SAN BRUNO - MELODIA DEL SILENCIO: 16. PROFESION DE FE ANTES DE MORIR
Emiliano Jiménez Hernández
Contenido
16. PROFESION DE FE ANTES DE
MORIR
a) A la
espera del Señor para abrirle apenas llame
b) Bruno, hombre de corazón
profundo
16. PROFESION DE FE ANTES DE MORIR
a) A
la espera del Señor para abrirle apenas llame
A las dos cartas hay que añadir la profesión de fe que Bruno hace antes de
morir. Por su acento y expresión nos ayuda a penetrar más adentro en el
secreto espiritual de su persona y de su vida.
Bruno vive pacíficamente en su monasterio de Santa María de La Torre hasta
su muerte, acaecida el domingo 6 de octubre de 1101, día en que la Iglesia
le venera con culto público desde que León X le colocó solemnemente en el
número de los Santos. Antes de expirar desea dar a sus discípulos el ejemplo
de lo que con tanta constancia han seguido, el odio a toda doctrina
sospechosa y, principalmente, a los errores introducidos por los innovadores
de su tiempo. A este respecto, haciendo su última profesión de fe, declara,
contra la herejía de Berengario, que el pan y el vino, consagrados en el
altar, son la verdadera carne y la verdadera sangre de Jesucristo.
Bruno desea vivamente volver a Chartreuse. Así se lo dice en la carta que
envía con Landuino: "En cuanto a mí, hermanos mío, sabed que mi único deseo,
después de Dios, es el ir a veros. Y lo haré en cuanto pueda, con la ayuda
de Dios". Se queda con el deseo. No es ese el plan de Dios. Bruno se halla
al término de su peregrinación. Ha ido dando todo a Dios, en la medida en
que se lo ha ido pidiendo. Ahora sólo espera que llegue el Señor, "para
abrirle la puerta apenas llame". El Señor le manifestó su rostro y lo
introdujo en su gloria el domingo 6 de octubre de 1101.
La muerte une a Bruno con los amigos y conocidos de su vida. En menos de dos
años mueren tres personajes estrechamente relacionados con él. Urbano II
muere el 29 de julio de 1099. Rainier, antiguo monje de Cluny, nombrado
cardenal, le sucede con el nombre de Pascual II. Era amigo de Bruno y tenía
en gran aprecio su fundación. En julio de 1101, Pascual II confirma las
donaciones del conde Rogerio a los ermitaños de Calabria.
En septiembre de 1100 le van llegando a Bruno, una tras otra, las noticias
de la cautividad, liberación y muerte de Landuino. La fidelidad de Landuino
al Papa le llena sin duda de alegría y santo orgullo. Su muerte, en cambio,
le resulta muy dolorosa. Landuino era el compañero de la primera hora, el
amigo fiel, el confidente de sus penas y alegrías, el discípulo en cuyas
manos había dejado con plena confianza su fundación de Chertreuse en el
momento de su partida a Roma.
También el conde Rogerio, guerrero afortunado y gran admirador de Bruno,
muere el 21 de junio de 1101. Toda la fundación de Calabria está vinculada a
su nombre. Indudablemente, ha sido para Bruno un mecenas insistente, casi
demasiado generoso; pero con una generosidad sincera, nacida de un verdadero
deseo de asegurar por largo tiempo la presencia de los ermitaños en
Calabria.
A fines de septiembre de 1101, Bruno contrae su última enfermedad. No
sabemos nada acerca de esta enfermedad. Pero Bruno presiente la llegada de
su muerte. En la Carta circular, que escriben sus hijos, encabezando el
"Rollo de difuntos", escriben: "Dándose cuenta de que se le acercaba la hora
de pasar de este mundo al Padre, Bruno convocó a sus hermanos y fue evocando
las distintas etapas de su vida desde la infancia, recordando los sucesos
más importantes de su tiempo. Después expuso su fe en la Trinidad mediante
una alocución profunda y detallada, y concluyó con la profesión de fe".
Al sentir que le llega la hora de pasar de este mundo al Padre, Bruno manda
llamar a todos los monjes y ante ellos hace su confesión pública de fe. Sus
discípulos se encargan de transmitir a la posteridad dicha profesión. Es
algo de lo poco que ha quedado del santo y sabio solitario, junto con sus
comentarios a los salmos y a las epístolas de san Pablo, y las dos cartas a
Raúl y a los hermanos de la Cartuja.
A modo de prólogo, los hermanos de Calabria escriben: "Hemos cuidado de
conservar por escrito la profesión de fe de Maestro Bruno, pronunciada ante
todos sus hermanos reunidos en comunidad cuando sintió que se le acercaba la
hora de dar el paso que espera todo mortal; porque nos rogó con
encarecimiento que fuésemos testigos de su fe en Dios". No se conserva la
"alocución profunda y detallada de su fe en la Trinidad" ni la "evocación de
las distintas etapas de su vida", pero sí la profesión de fe:
Creo firmemente en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo: Padre no
engendrado, Hijo unigénito, Espíritu Santo procedente de ambos; creo también
que estas tres personas son un solo Dios.
Creo que el mismo Hijo de Dios fue concebido del Espíritu Santo en el seno
de María Virgen. Creo que la Virgen fue castísima antes del parto y que en
el parto y después del parto permaneció siempre virgen. Creo que el mismo
Hijo de Dios fue concebido entre los hombres como verdadero hombre sin
pecado. Creo que este mismo Hijo de Dios fue apresado por odio de los
judíos, tratado injuriosamnete, atado injustamente, escupido y azotado. Creo
que fue muerto y sepultado, que bajó a los infiernos para librar de allí a
los suyos cautivos. Descendió por nuestra redención, resucitó y subió a los
cielos, de donde ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
Creo en los sacramentos que cree y venera la Iglesia, y expresamente en que
lo consagrado en el altar es el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de
nuestro Señor Jesucristo, que nosotros también recibimos en remisión de
nuestros pecados y como prenda de salvación eterna. Amén.
Confieso mi fe en la santa e inefable Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, un solo Dios natural, de una sola substancia, de una sola naturaleza,
de una sola majestad y potencia. Creemos que el Padre no ha sido engendrado
ni creado, sino que es ingénito. El mismo Padre no recibe su origen de
nadie; de él recibe el Hijo su nacimiento y el Espíritu Santo, la procesión.
Es pues, la fuente y el origen de la divinidad. El mismo Padre, inefable por
esencia, engendró inefablemente de su substancia al Hijo, pero sólo engendró
lo que es él; Dios engendró a Dios; la luz engendró a la luz; de él, pues,
procede toda paternidad en el cielo y en la tierra. Amén.
En esta profesión de fe se aprecian los pensamientos que animaban la
contemplación de Bruno en el desierto. Ha pasado su vida inmerso en la
contemplación de la Paternidad divina, de la Eucaristía, de la Encarnación y
Redención de Jesucristo y, también, de María, la madre siempre Virgen. En la
contemplación de estos misterios, Bruno ha encontrado su gozo, su vida, su
plenitud. Espontáneamente, en la hora de la muerte, su última mirada se
centra en estos tesoros de la Revelación. Sus labios confiesan lo que
siempre ha vivido. Antes de morir, Bruno abre su alma y deja brillar la Luz
que ha iluminado toda su vida.
El domingo siguiente, su alma santa se separa del cuerpo. Es el 6 de octubre
del año del Señor 1101. Bruno muere, pues, con algo más de 70 años, a los 17
años de haber fundado la Cartuja. Apenas se conoce la noticia de su muerte,
la gente de Calabria y de toda Italia corre a venerar sus restos mortales.
Tres días tienen que dejar expuesto el cadáver antes de enterrarlo.
b) Bruno, hombre de
corazón profundo
Cuando moría un monje importante, era costumbre enviar a las Iglesias y
monasterios donde le conocían un mensajero para dar noticia de su muerte y
pedir sufragios y oraciones por el descanso de su alma. Este mensajero
llevaba colgados al cuello largos rollos de pergamino, Rollos, de donde se
deriva el nombre dado al mensajero: Rolliger, portador de rollos. En estos
rollos, los que habían conocido al difunto escribían el elogio que les
parecía mejor, prometiendo oraciones. Estos textos se han transmitido bajo
el nombre de Títulos fúnebres.
Así se hace con Bruno. Después de su muerte, los ermitaños de Santa María de
La Torre envían un relato de su muerte a las principales iglesias y
monasterios de Italia, Francia, Alemania, Inglaterra, Irlanda... El Rolliger
recorre todas las Iglesias y monasterios en los que Bruno era conocido. Ese
documento, junto con los elogios escritos por los ciento setenta y ocho que
reciben el relato de su muerte, es uno de los más completos y valiosos que
existen. Estos ciento setenta y ocho Títulos fúnebres, que se conservan, nos
dan la impresión que había dejado Bruno en quienes convivieron con él a lo
largo de su vida. A los ya citados podemos añadir el que escriben los
ermitaños de la Cartuja:
Nosotros, los hermanos de Chartreuse, quedamos afligidos y desconsolados
como nadie al enterarnos de la muerte de nuestro Padre Bruno, cuya
celebridad es tan grande. ¿Cómo poner límites a lo que haremos por un alma
tan santa y querida para nosotros? Los beneficios que le debemos quedarán
siempre por encima de cuanto podamos hacer. Rogaremos por él ahora y
siempre, considerándolo nuestro único Padre y Maestro. Como buenos hijos no
dejaremos de aplicar las misas y sufragios espirituales que solemos ofrecer
por los difuntos.
En estos títulos encontramos un testimonio de la huella que dejó Bruno tras
de sí. Bruno aparece como "luz del clero", "intérprete de las Escrituras,
"guía de santos", "doctor de doctores". Y cuando el autor del elogio le ha
tratado de cerca, la admiración cede el puesto al afecto, al agradecimiento,
hasta a la ternura. La extraordinaria bondad que irradió Bruno en su vida
queda registrada en los versos que le dedicaron los ermitaños de Calabria:
Por muchos motivos merece Bruno ser alabado, pero sobre todo por uno: Fue un
hombre de carácter siempre igual, siendo ésta su característica. De rostro
siempre alegre, era sencillo en su trato. A la firmeza de un padre unía la
ternura de una madre. Ante nadie hizo ostentación de grandeza, sino que se
mostró siempre manso como un cordero. Realmente fue en esta vida el
verdadero israelita del Evangelio.
Después de su muerte, Bruno es enterrado, como los demás ermitaños, en el
cementerio de Santa María de La Torre. Poco después es trasladado a la
iglesia misma del eremitorio. Más tarde, cuando el eremitorio fue
abandonado, convirtiéndose en cenobio, los restos de Bruno fueron
trasladados a la iglesia de San Esteban, colocándolo debajo del presbiterio.
Y, cuando el 27 de febrero de 1514 los Cistercienses devolvieron el
monasterio a los Cartujos, los restos de Bruno volvieron a la iglesia de
Santa María.
Guigo, quinto prior de la Gran Cartuja, le definió significativamente,
diciendo: "Bruno, hombre de corazón profundo". Bruno ama, y cuando el amor
alcanza cierta profundidad sólo puede saciarse en la soledad, el silencio y
el don total de sí mismo hasta el sacrificio en esa simplicidad que le
permite la cercanía de Dios.
San Bruno no ha sido nunca canonizado formalmente, pues los cartujos rehuyen
todas las manifestaciones públicas. Sin embargo, en 1514 el Papa León X
autorizó a los cartujos, por un oráculo de viva voz, el culto de San Bruno.
El cardenal de Pavía, protector de la Orden de los cartujos, encargado por
el Papa de estas gestiones, lo narra: "Su Santidad el Papa León X, habiendo
oído desde hace mucho tiempo grandes ponderaciones de la gloria y santidad
del bienaventurado confesor Bruno, juzgó justo y razonable que quien había
estado adornado de dones tan grandes y gracias tan excelentes y había
recibido del Todopoderoso un corazón tan dócil para cumplir sus preceptos y
guardar su ley de vida y santidad, fuera venerado y honrado con un culto
digno de él, ahora que goza para siempre de la gloria divina". Por una bula
del 17 de febrero de 1623, Gregorio XV extendió el culto de San Bruno a la
Iglesia universal.
En la iglesia de Santa María hay una hermosa imagen de san Bruno. Pero no
nos basta para hacernos una idea aproximada de él. Sólo indirectamente
podemos comprender lo que fue por la vida de sus seguidores. Sin embargo,
también sus discípulos se caracterizan por su silencio; los cartujos se
encierran en el silencio impenetrable, que envolvió la vida de su fundador.
No es mucho lo que sus hijos nos dicen de su padre; sólo su vida testimonia
lo que Bruno vivió y les transmitió. El espíritu cartujano no busca la
exaltación del hombre, ni siquiera la del fundador; Bruno desaparece en la
bruma de los siglos, pero su obra sobrevive, como testimonio imborrable de
la gracia de Dios, que colmó su alma.