SAN BRUNO - MELODIA DEL SILENCIO: 17. LA ORDEN DE LA CARTUJA
Emiliano Jiménez Hernández
Contenido
17. LA ORDEN DE LA CARTUJA
a) Las Consuetudines
b) Fidelidad al espíritu
original
c) En la hoguera del amor
divino
a) Las Consuetudines
Bruno jamás pensó en fundar una Orden; por eso no se preocupó de escribir
una Regla. Los cartujos se constituyeron en una Orden después de la muerte
del fundador. Guigo Duchastel, el quinto prior de la Gran Cartuja, a
instancias de los superiores de los otros monasterios, recoge por escrito
las costumbres de la Gran Cartuja, formando así las Constituciones que, en
su conjunto, no se pueden relacionar ni con la Regla de San Basilio, ni con
la de San Agustín, ni con la de San Benito, aunque Guigo se sirva de todas
ellas. Con el nombre de Consuetudines son publicadas y aprobadas por
Inocencio II en 1133. Más tarde, en el año 1170, son aprobadas de nuevo como
Constituciones por el Papa Alejandro III. A partir de ese año se puede
hablar de la Orden de la Cartuja.
Hacia 1120, Guigo , se encuentra con un delicado problema. Bruno ha legado a
sus hijos una realidad viva, pero no unas Constituciones. Hugo, obispo de
Grenoble, que ha ayudado a Bruno y a sus primeros compañeros en la fundación
del primer eremitorio, tiene casi setenta años y, movido por el deseo de dar
unas estructuras durables a la obra de Bruno, de tanta utilidad para la
Iglesia, urge a Guigo para que redacte por escrito una especie de
Constituciones de la vida cartujana.
Por otra parte, ya en 1115 se han inaugurado dos eremitorios según el
espíritu de la Gran Cartuja: uno en Portes, cerca de Belley; y a poca
distancia, en Saint-Sulpice-en-Bugey, otro grupo de ermitaños desea vivir
según el ideal de Bruno; al año siguiente se abren otros cuatro: Les
Ecouges, en la diócesis de Grenoble; Durbon, en la diócesis de Gap;
Sylve-Bènite, en la diócesis de Vienne, en el Delfinado; y en Myriat, un
canónigo de Lyón, Ponce de Balmey, funda otro eremitorio, en el que Guigo
pone como prior a uno de los primeros compañeros de Bruno. Las fundaciones
se multiplican y varios de los priores de estos eremitorios piden una regla
escrita de la vida eremítica según Bruno.
Esta insistencia de Hugo y de los priores le crea a Guigo un verdadero
problema de conciencia: ¿No había recusado Bruno crear una Orden religiosa?
¿No había dejado siempre a Calabria vivir su vida propia sin anexionarla
nunca a Chartreuse? ¿No estaba claro que cada eremitorio dependía del obispo
del lugar? ¿Y cómo él, Guigo, se iba a atrever a legislar cuando Bruno no lo
había hecho? Los hermanos de la Gran Cartuja le han elegido como prior hace
once años, cuando sólo tenía veintiséis años. ¿Le permiten sus trece años de
Cartujo escribir una Regla para imponerla a otros hermanos que tienen una
experiencia de vida eremítica más larga y completa que la suya? Y él, con un
temperamento tan distinto del de Bruno, ¿está capacitado para interpretar su
pensamiento? En el prólogo de Las Consuetudines escribe: "No me juzgo el
hombre indicado para ejecutar tal obra".
Pero, por otra parte, si se debe redactar la Regla de la vida eremítica
según el espíritu de Bruno, este es el momento oportuno. Ahí está el obispo
Hugo, para dar fe de las intenciones de Bruno y confirmar la autenticidad de
su interpretación; todavía viven algunos de los primeros ermitaños que han
conocido a Bruno y han visto y vivido su estilo de vida. No se puede perder
la oportunidad de la presencia y recuerdos de tales testigos.
Después de superar sus muchas dudas, Guigo se decide a escribir las
constituciones. Sin embargo, no quiere legislar, sino simplemente codificar
lo que se hace en la Gran Cartuja. Escribirá simplemente "las Costumbres de
nuestra Casa" sin imponer sus puntos de vista personales. Su obra se reduce
a transmitir una tradición, como hacen los hermanos que envía el prior de
Chartreuse a las nuevas fundaciones para formar, según la experiencia
cartujana, a los nuevos ermitaños. Su obra no lleva el título de Regla ni de
Constituciones, sino más modestamente el de Costumbres. Está redactada en
forma de carta, dirigida a los priores que le han solicitado las
Constituciones. Recogiendo las Costumbres de Chartreuse asienta la obra de
Bruno con las epístolas de San Jerónimo, con la Regla de San Benito y "con
otros escritos de valor cierto y positivo". Lo que Guigo aporta es su
erudición y su estilo literario tan original, su sentido innato del
gobierno, su fidelidad y admiración por Bruno, su amor a la soledad y a la
vida contemplativa. Seis años dedica a la redacción de Las Consuetudines,
terminándola hacia el año 1127.
El texto sobrio y austero de Las Consuetudines alcanza en su desnudez una
densidad y plenitud admirables. Por ello, nos ayuda a penetrar en lo más
hondo del alma y de la vocación de Bruno. El texto no ha nacido en Guigo de
una reflexión abstracta y fría, sino que es la transcripción de una
experiencia comunitaria de más de cuarenta años. Es la experiencia del
espíritu que Bruno infundió en sus hijos durante los seis primeros años que
vivió con ellos. Con frase de Pío XI: "Dios, en su infinita bondad que nunca
deja de proveer a las necesidades e intereses de su Iglesia, eligió a Bruno,
hombre de eminente santidad, para devolver a la vida contemplativa el brillo
de su pureza original". Es lo que recoge Guigo en Las Consuetudines: "el
himno a la vida contemplativa en soledad".
b) Fidelidad al
espíritu original
Los cartujos desde el principio aspiraron, en primer lugar, a imitar la vida
del anacoretismo primitivo. Quisieron ser, ante todo, unos ermitaños y, en
medio del mundo occidental, dieron al cristianismo del desierto un impulso
de resurrección. Nuevamente, de entre las cenizas, surgió el fuego de la
vida en soledad. La Cartuja, sin embargo, no es simple copia del ascetismo
de los anacoretas. Los cartujos incorporaron también la vida cenobítica,
creada por san Pacomio. Unir la vida comunitaria a la vida solitaria fue el
deseo íntimo de Bruno. La vida cartujana es, pues, una mezcla de eremitismo
y cenobitismo, una síntesis de vida solitaria y comunitaria.
Bajo estas Consuetudines, la Cartuja se ha mantenido fiel al espíritu de San
Bruno. Mientras las demás Ordenes de la Edad Media adquirieron un rápido
desarrollo, para iniciar en seguida también una marcha descendente, con la
Cartuja sucede lo contrario. Se desarrolla, al principio, de una forma lenta
y, sólo doscientos años después, adquiere un desarrollo tan fuerte que las
dificultades de la época no le afectan. Aunque algunos monasterios, por la
prosperidad de sus ganados, llegan a adquirir cierta opulencia, sin embargo,
esto no frena su buena marcha espiritual. Desde luego la Cartuja nunca ha
logrado extenderse tanto como otras órdenes religiosas. En 1300 son 63
cartujas; en los cien años siguientes siguen fundándose nuevos monasterios y
luego comienza su descenso. A partir de 1091 Europa, -sobre todo Francia,
Italia y España-, vio surgir hasta 282 monasterios de cartujos, quedando su
número reducido a 20 a principios del siglo XX. Desde 1147 hay también
cartujas de mujeres, fundadas bajo la dirección del Beato Juan de España
(+1160) y san Anselmo (+ 1178), séptimo prior de la Cartuja y luego obispo
de Belley.
La marcha casi inalterable de los cartujos, fieles a su espiritualidad
austera, se refleja en un episodio, que recoge una leyenda. El Papa Urbano V
sentía gran afecto por los cartujos e, impresionado por sus rigurosas
penitencias, como prueba de su afecto, introdujo algunas mitigaciones en la
regla, como la creación de un abad general, la comida en común en ciertas
ocasiones, la posibilidad de comer carne los monjes de salud delicada, etc.
Estas innovaciones produjeron gran consternación entre los monjes. Por ello,
decidieron mandar una delegación al Papa, presidida por el prior Juan de
Neuville. Fue un espectáculo extraordinario, según la leyenda, ver entrar a
los monjes blancos con su tosco calzado por los hermosos salones del palacio
pontificio. El Papa los recibió amablemente y les saludó con estas palabras:
"Hermano Juan, no puedes figurarte el afecto que siento por tu Orden; por
eso la he dado unos nuevos estatutos, de los que estarás enterado". Después
de un saludo tan amable, la conversación tomó un giro inesperado. Todos
aguardaban que los cartujos se desharían en manifestaciones de gratitud por
las bondades del Pontífice. Sin embargo, el Prior, de rodillas, replicó:
"Ciertamente, Santo Padre, estoy enterado; pero permitidme decir con
franqueza que esos estatutos no conducen a nuestro bien, sino a la ruina de
nuestra Orden, pues ellos nos obligan a vulnerar las constituciones de
nuestros padres". Demostró minuciosamente en qué se basaban sus temores y
con toda humildad rogó al Papa que revocase tales estatutos. El ruego, fuera
de lo habitual, pues las visitas al Papa eran normalmente para pedir
privilegios, sorprendió al Papa y a todos los presentes. Pero Urbano V era
de una gran elegancia espiritual y no se sintió herido ante el rechazo de la
prueba de su afecto a la Orden. Tras una breve reflexión, dijo: "Permitimos
a los cartujos continuar en su antigua vida de rigor y penitencia, ya que no
desean adaptarse a las mitigaciones que Nos creímos un deber concederlos.
¡Ojalá que puedan perseverar siempre en sus santas resoluciones y en la
observancia de su Regla austera e inflexible!".
El camino del monacato nunca ha sido ni fácil, ni agradable; es un sendero
estrecho, que conduce a las cumbres luminosas y llenas de claridad; junto a
sus márgenes se abren abismos profundos y rocosos; para recorrerlo es
necesario un espíritu osado y sereno. El monje lo sacrifica todo en aras del
amor cristiano, que arde en lo íntimo de su ser con llamaradas
inextinguibles. Es un hombre disciplinado, que adapta su vida a la rigidez
de la Regla; se somete voluntariamente a una norma, que informa toda su
vida; consagrada su existencia enteramente a Dios y encerrada del todo en su
interior, todo lo demás le es indiferente; de la firmeza interior del monje
nace la luz divina, en que está envuelta de vida monástica.
La vida de los monjes blancos no es nunca vida idílica. La vida de soledad y
silencio, en sus comienzos, es dura. Sólo vivida en la presencia de Dios, la
soledad deja de ser soledad, pues en el silencio el monje vive tan
intensamente la proximidad de Dios que en su celda ya no se siente solo.
Siente continuamente la presencia de Dios en su vida de oración. Cuando el
monje sabe hablar con Dios, experimenta en la oración alegrías
indescriptibles, que en nada pueden compararse con las satisfacciones de los
sentidos.
La santa Regla libra al monje de todas las perplejidades e inquietudes, que
atormentan a los demás hombres. El monje conoce el fin de su vida y sabe el
camino para alcanzarlo; al entrar en el claustro se decidió a recorrerlo. En
franca oposición a la desorientación de nuestros días, el monje es el hombre
mejor orientado, que sigue su camino sin titubeos ni vacilaciones.
Al cartujo no le importa nada el qué dirán. Vive en completa indiferencia de
la estima humana, que esclaviza a tantos hombres. No preocuparse de la fama,
del honor y de estar bien considerado, es propio de los que viven en Dios.
Quien vive la vida de Dios y aún se desvive por la vana estima, vive
dividido en su interior; en realidad, se busca a sí mismo y no a Dios. Es,
en cambio, tan grande el deseo que tienen los cartujos de pasar
desapercibidos que ni siquiera se preocupan de incoar procesos de
canonización de sus hermanos muertos. El mismo Bruno no fue nunca
canonizado; sólo cuatrocientos años después de su muerte el Papa concedió a
los cartujos la celebración de su culto. Los cartujos desean pasar
desapercibidos durante su vida y también después de su muerte.
Por ello, la historia de los cartujos es una historia sin apenas datos
históricos, pues a los ojos del mundo han pasado desapercibidos. Los
cartujos no se han preocupado ni siquiera de publicar la tan leída "Vida de
Cristo" del cartujo Ludolfo de Sajonia, ni las tan apreciados obras de
Dionisio el cartujano. Si no lo hubieran hecho otros, nunca se hubieran
publicado. Para los cartujos no tiene importancia alguna la publicación de
libros; es algo no esencial y les es indiferente lo que el mundo piense de
ellos. El silencio sobre su vida es lo que más aprecian.
c) En la hoguera del
amor divino
La experiencia singular de Bruno es un carisma del Espíritu Santo en favor
de todo cristiano que desea vivir plenamente su bautismo: "El alma humana
vive atormentada siempre que se nutre entre espinas, es decir, cuando busca
algo fuera de Dios". Dios no admite corazones divididos. Bajo formas
distintas, según la vocación personal, todo cristiano es invitado a "dejar
padre, bienes y sus propios proyectos de vida para seguir a Cristo".
Bruno está convencido, y así se lo ha transmitido a sus hijos, de que es
indispensable para el vigor espiritual y para la eficacia apostólica de la
Iglesia que algunas almas se entreguen completamente a la vida
contemplativa: "María ruega tanto por sí misma como por todos los demás que
están entregados, como Marta, a otras ocupaciones". Es María la que da a
Marta su más profunda eficacia apostólica.
En Cristo, sentado a sus pies, escuchando y acogiendo su palabra, el
cristiano goza de la "parte mejor", de la "única cosa necesaria", según las
palabras de Cristo a María en Betania, en casa de Lázaro, la víspera de su
Pasión. Guigo, en Las Consuetudines, invocando estas palabras de Cristo,
reivindica para el Cartujo el derecho a vivir una vida totalmente
contemplativa, como María a los pies de Jesús, completamente alejada de
todas las actividades, incluso de la más legítimas y santas, de Marta, como
la hospitalidad y el servicio pastoral: "María ha elegido la parte mejor,
que no le será quitada. Al decir la mejor, el Señor no sólo la elogia, sino
que la antepone a la inquieta actividad de su hermana. Al decir que no le
será quitada, la dispensa de mezclarse en las inquietudes y turbaciones de
Marta, por legítimas que sean".
En el fondo, al retirarse a la soledad y al silencio, alejándose del mundo
para vivir en Dios solo, Bruno, paradójicamente, se introduce en lo más
profundo del corazón de los hombres. Y desde el corazón muestra a todos
dónde se encuentra la realización del más profundo anhelo de toda persona:
el deseo de escapar de lo efímero y asirse en lo firme y eterno.
Sin palabras, sólo con su vida elocuente han mostrado los cartujos la
solución del problema siempre actual de la renovación de la Iglesia. En casi
todos los siglos se ha presentado el problema de una reforma interior. Pero
sólo las que se hacen manteniendo la radicalidad del Evangelio dan
verdaderos frutos. Las que buscan adaptarse a los tiempos, aguando el
Evangelio, son reformas falsas. Los cartujos dieron en la diana de la
verdadera reforma: no predicar la reforma para los demás, sino practicarla
en ellos mismos. Aferrados a las tradiciones de los padres, la vida de los
cartujos es hoy, sustancialmente, la misma que hace novecientos años. Parece
que el tiempo se ha detenido en los claustros de las cartujas. Los cartujos
no han sido desbordados por el tiempo, sino que han triunfado sobre él.
Mientras los israelitas luchaban contra los amalecitas, Moisés, con las
manos levantadas al cielo, imploraba la misericordia de Dios y el pueblo de
Israel llevaba la ventaja en el combate. Las manos Moisés en actitud orante
dio la victoria definitiva a Israel. Este hecho es un símbolo de lo que
hacen los cartujos. Ellos hacen respecto a la cristiandad lo que Moisés hizo
respecto a Israel durante la gran batalla contra los amalecitas. Ellos
levantan constantemente sus manos al cielo, mientras la cristiandad libra la
ruda batalla con los tres poderosos enemigos del alma. Ellos hacen la "única
cosa necesaria" para la salvación del mundo.
El único objetivo de la vida del cartujo es la unión con Dios. A ese
objetivo sacrifica todo. "Escondido con Cristo en Dios, ni la ciencia, ni el
poder, ni nada de este mundo interesa a estos monjes . Todas esas cosas, por
las que tanto se afanan los hombres, no despiertan en ellos más que una
total indiferencia. En la oración han hallado el camino que más directamente
les lleva a Dios y, por ello, prescinden de otros medios: "Todos los actos
de su vida, sus actitudes y sus ademanes, hasta los más imperceptibles
movimientos de su corazón, todo está dirigido a un solo fin: la más íntima
unión con Dios, vivir constantemente con el corazón unido al corazón de Dios
y consumirse en la hoguera del amor divino" (Van der Meer).