Sagrada
Escritura, pues “esta facultad pide estudio por sí, cuidado, diligencia
y diuturnidad de tiempo, desocupación de negocios, maestro docto,
iguales con quien dialogar, abstinencia y oración, pureza de afectos,
para alcanzar el espíritu del cielo para entenderla bien, pues la
Escritura se debe leer con el espíritu con que se hizo... De esta manera
habría lectores suficientes para leer la Sagrada Escritura en las
universidades... Y también saldrían de estos colegios los que lleven las
canonjías que este concilio dispuso que se encargasen de leer una
lección de Sagrada Escritura para edificación del clero y del pueblo...
Y, para decir todo lo que siento de estos colegios, digo que de ellos se
habían de elegir los obispos, pues para ejercer bien su ministerio les
son necesarias las cosas que se aprenden en dichos colegios”.
En las
Advertencias al sínodo de Toledo dice: “Provéase que los clérigos
tengan libros devotos en que leer y libros de casos de conciencia en que
estudiar, y la Biblia, pues éstas son sus armas que, como capitanes de
los pueblos, han de tener”. A Fray Luis de Granada le recomienda que
suba al púlpito con un gran deseo de la conversión de las almas. Es con
lo que él se “templa” para subir al púlpito. Él pone fuego en sus
sermones, pero también le afloran espontáneamente las citas apropiadas
de la Escritura, que lleva en su interior, o de los santos Padres, que
lee con fruición.
Llama la
atención la continua recomendación de leer la Escritura, incluso en
romance, cuando la Inquisición y luego el Indice de Valdés (1559)
sólo autorizan en lengua castellana las citas sacadas de la misma.
La experiencia
de Dios se da en la oración, ya sea en la oración vocal más sencilla o
en la más alta contemplación. En una y otra, el diálogo del hombre con
Dios requiere silencio y paz interior, de modo que “si Dios quiere
hablar, no halle al hombre tan ocupado en hablarlo todo él, que calle
Dios”. Para oír la voz de Dios es necesario que el hombre se sitúe en
actitud de escucha, “como el que echa leña al fuego esperando que salte
la chispa”, “como Elías expectante ante el paso de Dios manifestado en
la debilidad de un susurro”.
Cuando el
hombre se abre a Dios, Dios desciende hasta lo hondo de su ser. Eso es
la oración para Juan de Ávila. En Audi, filia la define como:
“una secreta e interior habla con que el alma se comunica con Dios,
pensando, pidiendo, dando gracias y contemplando todo lo que en esta
secreta habla se pasa con Dios”. “La oración es más del corazón que de
la cabeza, pues el amar es el fin del pensar”. “Vuestra morada, para el
encuentro con Dios, ha de ser vuestro corazón, donde como abeja
solícita, que dentro de su corcho hace la miel, así te has de encerrar,
presentando al Señor lo que de fuera se te ofreciere, para que él lo
transforme en miel”.
Hay algunos
que van a la oración cargados de reglas de oración, más preocupados de
cumplir los diversos pasos que de comunicarse con el Señor, sin dejarse
llevar de él, con la humildad y simplicidad del niño, que se deja
conducir por su padre. Estos se engañan pensando que son más santos
quienes más horas pasan en oración, según sus leyes, ignorando que es
más santo quien, olvidado de sí, tiene más caridad, pues en ella
consiste la santidad cristiana.
En la primera
edición del Audi, filia, más espontánea que la segunda, el
Maestro Ávila propone las tres miradas a las que se reduce la vida
cristiana. Esa es su experiencia madurada en las largas horas de oración
en la prisión de Sevilla: “Tenéis, pues, que seguir este orden: primero
os miraréis a vos y después a Dios y después a los prójimos. Miraos para
conoceros y para que os tengáis en poco; porque no hay peor engaño que
el tenerse a sí mismo por otro de quien se es. Lodo sois de parte del
cuerpo, pecadora de parte del alma. Si en más que esto os tenéis, ciega
estáis”. De aquí concluye recomendando a Doña Sancha de Carrillo y a
cada uno de sus discípulos: “El primer cuidado que debéis tener es cavar
en la tierra de vuestra poquedad hasta que, quitado de vuestra
estimación todo lo movedizo que de vos tenéis, lleguéis a la piedra
firme que es Dios, sobre la cual, y no sobre vuestra arena, levantéis
vuestra casa”.
El mirar, del
que habla el salmo, se dirige en primer lugar a sí mismo, luego a Dios
y, en tercer lugar, al prójimo. Mirarse a sí mismo lleva a verse como
“nada y pecador” o “lodo y pecador”. Sintiendo de sí mismo otra cosa,
algunos roban la gloria de Dios, se atribuyen a sí mismos lo que es don
de Dios y, finalmente, confiando en sí mismos, experimentan lo que son,
al caer en el lodo del pecado. Para fundamentar su pensamiento, el
Maestro Ávila cita a San Gregorio: “Tú que piensas edificar edificios de
virtudes, ten primero cuidado del fundamento de la humildad; porque
quien quiere ganar virtudes sin ella, es como quien llevase ceniza en su
mano yendo contra el viento”. Este mirarse a sí mismo, para lograr el
conocimiento propio, no es cosa de un momento, sino que es preciso
perseverar, pues es posible que, al principio, uno no vea nada de sí
mismo, “como quien entra de la claridad del sol en una cámara oscura”;
pero, “perseverando, poco a poco ve lo que hay en él, hasta lo que hay
en los rincones más secretos”.
El primer paso
del itinerario del alma a Dios, que Juan de Ávila describe en Audi,
filia, consiste en la oración de propio conocimiento. En ella el
hombre se adentra en las entrañas de sí mismo para vaciarse de sí y
llenarse de Dios. Sin esta etapa de humildad el cristiano no puede dar
el siguiente paso, que consiste en el seguimiento de Cristo. Las huellas
que Cristo nos ha dejado para que le sigamos son luminosas: Él, siendo
Dios, se anonadó, tomando la forma de hombre, humillándose hasta la
muerte de Cruz. Conocerse, para negarse, es el camino para seguir a
Cristo y llegar a la unión con Dios. Pues Cristo, con su Espíritu, es el
lazo de unión entre el hombre y Dios: “No olvidéis que entre el Padre y
nosotros es medianero nuestro Señor Jesucristo, por el cual somos amados
y atados con tan fuerte lazo de amor que ninguna cosa lo puede soltar,
si el mismo hombre no lo corta con el pecado y con no querer hacer
penitencia de él”.
Jesucristo es
la clave de la vida y enseñanzas de Juan de Ávila. La salvación “más es
gracia de Dios por Jesucristo, nuestro Señor, que fuerza y valor de
nuestros trabajos. Y más quiere Dios ser glorificado salvando
gratuitamente que pagando lo que debe; porque pagar cualquiera lo hace,
mas darnos su Hijo y por él tomarnos por hijos y prometernos herencia
como a tales, ésta es merced inestimable de Dios y como tal quiere él
que sea conocida y agradecida” (carta 44). Pues Dios nos ama como somos:
“contentaos con ser amada, aunque por vos no lo merezcáis. Si sólo os
miráis a vos, sentiréis asco de vos... Lo que escarbáis en vuestra
miseria, escarbadlo en su misericordia... ¿Por qué duda del perdón, pues
no duda de la pasión? ¿Qué aprovecha confesar que Cristo murió por
nuestros pecados, justo por injusto, si no cree que su muerte mató
nuestros pecados?” (Carta 139). Fray Luis nos dice que “ha oído decir
varias veces al Maestro Ávila que él se siente llamado a humillar al
hombre y a glorificar a Cristo”.
Para ello Juan
recomienda pasar cada día “un buen rato sintiendo el no ser, hasta que
palpéis vuestra nada”, para luego contemplar a Dios, que “os dio
verdadero y real ser”. Este mirar la propia nada concluye en la alabanza
a Dios, dador de nuestro ser y del “buen ser”, el ser de la gracia:
“Pues así como lo que es nada no tiene ser natural, así el pecador,
faltándole la gracia, es contado por nada ante los ojos de Dios... Y
asentad en vuestro corazón que así como tenéis de Dios el ser, así
tenéis de Dios el ser algo ante sus ojos. Por la gracia de Dios soy lo
que soy”.
En el
Comentario a la primera carta de San Juan, dice que “nosotros somos
como una olla que, cuando está puesta al fuego, hierve; quitadla del
fuego y se enfría. Cuando está con nosotros la mano de Dios, entonces
hierve el amor y hay buenas obras. Si se aparta, entonces el alma se
enfría... Como sería necio querer pasar el mar sin navío, así lo es
quien piensa ir al cielo con sus fuerzas sin la gracia de Dios”.
Si la Ley de
Moisés era una carga tan pesada que, como dice San Pedro “ni nosotros ni
nuestros padres la pudimos llevar” (Hch 15,10), ¿qué diremos del
Evangelio? “Pues, si la Ley del Evangelio añade carga sobre aquella, por
pedir limpieza de corazón e imitar a Jesucristo, ¿quién podrá con esa
carga?... ¿Qué cosa más contraria al mancebo que la castidad, y al avaro
que dejar la codicia, y al soberbio aceptar la bofetada? Y esto cumplido
no sólo de fuera, sino de corazón, por amor de Dios... Pero no neguéis
la verdad de Dios por vuestra flaqueza; reconoced que sois flaco e
incapaz de cumplir lo que Dios os manda, y el mismo que os obliga a tal
cosa, Él os ayuda a vivirlo. Que no eres tú el que lo ha de hacer, sino
Dios en ti, por los méritos de Jesucristo, su Hijo, de cuyo espíritu nos
da, para que podamos andar por el camino que Él anduvo... Éste es el
remedio de nuestra flaqueza... Gracias a Jesucristo el hombre recibe la
fuerza de Dios. No os engañéis pensando que os la comunica por vuestra
justicia, gracias a vuestros méritos, sino por los de Jesucristo, que ya
no fuera gracia si se os diera por vuestras obras (Rm 11,6)”.
Por ello Juan
insiste en el conocimiento de sí mismo como camino de humildad y
conversión. Conociéndose a sí mismo el hombre puede hacerse uno con
Dios. En este aspecto es fiel discípulo de Agustín que pedía a Dios:
“Dame, Señor, que me conozca y te conozca”. El cristiano, iluminado por
Cristo, sabe que nada bueno es por sí mismo, “pues bien sé yo que nada
bueno habita en mí” (Rm 7,18). En el Audi, filia escribe: “El que
piensa ser algo, como no sea nada, se engaña a sí mismo; que el hombre
de sí mismo no es sino vanidad y pecado; y si es otra cosa más, por el
Señor Dios lo es. Y conforme a esto escribe san Agustín: Me abriste los
ojos, me despertaste y alumbraste... y vi que ningún hombre se puede
gloriar delante de ti, pues si algún bien hay en él, chico o grande, don
tuyo es, y lo que es nuestro, no es sino mal”.
En una carta,
razonando sobre la humildad, escribe que “el hombre que se olvida de sí,
se engríe y, como no ve sus faltas, se hace liviano, como nave sin
lastre, que pierde las áncoras en tiempo de tempestad, perdiéndose. No
hay edificio seguro si no está construido sobre hondo cimiento, ni alma
segura sin el conocimiento de sí misma. ¿Qué cosa es el hombre que no se
conoce y examina, sino casa sin luz, hijo de viuda mal criado, que por
no ser castigado, se hace malo; medida sin medida ni regla y, por eso,
falsa y, finalmente, hombre sin hombre? Pues quien no se conoce, ni se
puede regir como hombre ni se posee a sí mismo. Estos son los que,
olvidados de sí mismos, tienen mucho cuidado de mirar vidas ajenas. Y no
mirando su propia flaqueza, no sienten compasión de la ajena. Quien
maltrata al que cae es porque no mira sus propias caídas”.
Más adelante
exclama ante la miseria del hombre: “¡Qué caña tan vana, que se muda a
tantos vientos! Ya alegre, ya triste; ya devoto, ya tibio; ya tiene
deseo del cielo, ya del mundo; ya aborrece y luego ama lo aborrecido,
vomita lo que comió, y luego lo vuelve a comer, como si nunca lo hubiera
vomitado... Toda su vida es mudanza y flaqueza y le conviene bien lo que
la Escritura dice: El necio es mudable como la luna (Si 27,12).
¿Qué remedio tenemos? Ciertamente, tenernos por lunáticos; y como
llevaron a Jesucristo un lunático para que le curase, el remedio está en
ir nosotros al mismo Jesucristo para que nos cure como a aquel (Mc
9,17)”.
Y concluye
recordando a las doncellas necias, que llegan al banquete cuando las
puertas están ya cerradas y reciben la palabra del Señor: “No os
conozco” (Mt 25,12). Y escribe: “Conozcámonos, pues, y seremos conocidos
de Dios. Juzguémosnos y condenémonos, y seremos absueltos por Dios.
Pongamos los ojos sobre nuestras faltas, y todo lo demás nos sobrará.
Consideremos nuestras miserias, y aprenderemos a ser piadosos con las
ajenas. Porque según la Escritura dice: De lo que hay en ti
aprenderás lo que hay en tu prójimo (Si 31,18)” (carta 12).
Este
conocimiento de sí mismo conduce a amar a Dios y también a amar al
prójimo. Comentando la carta a los Gálatas (Ga 6,1), escribe: “Una de
las cosas que más humillan al hombre y que más le provocan a usar de
misericordia, a compadecerse de sus prójimos, cuando les ven caídos, es
considerar quien es él, su flaqueza y la miseria de que anda él vestido.
Porque si el hombre mete la mano en su pecho, halla en sí tantos pecados
y tan feos como el que le parece tan mal en su prójimo y otros mayores;
y, hallándolos en sí, no tiene por qué admirarse ni por qué usar de
rigor, sino por qué llorar sus culpas y las ajenas, por qué acusarse a
sí mismo y ver que le cuadra lo que decía el Apóstol: “Tú, que te jactas
de ser guía de ciegos, luz de los que andan en tinieblas, educador de
ignorantes..., pues bien, tú que instruyes a los otros, ¡a ti mismo no
te instruyes! (Rm 2,19-21). Lo más ordinario es que el hombre halle en
sí culpas tan graves como las que vemos en el prójimo y quizás mayores:
¿Quién puede decir: soy puro, estoy limpio de pecado? (Pr 20,9)”.
Esto lo
contempla en Job (Jb 9,20-21), en Daniel (Dn 9,17-18) y sigue diciendo:
“Y si el hombre no halla en sí, en el presente, tantos pecados como en
su prójimo, mire a la vida pasada, que no le faltarán pecados que le
inciten a usar de misericordia. Así el Apóstol pone esto como ocasión
para despertar en nosotros la misericordia (Tt 3,2-3). Miremos a lo que
fuimos y, por alguna mejoría en nosotros de tres días a esta parte, no
pensemos que podemos espantarnos del pecado de nuestros prójimos, para
no usar de misericordia con ellos. Y si uno no encuentra ni en el
presente ni en el pasado pecados en sí, cosa que acontece pocas veces,
no tiene por eso que jactarse y estimarse, sino dar gloria a Dios,
reconociendo que ha sido él la causa de este bien, diciendo con el
Apóstol: Por la gracia de Dios soy lo que soy (1Co 15,10)”.
El hombre,
entrando en su interior, se ve pecador como los demás hombres o más que
los otros. Y, si no lo ve de momento y se cree superior a los demás,
Juan de Ávila dice que entonces Dios mismo le sacará del engaño,
mandándole una tentación en la que se muestre su flaqueza. En el
comentario a Gálatas (6,1), dice: “Permite Dios que el hombre, que no se
conoce ni se compadece de sus prójimos, cuando se olvida de quien es él,
sea tentado y caiga, para que se conozca y no se ensoberbezca ni se
prefiera a los otros. Así vemos que cayó San Pedro, habiendo dicho:
Aunque todos se escandalicen de ti, yo jamás me escandalizaré (Mt
26,33). Y entonces vino a caer más que los otros, porque ellos, en huir
cuando prendieron a Cristo, lo confesaron y dieron a entender en el huir
que eran suyos, pues, si no lo fueran, no tendrían motivos para huir.
Pedro le siguió, para negarle en su presencia y con tantas maldiciones”.
Y en el
Comentario a la primera carta de San Juan (1Jn 1,9-10), dice: “Si tú
miras tus pecados, Dios no los mira; y si tú los olvidas, Dios los tiene
delante de sus ojos”. Conocer los propios pecados no lleva al
desaliento, sino a la confianza en Dios, librando de la desesperación,
que hunde al alma en el pecado. “Cuando el demonio ve en el alma un poco
de desmayo, luego le pone ganas de pecar y le pone a mano las ocasiones
y, al momento, cae en las tentaciones. Cuando está animada, Dios está
con ella y entonces ni los demonios ni las tentaciones de la carne ni
del mundo la pueden hacer caer... Cuando una olla está hirviendo, las
moscas no llegan a ella; pero, después que se enfría, se llegan todas a
ella. Cuando un alma tiene fervor, huyen de ella todas las tentaciones.
Cuando está tibia, todos los demonios la hacen la guerra”. Más adelante
dice que el tibio es “caballo sin espuelas que, aunque sea bueno, no
vale para camino largo”. En el Audi, filia dice que “al demonio le hace
huir la piedra de la humildad, que es golpe que le quiebra la cabeza
como a Goliat”.
Al final del
mismo comentario (1Jn 3,18-20) cita a San Agustín y a Santo Tomás para
concluir: “Dice San Agustín: Aún los santos tienen faltas que llorar.
¿Y por qué no andan tristes, si tienen qué llorar? Santo Tomás
dice que el verdadero santo, aunque tiene por qué llorar, no mira su
maldad sin mirar a Dios. Mirar el pecado sin mirar a Dios, es algo muy
peligroso. Si pasáis un río y miráis el agua, os da vueltas la cabeza; y
tanto podéis mirar que caigáis y os ahoguéis. El remedio está en mirar
al cielo. ¿Qué remedio? Mirar a Dios, que cumplió la ley por nosotros...
Al hombre que está incorporado a Cristo, le juzgarán por la cabeza.
Cristo tiene unos miembros flacos y otros perfectos. ¡Bienaventurado el
hombre que fuere uñita de Cristo! Nos hemos de mirar a nosotros para
conocernos, y mirar a Jesucristo como remediador y reparador de nuestro
mal. Los escrupulosos se ejercitan más de lo que deben en pensar en sus
pecados. Los siervos de Dios lloran las ofensas que han hecho a Dios,
pero, como miran aquella caridad que Dios nos tuvo, se consuelan
grandemente... San Pablo dice: Es mejor que le perdonéis para que no
se hunda en la excesiva tristeza (2Co 2,7). El dolor de vuestros
pecados puede ser tanto que os lleve a desesperar. Cuando miráis
vuestros pecados, mirad la bondad de Dios y con ella viviréis
consolados. Entre estas dos vallas habéis de andar: mirando a Dios y a
vosotros”.
En el
Diálogo entre el confesor y el penitente le dice a éste: “Piensa de
ti cuatro cosas: que eres vil, malo, necio y flaco. Como vil acepta ser
despreciado; como malo, castigado; como necio, sujetado; y, como flaco,
pide siempre ayuda a los santos y a los hombres. Por esto hay cuatro
virtudes unidas a la humildad. Los que viven en la humildad, también se
distinguen por las otras cuatro. La primera es mansedumbre, porque, al
conocer la propia vileza, se contentan de cualquier desprecio; la
segunda es la paciencia, porque el conocimiento de la propia maldad les
lleva a verse dignos de un infierno en esta vida y otro en la otra y así
cualquier pena que les viene les parece poca. La tercera es la
obediencia, porque, al conocer su grande ignorancia, se someten a quien
les dirija. Y la cuarta es la oración, porque el conocimiento de sus
pocas fuerzas y de su mucha necesidad les lleva a buscar continuamente
el socorro de Dios y de los santos”.
La humildad y
la penitencia son muy hermanas, porque los humildes reconocen sus
pecados y los penitentes los lloran; los humildes se humillan ante Dios,
y los penitentes piden humildemente perdón de sus pecados. No se cansa
de aconsejar la humildad como fundamento de la vida cristiana. Con
insistencia cava en el corazón del hombre para sacar a la luz su
flaqueza y miseria. El demonio es ángel que cayó en el abismo porque “no
se mantuvo en la verdad” (Jn 8,44), es decir, en la verdadera estima y
conocimiento de sí mismo. En una carta
se pregunta: “¿Cuál es el espíritu de verdad, sino el que hace
que el hombre se parezca mal a sí mismo, se vea de corazón y entrañas
feo y abominable y se admire de cómo Dios lo soporte sobre la tierra?
Esta es la verdad en que hemos de vivir, y sin esto vivimos en la
mentira... A veces nos engañamos pensando que somos algo, cuando a los
ojos de Dios no somos nada. Dios, contemplando nuestro corazón, dice:
Tienes nombre de vivo y estás muerto (Ap 3,1)”.
Conocerse y
conocer el amor de Dios es la síntesis de la vida cristiana. Juan lo
propone detalladamente en una de sus cartas, donde comenta que “el
templo de Salomón tenía dos partes y ambas eran santas, aunque una era
más santa que la otra. La menos santa era camino para la más santa. La
primera es el conocimiento de sí mismo, que es ciertamente cosa santa y
camino para el Sancta Sanctorum, que es el conocimiento de Dios”.
“El conocimiento de sí mismo es el fundamento del conocimiento de Dios.
Para quienes no se conocen a sí mismos, las faltas ajenas, continuamente
vistas y miradas desde cerca, les parecen más graves que las propias
apenas vistas y miradas desde lejos; esto les lleva a ser rigurosos y
mal sufridos, porque, como no miran su propia flaqueza, no sienten
compasión de la ajena. Conozcámonos, pues, y pasemos de nosotros a Dios,
del Sancta al Sancta Sanctorum. Alcemos los ojos al Señor
puesto en cruz por nuestra salvación. Y si mirándonos a nosotros nos
entristecen nuestros grandes pecados, mirándole a Él nos alegraremos al
ver que su amor es más grande que nuestros pecados. Mayores bienes
tenemos en Cristo que males en nosotros. Son más los motivos que tenemos
para esperar, mirándole a Él, que los que hay para desesperar,
mirándonos a nosotros”.
A uno, enfermo
y lleno de temor de cara a la muerte, le escribe: “Los pecados pasados
no estorban el abrazo con Dios, pues Dios está llamando al pecador con
los brazos abiertos... Pero parece ser que Vuestra Excelencia tiene más
conocimiento de sí mismo que conocimiento de Dios y, por eso, tiene más
temor que esperanza y amor. Es cierto que Dios no da su perdón ni
misericordia sino a quien conoce su propia miseria. Pero crea que como
nosotros somos peores de lo que nos reconocemos así Dios es mejor de lo
que nosotros entendemos. El corazón de Dios no es como el de los
hombres, que no saben perdonar, porque no saben amar”. “El padre no deja
de amar al hijo aunque éste le enoje, le castiga y acoge con corazón de
padre. Así hace nuestro Señor, que siempre acoge al pecador con corazón
de padre; y si no volvemos a Él, está deseando que volvamos,
independientemente de nuestros pecados, pues su amor es mayor que
ellos”.
Desde el
conocimiento de uno mismo, es necesario elevar la mirada a Cristo pues
“este Señor Crucificado, escribe en Audi, filia, es el que alegra
a los que el conocimiento de sus pecados entristece, y él absuelve a los
que la ley condena, y hace hijos de Dios a los que eran esclavos del
demonio. A éste deben conocer todos los adeudados y flacos. Y a éste
deben mirar los que sienten angustia al mirarse a sí mismos. Porque así
como se suele aconsejar que miren hacia arriba a los que pasan por un
río y se les desvanece la cabeza, así quien sintiere que se desmaya
mirando sus culpas, alce sus ojos a Cristo puesto en la cruz y cobrará
nuevas fuerzas”.
Visto con qué
ojos se debe el hombre mirar a sí mismo y a Cristo, es necesario
descubrir con qué ojos mirar al prójimo. Mira bien a su prójimo quien le
mira con ojos que pasan por sí mismo y por Cristo. Mirándose a sí mismo
conoce lo que pasa el prójimo, que es la misma flaca naturaleza. Mira al
prójimo con la compasión con que te miras a ti, desea ayudar al prójimo
como deseas que te ayuden a ti en la misma situación. Haz con el otro lo
que deseas hagan contigo. ¿Qué hay más miserable que querer misericordia
en los propios yerros y venganza en los ajenos? ¿Querer que otros te
sufran con paciencia y no querer sufrir a nadie, haciendo de la pequeña
mota del defecto ajeno una gran viga? (Jn 6,41).
Mirad, además,
al prójimo con ojos que pasen por Cristo. Pensad con cuanta misericordia
se hizo hombre por amor de los hombres, con que amor ofreció su vida en
la cruz por ellos. Si miras al prójimo, mirándote a ti, lo miras con
ojos humanos; si le miras, mirando a Cristo, lo miras con ojos
cristianos, con los ojos con que Él le mira. Si Cristo mora en ti,
sentirás del prójimo, como Él sintió, amó y estimó, es decir, como la
cabeza ama a su cuerpo, y el esposo ama a su esposa, y como hermano a
hermanos, y como amoroso padre a sus hijos. Este es el verdadero amor al
prójimo, el fundado en sí mismo y en Cristo. El que nace fuera de estas
fuentes poco dura, es un amor fundado sobre arena movediza que, al menor
combate, cae al suelo. En un sermón dice: “El parecer de Dios es que
tengas cuenta de lo que Él te hizo y eso hagas tú con tu prójimo...
Cuando pecaste no se abrió la tierra; también te dio de comer aquel día
y el sol te alumbró como los otros días, cuando peque tu prójimo contra
ti, perdónale, no le hagas mal, mira los bienes que te hizo Dios, y haz
así con tu prójimo” (Sermón 25).
Dentro de los
escritos del Maestro sobresale el breve Tratado del amor de Dios,
en el que expone el misterio de Cristo sacerdote. En él muestra a Dios,
que nos ama como padre, madre y esposo: “Lo que más mueve el corazón al
amor de Dios es considerar el amor que Él nos tuvo y, con Él, su Hijo,
nuestro Señor... Mucho aman los padres a los hijos; pero por ventura,
¿nos amáis vos como padre? Nosotros no hemos entrado en el seno de
vuestro corazón, Dios mío, para ver esto; pero vuestro Unigénito, que
descendió de ese seno, trajo señas de ello (Cf Jn 1,1-18), y nos mandó
que os llamásemos Padre (Mt 6,9) por la grandeza del amor que nos
tenías; y además nos dijo que no llamásemos a otro padre sobre la
tierra, porque tú sólo eres nuestro Padre (Mt 23,9). En comparación de
tus entrañas paternales no hay alguno que así pueda llamarse.
Bien conocía
esto tu profeta cuando decía: Mi padre y mi madre me dejaron, y el Señor
me recibió (Sal 26,10). Tú mismo te quisiste comparar con los padres,
diciendo por Isaías: ¿Por ventura habrá alguna mujer que se olvide del
niño chiquito y no tendrá piedad del hijo de sus entrañas? Posible será
que se olvide, pero yo nunca te olvidaré, porque te tengo escrito en mis
manos (Is 49,15-16). Y sobre este amor está el del esposo a la esposa,
del que se dice: Por él deja el hombre a su padre, y se llega a su
mujer, y serán dos en una misma carne (Gn 2,24). También a éste
sobrepuja tu amor, porque, según dices tú por Jeremías, si el marido
echa a su mujer de casa y, si echada, se junta con otro, ¿por ventura
volverá otra vez a él? Mas tú has fornicado con cuantos amadores has
querido; pero, con todo, dice el Señor, yo te recibiré (Jr 3,1-2)”.
Juan de Ávila
presenta repetidamente el misterio de la Encarnación bajo la imagen de
Cristo desposado con la humanidad, con la Iglesia, con las almas en
gracia. Es algo que le aflora espontáneamente en los sermones:
“Desposado es el Verbo; la esposa es la sagrada humanidad asunta”
(sermón 6). En el sermón 65, dedicado por entero al misterio de la
Encarnación, dice: “Hoy se hizo Dios hombre por los hombres. Casado está
hoy el Verbo con aquella santa ánima y cuerpo”. Y en el Audi, filia:
“La encarnación fue día de desposorio del Verbo divino con aquella santa
humanidad, y del Verbo hecho hombre con su Iglesia, que somos nosotros”.
La unión
esponsal de Cristo con nosotros hace que Cristo nos comunique todo lo
que él es y tiene: “Yo vuestra paga y rescate, ¿qué teméis deudas?
Vuestro mi corazón, ¿qué teméis olvido? Vuestra mi divinidad, ¿qué
teméis miseria? Y por accesorio, vuestros mis ángeles, para defenderos;
vuestros mis santos, para rogar por vosotros; vuestra mi Madre bendita,
para seros madre cuidadosa y piadosa; vuestra la tierra, para que en
ella me sirváis; vuestro el cielo, para que a él vengáis... Y todo esto
tenéis en mí y por mí; porque lo gané no para mí solo, ni lo quiero
gozar solo” (carta 20; sería interesante leer entera la larga carta
232).
Córdoba es desde
1546 hasta 1555 la residencia oficial y el centro misionero del Maestro
Ávila. Desde ella se mueve con sus discípulos por los pueblos de
Andalucía, especialmente por las aldeas y caseríos de Sierra Morena. Y
también por otras tierras más alejadas, llegándose a veces a
Extremadura. En 1546 va a Zafra a predicar durante la cuaresma. En 1547
le invitan a predicar en Lucena. En 1548 está en Constantina,
acompañando a los condes de Feria, con ocasión del nacimiento de su
primogénito. Está también allí su amigo Fray Luis de Granada. Más tarde,
en noviembre de 1549, se halla de nuevo en Zafra, donde explica sus 24
lecciones sobre la primera carta de San Juan. En 1550 va a Priego a
visitar y confortar al conde en su enfermedad; vuelve luego, en 1552,
con motivo de su muerte. En todas estas ocasiones predica y deja siempre
discípulos y almas a quienes dirige espiritualmente.
Entre los
lugares por donde pasa está la ciudad de Montilla. En 1544 predica en
ella durante la cuaresma. Y, finalmente, hacia 1555, enfermo y rendido,
se establece de modo estable en ella. Allí el Señor le acrisola con el
sufrimiento hasta el día de su muerte. La amistad íntima con los señores
de Priego y de Feria, que tienen en Montilla su residencia habitual, le
lleva a vivir junto a ellos durante sus últimos años. La figura central
en las relaciones de esta familia con el Maestro Ávila es doña Catalina
Fernández de Córdoba, segunda marquesa de Priego, viuda ya del conde de
Feria, don Lorenzo Suárez de Figueroa. Es una mujer influyente y
poderosa, pues está emparentada con muchas de las grandes familias
andaluzas, castellanas y extremeñas. Pero, al mismo tiempo, es una mujer
profundamente religiosa y bondadosa. El Maestro Ávila encuentra en ella
un gran apoyo para sus colegios. Y ella halla en él un prudente
consejero espiritual.
Doña Catalina
conserva hasta su muerte el título de marquesa de Priego, mientras que
el de conde de Feria pasa a su hijo mayor, don Pedro Fernández de
Córdoba, que en 1545 se casa con doña Ana Ponce de León. Por ellos el
Maestro Ávila va de Andalucía a Extremadura, a la tierra de los condes.
Éstos, después de una estancia de un año en Montilla, se van a Zafra,
rodeados de una ostentación de riqueza escandalosa. A los dos meses de
estar en Extremadura envían a llamar al Maestro Ávila. Juan se pone
inmediatamente en camino. Al llegar a Córdoba, uno de sus discípulos le
pregunta que dónde va con tanta prisa. Le responde:
-Me llama la
condesa de Feria y, a lo que entiendo por una carta, está en días de
parir y se quiere confesar conmigo.
-¿Que se quiere
confesar esa mujer profana que pasó por aquí en una carroza de plata,
escandalizando la ciudad, pues parecía gentil?
-Rogad a Dios
que ella se hinque de rodillas a mis pies, que yo la quitaré la carroza
y más.
Así es. La
condesa y el conde hacen una confesión general con el Padre Ávila, que
les encamina por la vía de la perfección. La condesa, de modo
particular, la emprende muy de veras: “Se deshizo de la carroza con
todas las demás cosas de adorno de su persona”. Doña Ana comienza una
vida de oración, austeridad y caridad. El Maestro Ávila dirige la vida
espiritual de los condes. Su pequeña corte cambia de estilo. Consultan
con el Padre Ávila todos
los asuntos administrativos, familiares y personales.
En agosto de
1550 Francisco de Borja entra en la Compañía. Este mismo año muere en
Granada San Juan de Dios. Y el conde de Feria, aquejado de continuas
enfermedades, traslada su residencia de Zafra a Priego, buscando la
salud. La condesa, preocupada por la salud espiritual de su esposo,
lleva a Priego al Maestro Ávila, a Fray Luis y al Padre Diego de Guzmán.
La condesa pregunta al Maestro Ávila qué puede hacer ella para alcanzar
del cielo la salud del conde. Y Juan le dice que la fundación en Priego
de un colegio de niños. Así surge el colegio de San Nicasio, al frente
del cual el Maestro Ávila pone a su discípulo el licenciado Marcos
López.
Don Antonio de
Córdoba, hijo de la marquesa de Priego, está estudiando en Salamanca y
le eligen rector de la Universidad. Entonces, animado por el Maestro
Ávila, comienza a tratar con los jesuitas y le nace el deseo de entrar
en la Compañía. Mientras tanto, a instancia de sus familiares, el
Emperador propone a Don Antonio para cardenal. Él pesa las razones en
pro y en contra y el 31 de marzo de 1551 escribe a San Ignacio dándole
cuenta de ellas y poniendo en sus manos la decisión. No mucho después
Don Antonio parte de Salamanca para Oñate, donde está el Padre Francisco
de Borja. Allí entra en la Compañía en mayo del mismo año. Con ocasión
de su entrada en la Compañía, el Maestro Ávila le escribe lleno de gozo
el 16 de junio desde Montilla. No siente ese gozo su madre doña
Catalina, que dice: “Rogábamos a Dios nos diera santos, pero no tantos”.
En el verano, el
27 de agosto de 1552, muere el conde de Feria. Juan de Ávila le ha
asistido algunas temporadas con su presencia y otras veces le ha
confortado con sus cartas. El 1 de julio de 1552 hizo testamento cerrado
en Montilla, que “escribió de su letra el Padre Maestro Ávila”. El
Maestro Ávila “como fiel amigo” está presente en el momento de su
muerte. Cuando la condesa, al sospechar por los lamentos y lloros la
muerte del conde, se dirigía a la recámara donde acaba de expirar, “le
detiene en el camino el Maestro Ávila, a quien pregunta ella:
-¿Cómo queda el
conde?
Juan de Ávila
lleva en la mano un crucifijo con el que ha ayudado a morir al conde.
Alargándoselo a la condesa, le dice:
-Éste es su
conde, que ya no tiene otro”.
Al dolor de la
muerte de su hijo don Pedro y de la entrada de don Antonio en la
Compañía, aún se añade otro hecho que apena más el corazón de la
marquesa doña Catalina: la entrada en 1553 de su nuera doña Ana, la
condesa de Feria, en el monasterio de santa Clara de Montilla. El
disgusto de la suegra es sonado En esta ocasión el Maestro Ávila está a
punto de perder sus favores, al sospechar que todo ello es obra suya. La
condesa le dice que el Padre Ávila es totalmente ajeno a su
determinación. Le marquesa le saca de su siesta y le lleva al
monasterio. Allí él se entera de lo ocurrido y, viendo tantas señales
del llamamiento de Dios a la condesa, no puede por menos de aprobar lo
hecho.
El convento de
santa Clara, fundado y sostenido por la casa de Priego, tiene como
abadesa a doña Isabel, hermana de doña Catalina. Es, pues, una especie
de feudo de la familia. Algo frecuente en aquel tiempo y que Santa
Teresa nunca acepta para
las carmelitas. No obstante esto, doña Ana, que toma el nombre de Ana de
la Cruz, vive en aquel convento santamente, después que el Maestro Ávila
la confirma en su vocación y aplaca las iras de la marquesa.
El 22 de julio
de 1554, día de la Magdalena, el Maestro Ávila, en la toma de velo de
sor Ana de la Cruz, predica un sermón “excelentísimo”, según el
calificativo de Fray Luis. El sermón se conserva y es todo un documento
precioso de rica espiritualidad. Trata del amor eterno que el Señor tuvo
a la Magdalena. Pero el evangelio del día, que habla del fariseo, le da
ocasión para fustigar “a los santos secos, santos sin caridad y sin
jugos”. “¿Quién es el fariseo? Un hombre ataviado por fuera con mucho
rezar, con mucho ayunar, con pagar bien sus diezmos, con guardar las
ceremonias de la Ley; un hombre que si la santidad consistiese en esto,
sería santísimo. Pero mirad lo que tiene dentro...”. La condesa, por el
contrario, ha imitado a la Magdalena. “¿No os parece que la ilustrísima
señora condesa de Feria ha hecho otro tanto? Dicen algunos que para qué
se encierra en un monasterio, qué le faltaba acá fuera para servir a
Dios. ¿Sabéis a qué entra en el monasterio? A fregar, si se lo mandan; a
barrer, si le parece a la prelada; a cocinar, si es menester; a
abajarse, a ser esclava de las otras, y a besar la tierra que las otras
pisan. -¿Pues tan alto es eso que por ello se haga una mudanza tan
grande?- Espantaos. Semejante es el reino de los cielos a un tesoro
escondido en el campo, que quien lo halla, va y vende toda su hacienda y
compra aquel campo. Reino de los cielos es el amor de Dios, que quien a
Dios ama, en el cielo está. Tesoro es, mas escondido está”.
Juan de Ávila
sigue los pasos de Ana de la cruz en su vida de oración, de fervor
eucarístico y de gracias particulares, que el Señor, su esposo, le
comunica. Juan escoge Montilla como lugar de residencia de sus últimos
años, cuando ya sus enfermedades no le permiten seguir como misionero
itinerante, desplazándose de un lugar a otro. Y la elección de Montilla
se debe, según su propia confesión, a que “le había mandado nuestro
Señor que no dejase a la condesa”. Al morir él, encomienda a su fiel
discípulo Juan de Villarás que cuide de su amada monja. Sor Ana de la
Cruz muere el año 1601 en olor de santidad.
Juan, en
Montilla, ayuda espiritualmente a las dos familias: la de los marqueses
y la de los condes. Y, al mismo tiempo, vive materialmente a su sombra,
sostenido y servido por ellas. Lo reconoce, agradecido, en una carta a
la condesa: “Dicen que hay aves que cuando son viejas son mantenidas por
sus hijos, en recompensa de lo que los padres hicieron por ellos. No lo
he visto en las aves, pero lo veo en mí. Y, con haber trabajado poco en
la cría de quien ahora me consuela y mantiene, lo recibo como quien no
lo merece y con acción de gracias a aquel Señor, cuyo oficio es mantener
así a los ingratos y malos, a cuya misericordia plazca darnos entero
conocimiento de ella, para que bondad tan sin límites no pase sin ser
alabada y amada”. En los últimos momentos, cuando Juan muera, la
marquesa tendrá el privilegio único, tratándose de una mujer, de
atenderle. Y pocos días después morirá también ella.
La casa de
Montilla, donde habita el Maestro Ávila es una típica casa andaluza,
sencilla y modesta, con un patio abierto hacia el sur. Tiene la planta
baja y un piso. Una estrecha escalera conduce directamente a su celda,
donde duerme y donde muere. Es una habitación del piso alto orientada
hacia el norte, con una ventana que mira a la calle. Todo en ella
respira pobreza evangélica. En los últimos años de su vida quita todo
adorno, dejando en ella sólo una cruz y un cuadro pequeño del Ecce
homo, que cuelga en la pared del lado de la cama. En este mismo piso
hay otra habitación bien soleada, con dos ventanas que dan al patio, en
la que tiene su buena biblioteca y la mesa de trabajo. Desde esta
estancia puede ver el campo fértil de olivos y viñedos. Enfrente está el
palacio de los marqueses de Priego, que le han proporcionado la casa y
con los que le es fácil comunicarse por una puerta interior. En la
planta baja tiene un “oratorio con un Cristo en campo negro y una imagen
de nuestra Señora del Pópolo”. En este oratorio ora y celebra la misa.
En esta casa
vive con él el Padre Juan de Villarás, su mejor amanuense, y dos
criados, que “buscan a su lado la ciencia de la virtud”. Estos se
encargan de responder a las visitas y de comunicar al Maestro los
avisos. Si el Padre da permiso de entrar, éstos introducen en la casa a
la persona, pero nunca consiente que entre en ella mujer alguna. A las
que van a pedir un consejo o con otra necesidad, les remite a la iglesia
y va a hablarles allí. Seis criados ha tenido el Padre Ávila en estos
años de Montilla. Les suelen llamar “hermanos” y su principal ocupación
es, además de atender a las cosas materiales de la casa, trasladar los
escritos del Padre Maestro o escribir al dictado sus cartas cuando los
achaques le impiden hacerlo él mismo. Excepto uno, que se casa, los
demás abrazan la vida religiosa. Por el hermano Baltasar de los Reyes
conocemos algunos detalles íntimos de la manera de vivir del Maestro
Ávila. El es quien refiere que “cuando se decía en su presencia algún
defecto de alguien ausente, cortaba la plática, dando una palmada en la
silla y diciendo: Basta, démosle treinta días de tiempo para que
responda por sí mismo”.
En cierta
ocasión el Maestro Ávila se hospeda por diez o doce días en el Colegio
de los jesuitas de Montilla, dejando a todos admirados por “su
acostumbrada mesura y serenidad”, según la narración de Fray Luis. Es
durante los días en que se hacen unas obras de reparación en la casa
donde reside. Y aprovecha esos días para explicar a los dieciocho
religiosos, cinco padres y trece hermanos, las epístolas de San Pablo.
Ellos escriben: “Está el Maestro Ávila en nuestra casa; lee una lección
de la Escritura y predica con grande fervor”. Predica también en la
inauguración del nuevo templo del Colegio en el año 1560. Hay
testimonios de las pláticas y sermones con que edifica a los jesuitas
“por sus muchas letras, virtud y santidad”. Los padres jesuitas invitan
también al Padre Ávila a pasar algunos días en su finca de recreo. Así
lo refiere el licenciado Muñoz: “Estando el Maestro viejo y enfermo en
Montilla, salía alguna vez durante el año a la heredad de San Lorenzo,
que tienen para recreación los padres de la Compañía. Allí tendía las
velas a la oración sin embarazo y descansaba algunos días de sus
continuos trabajos y enfermedades”.
Descendiendo
desde su casa el Maestro se llega frecuentemente al monasterio de las
monjas de Santa Clara. Allí están sor Ana de la Cruz y dos hermanas de
la marquesa de Priego, doña Isabel Pacheco y sor María, que se dirigen
espiritualmente con él. Cuando el Padre Ávila, por sus achaques, no
puede ir al monasterio, se comunica con ellas por escrito. Desde 1565,
un muchacho, Pedro Luis de León, hijo del mayordomo de Santa Clara, es
el encargado de llevar los papeles de las monjas a la casa del Maestro.
En los procesos de beatificación él testifica que esto “era muchas veces
cada día”. En casa de los marqueses de Priego también son varias las
personas que se confiesan y dirigen espiritualmente con él.
Con su trato
“suave y apacible” se insinúa fácilmente hasta el fondo de las almas con
quien trata. Dice que de ordinario la santidad y la urbanidad corren
juntas. El se muestra sumamente sumiso a los prelados y señores, a
quienes hace tales reverencias y da tantos títulos que algunos
discípulos suyos lo juzgan excesivo y se lo echan en cara. A lo que él
en una ocasión contesta: “Quieren paja, les doy paja”.
Viste
humildemente, “una sotana vieja, más de un codo alta del suelo”. Pero
procura llevar siempre sus hábitos muy limpios, porque así conviene a la
decencia del estado sacerdotal. Y como él visten también sus discípulos,
de modo que “quien no los conocía, por la pinta sabía quiénes eran. Este
hábito es el que impuso a los antiguos doctores y maestros de Baeza, y a
él se acomodaron los jesuitas al llegar a Andalucía, por ser el traje de
los clérigos más ejemplares”.
Encerrado de
ordinario en casa, apenas sale para otra cosa que para predicar o
confesar. Y el tiempo que pasa en su retiro lo dedica en su mayor parte
a la oración. Él mismo le dice a Fray Luis que aún en el “tiempo en que
predicaba, cercado de tantas ocupaciones, tenía cada día dos horas de
oración por la mañana y otras dos en la noche. Esto lo pagaba el sueño,
porque se acostaba a las once y despertaba a las tres de la madrugada, y
así tenía tiempo para esto. Pero, después que por las muchas
enfermedades, no continuaba tanto el oficio de predicador, el tiempo que
quitaba a la predicación lo dedicaba a la oración. Este era el orden de
su jornada: toda la mañana hasta las dos de la tarde lo gastaba con Dios
y en la Misa cuando la podía decir; y en este tiempo no admitía
ocupación alguna por importante que fuese. Luego desde las dos hasta las
seis daba audiencia a los que a él venían. Y desde esta hora hasta las
diez se recogía y trataba con Dios los negocios de su alma y de las
ajenas; y así eran sus vigilias muy continuas, llenas de dolores y
gemidos por los pecados del mundo”.
En sus últimos
años, como no puede estar de rodillas por sus enfermedades, suele orar
asido con una mano del clavo de los pies de un crucifijo muy grande de
escultura que tiene en su habitación. En los procesos de beatificación
se repite: “Es cosa pública que le pagó Dios nuestro Señor con muchas
mercedes y regalos durante la oración, que tenía las más de las veces
asido al clavo de los pies de un santo crucifijo que tenía en su
oratorio. Y he oído decir que uno de los regalos que Dios nuestro Señor
hizo a su siervo fue que le habló desde el crucifijo, diciéndole: Juan,
perdonados son tus pecados”.
Ante ese
crucifijo, algunas veces se expansiona en voz alta, según refieren los
hermanos que le cuidan. El Hermano Rodríguez del Campo dice que “el
Maestro Ávila trataba de remediar cierta ocasión de ofensa a Dios en
persona grave y, faltando el remedio o ayuda de quien la podía o debía
dar, vino este testigo y oyó al Maestro Ávila, hablando con un santo
crucifijo en su oratorio: Poderoso sois Vos, Señor, y en vuestra
misericordia confío que me ayudaréis a defender vuestras ofensas y no me
apartaré de hacerlo así, aunque me cueste mil vidas, y teniendo yo
vuestra ayuda, no hago caso de ninguna potencia ni contradicción
humana”.
Cuando el dolor
se agudiza ora: “Señor, haced conmigo como el herrero: con una mano
sujetadme, y con la otra dadme con el martillo”. A un amigo sacerdote le
dice: “Las enfermedades y achaques de la vejez son el buen vino de la
cruz con que Dios obsequia a sus amigos al final, como cuando convirtió
el agua en vino”. Identificándose con él le invita a beberlo con
alegría: “bebamos y emborrachémonos”, pues ese vino les llevará a
“embriagarse de la abundancia de la casa” del Señor muy pronto. Y “no
piense que ese día tardará, pues nuestro barro es tan flaco y tantos
golpes le dan que, cuando no pensemos, se ha de quebrar”.
El hermano
Rodríguez cuenta también que “el Maestro Ávila no dormía en cama los
jueves y viernes, por haber padecido en tales días Cristo nuestro Señor,
sino que dormía en unos haces de sarmientos que, para que no se viesen,
cubría con un paño, que ocultaba detrás de la cama”. Lo mismo aconseja a
sus discípulos y a otras personas que dirige espiritualmente. Todos
testifican que hacía “muchas penitencias por los pecados del pueblo y
decía muchas veces: ¿Cómo, Señor, siendo Vos tan bueno, os ofendemos
tanto los hombres? ¡Al fin, ingratos a tan gran Señor! Dadnos la gracia,
Señor, de que os amemos y sirvamos a Vos por Vos. No miréis, Señor, a
tantas ofensas, sino a nuestra miseria y a vuestra gran misericordia”.
Si sale de casa
es para confesar o para otros servicios de caridad, y aún a veces dice:
“¡Ay, Dios mío! ¿No sería mejor estarme en mi dulce rincón, llorando mis
pecados y los del pueblo y ocupándome en la contemplación de las
perfecciones divinas y en sus alabanzas? Y así tenía grande envidia a
los religiosos que, por medio de su superior y de la obediencia, saben
con certidumbre cuándo es voluntad divina ocuparse en las alabanzas de
Dios y en la oración y cuando quiere Dios que se ocupen del bien de los
prójimos”.
Celebra la Misa,
nos dice Fray Luis, con tantas lágrimas y devoción que la trasmite a
quienes la oyen. Sólo algunas veces puede celebrar en la iglesia, pues
normalmente por sus dolencias la celebra en casa. Su devoción y respeto
al Señor que se hace presente en la Eucaristía le lleva a lo que cuenta
en los procesos Pedro Luis de León: “Estando ayudando Misa a cierto
sacerdote en el convento de Santa Clara, el sacerdote hacía los signos
de la partícula del labio ad labium del cáliz muy de prisa y con
poca reverencia, entonces se le acercó el Maestro Ávila, como quien va a
enderezar una vela, y le dice en voz baja: Trátelo bien, que es hijo de
buen Padre”.
De la Eucaristía
y de la oración saca un ansia ardiente de la salvación de las almas. En
medio de tantas enfermedades y dolores no deja de ayudar a los demás en
todo lo que puede. Predica, consuela, enseña... A veces no puede
levantarse y se lamenta de no poder predicar: “He estado malo y no he
podido predicar ni del Espíritu Santo ni del Corpus Christi. Yo bien sé
que no soy digno de ello y eso me pesa; y sólo me queda decir con David:
Soy yo quien ha pecado, ¿qué culpa tiene esta grey?”.
Dos géneros de apostolado llenan su tiempo: la correspondencia y la atención a cuantos le visitan. Continuamente le llegan visitas en busca de una palabra edificante o de una orientación para la vida. A unos aconseja la vida religiosa, a otros el sacerdocio, a otros el matrimonio. A todos atiende con solicitud. Y a veces, si llega alguien a verle mientras está comiendo, por más modesta que sea la persona que acude a él, se levanta de la mesa para atenderle, porque, como él dice, “no es suyo, sino de aquellos que le necesitan”.
Acuden
discípulos a consultarle en los momentos importantes de su vida. Le
visita el doctor Diego Pérez de Valdivia a principios de 1556 para
consultarle si debe aceptar o no el arcedianato de Jaen. El Maestro le
dice: “Bien lo podéis aceptar, que no os faltarán trabajos ni
persecuciones”. Le visita el Padre Centenares, el ermitaño de Sierra
Morena, que le da cuenta de cómo distribuye su tiempo, y el Maestro le
dice que quite un poco del estudio y lo añada a la oración, porque. para
llegar al conocimiento de Dios y a la verdadera caridad para con el
prójimo, aprovecha más un poco de oración que mucho estudio. Esto lo
repite a sus discípulos. Para conocer a Dios es mejor maestro la oración
que el estudio. Y para predicar es mejor prepararse con la oración que
con el estudio. Él, gran amante de las letras, lo sabe por experiencia.
A la casa de
Montilla acude el Padre Juan Sánchez, a quien, al quedar viudo, aconseja
que se ordene de sacerdote. Le visita un matrimonio sin hijos, el obispo
de Córdoba, los padres y hermanos de la Compañía de Jesús, que van a
comunicar con él sus dudas sobre diversos textos de la Escritura. El
Padre Maestro Gudiel, fraile agustino, insigne teólogo, después de
tratar con él dice que el Maestro Ávila es Maestro de Maestros, por sus
letras y por su santidad.
Se cuenta un
caso que se ha hecho célebre. “Fue un sacerdote al siervo de Dios a
pedirle consejo si debía tener en su casa un ama, que fuese ya mujer de
edad, para que le guisase la comida y le sirviese. El Maestro Ávila le
dijo que al día siguiente le daría la respuesta, invitándole a pasar la
noche en su casa. Aquella noche ordenó al criado que servía a este padre
que echase más sal de la ordinaria en la comida y que, luego, no dejase
agua en las vasijas que la solían tener y que en una vacía grande donde
se recogía el vidriado después de haber comido y cenado, dejase un poco
de agua. El criado así lo hizo. Cuando despertó el huésped se halló con
tanta sed que se levantó y fue a buscar agua y, no hallándola en los
vasos, acudió a la vacía del vidriado sin mirar si estaba limpia o no. Y
allí satisfizo su sed. Cuando se levantó por la mañana, el Maestro Ávila
le preguntó cómo le había ido aquella noche, y él le contó lo que le
había pasado. Entonces el santo le dijo que eso respondía al consejo que
le había pedido, pues podía ser tanta la concupiscencia y flaqueza de la
carne que, aunque el ama fuese vieja, tuviese muy grande inconveniente,
y que esto le daba por consejo: que no tuviese en su casa mujer”.
Así lo practica
él y sus discípulos. En los procesos se lee que “aconsejaba a los
confesores que, en las confesiones que hicieren con mujeres, fuesen en
público y en pocas palabras, porque, con la experiencia que tenía de tan
largos años de ejercicio de confesor, sabía que muchas mujeres
principales, no atreviéndose a ser malas por el honor de su calidad, se
dedicaban a ser virtuosas y a estar mucho tiempo con los confesores; las
tales mujeres satisfacían con esto su apetito y esto lo tenía él por
sensualidad”.
Y no sólo por el
bien de los dirigidos, sino por necesidad propia, según le dice en carta
a Fray Luis: “Razón es que diga a V. R. algunos avisos, sacados de la
experiencia de hierros que yo he cometido. Querría que bastase el haber
errado yo para que ninguno errase, y con esto daría yo por bien
empleados mis hierros. Sea el primero que no se dé a ellos cuanto ellos
quisieren, porque al cabo de poco tiempo hallará su alma seca, como la
madre a la que se le han secado los pechos con que amamantaba a sus
hijos; no les enseñe a estar colgados del todo de la boca del padre; si
vinieren muchas veces mándeles ir a hablar con Dios en la oración el
tiempo que allí habían de estar”.
14. JUAN DE ÁVILA Y
LA COMPAÑÍA DE JESÚS
Por los años de
1546 y siguientes estuvo a punto de cristalizar en una institución
estable y organizada la Escuela sacerdotal o como el Maestro decía “una
congregación de sacerdotes operarios y santos”. Lo que comenzó en
Granada por los años 1538 y 1539 se iba afianzado con el correr de los
años. Ávila lo deseaba, lo vislumbraba, pero esperaba la hora de Dios,
sin saber en concreto qué es lo que quería. Los santos no suelen
adelantarse a Dios. Se dejan llevar por el Espíritu Santo, que les
revela los designios divinos suavemente, al ritmo del calendario divino,
sin la lentitud ni las prisas humanas. En la espera de conocer la
voluntad de Dios, Juan comienza a sentirse enfermo. Y, sobre todo, se
encuentra con la Compañía de Jesús, que coincide en gran parte con lo
que él desea. Así se lo confiesa al Padre Villanueva, cuando éste le
visita en Montilla en 1553 de parte de San Ignacio: “Eso es tras lo que
yo andaba desde hace tanto tiempo y ahora caigo en la cuenta que no me
salía porque nuestro Señor había encomendado esta obra a otro, que es
vuestro Ignacio, a quien ha tomado por instrumento de lo que yo deseaba
hacer y no lo lograba. Me ha acontecido a mí como a un hombre que
empieza una obra y luego se le cae, o como a un niño que procura con
todas sus fuerzas subir cuesta arriba una cosa pesada, y por sus pocas
fuerzas no puede, y viene un hombre y toma la carga con la que el niño
no puede y la sube con facilidad y la pone donde quiere”. Esta imagen la
repite en varias ocasiones al hablar con jesuitas. Por ello siempre
aconseja a sus discípulos que entren en la Compañía.
El primer
discípulo del Padre Ávila que entra en la Compañía es el Padre Cristóbal
de Mendoza, admitido en Roma por San Ignacio en el verano de 1546. El
Padre Cristóbal es de Jerez y, al regresar a su tierra, habla de su
experiencia con el Maestro Gaspar López, ganándole para la Compañía.
Decidido a entrar en ella parte para Sevilla con el propósito de ir a
Gandía. Pero en Jerez, el cabildo y la ciudad se alarman al verle
abandonar la ciudad y le suplican que no deje el Colegio. Un mensajero
va a pedir al Maestro Ávila que le mande volver para terminar el curso
de Teología que está leyendo. Al Maestro Ávila le parece bien que su
discípulo entre en la Compañía, aunque le pide que retrase su entrada,
hasta terminar el curso de Teología en Jerez.
Con lágrimas en
los ojos el Maestro Gaspar vuelve a Jerez, desde donde escribe a San
Ignacio, dándoles sus impresiones sobre las semejanzas y diferencias que
encuentra entre la escuela sacerdotal del Maestro Ávila y la Compañía de
Jesús: “Presentándose cada día muchas perplejidades en cuanto a volver a
Jerez o proseguir el camino, el Padre Mendoza y yo partimos para
Granada, que se halla de camino a Gandía, para pedir consejo al
religiosísimo Maestro Ávila, en vida y ejercicios y doctrina en todo
igual a la Compañía.. El Maestro Ávila con su gran doctrina y santidad
ha formado muchos siervos de Dios... Por lo que, estando lejos S. R., mi
padre y maestro, no he dudado en consultar mis dudas a persona tan
eminente”.
Sin embargo, el
Maestro Gaspar se siente atraído por la unidad de espíritu que encuentra
en la Compañía: “Hace ocho años que enseño en esta ciudad por consejo y
mandato del Maestro Ávila, de quien V. R. quizás ha oído hablar, y de
otros teólogos, siervos de Dios, que en esta tierra hacen gran fruto con
sus vidas y doctrinas. He acabado dos cursos de Artes y leo el de
Teología. Algún fruto se ha hecho por la bondad del Señor, mas no tanto
como yo quisiera, por mis pecados. El trabajo me ha enflaquecido mucho.
Deseo ir a donde me enseñen a bien morir y a bien vivir. Primero me
parecía conveniente acabar de leer la Teología, pero ¿qué sé yo si la
acabaré? Bien sé que me irá mejor estando sentado y callar y oír entre
tan santa Compañía y hacer lo que me mande V. R., que no en sufrirme a
mí entre tan gran variedad de corazones, que Jesucristo no ha hecho tan
unos. No he visto ni oído religión donde tanto espere ser remediado y
que tan apta sea para hacerme caminar hacia Cristo”.
Ignacio se ha
dado cuenta muy pronto del valor personal del Maestro Ávila y de la
semejanza que hay en la obra evangelizadora de ambos. Piensa que es
conveniente inclinarle a entrar en la Compañía, “porque traería tras sí
mucha cosa el Ávila”. Se lo dice al Padre Francisco Villanueva en una
carta de septiembre de 1550. Si el Maestro Ávila hubiese entrado en la
Compañía, San Ignacio, como él mismo decía, habría mandado trasladarlo a
hombros como si se tratara del “arca del Testamento, por ser el archivo
de la Sagrada Escritura”.
El dominico
Melchor Cano está sembrando la inquietud entre los jesuitas de
Salamanca, “esos religiosos nuevos, sin hábito y sin coro”. A finales de
enero de 1549, Ignacio de Loyola cree oportuno escribir al maestro
Ávila, dándole cuenta de esta contradicción. Esta carta y otras de
Francisco de Borja y del Padre Araoz le llegan al Maestro Ávila a
primeros de abril. Su respuesta a Ignacio lleva la fecha del 13 de
abril. Al Maestro Ávila le parece bien que en donde haya oposición a
esta obra de Dios se provea de remedio por parte del Vicario suyo en la
tierra, para que las lenguas de los que, con buena o mala intención, la
quieren hacer sospechosa, sean frenadas, pero aconseja que los corazones
de quienes están en esta Compañía no se muevan en esto con amargura de
ira, sino con la fortaleza del celo celestial por la casa del Señor, que
cuando permite la contradicción no actúa fuera de su antigua costumbre,
pues desde el principio del mundo nunca faltó bondad que padeciese ni
malicia que persiguiese. Esta es la piedra de toque que distingue al
siervo fiel del fingido, “pues como en nuestra cabeza primero hubo
pasión que resurrección, los miembros no deben huir de lo que pasó la
Cabeza”.
Durante este
verano de 1553, el doctor Loarte y don Diego de Guzmán, después de
practicar los Ejercicios y ser admitidos en la Compañía, mientras están
predicando y enseñando la doctrina a los niños por el obispado de
Calahorra, llega a sus oídos que al Padre Araoz no le parece oportuna
por el momento la entrada de ellos dos en la Compañía, por ser el doctor
Loarte de ascendencia judía. Esto hiere en lo más vivo el corazón de los
dos discípulos de Ávila, que buscan en la Compañía una vida evangélica,
sin fariseísmos de distinciones de raza. Con fecha de 13 de julio
escriben una dura carta al Padre Araoz: “Sabe nuestro Señor cuánto hemos
sentido haberse introducido tal espíritu (que a nuestro parecer no es
nada santo), adonde pensábamos que puramente reinaba el de Cristo”.
Aunque es cierto
que el problema de los cristianos nuevos se plantea en la Compañía, no
es ese problema el que de momento detiene a los jesuitas para recibir a
los dos discípulos del Padre Ávila. La dificultad, según escribe el
Padre Nadal a San Ignacio, “es que el doctor Loarte ha sido tomado por
la Inquisición y, aunque se dice que ha salido libre y sin nota, todavía
esto no se sabe sino por dicho del mismo Padre Loarte”. Y también don
Diego de Guzmán tiene problemas pendientes con la Inquisición. En
realidad el Padre Araoz tiene dificultad en aceptar a los conversos y,
en concreto, le resulta difícil acoger en la Compañía a los dos
discípulos de Ávila, cuya espiritualidad no acaba de parecerle conforme
al estilo de la Compañía. En carta a san Ignacio escribe: “Nuestro Señor
nos rija en todo con su misericordia. Espíritus criados en libertad, y
con otra leche, con dificultad se doman”.
El Maestro Ávila
no sólo impulsa la entrada de sus discípulos en la Compañía, sino que
desea traspasar a ella sus colegios, sobre todo los de Jerez, Córdoba y
Baeza. En 1552 el Maestro Ávila escribe al provincial, Padre Araoz,
manifestándole su decisión de entregar a la Compañía sus Colegios. El
Padre Francisco de Borja se lo escribe al Padre Ignacio: “Por una carta
nuevamente recibida del Maestro Ávila se entiende que, estando muy
enfermo, quiere dejar por heredera a la Compañía de sus discípulos y
colegios”. Por estas fechas, verano de 1552, por mandato de San Ignacio,
desde Roma se sigue insistiendo con el Padre Villanueva para que visite
personalmente al Padre Ávila y le informe directamente sobre la
Compañía. Villanueva, dados los problemas de la Compañía en Toledo con
el arzobispo Juan Martínez Silíceo, intransigente con los cristianos
nuevos, no se atreve a hacerlo. El 20 de septiembre de 1552 escribe a
san Ignacio: “Yo pensé ir este verano a ver al Maestro Ávila...; pero
después, con estas cartas para el arzobispo de Toledo, me encogí, porque
Ávila también tiene su raza”.
Al final del
verano de 1553, el Padre Villanueva se decide a visitarle en Montilla.
Le habla detenidamente de todo, le explica que en los Ejercicios no se
obliga a hacer votos, como creía Ávila, mal informado. El Padre
Villanueva, después de tratar personalmente con el Maestro Ávila quedó
“muy edificado de la prudencia y santidad del buen Padre Ávila y muy
satisfecho de sus sermones, de tal manera que solía decir que andaría
muchas leguas para irle a oír”.
El Padre
Villanueva llega a Córdoba acompañado del hermano Alonso López, entonces
sólo diácono. La marquesa de Priego tenía gran deseo de conocer esos
nuevos religiosos, entre los que se cuenta su hijo don Antonio. Los
atiende con mucha diligencia y, al partir ellos para Córdoba, escribe a
don Juan de Córdoba, su pariente, rogándole que les acoja como sus
huéspedes. Don Juan de Córdoba es el deán de la iglesia catedral, noble
por su sangre y poderoso por sus riquezas. Aunque magnánimo y
caritativo, su vida moral deja mucho que desear. Tiene varios hijos.
Este canónigo, encargado por la marquesa de acoger a los jesuitas que
llegan por primera vez a Córdoba, es enemigo de la Compañía. Habla tan
mal de ella que el Maestro Ávila teme que se oponga a su entrada en la
ciudad. En efecto, cuando sabe que han llegado a Córdoba, manda a un
criado de la marquesa a buscarlos al hospital donde se han recogido, más
que para acogerlos en su casa, para expiarlos y ver qué clase de gente
son. Pero la simpatía del Padre Villanueva se gana de tal manera su
voluntad que cambia totalmente de parecer y ofrece a los jesuitas las
casas principales, en que vivía, para fundar el esperado Colegio de
Córdoba. Llegan después el Padre Francisco de Borja y el Padre
Bustamante y les confirma su ofrecimiento. Con las casas da ornamentos y
plata para la capilla, por valor de más de mil ducados, y se obliga a
hacer la capilla principal de la iglesia con su teja y retablo, dotando
la fábrica con veinte mil maravedíes. Para todo ello da poder al Padre
Ávila, autorizándole para que concierte con la ciudad lo que ésta debe
aportar por su parte.
Las escuelas se
abren el 13 de diciembre con cuatro clases de gramática y retórica. El
Maestro Ávila está contentísimo de la venida de la Compañía a Córdoba.
Por fin, aunque no con el esplendor que siempre había soñado, ve en
marcha el Colegio de Córdoba. Poco antes de Navidad del mismo año de
1553 llega a Córdoba el Padre Jerónimo Nadal, que da los últimos
detalles al Colegio y trata con el Maestro Ávila todo lo referente a la
entrega que éste desea hacer a la Compañía de sus Colegios y discípulos
y de su entrada en la Compañía. Al tratar el Maestro con el Padre Nadal
sobre el ingreso de sus discípulos en la Compañía, el Maestro Ávila no
pretende que entren todos en ella, sino sólo los que tienen condiciones
para ello.
En el fondo Juan
está de acuerdo con Ignacio en todo. Pero en un punto discuten Ávila y
Nadal. El Maestro Ávila no quiere saber nada de discriminaciones
raciales y en España los Padres Araoz, Mirón y el mismo Nadal se
muestran muy cautos a la hora de admitir a los conversos. No por motivos
raciales, sino por la situación delicada creada en las relaciones de la
Compañía con la Inquisición. Nadal, en un gesto de confianza, le dice
que si tenía algún discípulo cristiano nuevo que reúna las cualidades
requeridas para ser jesuita, le admite inmediatamente. Juan le envía el
ecijano Luis de Santander, y Nadal lo recibe. Cuando Santander vuelve a
dar cuenta a su Maestro Ávila, éste le dice: “Yo iría muy contento,
cuando Dios me lleve de esta vida, si dejase a todos mis amigos y
compañeros bajo las alas de esta santa Compañía”.
Desde
Valladolid, el 15 de marzo de 1554, el Padre Nadal escribe a San
Ignacio, dándole sus impresiones sobre el Maestro Ávila: “El Maestro
Ávila es una persona de mucha habilidad natural, buenas letras y buen
espíritu, de gran autoridad y crédito, no sólo en Andalucía, sino en
toda España. Es de cristianos nuevos y ha sido tomado por la
Inquisición, mas liberado sin nota alguna. Le han seguido muchos, los
cuales, siguiendo su consejo, se dan al servicio de Dios y cambio de
vida, de cualquier estado, y especialmente le siguen algunos, en los
cuales ha atinado el buen Ávila el modo de vivir de la Compañía, aunque
sin obediencia ni obligación. Me decía a mí un día: Yo he sido como un
niño que trabaja muy de veras por subir una piedra por una cuesta,
dándole vueltas, y nunca puede, y viene un hombre y fácilmente sube la
piedra; así ha sido el Padre Ignacio. Es buen hombre y yo me satisfacía
mucho viéndole acertar en los puntos incluso muy particulares de nuestro
modo de vivir. Le siguen muchos cristianos nuevos, no sólo de los que
siguen su consejo, de diversos estados, sino también de los que le
siguen de un modo semejante al nuestro, entre los cuales ha tenido
alguna persecución, y tiene actualmente: la Inquisición de Córdoba tiene
actualmente al doctor Carleval y se teme que sea anotado. Creo, según me
han dicho, que los suyos no han tenido su prudencia en el hablar, con la
viveza y buenos deseos que el Señor les da. Él ha tomado y tiene
nuestras cosas por suyas propias, y así las favorece... Tenemos en la
Compañía de los del Padre Ávila, además del doctor Loarte y don Diego de
Guzmán, al Padre Santa Cruz de Lisboa, y otro padre Carvajal en
Valencia. Y uno he traído yo conmigo de buenas partes y habilidad en
predicar, que ha oído el curso de artes de teología, y creo que el padre
Francisco traerá otro que ha leído un curso de artes en Córdoba y leía
ahora Santo Tomás a cuatro escolares. El intento del Maestro Ávila es la
obra que quiso hacer en Córdoba por los suyos, ayudar que se haga por
los nuestros. Desea dar el colegio de Baeza a la Compañía y aplicar sus
principales discípulos a la Compañía, por dejarles amparados. Además él
mismo me dijo que se había sentido movido a entrar en la Compañía, y que
se anima de poder vivir en congregación con la gracia del Señor, pero
que es enfermo y tiene necesidad de alimentos exquisitos, etc; y me rogó
que escribiese al V. Padre lo encomendase a Dios, y que yo le rogase
también al Señor que le encaminase, si había de ser mayor servicio suyo.
Está enfermo y en la cama casi ordinariamente, y no predica; sin embargo
negocia mucho y aprovecha a muchos, vive de limosna, como ha sido su
costumbre”.
El 14 de junio
le llega al Padre Nadal la respuesta de Roma: “Con el Maestro Ávila
parece que se podría usar cualquier privilegio por ser persona muy
señalada, y así parece a nuestro Padre. V.R. vea si es de ayudarle,
quitándole el temor de algunos impedimentos, así de su salud y necesidad
de tratamiento como de lo demás”. Antes de recibir esta respuesta, el
Padre Nadal ya había escrito una nueva carta a San Ignacio el 14 de mayo
de 1554, también desde Valladolid: “El Padre doctor Torres ha partido
para Córdoba. Va muy animado con la esperanza de que el Maestro Ávila ha
de entrar en la Compañía, y yo le dije que me parecería bien, habida la
dispensa, porque ha sido fraile, y no he sabido aún si profesó... El
Padre Villanueva, Don Antonio, que muy especialmente lo desea, el Padre
Francisco y el Padre Torres, todos tienen por gran cosa que entre en la
Compañía. Hay sólo el impedimento de ser viejo y enfermo, cristiano
nuevo y perseguido en tiempo pasado por la Inquisición, aunque
claramente absuelto, y después de los suyos ha tomado la Inquisición
alguno, no sé si del todo absueltos... Esto digo, Padre, para que
vuestra Paternidad provea, si le parece otra cosa, porque no creo que
tan presto podré negociar con él: tiene grandes cualidades, gran
entendimiento, mucho espíritu y muchas letras, y gran talento para
predicar y conversar; gran fruto, especialmente en Andalucía, y tiene
gran crédito ante todos”.
El 21 de junio
llega la respuesta de Roma: “En cuanto al Maestro Ávila, no haga
dificultad de aceptarle, porque nuestro Padre, desde hace mucho tiempo
ordenó que le muevan a ello, dispensando en el impedimento que V. R.
toca; se puede decir que está dispensado, pues antes que se publicasen
las constituciones estaba en manos de nuestro Padre el dispensar”. El
interés de Ignacio por que Ávila entre en la Compañía no puede ser más
decidido y claro. Está dispuesto a resolver todas las dificultades: de
raza, de haber sido fraile, problemas de discípulos, enfermedades... Que
venga con nosotros es el deseo de Ignacio. Lo desea con todo el corazón
el Padre Antonio de Córdoba, que se atreve a animar a su Padre querido,
“dándole razones” para convencerle de que “entrando en la Compañía
serviría mejor a nuestro Señor”. Según cuenta él mismo en carta a San
Ignacio desde Plasencia, el 28 de octubre de 1554, el Maestro Ávila le
dijo: “Del Señor somos; pídanselo, que yo no pretendo sino su mayor
servicio en mí y en todos”.
A Don Antonio de
Córdoba, hijo de la marquesa de Priego, le eligen rector de la
Universidad. Juan de Ávila le anima a tratar con los jesuitas. Así don
Antonio se va aficionando a los padres de la Compañía y comienza a
pensar en entrar en ella. Sólo le detienen los muchos prejuicios que
corren en torno a aquellos padres, de quienes se dicen tantas cosas.
Estando enfermo en la primavera de 1550 escribe al Maestro Ávila,
consultándole sobre ello. La respuesta es la carta 151 del Epistolario.
Después de darle algunos consejos para que sepa aprovecharse de la
enfermedad, “con la que Cristo pasa a los suyos del aula de menores a la
de mayores”, el Maestro Ávila pasa a deshacer las habladurías contra la
Compañía: “Las objeciones que ponen algunas personas me parecen muy
flacas”... Y concluye: “No deje de comunicar con las personas de quien
siente recibir provecho su alma, y cuando vea cosa que discrepa de los
dogmas o de las costumbres aprobadas por la Iglesia, entonces apártese.
Cuando no se dé esto, siga la senda que Dios le ha descubierto en el
campo de estos siervos suyos”.
El 18 de octubre
de 1554 el Padre Nadal llega a Roma. Lleva consigo a dos discípulos de
Ávila: Guzmán y Loarte. Luego, según leemos en los procesos de Ávila, el
Padre Guzmán contaba “que la noche en que, en compañía del Padre Nadal
llegó a Roma, el Santo Padre Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía
de Jesús, que estaba enfermo, quiso que los huéspedes españoles, que
habían llegado, cenasen con él. En la sobremesa dijo san Ignacio:
Díganos nuestro hermano don Diego algo del santo Padre Maestro Ávila.
Respondió don Diego de Guzmán: Hace ya dos años que no le veo, porque
eso hace que nos envió al Padre doctor Loarte (que también estaba
presente) y a mí a Oñate, para que el Padre Francisco de Borja nos
recibiese en la Compañía”. Nos dijo: “Andad, hijos, que quizás seré yo
como Jacob, que envió sus hijos delante y después fue él tras ellos”. A
esto replicó el Padre Nadal: “Muchas veces trató conmigo el santo Padre
Maestro Ávila eso de entrar en nuestra Compañía, pero, como humilde, le
parece que , estando ya tan viejo y tan agravado de enfermedades, no ha
de ser de provecho, sino de carga a la religión”. A esto dijo san
Ignacio con gran ponderación estas palabras: “Ojala quisiera el santo
padre Ávila venir con nosotros, que aquí le traeríamos en hombros como
el arca del Testamento”.
Juan no se
decide a entrar en la Compañía. Pero queda pendiente el asunto de los
colegios, sobre todo el de la Universidad de Baeza. Desea dejarla en
manos de la Compañía, pero al mismo tiempo quiere dejar colocados a sus
discípulos queridos, superiores y profesores de la misma. Ahí está el
problema, porque en ese momento, para algunos decir “discípulos de
Ávila” ya era algo sospechoso. El rector de la Universidad, Carleval, ha
sido procesado. Su sombra hace sospechosa la misma Universidad. En los
años 1555 y 1556 se sigue tratando el traspaso a la Compañía. Este
traspaso llega a parecer inminente. Intervienen todos: el Maestro Ávila,
Francisco de Borja, Comisario de la Compañía en España, el Padre Nadal,
visitador, el Padre Miguel de Torres, provincial de Andalucía, el Padre
Antonio... Pero la obra nunca llega a término.
Juan ama a la
Compañía hasta el final de su vida. Se escribe con Ignacio y con los
siguientes generales, el Padre Laínez y el Padre Borja. Siguen entrando
en la Compañía otros discípulos, siempre con su bendición. Juan pasa a
veces temporadas con los jesuitas en la nueva casa que han abierto en
Montilla. Observa entonces todas las reglas como un novicio. Les hace
pláticas; les comenta a San Pablo. Va incluso a pasar unos días en la
granja de San Lorenzo que tienen los jesuitas en el campo. Entre los
olivares y viñedos descansa y recupera un poco de salud, cada día más
deteriorada. Y, al morir, a pesar de que la marquesa y su nuera, sor Ana
de la Cruz, desean que se le entierre en el monasterio de santa Clara,
donde la última es monja, él manda que le entierren en la iglesia de la
Compañía.
15. ACTIVIDADES
DE LOS ÚLTIMOS AÑOS
Por el año de
1551 las enfermedades del Padre Ávila son continuas, con bien pocas
treguas. Los dolores le retienen por largos períodos en la cama. Cuando
puede levantarse le sabe casi a milagro. Con frecuencia escribe en sus
cartas: “hace diez o doce días que estoy en cama; ayer me levanté”. “Yo
he predicado unos días; ya he caído de nuevo. Debe ser que como no soy
para hacer penitencia y llevar la cruz, tomándola yo, me la echa el
Señor y me la pone con su mano”. Con frecuencia se excusa de no poder
hacer lo que desea “por mis indisposiciones, que cada día crecen más”.
“Mi continua enfermedad no me deja cumplir con lo que deseo y debo”. “La
continua falta de salud me hace faltar a vuestra merced en escribirle”.
Al excusarse, a veces también hace alguna confidencia a sus más íntimos:
“la esperanza de mejorar es flaca, como de viejo” y “me inclino a creer
más que debo prepararme para bien morir que para hacer otras cosas”.
Mientras escribe
esto en sus cartas, está preparando los memoriales de reforma para el
Concilio de Trento, dando los últimos retoques al Audi, filia,
redactando platicas o tratados sobre el sacerdocio y contestando a las
innumerables cartas que recibe. “Es de admirar, escribe Fray Luis, que
en medio de tantas enfermedades no dejaba de ayudar a las almas en todo
lo que podía, haciendo exhortaciones en monasterios de monjas, de
quienes tenía particular cuidado por ser esposas del Señor, consolando y
enseñando a muchas personas, escribiendo muchas cartas espirituales,
para lo que le dio Nuestro Señor tanta gracia y discreción de
espíritu... Y no se contentaba con esto; sino que, cuando venía alguna
fiesta grande, particularmente del Santísimo Sacramento o de Nuestra
Señora, de cuyas solemnidades era devotísimo, luego se levantaba de la
cama, dándole fuerzas el mismo Señor que le daba la enfermedad; y
predicaba de ordinario ocho sermones, uno cada día de la octava del
Santo Sacramento, y esto con tan buena disposición corporal que parecía
sano del todo; y luego, pasados los ocho días, volvía como antes a la
misma enfermedad; y esto duró muchos años; y en particular fue más
notable su fervor y eficacia en los sermones de los últimos años de su
vida”.
Sus enfermedades
son dolorosas y largas. Vive unos veinte años de participación en la
cruz de su Señor. Desde 1555 no vuelve a salir de Montilla, donde fija
su residencia. Es la etapa contemplativa, dolorosa y fecunda de su vida,
en que renuncia a la evangelización itinerante, para llenar sus horas
con la oración, el estudio, y la dirección espiritual de tantas
personas, que se llegan hasta él o le escriben, pidiendo consejo.
CARTAS
La Conferencia episcopal española, con motivo del V aniversario de su nacimiento, escribe: “Las innumerables cartas que escribió nos han dejado un elocuente testimonio de su santidad y de su sabiduría. A pedir consejo acudían a él en su retiro de Montilla o le escribían jóvenes buscando orientación y discernimiento vocacional, casados que pedían consejo, políticos y hombres de gobierno, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas que buscaban una palabra de aliento o de luz. Se relacionó con San Pedro de Alcántara, San Ignacio de Loyola, San Francisco de Borja, San Juan de Ribera, Fray Luis de Granada... En algunos influyó de manera decisiva. Así ayudó a San Juan de Dios en el proceso de su conversión y en su posterior camino espiritual”
Juan de Ávila
comienza a escribir cartas desde que tiene discípulos, a los que, dados
sus continuos desplazamientos, sólo puede atender por escrito. Pero
sobre todo escribe durante sus últimos años, desde Montilla. Se
conservan unas 260 cartas, dirigidas a toda clase de personas: obispos,
generales de la Compañía de Jesús, nobles, sacerdotes, religiosos,
esposos, jóvenes, predicadores. Cartas a atribulados, a enfermos, a
tentados, a desorientados. Con solicitud trata de animar y llevar a
todos al amor y confianza en Dios, fruto del misterio de Cristo, muerto
y resucitado.
El Maestro Ávila
dedica la mayor parte de su tiempo a la oración. Sin embargo, también
dedica una buena parte a la correspondencia epistolar, “respondiendo a
las cartas que le enviaban de diferentes partes, consultándole y
pidiéndole consejo, de que tuvo don particular”. Cuenta el Padre Juan de
Villarás, su amanuense, que ocurría con frecuencia que, estando
comiendo, llegaban cartas y consultas de diferentes partes y “acabando
de comer, sin más estudio ni más premeditación, sino ex abundantia
cordis, le mandaba escribir y forjaba estas cartas que, impresas
ahora, asombran al mundo”. Fray Luis de Granada admira esa presteza y
seguridad con que el Maestro escribe sus cartas: “Era tan fácil en
escribirlas que, sin borrar ni enmendar nada, porque sus ocupaciones no
le daban lugar, las enviaba como salían de primera mano”.
Otras veces el
Maestro tarda en responder. Cuando no ve claro, lo encomienda a Dios y
dice misas para alcanzar su luz. A veces le consultan sobre asuntos
concretos y responde: “Encomendémoslo a nuestro Señor”. Y pasan días y
vuelven a insistirle que responda. Y él responde: “Todavía no me ha dado
nuestro Señor qué deciros”. Y, pasados más días, responde con tan gran
certidumbre y seguridad como si hubiera visto con sus propios ojos el
suceso u oído la respuesta de nuestro Señor.
También sucede
que la tardanza se deba a sus enfermedades y ocupaciones. No pocas veces
se excusa de su prolongado silencio, achacándolo a las enfermedades y a
veces a su negligencia, como al felicitar al Padre Diego Laínez por su
promoción a General de la Compañía. Con frecuencia leemos: “La continua
falta de mi salud me hace faltar a vuestra merced en escribirle, aunque
me hace nuestro Señor merced de darme algún suspiro y oración en su
favor”. “Creo se contentará vuestra merced con lo escrito, pues para
muñecas enflaquecidas de dolores basta”. “Y porque los ojos se quejan
ya, me dará V.S. licencia para acabar”. “Me edifica con la paciencia que
ha tenido al escribirme tres cartas sin recibir respuesta mía”. Sobre su
negligencia dice: “¿Qué aprovechan espuelas cuando el jumento es tan
perezoso como yo? Y juntándose con esto la carga de mi poca salud, no es
maravilla que ni escriba ni responda”. Pero aun en casos como estos hace
constar que no ha habido olvido o falta de amor. Así se lo escribe a una
doncella dirigida suya: “Aunque el no haberos escrito se me pueda con
alguna causa atribuir a negligencia, ninguna hay para atribuirlo a falta
de amor o poco cuidado, sabiendo que, si en las cartas habéis sentido
falta, no la podréis sentir en la voluntad. Pero os baste saber que,
aunque estéis ausente de la presencia corporal, no lo estáis ni lo
habéis estado de mi memoria, ni lo estaréis de aquí en adelante, cuando
os quisierais aprovechar del amor que por Dios y en Dios os tengo”.
En algunas
ocasiones es él quien se adelanta a escribir a sus amigos, deseoso de
tener noticias de ellos o preocupado por los peligros de sus almas. A
una religiosa le escribe con gracia y humor: “Algunas veces he pensado
si nuestro Señor os ha llevado de esta vida presente a gozar de sí, pues
estando acá y llevar tanto tiempo sin hacerme saber nada de vuestra
alma, me parece increíble. Aunque algunas veces es tanto lo que aquí
nuestro Señor hace sentir de sí mismo que el alma no se acuerda de
nadie, por estar toda ocupada en Aquel que es todas las cosas... Quiera
su bondad que la causa de no escribirme sea ésta”.
De tal manera
ama y se acomoda a todos que parece ser padre de cada uno, haciéndose,
como el Apóstol dice, todo a todos para ayudar a todos (1Co 9,22). A los
presentes les muestra su amor entrañable con palabras y a los ausentes
con las cartas. Los que tratan familiarmente con él se sienten amados
singularmente como si cada uno fuera único o el más amado. Porque, dice
Fray Luis, que lo ha experimentado, que “amaba a todos como si tuviera
un corazón para cada uno; lo cual es propio del amor que se funda en
Dios; porque lo que se ama por interés, cesando éste, cesa el amor; mas
lo que se ama por Dios, que es por hacer su santa voluntad, mientras
ésta dura, siempre se ama... Y como no hay cosa que encienda más un
fuego que otro fuego, así no hay cosa que encienda más un amor que otro
amor. Por ello leían sus cartas con amor y el que recibía una carta suya
la apreciaba más que un gran tesoro. De esta manera, con este amor
ablandaba la cera de los corazones, y con la palabra imprimía el sello
de la doctrina en ellos”. Posee además la cualidad de retener cada
fisonomía, aunque no haya tratado con la persona más que una sola vez.
Su trato con las personas es realmente exquisito, como lo prueban las
palabras de pésame a una señora: “Quisiera tener dos corazones: uno para
llorar con la viva y otro para alegrarme con la muerta” (carta 28). Fray
Luis ha gustado este amor. Desde Lisboa, próximo ya a morir, escribe a
sor Ana de la Cruz, la condesa de Feria: “Ahora mi ordinario libro, que
me leen de noche cuando ceno, son las epístolas del Padre Ávila; y sepa
vuestra reverencia que la primera del primer tomo se escribió a este
pobre fraile, cuando comenzaba a predicar”.
En las cartas,
más que en los sermones, el Maestro se inclina sobre las personas
concretas para derramar sobre cada una de ellas, amadas singularmente,
palabras de aliento o de corrección, impulsos o frenos, luz para sus
mentes, fuego para su voluntad... Las cartas escritas de un tirón, a
veces de noche, dirigidas a gentes notables y humildes, a amigos y
discípulos... son una obra de orfebrería, en la que se acomoda a cada
caso singular. Por ello sus cartas se guardan amorosamente para
releerlas una y otra vez. Muy pronto son reunidas y editadas. En ellas,
aunque los editores suprimen los nombres de los destinatarios, brilla el
director de almas, que se adapta a la situación concreta de cada
persona. En los sermones, en cambio, aparece el apóstol de masas, el
maestro del pueblo cristiano, el sembrador a voleo de la semilla del
Evangelio.
En las cartas
habla llanamente, desde la abundancia de su corazón: “escribo con
brevedad esta noche y medio durmiéndome. Es tan tarde, que no tengo
tiempo ni para leerlo”. Aconseja desde su experiencia, aprovechando
hasta de sus errores, como le dice a Fray Luis: “Razón es que dé a
vuestra reverencia algunos consejos, sacados de la experiencia de yerros
que yo he hecho; querría que bastase que yo haya errado para que ninguno
más errase, y con eso daría yo por bien empleados mis yerros”. En las
cartas se muestra su corazón de padre afectuoso, descendiendo a detalles
humanísimos como aconsejar a alguien que “duerma la siesta”, añadiendo
además: “querría que comiese bien, para que trabajase bien” (carta 225).
A un predicador (carta 4) le aconseja que se modere, sobre todo en las
confesiones, pues “me dicen que usted trabaja mucho; querría que se
moderase, al menos en las confesiones, porque ciertamente somos de
carne, aunque el espíritu sea fuerte, y no querría verle como yo estoy
de indiscretos trabajos, que a cada sermón me da una calentura”. También
sabe exigir cuando hace falta.
Fray Luis, en su
admiración por él, nos dice que “entre todos los predicadores de su
tiempo, sólo él se distinguió escribiendo tantas cartas para diversas
necesidades”. En las cartas se muestra “la gracia especial que Nuestro
Señor le había dado, porque siendo tantas y tan diferentes las materias
sobre las que escribía, según las necesidades que se le ofrecían, a
todas acudía tan acertadamente como si se dedicara sólo a aquella
materia... Con razón podía decir las palabras del profeta: El Señor
me ha dado una lengua discreta para que sepa yo con mis palabras
sostener a los flacos para que no caigan (Is 50,4). Sabe aconsejar a
las personas de diversos estados, a los sacerdotes para que celebren
dignamente y a los predicadores para que prediquen fructuosamente, a las
vírgenes desposadas con Cristo, para que guarden el tesoro de su pureza
virginal, y así a todos los demás”. “Concluyendo, escribe Fray Luis,
quien lea estas cartas entenderá que en ellas está el dedo de Dios”.
SERMONES
En su retiro de
Montilla, el Maestro Ávila sigue predicando, aunque ya poco: “Yo tengo
alguna mejoría en mi salud y predico alguna vez, aunque como viejo”,
escribe a San Francisco de Borja el 9 de septiembre de 1566. Y, sin
embargo, los contemporáneos le admiran sobre todo como “predicador
apostólico”. A la predicación ha ordenado toda su vida; el estudio no
tenía otra finalidad; y su oración es el fuego en que templa su espíritu
para el púlpito. Sus mismas cartas no son otra cosa que sermones
escritos. Un sermón del Maestro Ávila es siempre un acontecimiento. La
gente madruga para ir a coger sitio en la iglesia donde predica y hasta
se sube a los tejados cuando ya no queda sitio en los templos.
Cuando, aliviado
algo de sus dolencias, puede predicar, en toda Montilla corre la voz:
¡El Padre Ávila predica! Sus sermones duran dos horas ordinariamente,
pero “tiene tal agrado y dulzura en el decir y fuerza en el persuadir
que nadie se cansa, porque predica con tanto afecto, mansedumbre y
suavidad la sana doctrina evangélica que todos salen muy aprovechados de
sus sermones”. Él mismo es consciente de que se alarga en los sermones y
se justifica con una pizca de humor: “El día que hacen auto de
inquisición comúnmente salen tarde, comen a las dos o a las tres. Hoy es
día de los condenados de la inquisición de Dios. Habríamos de estar aquí
todo el día. No os maravilléis si saldremos tarde” (sermón 1).
A sus discípulos
les aconseja que, para preparar sus sermones, dediquen más tiempo a la
oración que al estudio, pues “en la oración se aprende la verdadera
predicación y se alcanza más que con el estudio”. El es el primero en
ponerlo en práctica, pues “estudia sus sermones de rodillas, puesto en
oración”, “asidas ambas manos al clavo de los pies de un santo
crucifijo”. En los procesos de beatificación se cuenta que “en la
iglesia mayor de Granada un predicador hizo un sermón, en presencia del
arzobispo don Pedro Guerrero, de tantas profundidades en Escritura que
todos los oyentes salieron alabándole y admirados, sin dar muestra de
conversión alguna ni arrepentimiento de pecados, y que entonces el señor
arzobispo mandó al Maestro Ávila que predicase en la misma iglesia al
día siguiente. El Padre Ávila se excusó diciendo que no tenía libro
donde estudiar para cumplir con su obligación en tan breve tiempo y en
presencia de tan grandes
letrados. El señor arzobispo le mandó, en virtud de santa obediencia,
que predicase. Y el Padre Maestro dijo que, mandándole su Ilustrísima,
le obedecería y confiaría en que nuestro Señor le daría qué decir. Esto
fue durante la cena. Acabada la cena, el Maestro Ávila se recogió en un
aposento sin pedir libro alguno. Entonces le acecharon por los canceles
de la puerta del aposento para ver cómo estudiaba el sermón y vieron que
estuvo toda la noche de rodillas delante de un crucifijo, y a la mañana,
en la iglesia mayor, predicó un sermón tan grandioso y con tanto
espíritu que todos los oyentes salieron compungidos, mirándose unos a
otros, sin acertar a hablar palabra alguna, dando grandes muestras de
que salían todos convertidos y arrepentidos de sus culpas”.
Entre los
oyentes de sus sermones, con frecuencia hay algunos que toman notas de
cuanto él habla. El mismo Fray Luis de Granada, admirador del Maestro
Ávila, le “iba a oír y escribir sus sermones mientras los predicaba”,
“sentándose en la grada del púlpito”. También los estudiantes de la
Universidad de Baeza acuden a la iglesia de San Andrés cuando saben que
tiene el sermón el Padre Ávila. Colocados detrás del púlpito, le toman
por escrito lo más importante. Lo mismo se nos cuenta de los sermones de
Montilla. “Las más de las veces que predicaba, tres o cuatro estudiantes
escribían lo que el Maestro predicaba: uno apuntaba las citas de la
Escritura; otro, las sentencias; y otro, la doctrina. Después juntaban
el sermón y, sacado en limpio, lo llevaban al Maestro Ávila y se lo
leían. Muchas veces no tenían nada que enmendar, y otras veces el Padre
decía: yo no dije eso, díganlo de esta manera. Todo este cuidado se
ponía para aprovechar y tener viva la memoria de las palabras de este
venerable Padre”.
Fray Luis no
tenía reparo en citarle, pero otras veces se repetían sus ideas sin
necesidad de citarle, incluso por escrito. “Habiéndole oído un sermón un
gran predicador, religioso dominico, y habiéndole preguntado algunas
personas qué le parecía, respondió: Este varón todo cuanto dice es
Escritura, hasta la menor palabra que pronuncia; parece que la tiene
toda de memoria. Con este sermón de hoy tengo yo para hacer más de
veinte sermones”.
ESCRITOS SOBRE LA REFORMA DE LA IGLESI
Las enfermedades
del Maestro Ávila, comenzadas a principio de 1551, le acompañan hasta el
final de sus días por espacio de dieciocho años. Don Pedro Guerrero,
“conociendo su virtud, santidad y letras”, desea llevarle consigo a las
dos últimas sesiones del Concilio de Trento, pero se tiene que conformar
con llevar los Memoriales que le escribe: “avisos divinos para la
reforma de la cristiandad y del estado eclesiástico”. Pablo VI, en la
homilía de la misa de Canonización, dice: “Habiendo vivido en el período
de transición, lleno de problemas, de discusiones y de controversias que
precede al Concilio de Trento, e incluso durante y después del largo y
grande Concilio, el Santo no podía eximirse de tomar una postura frente
a este gran acontecimiento. No pudo participar personalmente en él a
causa de su precaria salud; pero es suyo un memorial, bien conocido,
titulado Reformación del Estado Eclesiástico (1551) (seguido de
un apéndice: Lo que se debe avisar a los obispos), que el
arzobispo de Granada, Pedro Guerrero hará suyo en el Concilio de Trento,
con aplauso general”. Cuando el arzobispo Guerrero recibe las
felicitaciones en el Concilio de Trento por las ideas de reforma que
presenta, confiesa con franqueza que él no hace otra cosa sino exponer
las ideas del Maestro Ávila.
En 1623, en el
edicto para las informaciones del proceso de beatificación y
canonización del Padre Ávila, se da cuenta de sus escritos con estas
palabras: “Imprimió algunos libros: del Audi, filia, Santísimo
Sacramento y Epistolario, de grande espíritu. Escribió unas
Advertencias al santo concilio de Trento y Toledano, sobre la
ejecución de lo decretado por el de Trento, y otro Tratado sobre las
herejías. Y dio una Instrucción para el gobierno del reino,
muy útil para la Iglesia católica”. Las Advertencias al santo
concilio de Trento las escribe en 1562, las Advertencias al
concilio de Toledo en 1565 y un año después el Tratado de las
causas y remedios de las herejías.
El tema de la
reforma de la Iglesia es un tema álgido en la época de Trento. El
Maestro Ávila lo vive con intensidad apostólica. Ve en la reforma del
clero la reforma de toda la Iglesia. En el Memorial primero
escribe: “Lo que este santo Concilio pretende es la reforma de la
Iglesia. Para este fin el remedio es la reforma de sus ministros. Se
trata, pues, de establecer cómo estos ministros sean tales como el
oficio tan alto requiere. Por tanto se dé orden y se cree la manera de
educarles para ello. Si la Iglesia quiere tener buenos ministros
conviene hacerles; si quiere tener el gozo de poseer buenos médicos de
almas, ha de encargarse de criarlos. Sin esto no alcanzará lo que
desea”. La reforma que busca el Maestro Ávila supone selección y una
adecuada formación de quienes aspiran al sacerdocio. En carta a su amigo
el arzobispo aún le dice
sobre la formación sacerdotal: “El remedio de los colegios consiste en
tener buen rector y buenos colegiales”.
El Maestro se
lamenta de que “el camino que muchos superiores usan para la reforma de
la Iglesia es hacer buenas leyes y mandar que se cumplan bajo penas
graves”. Muchos se sienten satisfechos con esto. Pero, “por lo que
vemos, aprovecha poco mandar bien, si no hay virtud para ejecutar lo
mandado. Todas la buenas leyes no aprovechan más que decir el maestro a
los niños: Sed buenos y dejarlos solos... Si quiere, pues, el
sacro concilio que se cumplan sus buenas leyes, se tome el trabajo de
hacer que los eclesiásticos sean tales, que more en ellos la gracia de
Jesucristo, con la que fácilmente cumplirán lo mandado, y aún harán más
por amor de lo que la ley manda por fuerza. Aquí está el trabajo y la
hora de parto. El mandar es fácil y se puede hacer sin caridad; pero el
llevar a cuestas las flaquezas ajenas con perseverante corazón, para
hacer fuerte al flaco, pide riqueza de caridad. Y no sé si la tienen los
señores... Los señores se conforman con mandar y castigar a sus
esclavos. No actúan así los padres con sus hijos, que para educarlos
gastan sus haciendas y sus personas. Pues los prelados con los clérigos
son como padres con hijos y no señores con esclavos. Provea el Papa y
los demás en criar a los clérigos como a hijos. Así tendrán mucha gloria
en tener hijos sabios y mucho gozo y descanso en tener hijos buenos y se
gozará la Iglesia teniendo buenos ministros”.
A través del
Memorial Ávila da las directrices que regirán los seminarios: casas de
estudio, de recogimiento y de oración, donde sean educados, antes de ser
ordenados, los futuros sacerdotes. Bajo la obediencia al rector “se
ejercitan en ayunos y oraciones y, con la gracia del Señor y con el
cuidado y sudor del prelado, salgan hábiles para ser abogados del pueblo
de Dios y aprendan principalmente la bondad, y después las letras, para
que puedan ser maestros y edificadores de almas”.
En su tiempo el
problema no es la escasez de vocaciones, sino “el entrar en la clerecía
gente profana”, sin conocimiento de lo que es el ministerio sacerdotal,
movidos por la codicia. “Y así hemos venido a mal tan extremo como en
tiempo de Jeroboán, que a todo el que quería le imponía las manos y
lo consagraba sacerdote (1R 13,33)... Conviene que ni la entrada sea
tan fácil ni la vida tan sin regla, para que de esta manera se excluyan
por sí mismos los que buscan en la Iglesia la tierra y sólo sean
admitidos los hábiles para ser ministros de Dios”.
El Maestro Ávila
quiere que la vida de los clérigos, ya desde su formación en el
seminario, sea tal que “no la soporten sino los virtuosos o quienes
desean serlo; de este modo los demás huirán y no desearán ser clérigos
ni aunque se lo rueguen”. Con nostalgia de la época de las
persecuciones, Ávila proclama: “Bienaventurados eran aquellos tiempos,
cuando no había en la Iglesia cosa temporal que buscar, sino sólo
adversidades y angustias que sufrir; entonces sólo entraba en ella
quien, por amor al Crucificado, se ofrecía a padecer esos males con la
esperanza cierta de reinar con él en el cielo. Pero ahora, como hay en
la Iglesia tanta carne mortecina, por fuerza lo han de oler, aun de
lejos, los cuervos; y ¿quién los detendrá para que no vengan a comerla,
hasta picarse y arañarse sobre ella unos a otros? No los detiene el
temor ni el amor de Dios, porque no admiten a Dios en su presencia (Sal
10,4)... El único remedio será poner ante ellos una vida tan virtuosa
que los cuervos, que venían buscando carne muerta, hallando en su lugar
vida y espíritu, ni se atrevan a acercarse a ella y salgan huyendo”.
Para el Maestro
Ávila es necesario “tomar el negocio desde atrás”, pues “si la Iglesia
quiere tener buenos ministros, tiene que hacerlos... El árbol que ha de
salir derecho es necesario encaminarlo y enderezarlo desde chiquito para
que lo sea. En todos los oficios humanos, el oficial bueno no nace
hecho, sino que se ha de hacer. Médico, abogado, carpintero, zapatero y
todos los oficios tienen su año, y años, de noviciado y tirocinio para
aprender poco a poco lo que después pueden ejercitar sin peligro. Pues,
para ser sacerdote..., ¿qué razón hay para que no tenga su tiempo en el
que aprenda el arte que después ha de ejercitar?”.
Conocedor de la
realidad de la Iglesia de su tiempo puede decir con firmeza: “De unos
mozos, que se crían para la Iglesia, no por haber sido llamados por Dios
o por sus prelados, sino que, cuando nacieron, sus padres los designaron
para la Iglesia o, después de nacidos, a título de capellanías de su
linaje; o, para tener qué comer, ellos mismos escogieron el estado
eclesiástico..., ¿qué se puede esperar de tan malas raíces sino los
amargos frutos que vemos y oímos, que hacen llorar a la santa Madre
Iglesia?”. Más adelante, al tratar de la elección de los candidatos al
sacerdocio, añade: “Si se elige el estado eclesiástico para tener qué
comer sin trabajo, siendo llamados por el dinero y regalo y no por Dios,
entrando no por la puerta, sino por bardal (Jn 10,10), ¿qué han de hacer
sino matar y echar a perder, como ladrones que son? ¿Quién duda que la
sangre de las almas del pueblo cristiano es derramada por las malas
obras y malas palabras y por la negligencia de los malos
eclesiásticos?”.
El primer
memorial abarca, pues, la selección de vocaciones, formación en el
Seminario, y experiencia pastoral, para ser párrocos, confesores o
predicadores. En cuanto a párrocos y confesores, además de la gramática,
deben “estudiar casos de conciencia y algo de Sagrada Escritura, no en
pocos años, pues no es pequeño el oficio de medicinar las almas, antes
es el arte de las artes, según dice San Gregorio. Sería bien que,
además de la gramática, dedicaran a lo menos cuatro o cinco años, para
que con la edad, bondad y letras ejercieran sin peligro su alto oficio
de curas y confesores”.
Y una
preparación especial se requiere “para los predicadores de la palabra de
Dios, cuyo oficio está muy olvidado del estado eclesiástico, con gran
daño para la Iglesia. Porque siendo la predicación el medio para
engendrar y criar hijos espirituales, si éste falta, ¿qué bien puede
haber sino el que vemos, que en las tierras donde falta la palabra de
Dios, apenas si hay rastro de cristianismo?... Yo digo que son
necesarios doctos predicadores para que recorran los obispados. Han de
ser sabios para los diversos e intrincados casos que se les ofrecerán.
Por ello son necesarios hombres doctos para que lean la lección de
Sagrada Escritura en las iglesias”.
Por tanto,
concluye el Maestro “si el concilio quiere quitar el oprobio de la
ignorancia de la Iglesia, mande que, además de los colegios donde se
eduquen los hombres de medianos ingenios para curas y confesores, haya
otros donde se eduquen los de mejores ingenios y les den la ciencia que
cabe en sus vasos, para salir doctos lectores y predicadores, a los que
se les pueda encomendar sin miedo el tesoro de la palabra de Dios. Y
éstos sean criados con mayor cuidado en toda disciplina y santidad, pues
el oficio de predicador pide mayor santidad. Si falta la santidad, las
más grandes letras se transforman en grandes armas para todo mal. Y si
queremos que se dé esta santidad ha de costar mucho trabajo y cuidado al
que les rigiere; pero todo se puede tener por bien empleado por sacar
hombres que sean luz del mundo y sal de la tierra y gloria de Cristo”.
Analiza también
algunas cuestiones de la vida clerical y pastoral como la edad para las
órdenes, división de parroquias y diócesis, grupo de predicadores que
recorran el obispado, estudio de la teología a partir de la
Escritura-Padres-Concilio, e insinúa un estudio especializado de la
Sagrada Escritura. Es una de las aspiraciones principales de su vida.
Fray Luis, refiriéndose a la Universidad de Baeza, dice que “éste fue
uno de los negocios más deseados y procurados por este Padre. Porque
desde el principio de su predicación siempre entendió que convenía tener
doctrina, para enseñar a los jóvenes y para formar clérigos virtuosos”.
El Maestro Ávila aboga también por un centro de enseñanza superior para
los mejor dotados: “Porque algunas veces salen algunos señaladamente
hábiles, de cuya perfección en letras se espera mucho fruto, podría
ordenarse que cada provincia tuviese en alguna Universidad alguna casa
donde enviar estos pocos a perfeccionarse en sus estudios, para que
después ellos sean maestros en los seminarios”. El manda a sus
discípulos a estudiar a diversas Universidades, en especial a la de
Salamanca.
En el pequeño
escrito Lo que se debe avisar a los obispos, después de darles
varios avisos prácticos, concluye recordándoles que su principal cuidado
ha de ser la atención a la cura de almas, para lo que “necesitan
clérigos buenos y sabios, pues sin ellos no pueden hacer más que ave sin
alas para volar... Y por que no los hay hechos, conviene que los hagan
de principio”.
DISCÍPULOS
Juan conoce a
sus discípulos y les ama cariñosamente. Los consejos que les da los
matiza con comparaciones y, a veces, con un fino humor de sano
humanismo. A todos les tiene presentes en su corazón y en su oración,
aunque se hallen dispersos en pueblos pequeños y alejados, de pastores,
colmeneros y cabreros, en las almadabras y puntos de pesca del atún, en
la soledad de Sierra Morena, en las minas de Almadén, en la humildad del
apostolado rural y en la cátedra de Baeza. Permanecen en sus puestos,
sin ambicionar otros, pues así lo ha determinado su Maestro.
Un grupo lo
forman los solitarios del Tardón, regidos por el Padre Mateo de la
Fuente, que comunica sus cosas y las de sus dirigidos con el Maestro.
Con él viven ahora, durante ocho años, dos que más tarde serán frailes
carmelitas descalzos: Fray Juan de la Miseria y el Padre Mariano de San
Benito. Estos solitarios del Tardón rodean de cariño al Maestro en sus
últimos años de vida . Se han refugiado para llevar vida de retiro y
oración en Sierra Morena, no muy lejos de Córdoba, en Hornachuelos, una
explanada abundante en cardos. Primero, como ermitaños, viven en chozas
hechas de jaras y corchos, y luego, bajo una misma regla, como
conventuales, restauran en España la antigua Orden de los basilios.
Pasan de ermitaños a conventuales en cumplimiento de lo decretado por el
Concilio de Trento, que exige a los eremitas vivir en monasterio y bajo
una regla aprobada por la Iglesia. Varios de estos discípulos se pasan
más tarde al Carmelo reformado.
Otro grupo
reside en Extremadura, en Zafra y Fregenal. Son los que buscan en la
oración gustos, consuelos, devoción y lágrimas. Estos son una
preocupación para el Maestro Ávila en sus últimos años. Mientras él
retoca el Audi, filia, eliminando todo lo que pueda parecer más o
menos sospechoso de iluminismo, éstos discípulos exageran esos puntos,
desviándose de cuanto les propone el Maestro: “su deseo sea guardar la
ley de Dios por camino llano, huya el corazón del deseo de revelaciones,
sentimientos y cosas semejantes. Por no estar los corazones desasidos de
estos sentimientos el Señor permite grandes ilusiones”. Lo escribe en la
última carta de su vida, dirigida “a un discípulo suyo, que se había
dado mucho a la oración y buscaba en ella consuelos, lágrimas y gustos
y, sin entenderlo, estaba para caer iluso en la trampa del error oculto
y en los desatinos escandalosos de la secta”.
Con discreción
de espíritu, el Maestro Ávila desengaña a quienes “andan tras la miel de
las cosas divinas y no tras la cruz que los habría de salvar”. Estos “no
aman verdaderamente a Dios, sino el sentimiento y devoción sensual que
les causa la dulzura de Dios”. Apenas pasa esta dulzura, “se les ve
airados, inquietos, pecadores de arte mayor, flacos y sin rienda en los
vicios”. Este es el “testimonio de que se aman a sí mismos y no a Dios”.
Escribiendo a unos devotos, les dice: “No quiera Dios que nuestra alma
descanse en otra parte, ni otra vida en este mundo escoja, sino trabajar
en la cruz del Señor. Aunque no sé si digo bien al llamar trabajos a los
de la cruz, porque a mí me parecen descansos en cama florida y llena de
rosas” (carta 58).
En la cruz es
donde Cristo nos buscó, nos perdonó y donde sigue esperándonos a cada
uno de nosotros: “En la cruz me buscaste, me hallaste, me curaste y
libraste y me amaste, dando tu vida y sangre por mí; pues en la cruz te
quiero buscar y en ella te hallo” (carta 58). La cruz es la
manifestación de la misericordia de Dios, lecho donde Cristo desposa a
su Iglesia. Gracias a la cruz de Cristo “ya no suenan los pecados por
muchos y grandes que sean, porque la sangre del inocente Cordero los
hace callar” (carta 86).
El Audi,
filia es el escrito más característico del Maestro Ávila. En él
vuelca su vida y doctrina. Es la obra de toda su vida. La edición
definitiva, corregida y ampliada, no se publicará hasta 1574, cinco años
después de su muerte. Poco a poco, añadiendo y retocando,
suprimiendo y ampliando hasta la última redacción,
el Maestro Ávila da forma a este libro, que los amigos desean ver
impreso y que él no se decide a entregar a la imprenta. Doña Sancha
muere el 13 de agosto de 1537. Para esa fecha el libro ya estaba escrito
en su primera redacción. Ella lee el manuscrito escrito para ella y de
él se sacan copias que corren de mano en mano entre los discípulos y
dirigidos del Maestro Ávila. Según una nota del Padre Luis de Granada,
en 1539 estaba ya dispuesto para la imprenta. Sin embargo la edición se
va demorando año tras año hasta que una de las copias hechas a mano cae
en manos del librero complutense Luis Gutiérrez, quien, “presupuesta la
voluntad del autor” lo publica el año 1556, “creyendo que hace algún
servicio a nuestro Señor y ayuda a sus prójimos al imprimir una obra tan
espiritual y tan excelente, de un tan santo varón como es el Padre
Ávila”.
Luis Gutiérrez publica sin retoques el libro tal como lo había
dejado el Maestro Ávila hacía 20 años, al dedicarlo al conde de Palma
del Río, don Luis de Puertocarreño, uno de los que más ha insistido con
el Maestro Ávila para que editase el libro. Don Luis de Puertocarrero se
aficionó al Maestro desde que éste anduvo predicando en aquella villa.
Era también muy amigo de Fray Luis de Granada. En 1945 Don Luis consigue
que se nombre a Fray Luis prior del convento de Palma del Río. Visitando
a los dos amigos, al conde y al prior, el Maestro Ávila parece decidirse
finalmente a dar el libro a la imprenta. El conde promete patrocinar y
sufragar la edición y Juan le dedica el libro tan deseado. En la
dedicatoria el Maestro Ávila explica los motivos que le mueven a
publicar su tratado: “La causa, muy ilustre señor, por lo que no he dado
a la imprenta el presente tratado, habiéndomelo pedido muchas veces, de
palabra y por carta, no ha sido por falta de voluntad de obedecerle y
servirle, sino el temor de que por mi insuficiencia, imprimiendo el
libro con intención de aprovechar a los que lo leyesen, se les volviera
impedimento de leer otros muchos, de los cuales pudieran sacar mucha más
erudición y santo fervor. Pensando esto me he mantenido hasta ahora y
siguiera así si, en los días pasados, no hubiera caído en mis manos este
tratado y, leyéndolo, lo vi tan cambiado, borrado y al revés de como yo
lo escribí que, habiéndolo compuesto yo, yo mismo no le entendía.
Entonces me pareció que así no sólo ninguno se podría aprovechar de él,
sino que haría daño a quienes le leyesen, por las muchas mentiras
peligrosas que en él había y cada día aumentaban, pues cada uno que le
copiaba añadía errores a los pasados. Visto lo cual, he querido
trabajarlo de nuevo e imprimirlo, para avisar a los que tenían los otros
traslados llenos de mentiras de manos de ignorantes escritores, que no
les den crédito, sino que los rompan y, en lugar de ellos, puedan leer
este de molde y verdadero. Y lo que antes iba brevemente dicho y casi
por señas (porque la persona a quien se escribió era muy enseñada, y en
pocas palabras entendía mucho), ahora, para todos, va copiosa y
llanamente declarado, para que cualquiera, por principiante que sea, lo
pueda fácilmente entender”.
El Maestro
Ávila, no sólo corrige los errores que circulan en las copias hechas a
mano, sino que amplía notablemente el escrito dedicado a doña Sancha
Carrillo. Sin embargo, a pesar de estar dispuesto para la imprenta, aún
no se publica. Habiendo sido convocado el Concilio de Trento en 1546 y
siendo la justificación uno de los principales temas a tratar en aquella
primera etapa conciliar, el Padre Ávila espera hasta conocer las
decisiones tridentinas. La edición que se
hace en Alcalá en 1556 es la escrita antes del Concilio, por lo
que no le cita. La “presunta voluntad de su autor” no coincide con lo
que el Maestro Ávila escribe en 1564 en el prólogo de la edición futura,
escrito en 1564: “Hace 27 años que escribí a una religiosa doncella, que
hace muchos que es difunta, un tratado sobre el verso del salmo 44, que
comienza Oye, hija, y ve; y aunque muchos de mis amigos me habían
afirmado muchas veces que corregido el trabajo y poniéndolo en orden
para imprimirlo, recibirían provecho los ánimos de los que lo leyeren,
no lo había hecho, por parecerme que para quien se quiere aprovechar de
leer en romance hay tantos libros buenos que éste no les era necesario;
y para quien no, también éste sería superfluo, como los otros. Y me
ayudaba a esto mi enfermedad continua desde hace casi ocho años. Y así
se había quedado el tratado sin imprimir y casi sin acordarme de él,
hasta que el año pasado, vencido ya por los ruegos de los amigos,
comenzaba ya poco a poco a corregirlo y a añadir para que se imprimiese,
aunque sabía lo mucho que me había de costar de mi salud.
Y al cabo de
pocos días supe que se había impreso un tratado sobre este mismo verso y
con título de mi nombre, en Alcalá de Henares, en casa de Juan de
Brocar, año de 1556. Me maravillé que hubiese quien se atreva a imprimir
libro la primera vez sin la corrección del autor, y mucho más de que
alguno diese por autor de un libro a quien primero no preguntase si lo
es; y procuré con más cuidado entender en lo comenzado, para que,
imprimido este tratado, el otro se desacreditase. Pero las enfermedades
que, desde entonces han crecido, y el haber añadido algunas cosas, han
retardado todo. Ahora que va, recíbelo con caridad, y no tengas el otro
por mío ni le des crédito. Y no te digo esto solamente por aquel
tratado, sino también por si vieres otros impresos en mi nombre, porque
hasta el día de hoy yo no he puesto en orden cosa alguna para imprimir
sino una Declaración de los diez mandamientos, que cantan los niños de
la doctrina, y este tratado de ahora”.
Desde que
escribe la dedicatoria al conde de Palma pasan diez años. Y mientras
está entregado a corregir y aumentar su tratado, le llega otra sorpresa:
el Audi, filia es llevado a la Inquisición e incluido en el
Indice de libros prohibidos. El Maestro Ávila suspende el trabajo y
antes de seguir su corrección se preocupa de averiguar el alcance de la
prohibición y de saber qué es lo que han encontrado en su escrito
merecedor de censura. Sabemos que Fray Luis de Granada, al enterarse de
que también sus libros han sido llevados a la Inquisición, corre desde
la corte de Portugal a Valladolid a parar el golpe. Se entrevista con
Valdés, pero ya tarde, pues el Catálogo de libros prohibidos ya
está en la imprenta. El arzobispo Valdés le dice, además, que “él es
contrario a cosas de contemplación para mujeres de carpinteros”. En las
primeras páginas del Índice se indica el criterio seguido. Se ha
mandado hacer el Catálogo de cuantos libros “pareciesen
heréticos, sospechosos y que contengan algún error, o que sean de autor
hereje, o que puedan producir algún escándalo o sea inconveniente
tenerles o leerles”. Entre los libros incluidos en el Índice
figuran libros de San Francisco de Borja, Fray Luis de Granada, Fray
Bartolomé Carranza y el del Maestro Ávila.
El Padre
Ávila, al preparar la edición definitiva de 1574 tiene en cuenta todas
las observaciones, incluso las correcciones que afectan solo a una
palabra. La nueva revisión la termina hacia finales de 1564. Y, para
obviar cualquier inconveniente, presenta el libro a la censura del
obispo de Córdoba, don Cristóbal de Rojas, quien concede la aprobación
el 7 de junio de 1565: “Habiendo mandado ver y examinar este libro, que
ha sido hecho por el Padre Maestro Juan de Ávila, entiendo que su
doctrina es católica y provechosa para cualquier cristiano; por tanto,
doy licencia para que lo puedan leer y tener todas las personas que
quisieren”.
Para evitar
toda sospecha, en su prólogo el Maestro Ávila avisa al lector que “como
este libro fue escrito a aquella religiosa doncella, la cual y las de su
calidad han menester más esforzarlas el corazón con confianza que
atemorizarlas con rigor, así va enderezado más a lo primero que a lo
segundo. Pero, si la disposición de tu alma pide más rigor de justicia
que blandura de misericordia, toma de aquí lo que hallares que te
conviene y deja lo otro para otros que lo habrán menester”.
Después de la
muerte del Padre Ávila, Juan de Villarás, su amanuense, y el Padre Juan
Díaz, su sobrino, se empeñan en la publicación de las obras de su
Maestro. Comienzan por el Audi, filia, que dedican ambos
juntamente a don Alonso de Aguilar, marqués de Priego. La aprobación del
Padre Bartolomé de Isla lleva la fecha del 26 de noviembre de 1573. El
libro aparece el año siguiente en Toledo. El mismo año de 1574, poco
después, vuelve a imprimirse en Madrid y al año siguiente en Salamanca
ya con el título de Audi, filia.
Ya en la
dedicatoria nos dice que, después de unos avisos para defendernos de
nuestros enemigos, el objeto del libro es indicar el camino para conocer
nuestra “miseria y poquedad” y, luego, indicar el remedio, que no es
otro que el conocimiento de Cristo, misericordia del Padre para nuestra
miseria. Después de contemplar nuestra miseria es necesario contemplar a
aquel que tomó sobre sí estas miserias y pecados para darnos libertad y
descanso. A Dios le agrada que, en la oración, nos dediquemos al
conocimiento de nuestras llagas y, luego, busquemos la medicina, que son
las llagas de Cristo.
Lo que el
Maestro Ávila busca es animar al alma para que, dejando los engaños del
enemigo, viva de la misericordia de Dios, que se nos da en Jesucristo.
Para eso el camino es escucharle con fe. Comentando, pues, el “Escucha,
hija” comienza por mostrar a quienes no se debe oír. Quien quiere
oír la voz del Cristo, esposo del alma, debe cerrar los oídos al mundo,
a la carne y al demonio. El mundo ofrece gloria vana, la carne ofrece
deleites efímeros y el demonio siembra en el corazón del hombre la
vanidad, para llevarle al engaño de la soberbia, o aviva la memoria de
los pecados para llevarle a la desesperación. Con el pensamiento de las
obras que Dios ha realizado en él, le enorgullece, haciéndole creer que
son obras suyas. Así roba la gloria a Dios y lleva al hombre a confiar
en sí mismo, con lo que fácilmente queda a merced de los engaños del
maligno. O por el camino contrario, revolviendo los pecados pasados,
lleva igualmente a desconfiar de la bondad y poder de Dios, inoculando
en el alma la desesperación. En este segundo caso, primero quita
importancia al pecado, para que el hombre lo cometa, y luego, una vez
cometido, agranda su gravedad, para llevarlo a desconfiar de la
salvación de Dios: “De manera que a unos ciega con las buenas obras,
poniéndoselas delante, y así los engaña ensoberbeciéndolos. Y a otros
les trae a la memoria los males y así los derriba. A unos los dice que
sus bienes son muchos y sus pecados pocos y livianos; a los otros, que
los bienes que han hecho son pocos y llenos de faltas, y sus males
muchos y grandes”.
Para remedio,
el Maestro invita a levantar la mirada a la misericordia de Jesucristo.
Y “si el demonio nos quiere turbar con el peso de los pecados que hemos
cometido, miremos que él ni es el ofendido ni el juez. A Dios ofendemos
cuando pecamos y él es quien ha de juzgarnos. Por tanto que no nos turbe
que el acusador acuse; que nos consuele que el ofendido y juez nos
perdona y absuelve”. “Por tanto, cerremos los oídos al lenguaje del
demonio y hagámosle huir avergonzado, como hicieron aquellos de los que
dijo: Estos me han vencido, porque cuando yo los quiero ensalzar, ellos
se bajan, y cuando yo los quiero abajar, ellos se ensalzan”.
Nada hay, para
consolar al alma abatida por el conocimiento de sus pecados, como el
conocimiento de Jesucristo, especialmente contemplando cómo padeció y
murió por nosotros. Esta es la nueva alegre, predicada en la
nueva ley a todos los quebrantados de corazón (Cf Is 61,1). Este
Señor crucificado es el que alegra a los que el conocimiento de los
propios pecados entristece, y el que absuelve a los que la ley condena,
y hace hijos de Dios a los que eran esclavos del demonio. A Él deben
mirar los que sienten angustia al mirarse a sí mismos.
Ciertamente el
pecado es algo terrible. Si se contempla atentamente es para desmayarse,
como dice el salmista: “Mi corazón se me ha desmayado” (Sal 39,13). Pero
Dios no lo deja sin remedio. El Maestro Ávila aconseja no responderle al
demonio directamente, sino
dirigirse a Dios y confesar que es verdad que el pecado es grande, pero
mayor es su misericordia: “Por tu nombre, Señor, me perdonarás mi
maldad, porque es mucha” (Sal 24,11). Esta es la maravilla de la gracia.
¿Quien ha visto u oído que haya un tribunal en el que el acusado de
muchos y graves pecados, él mismo reconozca sus culpas, esperando la
absolución sólo por haberlas confesado.
El Señor tiene
justicia y misericordia. Si mira nuestros pecados con justicia le
provocan la ira. Pero,
cuando los mira con misericordia, le mueven a compasión, porque no los
ve como ofensa suya, sino como mal nuestro, que tanto daño nos hace. Por
eso, cuanto más hemos pecado tanto mayor mal nos hemos hecho y tanto más
provoca la misericordia en el corazón de Dios, que es rico en
misericordia (Ex 34,6; Sal 102,8).
Los grandes
pecadores se encuentran en dos situaciones. Unos, desesperados como
Caín, vuelven las espaldas a Dios y se entregan (Ef 4,19) a toda maldad,
endureciendo cada día más su corazón, hasta llegar incluso a gloriarse
de su malicia. A estos al final les irá mal (Si 3,27.27). Otros, en
cambio, habiendo pecado mucho, se vuelven a Dios y, con su gracia, se
golpean el corazón, humillándose ante la misericordia del Señor. Y como
Dios pone sus ojos en el corazón contrito y humillado (Sal 50,19) y da
su gracia a los humildes (Pr 3,34), los muchos pecados cometidos se
transforman en manantial de gracia y misericordia. Los pecados
confesados y llorados, en lugar de llevar a la desesperación, conducen a
la alegría, pues provocan la misericordia de Dios. Así se cumple cuanto
dice San Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm
5,20).
El camino del
seguimiento de Cristo es siempre una reñida batalla, con enemigos
fuertes dentro de nosotros y fuera de nosotros. Para enfrentar esta
guerra lo peor de todo es la pusilanimidad de corazón, pues quien la
tiene, de las mismas sombras huye. Por ello, el Maestro Ávila exhorta
con San Pablo a afrontar el combate “confortados en el Señor, y en el
poder de su fortaleza” (Ef 6,10). Se trata de “pelear con alegría” las
batallas del Señor, como Judas Macabeo
(1Mc 3,2), experimentando lo que dice San Pablo: “Gozosos en la
esperanza y sufridos en la tribulación” (Rm 12,12). Sin lo primero, mal
puede darse lo segundo. Es digno de compasión ver lo que pasan las
personas que siguen el camino de Dios, cuando les falta la alegría. La
tristeza les alela el corazón, pierden el gusto por las cosas de Dios,
se sienten desabridos consigo mismos y con sus prójimos, llegando a
perder la confianza en la misericordia de Dios. Muchas de estas personas
no cometen pecados mortales, pero la pena y tristeza les daña más que
los mismos pecados. El Maestro Ávila les dice y repite: si se ven
caídos, lloren, pero no desconfíen.
“Escucha,
hija, mira”. Al oír sigue el ver. Sordos y ciegos son reprochados por
Cristo o son sanados por él. “Los sordos oyen y los ciegos ven”. El
mirar de Eva suscitó el deseo y tras el mirar se fue el corazón al
pecado. Tras el mirar de David a Betsabé se le fue el corazón al pecado.
Y los ojos, que miraron lo que no debían desear, lloraron luego arroyos
de lágrimas.
Así el Maestro
traza el itinerario del desposorio de la Iglesia o del alma con Cristo.
A la luz de los versículos 11 y 12 del salmo 45 -Oye, mira, inclina tu
oído, olvida tu pueblo y la casa de tu padre, y codiciará el rey tu
belleza- se describe el proceso de la vida espiritual como conocimiento
propio, para negarse a sí mismo y seguir a Cristo hasta llegar a la
unión nupcial con él, haciendo de ambos una sola carne y un solo
espíritu.
Fray Luis dice
que las enfermedades del Maestro Ávila “comienzan poco después de los
cincuenta años de su edad”, “y le duran por espacio de diecisiete años”.
Éstas se manifiestan en dolores y calenturas. Juan prefiere los dolores
por fuertes que sean, pues duran menos que las calenturas: “Dijo a un
discípulo de los más íntimos, que le curaba, que le iba mejor con los
dolores, con ser tan recios, que con las calenturas. Principalmente
porque Nuestro Salvador padeció dolores; y, en segundo lugar, porque las
calenturas le ocupaban muchas horas del día, mientras que lo recio de
los dolores no duraba más que seis horas y, una vez pasadas, podía rezar
y leer y dar audiencia a los prójimos, que venían a aconsejarse con él.
Por esto solía llamar a las calenturas impedimentos o estorbos, no dando
importancia al trabajo que le daban, sino al tiempo que ocupaban,
impidiéndole los buenos ejercicios, lo cual era para él mayor mal que el
dolor”.
La enfermedad es
una visita de Dios en su vida. En alguna ocasión dice: “Tan admirable es
Dios con el enfermo en el rincón de su habitación como con el predicador
en el púlpito”. Pero un día en que los dolores le aprietan fuertemente
le grita: “¡Ah Señor, que no puedo!”. Juan de Ávila concibe la
enfermedad como remedio de culpas, como prueba de amor que Dios concede
a las almas o como campo de batalla “para ganar coronas”. Es el combate
que él vive y que nos describe en esa especie de diario que es la
correspondencia de este tiempo: “No piense vuestra caridad que solamente
es menester fortaleza para pelear en el campo por Cristo. También en la
cama y en casa hay que ceñirse para ganar coronas; el combate de la
enfermedad y el dolor, según lo que yo alcanzo y experimento, requiere
tanta fortaleza, pues la enfermedad es cosa muy desabrida, sobre todo si
lleva dolor”. Los dolores a él se le recrudecen sobre todo en invierno:
“De salud me ha ido muy mal todo este invierno y me ha quitado el
predicar desde hace muchos meses. No sé, si cesando los fríos, me irá
mejor”.
Fruto de su
experiencia, a Don Pedro Fernández de Córdoba y Figueroa, cuarto y
último conde de Feria, para consolarle en su enfermedad, le escribe:
“Tenga Vuestra Señoría por cierto que esto que el Señor le envía es
mensaje de amor y de paz, aunque parece guerra y azote. Como a pez
grande, le trae río abajo y río arriba hasta cansarle, no por cansarle,
que es su padre y no se deleita en verle padecer, sino para que,
viéndose cansado, se vaya a Jesucristo a descansar, y él le reciba con
los brazos abiertos, diciéndole: para que gozases de este abrazo te
envié la enfermedad; para sanarte en lo más, te herí en lo que es menos;
y mediante lo que parece ira, te he hecho partícipe de mi misericordia”.
En la misma
carta, más adelante, le invita a agradecer a Dios el don de la
enfermedad, “porque somos tales que, si no es en tiempo de trabajos, no
oramos atentamente al Señor; y llamo orar al gemido que sale del
corazón... Esto se hace más fácilmente en la enfermedad que en la salud;
porque, viendo en peligro la vida, nos es fácil tenerla en poco y
enmendar la que nos queda. Y pues Cristo con amor nos visita, V. S. le
salga al camino con amor y le ofrezca de corazón los trabajos de la
enfermedad, que Él los recibirá como un precioso don”.
En 1551 pasa más
de medio año en la cama; en 1558 obtiene facultad del Papa para celebrar
la misa ante lucem, pues muy de mañana necesita comer algo para
evitar los fuertes dolores de estómago. En 1560 dice a su querido Padre
Antonio de Córdoba: “De mí no más que decir que mi vida se consume en el
dolor”. Al año siguiente se excusa con el arzobispo Guerrero de no poder
ir al concilio de Trento “por sus grandes enfermedades, que son graves”.
En carta del 22 de diciembre al mismo arzobispo hace un recuento de sus
dolencias: “Desde principio de octubre me ha ido de salud tan
flacamente, de un dolor y corrimiento de ojos, que no he podido hacer
esto, aunque lo he deseado, y aunque ahora ha cesado el dolor, no el
corrimiento que, según dicen, va a hacer catarata”. Y termina la carta
con estas palabras: “Y porque los ojos se quejan ya, dará vuestra
señoría licencia para acabar; y se ha de quedar para otro día lo de los
sermones del Santísimo Sacramento” (carta 178). Los ojos se le cierran
poco a poco. A Teresa de Jesús le escribe el 12 de septiembre de 1568:
“No puedo creer que he escrito esto con mis fuerzas, pues no las tengo;
pero la oración de v. m. lo ha hecho” (carta 158).
En medio de sus
pruebas, él sigue predicando, escribiendo y aconsejando. “Predico alguna
vez, aunque como viejo”, dice a San Francisco de Borja. Y cuando la
vista le falla se busca escribanos para las cartas. En 1568 se encuentra
como desfallecido. En el otoño se le agrava la enfermedad, viéndose
“muy apretado por recios dolores”. Sus biógrafos nos dan detalles
de estos últimos tiempos. “Su modo de vida y de distribuir el tiempo era
éste: se levantaba a las tres de la mañana, (cuando se lo permitía la
salud); el primer pensamiento que ocupaba su corazón era el de haber de
recibir aquel Gran Huésped que adoran los ángeles, rey suyo y hermano
nuestro; rezaba con este pensamiento sus horas. Y, después que sus
enfermedades le impidieron predicar tanto, el tiempo que dedicaba a la
predicación lo daba a la oración, gastando en ella la mayor parte del
día y de la noche”.
¡Cuántas horas
pasa ante el crucifijo que tiene en su oratorio y que todavía hoy
podemos contemplar en la iglesia de S. Agustín del Hospital de San Juan
de Dios! Ante ese Cristo crucificado se deshace en los sentimientos de
afecto que nos transcribe en el tratado del Amor de Dios: “No solamente
la cruz, sino la misma figura que en ella tienes nos llama dulcemente a
amor. Tienes la cabeza reclinada para oírnos y darnos besos de paz, con
lo cual convidas a los culpables, siendo tú el ofendido. Tienes los
brazos tendidos para abrazarnos. Las manos agujereadas para darnos tus
bienes, el costado abierto para recibirnos en tus entrañas, los pies
clavados para esperarnos y para no poder nunca apartarte de nosotros. De
manera que, mirándote, Señor, en la cruz, todo cuanto vieren mis ojos,
todo convida a amor: el madero, la figura, el misterio y las heridas de
tu cuerpo. Y, sobre todo, el amor interior me da voces que te ame y
nunca te olvide mi corazón”. Desde su experiencia puede escribir:
“Cristo nunca nos olvida, pues nos lleva escritos en sus manos. ¡Oh
escritura realmente firme, cuya pluma fueron duros clavos, cuya tinta es
la misma sangre del que escribe, y el papel su propia carne; y la
sentencia de la letra dice: Con amor eterno te amé!”(carta 20).
Sobre la
predicación de este tiempo nos dicen sus biógrafos: “Las veces que sus
enfermedades le daban tregua, predicaba los últimos años sentado en una
silla, pero con la voz tan entera y sonora que se le oía en cualquier
parte de la iglesia; el fervor y la eficacia siempre mayor”. “No predicó
menos desde el lecho de lo que había predicado desde el púlpito, porque
todos los que le visitaban salían muy edificados viéndole padecer, y
aquella grandeza de ánimo en ofrecer a Dios lo que padecía”.
En el otoño de
1569 se agravan sus enfermedades, precursoras ya de la muerte. El Padre
Ávila se da cuenta de ello. Al arzobispo Guerrero le dice: “Del Señor
somos, si vivimos como si morimos”. Los biógrafos recogen, hora a hora,
los últimos momentos y palabras. En marzo de 1969 se agudiza el dolor de
los riñones. “Y al principio de mayo siguiente, día de la aparición del
Arcángel San Miguel, del que es muy devoto, le comenzó un dolor en el
hombro y espalda izquierda”. El Padre Villarás, que le asiste, le
pregunta: “¿Siente que nuestro Señor le quiere llevar con él?”. Le
responde que aún no.
Aunque le ha
dicho que no, el Padre Villarás avisa al médico, quien se da cuenta de
que está llegando al final y así se lo hace saber al enfermo, “añadiendo
que si tenía de qué hacer testamento, lo haga”. El Padre Ávila le
responde que no tenía que hacerlo, “porque como siempre había vivido
pobre así moría pobre”. El médico, sin embargo, insiste: “Señor, ahora
es tiempo en que los amigos han de decir las verdades: vuestra merced se
está muriendo; haga lo que es menester para la partida”. Ávila levanta
los ojos al cielo e implora: “Acuérdate, Virgen Madre, cuando estés ante
Dios, de hablarle en favor mío”. Luego dice: “Quiero confesarme”,
añadiendo: “Quisiera tener un poco más de tiempo para prepararme mejor
para la partida”.
Fray Luis nos
dice que el Maestro Ávila vivió pobre y murió pobre. Desde que sintió la
vocación a la evangelización se sintió movido a desprenderse de todos
sus bienes, para partir como Cristo había enviado a sus discípulos sin
bolsa ni dinero. Desde entonces “ninguna cosa tuvo ni tomó todo el
tiempo que vivió, sino unos pocos libros y lo necesario para decir misa.
Y acordándose que el Señor, que él tanto amaba, murió en la cruz
desnudo, de esto que tenía hizo donación a un discípulo suyo por
escritura pública seis años antes de fallecer”.
Se avisa a la
Marquesa de Priego y el Padre Villarás se dispone a decir la misa.
Pregunta al Maestro de quién desea que la diga, si del Santísimo
Sacramento o de Nuestra Señora, “sus especiales devociones”. El responde
que no, que la diga de la Resurrección, “como hombre que comienza ya a
consolarse con ella”. Al llevarle la comunión, exclama: “¡Denme a mi
Señor, denme a mi Señor!”. El Padre Villarás le pide, antes de
administrarle el viático, que les diga una palabra de edificación. Le
responde “que el Señor que quería recibir en aquel Santísimo Sacramento
había descendido de los cielos a la tierra para remedio, salud y
consuelo de pecadores arrepentidos y que él era uno de ellos y como tal
pedía se lo diesen”. Según el Padre Granada esto “era a las ocho o nueve
de la mañana y que a esa hora el dolor que había comenzado la tarde
anterior se pasó a la ijada izquierda y subió al pecho y al corazón”.
Poco después de
recibir el Viático, pide la Extremaunción. Le dicen que aún hay tiempo,
pero él insiste, pues “quiere estar en todo su acuerdo para oír y ver lo
que en este Sacramento se dice y hace”. Se la dan a mediodía, cuando el
dolor va creciendo y apretándole el pecho.
Un Padre de la
Compañía le pregunta qué siente en su conciencia. El le responde:
-¿Para qué
quiere Dios el cielo sino para los pecadores arrepentidos?.
Luego, como
quien está rumiando la misma idea, interpela a los Padres que le rodean:
-Padres míos,
¿qué suelen decir a los ahorcados y quemados cuando los acompañan?
Ello se lo
dicen:
-Que pongan su
confianza en Dios, que confíen en El.
Y él, como
susurrando, les repite:
-Padres míos,
díganme mucho de eso.
La marquesa le
pregunta:
-¿Qué quiere que
haga por vuestra reverencia?
-Misas, señora,
muchas misas, y aprisa.
Luego la marquesa le pregunta dónde quiere ser enterrado,
mostrando que sería su gusto y el de la condesa, doña Ana de la Cruz, se
enterrase en Santa Clara. Pero él responde que no, que sea enterrado en
el Colegio de los Padres de la Compañía; “a los cuales, como había amado
en vida, quiso darles esta prenda en muerte”.
El Padre Granada
cuenta de esta manera los últimos momentos: “Era ya la tarde y el dolor
iba subiendo al pecho. Uno de sus discípulos, que tenía un crucifijo en
las manos, se lo entregó. El lo tomó con ambas manos y le besó los pies
y la llaga preciosa del costado con grande devoción y lo abrazó
estrechamente. Le puso también en la mano una cuenta de indulgencias,
que él tenía consigo, para que pronunciase el nombre de Jesús. El lo
pronunció muchas veces junto con el nombre de la Virgen Nuestra Señora.
Era ya noche y le apretaba mucho el dolor y él decía a nuestro Señor:
-Bueno está ya,
Señor; bueno está.
Continuó el
dolor hasta las once o las doce de la noche y él perseveraba diciendo,
aunque ya con la voz flaca:
-Jesús, María y
José.
Un Padre le
tenía el crucifijo en la mano derecha, y otra persona la vela en la
izquierda”.
Poco antes de
morir le dio una gran congoja, que no dijo qué fuese, y dando muestras
de que estaba con pena se volvió a la pared, a un cuadro que tenía de un
Ecce Homo. Habiendo estado un rato contemplándolo, volvió con
suma serenidad y dijo: “Ya no tengo pena alguna en este negocio”.
El dolor no
cesaba, ni él de invocar a Dios y repetir los nombres de Jesús, María y
José. Y cuando no podía hablar, se entendía que decía las mismas
palabras por el movimiento de los labios. Y pasado “apenas un cuarto de
hora sin habla, con paz y sosiego dio su espíritu a Nuestro Señor”.
Era la madrugada
del 10 de mayo de 1569. Moría a los setenta años de haber nacido.
Entre las causas
que le llevaron a la muerte, después de haber sufrido por años dolores
enormes, fueron las piedras o cálculos de la vejiga. Tres de un tamaño
considerable se encontraron al hacer el reconocimiento de sus restos con
motivo de la beatificación. De ahí procedían los dolores de riñones.
Apenas da el
último suspiro el Padre Ávila, la marquesa de Priego manda, según se lo
había pedido él, que se digan misas en todas las iglesias de la ciudad.
Y ella y su nuera, la condesa, se unen en su porfía de enterrarle en
Santa Clara. Pero, al fin, se respeta la voluntad del Maestro y en el
mismo día se le sepulta en la iglesia de la Compañía de Jesús.
Santa Teresa
lloró su muerte como no había llorado ninguna otra. Quienes estaban con
ella le preguntaron por qué se afligía tanto por la muerte de un hombre
que se iba a gozar de Dios. A esto la Santa respondió:
-De eso estoy yo
muy cierta, pero lo que me da pena es que pierde la Iglesia de Dios una
gran columna, y muchas almas un gran amparo, que la mía, aun estando tan
lejos, le tenía por esta causa obligación.
El cuerpo del Padre Ávila descansa, por deseo suyo, en la iglesia
de los padres jesuitas de Montilla. Él, que en vida no pudo ingresar en
la Compañía de Jesús, quiso que su cuerpo, después de muerto, fuera
custodiado por los discípulos de su gran amigo San Ignacio de Loyola.
Un antiquísimo
cuadro del P. Avila, conservado en Granada en el monasterio de la
Encarnación, lleva en el ángulo superior izquierdo esta inscripción: “El
Maestro Juan de Avila, llamado apóstol de Andalucía, fue natural de la
villa de Almodóvar del Campo y falleció en Montilla, el 10 de Mayo de
1569, cumplidos los 70 años de edad”.
Todavía hoy se
percibe, en la sencilla casa donde vivió, su estilo austero de vida y su
oración sosegada, la sabiduría de su pluma y la prudencia de sus
consejos. Todavía el cercano monasterio de las Clarisas guarda la luz de
su dirección espiritual. Aún nos podemos imaginar, caminando por las
estrechas calles de Montilla, a los niños que cantaban la doctrina
cristiana al estilo del Maestro Ávila. Y, sobre todo, en Montilla
podemos venerar las reliquias de su cuerpo,
enterrado, como hemos dicho, en la Iglesia del Colegio de su
querida Compañía de Jesús.
En el año 1759, el Papa Clemente XIII aprobó el Decreto sobre sus
virtudes heroicas; en 1894, el 15 de abril, el Papa León XIII le
inscribió en el catálogo de los Beatos; el 2 de julio de 1946, el Papa
Pío XII le declara Patrón principal del clero secular español; el 31 de
mayo de 1970, el Papa Pablo VI “declara y define que el Beato Juan de
Ávila es Santo”.
DE SAN JUAN DE AVILA
1499
6 de enero nace en Almodóvar del Campo (Ciudad Real), del
matrimonio formado per Alonso de Ávila y Catalina Jijón.
1513
Inicia los estudios de Leyes en la Universidad de Salamanca:
cuatro cursos.
1517
Regresa a Almodóvar, donde lleva una vida retirada durante tres
años.
1520
Comienza los estudios eclesiásticos en la universidad de Alcalá,
con el propósito de recibir la ordenación sacerdotal.
1526
Después de su ordenación sacerdotal, y primera misa en Almodóvar,
que ofrece por sus padres ya difuntos, se dirige a Sevilla, con la
intención de embarcar rumbo a América con el obispo de Tlascala, Fray
Julián Garcés, O.P.
1526
El día de Santa María Magdalena, 22 de julio, predica Juan de
Ávila en la iglesia del Salvador de Sevilla, ante el arzobispo, D.
Alonso Manrique. Entusiasmado el arzobispo logra con su autoridad lo que
los ruegos de su viejo amigo Fernando Contreras no ha conseguido: que se
quede en Sevilla, donde comparte casa y pobreza con el sacerdote amigo
Contreras. Predica en las principales ciudades de la diócesis, sobre
todo en Écija.
1531
Es denunciado a la Inquisición, per haber proferido proposiciones
sospechosas en Écija, y, en 1530, en Alcalá de Guadaira.
1532
El Santo Oficio dicta orden de prisión contra Juan de Ávila,
quien responde a los cargos que le han hecho en el mes de diciembre.
1533
El 16 de junio emiten su voto los inquisidores, y la sentencia
absolutoria se hace pública el 5 de julio.
1534
A finales de 1534, o principios de 1535, Juan de Ávila abandona
Sevilla y se traslada a la diócesis de Córdoba, llamado por el obispo
dominico fray Juan Álvarez de Toledo. Entonces se inicia una profunda
amistad entre Juan de Ávila y fray Luis de Granada, recién llegado a
Córdoba.
1536
En el otoño marcha a Granada, llamado por el arzobispo don Gaspar
de Ávalos, que lo recibe y anima a la santa predicación.
1537
El día de San Sebastián, 20 de enero, la predicación de Juan de
Ávila produce un fruto llamativo: la conversión de Juan de Dios.
1538
En Granada recibe el título de «Maestro».
1539
El 15 de mayo llega a Granada Francisco de Borja, acompañando el
cadáver de la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V. Entonces hace
confidente de su estado de ánimo a Juan de Ávila..
El 1 de julio
Juan de Ávila predica en Córdoba con tal fervor que doña María de Hoces,
largos años motivo de escándalo, se convierte al Señor, cambiando de
vida.
1539
En Octubre marcha a Baeza e inicia el colegio de enseñanza que
llegará a ser una floreciente Universidad.
1540
En septiembre propone la creación de un Estudio General en
Córdoba.
1541
El 28 de febrero se traslada a Jerez de la Frontera, para la
creación del Colegio de Santa Cruz.
1544
La Santa Sede aprueba la Universidad de Baeza.
1545
Juan de Ávila marcha a Montilla, llamado por la marquesa de
Priego para que atienda espiritualmente a sus hijos, los condes de
Feria. Comienzan también los contactos de Juan de Ávila con la Compañía
de Jesús.
1547
La relación de Ávila con la Compañía es cada vez más frecuente y
estrecha.
1549
De este año se conserva la correspondencia entre Ignacio y Ávila.
1551
Comienzan las enfermedades que le acompañarán hasta su muerte. Por
ellas no acompaña al arzobispo de Granada, don Pedro Guerrero, a la segunda
sesión del Concilio de Trento.
1553
Juan organiza y realiza la gran Misión popular que rebasa los límites
de Andalucía para adentrarse en La Mancha y en Extremadura.
1554
Elige Montilla como retiro definitivo. La casa que le dejan los
marqueses de Priego es su última residencia. Allí lleva una vida austera, de
oración, estudio, confesonario y predicación. Mientras varios discípulos de
Ávila ingresan en la Compañía, se hacen gestiones, sin éxito, para que los
quince colegios pasen a depender de los jesuitas, en especial la Universidad
de Baeza.
1555
Nuevos y vanos intentos, por parte de Ignacio de Loyola, para
convencer al Maestro Ávila a entrar en la .Compañía de Jesús.
Hasta
1569. Montilla, su retiro elegido, es testigo de los últimos años del
Maestro Ávila, relacionado con todos los grandes santos y personajes de su
tiempo en España: Ignacio de Loyola, Juan de Dios, Teresa de Jesús, Pedro de
Alcántara, Juan de Ribera, Francisco de Borja, Fray Luis de Granada... La
correspondencia da testimonio del aprecio que todos sienten hacia al
Maestro. Y las continuas cartas de Juan de Ávila a clérigos, religiosos y
seglares de todas las clases son el medio de apostolado que Juan de Ávila
aprovecha al máximo. Mientras, los dolores van en aumento, especialmente a
partir de 1568, año en que se relaciona por carta con Santa Teresa.
1569
Todo el día 9 del mes de mayo lo pasa preparándose, con el Crucifijo
entre las manos, para el encuentro con el Señor, que tiene lugar en la
madrugada del día siguiente.
1894
El Papa León XIII firma el breve de beatificación el 6 de abril. El
15 de mayo se exponen solemnemente las reliquias del Beato Juan de Avila en
la Basílica de San Pedro.
1946
Pío XII declara al Beato Juan de Ávila Patrono principal del Clero
secular español.
1970
El día 31 de mayo es solemnemente canonizado por el Papa Pablo VI.