SAN BRUNO - MELODIA DEL SILENCIO: 6. LA GRAN CARTUJA
Emiliano Jiménez Hernández
Contenido
6. LA GRAN CARTUJA
a) Aires de renovación
b) Comunidad de eremitas
c) Las Consuetudines
d) En la
contemplación del misterio de Dios
a) Aires
de renovación
Un monje benedictino insatisfecho pide permiso para dejar su monasterio y
ocultarse en un rincón perdido, pantanoso e insalubre, junto con algunos
compañeros. El monje se llama Roberto, abad de Molesmes, y el rincón
perdido, Citeaux, el Císter. Su iniciativa no es aislada. En el ocaso del
siglo XI la vida monástica se encuentra en plena ebullición. Cluny ha
desempeñado un papel fundamental en el gran movimiento de reforma que sacude
el mundo monástico. Bajo su impulso, los monjes se han liberado de la
opresión feudal para dedicarse en libertad a la búsqueda de Dios. Cluny
ilumina toda la cristiandad con sus resplandores... Pero su éxito y
notoriedad suscita en muchos el deseo de más ocultamiento y soledad. Aspiran
a una vida más cercana a la pobreza evangélica. Les molesta la prosperidad
de Cluny.
Durante la segunda mitad del siglo XI y comienzos del siglo XII, bajo el
gobierno abacial de san Odilón y de san Hugo, Cluny se convierte en el
centro, cabeza y corazón, del monaquismo occidental. Pero, a pesar de su
prestigio, la Orden cluniacense es incapaz de satisfacer a las almas
anhelantes de una mayor penitencia y mortificación. El trabajo intelectual
no puede acomodarse a sus exigencias de ascetismo. A mitad del siglo XI, san
Pedro Damián considera la vida eremítica como la única forma posible de
renuncia total al mundo. Francia, a finales del siglo XI, es ganada por esta
corriente eremítica. En todas sus regiones se produce un fuerte movimiento
hacia las ermitas, fundándose diversos monasterios en los que el trabajo
intelectual se sustituye por el trabajo manual, que cansa el cuerpo y,
acompañado de ciertas mortificaciones, acaba por dominarlo.
En pocos años se multiplican las pequeñas fundaciones, que se liberan de la
estructura monolítica de Cluny. Unas nacen y mueren sin dejar huellas. Otras
como la cartuja perduran hasta nuestros días. En todas ellas late el deseo
de retornar a la vida eremítica, quizás no en el sentido estricto, pues la
mayor parte de estos monjes viven en comunidad, pero sí anhelan vivir en el
desierto, en el eremo, alejados de todas las conmociones del mundo. En su
búsqueda de Dios sienten la necesidad de soledad, silencio y vaciamiento de
todos los ajetreos vanos del mundo. Uno de estos es Bruno, que aspira a
buscar a Dios en absoluta soledad.
La Cartuja, como el Císter y otras nuevas fundaciones de este momento, se
propone restablecer en su integridad la regla benedictina, en la que Cluny
ha introducido muchas mitigaciones. Los cartujos, en un primer momento, se
ponen bajo la dirección de san Roberto, abad de Molesmes, que, cuatro años
más tarde, funda la orden cisterciense. San Roberto, que ha vivido en
contacto con un grupo de eremitas, está convencido de que "en la medida en
que los bienes temporales afluyen al monasterio, en esa medida disminuyen
los bienes espirituales". El aconseja a los monjes, si desean vivir la regla
benedictina, que se procuren por su propio trabajo la comida y el vestido,
dejando a los clérigos seculares los diezmos y las ofrendas. Es algo que
Bruno asimila perfectamente.
En los siglos XI y XII casi todas las comunidades monásticas siguen, en
forma diversa, la Regla de san Benito. También Bruno se inspira en ella.
Pero la forma de vida que Bruno implanta en la Cartuja brota de un gran
número de fuentes. A la Regla de san Benito incorpora muchos aspectos de los
Padres del desierto, inspirándose en san Jerónimo y en Casiano. Guigo
escribe en Las Consuetudines: "Bruno, como abeja espiritual, seleccionó miel
y cera, de las reglas de san Jerónimo, de San Benito, de san Antonio, de los
escritos de San Bernardo y de otros padres orientales". Así Bruno funde y
armoniza la soledad con la vida comunitaria, logrando el milagro del
equilibrio entre oración y trabajo, ordenándolo todo a la contemplación de
Dios. La contemplación de Dios es la única aspiración que lleva Bruno en su
corazón al retirarse a la vida solitaria. Y este deseo es el que guía toda
su vida y la organización de la vida de sus compañeros.
b) Comunidad de eremitas
En Las Consuetudines se nota la influencia de Casiano, de san Agustín, de
san Cesáreo de Arlés y "de otros escritos de indudable autoridad". Pero
todos ellos ensamblados por la experiencia de la vida de desierto. La
Cartuja tiene muy pocos elementos de vida cenobítica. Pero, aún siendo tan
reducidos, ejercen una importante función de equilibrio y de verificación de
la autenticidad de la vida solitaria de los monjes. Es su característica
propia: los cartujos son una comunidad de eremitas. En ella se armonizan la
libertad y la obediencia, la humildad y la caridad, la soledad y la
comunión. La simplicidad es el lazo de todas las virtudes.
Bruno conoce la estima de san Benito por la vida solitaria; aunque
escribiera una regla completamente cenobita, en ella dice:
Los eremitas son quienes, no por buscar un fácil fervor propio de los
principiantes, sino por una prolongada y madura experiencia adquirida en el
monasterio, con el apoyo de los hermanos, se han hecho expertos en la lucha
contra el maligno. Bien ejercitados por la vida comunitaria con los hermanos
para luchar después solos en el desierto, se encuentran ya fuertes y
dispuestos para combatir -únicamente con la ayuda de Dios- contra los vicios
de la carne y del espíritu.
El eremita no se retira del mundo con la ilusión de verse libre de las
tentaciones. No va en busca de la paz, sino para enfrentarse al combate
contra el maligno cara a cara. Guigo II, en su escrito El ejercicio de la
celda, escribe: "El monje, encerrado en su celda, sabe que no está libre de
tentaciones, pues 'la vida del hombre sobre la tierra es una prueba' (Jb
7,1). A la soledad le llegan las tentaciones de la carne, del mundo y del
demonio, el enemigo antiguo. La carne le tienta a buscar el placer; el mundo
le impulsa a la vanidad y el demonio le tienta con todo aquello de lo que él
está lleno: soberbia, envidia, ira y odio. Sólo unido a Cristo, en todo
contrario al diablo, el monje puede vencer las tentaciones, pues un clavo
saca otro clavo. Si Cristo, con su santidad inefable, llena la mente, el
corazón y la vida del monje, no quedará en él espacio para el maligno.
En Las Consuetudines se describe este combate, advirtiendo que "las
tentaciones espirituales son más difíciles de vencer que las tentaciones
carnales. El demonio, vestido de ángel de luz, tienta al monje, que ha
dejado el mundo y sus concupiscencias, con otras tentaciones más sutiles,
llevándole a la vanagloria o al juicio de los demás. Confiando en sí mismo
el monje puede caer prisionero de sí mismo, incapaz de aceptar toda
corrección, matando el amor a Dios y a los demás. La caridad, en cambio, no
se engríe, no se jacta y nunca piensa mal (1Cor 13,4)".
La intención de Bruno es reconstruir la vida de los antiguos monjes. Pero
con una gran originalidad, que consiste en combinar la vida eremítica con la
cenobítica. El cartujo es un eremita que pasa todo el tiempo en soledad y
silencio, dueño exclusivo de una celda, que en realidad es una casa con
oratorio, habitación, taller y huerto. Recibe por una ventanilla su única
comida diaria, simple pero suficiente, y un pedazo de pan por la tarde.
Otros eremitas moran a su lado, en casas iguales y se reúnen, silenciosos y
casi invisibles bajo sus capuchas, para celebrar, dos veces al día y una en
plena noche, los oficios divinos. Aparte de una hora de recreo en común los
domingos por la tarde, los eremitas no tienen otros contactos entre sí.
Bruno se siente impulsado a levantar la Cartuja por motivos escatológicos.
En la carta dirigida a su amigo Raúl le Verd dice: "Habito con mis monjes en
el desierto, lejos de todo trato humano, en oración tensa y vigilante,
esperando la venida del Maestro, para poder abrirle en cuanto llame". Esta
espera vigilante de la venida gloriosa del Señor seguirá siempre presente en
la vida de los cartujos. En una campana de la Gran Cartuja, ciertamente muy
posterior a Bruno, se podía leer esta inscripción: "El día del juicio final
está próximo y ya cuento sus horas". Este deseo del encuentro con Cristo es
lo que ha llevado a Bruno a recluirse en la soledad. En la soledad, Bruno y
sus monjes hacen todo lo posible para que la venida del Señor no les coja
desprevenidos. La espera de la segunda venida de Cristo les permite superar
todos los confusionismos humanos y superar todos los desalientos del mundo.
La vida de los siete ermitaños transcurre en silencio y soledad y, si se
encuentran su saludo es: Memento mori. Tres días a la semana, ayunan a pan y
agua; únicamente en las grandes fiestas comen dos veces al día; en esas
ocasiones, se reúnen en el refectorio, pero de ordinario cada uno come en su
celda, como los ermitaños. En todo reina la mayor pobreza; por ejemplo, el
único objeto de plata que hay en la iglesia es el cáliz. La única
dependencia verdaderamente rica del monasterio es la biblioteca. La tierra
es muy poco fértil y el clima, en cambio es muy inclemente, de suerte que se
presta poco para la siembra; lo único que permite el terreno es la cría de
ganado. El tiempo se reparte entre la oración y el trabajo, que consiste en
copiar libros, con lo que se ganan el sustento.
Tal es la vida que llevan, aunque no tienen reglas escritas. Se inspiran en
la regla de San Benito en los puntos en que ésta era compatible con la vida
eremítica. Bruno acostumbra a sus discípulos a observar fielmente este modo
de vida. En 1127 Guigo, quinto prior de la Cartuja, pone por escrito estos
usos y costumbres. Sus Consuetudines son todavía hoy el libro esencial de
los Cartujos, la única de las órdenes antiguas que nunca ha sido reformada y
que no ha tenido necesidad de reforma, gracias a su absoluto aislamiento del
mundo y al celo que han puesto siempre los superiores y visitadores en no
abrir la puerta a las mitigaciones y dispensas. La Iglesia considera la vida
de los Cartujos como el modelo perfecto del estado de contemplación y
penitencia. Sin embargo, cuando San Bruno se establece en Chartreuse, no
tiene la menor intención de fundar una orden religiosa. Si sus monjes, seis
años más tarde, se extienden fuera de Chartreuse por el Delfinado, ello se
debe, después de la voluntad de Dios, a una invitación que el Papa hace al
mismo Bruno y, lo menos que puede decirse, es que Bruno no tenía el menor
deseo de aceptar esa invitación inesperada.
El estilo de vida, que aparece en los testimonios de los primeros tiempos de
la Cartuja, refleja, en determinadas costumbres, la experiencia de Bruno
como canónigo de Reims, la influencia benedictina del tiempo pasado en
Sèche-Fontaine y la de Hugo, obispo de Grenoble. Y, en cuanto a la liturgia,
algunas particularidades provienen de la Orden de San Rufo o de otras
Reglas. Sin embargo, el estilo de vida, que Bruno da a la Cartuja, es
original, nuevo y único. La Mystica Theologia, escrita a principios del
siglo XIII por el cartujo Hugo de Balma, sintetiza este nuevo estilo de
vida:
Bruno y sus compañeros quieren llevar vida eremítica. Pero una vida
eremítica, cuyos peligros e inconvenientes se vean contrarrestados por
elementos de vida cenobítica.
Bruno desea una vida de eremita en comunidad. Es la novedad de la Cartuja.
Bruno desea vivir en soledad y, al mismo tiempo, contar con los intercambios
espirituales y humanos de la comunidad, con los que se puedan superar los
riesgos de la soledad. Por eso, Bruno lleva seis compañeros. Los dos
Maestros, Bruno y Landuino, aseguran al espíritu de aquellos hombres
consagrados a la vida contemplativa un alimento doctrinal sólido y seguro,
bien fundamentado en las Sagradas Escrituras; los dos laicos, Andrés y
Guerín, les alivian de mil cuidados temporales, dejándoles libres para
dedicarse completamente a la oración. Estos laicos, a su vez, participan
cuanto pueden en la vida de soledad y oración de los ermitaños. Y
finalmente, Hugo, el capellán, les nutre con los sacramentos.
El clima, sobre todo la nieve abundante y el frío riguroso, obliga a Bruno,
para armonizar las exigencias de la soledad y de la vida comunitaria, a
construir las celdas separadas unas de otras, pero cercanas, comunicándose
entre sí y con los lugares comunes mediante un claustro cubierto: así podrán
pasar por él al abrigo de la lluvia y de la nieve. Según el plan de Bruno,
los monjes deben reunirse varias veces al día para el rezo del Oficio
divino, para celebrar el Capítulo en días determinados y asistir al
refectorio común los domingos y días festivos. En concreto, se reúnen en la
iglesia para el canto de Maitines y Vísperas; el resto del oficio lo rezan
en privado. Cada ermitaño toma también la comida en su celda, excepto los
domingos y fiestas, que lo hacen en el refectorio, mientras uno de ellos lee
un trozo de la Biblia o de los Santos Padres.
c) Las Consuetudines
A instancias de Hugo, Guigo, quinto prior de Chartreuse, redactará Las
Consuetudines. En este trabajo, la presencia de Hugo, que tan bien ha
conocido a Bruno, a Landuino, a Pedro de Béthune y a Juan de Toscana, es
decir, a los cuatro primeros priores, crea una especie de lazo de
continuidad, garantizando la fidelidad de la Orden al pensamiento original
de Bruno. Un manuscrito de un siglo después de su muerte, refleja la
influencia de Hugo, llegando a escribir: "Se puede decir realmente que fue
el patrono y fundador de la Gran Cartuja y de la Orden cartujana; aunque no
tuviera la primera iniciativa, en alguna manera fue su creador". Ya antes
Gilberto de Nogent había escrito: "Hace las veces de abad y de provisor el
obispo de Grenoble". Esto no quiere decir que ejerciera de abad en sentido
jurídico o canónico. Pero, como los Cartujos no tienen abad sino priores, el
desvelo extraordinario de Hugo por los Cartujos le mereció el título de
abad, pues era para ellos como un abad.
En Las Consuetudines, Guigo señala lo atrevido de la implantación del primer
monasterio, rogando que "nadie critique la organización material de los
Cartujos antes de haber llevado durante un tiempo bastante largo la vida de
celda, entre tan grandes nevadas y fríos tan rigurosos". A sus ojos, sólo la
búsqueda de la vida puramente contemplativa, justificaba y explicaba la
audaz fundación de Bruno y de los primeros Cartujos. Sólo la gracia de una
vocación especial les dio las fuerzas para vivir y gustar la vida en aquel
emplazamiento
La característica propia de la Cartuja es la soledad y el silencio: "Nuestra
principal preocupación y deber es la guarda del silencio y de la soledad en
la celda" (c. 14). Pero todo se debe desarrollar bajo la vigilancia y la
dirección del prior de la comunidad: "Aunque sean muchas las cosas que
observemos, se nos vuelven fructuosas sólo por el mérito de la obediencia"
(35,3). Sin embargo, mientras la obediencia es el fundamento de toda Orden
religiosa, "la guarda del silencio, de la soledad y del retiro de la celda"
es la característica del cartujo, el cual "como el agua a los peces y el
redil a las ovejas, así para su salvación y su vida considera necesaria la
celda" (31,1). Hoy los Cartujos celebran diariamente la Eucaristía. Pero en
los comienzos no era así, como escribe Guigo:
Nosotros aquí cantamos raramente la Misa, porque nuestra principal ocupación
y nuestra vocación consisten en aplicarnos en las celdas al silencio y a la
soledad, según el dicho de Jeremías: "Siéntese éste solitario" (Lm 3,28). Y
luego en otro lugar: "Empujado por tu mano me senté solitario, porque me
habías llenado de indignación" (Jr 15,17). De hecho, en los ejercicios de la
disciplina regular, nada estimamos tan fatigoso como el silencio y la
quietud. Ya San Agustín decía: "Para los amigos de este mundo no hay nada
más costoso como el no trabajar".
Esta vida de absoluto silencio y de estricta soledad exige en los cartujos
un perfecto equilibrio psíquico: "Nada es más comprometido en los ejercicios
de la disciplina regular que el silencio de la soledad y el retiro" (14,5).
Evidentemente se trata de un estado de excepción particularmente difícil
dentro de la misma vida monástica, que supone una resistencia física y
moral. El profano no puede dejar de sentirse impresionado ante la
persistencia a través de los siglos de un género de vida tan contrario al de
la mayoría de los hombres, y que ha permanecido inmutable en una regla que,
a diferencia de todas las demás, nunca ha tenido necesidad de ser reformada,
porque nunca ha sido deformada.
El padre oratoniano Charles de Condren dice en relación a la vida de la
Cartuja: "Una morada entre las montañas como la Gran Cartuja no es apropiada
para cualquiera; para vivir en un lugar semejante se necesita una vida
totalmente impregnada de espiritualidad. Pero una vez alcanzado ese paraíso
no hay nada más apetecido en esta tierra". Bruno describe este proceso en el
comentario del salmo 130:
El pecador, acogido por el perdón de Dios, le suplica que le sane de todas
sus debilidades, pues el hombre, al dejar el pecado, se siente aún, como
enfermo convaleciente, sin fuerzas para el bien y como inclinado al pecado
por las costumbres anteriores. Necesita que Dios le sane poco a poco y, de
este modo, vaya creando nuevas aptitudes y costumbres en él. (Sal 102). Sólo
con la confianza en el Señor se sentirá inconmovible, estable para siempre,
como quien habita en el monte Sión. Entonces "su conversación está en los
cielos" (Flp 3,20), circundado por las manos protectoras de Dios (Sal 124).
Liberado del cautiverio del mundo experimenta la libertad, pasando del temor
al amor. Encendido el amor de Dios se extingue el temor. Es la vida de
quietud en el consuelo del Señor, en la que el llanto se cambia en cantos de
alegría (Sal 125). Ya todo es gracia y paz. De la humildad brota la
simplicidad y "el alma vive en paz y silencio como un niño amamantado en el
regazo de su madre" (Sal 130).
Las Consuetudines están esmaltadas de textos bíblicos y, de modo particular,
del Evangelio. Aunque no se citen los textos literalmente, en sus páginas se
percibe su espíritu y su aliento. Y como Guigo no pretende otra cosa más que
poner por escrito las costumbres de la Gran Cartuja, podemos ver en ellas un
signo palpable del atractivo que la Sagrada Escritura ejerce desde los
comienzos en Bruno y en los primeros cartujos. Como Bruno en el Comentario
de los Salmos hace continuas referencias a la vida contemplativa, en Las
Consuetudines el proceso es inverso: la vida contemplativa alude sin cesar a
la Escritura. El movimiento es fundamentalmente el mismo: Bruno y los
cartujos viven, respiran, actúan alimentados por la Palabra de Dios. Es el
elemento natural de su existencia.
Bruno convierte en vida su Comentario de los Salmos, como la sobria
paráfrasis del largo Salmo 118, donde Bruno describe a los "fieles
perfectos" como "los hombres que buscan a Dios de todo corazón", "que
purifican su camino siguiendo sus palabras", es decir, las llamadas
apasionadas de Aquel que es "la única fuente de vida", que engendra ese
sentimiento vivo de no ser más que "un peregrino sobre la tierra", aunque en
ella se experimente ya ese gozo de "haber encontrado el camino de la
verdad", por lo que el alma desea "correr por el camino de los
mandamientos", "de guardarlos hasta el fin"; de donde brotan también esas
ardientes plegarias "para obtener la gracia de Yahveh", esa plenitud de
entrega a solo Dios. Todo el comentario refleja la atmósfera de la Cartuja
primitiva, donde Bruno y sus monjes exclaman día y noche: "¡Cuanto amo tu
ley! ¡La medito a todas horas!".
Bruno busca con todo el alma la soledad, pero no quiere estar completamente
solo; siente impulsos incontenibles de compañía, en primer lugar de Dios. El
camino áspero y duro que le ha llevado a la montaña es un símbolo de la
subida a Dios. Este significado de la fundación de la Cartuja, en lo más
escarpado de una cordillera, lo describe Kierkegaard: "No es fácil la vida
del alma; el creyente está siempre al borde de un abismo de 70.000 brazas.
Mientras vive en este mundo, le acechan terribles peligros. Puede, sí,
experimentar una sensación de seguridad, pero siempre, hasta el último
momento, está al borde de ese abismo de 70.000 brazas".
Según Las Consuetudines, al novicio, que "pide la misericordia" de ser
admitido en el eremitorio, se le desanima mostrándole la dureza de la vida
que desea. Si se mantiene firme en su deseo, antes de ser admitido, se le
invita a reconciliarse con todos los tengan algo contra él, a pagar todas
las deudas y a desprenderse de todos sus bienes. Sólo se admite a quien
muestra claramente una vocación divina a seguir a Cristo en el silencio y
soledad de la celda. Un signo de esta llamada es una cierta fortaleza de
ánimo, buena salud y un carácter alegre. La melancolía es incompatible con
la soledad de la Cartuja.
Una vez admitido, se le asigna un monje como pedagogo que le guía durante
una semana o dos en el rezo del oficio, en la oración solitaria y demás
actos y costumbres de la Cartuja. Con discreción le va introduciendo en la
vida eremítica. Antes de admitir a un novicio se le muestra toda la aspereza
de la Cartuja, para ayudarle a discernir el espíritu que le mueve a tal
vocación; pero, una vez admitido, se le trata con suavidad, introduciéndolo
gradualmente en la vida eremítica, ayudándole en sus flaquezas y
debilidades, para que no se escandalice de sus fallos. El mismo prior le
visita con frecuencia, le instruye espiritualmente y anima a confiar en la
gracia de Cristo, que le dará la fortaleza para mantenerse fiel en la
vocación a que le ha llamado. Terminado este período de prueba hace su
profesión, "prometiendo estabilidad, obediencia y conversión ante Dios y en
presencia del prior de la casa", arrodillándose ante cada uno de los monjes
pidiéndole que ore por él. La estabilidad es esencial en la Cartuja. En la
casa en que ha hecho su profesión pasará el resto de su vida.
d) En la
contemplación del misterio de Dios
Para llevar a cabo esta vida, Dios ha conducido a Bruno hasta el desierto de
Chartreuse, como el lugar apropiado: la soledad, la separación del mundo, el
número reducido de ermitaños, la proporción razonable de padres y hermanos
es lo que Dios y Bruno desean y lo que, con su geografía, ofrece y exige la
Chartreuse. La vida comunitaria no es una simple concesión a la debilidad
humana, sino que constituye un verdadero enriquecimiento espiritual y
humano. La vida comunitaria crea una santa comunión, uniendo entre sí a
personas "de gran mérito, doctrina y santidad", cuyo prototipo es Bruno. En
su pecho, como en el arca de la alianza, lleva a Jesucristo, la sabiduría
eterna del Padre eterno. El Espíritu Santo, con piedras vivas, se ha
preparado en la Cartuja el santuario donde habitar sin ser contristado.
Tres rasgos caracterizan al cartujo que quiere Bruno: la contemplación debe
nutrirse en la fuente de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres; y, a
su vez, el conocimiento de la Escritura y de los Santos Padres debe
encontrar su estímulo en la contemplación. El conocimiento lleva al amor y
el amor lleva al conocimiento. El cartujo vive, en su mente y en su corazón,
el misterio de Dios. Y el misterio de Dios da a la vida del cartujo su
carácter de absoluto, de totalidad, de plenitud, de radicalidad. Ha
descargado el peso de su vida en Dios, sabiendo que él le sustentará (Sal
44,23). Cada día confiesa: "Yo soy pobre y desdichado, pero el Señor piensa
en mí; tú, oh Dios mío, eres mi socorro y mi salvador" (Sal 39,18).
Estas condiciones de vida nos hacen suponer que Bruno y sus compañeros no
tienen la mínima intención de fundar una nueva Orden. Ellos son un pequeño
grupo de solitarios con unas condiciones y exigencias únicas; ellos no
piensan que esa vida que inauguran pueda continuar mucho después de ellos y
menos en que su estilo de vida se extienda fuera de Chartreuse. La
originalidad del lugar y del estilo de vida, con su amor al silencio, a la
humildad, al olvido y a la abnegación total, no les induce a multiplicar su
experiencia en el espacio y en el tiempo. La primera generación de cartujos
viven y mueren sin otra intención que la de vivir como verdaderos ermitaños
contemplativos. Pero el Señor, siempre fiel a sus obras, tiene otros
designios. Como reconocen los cartujos modernos:
Habían venido a buscar puramente a Dios en el desierto de Chartreuse. No
adivinaban la obra que Dios preparaba a través de ellos y, sin darse cuenta,
personas, acontecimientos y cosas modelaron la organización de sus vidas de
tal modo que la Orden de los cartujos nacería luego de este primer germen,
con su carácter específico. No preveían que su humilde género de vida era el
débil hilillo de agua destinado a convertirse en un gran río.
Probablemente, al principio, ni siquiera se ligaron con la profesión formal
de unos votos, aunque ya en Las Consuetudines, Guigo describe la profesión
de un novicio. Tanto la fórmula de los votos como la ceremonia son de una
sobriedad y sencillez absoluta. La fórmula de los votos es esta:
Yo N. prometo estabilidad, obediencia y conversión de mis costumbres, ante
Dios y sus santos y las reliquias de este yermo, construido en honor de
Dios, de la bienaventurada siempre Virgen María y de San Juan Bautista, en
presencia de Don N., prior.
Luego, en la ceremonia, el prior bendice al novicio postrado a sus pies. La
fórmula de bendición se remonta a varios siglos antes; pero es importante su
elección entre las cinco fórmulas en uso entre los monjes, pues es la más
inspirada en la Escritura y la más espiritual:
Señor nuestro Jesucristo, Camino fuera del cual nadie llega al Padre:
imploramos tu clemencia benignísima para que guíes por la senda de la
disciplina regular a este siervo tuyo, alejado ya de los falsos atractivos
del mundo. Y ya que te dignaste llamar a los pecadores, diciendo: "Venid a
mí los que estáis agobiados con trabajos y yo os aliviaré", haz que de tal
modo resuene en sus oídos la voz de esta invitación que, viéndose libre del
peso de sus pecados, sienta también el atractivo de tu dulzura y merezca
sentarse a tu mesa. Dígnate también admitirlo entre tus ovejas para que él
te reconozca a ti y no siga a otros pastores, ni escuche su voz, sino la
tuya que dice: "Si alguno me quiere servir, que me siga". Tú que vives y
reinas...
Las dos fórmulas reflejan, como todas Las Consuetudines, el espíritu de
Bruno y de los primeros cartujos. De ellos procede, ciertamente, el detalle
de la fórmula de los votos, cuando señala que el yermo ha sido construido
"en honor de Dios, de la bienaventurada siempre Virgen María y de San Juan
Bautista". Dios, la Virgen María, modelo perfecto del alma unida a Dios, y
Juan Bautista, el precursor, el hombre del desierto por excelencia, marcan
la orientación profunda de la espiritualidad que Bruno ha dado a la Cartuja.
La Providencia hizo converger en la soledad del desierto de Chartreuse la
intención de Bruno, las vocaciones personales de sus compañeros y hasta los
deseos íntimos de Hugo para lograr la armonía perfecta de la Gran Cartuja.
Bruno, en efecto, cree que ha alcanzado el puerto suspirado. Durante seis
años goza de esa vida, que considera la más santa, la más consagrada a Dios
y también la más eficaz en un mundo en el que la misma Iglesia, demasiado
comprometida en los intereses políticos y temporales, se corrompe. En el
silencio de Chartreuse, en la soledad llena de Dios solo, Bruno cree haber
entrado ya en el preludio del cara a cara eterno con Dios.
Pero los designios de Dios sobrepasan los pensamientos más santos de los
hombres como el cielo a la tierra. Dios le tiene preparado una soledad más
profunda y purificadora que la soledad del desierto: la soledad de la
obediencia y del don de su razón y de su persona a aquellos que él no ha
elegido, sino que se los ha escogido el Señor mismo. La palabra de Jesús a
Pedro se cumple también en Bruno: "Otro te ceñirá y te llevará adonde tú no
quieras ir" (Jn 21,18).