CANTAR DE LOS CANTARES
-RESONANCIAS
BIBLICAS:
4. LA VOZ DEL AMADO: 2,8-17
Emiliano Jiménez Hernández
Páginas relacionadas
a) Lenguaje simbólico
b) ¡La voz de mi amado!
c) Como un joven cervatillo
d) Levántate, amada mía
e) Paloma mía
f) Las raposas
g) Mi amado es mío y yo soy suya
El lenguaje simbólico tiene un valor primordial para el hombre. El
Concilio Vaticano II, más que darnos una definición de la Iglesia, la
describió mediante la integración de múltiples imágenes tomadas de la
vida pastoril, agrícola, familiar o de la construcción. El símbolo
orienta más que analiza; inspira más que explica. Habla a todo el
hombre, incidiendo directamente en la vida de fe. Incluso en nuestro
mundo técnico, eficientista y desacralizado, el hombre en los momentos
fundamentales de su existencia no puede por menos de recurrir a los
símbolos, es decir, dar un significado no material a las cosas.
Nacimiento y muerte, la comida y la misma relación sexual son algo más
que pura biología, se cargan de significado interno. El comer, por
ejemplo, no es un simple engullir alimentos; el comer se hace banquete,
celebración, comunión con los demás. El hombre, espíritu encarnado en el
mundo, hace de las cosas símbolos, cuyo significado transciende su valor
material inmediato. En esta realidad humana entra Jesucristo en su
encarnación. Dios se comunica al hombre entero, en su ser corpóreo y
espiritual, sin dualismo alguno. Hechos, palabras y cosas son
sacramentos, signos visibles que manifiestan y realizan en la Iglesia lo
que significan.
Los símbolos en la liturgia constituyen un lenguaje que prolonga e
intensifica la palabra; su poder evocador ilumina la palabra y saca a la
luz los sentimientos interiores del hombre. La alianza de Dios con su
pueblo se sella con gestos y ritos y no solamente mediante palabras. Más
aún, palabra y acción están íntimamente vinculadas. Los siete
sacramentos, signos sacramentales de la Iglesia, realizan lo que
significan. Y no sólo los sacramentos, toda la liturgia es acción; une
palabra y cosas, que se
cargan de significado: piedra como memorial del encuentro divino (Gén
28,18), óleo derramado como unción de reyes o sacerdotes, incienso como
símbolo de la nube de la presencia de Dios, que baja al hombre, o de la
oración del hombre que sube a la presencia de Dios, ceniza como signo de
duelo penitencial, "sal de la alianza de Dios" (Lv 2,13; Nm 18,19). El
Nuevo Testamento recoge los símbolos del Antiguo, dándoles un nuevo
significado: pan, vino, agua, aceite, perfume. La Iglesia sigue
haciendo lo mismo: fuego nuevo, luz, mezcla de leche y miel, flores, el
soplo del hálito, imposición de manos.
Los símbolos cósmicos en la liturgia reciben una significación nueva al
convertirse en símbolos históricos. Ya Israel injerta en ellos una
referencia a la historia de la salvación. La Iglesia los enriquece
refiriéndolos a Cristo. El símbolo llega a su plenitud cuando el
hombre le incorpora a sí en el gesto litúrgico, entrando en
contacto corporal con él. Entonces el símbolo, bajo la acción del
Espíritu Santo, actúa sobre el creyente y realiza lo que significa. Así
el agua se convierte en baño lustral o inmersión regeneradora; el
aceite, en unción; el pan, en comida; la luz, en iluminación. La
liturgia no es una oración mental, se expresa por medio de los labios,
se traduce en actitudes corporales. Y es que la Revelación no divorcia
el cuerpo y el alma; ve al hombre en su unidad, como espíritu encarnado
en el mundo. En el hombre lo espiritual y lo corporal están unidos; por
ello, un culto puramente espiritual no sólo no sería humano, sino que
es imposible.
La liturgia no se celebra en la interioridad, sino en el ámbito de lo
sensible; primero, porque es comunitaria y con los otros nos comunicamos
por los sentidos; y segundo, porque es preciso incorporar la dimensión
corporal, esencial al ser humano. La celebración litúrgica, por ello,
despierta y plenifica todos los sentidos del hombre y, a través de su
corporeidad, toda la persona. Por la liturgia, la palabra se inserta en
un arte total, en una experiencia de santa belleza, que transfigura
nuestros sentidos, todas nuestras facultades. Todos los aspectos de la
celebración, -perfume, incienso, luces vivas, cantos-, son símbolos del
cielo y de la tierra unidos y renovados en el cuerpo de Cristo bajo las
llamas del Espíritu. En la liturgia, con su belleza y armonía, los
símbolos y gestos llevan al hombre a participar plenamente del misterio
divino manifestado en Cristo Jesús. Con San Juan, podemos decir: "Lo que
existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que hemos contemplado y tocaron nuestras manos acerca
de la Palabra de vida, lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para
que estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con
el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1Jn 1,1-4).
La Escritura no aprecia la belleza en sus formas quietas, como hacen los
griegos. En el Cantar, el movimiento de atracción de los amados
conmociona lo que les circunda. Todos los seres saltan, van y vienen,
buscan, se pierden y encuentran, como reflejo exterior de la búsqueda,
del encuentro, de la ausencia o del gozo de la unión del amado y la
amada. El entorno participa de la vida de la pareja, celebrando su amor
y prestándose como símbolo verbal de sus vivencias inefables. Las
descripciones son siempre celebrativas, expresadas en símbolos que
implican todos los sentidos. Pero más que en la piel de las cosas, la
belleza para la Biblia radica en el interior; se descubre mejor con el
corazón que con los ojos. La belleza se encuentra en lo amado. Bello es
lo que se ama y produce gozo. El amor a una persona lleva a desvelar su
belleza oculta. Por ello, cuando el Cantar celebra la belleza del amado
o de la amada, no se refiere a sus formas, a sus rasgos exteriores, sino
a su figura que suscita atracción, enamoramiento, amor. La belleza se
percibe en la gracia, que enciende e ilumina los ojos del corazón.
El amor da oídos para oír lo que los demás ni oyen ni entienden (Mc
4,9). "El pastor llama a sus ovejas una por una y las saca fuera; las
ovejas le siguen porque conocen su voz" (Jn 10,3s). La esposa,
embriagada de amor, se ha quedado dormida. Pero, antes de que llegue el
esposo, ya oye su voz: ¡La voz de mi amado! La voz tiene una luz
que ilumina; la luz del oír es más clara que la luz de la mirada, a la
que engañan las apariencias. El oído es el sentido de la fe que no falla
(Rom 10,17). A Isaac le engañaron los sentidos del gusto, del tacto y
del olfato; sólo el oído, al que no dio crédito, le mostró la verdad
(Gén 27,18ss). También a Samuel, el vidente, las apariencias engañaron a
sus ojos (1Sam 16,6ss). La fe ilumina lo ojos del corazón, con los que
se ve al amado. Antes de que él traspase el umbral de la casa ya le ve
la amada: ¡He aquí que llega! Salta por los montes, brinca sobre los
collados.
El amor pone alas en los pies. Es el amado quien desciende siempre de
los montes en busca de la amada. El toma la iniciativa del amor. El
esposo irrumpe en el silencio y espera de la amada. La tensión del
abandono se rompe con su presencia como se rompe el invierno con la
explosión de la primavera. La brisa cálida ahuyenta sombras y temores.
El amor hace florecer la vida. "¡Qué hermosos son sobre los montes los
pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva de la
paz!" (Is 52,7). Con oír su noticia el horizonte desolado del invierno
se transforma en cuadro de colores y en música coral de ecos y voces en
armonía: "¡Oh Dios!, tu mereces un himno en Sión. Tú cuidas la tierra,
la riegas y la enriqueces sin medida; la acequia de Dios va llena de
agua, preparas los trigales; riegas los surcos, igualas los terrones, tu
llovizna los deja mullidos, bendices sus brotes; coronas el año con tus
bienes, las rodadas de tu carro rezuman abundancia; rezuman los pastos
del páramo, y las colinas se orlan de alegría; las praderas se cubren de
rebaños y los valles se visten de mieses que aclaman y cantan" (Sal 65).
Cuando Moisés dijo a los israelitas "en este mes vais a ser liberados"
(Ex 12,2), le contestaron: ¿Cómo vamos a ser liberados si todo Egipto
está lleno de la inmundicia de nuestra idolatría? Moisés les contestó:
Puesto que El desea vuestra liberación no se fija en la idolatría, sino
que "salta sobre los montes", que no son otra cosa que los ídolos, pues
"sobre las cimas de los montes sacrifican y sobre las colinas ofrecen
incienso" (Os 4,13).
La voz del Amado le levanta hasta el tercer cielo (2Cor 12,2-4), donde
escucha palabras inefables, que suscitan
el deseo de contemplar el rostro amado. Por ello con gozo
exclama: ¡He aquí que viene! El amado viene, se deja ver, pero
desaparece. Viene bajo una figura cada vez distinta (Mc 16,12). Cada
aparición del Señor confirma lo que la voz de los profetas había
anunciado (Sal 67,12). La profecía se cumple: "Lo que habíamos oído lo
hemos visto" (Sal 47,9). Habíamos oído: "He aquí que viene", y esto es
lo que hemos visto con nuestros ojos: "Muchas veces y de muchos modos
habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en
estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo" (Heb 1,1).
Viene el Amado, saltando sobre los montes y los collados, pisoteando y
disolviendo la maldad de los demonios, pues "los arroja al fondo del
mar" (Sal 45,3-4). El Señor dice a sus discípulos: "Yo os aseguro que si
tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: ¡desplázate de
aquí allá! y se desplazará" (Mt 17,20); se refería al demonio lunático
(Mt 17,15). O como dice Marcos: "Yo os aseguro que quien diga a este
monte: ¡quítate y arrójate al mar! y no vacile en su corazón, sino que
crea que va a suceder lo que dice, lo obtendrá" (Mc 11,23). Así viene el
amado, saltando sobre los montes y colinas, destruyendo a todos los
enemigos, poniendo bajo sus pies el león y la víbora, el leoncillo y el
dragón (Sal 90,13), la serpiente y el escorpión (Lc 10,19), es decir,
todos los demonios.[1]
Por la voz es como primero se conoce a Cristo. Cristo envía primero su
voz a través de los profetas y así, aunque no se le veía, sin embargo se
le oía. Se le oía gracias a lo que anunciaban acerca de él, y la
Iglesia, que se venía congregando desde el comienzo del tiempo, estuvo
escuchando sólo su voz hasta que pudo verle con sus ojos y decir: Mira, él viene saltando sobre los montes, brincando sobre los collados.
Saltaba, efectivamente, sobre los montes que son los profetas, y sobre
los santos collados, o sea, quienes en este mundo fueron portadores de
su imagen. Si queremos ver al Verbo de Dios, oigamos primero su voz y
luego podremos verle cuando pase el invierno de las pruebas. Pasada la
tribulación la esposa reposará con la cabeza apoyada en el esposo,
abrazada por él, para que no vacile en la fe. "Los montes altos son para
los ciervos" (Sal 103,18), mensajeros de la Buena Noticia: "Sube a un
monte alto, alegre mensajero para Sión; levanta con fuerza tu voz,
alegre mensajero para Jerusalén" (Is 40,9). Juan Bautista, que ha oído
su voz y ha exultado con ella, se hace mensajero del amado y clama: "He
aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29).
Es mi Amado como una gacela o un joven cervatillo. Vedle que se para detrás de nuestra tapia, mira por las ventanas, atisba por las celosías. El mostrarse y esconderse, atisbar por las celosías de las ventanas sin entrar, es propio de enamorados. Es el juego del amor, absurdo o necio para los extraños, pero que deleita a los amantes. Dios mismo se recrea en el juego del escondite. Se muestra al hombre y se esconde para que éste le busque. El esposo, antes de aparecer a la vista de la esposa, se da a conocer solamente por la voz; luego se muestra ya a la mirada, pero saltando sobre los collados y los montes, igual que el ciervo y la gacela. Viene a toda prisa al encuentro con la esposa. Sin embargo, al llegar donde mora la esposa, se para detrás de la casa, de modo que se perciba su presencia, pero sin dar señales de querer entrar en la casa, porque primero quiere, como cualquier enamorado, mirar a la esposa a través de las celosías de las ventanas
Como un gamo salta de monte en monte y de llano en llano, de árbol en
árbol y de cercado en cercado, así el Señor saltó de Egipto al Mar Rojo;
del Mar al Sinaí; del Sinaí al futuro que ha de venir. En Egipto le
vieron, según su promesa: "pasaré por la tierra de Egipto" (Ex 12,2); en
el Mar "vio Israel su gran poderío" (Ex 14,31); y en el Sinaí le vieron,
pues "cara a cara les habló en el Monte" (Dt 5,4). Al manifestarse la
gloria del Señor en la noche de Pascua, dando muerte a los primogénitos
(Ex 12,29), él cabalgó sobre una nube ligera y fue a Egipto (Is
19,1), corriendo como una gacela y un cervatillo. Protegió las casas
donde estábamos y se paró detrás de nuestras tapias, miró por las
ventanas, atisbó por las celosías y vio la sangre del sacrificio de
Pascua sobre nuestras puertas.
El esposo se queda junto a la tapia, pues su deseo, no es entrar, sino
sacar a la esposa fuera: "Sal de tu casa y ve donde yo te conduciré"
(Gén 12,1). Cuando llegue en la noche y le pida que le abra la puerta,
tampoco entrará dentro; su deseo es sólo levantar a la esposa del sueño
y hacerla correr en su busca (5,2-3). Dios es un Dios de vida. Su
presencia no es estática, no instala al hombre en su mundo y en sus
inestables seguridades. Su presencia es pascua, paso, irrupción,
que pone al hombre en éxodo. El pueblo, siempre, se siente
tentado a quedarse en sus seguridades, renunciando al futuro
prometido (Ex 16,3). Pero la bendición del futuro es incompatible con
las "lentejas" del presente (Gen 25,29‑34). El hombre que se atiene a lo
que tiene, a lo que posee, a lo que él fabrica, pierde a Dios, el
inasible, que lleva al pueblo al desierto, donde no puede agarrarse a
nada tangible, siguiendo una nube que día y noche le precede.
Aunque el esposo promete a la esposa, a los discípulos elegidos: "Mirad,
yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20),
sin embargo, también les dice que el amo llamó a los criados, repartió
dinero a cada uno para que negociaran con él y se marchó; y luego vuelve
a pedir cuentas. Por eso, en el drama de amor del Cantar, el esposo a
veces está presente y a veces ausente. Como si se hablara del esposo
ausente, en medio de la noche se siente un clamor de gente que dice:
¡Viene el esposo! (Mt 25,6.14s; Lc 19,12). El esposo, pues, está
presente y enseña; está ausente y se le desea. Lo uno y lo otro se
aplica a la Iglesia y a cada creyente. En efecto, cuando se permite que
la Iglesia padezca persecuciones y tribulaciones, parece que él está
ausente de ella; y luego, cuando crece en paz y florece en la fe y en
las buenas obras, se entiende que está presente en ella. Esta situación,
de presencias y ausencias, la sufrimos durante toda nuestra vida hasta
que el Salvador nos diga: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi
Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14,22s).
En el Antiguo Testamento el anuncio de Cristo estaba oculto por un velo.
Al quitar el velo a la esposa, la Iglesia convertida al Señor (2Cor
3,14-16), ella ve al esposo que salta sobre los montes de la ley y sobre
los collados de los profetas. En cada página de la Escritura encuentra a
Cristo (Mt 17,1ss). La voz del Señor, la ley y los profetas, llega hasta
Juan Bautista, que dice: "Preparad el camino del Señor, enderezad las
sendas de nuestro Dios" (Mt 3,3). La voz hacía que "como el ciervo ansía
las fuentes del agua, así mi alma tiene ansia de ti, Dios mío" (Sal
41,2). Y "el ciervo amigo" (Pr 5,19), ¿quién podría ser sino aquel que
aplasta a la serpiente, que sedujo a Eva (Gén 3,4;2Cor 11,3) y con el
soplo de su palabra inoculó el veneno del pecado, contagiando a toda la
prole venidera? El ciervo amigo vino, pues, a eliminar en su carne la
enemistad (Ef 2,15) que el maligno había creado entre Dios y el hombre.
Por ello la esposa compara al esposo con el cervatillo y no con el
ciervo, pues "siendo de condición divina" (Flp 2,6), "un niño se nos ha
dado, un niño nos ha nacido; y su poder, sobre sus hombros" (Is 9,5).
Por tanto, cervatillo, porque nació niño chiquito. Es el "más pequeño de
los cervatillos". En las manadas de ciervos, cuando salen a pastar, no
son los adultos quienes abren la marcha, sino los más pequeños, y todos
los demás se adaptan a su paso. El esposo se asemeja, pues, al más joven
de los cervatillos; va delante de todos, abriendo el camino, que los
demás siguen.
Cuando llegó la mañana (Ex 12,22), el amado tomó la palabra y dijo:
Levántate, ven, asamblea de Israel, amada mía desde el principio.
¡Parte! ¡Sal de la esclavitud de Egipto! ¡Mira! El invierno ha
pasado, han cesado ya las lluvias y se han ido. El tiempo de la
esclavitud, que es como el invierno, se ha acabado; y el dominio
egipcio, que es como la lluvia incesante, ha pasado y se ha ido; ya no
lo veréis nunca más (Ex 14,13). Aparecen las flores en la tierra, el
tiempo de las canciones ha llegado, el arrullo de la tórtola se deja oír
en nuestra tierra. Moisés y Aarón, que son como las flores de la
palma, han aparecido para obrar prodigios en la tierra de Egipto (Ex
4,29s). El tiempo de la poda de los primogénitos ha llegado. Y la voz
del Espíritu, arrullo de la paloma, anuncia la redención de que hablé a
Abraham; ya llega a su cumplimiento. Ahora me complazco en hacer lo que
juré con mi palabra.
Echa la higuera sus yemas y las viñas en ciernes exhalan su fragancia.
Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente.
La Asamblea de Israel, que es como los primeros frutos de la higuera,
abrió su boca y dijo el cántico del Mar Rojo (Ex 15,1). Hasta los
pequeños y lactantes, las yemas y las viñas en ciernes, alabaron al
Señor con sus lenguas (Sab 10,20; Sal 8,3). Incluso los embriones en el
seno de sus madres son invitados a cantar: "En las asambleas bendecid a
Dios, al Señor, fuente de Israel" (Sal 68,27). "Fuentes de Israel" son
las madres; por consiguiente, desde el seno de las madres, bendecid al
Señor. Al oír el cántico, el Señor dijo: ¡Levántate, ven, Asamblea del
Israel! Amada mía, bella mía, sal de aquí, ven hacia la tierra que juré
a tus padres que te daría (Ex 13,5; 33,1). La misma voz anuncia a Israel
cautiva que llega su salvación: "¡Despierta, despierta! ¡Levántate,
Jerusalén!" (Is 51,17). Es la voz que repite en cada cautiverio:
"Despierta, despierta! ¡Vístete tus ropas de gala, Jerusalén, ciudad
santa! Sacúdete el polvo, levántate, cautiva Jerusalén. Líbrate de las
ligaduras de tu cerviz, cautiva hija de Sión. Soy yo quien dice: Aquí
estoy" (Is 52,1ss). "¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, y la
gloria de Yahveh sobre ti ha amanecido!" (Is 60).
Para las aves, el tiempo del canto es el tiempo del amor. La tórtola,
que durante el invierno emigra, vuelve con la primavera y deja oír su
voz en nuestra tierra. Hay un tiempo para todo, tiempo para llorar y
tiempo para cantar (Eclo 3). Y cada cosa tiene sus signos anunciadores:
"Cuando la higuera echa sus brotes se sabe que está cerca el verano" (Mc
13,18). El amado dice: ¡Levántate de la nada y vive! ¡Levántate del
sueño de la muerte y recobra la vida! ¡Levántate del pecado y vuelve a
mí! ¡Responde al amor con amor! ¡Levántate y ven! ¡Yo he abierto para ti
un camino desde la muerte a la vida! ¡Yo soy el camino y la vida! ¡Ven!
Referido a Cristo y a la Iglesia, la casa en que habitaba la Iglesia
significa las Escrituras de la ley y los profetas, pues en ellas se
halla la cámara del tesoro del rey, repleta de sabiduría (Col 2,3). En
este sentido, Cristo, al venir, se paró un poco detrás de la pared del
Antiguo Testamento, pues no se manifestó al pueblo abiertamente; pero,
cuando llegó el tiempo, invitó a la Iglesia a salir de la letra de la
ley, para ir hacia él, pues si no camina, pasando de la letra al
espíritu, no puede unirse a su esposo, incorporarse a Cristo. Por eso la
llama y la invita a pasar de lo carnal a lo espiritual, de lo visible a
lo invisible, de la ley al Evangelio.
La palabra de los profetas, que llegan hasta Juan Bautista (Lc 16,11),
es la lluvia del invierno (Is 5,6). Con la muerte y resurrección de
Cristo se puede decir que el invierno ha pasado y la lluvia se ha ido.
Esto fue una ganancia para la Iglesia, pues, ¿qué necesidad hay de
lluvias allí donde el río alegra la ciudad de Dios (Sal 45,5), donde en
cada corazón creyente brota un manantial de agua viva que salta hasta la
vida eterna (Jn 4,14)? ¿Y para qué se necesitan las lluvias donde ya
aparecieron laalegre mensajero, s flores en nuestra tierra y donde,
desde la venida del Señor, no se ha vuelto a cortar una higuera por no
dar fruto? Ahora, efectivamente, ha producido ya sus higos (Mt 21,19).
Y también las viñas han exhalado su fragancia, "porque para Dios somos
buen olor de Cristo" (2Cor 2,15). Ya no tiene necesidad de mandar sobre
la tierra el agua de la nube de los profetas. La misma voz de la tórtola
hablará en la tierra: "Yo mismo, el que hablaba, estoy presente" (Is
52,6). Con la resurrección ha pasado el tiempo de la poda de la pasión.
La Iglesia, a la que Cristo tenía oculta en la higuera, esto es, en la
ley, no aparece ya árida ni sigue la letra que mata, sino el espíritu
que florece y da vida (2Cor 3,6).
Lo mismo dice Gregorio de Nisa: "El anuncio, que escucha la Iglesia a
través de los profetas, sólo es sombra de lo venidero, pues la realidad
es el cuerpo de Cristo" (Col 2,17). La realidad le llega con el
Evangelio, que derriba el muro de separación y muestra a Cristo, que
anula en su carne la ley, para crear el hombre nuevo (Ef 2,14s). Por
ello el esposo no sólo le dice: Levántate, amada mía, sino que
añade: ¡Vente! Levántate y camina, dice Jesús al paralítico (Mt
9,5ss). Es la voz potente del Señor (Sal 67,34), que crea lo que dice
(Sal 32,9). Así, la esposa recibe la orden y, con ella, la fuerza para
hacer cuanto le manda. Acercándose a la luz se transforma en luz, sobre
la que se transparenta la imagen de la paloma, con la que es figurado el
Espíritu Santo (Lc 3,23). Sí, el esposo la invita a levantarse y caminar
tras él. Es la llamada continua a la conversión hasta formar en ella la
imagen cada vez más perfecta del Amado: "Todos nosotros, con el rostro
descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, y nos
vamos transformando en esa misma imagen de gloria en gloria; así es como
actúa el Señor, que es Espíritu" (2Cor 3,18).
La Iglesia proclama esta lectura
en la fiesta de la visitación de María a Isabel. Es una invitación a
salir del propio mundo cerrado y a derramar sobre la humanidad el amor
recibido del amado. Brotan las flores en la tierra. Es el momento
de cogerlas y hacer una guirnalda. Lo dice la tórtola, es decir, la voz
que grita en el desierto, Juan Bautista (Jn 1,23;Mt 3,3). El escuchó la
voz estando en el seno de su madre y saltó de gozo (Lc 1,44). Luego,
como amigo del novio que se alegra con su voz (Jn 3,29), se presentó
como precursor de la esplendorosa primavera, mostrando la flor que
despunta del tronco de Jesé (Is 11,1), el cordero que toma sobre sí los
pecados del mundo (Jn 1,29). Anuncia que el invierno ya ha pasado y han
cesado las lluvias. De otro modo lo anuncia también Pablo: "Si hemos
muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que
Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, pues
la muerte ya no tiene poder sobre él. Su muerte fue un morir al pecado,
de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también
vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo
Jesús" (Rom 6,8-11). Los apóstoles, pasada la tempestad de la Pasión,
con la resurrección de Cristo encontraron la calma y dieron frutos de fe
para vida eterna. El Espíritu Santo dejó oír su voz en ellos. La tórtola
encontró en los creyentes en Cristo un nido donde colocar sus polluelos
(Sal 83,4). La higuera dio fruto en los apóstoles, que difundieron el
perfume de la fe con la difusión del Evangelio.
La paloma, con la que el esposo compara a la esposa, es la paloma "que
tiene su nido en las hendiduras de la roca". En estas palomas la
fidelidad está más acentuada que en las demás. La pareja permanece unida
de por vida. Macho y hembra se prodigan recíprocamente las más variadas
demostraciones de afecto. La hembra encuba ininterrumpidamente desde las
tres de la tarde hasta las diez de la mañana; el macho lo hace las otras
pocas horas restantes. Durante el largo tiempo en que la hembra está en
el nido el macho le lleva el alimento. Cuando llega al nido, deja el
alimento ante la hembra y se prodiga en reverencias, zureando suavemente
hasta que ella, alargando el cuello, toma el alimento. El macho no parte
hasta que la hembra, respondiendo a sus muestras de afecto, saca fuera
la cabeza, aureolada con las blancas plumas del cuello y, mostrándole el
rostro, le despide con un breve zureo. Entonces satisfecho emprende el
vuelo.
El esposo, que anima a la esposa a emprender con confianza el camino
hacia él, le describe el lugar donde quiere que descanse con él: al
abrigo de la peña. Allí desea que ella vaya para, quitándose el velo,
contemplar su cara al descubierto (2Cor 3,13-18; 1Cor 13,12). Quiere ver
su cara y oír voz, seguro ya de que su rostro es hermoso y su voz, suave
y deliciosa: Paloma mía, en los huecos de la peña, en los escarpados
escondrijos, muéstrame tu semblante, déjame oír tu voz; porque tu voz es
dulce, y gracioso tu semblante. Sólo desea el amor y el canto de su
paloma: rostro y voz, luz y sonido, ojos y oídos.
Y ¿por qué el Santo, bendito sea, les puso en tal aprieto? Se parece a
un rey que tenía una hija única y estaba ansioso por conversar con ella.
¿Qué hizo? Hizo pública una proclama, diciendo: ¡Que todo el pueblo vaya
al campo! Y una vez que fueron, ¿qué hizo? Hizo una señal a sus siervos,
que cayeron sobre la hija del rey como salteadores. Ella entonces
comenzó a gritar: ¡Padre, padre, sálvame! El le dijo: Si no te hubiera
hecho esto, no habrías gritado: ¿Padre, padre, sálvame! Así, cuando los
israelitas estaban en Egipto, los egipcios los oprimían, y ellos
comenzaron a gritar y a alzar los ojos al Santo: "acaeció, al cabo de
aquellos largos días que falleció el rey de Egipto y los hijos de Israel
gemían bajo la servidumbre y clamaron" (Ex 2,23) y al punto "Yahveh
escuchó su lamento" (Ex 2,24) y los sacó con mano fuerte y brazo
extendido. Y como estaba ansioso de oír su voz de nuevo, ¿qué hizo? Hizo
que cambiara la opinión del Faraón y les persiguiera: "endureció el
corazón del Faraón, rey de Egipto, y les persiguió" (Ex 14,8). Cuando
los vieron: "los israelitas alzaron sus ojos y allí estaban los egipcios
y gritaron a Yahveh" (Ex 14,10) con el mismo grito con que lo habían
hecho en Egipto. Cuando Dios lo oyó, les dijo: Si no hubiera hecho esto,
no habría oído vuestra voz. De aquella ocasión está dicho "paloma mía,
en los huecos de la peña déjame oír tu voz; no dice "la voz",
sino "tu voz", la que ya oí en Egipto.
Jeremías también invita a Israel a dejar las ciudades para acomodarse en
la peña, "como las palomas que anidan en las paredes de las simas" (Jr
48,28). El alma fiel establece su morada en el Señor. Al abrigo de la
roca que salva se ríe de los ataques de la serpiente y del halcón. La
hendidura del costado de Cristo está abierta como refugio de la débil
paloma, que no tiene el pico o garras del águila con que defenderse. En
los huecos de la peña, "y la peña era Cristo" (1Cor 10,4); en la fe en
Cristo, se apoya la esposa y así puede contemplar su gloria, como Dios
mismo prometió a Moisés: "Yo te pondré en la hendidura de la peña y me
verás" (Ex 33,18-23). La peña, que es Cristo, no está cerrada por todas
partes, sino que tiene una hendidura en su costado. En esa hendidura,
entrando en ella, se le revela Dios al creyente. Pues, en realidad,
"nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera
revelar" (Mt 11,27). Lo mismo dice Juan: "A Dios nadie lo vio jamás: el
Hijo unigénito de Dios, que está en el seno del Padre, él lo dio a
conocer" (Jn 1,18), "porque os he dado a conocer todas las cosas que oí
de mi Padre" (Jn 15,15). Y además dice: "Padre, quiero que donde yo
estoy ellos estén también conmigo" (Jn 17,24).
Filón de Carpasia pone en labios de la esposa la súplica:
Muéstrame
tu rostro y déjame oír tu voz. Este era el deseo de Moisés: "Déjame
ver tu rostro" (Ex 33,13.18). Pero el Señor le dijo: "Mi rostro no
podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo" (Ex
33,20). Pero, en la plenitud de los tiempos, accediendo al deseo de la
esposa, mostró su rostro de carne, al ser engendrado por el poder del
Altísimo en el seno virginal de María (Lc 1,35). Así pudimos verle con
nuestros ojos, oír su voz y palparle con nuestras manos (1Jn 1,1). Y su
voz fue muy dulce para nosotros, al decirnos: Venid a mí todos
los que estáis cansados y sobrecargados y yo os daré descanso" (Mt
11,28), "¡animo, hijo, tus pecados te son perdonados!" (Mt 9,2),
"¡animo, hija, tu fe te ha salvado!" (Mt 9,22), "tanto ha amado Dios al
mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no
perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,17)...
Cazadnos las raposas, las pequeñas raposas que devastan las viñas, pues
nuestras viñas están en flor.
Después que hubieron pasado el Mar, los hijos de Israel murmuraron a
causa del agua (Ex 15,22.24; 17,1-7). Vino entonces contra ellos el
impío Amaleq (Ex 17,8), que les tenía odio a causa de la primogenitura y
de la bendición que Jacob, su padre, había quitado a Esaú (Gén 27,1-41),
y presentó batalla contra Israel, porque se habían separado de los
preceptos de la Torá. En aquella hora la casa de Israel, que es como una
viña, hubiera merecido ser destruida, si la flor de los justos de
aquella generación no hubiese exhalado el buen perfume de incienso que
sube a lo alto del cielo.
Las "raposas pequeñitas" son las crías de los chacales, que consumen los
racimos de uva en maduración. La viña en flor es símbolo del esplendor
de la amada, toda vida, frescura, floración y perfume (1,6). La zorra,
animal impuro, como Herodes Antipas (Lc 13,32), desencadena la fuerza de
la lujuria, de la violencia y del odio contra el amor desarmado e
inocente de la vid en ciernes. El amado sabe que las raposas merodean
por su heredad (Jr 12,9s).
El esposo acoge la plegaria de la esposa y, para mostrarse abiertamente,
manda a los cazadores que atrapen a esos zorros, que destrozan la viña.
Esos zorros son el asesino (Jn 8,44), potente en el mal, cuya lengua es
como espada afilada (Sal 51,3-4) o flechas de guerrero afiladas con
brasas de retama (Sal 119,4), que está siempre tendiendo insidias desde
su guarida (Sal 9,30). Es el gran dragón (Ez 29,3), el infierno con la
boca abierta (Is 5,14), dominador del mundo tenebroso (Ef 6,12), que
posee la fuerza de la muerte (Heb 2,14), con sus lomos de bronce, su
columna dorsal de hierro (Job 40,18). El demonio y sus secuaces son, sin
embargo, "pequeñas zorras", cuya caza encomienda el Señor a sus
cazadores, a quienes también llamó pescadores de hombres (Mt 4,19).
No hubieran podido recoger en las redes del Señor a los que se salvan si
no les hubieran arrebatado de los lazos del maligno. Estos cazadores o
pescadores hacen lo uno y lo otro con la potencia de quien ordenó:
¡Arrojad el jabalí que devasta la viña de Dios (Sal 79,14) o el león
rugiente (Sal 21,14) o la gran ballena (Jn 2,1) o el dragón de debajo de
las aguas (Ez 32,2). A los cazadores el Señor ha dado poder para arrojar
todas estas bestias de su viña (Ef 6,12). La viña del Señor es la esposa
de la que se dice: "tu esposa como vid florida en el secreto de la casa"
(Sal 127,3).
g) Mi amado es mío y yo soy suya
Mi Amado es mío y yo soy suya, el pastorea entre mis rosas.
Dijo la Asamblea de Israel: "Mi amado es mío y yo soy suya". El es mi
Dios y yo soy su pueblo: Es mi Dios, pues me dijo: "Yo, Yahveh, soy tu
Dios" (Ex 20,2); y yo soy su pueblo, pues me dijo: "Escúchame, pueblo
mío, préstame oído" (Is 51,4). El es mi padre y yo soy su hijo. El es mi
padre (Jr 31,9) y yo soy su hijo, su primogénito (Ex 4,22). El es mi
pastor (Sal 80,2) y yo su rebaño, ovejas de su pastizal (Ez 34,30). El
es mi guardián (Sal 121,4) y yo soy su viña (Is 5,7).
El me cantó y yo le canté. El me alabó y yo le alabé. El me llamó:
"hermana mía, esposa, paloma mía, la más pura" (Cant 5,2). Y yo dije de
El: "Así es mi amado y mi amigo" (Cant 5,16). El me dijo: "¡Qué hermosa
eres, mi amor!" (Cant 4,1). Y yo le contesté: "¡Qué hermoso eres, mi
amor, qué maravilloso!" (Cant 1,16). El me dijo: "¡Dichoso tú, Israel,
quién como tú!" (Dt 33,29). Y yo le dije: "¡Quién como Tú entre los
dioses, oh Yahveh!" (Ex 15,11). El me dijo: "¡Quién hay como Israel,
nación única en la tierra!" (2Sam 7,23). Y yo dos veces al día declaro
que El es único (Dt 6,4).
Mi Amado es mío y yo soy suya,
"carne de mi carne, hueso de mis huesos". Unidos somos "dos en una sola
carne". La amada evoca y acoge la alianza que Dios reiteradamente ofrece a
Israel: "Vosotros sois mi pueblo y yo soy vuestro Dios" (2Cor 6,16). La
repetición de la fórmula de pertenencia mutua (Cant 2,16;6,3;7,11) es
expresión de la continua renovación de la alianza. Las montañas de Beter son
una clara alusión a la alianza sellada con Abraham (Gén 15,10). Antes de
que expire la brisa de la tarde y se alarguen la sombras (Jr 6,4), la
esposa espera que su amado vuelva, ligero como una gacela o un gamo y pase
con su antorcha de fuego, como hizo con Abraham, entre los "montes
separados" (Beter), quemando los animales partidos de la Alianza (Gén
15,7ss). La unión debe renovarse continuamente porque las ausencias, las
distancias y los silencios son constantes en la vida. El encuentro, en la
tarde, a la hora de la brisa, es siempre una sorpresa, un don, algo esperado
en vela y con trepidación cada día.
Antes que sople la brisa del día y huyan las sombras, ¡retorna, Amado mío!,
como una gacela o un joven cervatillo por el monte de las balsameras.
A los pocos días los hijos de Israel hicieron el becerro de oro (Ex 32,1-6).
Entonces se alzaron las nubes de la gloria, que le habían dado sombra, y
quedaron al descubierto, privados del adorno (Ex 33,5ss) de sus armas, sobre
las que estaba escrito el gran Nombre. El Señor les hubiera destruido y
barrido de este mundo si no hubiera recordado el juramento hecho a Abraham,
a Isaac y a Jacob (Ex 32,13), quienes fueron solícitos como una gacela y
como un joven cervatillo en rendirle culto; si el Señor no hubiera recordado
el sacrificio que ofreció Abraham en el monte Moria (Gén 22,1ss), monte de
las balsameras, les hubiera destruido.
La noche es la hora de las sombras y de los chacales (Sal 44,20). Es la hora
en que reina la muerte. La esposa le implora: Retorna, Amado mío, con la
brisa de tu Espíritu, que ahuyente las sombras y amanezca el día sin noche
ni sombras de muerte.