SAN BRUNO - MELODIA DEL SILENCIO: 14. LA PARTE MEJOR
Emiliano Jiménez Hernández
Contenido
14. LA PARTE MEJOR
a) Noveno centenario
b) Carta de Pío IX
c) Carta de Pablo VI
d) Carta de Juan Pablo II
a) Noveno centenario
En 1984, Juan Pablo II ha querido participar en el noveno centenario de la
fundación de la Cartuja. En Santa María de La Torre les dice a los sucesores
de Bruno:
En el rápido correr de los acontecimientos, que atrapan a los hombres de
nuestro tiempo, es necesario que vosotros, mirando continuamente al espíritu
original de vuestra Orden, permanezcáis firmes con voluntad inquebrantable
en vuestra santa vocación. Pues nuestro tiempo tiene necesidad del
testimonio y del servicio de vuestra forma de vida. Los hombres de hoy,
divididos por opiniones divergentes y frecuentemente turbados por el
fluctuar de las ideas, inducidos incluso a peligros de orden espiritual por
la publicación de una multitud de escritos y sobre todo por los medios de
comunicación que tienen un gran poder sobre los espíritus, pero que a veces
se manifiestan en oposición con la doctrina y la moral cristianas, tienen
necesidad de buscar el absoluto, y de verlo en cierto modo probado por un
testimonio de vida. Darles este testimonio es vuestra misión. Y también los
hijos y las hijas de la Iglesia que se dedican a las actividades apostólicas
deben, en medio de las realidades fluctuantes y transitorias del mundo,
apoyarse sobre la estabilidad de Dios y de su amor, que ven testimoniada en
vosotros, que sois partícipes de ellas de un modo especial en esta
peregrinación terrena.
Vosotros, si bien con la debida y justa adaptación a los tiempos, debéis,
sin descanso, volver al espíritu original de vuestra Orden y perseverar
irremoviblemente en vuestra santa vocación... Es necesario que vosotros,
actuales seguidores de aquel gran hombre de Dios, que fue san Bruno,
recojáis su testimonio, viviendo el espíritu de amor a Dios en la soledad,
en el silencio y en la oración, como quienes "esperan al patrón que vuelve
de las bodas, para abrirle en seguida, apenas llegue y llame" (Lc 12,36)...
El Fundador os invita a reflexionar sobre el sentido profundo de la vida
contemplativa, a la que Dios llama en cada época de la historia a las almas
generosas. El espíritu de la Iglesia es para almas fuertes... El trabajo
sobre el carácter, la apertura a la gracia divina, la asidua oración, todo
sirve para forjar en el cartujo un espíritu nuevo, templado en la soledad
para vivir para Dios en actitud de disponibilidad total....
Los Papas han sido siempre los defensores de los carismas particulares que
el Espíritu Santo suscita sin interrupción en la Iglesia. Los cartujos
nacieron con la bendición de Urbano II y nunca les faltó el consuelo, el
apoyo y hasta la defensa del Papa. En las tres cartas siguientes brilla este
aprecio por Bruno y por la vida contemplativa:
b) Carta de Pío IX
Ciertamente se debe decir que han elegido la parte mejor, como María de
Betania, aquellos religiosos que, por profesión, viven escondidos y
separados del tumulto y de las locuras del mundo, y consagran todas sus
energías a la contemplación de los divinos misterios y de las verdades
eternas, elevando al Señor continuas e insistentes plegarias por la difusión
y prosperidad de su reino, solícitos por lavar y expiar con la penitencia
espiritual y corporal, prescrita o voluntaria, no tanto las propias culpas
como las ajenas.
De hecho, no se podría proponer, a quien se sienta llamado, ningún género o
norma de vida más perfecto que éste, en el que cuantos viven en el claustro
la íntima unión con Dios y la santidad interior, en tanta soledad y
silencio, contribuyen admirablemente a hacer más espléndido el tesoro de
santidad que la Esposa inmaculada de Jesucristo ofrece a la admiración y a
la imitación de todos.
No es extraño, pues, que los escritores de los siglos pasados, deseando
exaltar la oración de los solitarios y mostrar su eficacia, la hayan
comparado con la oración de Moisés. Todos conocen el episodio al que aluden:
Habiendo entablado Josué batalla contra los amalecitas en la llanura,
Moisés, sobre la cima del monte cercano, oraba con fervor a Dios para que
concediera la victoria a su pueblo. Y sucedió que, mientras Moisés tenía
alzadas las manos al cielo, prevalecía Israel; pero, apenas las bajaba por
el cansancio, prevalecían los amalecitas. Entonces Aarón y Jur se colocaron
a los lados de Moisés y le sostuvieron los brazos hasta que Josué salió
victorioso del combate.
Este episodio expresa de forma eficaz el valor de la oración de los
contemplativos, que encuentran un válido apoyo en el augusto sacrificio del
altar y en la práctica de la penitencia, representados en cierto modo por
Aarón y Hur. Pues, como hemos dicho, es una ocupación habitual y
prerrogativa de aquellos solitarios el ofrecerse y consagrarse a Dios como
víctimas de propiciación para su salvación y la del prójimo, en calidad de
representantes oficiales del género humano. Por ello, desde los albores de
la Iglesia, echó raíces y se desarrolló este género de vida tan perfecto,
del que toda la cristiandad recibe un beneficio superior a cuanto se pueda
imaginar.
Sin hablar aquí de los ascetas, que desde los comienzos del cristianismo
vivían en sus familias con tanta austeridad que san Cipriano les consideraba
como "la porción más ilustre de la grey del Señor", la historia nos narra
cómo muchos fieles de Egipto, perseguidos por el emperador Decio por su fe,
se refugiaron en una zona desierta de su nación, y luego, una vez restituida
la paz de la Iglesia, continuaron practicando la vida eremítica, pues habían
experimentado lo apropiada que era esa forma de vida para alcanzar la
perfección. Algunos de estos anacoretas, de los que se decía que eran tan
numerosos como los habitantes de las ciudades, se decidieron a vivir
completamente separados del consorcio de los hombres, mientras que otros,
siguiendo el ejemplo de san Antonio, se congregaron en las lauras. Así, poco
a poco, surgieron las Ordenes monásticas, que, gobernadas y regidas por
Reglas particulares, se difundieron en seguida por todo el Oriente y,
después, se establecieron también en Italia, en las Galias y en Africa
proconsular, construyendo monasterios por todas partes.
Este género de vida que permitía a los monjes, que vivían cada uno en el
secreto de la propia celda, aplicar el espíritu de modo exclusivo a la
contemplación de las realidades celestes, exonerados y libres de todo
ministerio exterior, se reveló de una utilidad admirable para la comunidad
cristiana. Pues el clero y el pueblo de aquel tiempo no podían por menos de
reconocer la máxima utilidad del testimonio de aquellos hombres que,
abrazando por amor a Cristo las prácticas más perfectas y austeras, imitaban
la vida interior y escondida que él mismo llevó en la casa de Nazaret, a fin
de "completar lo que falta a su Pasión".
Pero, con el correr de los años, la vida puramente contemplativa se volvió
más rara y terminó por extinguirse casi del todo, porque si es verdad que
los monjes deberían haber permanecido extraños a la cura de almas y a los
ministerios exteriores, sin embargo comenzaron a asociar a la meditación y a
la contemplación de las realidades divinas los ejercicios de la vida activa,
bien porque creyeron necesario ayudar al clero, insuficiente para tantas
necesidades -y los obispos no dejaron de animarlos a ello-, bien porque
creyeron conveniente asumir el encargo de la instrucción del pueblo
promovida por Carlo Magno. A esto hay que añadir también los daños que
causaron a los monasterios las perturbaciones políticas de aquella época.
Por todo esto es fácil comprender cuán indispensable era, para reanimar a la
Iglesia, volver de nuevo al antiguo esplendor de aquel género de vida tan
santo, que durante años había florecido en los cenobios, de modo que nunca
volviesen a faltar almas completamente dedicadas a la oración, exentos de
cualquier ministerio, para suplicar sin tregua la misericordia divina y
atraer sobre el mundo, tan olvidado de la propia santificación, dones de
todo género.
Y he aquí que Dios, que en su misericordia no cesa de proveer en todo tiempo
a las necesidades de la Iglesia, eligió a Bruno, hombre de gran virtud, para
que llevase de nuevo la vida contemplativa al esplendor de la pureza
primigenia. Bruno, a su vez, instituyó la Orden de los cartujos y, después
de haberles empapado de su espíritu, les dejó aquellas reglas austeras que,
mientras hacen recorrer rápidamente a sus religiosos la vía de la santidad
interior, les aleja de toda obligación de ministerios y oficios exteriores y
les mantiene aplicados con perseverancia y coraje a los ejercicios de una
vida uniformemente rígida y austera. Nadie ignora cómo luego los cartujos
han conservado fielmente por casi nueve siglos el espíritu de su fundador,
sin haber tenido necesidad, como otras Ordenes, de ninguna reforma.
Así, pues, ¿quién no admirará a estos monjes que se han separado
completamente, como segregados, de toda la vida del consorcio de los demás
hombres, para poder proveer a la salvación eterna de sus hermanos mediante
un verdadero apostolado de silencio y recogimiento? Vive cada uno en la
propia celda, observando tan estrictamente la soledad que no se apartan de
ella por ningún motivo, por ninguna necesidad, en ningún tiempo del año; a
horas determinadas, del día y de la noche, se reúnen en el templo, no para
salmodiar como se hace en otras Ordenes, sino para cantar, con voz viva y
rotunda, todo el Oficio divino, sin el sostén de ningún instrumento y según
las antiquísimas melodías gregorianas de sus códices. ¿Cómo es posible que
el Dios de las misericordias no escuche los deseos de estas almas fervorosas
que le suplican por la Iglesia y por la conversión de los hombres?
Por tanto, como a san Bruno no le faltó la benevolencia de nuestro
predecesor Urbano II, un tiempo discípulo del doctísimo y santísimo hombre
de las escuelas de Reims, y que, elegido Papa, lo quiso tener a su costado
como consejero; así pues, la Orden de la Cartuja, tan recomendable por su
misma simplicidad y por la santa rusticidad de su vida, ha gozado siempre de
un especial aprecio de parte de la Santa Sede. Y no es menor el afecto que
Nos sentimos por esta Orden tan benéfica y el deseo de que prospere y se
propague siempre más y más. Pues, si hubo un tiempo en que se advirtió la
necesidad de anacoretas en la Iglesia de Dios, eso se verifica sobre todo en
nuestros días, en que vemos a tantos cristianos que, olvidados totalmente de
la consideración de las realidades celestes y perdido hasta el pensamiento
de su eterna salvación, corren desenfrenadamente detrás de las riquezas de
la tierra y de los placeres del cuerpo, viviendo en privado y en público
como paganos, en oposición al Evangelio.
Y si hay aún quien piensa que ciertas virtudes, injustamente llamadas
pasivas, están ya superadas y que se deba sustituir la antigua disciplina
monástica por el ejercicio más cómodo y menos fatigoso de las virtudes
activas, esta idea ya fue rechazada y condenada por nuestro predecesor, León
XIII, en su carta Testem benevolentiae del 22 de enero de 1899, y cada uno
por sí mismo puede comprender cuán dañina e injuriosa es esa teoría para el
concepto y la práctica de la perfección cristiana.
En realidad -y es fácil comprenderlo- sirven más a la Iglesia y a la
salvación de los hombres quienes se dedican asiduamente a la oración y a la
penitencia que no quienes cultivan, trabajando, el campo del Señor. Si los
primeros no atrajeran del cielo la abundancia de las gracias divinas sobre
el terreno que los obreros del Evangelio deben regar, éstos obtendrían de
sus fatigas frutos mucho más pobres.
Los Estatutos, por los que se rige la Orden, le pareció bien a nuestro
predecesor Inocencio XI acogerlos "bajo el válido patrocinio de la Sede
apostólica" y los aprobó de forma específica con la Constitución Iniunctum
nobis del 27 de marzo de 1688, en la que leemos el magnífico elogio de
aquellos religiosos, tanto más valioso por provenir de un Pontífice de vida
tan santa. El no dudó en afirmar, como ya habían reconocido los romanos
pontífices predecesores suyos, que la Orden de los cartujos era "un
excelente árbol plantado por la diestra de Dios en el campo de la Iglesia
militante, y siempre fecundo en frutos de santificación", por lo que él
mismo llevaba en el corazón "esta Orden y sus miembros, que no cesan de
servir al Señor en la contemplación de las sublimes verdades divinas".
Y, como ahora se trataba de conformar los mismos Estatutos a las normas del
Código de Derecho canónico, se han reunido en Capítulo general los cartujos
destinados para esta tarea, para estudiar y llevar a buen término la
revisión deseada. Y el resultado ha sido satisfactorio, porque han sido
abrogados aquellos puntos de la regla y aquellas costumbres que, dejando
intacta la esencia de la Orden, habían caído en desuso o no parecían
convenientes para nuestros tiempos, y se han incluído algunas prescripciones
de los precedentes Capítulos generales. (Sigue el texto de los Estatutos)
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 8 de julio de 1924, año tercero de
nuestro pontificado.
c) Carta de Pablo VI
Justamente se afirma que han elegido la "parte mejor" (Lc 10,41) aquellos
que, liberados del tumulto de las cosas del mundo, sirven a Dios con una
consagración total en la soledad del cuerpo y del corazón. Pues ellos,
despojándose de lo que en el tumulto de la muchedumbre frena al alma en la
contemplación de las verdades divinas, pueden vivir con más facilidad
aquello que, como ha afirmado espléndidamente san Teodoro Estudita, es el
fin específico del monje: "El monje es el que fija la mirada sólo sobre
Dios, desea ardientemente sólo a Dios, se ha consagrado sólo a Dios y se
esfuerza por rendirle un culto indiviso; está en paz con Dios y se convierte
en fuente de paz para los demás".
Esta es, sin duda alguna, una forma singular de vida, con la que de algún
modo se anticipa el modo de vivir de los habitantes de la Jerusalén
celestial. Por tanto, a aquellos que viven esta vocación solitaria se les
puede aplicar de modo singular lo que san Agustín dijo de las vírgenes:
"Cuanto mejores sois vosotras que comenzáis antes de la muerte a ser lo que
los hombres serán después de la resurrección".
Sin embargo, no se debe considerar a los eremitas como extraños al cuerpo de
la Iglesia y a la comunidad de los hombres, pues, como claramente ha
afirmado el Vaticano II, "la vida contemplativa es necesaria para la plena
presencia de la Iglesia", y "los contemplativos estimulan con su testimonio
al pueblo de Dios y lo acrecientan con una misteriosa fecundidad
apostólica".
La Orden de los cartujos, con rara fidelidad, ha conservado en su pureza e
integralmente esta vida segregada del mundo y unida a Dios, recibida como
una herencia de sus Padres, y esto se convierte en su alabanza y honor.
Interesa, pues, a toda la Iglesia que siga floreciendo, o sea, que sus
miembros, deseando dar a Dios la gloria que le es debida, gasten
incesantemente todas sus fuerzas en su adoración.
Con este culto sincero e indiviso la Orden de los cartujos no solamente
aporta un grande y seguro beneficio al pueblo de Dios, sino que ofrece
también una no pequeña ayuda a todos los hombres, a todos aquellos que
buscan la vía de la vida y necesitan de la gracia divina; la contemplación y
la oración constante se deben, por ello, estimar como un servicio y un don
de primerísima importancia, que beneficia al mundo entero.
Esta intensa mirada interior que, en cuanto lo permite la condición humana,
se dirige a Dios sin interrupción en la forma más inmediata, une en modo
único a los mismos monjes con la bienaventurada Virgen María, que ellos
suelen llamar Madre particular de los cartujos.
Es conveniente, pues, que nosotros testimoniemos nuestro paterno y
particular afecto y nuestra gran estima a esta Orden. Ella, según se nos ha
hecho conocer, celebrará dentro de poco un especial Capítulo general que, en
las circunstancias actuales, será de suma importancia, pues se trata de
revisar los Estatutos de la Orden. Nos sentimos, por tanto, movidos a
comunicaros, por medio de esta carta, lo que la Iglesia espera de los
cartujos y que consideramos será útil para que orientéis bien el trabajo del
próximo Capítulo.
Vuestra Orden, como es sabido, comprende monjes obligados al coro y hermanos
conversos o donados, unidos por estrechos lazos de fraternidad, de respeto
recíproco y del propósito común de servir a Dios y unirse a él. Por tanto,
en vuestros Estatutos, que ahora vais a examinar, debe expresarse más
claramente que todos sois partícipes del único y mismo patrimonio
espiritual, en cuanto que la vocación monástica la pueden vivir con plenitud
tanto los sacerdotes como los hermanos conversos o los donados.
Los monjes obligados al coro, en la Orden, casi desde los comienzos, son
sacerdotes o religiosos que se preparan a recibir la sagrada ordenación.
Hoy, hay algunos que piensan que no es conveniente que los cenobitas o
eremitas, que no ejercen nunca el sagrado ministerio, se revistan del
sacerdocio. Pero esta opinión, como ya hemos dicho en otro lugar, no tiene
ningún fundamento seguro ni estable. En realidad, muchos santos y muchísimos
religiosos han unido la profesión de vida monástica, incluso eremítica, con
el sacerdocio, porque tenían bien clara la armonía existente entre la dos
consagraciones, es decir, la del presbítero y la propia del monje. En
realidad la soledad, en la que se vive en total disposición para Dios solo,
el absoluto desprendimiento de los bienes de este mundo, la negación de la
propia voluntad, cosas que ejercen quienes se encierran entre los muros del
monasterio, preparan de un modo único el alma del sacerdote para celebrar
con piedad y ardor el sacrificio eucarístico, que es "fuente y culmen de
toda la vida cristiana". Además, cuando al sacerdocio se une la plena
entrega de sí mismo con la que el religioso se consagra a Dios, él es
configurado de modo particular con Cristo que es al mismo tiempo Sacerdote y
Víctima.
El Concilio Vaticano II, cuando ha hablado de los presbíteros y de sus
obligaciones, ha afirmado justamente que forma parte de su ministerio la
cura del pueblo de Dios. Pero en realidad esta cura vosotros la ejercéis
celebrando el sacrificio eucarístico, que soléis celebrar diariamente. Esta
celebración normalmente la hacéis en vuestras celdas eremíticas, es decir,
en una sagrada soledad, de la que el espíritu del monje, fijo en el misterio
de Dios, saca más abundantemente el Espíritu de luz y amor.
Por tanto, vuestra vocación, si os adherís a ella con profundidad, hace que
la intención universal, que es indisolublemente inherente al sacrificio
eucarístico, se haga la intención de cada monje que celebra. El mismo
Concilio Vaticano II ha proclamado con palabras claras esta plenitud de la
caridad eucarística: "En el misterio del sacrificio eucarístico, en el que
los sacerdotes cumplen su tarea principal, se ejerce continuamente la obra
de nuestra salvación, por la que se recomienda con fuerza la ofrenda diaria,
que es siempre un acto de Cristo y de la Iglesia, incluso cuando no se puede
tener la presencia de los fieles"
Sin duda alguna, vuestro Capítulo general hará todos los esfuerzos para que
se conserve religiosamente el espíritu de vuestros fundadores, y continúe
plena de vigor la obra a la que a lo largo de los siglos os habéis
consagrado, movidos por el Espíritu, bajo la guía de los Estatutos de la
Orden. Guiados por este deseo, retenéis oportuno expresar algunos puntos de
vuestras Constituciones de modo que resulten más claros y se orienten a
quienes los leen de un modo más inmediato. Además, teniendo justamente en
cuenta las condiciones de la mentalidad y de las condiciones de vida debidas
al progreso actual, deberéis eliminar algunas cosas que están ya superadas.
Al mismo tiempo, sin embargo, repristinar de modo conveniente algunas
costumbres antiguas que, debido a los cambios, han perdido su eficacia o se
ha ofuscado su significado.
Esto se refiere particularmente a vuestro modo de celebrar la sagrada
liturgia. Siguiendo, pues, las normas dadas en esta materia por la Sede
apostólica, vosotros tratáis de restituir al rito de la Misa su antigua
simplicidad y, al mismo tiempo, por lo que se refiere al ciclo litúrgico,
estáis tratando de restablecer aquella ordenación que da más relieve al
orden "del tiempo" de modo que se enriquezca también vuestro leccionario.
Con razón, pues, bien dispuestos a acoger los decretos de la Sede
apostólica, tenéis motivos para creer que se os mostrará favorable también
en esto. La Sede apostólica, ciertamente, no ignora que la liturgia de los
monjes solitarios se debe adaptar a su género de vida, pues en ella debe
prevalecer el culto interior y la meditación del misterio que se nutre de
una fe viva. De hecho, los eremitas, a diferencia de los otros fieles, toman
parte en las celebraciones litúrgicas más con la comunión del espíritu, de
modo que, aunque la parte exterior y visible sea menos manifiesta, comporta
sin embargo una participación real e intensa. Para ello, vuestra vocación ha
formado poco a poco un rito particular que vosotros os esforzáis en
salvaguardar, por ser más conforme con vuestra vida contemplativa y
solitaria. La Iglesia, por su parte no desaprueba un cierto pluralismo en
cuanto a la expresión externa del sentimiento religioso y la manifestación
exterior del culto divino, porque a esto conducen los diversos modos de
buscar a Dios y de adorarlo. Ella, pues, favorece las sanas tradiciones
monásticas que, custodiadas con amor, contribuyen no poco a acrecentar la fe
y el fervor espiritual del que han surgido.
Os queríamos escribir esto con espíritu lleno de afecto a ti y a toda la
Orden de cartujos, tan querida para nosotros, en la vigilia del especial
Capítulo general. Rogamos intensamente al Padre de la luz para que asista
benévolo a quienes tomarán parte en este Capítulo, para que éste contribuya
abundantemente al progreso de esta familia religiosa y sus deliberaciones
sean acogidas con esmero obediente y de paz.
Estos deseos se hagan eficaces por la bendición apostólica que con gusto os
imparto a ti, querido hijo, y a todos los monjes confiados a tus cuidados.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 18 de abril del año 1971, octavo de
nuestro pontificado. Pablo VI.
d) Carta de Juan Pablo II
"Dedicarse al silencio y a la soledad de la celda", como es sabido, es la
más importante aplicación y vocación de la Orden de los cartujos, que tú
presides. Sus miembros, siguiendo la singular llamada de Dios, han pasado
"de la tempestad de este mundo al descanso seguro y tranquilo del puerto"
para vivir sólo de Dios.
La Orden de los cartujos se esfuerza por conducir tal "vida escondida con
Cristo" (Col 3,3), con laudable energía y firmeza, desde hace ya novecientos
años. Esto hay que resaltarlo en este tiempo en que se celebra la memoria de
su fundación. En efecto, San Bruno, hombre eminente, inició con algunos
compañeros esta forma de vida separada del mundo en un lugar llamado Cartuja
en la diócesis de Grenoble, hacia el 24 de junio del año 1084, en el día
dedicado a san Juan Bautista, "el más grande entre los profetas y eremitas",
que los cartujos veneran como celestial patrón después de la beatísima
Virgen María.
Conmemorando un acontecimiento tan feliz, unimos nuestra alegría a la
vuestra y, congratulándonos con todo el corazón de tan perseverante
fidelidad, queremos aprovechar esta circunstancia para expresar a toda la
familia cartujana nuestra particular estima y nuestro paterno amor.
Desde los primeros siglos de la Iglesia, como es sabido, han vivido algunos
eremitas dedicados a la oración y al trabajo en el desierto, hombres "que
dejaron todo, habiendo abrazado una vida celeste"; de ellos surgió la vida
religiosa. Su testimonio provocó la admiración de los hombres e incitó a
muchos a la práctica de la virtud. San Jerónimo, por citar un testimonio
entre muchos otros, exaltó con palabras ardientes esta vida escondida de los
monjes: "¡Oh desierto, adornado de flores de Cristo! ¡Oh soledad, donde
nacen las piedras con que se construye la ciudad del gran Rey, según la
visión del Apocalipsis! ¡Oh eremo, donde se gusta más familiarmente a
Dios!".
En diversas ocasiones los romanos pontífices han aprobado esta vida
segregada del mundo y, recientemente, lo han hecho en relación a vosotros
Pío XI en la constitución apostólica Umbratilem y Pablo VI en la carta que
te mandó para el Capítulo general. También el concilio Vaticano II exaltó
esta vida solitaria, con la que los habitantes del desierto siguen de modo
más cercano a Cristo entregado a la contemplación sobre el monte, y afirmó
su fecundidad misteriosa para la Iglesia. Y finalmente el nuevo Código de
derecho canónico reafirma con fuerza esta verdad, declarando que "los
institutos dedicados enteramente a la contemplación tienen siempre un puesto
eminente en el cuerpo místico de Cristo" (c. 674).
Todo esto vale para vosotros, queridos monjes y monjas de la Orden
cartujana, que, extraños al rumor del mundo, "habéis elegido la parte mejor"
(Lc 10,41).
Por tanto, en el rápido correr de los acontecimientos que atrapan a los
hombres de nuestro tiempo, es necesario que vosotros, mirando continuamente
al espíritu original de vuestra Orden, permanezcáis firmes con voluntad
inquebrantable en vuestra santa vocación. Pues nuestro tiempo tiene
necesidad del testimonio y del servicio de vuestra forma de vida. Los
hombres de hoy, divididos por opiniones divergentes y frecuentemente
turbados por el fluctuar de las ideas, inducidos incluso a peligros de orden
espiritual por la publicación de una multitud de escritos y sobre todo por
los medios de comunicación que tienen un gran poder sobre los espíritus,
pero que a veces se manifiestan en oposición con la doctrina y la moral
cristianas, tienen necesidad de buscar el absoluto, y de verlo en cierto
modo probado por un testimonio de vida.
Darles este testimonio es vuestra misión. Y también los hijos y las hijas de
la Iglesia que se dedican a las actividades apostólicas deben, en medio de
las realidades fluctuantes y transitorias del mundo, apoyarse sobre la
estabilidad de Dios y de su amor, que ven testimoniada en vosotros, que sois
partícipes de ellas de un modo especial en esta peregrinación terrena.
La misma Iglesia, que como Cuerpo místico de Cristo tiene entre sus
principales tareas el deber de ofrecer incesantemente el sacrificio de
alabanza a la Majestad divina, tiene necesidad de esa vuestra piadosa
solicitud, con la que diariamente "perseveráis en las vigilias divinas".
Hay que reconocer, sin embargo, que vuestra vida eremítica en estos tiempos,
en los que quizás se da demasiada importancia a la actividad, no es
suficientemente comprendida y justamente estimada, sobre todo en vistas a la
falta de obreros en la viña del Señor. Contra estas opiniones es preciso
afirmar que los cartujos, también en nuestro tiempo, deben salvaguardar
integralmente la auténtica fisonomía de su Orden. Esto está perfectamente de
acuerdo con el nuevo Código de derecho canónico, que, aunque recuerde la
urgente necesidad del apostolado activo, protege el carácter específico de
la vocación de los miembros de los Institutos puramente contemplativos. Y
esto por el servicio que ellos ofrecen al pueblo de Dios "al que estimulan
con su ejemplo y dilatan con una misteriosa fecundidad apostólica" (c. 674).
Por tanto, si por este motivo los miembros de vuestra familia "no pueden ser
llamados a prestar la ayuda de su acción en los diversos ministerios
pastorales" (c. 674), vosotros no debéis prestarla, ni siquiera
extraordinariamente en esa otra forma de apostolado, consistente en acoger a
las personas deseosas de pasar algún día en la santa soledad de vuestros
monasterios, porque esto no concuerda con vuestra vocación eremítica.
Sin duda, los numerosos y rápidos cambios de la sociedad contemporánea, las
nuevas teorías psicológicas que influyen en los espíritus, sobre todo de los
jóvenes, y la tensión nerviosa de la que hoy sufren todos, pueden hacer
surgir dificultades en las comunidades cartujanas, especialmente entre los
que están aún en el período de formación. Por ello, os debéis comportar con
prudencia y con firmeza -sin descuidar esfuerzo alguno para comprender las
dificultades de los jóvenes- de modo que conservéis vuestro auténtico
carisma en su integridad, sin desviaros de vuestros Estatutos. Sólo una
voluntad inflamada de amor de Dios y dispuesta a servirle en una vida
austera segregada del mundo ayudará a superar los obstáculos.
La Iglesia está con vosotros, queridos hijos e hijas de san Bruno, y espera
grandes frutos espirituales de vuestras oraciones y de vuestras
austeridades, que sostenéis por amor a Dios. Ya hemos tenido ocasión de
decir, hablando de la vida consagrada a Dios: "Lo importante no es lo que
hacéis, sino lo que sois". Esto parece aplicarse de un modo especialísimo a
vosotros que os abstenéis de la vida activa. Mientras conmemoráis, pues, los
orígenes de vuestra Orden ciertamente os sentiréis impulsados a adheriros
con renovado ardor del espíritu y con alegría espiritual a vuestra sublime
vocación.
Y finalmente, sea prueba del amor que nos ha dictado esta carta y prenda de
abundantes gracias del cielo, la bendición apostólica que os impartimos de
todo corazón a ti, querido hijo, y a todos los monjes y monjas de la
Cartuja.
En el Vaticano, 14 de mayo 1984, año sexto de nuestro pontificado. Juan
Pablo II.