SAN BRUNO - MELODIA DEL SILENCIO: 15. CARTAS DE BRUNO
Emiliano Jiménez Hernández
Contenido
15. CARTAS DE BRUNO
a) Ultimos años de Bruno
b) Carta a Raúl le Verd
c) Carta a la
comunidad de la Gran Cartuja
a) Ultimos años de Bruno
Capiens Unum, captus ab Uno, Bruno goza de la soledad y se entusiasma ante
las bellezas y amenidad de la naturaleza. Sensible a la amistad, se muestra
siempre dulce, alegre y modesto en el hablar. Sonriente y suave para todos,
es muy discreto en imponer rigores y penitencias corporales.
La creación es la carta abierta que el Creador nos entrega cada día. Cada
cosa contiene una chispa de su luz y de su benevolencia. La vida, que nos
ofrece cada día, es el tiempo que nos da para responder a su carta con la
tinta de nuestras acciones y con la armonía de nuestro canto.
El presente es el tiempo de Dios. En el hoy de cada día podemos encontrarnos
con él. Cada hora es un peldaño que nos eleva hacia él. Salirse del
presente, con el ayer o el mañana, es descender, alejarnos de él.
Para evocar el ambiente de los años que Bruno pasa en Calabria disponemos de
dos cartas que escribe en los últimos años de su vida, una a su amigo Raúl
le Verd, y la otra, a los hermanos de Chartreuse. Las dos son de sus últimos
años de vida. En ambas se expresa libremente, con suma espontaneidad. Con
Raúl usa un lenguaje más literario y erudito. Con sus hermanos habla con
toda sencillez, en un lenguaje cordial y directo. Pero en las dos hallamos
una impresionante sinceridad y apertura de alma. Nos descubren en una luz
discreta, tamizada, pero maravillosa, el alma profunda de Bruno al final de
sus días.
b) Carta a Raúl le Verd
Raúl es uno de los dos amigos con quienes Bruno, en el jardín de Adam, hizo
el voto de abandonar el mundo y abrazar la vida monástica. Han pasado los
años. Bruno ha cumplido su voto y se ha mantenido fiel a él, en medio de las
dificultades. Raúl se ha quedado en Reims y ha sido nombrado deán del
Cabildo de la catedral. La amistad entre Bruno y Raúl no se ha enfriado.
Raúl ha escrito varias cartas a Bruno, dándole muestra de amistad y
prodigándole favores. Y Bruno le responde, aunque sólo nos ha quedado esta
carta.
La amistad de Bruno está enraizada en Dios. Por ello se inquieta por el
futuro espiritual de su amigo. Raúl está en deuda con Dios: no ha cumplido
el voto que hizo. Con energía y firmeza Bruno le escribe:
Al venerable señor Raúl, deán del Cabildo de Reims, digno del más sincero
afecto, envía Bruno un cordial saludo.
La fidelidad a una vieja y probada amistad es por tu parte más admirable y
digna de encomio, pues rara vez se encuentra entre los hombres. Ni el
tiempo, ni la distancia, que tan alejados han mantenido nuestros cuerpos,
han sido capaces de arrancar de tu ánimo el afecto hacia tu amigo. De ello
me has dado suficientes pruebas, no sólo en tus encantadoras cartas, llenas
de tan gratas muestras de amistad, sino también en los abundantes favores
que me has prestado a mí personalmente y a fray Bernardo por mi causa, y en
otros muchos detalles. Reciba por ello tu bondad nuestro agradecimiento,
que, si no iguala a tus méritos, nace al menos de la fuente pura del amor.
Hace algún tiempo te enviamos una carta con un peregrino, que se había
mostrado bastante fiel en otros mensajes; pero, como no le hemos vuelto a
ver desde entonces, nos ha parecido mejor ahora enviarte a uno de los
nuestros que, de palabra y con todo detalle como no podríamos hacerlo por
escrito, te explique la vida que aquí llevamos.
Te comunico en primer lugar, creyendo que no dejará de agradarte, que, en lo
tocante a la salud del cuerpo y en los negocios temporales, todo va a la
medida de mis deseos. ¡Ojalá ocurriera lo mismo en los asuntos del alma!
Espero, sin embargo, y pido al Señor, que su mano misericordiosa sane mis
flaquezas interiores y colme mi anhelo con sus bienes.
Vivo en un desierto de Calabria, bastante alejado por todas partes de todo
poblado. Y conmigo viven otros hermanos religiosos, muy eruditos algunos,
que, como centinelas divinos, esperan la llegada del Señor, para abrirle
apenas llame. ¿Cómo describirte dignamente la amenidad del lugar, lo
templado y sano de sus aires, sus anchas y graciosas llanuras, que se
extienden a lo largo entre los montes, con verdes praderas y floridos
pastos? ¿O la vista de las colinas que se elevan en suaves pendientes por
todas partes, y el retiro de los umbrosos valles con su encantadora
abundancia de ríos, arroyos y fuentes? Tampoco faltan huertos de regadío, ni
árboles de abundantes y variados frutos.
Mas, ¿para qué detenernos tanto en estos temas? Otros son los deleites del
varón sabio, más gratos y útiles, por ser divinos. Sin embargo, estas vistas
sirven frecuentemente de solaz y respiro a nuestro frágil espíritu, cuando
está fatigado por una dura disciplina y la continua aplicación a las cosas
espirituales. El arco siempre armado, o flojo o quebrado.
¡Cuánta utilidad y gozo divino traen consigo la soledad y el silencio del
desierto a quien los ama! Sólo lo conocen quienes lo han experimentado.
Aquí pueden los hombres esforzados recogerse en su interior cuanto quieran,
morar consigo, cultivar sin cesar los gérmenes de las virtudes y alimentarse
felizmente de los frutos del paraíso. Aquí se adquiere aquel ojo limpio,
cuya serena mirada hiere de amores al Esposo y cuya limpia puridad permite
ver a Dios. Aquí se vive un ocio activo, se reposa en una sosegada
actividad. Aquí concede Dios a sus atletas, por el esfuerzo del combate, la
ansiada recompensa: la paz que el mundo ignora y el gozo en el Espíritu
Santo.
Esta es aquella Raquel, de hermoso aspecto, más amada de Jacob, aunque menos
prolífera que Lía, más fecunda, pero legañosa. En efecto, los hijos de la
contemplación son menos numerosos que los hijos de la acción, pero José y
Benjamín son más queridos de su padre que los otros hermanos.
Esta es aquella "parte mejor" que eligió María y nunca le será quitada. Es
también aquella bellísima Sunamita, única doncella digna en todo Israel de
mimar y dar calor a David ya anciano. ¡Ojalá, hermano carísimo, la amases tú
por encima de todo y al calor de sus abrazos te inflamases en el amor
divino! Si su llama prendiese una vez en tu alma, pronto te haría despreciar
la gloria del mundo con toda su halagadora y falsa seducción. No sentirías
ninguna dificultad en abandonar las riquezas, fuente de preocupaciones y
pesada carga para el alma, sino que más bien experimentarías verdadero
fastidio por los placeres, tan nocivos al cuerpo como al alma.
Harto conocida es para tu prudencia esta frase: "Quien ama al mundo y a las
cosas mundanas -placeres de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición-
no está poseído del amor del Padre". Y esta otra: "El que quiere ser amigo
del mundo se constituye en enemigo de Dios". ¿Puede haber mayor inquietud,
mayor insensatez y locura, cosa más perniciosa y desgraciada que el
pretender crearse enemistades con Aquel cuyo poder es irresistible y cuya
justa venganza nadie puede evitar? ¿Es que somos más fuertes que él?
¿Podemos creer que su paciencia, tan misericordiosa, que ahora nos invita a
la penitencia, no castigará finalmente cualquier injurioso desprecio
nuestro? ¿Qué mayor perversidad, en efecto, qué más contrario a la razón, a
la justicia y a la misma naturaleza que amar más a la criatura que al
Creador, correr tras lo perecedero, olvidando lo eterno, y anteponer los
bienes terrenos a los celestiales?
¿Qué piensas hacer, carísimo? ¿Qué otra salida te queda sino seguir los
consejos divinos y creer a la Verdad que nunca engaña? Pues bien, ella nos
da este consejo: "Venid a mí todos los que sufrís y estáis cargados, que yo
os aliviaré". ¿Y no es un sufrimiento molesto e inútil verse atormentado por
la concupiscencia y afligido sin cesar por preocupaciones, ansiedades,
temores y dolores, originados por tales deseos? ¿Y qué carga tan pesada como
la que despeña al alma de la alta torre de su dignidad hasta hundirla en la
sima de la mayor bajeza, contra toda justicia? Huye, pues, hermano mío, de
tales molestias y miserias, y sal del tempestuoso mar de este mundo para
entrar en el reposo tranquilo y seguro del puerto.
Conocida es también para tu prudencia la frase de la misma Sabiduría: "El
que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo". ¿Quién no ve
cuán hermoso y útil, e incluso cuán agradable es asistir a su escuela bajo
la dirección del Espíritu Santo, para aprender la divina filosofía, única
fuente de verdadera dicha?
Merece, pues, la pena que tu prudencia medite y pese atentamente estas
razones. Y si no te basta la invitación del amor divino, si no te mueve la
utilidad de tan grandes premios, te debe impulsar al menos el temor de sus
inevitables castigos.
Es todopoderoso y terrible el Señor al cual te has ofrecido a ti mismo en
voto, como ofrenda grata y aceptable. No puedes faltarle a la palabra, ni te
conviene, pues no permite que nadie se burle de él impunemente.
¿Te acuerdas, amigo mío, del día en que nos encontrábamos juntos tú y yo con
Fulcuyo le Bergne en el jardincillo contiguo a la casa de Adam, donde
entonces me hospedaba? Hablamos, según creo, un buen rato de los falsos
atractivos del mundo, de sus riquezas perecederas y de los goces de la vida
eterna. Entonces, ardiendo en amor divino, prometimos, hicimos voto y
decidimos abandonar en breve las sombras fugaces del siglo para captar los
bienes eternos, y recibir el hábito monástico. Y lo hubiéramos llevado a
efecto enseguida si Fulcuyo no hubiera partido a Roma, para cuya vuelta
aplazamos el cumplimiento de nuestras promesas. Como él tardó y se mezclaron
otros asuntos, nuestros ánimos se enfriaron y se desvaneció nuestro fervor.
¿Qué te queda por hacer, carísimo, sino librarte cuanto antes de tan gran
deuda para no incurrir en las iras del Todopoderoso y en los tormentos
eternos, por haber faltado tanto tiempo a tan graves promesas? ¿Qué soberano
dejaría impune a uno de sus súbditos que le defraudara en un servicio
prometido, sobre todo tratándose de algo para él muy estimado y de gran
precio? Así, pues, cree no sólo a mis palabras, sino a las del profeta,
mejor dicho, a las del Espíritu Santo, que te dicen: "Haced votos al Señor
vuestro Dios y cumplidlos fielmente, todos cuantos estáis a su alrededor y
le presentáis ofrendas; al Dios terrible, que quita el aliento a los
príncipes y también es terrible con los reyes de la tierra". Oye la voz del
Señor, la voz de tu Dios, la voz del terrible que quita el aliento a los
príncipes y también es terrible con los reyes de la tierra. ¿Por qué inculca
tanto el Espíritu de Dios todo esto, sino para urgirte vivamente a cumplir
las promesas de tu voto? ¿Por qué te retrasas en pagar una deuda, que no te
ocasiona ninguna pérdida ni disminución de tus bienes, sino que te procura a
ti mayores ganancias que a Aquel a quien haces el pago?
No te detengan, pues, las falaces riquezas, que no pueden remediar tu
indigencia, ni tampoco la dignidad de tu decanato, que no puede ejercerse
sin gran peligro para tu alma. Porque, permíteme que te lo diga, sería una
acción tan odiosa como injusta convertir en tu propio uso bienes ajenos de
los que eres simple administrador, no propietario. Y si el deseo de brillo y
gloria te lleva a mantener muchos criados, ¿no te verás obligado a robar de
algún modo a unos lo que repartas a otros, por no bastarte tus bienes
legítimos? No es esto ser bienhechor y liberal, pues no hay liberalidad si
no se respeta la justicia.
Quisiera además persuadirte, amigo mío, que no debes desoír el llamamiento
de la caridad divina poniendo por excusa el servicio que prestas al señor
arzobispo, que tanto confía y se apoya en tus consejos. No siempre es fácil
dar consejos útiles y justos. La caridad divina, en cambio, es tanto más
útil cuanto más justa. Porque, ¿qué hay tan justo y tan útil, qué hay tan
innato y conforme con la naturaleza humana como amar el bien? ¿Y qué mayor
bien que Dios? Más aún, ¿existe algún otro bien fuera de Dios? Así, pues, el
alma santa con alguna experiencia del atractivo, esplendor y hermosura
incomparable del tal bien, arde en la llama del amor y exclama: "Siento sed
del Dios fuerte y vivo, ¿cuándo iré a ver el rostro del Señor?".
¡Ojalá, hermano, no eches en saco roto los avisos de un amigo, ni prestes
oídos sordos a las palabras del Espíritu Santo! ¡Ojalá, carísimo, respondas
a mis deseos y a mi larga espera, para que mi alma no sufra por más tiempo
inquietudes, temores y ansiedades por causa tuya! Pues si ocurriera -Dios no
lo permita- que partieras de esta vida sin pagar la deuda de tu voto, me
dejarías sumido en la más profunda tristeza, sin ninguna esperanza de
consuelo.
Por ello te ruego encarecidamente que, al menos por devoción, te dignes
venir como peregrino a San Nicolás y luego te des una vuelta por aquí para
visitar a quien te aprecia como nadie. Podremos charlar juntos del estado de
nuestras cosas, de nuestro modo de vida religiosa y de otros asuntos de
común interés. Confío en el Señor que no te pesará el haber cargado con las
molestias de tan largo viaje.
He sobrepasado los límites de una carta ordinaria: no pudiendo gozar de tu
presencia, he querido permanecer conversando más largo rato contigo por
escrito.
Te deseo sinceramente, hermano, que goces de buena salud por muchos años y
que no olvides mi consejo.
Agradeceré me envíes la Vida de San Remigio, que no se encuentra aquí por
ninguna parte. A Dios.
Esta carta, destinada evidentemente a persuadir a Raúl a cumplir su antiguo
voto, transciende el caso de Raúl. En realidad constituye "un breve tratado
de la vida solitaria". En ella se desborda la experiencia de Bruno: la
utilidad y gozo divino que proporcionan la soledad y el silencio del
desierto a quien los ama; algo que sólo conoce quien lo ha experimentado.
Sólo el amor de Dios explica y justifica la vida contemplativa. Pero no amor
de Dios vivido superficialmente, sino un amor ferviente, abrasador, como el
que infundió el Espíritu Santo en el corazón de los tres amigos en el jardín
de la casa de Adam. Es el amor, que inflama el corazón, como los abrazos de
la bella Sunamita. En el origen de la vocación eremítica, en el centro de la
experiencia contemplativa y en el fin de la vida desprendida del mundo, arde
y brilla la llama del amor de Dios. Se trata de gozar del amor de Dios que
se nos ha manifestado en la Encarnación y Redención de Jesucristo. Es, pues,
el amor filial que el Espíritu Santo testimonia a nuestro espíritu,
haciéndonos participar del amor de las Personas divinas en la Trinidad. La
numerosas alusiones al Espíritu Santo testimonian que Bruno no desea ser más
que su intérprete en el interior de su amigo. Sólo el Espíritu Santo puede
dar luz y calor al alma de Raúl.
El contemplativo, cortadas todas las interferencias del mundo, vive ya como
si oyera y "viera al Invisible". Adelgazado el velo de la fe, con la
contemplación continua de Dios, experimenta y vive el preludio de la visión
de Dios cara a cara. Y este preludio enciende la esperanza de la vida
eterna. Los monjes, en la montaña, en el silencio de la soledad, escuchan el
susurro de los pasos del Señor que viene. Viven constantemente como
"centinelas divinos, esperando la llegada del Señor, para abrirle apenas
llame". En el silencio de la soledad "captan lo eterno", "pregustan los
frutos del paraíso". Espera y posesión, deseo y gozo, desierto y paraíso,
canto del Aleluya y grito del Maranathá, se unen en su vida. El desierto da
al monje el ojo limpio, cuya mirada hiere de amor al Esposo, que con su
presencia permite ver a Dios.
San Agustín, al hablar del que habita en la ciudad de los ángeles, dice:
"Está, ve y ama: está en la eternidad de Dios, ve en la verdad de Dios y ama
en la bondad de Dios". Esta es la vida del contemplativo, aunque, mientras
viva en este mundo, "su existencia vaya acompañada de esfuerzo, su verdad de
oscuridad y su gozo de deseo". La paz, fruto de la fe, de la esperanza y de
la caridad, no es placer, inmovilidad ni pasividad. Aún es sólo un preludio
del descanso eterno que Dios dará al alma en la eternidad.
La vida contemplativa, en la radicalidad con que la vive y presenta Bruno,
es una vocación singular: "los hijos de la contemplación son menos que los
de la acción". Por carisma personal, Bruno se coloca en el límite de este
mundo a las puertas de lo eterno, en la cercanía de la visión de Dios, de su
gracia, de su amor. Desde su experiencia todo lo de esta tierra, incluso las
jerarquías y oficios de los clérigos aparecen como algo transitorio y
marcados de imperfecciones. Llamado por Dios a la plenitud del amor, después
de todo lo que ha visto y sufrido en Reims, se siente con el derecho de
expresar a Raúl, su amigo, confidente y compañero de lucha, la verdad en
toda su crudeza. Con ello Bruno no pretende que todos los fieles o clérigos
dejen el mundo, aunque sí todos deban vivir en el mundo sin ser del mundo. A
Hugo, obispo de Grenoble, cuando deseaba quedarse en la soledad de la
Cartuja, Bruno le invitaba a descender a cuidar de la grey que Dios le había
confiado. Pero, al describir la belleza y exigencia de la vida
contemplativa, Bruno ofrece un servicio a todos los cristianos, indicando a
todos los frutos de la oración, de la contemplación, del silencio y de la
soledad, necesarias para todos, en cualquier estado de vida, para alcanzar
la sencillez, el recogimiento y gozar del amor de Dios. Recogerse en el
propio interior, encontrarse consigo mismo es necesario para cultivar los
gérmenes de las virtudes. Sólo retirándose a la soledad, entrando en lo
íntimo del espíritu, el cristiano puede ver la "falacia de las riquezas y de
los honores" para poder "despreciar la gloria del mundo con su halagadora y
falsa seducción" y "no preferir la criatura al Creador".
Esto no significa desprecio de la creación. Bruno se deleita en las bellezas
de Santa María de La Torre. En su descripción le brota todo el lirismo de su
alma y de su pluma. "Frecuentemente sirven de solaz y respiro a nuestro
frágil espíritu". La imagen del arco que no debe permanecer siempre tenso
para no aflojarse o romperse es una muestra del equilibrio de Bruno, que
siempre admiraron quienes vivieron con él. Bruno une en sí la fortaleza y
firmeza con la dulzura, la moderación y la humildad. Bruno sabe valorar la
belleza y la ciencia, se alegra de que entre sus compañeros halla "algunos
muy sabios". Es "el ocio activo y la sosegada actividad", no como artificio
literario, sino como expresión de la vida en el monasterio de Calabria.
Bruno, como aparece en esta carta, concilia la amistad con la soledad, la
ciencia y el silencio, la severidad y el afecto, los combates del atleta y
la calma de quien llega al puerto.
La vida en Santa María de La Torre, con sus aires templados, sus agradables
y espaciosas llanuras, sus verdes praderas y floridos pastos, es la vida de
desierto donde el Espíritu aletea e impulsa al gozo profundo, a la plenitud
del amor, transfigurando la mortificación, el ayuno y las renuncias en
contemplación y seguimiento de Cristo muerto y resucitado.
Al final de una carta tan entrañable y exigente, a Bruno, que ha renunciado
a todo, le aflora del fondo del alma el recuerdo de Reims, que toda su vida
contemplativa no ha borrado. Recuerda un libro que le impresionó, en el que,
sin duda, encontró una fuente de su vocación: "Agradeceré me envíes la Vida
de San Remigio, que no se encuentra aquí por ninguna parte".
En esta carta, Bruno nos revela la entrega de su vida, el fervor de su
existencia. Toda ella trasluce el fervor de su amor a Dios y también la
alegría de sus setenta años, al mismo tiempo que su auténtica amistad a
Raúl. Todo su corazón se vuelca en sus palabras. Cuanto dice, lo piensa, lo
siente, lo vive. Y debajo de sus palabras está la Palabra de Dios de la que
lleva tantos años nutriéndose. Se pueden descubrir en ella más de cuarenta
citas, unas explícitas y otras implícitas. La Palabra de Dios resuena en su
corazón y llega a la pluma como palabra propia, rumiada y asimilada. En esta
carta, Bruno nos abre su alma en esa confidencia diáfana, que sólo puede
brotar del silencio de su vida.
c) Carta a la
comunidad de la Gran Cartuja
Junto a la carta dirigida a su amigo Raúl le Verd, se conserva otra carta de
Bruno, dirigida a sus hijos de Chartreuse. Escrita al final de su vida, los
primeros cartujos la consideran como el testamento espiritual de su padre.
Hacia el 1100, Landuino, el prior que Bruno ha puesto a la cabeza de los
ermitaños de Chartreuse al partir para Roma hace ya diez años, visita a
Bruno en Santa María de La Torre. La comunidad de la Cartuja no se ha
desligado nunca de Bruno, sigue considerándolo su "único padre y superior".
Landuino desea volver a verle y toda la comunidad lo aprueba; todos están
deseosos de tener noticias directas de él. Desde Cartreuse a Calabria el
camino es largo. Además, en aquellas circunstancias, el viaje es peligroso.
Muchas comarcas están asoladas por la guerra e infestadas por las tropas del
emperador Enrique IV y del antipapa Guibert de Ravena. Pero Landuino se
arriesga a todo con tal de ver a Bruno y tratar con él más a fondo que por
carta sobre la situación presente y futura de la Cartuja. Bruno envejece y a
Landuino no le faltan achaques. El deseo de un encuentro personal de los dos
priores es común a ellos y a todos los ermitaños.
Landuino, pues, emprende el viaje encomendándose a las oraciones de todos
sus monjes. Llegado a Santa María de la Torre puede tratar largamente con
Bruno. En medio de la alegría del encuentro, Bruno siente una inquietud
profunda, al ver el precario estado de salud de Landuino. Al principio
piensa incluso en retenerlo por una temporada consigo, para que se reponga
con los "aires templados y sanos" de Santa María de La Torre. Pero Landuino
insiste en volver cuanto antes a Chartreuse, donde sus hermanos le aguardan,
ansiosos de noticias de Bruno. Bruno le deja partir con su bendición... y
una carta suya para la querida comunidad.
Pero, al subir hacia el norte de Italia, Landuino cae en manos de los
partidarios del antipapa, que intentan forzarlo a reconocer a Guibert como
Papa legítimo de la Iglesia. Ni las amenazas, ni las promesas, ni astucia
alguna hacen ceder a Landuino, que se mantiene firme en su fidelidad a
Urbano II. Esto le cuesta varios meses de prisión. El 8 de septiembre de
1100 muere Guibert y Landuino es puesto en libertad. Pero está tan
debilitado que no puede seguir el camino. Se refugia en el monasterio
cercano de San Andrés, "al pie del monte Sirapte", donde muere el 14 de
septiembre de ese mismo año, a los siete días de su liberación.
A pesar de todo, la carta de Bruno a sus hijos, no sabemos cómo, llega a
Chartreuse. Quizás uno de los compañeros de viaje de Landuino logra escapar
de los partidarios de Guibert, o Landuino la confía, antes de morir, a un
mensajero. Lo que no es difícil imaginar es la veneración con que la reciben
y leen los ermitaños de la Gran Cartuja. Es el testamento de Bruno sellado
con la muerte de su prior Landuino. La Gran Cartuja queda firmemente
vinculada a Bruno y a Santa María de la Torre. Las circunstancias en que es
escrita y transmitida dan una significación conmovedora a esta carta:
Fray Bruno, a sus hermanos predilectos en Cristo: saludos en el Señor.
Por la detallada y consoladora relación de nuestro buen hermano Landuino,
tengo noticia del inflexible rigor con que seguís una observancia razonable
y verdaderamente digna de encomio. Me ha hablado de vuestro santo amor e
infatigable celo por cuanto se refiere a la pureza de corazón y a la virtud.
Por todo ello se alegra mi espíritu en el Señor. Sí, me alegro en verdad y
me siento movido a alabar y dar gracias al Señor; y, sin embargo, suspiro
amargamente. Me alegro, como es justo, al ver incrementarse los frutos de
vuestras virtudes; pero me duelo y avergüenzo de permanecer estancado y
negligente en la miseria de mis pecados.
Alegraos, pues, mis carísimos hermanos, por vuestra feliz suerte y por las
abundantes gracias que la mano del Señor ha derramado sobre vosotros.
Alegraos de haber escapado de los muchos peligros y naufragios del
tempestuoso mar del siglo. Alegraos de haber alcanzado el reposo tranquilo y
seguro del más resguardado puerto. ¡Cuántos lo han deseado, cuántos han
luchado por ello y, sin embargo, no lo han conseguido! Otros muchos, después
de haberlo alcanzado, son excluidos de él, porque a ninguno de ellos se le
había concedido esta gracia de lo alto.
Tened por cierto, hermanos míos, que todo el que llega a perder, por la
causa que sea, este ansiado bien después de haberlo gustado, lo lamenta
luego toda la vida, si tiene algún interés o preocupación por la salvación
de su alma.
De vosotros, mis carísimos hermanos laicos, digo que mi alma glorifica al
Señor al ver las grandezas de su misericordia sobre vosotros, según el
informe de vuestro prior y padre amantísimo, que se siente lleno de gozo y
santo orgullo por vosotros. También yo me alegro, pues, aunque no seáis
letrados, el Dios todopoderoso graba con su dedo en vuestros corazones, no
sólo el amor, sino también el conocimiento de su santa ley. Con vuestras
obras, en efecto, demostráis lo que amáis y conocéis. Porque practicáis con
todo cuidado y celo posibles la verdadera obediencia, que es el cumplimiento
de la voluntad de Dios y la clave y sello de toda observancia espiritual.
Obediencia que no existe nunca sin mucha humildad y gran paciencia, y que
siempre va acompañada del casto amor de Dios y de la verdadera caridad. Lo
cual pone de manifiesto que recogéis sabiamente el fruto suavísimo y vital
de las divinas Escrituras.
Permaneced, pues, hermanos míos, en el estado que habéis alcanzado, y evitad
como la peste esa pandilla malsana de vanidosos legos que difunden sus
escritos supersticiosos, musitando lo que ni entienden ni aman, y
contradiciéndolo con sus palabras y obras. Ociosos y giróvagos, murmuran de
los buenos religiosos y se tienen por dignos de alabanza si infaman a
quienes la merecen; toda regla u obediencia les resulta odiosa.
Quise retener conmigo a fray Landuino, por sus muchas y graves enfermedades.
Pero él, como estando sin vosotros nada encuentra sano, alegre, confortante,
ni provechoso, no ha consentido. Con muchas lágrimas y suspiros me ha
demostrado en cuanta estima os tiene y con qué entrañas de perfecta caridad
os ama a todos. Así que no quise presionarle en modo alguno, por temor de
lastimarle a él o a vosotros, tan estimados para mí por el mérito de
vuestras virtudes. Por esto, hermanos míos, os pongo en aviso y os ruego
humilde y encarecidamente que la caridad que lleváis en vuestros corazones
se manifieste en obras con vuestro prior y padre amadísimo, suministrándole
con atención y delicadeza cuanto necesite su quebradiza salud. Es posible
que rechace vuestras atenciones y cuidados, prefiriendo poner en peligro su
salud y aun su vida antes que omitir un punto de la penitencia corporal,
pero esto evidentemente no puede permitirse. Quizá lo haga por rubor de
verse en esto el último quien es el primero en la comunidad, temiendo que
alguno de vosotros tome de ahí ocasión para hacerse más tibio o remiso,
temor que juzgo totalmente infundado. Y para que no os veáis impedidos de
prestarle este favor, os permito que hagáis, sólo en esto, mis veces y
podáis obligarle respetuosamente a tomar cuanto hayáis preparado para mejora
de su salud.
En cuanto a mí, hermanos, sabed que mi único deseo después de Dios es el ir
a veros. Y en cuanto pueda lo haré, con la ayuda del Señor. A Dios.
Esta carta, cargada de la emoción de sus circunstancias, rebosa el calor del
amor y ternura de Bruno hacia sus hijos de Chartreuse. Bruno sigue siendo
para ellos el padre, el fundador y maestro. Aunque no se conserven otros
documentos escritos, los vínculos entre Chartreuse y Santa María de La Torre
deben haber sido frecuentes por medio de cartas, mensajeros o amigos
comunes, que viajan de un lado para otro. Si Bruno manda cartas mediante
mensajeros a Raúl le Verd, ¿cómo no iba a hacerlo con "sus hermanos
predilectos en Cristo"?
La carta a sus hijos, más breve y familiar que la escrita a Raúl, es una
efusión de gozo y afecto paternal. En ella Bruno exulta y alaba al Señor por
los dones concedidos a sus hermanos. Bruno se alegra e invita, como Pablo a
su queridos filipenses (4,4), a alegrarse en el Señor. Y para manifestar su
alegría entona con María el Magnificat: "Se alegra mi espíritu en el Señor"
y, de modo especial, dirigiéndose a los hermanos conversos: "Mi alma
glorifica al Señor". Bruno, ante las noticias que le ha llevado Landuino, no
puede cerrar sus labios a la alabanza porque el Señor derrama sobre su amada
Cartuja "su gracia a manos llenas". Escuchando a Landuino, Bruno contempla
"las maravillas de la misericordia de Dios" sobre los humildes ermitaños. La
bondad de Dios con sus hijos despierta en el padre un gozo incontenible, al
mismo tiempo que le lleva a dolerse y avergonzarse porque se ve a sí mismo
negligente y estancado en la miseria de sus pecados. Las maravillas de Dios
brillan en los humildes, manteniéndoles fieles a su vocación. El "casto amor
de Dios y la verdadera caridad" es la expresión principal de esa fidelidad a
la vida contemplativa.
Y el alma de la fidelidad es la obediencia, por la que Bruno felicita a los
hermanos, ya que "la obediencia es el cumplimiento de la voluntad de Dios y
la piedra de toque de la auténtica vida espiritual". Al final de su larga
vida contemplativa, Bruno no quiere grandes penitencias, sino una
"observancia razonable" y una "verdadera obediencia", como cumplimiento de
"la voluntad de Dios", fruto "del amor de Dios y de la verdadera caridad".
Esta verdadera caridad se traduce en "prestar con atención y delicadeza
cuanto necesite la quebrada salud del prior y padre amadísimo", lo que vale
para cualquier otro hermano necesitado. Para Bruno es inadmisible anteponer
"la penitencia corporal" a la caridad.
Bruno nos da una luz nueva sobre la obediencia. Dirigiéndose a los hermanos
conversos, les dice que la obediencia les sitúa en el mismo plano de los
padres, que alimentan su vida contemplativa en las Sagradas Escrituras. El
converso no estudia; a veces es inculto, iletrado, incapaz de leer la
Escritura. Pero la obediencia suple al conocimiento. Es al mismo tiempo amor
y conocimiento, permitiendo al más ignorante "recoger sabiamente el fruto
suavísimo y vital de las divinas Escrituras". Con sus obras "demuestran lo
que aman y conocen".
Para todos, la vida contemplativa, vivida con fervor, "da la seguridad de un
resguardado puerto". Es "la gracia concedida de lo alto". La vocación a la
vida contemplativa es una llamada al amor casto de Dios, vivido y gustado en
la soledad, el silencio y la simplicidad. Es un anticipo del cara a cara
eterno con Dios, un preludio de la paz del cielo. Por ello, el que la ha
experimentado una vez, aunque las circunstancias le priven de ella, nunca
"dejará de lamentarlo durante toda su vida".